Antologia de cuentos peruanos

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2012

ANTOLOGÍA DE CUENTOS PERUANOS 20 de los mejores cuentos peruanos en esta bella colección.

Carlos Alberto Baltazar Espetia Universidad Peruana Unión 26/11/2012


2 AntologĂ­a de cuentos peruanos

Veinte de los mejores cuentos en ANTOLOGIA DE CUENTOS PERUANOS

Carlos Alberto Baltazar Espetia


3 Antología de cuentos peruanos

DEDICATORIA

AGRADECIMIENTOS Esta mi primera publicación se lo dedico a mi profesor y amigo Eloy Colque, a mis compañeros de clase con quienes he pasado gratos momentos, a mis padres el Sr. Melchor Baltazar su esposa la Sra. Inés Espetia y mi hermano Hubert.

En primer lugar agradecer a nuestro creador y salvador que aún me mantiene con vida, quien fue una gran ayuda para la elaboración de este libro a mi amigo y profesor Eloy Colque que con su dirección mis compañeras y yo, fuimos capaces que realizar estos ejemplares y espero que esta recopilación de cuentos peruanos les agrade. En este manual de cultura encontraremos cuentos de grandes escritores de nuestra literatura peruana, tales como Cesar Vallejo, Ciro Alegría, Mario Vargas Llosa, Abraham Valdelomar entre otros. Bellos cuentos que son un clásico en nuestra literatura.


4 Antología de cuentos peruanos

CONTENIDO PACO YUNQUE CÉSAR VALLEJO ................................................................... 5 DÍA DOMINGO - MARIO VARGAS LLOSA ..................................................... 19 EL CABALLERO CARMELO - ABRAHAM VALDELOMAR .......................... 33 LOS OJOS DE JUDAS - ABRAHAM VALDELOMAR ...................................... 39 LA VENGANZA DEL CONDOR - VENTURA GARCÍA CALDERÓN. .......... 47 MI CORBATA - MANUEL BEINGOLEA .......................................................... 51 PASCUALINA - ELEODORO VARGAS VICUÑA ............................................. 56 “LOS OJOS DE LINA” - CLEMENTE PALMA ................................................ 60 LA BOTELLA DE CHICHA - JULIO RAMÓN RIBEYRO ............................... 65 EL ALFILER - VENTURA GARCÍA CALDERÓN .......................................... 69 EL VUELO DE LOS CÓNDORES - ABRAHAM VALDELOMAR................... 73 EL BUQUE NEGRO - ABRAHAM VALDELOMAR......................................... 81 LA VIRGEN DE CERA - ABRAHAM VALDELOMAR ..................................... 87 EL TROMPO. JOSÈ DIEZ CANSECO .............................................................. 92 "DUELO DE CABALLEROS" - CIRO ALEGRÍA ............................................. 98 EL PUTUTO - EMILIO ROMERO ................................................................... 108 MÁS ALLÁ DE LA VIDA Y DE LA MUERTE – CESAR VALLEJO ................ 111 A LA CRIOLLITA - VENTURA GARCÍA CALDERÓN ................................... 116 LA AGONÍA DEL RASU-ÑITI - JOSÉ MARÍA ARGUEDAS ........................... 119 JIJUNA - JOSÉ DIEZ CANSECO ...................................................................... 127


5 Antología de cuentos peruanos

PACO YUNQUE CÉSAR VALLEJO

C

uando Paco Yunque y su madre llegaron a la puerta del colegio, los niños estaban jugando en el patio. La madre le dejó y se fue. Paco, paso a paso, fue adelantándose al centro del patio, con su libro primero, su cuaderno y su lápiz. Paco estaba con miedo, porque era la primera vez que veía a un colegio; nunca había visto a tantos niños juntos.

Varios alumnos, pequeños como él, se le acercaron y Paco, cada vez más tímido, se pegó la pared, y se puso colorado. ¡Qué listos eran todos esos chicos! ¡Qué desenvueltos! Como si estuviesen en su casa. Gritaban. Corrían. Reían hasta reventar. Saltaban. Se daban de puñetazos. Eso era un enredo. Paco estaba también atolondrado porque en el campo no oyó nunca sonar tantas voces de personas a la vez. En el campo hablaba primero uno, después oro, después otro y después otro. A veces, oyó hablar hasta cuatro o cinco personas juntas. Era su padre, su madre, don José, el cojo Anselmo y la Tomasa. Eso no era ya voz de personas sino otro ruido. Muy diferente. Y ahora sí que esto del colegio era una bulla fuerte, de muchos. Paco estaba asordado. Un niño rubio y gordo, vestido de blanco, le estaba hablando. Otro niño más chico, medio ronco y con blusa azul, también le hablaba. De diversos grupos se separaban los alumnos y venían a ver a Paco, haciéndole muchas preguntas. Pero Paco no podía oír nada por la gritería de los demás. Un niño trigueño, cara redonda y con una chaqueta verde muy ceñida en la cintura agarró a Paco por un brazo y quiso arrastrarlo. Pero Paco no se dejó. El trigueño volvió a agarrarlo con más fuerza y lo jaló. Paco se pegó más a la pared y se puso más colorado. En ese momento sonó la campana, y todos entraron a los salones de clase. Dos niños –los hermanos Zumigatomaron de una y otra mano a Paco y le condujeron a la sala de primer año. Paco no quiso seguirlos al principio, pero luego obedeció, porque vio que todos hacían lo mismo. Al entrar al salón se puso pálido. Todo quedó repentinamente en silencio y este silencio le dio miedo a Paco. Los Zumiga le estaban jalando, el uno para un lado y el otro para el otro lado, cuando de pronto le soltaron y lo dejaron solo. El profesor entró. Todos los niños estaban de pie, con la mano derecha levantada a la altura de la sien, saludando en silencio y muy erguidos. Paco sin soltar su libro, su cuaderno y su lápiz, se había quedado parado en medio del salón, entre las primeras carpetas de los alumnos y el pupitre del profesor. Un remolino se le hacía en la cabeza. Niños. Paredes amarillas. Grupos de niños. Vocerío. Silencio. Una tracalada de sillas. El profesor. Ahí, solo, parado, en el colegio. Quería llorar. El profesor le tomó de la mano y lo llevó a instalar en una de las carpetas delanteras junto a un niño de su mismo tamaño. El profesor le preguntó: - ¿Cómo se llama Ud.? Con voz temblorosa, Paco muy bajito: - Paco. - ¿Y su apellido? Diga usted todo su nombre. - Paco Yunque. - Muy bien. El profesor volvió a su pupitre y, después de echar una mirada muy seria sobre todos los alumnos, dijo con voz militar: - ¡Siéntense! Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos ya estaban sentados.


6 Antología de cuentos peruanos El profesor también se sentó y durante unos momentos escribió en unos libros. Paco Yunque tenía aún en la mano su libro, su cuaderno y su lápiz. Su compañero de carpeta le dijo: - Pon tus cosas, como yo, en la carpeta. Paco Yunque seguía muy aturdido y no le hizo caso. Su compañero le quitó entonces sus libros y los puso en la carpeta. Después, le dijo alegremente: - Yo también me llamo Paco, Paco Fariña. No tengas pena. Vamos a jugar con mi tablero. Tiene torres negras. Me lo ha comprado mi tía Susana. ¿Dónde está tu familia, la tuya? Paco yunque no respondía nada. Este otro Paco le molestaba. Como éste eran seguramente todos los demás niños: habladores, contentos y no les daba miedo el colegio. ¿Por qué eran así? Y él, Paco Yunque, ¿por qué tenía tanto miedo? Miraba a hurtadillas al profesor, al pupitre, al muro que había detrás del profesor y al techo. También miró de reojo, a través de la ventana, al patio, que estaba ahora abandonado y en silencio. El sol brillaba afuera. De cuando en cuando, llegaban voces de otros salones de clase y ruidos de carretas que pasaban por la calle. ¡Qué cosa extraña era estar en el colegio! Paco Yunque empezaba a volver un poco de su aturdimiento. Pensó en su casa y en su mamá. Le preguntó a Paco Fariña: - ¿A qué hora nos iremos a nuestras casas? - A las once. ¿Dónde está tu casa? - Por allá. - ¿Está lejos? - Si...No... Paco Yunque no sabía en qué calle estaba su casa, porque acababan de traerlo, hacía pocos días, del campo y no conocía la ciudad. Sonaron unos pasos de carrera en el patio, apareció en la puerta del salón, Humberto, el hijo del señor Dorian Grieve, un inglés, patrón de los Yunque, gerente de los ferrocarriles de la Peruvian Corporation” y alcalde del pueblo. Precisamente a Paco le habían hecho venir del campo para que acompañase al colegio a Humberto y para que jugara con él, pues ambos tenían la misma edad. Sólo que Humberto acostumbraba venir tarde al colegio y esta vez, por ser la primera, la señora Grieve le había dicho a la madre de Paco: - Lleve usted ya a Paco al colegio. No sirve que llegue tarde el primer día. Desde mañana esperará a que Humberto se levante y los llevará juntos a los dos. El profesor, al ver a Humberto Grieve, le dijo: - ¿Hoy otra vez tarde? Humberto con gran desenfado, respondió: - Que me he quedado dormido. - Bueno- dijo el profesor-. Que esta sea la última vez. Pase a sentarse.


7 Antología de cuentos peruanos Humberto Grieve buscó con la mirada donde estaba Paco Yunque. Al dar con él, se le acercó y le dijo imperiosamente: - Ven a mi carpeta conmigo. Paco Fariña le dijo a Humberto Grieve: - No. Porque el señor lo ha puesto aquí. - ¿Y a ti qué te importa? –le increpó Grieve violentamente, arrastrando a Yunque por un brazo a su carpeta. - ¡Señor! – Gritó entonces Fariña-, Grieve se está llevando a Paco Yunque a su carpeta. El profesor cesó de escribir y preguntó con voz enérgica: - ¡Vamos a ver! ¡Silencio! ¿Qué pasa ahí? Fariña volvió a decir: - Grieve se ha llevado a su carpeta a Paco Yunque. Humberto Grieve, instalado ya en su carpeta con paco Yunque, le dijo al profesor: - Sí, señor. Porque Paco Yunque es mi muchacho. Por eso. El profesor lo sabía esto perfectamente y le dijo a Humberto Grieve: - Muy bien. Pero yo lo he colocado con Paco Fariña, para que atienda mejor las explicaciones. Déjelo que vuela a su sitio. Todos los alumnos miraban en silencio al profesor, a Humberto Grieve y a Paco Yunque. Fariña fue y tomó a Paco Yunque por la mano y quiso volverlo a traer a su carpeta, pero Grieve tomó a Paco Yunque por el otro brazo y no lo dejó moverse. El profesor le dijo otra vez a Grieve: - ¡Grieve! ¿Qué es esto? Humberto Grieve, colorado de cólera, dijo: - No, señor. Yo quiero que Yunque se quede conmigo. - Déjelo, le he dicho. - No, señor. - ¿Cómo? - No. El profesor estaba indignado y repetía, amenazador: - ¡Grieve! ¡Grieve! Humberto Grieve tenía bajo los ojos y sujetaba fuertemente por el brazo a Paco Yunque, el cual estaba aturdido y se dejaba jalar como un trapo por Fariña y por Grieve. Paco yunque tenía ahora más miedo a Humberto Grieve que al profesor, que a todos los demás niños y que al colegio entero. ¿Por qué Paco Yunque le tenía miedo a Humberto Grieve? ¿Por qué este Humberto Grieve solía pegarle a Paco Yunque?


8 Antología de cuentos peruanos El profesor se acercó a Paco Yunque, le tomó por el brazo y le condujo a la carpeta de Fariña. Grieve se puso a llorar, pataleando furiosamente su banco. De nuevo se oyeron pasos en el patio y otro alumno, Antonio Gesdres, -hijo de un albañil- apareció a la puerta del salón. El profesor le dijo: - ¿Por qué llega usted tarde? - Porque fui a comprar pan para el desayuno. - ¿Y por qué no fue usted más temprano? - Porque estuve alzando a mi hermanito y mamá está enferma y papá se fue al trabajo. - Bueno –dijo el profesor,, muy serio-. Párese ahí. Y, además, tiene usted una hora de reclusión. Le señaló un rincón, cerca de la pizarra de ejercicios. Paco Fariña, se levantó entonces y dijo: - Grieve también ha llegado tarde, señor. - Miente, señor -respondió rápidamente Humberto Grieve-. No he llegado tarde. Todos los alumnos dijeron en coro: - ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Grieve ha llegado tarde! - ¡Pish! ¡Silencio! –dijo malhumorado el profesor y todos los niños se callaron. El profesor se paseaba pensativo. Fariña le decía a Yunque en secreto: - Grieve ha llegado tarde y no lo castigan. Porque su papá tiene plata. Todos los días llega tarde. ¿Tú vives en su casa? ¿Cierto que eres su muchacho? Yunque respondió: - Yo vivo con mi mamá. - ¿En la casa de Humberto Grieve? - Es una casa muy bonita. Ahí está la patrona y el patrón. Ahí está mi mamá. Yo estoy con mi mamá. Humberto Grieve, desde su banco del otro lado del salón, miraba con cólera a Paco Yunque y le enseñaba los puños, porque se dejó llevar a la carpeta de Paco Fariña. Paco Yunque no sabía qué hacer. Le pegaría otra vez el niño Humberto, porque no se quedó con él, en su carpeta. Cuando saldrían del colegio, el niño Humberto le daría un empujón en el pecho y una patada en la pierna. El niño Humberto era malo y pegaba pronto, a cada rato. En la calle. En el corredor también. Y en la escalera. Y también en la cocina, delante de su mamá y delante de la patrona. Ahora le va a pegar, porque le estaba enseñando los puñetes y le miraba con ojos blancos. Yunque le dijo a Fariña: - Me voy a la carpeta del niño Humberto. Y paco Fariña le decía: - No vayas. No seas zonzo. El señor te va a castigar.


9 Antología de cuentos peruanos Fariña volteó a ver a Grieve y este Grieve le enseñó también a él los puños, refunfuñando no sé qué cosas, a escondidas del profesor. - ¡Señor! –Gritó Fariña- Ahí, ese Grieve me está enseñando los puñetes. El profesor dijo: - ¡Psc! ¡Psc! ¡Silencio!... ¡Vamos a ver! ...Vamos a hablar hoy de los peces, y después, vamos a hacer todos unos ejercicios escritos en una hoja de los cuadernos, y después me los dan para verlos. Quiero ver quién hace mejor ejercicio, para que su nombre sea escrito en el Cuaderno de Honor del Colegio, como el mejor alumno del primer año. ¿Me han oído bien? Vamos a hacer lo mismo que hicimos la semana pasada. Exactamente lo mismo. Hay que atender bien a la clase. Hay que copiar bien el ejercicio que voy a escribir después en la pizarra. ¿Me han entendido bien? Los alumnos respondieron en coro: - Sí señor. - Muy bien –dijo el profesor-. Vamos a ver. Vamos a hablar ahora de los peces. Varios niños quisieron hablar. El profesor le dijo a uno de los Zumiga que hablase. - Señor –dijo Zumiga-: Había en la playa mucha arena. Un día nos metimos entre la arena y encontramos un pez medio vivo y lo llevamos a mi casa. Pero se murió en el camino... Humberto Grieve dijo: - Señor: yo he cogido muchos peces y los he llevado a mi casa y los he soltado en mi salón y no se mueren nunca. El profesor preguntó: - Pero...¿los deja usted en alguna vasija con agua? - No señor. Están sueltos, entre los muebles. Todos los niños se echaron a reír. Un chico, flacucho y pálido, dijo: - Mentira, señor. Porque el pez se muere pronto, cuando lo sacan del agua. - No, señor –decía Humberto Grieve-. Porque en mi salón no se mueren. Porque mi salón es muy elegante. Porque mi papá me dijo que trajera peces y que podía dejarlos sueltos entre las sillas. Paco Fariña se moría de risa. Los Zumiga también. El chico rubio y gordo, de chaqueta blanca, y el otro cara redonda y chaqueta verde, se reían ruidosamente. ¡Qué Grieve tan divertido! ¡Los peces en su salón! ¡Entre los muebles! ¡Como si fuesen pájaros! Era una gran mentira lo que contaba Grieve. Todos los chicos exclamaban a la vez reventando de risa:


10 Antología de cuentos peruanos - Ja! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Miente, señor! Ja! Ja! Ja! Ja! ¡Mentira! ¡Mentira! Humberto Grieve se enojó porque no le creían lo que contaba. Todos se burlaban de lo que había dicho. Pero Grieve recordaba que trajo dos peces a su casa y los soltó en el salón y ahí estuvieron muchos días. Los movió y se movían. No estaba seguro si vivieron muchos días o murieron pronto. Grieve, de todos modos, quería que le creyeran lo que decía. En medio de las risas de todos, le dijo a uno de los Zumiga: - ¡Claro! Porque mi papá tiene mucha plata. Y me ha dicho que va a hacer llevar a mi casa a todos los peces del mar. Para mí. Para que juegue con ellos en mi salón grande. El profesor dijo en alta voz: - ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Silencio! Grieve no se acuerda bien, seguramente. Porque los peces mueren cuando... Los niños añadieron en coro: - ...se les saca del agua. - Eso es –dijo el profesor. El niño flacucho y pálido dijo: - Porque los peces tienen sus mamás en el agua y sacándolos, se quedan sin mamás. - ¡No, no, no! –dijo el profesor-. Los peces mueren fuera del agua, porque no pueden respirar. Ellos toman el aire que hay en el agua, y cuando salen, no pueden absorber el aire que hay afuera. - Porque ya están como muertos –dijo un niño. Humberto Grieve dijo: - Mi papá puede darles aire en mi casa, porque tiene bastante plata para comprar todo. El chico vestido de verde dijo: - Mi papá también tiene plata. - Mi papá también –dijo otro chico. Todos los niños dijeron que sus papás tenían mucho dinero. Paco Yunque no decía nada y estaba pensando en los peces que morían fuera del agua. Fariña le dijo a Paco Yunque: - Y tú, ¿tu papá no tiene plata? Paco Yunque reflexionó y se acordó haberle visto una vez a su mamá con unas pesetas en la mano. Yunque dijo a fariña: - Mi mamá tiene también mucha plata - ¿Cuánto? –le preguntó Fariña.


11 Antología de cuentos peruanos - Como cuatro pesetas. Fariña dijo al profesor en voz alta: - Paco Yunque dice que su mamá tiene también mucha plata. - ¡Mentira, señor! –respondió Humberto Grieve- Paco Yunque miente, porque su mamá es la sirvienta de mi mamá y no tiene nada. El profesor tomó la tiza y escribió en la pizarra dando la espalda a los niños. Humberto Grieve, aprovechando de que no le veía el profesor, dio un salto y le jaló de los pelos a Yunque, volviéndose a la carrera a su carpeta. Yunque se puso a llorar. - ¿Qué es eso? –dijo el profesor, volviéndose a ver lo que pasaba. Paco Fariña, dijo: - Grieve le ha tirado de los pelos, señor. - No, señor –dijo Grieve-. Yo no he sido. Yo no me he movido de mi sitio. - ¡Bueno, bueno! –dijo el profesor¡Silencio! ¡Cállese Paco Yunque! ¡Silencio! Siguió escribiendo en la pizarra; y después preguntó a Grieve: - Si se le saca del agua, ¿qué sucede con el pez? - Va a vivir en mi salón –contestó Grieve. Otra vez se reían de Grieve los niños. Este Grieve no sabía nada. No pensaba más que en su casa y en su salón y en su papá y en su plata. Siempre estaba diciendo tonterías. - Vamos a ver, usted, Paco Yunque –dijo el profesor- ¿Qué pasa con el pez, si se le saca del agua? Paco Yunque, medio llorando todavía por el jalón de los pelos que le dio Grieve, repitió de una tirada lo que dijo el profesor: - Los peces mueren fuera del agua porque les falta aire. - ¡Eso es! –Decía el profesor-. Muy bien. Volvió a escribir en la pizarra. Humberto Grieve aprovechó otra vez de que no podía verle el profesor y fue a darle un puñetazo a Paco Fariña en la boca y regresó de un salto a su carpeta. Fariña, en vez de llorar como Paco Yunque, dijo a grandes voces al profesor: - ¡Señor! ¡Acaba de pegarme Humberto Grieve! - ¡Sí, señor! ¡Sí, señor! –decían todos los niños a la vez. Una bulla tremenda había en el salón. El profesor dio un puñetazo en su pupitre y dijo: - ¡Silencio!


12 Antología de cuentos peruanos El salón se sumió en un silencio completo y cada alumno estaba en su carpeta, serio y derecho, mirando ansiosamente al profesor. ¡Las cosas de este Humberto Grieve! ¡Ya ven lo que estaba pasando por su cuenta! ¡Ahora habrá que ver lo que va a hacer el profesor, que estaba colorado de cólera! ¡Y todo por culpa de Humberto Grieve! - ¿Qué desorden es ése? –preguntó el profesor a Paco Fariña. Paco Fariña, con los ojos brillantes de rabia, decía: - Humberto Grieve me ha pegado un puñetazo en la cara, sin que yo le haga nada - ¿Verdad, Grieve? - No, señor –dijo Humberto Grieve-. Yo no le he pegado. El profesor miró a todos los alumnos sin saber a qué atenerse. ¿Quién de los dos decía la verdad? ¿Fariña o Grieve? - ¿Quién lo ha visto? –preguntó el profesor a Fariña. - ¡Todos, señor! Paco Yunque también lo ha visto. - ¿Es verdad lo que dice Paco fariña? –le preguntó el profesor a Yunque. Paco Yunque miró a Humberto Grieve y no se atrevió a responder, porque si decía sí, el niño Humberto le pegaría a la salida. Yunque no dijo nada y bajó la cabeza. Fariña dijo: - Yunque no dice nada, señor, porque Humberto Grieve le pega, porque es su muchacho y vive en su casa. El profesor preguntó a los otros alumnos: - ¿Quién otro ha visto lo que dice Fariña? - ¡Yo, señor! ¡Yo, señor! ¡Yo, señor! El profesor volvió a preguntar a Grieve: - ¿Entonces, es cierto, Grieve, que le ha pegado usted a Fariña? - ¡No, señor! Yo no le he pegado. - Cuidado con mentir Grieve. ¡Un niño decente como usted, no debe mentir! - No, señor. Yo no le he pegado. - Bueno. Yo creo en lo que usted dice. Yo sé que usted no miente nunca. Bueno. Pero tenga usted mucho cuidado en adelante. El profesor se puso a pasear, pensativo, y todos los alumnos seguían circunspectos y derechos en sus bancos. Paco Fariña gruñía a media voz y como queriendo llorar: - No le castigan, porque su papá es rico. Le voy a decir a mi mamá. El profesor le oyó y se plantó enojado delante de Fariña y le dijo en alta voz:


13 Antología de cuentos peruanos - ¿Qué está usted diciendo? Humberto Grieve es un buen alumno. No miente nunca. No molesta a nadie. Por eso no le castigo. Aquí todos los niños son iguales, los hijos de ricos y los hijos de pobres. Yo los castigo aunque sean hijos de ricos. Como usted vuelva a decir lo que está diciendo del padre de Grieve, le pondré dos horas de reclusión. ¿Me ha oído usted? Paco Fariña estaba agachado. Paco Yunque también. Los dos sabían que era Humberto Grieve quien les había pegado y que era un gran mentiroso. El profesor fue a la pizarra y siguió escribiendo. - ¿Por qué no le dijiste al señor que me ha pegado Humberto Grieve? - Porque el niño Humberto me pega. - Y, ¿por qué no se lo dices a tu mamá? - Porque si le digo a mi mamá, también me pega y la patrona se enoja. Mientras el profesor escribía en la pizarra, Humberto Grieve se puso a llenar de dibujos su cuaderno. Paco Yunque estaba pensando en su mamá. Después se acordó de la patrona y del niño Humberto. ¿Le pegarían al volver a la casa? Yunque miraba a los otros niños y éstos no le pegaban a Yunque ni a Fariña, ni a nadie. Tampoco le querían agarrar a Yunque en las otras carpetas, como quiso hacerlo el niño Humberto. ¿Por qué el niño Humberto era así con él? Yunque se lo diría ahora a su mamá y si el niño Humberto le pegaba, se lo diría al profesor. Pero el profesor no le hacía nada al niño Humberto. Entonces, se lo diría a Paco Fariña. Le preguntó a Paco Fariña: - ¿A ti también te pega el niño Humberto? - ¿A mí? ¡Qué me va a pegar a mí! Le pego un puñetazo en el hocico y le hecho sangre. ¡Vas a ver! ¡Como me haga alguna cosa! ¡Déjalo y verás! ¡Y se lo diré a mi mamá! ¡Y vendrá mi papá y le pegará a Grieve y a su papá también, y a todos! Paco Yunque le oía asustado a Paco Fariña lo que decía. ¿Cierto sería que le pegaría al niño Humberto? ¿Y que su papá vendría a pegarle al señor Grieve? Paco Yunque no quería creerlo, porque al niño Humberto no le pegaba nadie. Si Fariña le pegaba, vendría el patrón y le pegaría a Fariña y también al papá de Fariña. Le pegaría el patrón a todos. Porque todos le tenían miedo. Porque el señor Grieve hablaba muy serio y estaba mandando siempre. Y venían a su casa señores y señoras que le tenían mucho miedo y obedecían siempre al patrón y a la patrona. En buena cuenta, el señor Grieve podía más que el profesor y más que todos. Paco Yunque miró al profesor que escribía en la pizarra. ¿Quién era el profesor? ¿Por qué era tan serio y daba tanto miedo? Yunque seguía mirándolo. No era el profesor igual a su papá ni al señor Grieve. Más bien se parecía a otros señores que venían a la casa y hablaban con el patrón. Tenían un pescuezo colorado y su nariz parecía moco de pavo. Sus zapatos hacían risss-risss- risss-risss, cuando caminaba mucho. Yunque empezó a fastidiarse. ¿A qué hora se iría a su casa? Pero el niño Humberto le iba a pegar a la salida del colegio. Y la mamá de Paco Yunque le diría al niño Humberto: “No, niño. No le pegue usted a Paquito. No sea tan malo”. Y nada más le diría. Pero Paco tendría colorada la pierna de la patada del niño Humberto. Y Paco se pondría a llorar. Porque al niño Humberto nadie le hacía nada. Y porque el patrón y la patrona le querían mucho al niño Humberto, y Paco Yunque tenía pena porque el niño Humberto le pegaba mucho.


14 Antología de cuentos peruanos Todos, todos, todos le tenían miedo al niño Humberto y a sus papás. Todos. Todos. Todos. El profesor también. La cocinera, su hija. La mamá de Paco. El Venancio con su mandil. La María que lava las bacinicas. Quebró ayer una bacinica en tres pedazos grandes. ¿Le pegaría también el patrón al papá de Paco Yunque? Qué cosa fea era esto del patrón y del niño Humberto. Paco Yunque quería llorar. ¿A qué hora acabaría de escribir el profesor en la pizarra? - ¡Bueno! –dijo el profesor, cesando de escribir-. Ahí está el ejercicio escrito. Ahora, todos sacan sus cuadernos y copian lo que hay en la pizarra. Hay que copiarlo exactamente igual. - ¿En nuestros cuadernos? –preguntó tímidamente Paco Yunque. - Sí, en sus cuadernos –le respondió el profesor- ¿Usted sabe escribir un poco? - Sí, señor. Porque mi papá me enseñó en el campo. - Muy bien. Entonces, todos a copiar. Los niños sacaron sus cuadernos y se pusieron a copiar el ejercicio que el profesor había escrito en la pizarra. - No hay que apurarse –decía el profesor-. Hay que escribir poco a poco, para no equivocarse. Humberto Grieve preguntó: - ¿Es, señor, el ejercicio escrito de los peces? - Sí. A copiar todo el mundo. El salón se sumió en el silencio. No se oía sino el ruido de los lápices. El profesor se sentó a su pupitre y también se puso a escribir en unos libros. Humberto Grieve, en vez de copiar su ejercicio, se puso otra vez a hacer dibujos en su cuaderno. Lo llenó completamente de dibujos de peces, de muñecos y de cuadritos. En la última página dibujó estas figuras. Al cabo de un rato, el profesor se paró y preguntó: - ¿Ya terminaron? - Bueno –dijo el profesor-. Pongan al pie sus nombres bien claros. En ese momento sonó la campana del recreo. Una gran algazara volvieron a hacer los niños y salieron corriendo al patio. Paco Yunque había copiado su ejercicio muy bien y salió al recreo con su libro, su cuaderno y su lápiz. “Como puede verse, el niño más grande (quien en la sociedad capitalista representa al más poderoso) jala la oreja de otro menor, y a través de éste a todos los que siguen. El segundo niño, a su vez, hace lo mismo; y así también los otros, menos el último, el más pequeño y más débil (que es, en la sociedad capitalista, el ser más miserable e indefenso). Mientras el más grande abusa de todos sin que a él nadie le haga nada, el más pequeño no tiene ya a quien tirarle la oreja y sufre toda la cadena de abusos, todas las amarguras.” (Georgette de Vallejo) Ya en el patio, vino Humberto Grieve y agarró a Paco Yunque por un brazo, diciéndole con cólera: - Ven para jugar al melo. Lo echo de un empellón al medio y le hizo derribar su libro, su cuaderno y su lápiz. Yunque hacía lo que le ordenaba Grieve, pero estaba colorado y avergonzado de que los otros niños viesen cómo lo zarandeaba el niño Humberto. Yunque quería llorar. Paco Fariña, los dos Zumigas y otros niños rodeaban a Humberto Grieve y a Paco Yunque. El niño flacucho y pálido recogió el libro, el cuaderno y el lápiz de Yunque, pero Humberto Grieve se los quitó a la fuerza, diciéndole:


15 Antología de cuentos peruanos - ¡Déjalos! ¡No te metas! Porque Paco Yunque es mi muchacho. Humberto Grieve llevó al salón de clases las cosas de Paco Yunque y se las guardó en su carpeta. Después, volvió al patio a jugar con Paco Yunque. Le cogió del pescuezo y le hizo doblar la cintura y ponerse en cuatro manos. - Estate quieto así –le ordenó imperiosamente-. No te muevas hasta que yo te diga. Humberto Grieve se retiró a cierta distancia y desde allí vino corriendo y dio un salto sobre Paco Yunque, apoyando las manos sobre sus espaldas y dándole una patada feroz en las posaderas. Volvió a retirarse y volvió a saltar sobre Paco Yunque, dándole otra patada. Mucho rato estuvo así jugando Humberto Grieve con Paco Yunque. Le dio como veinte saltos y veinte patadas. De repente se oyó un llanto. Era Yunque que estaba llorando de las fuertes patadas del niño Humberto. Entonces salió Paco Fariña del ruedo formado por los otros niños y se plantó ante Grieve, diciéndole: - ¡No! ¡No te dejo que saltes sobre Paco Yunque! Humberto Grieve le respondió amenazándole: - ¡Oye! ¡Oye! ¡Paco Fariña! ¡Paco Fariña! ¡Te voy a dar un puñetazo¡ Pero fariña no se movía y estaba tieso delante de Grieve y le decía: - ¡Porque es tu muchacho le pegas y lo saltas y lo haces llorar! ¡Sáltalo y verás! Los dos hermanos Zumiga abrazaban a Paco Yunque y le decían que ya no llorase y le consolaban diciéndole: - ¿Por qué te dejas saltar así y dar de patadas? ¡Pégale! ¡Sáltalo tú también! ¿Por qué te dejas? ¡No seas zonzo! ¡Cállate! ¡Ya no llores! ¡Ya nos vamos a ir a nuestras casas! Paco Yunque estaba siempre llorando y sus lágrimas parecían ahogarle. Se formó un tumulto de niños en torno a Paco Yunque y otro tumulto en torno a Humberto Grieve y a Paco fariña. Grieve le dio un empellón brutal a Fariña y lo derribó al suelo. Vino un alumno más grande, del segundo año, y defendió a fariña, dándole a Grieve un puntapié. Y otro niño del tercer año, más grande que todos, defendió a Grieve dándole una furiosa trompada al alumno del segundo año. Un buen rato lloverion bofetadas y patadas entre varios niños. Eso era un enredo. Sonó la campana y todos los niños volvieron a sus salones de clase. A paco Yunque lo llevaron por los brazos los dos hermanos Zumiga. Una gran gritería había en el salón del primer año, cuando entró el profesor.. Todos se callaron. El profesor miró a todos muy serios y dijo como un militar: - ¡Siéntense! Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados. Entonces el profesor se sentó en su pupitre y llamó por lista a los niños para que le entregasen sus cuartilla con los ejercicios escritos sobre el tema de los peces. A medida que el profesor recibía las hojas de los cuadernos, las iba leyendo y escribía las notas en unos libros. Humberto Grieve se acercó a la carpeta de Paco Yunque y le entregó su libro, su cuaderno y su lápiz.


16 Antología de cuentos peruanos Pero antes había arrancado la hoja del cuaderno en que estaba el ejercicio de Paco Yunque y puso en ella su firma. Cuando el profesor dijo: “Humberto Grieve”, Grieve fue y presentó el ejercicio de Paco Yunque como si fuese suyo. Y cuando el profesor dijo: “Paco Yunque”, Yunque se puso a buscar en su cuaderno la hoja en que escribió su ejercicio y no lo encontró. - ¿La ha perdido usted –le preguntó el profesor- o no la ha hecho usted? Pero Paco Yunque no sabía lo que se había hecho la hoja de su cuaderno y, muy avergonzado, se quedó en silencio y bajó la frente. - Bueno –dijo el profesor, y anotó en unos libros la falta de Paco Yunque. Después siguieron los demás entregando sus ejercicios. Cuando el profesor acabó de verlos todos, entró de repente al salón el Director del Colegio. El profesor y los niños se pusieron de pie respetuosamente. El Director miró como enojado a los alumnos y dijo en voz alta: - ¡Siéntense! El Director le preguntó al profesor: - ¿Ya sabe usted quién es el mejor alumno de su año? ¿Ya han hecho el ejercicio semanal para calificarlos? - Sí, señor Director –dijo el profesor-. Acaban de hacerlo. La nota más alta la ha obtenido Humberto Grieve. - ¿Dónde está su ejercicio? - Aquí está, señor Director. El profesor buscó entre todas las hojas de los alumnos y encontró el ejercicio firmado por Humberto Grieve. Se lo dio al Director, que se quedó viendo largo rato la cuartilla. - Muy bien –dijo el Director, contento. Subió al pupitre y miró severamente a los alumnos. Después les dijo con su voz un poco ronca pero enérgica: - De todos los ejercicios que ustedes han hecho, ahora, el mejor es el de Humberto Grieve. Así es que el nombre de este niño va a ser inscrito en el Cuadro de Honor de esta semana, como el mejor alumno del primer año. Salga afuera Humberto Grieve. Todos los niños miraron ansiosamente a Humberto Grieve, que salió pavoneándose a pararse muy derecho y orgulloso delante del pupitre del profesor. El Director le dio la mano diciéndole: - Muy bien, Humberto Grieve. Lo felicito. Así deben ser los niños. Muy bien. Se volvió el Director a los demás alumnos y les dijo: - Todos ustedes deben hacer lo mismo que Humberto Grieve. Deben ser buenos alumnos como él. Deben estudiar y ser aplicados como él. Deben er serios, formales y buenos niños como él. Y si así lo hacen, recibirá cada uno un premio al fin de año y sus nombres serán también inscritos en el Cuadro de Honor del Colegio, como el de Humberto Grieve. A ver si la semana que viene, hay otro alumno que dé una buena clase y haga un buen ejercicio como el que ha hecho hoy Humberto Grieve. Así lo espero.


17 Antología de cuentos peruanos Se quedó el Director callado un rato. Todos los alumnos estaban pensativos y miraban a Humberto Grieve con admiración. ¡Qué rico Grieve! ¡Qué buen ejercicio ha escrito! ¡Ése si que era bueno! ¡Era el mejor alumno de todos! ¡Llegando tarde y todo! ¡Y pegándoles a todos! ¡Pero ya lo estaban viendo! ¡Le había dado la mano al Director! ¡Humberto Grieve, el mejor de todos los del primer año El Director se despidió del profesor, hizo una venia a los alumnos, que se pararon para despedirlo, y salió. El profesor dijo después: - ¡Siéntense! Un traqueteo de carpetas y todos los alumnos estaban ya sentados. El profesor ordenó a Grieve: - Váyase a su asiento. Humberto Grieve, muy alegre, volvió a su carpeta. Al pasar junto a Paco fariña, le echó la lengua. El profesor subió a su pupitre y se puso a escribir en unos libros. Paco Fariña le dijo en voz baja a Paco Yunque: - Mira al señor, está poniendo tu nombre en su libro, porque no has presentado tu ejercicio. ¡Míralo! Te va a dejar ahora recluso y no vas a ir a tu casa. ¿Por quéhas roto tu cuaderno? ¿Dónde lo pusiste? Paco Yunque no contestaba nada y estaba con la cabeza agachada. - ¡Anda! –le volvió a decir Paco Fariña¡Contesta! ¿Por qué no contestas? ¿Dónde has dejado tu ejercicio? Paco Fariña se agachó a mirar la cara de Paco Yunque y le vio que estaba llorando. Entonces le consoló diciéndole: - ¡Déjalo! ¡No llores! ¡Déjalo! ¡No tengas pena! ¡Vamos a jugar con mi tablero! ¡Tiene torres negras! ¡Déjalo! ¡Yo te regalo mi tablero! ¡No seas zonzo! ¡Ya no llores! Pero Paco Yunque seguía llorando agachado.


18 Antología de cuentos peruanos

COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Dónde se desarrolla la historia? ¿Con quien se sienta Paco Yunque? ¿Quién era Humberto Grieve? ¿Qué ocurrió en el recreo? ¿Cuál fue la clase del profesor?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Para que tenia que ir Paco Yunque al colegio? ¿Por qué Humberto Grieve golpeaba a Yunque? ¿Qué hubiera pasado si el profesor hubiera visto la pelea en el recreo? ¿Por qué paco Yunque no respondía a los golpes de Humberto? ¿Por qué no reclamo cuando se dio cuenta que Humberto Grieve fue quien robo su tarea?

NIVEL CRÍTICO 1. Juzga la actitud de Paco Yunque 2. ¿A que personajes te pareces? 3. ¿Que hubieras hecho tú cuando Humberto molestaba a Paco? 4. ¿Qué opinas de las personas que abusan de los demás? 5. Cuenta brevemente un hecho similar en tu vida.


19 Antología de cuentos peruanos

DÍA DOMINGO - MARIO VARGAS LLOSA

C

ontuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido:

"Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suave. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!". Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego." Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo." Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma. -Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú. Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y el podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación pequeñitos y perfectos. -Mira, Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio. -Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel-. ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos. -Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo –dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos añadió-: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde. Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.


20 Antología de cuentos peruanos

-¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente. -No seas sonso -replicó ella, con vivacidad-. No estoy enojada. -Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel-. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no? -Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha. Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe. -No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo. -No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar. Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado. Una vez más Surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama; en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha -"Te quiero, Flora", dijo él en voz alta- y luego Rubén, con su mandíbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba hacía Flora. Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la veré decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada." La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío; había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los Picus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando.


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Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacía Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse. -Hola -les dijo, acercándose-. ¿Qué hay de nuevo? -Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí? -Hace siglos que no venías -dijo Francisco. -Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco? Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente. -¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento. Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos" y bebió. -Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus! -Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo--. ¿O no? -Fui -dijo Miguel, imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita. Nada más. Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado. -¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita? -Eso es un secreto. -Entre los pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era? -Qué te importa -dijo Miguel. -Muchísimo -dijo Tobías-. Tengo que saber con quien andas para saber quién eres. -Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-. Una a cero. -¿A que adivino quién es? -dijo Francisco-. ¿Ustedes no? -Yo ya sé -dijo Tobías. -Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes-. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es? -No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa. -Tengo llamitas en el estómago -dijo el Escolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza? El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta: -I haven't money, darling -dijo.


22 Antología de cuentos peruanos

-Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso. -Cuncho, bájate media docena de Cristales -dijo Miguel. Hubo gritos de júbilo, exclamaciones. -Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco. -Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí, señor, un pajarraco de la pitri-mitri. Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacía el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar. -Lo hacía porque yo estaba ahí -afirmó el Escolar-. Quería lucirse. -Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad, no tiene gracia. -Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro? -¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta. -Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese cómo le ha dejado el asiento. El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: agarren a ese desgraciado. -¿Lo agarró? -preguntó el Melanés. -No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo. Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie. -Me voy -dijo-. Ya nos vemos. -No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos. Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron. -No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer. -Anda vete nomás, buen mozo -dijo Tobías-. Y salúdame a Marthita. -Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés. -No -exclamó Miguel-. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.


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-Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte. -Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutías. -Me voy -dijo Rubén. -Lo que pasa es que estás borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa. -¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén-. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú. -Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver? -Con mucho gusto -dijo Rubén-. ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo? -No. En este momento. -Miguel se volvió hacía los demás, abriendo los brazos- Pajarracos, estoy haciendo un desafío. Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén sentarse, pálido. -¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío. Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos. -Ordena tú -dijo Miguel a Rubén. -Otras tres por cabeza. Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía. -Me hago pis -dijo-. Voy al baño. Los pajarracos rieron. -¿Te rindes? -preguntó Rubén. -Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres, que traigan más. En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos. -Salud --dijo Rubén, levantando el vaso. "Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué." -Huele a cadáver--dijo el Melanés--. Alguien se nos muere por aquí.


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-Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo. -Salud -repetía Rubén. Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico. -¿Te rindes, mocoso? Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar. -Los pajarracos no pelean nunca -dijo, obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación. El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana. -Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mírenlo. Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenia la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva. -Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza. -No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas. -Mejor tú no hables -dijo Rubén--; ¿no ves que la envidia te corroe? -Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés. -Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar--dijo Rubén-. ¿No quieres que te dé unas clases? -Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito. -Este no es campeón de nada -dijo Miguel, con dificultad-. Es pura pose. -Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita? -No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose. -Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén--. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas? -Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste. -Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas. -Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado. -Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel, que es una madre.


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-Permítanme que me sonría -dijo Rubén. -Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más. -Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados. -Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras. -En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo. -Eres pura pose -dijo Miguel. El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes. -Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo. -Pura pose -dijo Miguel. -Si ganas -dijo Rubén-, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte. -¿Qué te has creído? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído? -Pajarracos -dijo Rubén, abriendo los brazos-, estoy haciendo un desafío. -Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello? -Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa. -Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta. -Ha aceptado -dijo Rubén-. Vamos. -Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros. -Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale. -Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides. -Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, nomás. Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco. -¿Ya se te pasó? -dijo el Escolar. -Si -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien.


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En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso. -Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo. Tobías las imitó, aflautando la voz: -Hola, Rubén, príncipe. La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca; por un lado, serpentea el malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos. -Entremos en calor, campeones -gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron. Corrían contra el viento y la delgada bruma que subían desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía. -Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío. Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la espuma de las olas. -Me voy si este se rinde -dijo Rubén. -¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído? Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa. -¡Rubén! --gritó el Escolar-. ¿Estás loco? ¡Regresa! Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió. En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.


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-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos? Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios. -Esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al mediodía estará despejado. Así podremos controlarlos. -Ya que hemos venido hasta aquí que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos mismos. -Me parece bien -dijo Rubén-. ¿Y a ti? -También -dijo Miguel. Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó; tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venia sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó: los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacía adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha liquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse -apenas si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando disimuladamente con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas. Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenia los dientes apretados.


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-¿Vamos? -Vamos. A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión con la que hundía una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, cortar el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas. Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle "por qué no descansamos un momento", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equivoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó ''fijo que eso me ha debilitado". Al instante pareció que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. "No llego a la orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos." Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía. La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta. -Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-. Me parece que estamos nadando de costado a la playa. Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso. -Ya no se ve la playa -dijo Rubén.


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-Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel-. Hay mucha neblina. -No nos hemos torcido -dijo Rubén-. Mira. Ya se ve la espuma. En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio. -Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel. -Si. Hemos nadado rápido. -Nunca había visto tanta neblina. -¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén. -¿Yo? Estás loco. Sigamos. Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho "bueno, sigamos". Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha seminmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó "¡Rubén!". Este seguía nadando. "¡Rubén, Rubén!". Giró y comenzó a nadar hacía la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, seria bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita" y tuvo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce limites, y mientras azotaba el mar con los brazos –sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y Ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante critico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!". Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba. -Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito. Flotaba hacía Rubén, y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, no me toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas


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escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy a morir, sálvame, Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita. -Hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así. Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos, movió la cabeza débilmente. -Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer. Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!". Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también. -¿Estás mejor? -Si, hermanito, ya estoy bien. Salgamos. Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacía adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, en pie en la galería de las mujeres, mirándolos. -Oye -dijo Rubén. -Sí. -No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso. -¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes. Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos. -Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías. -Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa? Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:


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-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo. Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación. -Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés. Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Dónde se lleva a cabo esta historia? ¿Cuál fue el primer escenario de esta historia? ¿De quién estaba enamorado Miguel? ¿Quién era Rubén? ¿Qué hace Miguel para que Rubén no llegue a su cita?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué Miguel odiaba a Rubén? ¿Por qué no acepto Flora a Miguel en su primera declaración de amor? ¿Cómo se sintió Miguel después de ser rechazado? ¿Con que motivo se desafiaron estos dos muchachos? ¿Qué crees que hubiera pasado si Miguel se hubiera reusado a ayudar a Rubén en la playa?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Si tú fueras Flora hubieras aceptado a Miguel? ¿Por qué? ¿Tomarías bebidas alcohólicas siendo menor de edad? ¿Aceptarías algún desafío similar como en la historia? ¿Por qué? ¿con cual de los personajes te identificas? ¿Por qué? ¿Cuál es tu apreciación de la historia? Escribir brevemente.


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EL CABALLERO CARMELO - ABRAHAM VALDELOMAR

U

n día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al cuello que agitaba el viento, sampedrano pellón de sedosa cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa.Reconocímosle. Era el hermano mayor que, años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:-¡Roberto! ¡Roberto! Entró el viajero al empedrado patio donde el Florbo y la campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado de nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado durante su ausencia y llegó al jardín:- ¿Y la higuerilla?- dijo. Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos:¡Bajo la higuerilla estás! ...El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocóle mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le rozaban la cara y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde había viajado! Quesos frescos y blancos, envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados en sus redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de "piedra de Guamanga" tallados en la feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo:-Para mamá.. para Rosa, para Jesús.. para Héctor..-¿Y para papá? -le interrogamos, cuando terminó:-Nada.-¿Cómo? ¿Nada para papá? Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:-!El "Carmelo"!A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:-¡Cocorocóooo!-¡Para papá! -dijo mi hermano. Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato, cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y triste: el Caballero Carmelo IAmanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar, el frescor de la manana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos "capachos" de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de mantecado, rosquillas...Madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las mazorcas de apretados dientes, las


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desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida, hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos con su largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; Ios patitos, recién "sacados", amarillos como la yema de huevo, trepaba en un panto de agua, cantaba, desde su rincón, entrabado, el Carmelo; y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por deñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas hacían, por lo bajo, comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante.Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapó se del corral el Pelado, un pollón sin plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete arIos, flacos y golosos. Pero el Pelado a más de eso era pendenciero y escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y los otros comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla. En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo sus fechorías, dijo pausadamente:-Nos lo comeremos el domingo...Defendiólo mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el Carmelo todos miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la sangre fina.-¿Cómo no matan -decía en su defensa del gallo- a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte. ..?Se adujo razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera muerto al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño, y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos. El pobre Pelado estaba condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al final, pues iban a partir la sandia inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y le dijo:No llores; no nos lo comeremos...IIIQuien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle del Castillo que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar una plazuela, donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas, extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al besar la húmeda orilla.Termina en ella el puerto y, siguiendo hacia el sur, se va por estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el desierto cuya entrada vigilan, de trecho en trecho, corno centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera nervuda y enana y los "toñuces" siempre coposos y frágiles. Ondea en el terreno la "hierba del alacrán", verde y jugoda al nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja como la sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí las palmeras se multiplican y la higueras dan sombra a los hogares tan plácida y fresca,


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que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubiera caducado -que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor- y todas sus flores dan fruto que al madurar revientan. En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántanse las casuchas de frágil carIa y estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan. Limpio y brillante, reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme a la puerta el bote pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que descansan, entre los cuales yace con su muda y simbólica majestad el timón grácil, la cabeza que "achica" el agua mar afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho. En las horas de medio día, cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave teje la red el pescador abuelo; sus toscos dedos anudan el lino que ha de enredar al sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que las vísperas trajo la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas, y el perro husmea en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule el remo, la moza fresca y ágil saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde dando gritos extraños. Junto al bote duerme el hombre del mar, el fuerte mancebo embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación de la arena, su dulce suerlo de justo, con el pantalón corto, las musculosas pantorillas cruzadas en cuyos duros pies de redondos dedos, piérdense, como escamas, las diminutas uñas, la cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo. Por las calles no transitan al medio día las personas y nada turba la paz en aquella aldea, cuyos habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura habían, en mi tiempo, las gentes de San Andrés. Los domingos, al clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos, como en la Edad Feliz delinca, atravesaban en caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacamac, con la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la Fe en el sencillo espíritu.Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era entre ellos, tan normal y apacible como alguno de sus pozos. De fuertes padres, nacían, sin comadronas, rozagantes muchachos, en cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar ya manejar los botes de piquete que, zozobrando en las olas les enserIaban a domerIar la marina furia.Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno veían desenvolverse, impasibles, las horas -filosóficas, cansadas y pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver nunca- y al crepúsculo de cada día, lloraban, pero, hundido el sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de experiencia, sin Fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero inactivas, inmóviles, infecundas, y solas. Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altivo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La cola hacía un arco de plumas


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tornasoles, su cuerpo de color carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanas y agudas defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medioeval. Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos de San Andrés el 28 de julio. No había podido evitarlo. Le habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas y aceptó. Dentro de un mes toparía el Carmelo con el Ajiseco de otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El Carmelo iría a un combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear? ...Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a preparar al Carmelo. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos le acompañaron.-¡Qué crueldad! -dijo mi madre.Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto, antes de salir:-Oye, anda junto con él... Cuídalo... iPobrecito!...LIevóse la mano a los ojos, echóse a llorar y yo salí precipitadamente, y hube de correr unas cuadras para poder alcanzarlos.VLlegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitábanse sobre las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de sauce envueltos en colgaduras, y de los cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas, sombreros de junco, alpargatas y pañuelos anudados al cuello. Nos encaminamos a "la cancha". Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez ya su derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla, acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:-¡Ha enterrado el pico, señores! Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos sangrando, fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el Caballero Carmelo. Un rumor de expectación vibró en el circo:¡EI Ajiseco y el Carmelo!-¡Cien soles de apuesta!...Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a los rivales. Nuestro Carmelo aliado del otro era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en verdad no parecía un gallo fino de distinguida


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sangre y alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.Batíase él con todos los aires de un experto luchador, acostumbrado a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba a su adversario -que tal cosa es cobardía- mientras que éste, bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo: Un hilo de sangre corría por la piema del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del Ajiseco y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado. En su nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante...-¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! -gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones dijo:¡Todavía no ha enterrado el pico, señores!En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos de "Caucato". Incorporado el Carmelo, como un soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con un estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito de entusiasta:-¡Viva el Carmelo! Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado camino y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía. Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo le dábamos maíz, se lo poníamos en el pico; pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojos granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, y estiró sus débiles patitas escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y, bajo la luz amarillenta de llamparín todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez: El Caballero Carmelo. flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos de sangre y raza, cuyo prestigio unánime fue orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato.


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COMPRENSIÓN DE LECTURA

NIVEL LITERAL 1. ¿Quién es Roberto y qué hace al llegar a su casa? 2. Después de dejar la provisión sobre la mesa del comedor ¿Qué hacían los niños? (Describe con tus propias palabras). 3. ¿En qué lío se metió el pelado? 4. ¿Dónde se desarrollaron los hechos y cuáles son los personajes principales y secundarios? 5. ¿Dónde y cómo fue su última pelea? NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué el autor nos describe a su familia y a su pueblo? ¿Por qué el pelado no podía entrar a la cocina? ¿Por qué crees que el Carmelo es un gallo de pelea? ¿Por qué el Carmelo tenía que luchar? ¿Cómo se sentía el Carmelo en su última pelea?

NIVEL CRÍTICO 1. ¿Conoces otros hechos parecidos a los hechos del cuento? Nárralos. 2. ¿Si estuvieses en el lugar del padre de Roberto, hubieras permitido que el Carmelo pelee por última vez? ¿Por qué? 3. Del cuento, ¿Cuál es la parte que más te agrada? ¿Por qué? 4. ¿Con qué actitudes de los personajes te identificas?, ¿Los cambiaría o los reafirmarías? 5. ¿Consideras a la pelea de gallos un deporte tradicional o una crueldad hacia los animales?


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LOS OJOS DE JUDAS - ABRAHAM VALDELOMAR

E

l puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas.

Una, la principal, enarenada, con una suerte de pequeño malecón, baranda de madera, frente al cual se detenía el carro que hacía viajes "al pueblo"; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que tenía por el lado de oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que había de realizarse esta tragedia de mis primeros años. En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así se formó el fondo de mi vida triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cual estos buques perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las "paracas", aquellos vientos que arrojan ala orilla a los frágiles botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano del mar, de tos extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos desordenadamente. En las tardes, a la caída del sol, el viaje de los pájaros marinos que vuelven del norte, en largos cordones, en múltiples líneas, escribiendo en el cielo no sé qué extrañas palabras. Ejército sin mensos de viajeros de ignotas regiones, de inciertos parajes que van hacia el sur agitando rítmicamente sus alas negras, hasta esfumarse, azules, en el oro crepuscular. En la noche, en la profunda oscuridad misteriosa, en el arrullo solemne de las aguas, vanas luces que surgen y se pierden a lo lejos como vidas estériles... En mi casa, mi dormitorio tenía una ventana que daba hacia el jardín cuya única vid desmedrada y raquítica, de hojas carcomidas por el salitre, serpenteaba agarrándose en los barrotes oxidados. Al despertar abría yo los ojos y contemplaba, tras el jardín, el mar. Por allí cruzaban los vapores con su plomiza cabellera de humo que se diluía en el cielo azul. Otros llegaban al puerto, creciendo poco a poco, rodeados de gaviotas que flotaban a su lado como copos de espuma y, ya fondeados, los rodeaban pequeños botecillos ágiles. Eran entonces los barcos como cadáveres de insectos, acosados por hormigas hambrientas. Levantábame después del beso de mi madre, apuraba el café humeante en la taza familiar, tomaba mi cartilla e íbame a la escuela por la ribera. Ya en el puerto, todo era luz y movimiento. La pesada locomotora, crepitante, recorría el muelle. Chirriaban como desperezándose los rieles enmohecidos, alistaban los pescadores sus botes, los fleteros empujaban sus carros en los cuales los fardos de algodón hacían pirámide, sonaba la alegre campana del "cochecito"; cruzaban en sus asnos pacientes y lanudos, sobre los hatos de alfalfa, verde y florecida en azul, las mozas del pueblo; llevaban otras en cestos de caña brava la pesca de la víspera, y los empleados, con sus gorritas blancas de viseras negras, entraban al resguardo, a la capitanía, a la aduana y a la estación del ferrocarril. Volvía yo antes del mediodía de la escuela por la orilla cogiendo conchas, huesos de aves marinas, piedras de rara color, plumas de gaviotas y yuyos que


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eran cintas multicolores y transparentes como vidrios ahumados, que arrojaba el mar Mi padre que era empleado en la Aduana tenía un hermoso tipo moreno. Faz tranquila, brillante mirada, bigote pródigo. Los días de llegada de algún vapor vestíase de blanco y en la falúa rápida, brillante y liviana, en cuya popa agitada por el viento ondeaban la bandera, iba mar afuera a recibirlo. Mi madre era dulcemente triste. Acostumbraba llevarnos todas las tardes a mi hermanita y a mí a la orilla a ver morir el sol. Desde allí se veía el muelle, largo con sus aspas monótonas, sobre las que se elevaban las efes de sus columnas, que en los cuadernos, en la escuela, nosotros pintábamos así: Pues de los ganchitos de las efes pendían los faroles por las noches. Mi padre volvía por el muelle, al atardecer, nos buscaba desde lejos, hacíamos señales con los pañuelos y él perdíase un momento tras de las oficinas al llegar a tierra para reaparecer a nuestro lado. Juntos veíamos entonces "la procesión de las luces" cuando el sol se había puesto y el mar sonaba ya con el canto nocturno muy distinto del canto del día. Después de la procesión regresábamos a casa y durante la comida papá nos contaba todo lo que había hecho en la tarde. Aquel día, como de costumbre, habíamos ido a ver la caída del sol y a esperar a papá. Mientras mi madre sobre la orilla contemplaba silenciosa el horizonte, nosotros jugábamos a su lado, con los zapatos enarenados, fabricando fortalezas de arena y piedras, que destruían las olas al desmayarse junto a sus muros, dejando entre ellos su blanquísima espuma. Lentamente caía la tarde. De pronto mamá descubrió un punto en el lejano límite del mar. – ¿Ven ustedes? -nos dijo preocupada- ¿no parece un barco? –Sí, mamá, respondí. Parece un barco... – ¿Vendrá papá? interrogó mi hermana. –Él no comerá hoy con nosotros, seguramente, agregó mi madre. Tendrá que recibir ese barco. Vendrá de noche. El mar está muy bravo. Y suspiró entristecida...El sol se ahogó en sangre en el horizonte. El barco se divisó perfectamente recortado en el fondo ocre. Sobre el puerto cayó la noche. En silencio emprendimos la vuelta a casa, mientras encendían el faro del muelle y desfilaba "la procesión de las luces" .Así decíamos a un carro lleno de faroles que salía de la capitanía y era conducido sobre el muelle por un marinero, quien a cada cincuenta metros se detenía, colocando sobre cada poste un farol hasta llegar al extremo del muelle extendido y lineal; mas, como esta operación hacía se entrada la noche, sólo se veían avanzando sobre el mar, las luces, sin que el hombre ni el carro niel muelle se viesen, lo que daba a ese fanal un aspecto extraño y quimérico en la profunda oscuridad de esas horas. Parecía aquel carro un buque fantasma que flotara sobre las aguas muertas. A cada cincuenta metros se detenía, y una luz suspendida por invisible mano iba a colgarse en lo alto de un poste, invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces iban quedando inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas; y el fanal iba disminuyendo su brillor y dejando sus luces a lo largo del muelle, como una familia cuyos miembros fueran muriendo sucesivamente de una misma enfermedad. Por fin la última luz se quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar que rugía en las profundas tinieblas de la noche. Cuando se colgó el último farol, nosotros, cogidos de la mano de mi madre, abandonamos la playa tornando al hogar. La criada nos puso los delantales blancos. La comida fue en silencio. Mamá no tomó nada. Y en el mutismo de esa noche triste, volvería que mamá no quitaba la vista del lugar que debía ocupar mi padre, que estaba intacto con su servilleta doblada en el aro, su cubierto reluciente y su invertida copa. Todo inmóvil. Sólo se oía el chocar de los cubiertos con los platos o los pasos apagados del sirviente, o el rumor que producía el viento al doblar los árboles del jardín. Mamá sólo dijo dos veces con su voz dulce y triste: –Niño, no se toma así la cuchara... –Niña, no se come tan de prisa.


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Papá debió volver muy tarde, porque cuando yo desperté en mi cama, sobresaltado al oír una exclamación, sonaron frías, lejanas, las dos de la madrugada. Yo no oí en detalle la conversación, de mis padres; pero no puedo olvidar algunas frases que se me han quedado grabadas profundamente. – ¡Quién lo hubiera creído! -decía papá-. Tú conoces a Luisa, sabes cuán honorable y correcto es su marido... – ¡No es posible, no es posible! -respondió mi madre, con voz medrosa. –Ojalá no lo fuese. Lo cierto es que Fernando está preso; el juez cogió al niño y amenazó a Luisa con detenerlo si ella no decía la verdad, y ya ves, la pobre mujer lo ha declarado todo. Dijo que Fernando había venido a Pisco con el exclusivo objeto de perseguir a Kerr, pues había jurado matarlo por una vieja cuestión de honor… – ¿Y ella ha delatado a su marido? ¡Qué horrible traición, qué horrible! – ¿Y qué cuestión ha sido esa?... –No ha querido decirlo. Pero, admírate. Esto ha ocurrido a las cuatro de la tarde; Kerr ha muerto a las cinco a consecuencia dela herida, y cuando trasladaban su cadáver se promovió en la calle un gran tumulto, oímos gritos y exclamaciones terribles, fuimos hacia allí y hemos visto a Luisa gritar, mesarse los cabellos y, como loca, llamar a su hijo. ¡Se lo habían robado! – ¿Le han robado a su hijo? Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la sábana y me puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos desdichados a quienes no conocía. – Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, Bendita eres... Al día siguiente, de mañana, trajeron una carta con un margen de luto muy grande y papá salió a la calle vestido de negro. Recuerdo que al salir de la población, pasé por la plazuela que está al fin del barrio "del Castillo" y empecé a alejarme en la curva de la costa hacia San Andrés, entretenido en coger caracoles, plumas y yerbas marinas. Anduve largo rato y pronto me encontré en la mitad del camino. Al norte, el puerto ya lejano de Pisco aparecía envuelto en un vapor vibrante, veíanse las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados por la distancia, elevábanse apenas. Los barcos del puerto tenían un aspecto de abandono, cual si estuvieran varados por el viento del Sur. El Muelle parecía entrar apenas en el mar. Recorrí con la mirada la curva de la costa que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del paisaje, sentí cierto temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El sol era tibio y acariciador. Una ave marina apareció a lo lejos, la vi venir muy alto, muy alto, bajo el cielo, sola y serena como una alma; volaba sin agitar las alas, deslizándose suavemente, arriba, arriba. La seguí con la mirada, alzando la cabeza, y el cielo me pareció abovedado, azul e inmenso, como si fuera más grande y más hondo y mis ojos lo miraran más profundamente. El ave se acercaba, volví la cara y vi la campiña tierra adentro, pobre, alargándose en una faja angosta, detrás de la cual comenzaba el desierto vasto, amarillo, monótono, como otro mar de pena y desolación. Una ráfaga ardiente vino de él hacia el mar. En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme perdido en una de esas playas desconocidas y remotas, blancas y solitarias donde van las aves a morir. Entonces sentí el divino prodigio del silencio; poco a poco se fue callando el rumor de las olas, yo estaba inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el último ruido del mar, el ave se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la Humanidad ni a la vida. Todo era mudo y muerto. Sólo quedaba un zumbido en mi cerebro que fue extinguiéndose, hasta que sentí el silencio, claro, instantáneo, preciso. Pero sólo fue un segundo. Un extraño sopor me invadió luego, me acosté en la arena, llevé mi vista hacia el sur, vi una silueta de mujer que aparecía a lo lejos, y mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se fue borrando todo, todo, y me quedé dormido.


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Desperté con la idea de la mujer que había visto al dormirme, pero en vano la buscaron mis ojos, no estaba por ninguna parte.Seguramente había dormido mucho, y durante mi sueño, la desconocida, que tenía un vestido blanco, había podido recorrer toda la playa. Observé, sin embargo, los pasos que venían por la orilla. Menudos rastros de mujer que el mar había borrado en algunos sitios, circundaban el lugar donde yo me había dormido y seguían hacia el puerto. Pensativo y medroso no quise avanzar a San Andrés. El sol iba a ponerse ya, y restregándome los ojos, siguiendo los rastros de la desconocida, emprendí la vuelta por la orilla. En algunos puntos el mar había borrado las huellas, buscábalas yo, adivinándolas casi, y por fin las veía aparecer sobre la arena húmeda. Recogí una conchita rara, la eché en mi bolsillo y mi mano tropezó con un extraño objeto. ¿Qué era? Una medalla de la Purísima, de plata, pendiendo de una cadena delgada, larga y fría. Examiné mucho el objeto y me convencí de que alguien lo había puesto en mi bolsillo. Tuve una sospecha, la mujer; quise arrojarle, pero me detuve. Guardé la medalla y cavilando en el hallazgo, llegué a casa cuando el sol se ponía. Mi curiosidad hizo que callara y ocultara el objeto; y al día siguiente, martes de Semana Santa, a la misma hora, volví. El mar durante la noche había borrado las huellas donde me acostara la víspera, pero aproximadamente elegí un sitio y me recosté. No tardó en aparecer la silueta blanca. Sentí un violento golpe en el corazón y un indecible temor. Y sin embargo tenía una gran simpatía por la desconocida que vestida de blanco se acercaba. El miedo me vencía, quería correr y luchaba por quedarme. La mujer se acercaba cada vez más. Me miró desde lejos, quise irme aún; pero ya era tarde. El miedo y luego la apacible mirada de aquella mujer me lo impedían. Acercóse la señora. Yo, de pie, quitándome la gorra le dije: –Buenas tardes, señora... – ¿Me conoces?... –Mamá me ha dicho que se debe saludar a las personas mayores... La señora me acarició sonriendo tristemente y me preguntó: – ¿Te gusta mucho el mar? –Sí, señora. Vengo todas las tardes. –¿Y te quedas dormido?... –¿Usted vino ayer señora?... –No; pero cuando los niños se quedan dormidos a la orilla del mar, y son buenos, viene un ángel y les regala una medalla. ¿A ti te ha regalado el ángel?...Yo sonreí incrédulo; la dama lo comprendió, y conversando, perdido el temor hacia la señora vestida de blanco, cogido de su mano, emprendí la vuelta a la población. Al llegar a la plazuela del Castillo, vimos unos hombres que levantaban una especie de torre de cañas. – ¿Qué hacen esos hombres? -me preguntó la señora. –Papá nos ha dicho que están preparando el castillo para quemar a Judas el sábado de gloria. ¿A Judas? ¿Quién te ha dicho eso? Y abrió desmesuradamente los ojos. –Papá dice que Judas tiene que venir el sábado por la noche y que todos los hombres del pueblo, los marineros, los trabajadores del muelle, los cargadores de la Estación, van a quemarlo, porque Judas es muy malo... Papá nos traerá para que lo veamos... – ¿Y tú sabes por qué lo queman?... –Sí, señora. Mamá dice que lo queman porque traicionó al Señor... – ¿Y no te da pena que lo quemen?... –No, señora. Que lo quemen. Por él los judíos mataron a nuestro Señor Jesucristo. Si él no lo hubiese vendido, ¿cómo habrían sabido quién era los judíos?...La señora no contestó. Seguimos en silencio hasta la población. Los hombres se quedaron trabajando y al despedirse la señora blanca me dio un beso y me preguntó: –Dime, ¿tú no perdonarías a Judas?... –No, señora blanca; no lo perdonaría. La dama se marchó por la orilla oscura y yo tomé el camino de mi casa. Después de la comida me acosté. Estuve varios días sin volver a la playa, pero el sábado de gloria en que debían quemar a Judas, salí a la playa para dar un paseo y ver en la plaza el cuerpo del criminal, pues según papá,ya estaba allí esperando su castigo el traidor, rodeado demarineros, cargadores, hombres del pueblo y pescadores de San Andrés. Salí a las cuatro de la tarde y me fui caminando por la orilla. Llegué al sitio donde Judas, en medio del pueblo, se elevaba, pero le tenían cubierto con una tela y


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sólo se le veía la cabeza. Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguía la señora blanca que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón, su rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante. Hablamos largo rato. – ¿Has visto a Judas? –Lo he visto, señora blanca... – ¿Te da miedo?... –Es horrible... A mí me da mucho miedo... – ¿Y ya le has perdonado?... – No, señora, yo no lo perdono. Dios se resentiría conmigo si le perdonase... ¿Usted viene esta noche a verlo quemar?... –Sí. – ¿A qué hora?... –Un poco tarde. ¿Tú me reconocerías de noche?... ¿No te olvidarías de mi cara? Fíjate bien -y me miró extrañamente-Fíjate bien en mi cara... Yo vendré un poco tarde... Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?... –Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos... – ¿Dónde miran?... –Al mar... – ¿Estás seguro? ¿Miran al mar? ¿Te has fijado bien?... –Sí, señora blanca, miran al mar... Sobre la arena donde nos habíamos sentado, la señora miró largamente el océano. Un momento permaneció silenciosa y luego ocultó su cara entre las manos. Aún me pareció más pálida. –Vamos -me dijo. Yo la seguí. Caminamos en silencio a través de la playa, pero al acercarnos a la plazuela donde estaba el cuerpo de Judas, la señora se detuvo y mirando al suelo, me dijo: –Fíjate bien en él... Me vas a contar adónde mira. Fíjate bien...Fíjate bien. Y al pasar ante el cuerpo, ella volvió la cara hacia el mar, para no ver la cara de Judas. Parecía temblar su mano, que me tenía cogido por el brazo, y al alejarnos me decía: – Fíjate adónde mira, de qué color son sus ojos, fíjate, fíjate...Pasamos. Yo tenía miedo. Sentí temblar fuertemente a la señora, que me preguntó nuevamente: –¿Dónde miran los ojos? –Al mar, señora blanca... Bien lejos, bien lejos...Ya era tarde. La noche empezó a caer y las luces de los barcos se anunciaron débilmente en la bahía. Al llegar a la altura de mi casa, la señora me dio un beso en la frente, un beso muy largo, y me dijo: –¡Adiós! La noche tenía un color brumoso, pero no tan negro como otras veces. Avancé hasta mi casa pensativo, y encontré a mi madre llorando, porque debía salir un barco a esa hora y papá debía ir a despacharlo. Nos sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar, poderoso y amenazador. Madre no tomó nada y me atrevía preguntarle: –Mamá, ¿no vamos a ver quemar a Judas?... –Si papá vuelve pronto. Ahora vamos a rezar... Nos levantamos de la mesa. Atravesarnos el patiecillo. Mi hermana se había dormido y la criada la llevaba en brazos. La luna se dibujaba opacamente en el cielo. Llegamos al dormitorio de mi madre y ante el altar, donde había una virgen del Carmen muy linda, nos arrodillamos. Iniciamos el rezo. Mamá decía en su oración: -----Por los caminantes, navegantes, cautivos cristianos y encarcelados... Sentimos, inusitadamente, ruidos, carreras, voces y lamentaciones. Las gentes corrían gritando y de pronto oímos un sonido estridente, característico, como el pitear de un buque perdido. Una voz gritó cerca de la puerta: – ¡Un naufragio! Salimos despavoridos, en carrera loca, hacia la calle. El pueblo corría hacia la ribera. Mamá empezó a llorar. En ese momento apareció mi padre y nos dijo: –Un naufragio. Hace una hora que he despachado el buque. Seguramente ha encallado...El buque llamaba con un silbido doloroso, como si se quejara de un agudo dolor, implorante, solemne, frío. La luna seguía opacada. Salimos todos a la playa y pudimos ver que el barco hacía girar un reflector y que del muelle salían unos botes en su ayuda. El pueblo se preparaba. Estaba reunido alrededor de la orilla, alistaba febrilmente sus embarcaciones, algunos habían sacado linternas y farolillos y auscultaban el aire. Una voz ronca recorrí a la playa como una ola, pasaba de boca en boca y estallaba: – ¡Un naufragio! Era el eterno enemigo de la gente


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del mar, de los pescadores, que se lanzaban en los frágiles botes, de las mujeres que los esperaban temerosas, a la caída de la tarde; el eterno enemigo de todos los que viven a la orilla... El terrible enemigo contra el que luchan todas las creencias y supersticiones de los pueblos costaneros; que surge de repente, que a veces es el molino desconocido y siniestro que lleva a los pescadores hacia un vórtice extraño y no los deja volver más a la costa; otras veces el peligro surge en forma de viento que aleja de la costa las embarcaciones para perderlas en la inmensidad azul y verde del mar. Y siempre que aparece este espíritu desconocido y sorpresivo las gentes sencillas vibran y oran al apóstol pescador,su patrón y guía, porque seguramente alguna vida ha sidosacrificada. Aún oímos el rumor de las gentes del mar. Cuando empezó a retirarse, se apagaron los reflectores y el piteo cesó. Nadie comprendía por qué el barco se alejaba; pero cuando éste se perdía hacia el sur, todo el pueblo, pensativo, silencioso e inmenso, regresó por las calles y se encaminó a la plaza en la que Judas iba a ser sacrificado. Mamá no quiso ir, pero papá y yo fuimos a verle. Caminamos todo el barrio del Castillo y al terminarlo y entrar a la plazoleta, la fiesta se anunció con una viva luz sangrienta. A los pies de Judas ardía una enorme y roja llamarada que hacía nubes de humo y que iluminaba por dentro el deforme cuerpo del condenado, a quien yo quería ver de frente. Pero al verlo tuve miedo. Miedo de sus grandes ojos que se iluminaban de un tono casi rosado. Busqué entre los que nos rodeaban a la señora blanca, pero no la vi. La plaza estaba llena, el pueblo la ocupaba toda y de pronto, de la casa que estaba a la espalda de Judas y que daba frente al mar, salieron varios hombres con hachones encendidos y avanzaron entre la multitud hacia Judas. – ¡Ya lo van a quemar! -gritó el pueblo. Los hombres llegaron. Los hachones besaron los pies del traidor y una llama inmensa apareció violentamente. Acercaron un barril de alquitrán y la llamarada aumentó. Entonces fue el prodigio. Al encenderse el cuerpo de Judas, los ojos con el reflejo de la luz tornáronse rojo, con un rojo iracundo y amenazador; y como si toda aquella gente semi- perdida en la oscuridad y en las llamas, hubiera pensado en los ojos del ajusticiado, siguió la mirada sangrienta de éste que fue a detenerse en el mar. Un punto negro había al final de la mirada que casi todo el pueblo señaló. Un golpe de luz de la luna iluminó el punto lejano y el pueblo, que aquella noche estaba como poseído de una extraña preocupación, gritó abandonando la plaza y lanzándose a la orilla: – ¡Un ahogado, un ahogado!... Se produjo un tumulto horrible. Un clamor general que tenía algo de plegaria y de oración, de maldición pavorosa y de tragedia, se elevó hacia el mar, en esa noche sangrienta. – ¡Un ahogado! El punto era traído mansamente por las olas hacia la playa. Al grito unánime siguió un silencio absoluto en el que podía percibirse el nudo manso del mar. Cada uno de los allí presentes esperaba la llegada del desconocido cadáver, con un presentimiento doloroso y silente. La luna empezó a clarear. Debía ser muy tarde y por fin se distinguió un cadáver ya muy cerca de la orilla, que parecía tener encima una blanca sábana. La luna tuvo una coloración violeta y alumbró aún el cadáver que poco a poco iba acercándose. – ¡Un marinero!, gritaron algunos. – ¡Un niño!, dijeron otros. – ¡Una mujer!, exclamaron todos. Algunos se lanzaron al mar y sacaron el cadáver a la orilla. El pueblo se agrupó al derredor. Le clavaban las luces de las linternas, se peleaban por verle, pero como allí en la orilla no hubiese luz bastante, lo cargaron y lo llevaron hacia los pies de Judas que aún ardía en el centro de la plaza. Todo el pueblo volvía a ella y con él yo -cogido siempre de la mano de papá-. Llegaron, colocaron en tierra el cadáver y ardió el último resto del cuerpo de Judas quedando sólo la cabeza, cuyos dos ojos ya no miraban a ningún lugar sino a todos.


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Yo tenía una extraña curiosidad por ver el cadáver. Mi padre seguramente no deseaba otra cosa, hizo abrir sitio y como las gentes de mar lo conocían y respetaban, le hicieron pasar y llegarnos hasta él. Vi un grupo de hombres todos mojados, con la cabeza inclinada teniendo en la mano sus sombreros, silenciosos, rodeando el cadáver, vestido de blanco, que estaba en el suelo. Vi las telas destrozadas y el cuerpo casi desnudo de una mujer. Fue una horrible visión que no olvido nunca. La cabeza echada hacia atrás, cubierta el rostro con el cabello desgreñado. Un hombre de esos se inclinó, descubrió la cara y entonces tuve la más horrible sensación de mi vida. Di un grito extraño, inconsciente, y me abracé a las piernas de mi padre. – ¡Papá, papá, si es la señora blanca! ¡La señora blanca, papá!...Creí que el cadáver me miraba, que me reconocía; que Judas ponía sus ojos sobre él y di un segundo grito más fuerte y terrible que el primero. – ¡Sí; perdono a Judas, señora blanca, Sí, lo perdono!...Padre me cogió como loco, me apretó contra su pecho, y yo, con los ojos muy abiertos, vi mientras que mi padre me llevaba, rojos y sangrientos, acusadores, siniestros y terribles, los ojos deJudas que miraban por última vez, mientras el pueblo se desgranaba silencioso y unos cuantos hombres se inclinaban sobre el cadáver blanco. Ocultábase la luna...


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Dónde lleva lugar la historia? ¿Cómo describe el pueblo el autor? ¿A qué personaje quemaban en el pueblo del autor? ¿Dónde trabajaba el padre del autor? ¿La familia a quien iba a esperar todas las tardes en el puerto?

NIVEL INFERENCIAL

1. 2. 3. 4. 5.

¿En que etapa de la vida del autor acontece el cuento? ¿Cómo crees que se sentía el autor la vez que papá no regreso a casa? ¿Con que motivo era la celebración del pueblo? ¿Quién crees que dejo el medallón al pequeño niño? ¿Cómo crees que la señora blanca llego a morir?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Juzga la actitud del niño de no perdonar? ¿Cómo describirías la personalidad de la señora blanca? ¿Perdonarías a alguien? ¿por qué? ¿Cuál parte de la lectura te pareció más interesante? ¿Qué opinas sobre las tradiciones que tenía el pueblo del niño?


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LA VENGANZA DEL CONDOR - VENTURA GARCÍA CALDERÓN.

N

unca he sabido despertar a un indio a puntapiés. Quiso enseñarme este arte triste, en un puerto del Perú, el capitán González, que tenía tan lindo látigo con puño de oro y un jeme de plomo por contera.

—Pedazo de animal —vociferaba el capitán atusándose los bigotes don juanescos—. Así son todos estos bellacos. Le ordené que ensillara a las cinco de la mañana y ya lo ve usted, durmiendo como un cochino a las siete. Yo, que tengo que llegar a Huaraz en dos días…

El indio dormía vestido a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al primer contacto del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si nos miran bajo el castigo, con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a este mundo de su dolor cotidiano, el militar le rasgó la frente de un latigazo. El indio y yo nos estremecimos; él, por la sangre que goteaba en su rostro como lágrimas; yo, porque llevaba todavía en el espíritu prejuicios sentimentales de bachiller. Detuve del brazo a este hombre enérgico y evité una segunda hemorragia. — ¡Badajo! —repetía el verdugo, mirándome con ojos severos—. Así hay que tratar a estos bárbaros. Usted no sabe, doctor. El capitán González me había conferido el grado universitario al ver mis botas relucientes, mi poncho nuevo, que no curtieron los vientos, y estas piedades cándidas de limeño. Anoche mismo, después de ganarme, en la pobre fonda del puerto, cinco libras peruanas al chaquete, me adoptaba ya con una sonrisa paternal, diciendo: “Pues hacemos juntos el viaje hasta Huaraz, mi doctorcito. Ya verá usted cómo se divierte con mi palurdo, un indio bellaco que en todas las chozas tiene comadres. Estuvo el año pasado a mi servicio, y ahora el prefecto, amigo mío, acaba de mandármelo para que sea mi ordenanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!” Tuve que admirar por largo rato el tejido habilísimo de aquel “chicotillo” de junco que iba estrechándose al terminar en un cono de bala. En los flancos de las bestias y de los indios aquello era sin duda irresistible. Resonaba otra vez en el patio de la fonda la voz marcial: — ¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras, vas a probar cosa rica. —Ya trayendo, taita. El indio se hundió en el pesebre en busca del pellón que no vino jamás. Diez, veinte, treinta minutos, que provocaron, en un crescendo de orquesta, la más variada explosión de invectivas: Dios y la Virgen se mezclaban en los labios del capitán a interjecciones criollas como en los ritos de las brujas serranas. Pero el ordenanza y guía insuperable no pudo ser hallado en todo el puerto. Por lo cual el capitán González se marchó solo, anunciando futuros castigos y desastres. “No se vaya con el capitán. Es un bárbaro”, me había aconsejado el posadero; y dilaté mi partida


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pretextando algunas compras. Dos horas después, al ensillar mi soberbia mula andariega, un pellejo de carnero vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta salió una cabeza despeinada que murmuró: —Si quieres contigo, taita. ¡Vaya si quería! Era el indio perdido y castigado. Por una hora yo también había buscado guía que me indicara los malos pasos de la Sierra y se apeara para restaurar el brevísimo camino entre el abismo y las rocas que una galga de piedras o las lluvias podían deshacer en segundos. Asentí sin fijar precio. El indio me explicó en su media lengua que lo hallaría a las puertas del poblacho. Me detenía en una choza a pedir un mate de aquella horaciana chicha de jora que tanto alivia el ánimo, cuando le vi llegar, caballero en una jaca derrengada, pero más animosa que mi mula de lujo. Y sin hablar, sin más tratos, aquel guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes, trayéndome, cuando el sol quemaba las entrañas, el cuenco de chicha refrigerante o el maíz reventado al fuego, aquella tierna cancha algodonada. Confieso que no hubiera sabido nunca disponer en un tambo del camino con los ponchos, el pellón y la silla de montar tan blando lecho como el que disfruté aquella noche. Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi compañero se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino, como pidiendo noticias en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el porongo de chicha, me miraban atentamente y parecióme advertir en sus ojos una simpatía inesperada. ¡Pero quién puede adivinar lo que ocurre en el alma de estas siervas adoloridas! Dos o tres veces el guía salió de su mutismo para contarme, en lenguaje aniñado, esas historias que espeluznan al caminante. Cuentos ingenuos de viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de la montaña andina. “Allí viendo, taita”, en la quebrada agudísima, las osamentas lavadas por la espuma del río. Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los Andes son en la tarde vastos túmulos grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos nevados me estremecía como una melancolía visible. En el flanco de las gigantescas vértebras aquel camino rebañado en la piedra y tan vecino a la hondonada mortal parecía llevarnos, como en las antiguas alegorías sagradas, a un paraje siniestro. Pero el mismo indio, que temblaba bajo el rebenque, tenía agilidades de acróbata para apearse suavemente por las orejas y llevar del cabestro a mi mula espantadiza que avizoraba el abismo y resbalaba en las piedras, temblorosa. Una hora de marcha así pone los nervios al desnudo, y el viento afilado en las rocas parece aconsejar el vértigo. Ya los cóndores familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado por las alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos. Llegábamos a un estrecho desfiladero, de donde pude vislumbrar en la parda monotonía de la cadena de montañas la altiplanicie amarillenta con sus erguidos cactus fúnebres. —Tú esperando, taita —murmuró de pronto el guía, y se alejó en un santiamén. Le aguardé en vano, con la carne erizada. Palpé el revólver en el cinto, estimulando con la voz a la mula indecisa, que, las orejas al viento, oscilantes como veletas, medía el peligro y escuchaba la muerte. Un ruido profundo retembló en la montaña: algo rodaba de la altura. De pronto, a quince metros de mí, pasó un vuelo oblicuo de cóndores, y entonces, distintamente, porque había llegado a un recodo del camino, vi rebotar con estruendo y polvo en la altura inmediata una masa obscura, un


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hombre, un caballo tal vez, que fue sangrando en las aristas de las peñas hasta teñir el río espumante, allá abajo. Estremecido de horror, esperé mientras las montañas se enviaron cuatro o cinco veces el eco de aquella catarata mortal. Un cono invertido de alas pardas giraba como una tromba sobre los cadáveres. Más agachado que nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, hete aquí al bellaco de mi guía que coge a mi mula del cabestro y murmura con voz doliente, como si suspirara: —Tú viendo, taita, al capitán. ¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada indescifrable; y como yo quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media lengua que a veces, taita, los insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero en un precipicio. Se pierde el equilibrio y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el capitán González, “¡pobricitu, ayayay!” Se santiguó quitándose el ancho sombrero de fieltro, para probarme que sólo decía la verdad. Con ademanes de brujo me designaba las grandes aves concéntricas que estaban ya devorando presa. Yo no inquirí más, porque éstos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no saben explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto obscuro para vengarse de los intrusos que somos nosotros. Pero de este guía incomparable que me dejó en la puerta de Huaraz, rehusando todo salario, después de haberme besado las manos, aprendí que es imprudente algunas veces afrentar con un lindo látigo la resignación de los vencidos.


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cuál era el nombre del capitán? ¿A dónde tenían que viajar? ¿Quién se ofrece como guía al protagonista? ¿De que manera llamaba el guía al protagonista? ¿Qué animal sobrevolaba al protagonista?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Quién crees que es el protagonista? ¿Por qué crees que el indio se escapó del capitán? ¿Para que querían ir a Huaraz? ¿Cómo hubiera el protagonista haber llegado a Huaraz sin un guía? ¿Por qué los cóndores sobrevolaban al protagonista?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Con cual personaje te identificas? Relata un breve argumento sobre un viaje que hayas tenido ¿Cuál crees que sea el significado de “taita”? ¿Juzga la actitud del capitán hacia el indio? ¿Cuál crees que sea la razón de la muerte del capitán?


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MI CORBATA - MANUEL BEINGOLEA

M

e la regaló Marta, una provinciana a quien seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de seda roas, oriundo quizá, de algún vestido en receso, y sobre ella la donante había bordado con puntadas gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no pude reconocer si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón Windsor, que olía muy bien. Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras un empleo en alguna oficina del Estado. Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para mí, inestimable tesoro, que solo muy escasos mortales podían poseer. ¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Qué cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes habían despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surah o un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras desde el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban las rebuscas, cosa que, probablemente yo, me moriría sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Solo yo era el preferido. Quizá me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos tiernos y tocaba en el piano “Al pie del Misti” con bastante sentimiento ¿Con ella y mis 50 soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi poca fe. Mi carencia de religión. - ¿Creen usted en Dios? – me preguntaba a menudo. - Naturalmente – le repondría yo. - No es bastante, es preciso cumplir con la Iglesia, es preciso creer. La verdad es que yo no creía sino en mi pobreza. Solo se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo. Un día fui invitado sin saber cómo a una reunión. Figuraos mi alborozo cuando recibí la siguiente esquela: “Grimanesa de Bocardo e hijas, tienen el honor de invitar a usted a su casa, Aumente 341, a tomar una taza de té la noche del martes.” Y en el reverso:” Señor Idiáquez”. ¡Canastos! ¡Una taza de té! Yo que ni siquiera había comido seriamente aquel día. Parecióme recibir una invitación celestial y me preguntaba si los filetes de oro de la esquelita no serían una insignia angélica. Bocardo … Bocardo. Nombre sonoro. ¡Qué diablo! Nombre perteneciente sin duda a algún abogado de nota de esos que llevan siempre como cola esta frase: “Lumbrera del foro peruano”. Nombre que quizá hace y deshace de millones de empleos de cincuenta soles. Me emperejilé lo mejor que pude, con un chaquet de diagonal ribeteado con trencilla, unos pantalones de esa tela a cuadritos que parece un trazado para jugar al “León y las ovejas”; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo, dejando al descubierto la dudosa pechera de mi única camisa formal, donde figuraba un grueso botón de doublé y un sombrero hongo de copa no más alta que la cáscara de nuez, de esos que puso en moda en Lima el ya olvidado actor Perrín. Y, en medio de todo esto, resplandeciente como un astro de primera magnitud, mi famosa corbata. Famosa sí. ¡Voto al chápiro!


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La casa de Aumente n° 341 era un majestuoso prodigio de simetría. Constaba de dos ventanas de reja, una a cada lado de la puerta, dos balcones, uno sobre cada ventana. Adentro, dos departamentos, uno a cada lado del zaguán. En el fondo, una mampara de vidrieras con una ventana a cada lado. Todo allí parecía en equilibrio, repartido a ambos lados de alguna cosa, como hecho ex profeso para demostrar la ley de compensaciones. Entré. Alguien tocaba un vals al piano cuyos fragmentos se escuchaban entre un sordo murmullo. Dejé mi sombrero en una salita y penetré en el salón. Multitud de parejas bailaban atropellándose. Grupos animados conversaban en los rincones, en el hueco de las ventanas; algunos jóvenes se paseaban solos, con las manos entre los bolsillos. Vi, asimismo, niñas a quienes nadie sacaba a danzar, bien por negligencia o por ignorancia del baile. Yo hubiera querido ponerme a las órdenes de la dueña de casa, como se estila en semejantes ocasiones, pero – la verdad- sentí embarazo. No me atreví a preguntar dónde se la podía encontrar. Una linda morena vestida color malva, sentada en el extremo de un sofá, me cautivó desde el primer instante. Resolví bailar con ella. Cuando se lo propuse pareció sorprendida y me miró de arriba a bajo. Sin embargo, me dijo con amabilidad exquisita: - Tengo ya compromiso, caballero.

Yo me senté a su lado sin saber que decirle al pronto. Me concreté a olerla. Y que bien olía. ¡Voto al chápiro! ¡Qué pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor! Esta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban oleadas que me desvanecían. Indudablemente la dicha debía oler a eso. Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acercó, la dio del brazo y desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una esbelta rubia que mordía nerviosamente el extremo de su abanico. Miróme de hito en hito y me dijo secamente: “Estoy cansada”. Luego creí oportuno dirigirme a otra señorita, la cual me dijo con marcado desdén, lo mismo. Volví a la carga con otra que también me despachó fulminándome con una mirada despreciativa. Recorrí las restantes, a las que acababan de bailar y a las que no habían bailado aún y todas me petrificaban con aquel terrible y descortés: “Estoy cansada”. ¡Y lo mejor es que salían con el primero que se les presentaba! Empecé a amoscarme. Me pareció notar que algo chocarrero, existente en mí, me hacía acreedor al desprecio. Entonces sin saber qué partido tomar, rogué a un joven que discurría por allí, y que me infundió confianza (hay rostros así que infunden confianza), que me explicara el caso. Miróme con impertinencia y me dijo: “Tiene usted una corbata imposible. Lo mejor que puede usted hacer es largarse joven”. ¡Corbata imposible! Y me fijé en la de él. En efecto, era una hermosa corbata color de vino, hecha de mano maestra, atravesada por un alfiler de oro. Salí avergonzado, sin despedirme. ¿De quién me iba a despedir? Tal como había entrado. Nunca he comprendido por qué me invitaron a aquella casa. Quizá por equivocación. Como es de suponerse, la sangre me hervía. Hubiera deseado aporrear, abofetear, pisotear a alguien. Maquinaba venganza terrible contra la para mí desconocida señora Bocardo. Hubiera deseado decirla: “venga usted para acá, grandísima tía, ¿con qué objeto me invita a su cochina taza de té, que ni siquiera he bebido?”. Y en cuanto a Marta, la muy serrana, ya podía esperarme sentada. ¡Qué ridícula me pareció su corbata! Una corbata que no servía ni para ahorcarse. Que fuera allá con sus hortelas. Lo que es yo… ¡Que si quieres! Desde aquel día se presentó en mi mente un mundote y seductor, desconocido hasta entonces. Comprendí que en la vida había algo mejor que empleos de cincuenta soles. Me harte de las perrerías


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de mi existencia, de las monsergas de mi patrona, de las comidas del restaurante a diez centavos el plato, esas infames comidas con sabor a chamusquina. ¡Ah, que mundo tan perro! ¡Qué indecencia! ¡Había que salir de él a todo trance, como pudiera, sin reparar en los medios! Por lo pronto era menester vestir elegante y usar corbatas atravesadas por un alfiler de oro. Haciendo acopio de todo el aplomo que me quedaba, me lance donde el mejor sastre de Lima. Me hice confeccionar un traje de chaquet, según la última moda. Di las señas de mi patrona, a quien anticipadamente anuncié un supuesto destino en la aduana con sueldo fabuloso y esperé los acontecimientos. Mi patrona era viuda de un coronel, cuyo retrato a óleo, obra del pintor Palas, se exhibía en el salón amueblado con buen gusto. ¡Cuán distinto del cuarto que me alquilaba en el interior, donde apenas cabía una cama de dobleces! ¡La rogué, poniéndome grave, que recibiera la ropa que había mandado hacer por cuenta del Ministerio de Hacienda. Cundo oyó “Ministerio de Hacienda” abrió cada ojo la señora … ¡Voto al chápiro! ¡Jamás he mentido con tal aplomo! -¿Supongo que me pagará usted lo atrasado? – Me dijo con júbilo. - Con creces, mi querida señora, con creces – le respondí yo, echándome atrás. El mejor sastre de Lima no tuvo inconveniente en dejar el traje en el salón de una señora donde se exhibía un retrato tan prócer. Cuando la criada le dijo: “El joven ha salido”, hizo la mar de reverencia. - ¡Oh! No había para qué molestarse, mandaría la cuenta, ¡bah! Apenas le vi torcer la esquina, me colé a la casa de mi patrona. Ya estaba allí mi traje extendido sobre un sofá. ¡Oh, que maravilla de traje! Figuraos un chaquet redondeado correctamente, con una gracia mundana singular, una hilera de botones forrados en tela, unas solapas bien alisadas, con poca hombrera. Una chaquet digno de Ministro de Hacienda. Corrí a mi tugurio, lo dejé sobre mi camastro y volví donde mi patrona desolado… -¿Qué necesita usted? – me dijo ésta, con todo cariño. - ¡Ah, señora, usted sabe! Mi sueldo no lo recibiré hasta fin de mes … ¡necesito ahora cien soles para ciertos gastos! … - Con el mayor gusto, Idiáquez – respondióme- Solo le voy a pedir un favor: si usted puede colocar a mi hijo en su oficina… no es porque necesite nada, mientras yo viva… ¡usted sabe! … ¡pero! ¡Es tan bonito estar en Aduana!. Le ofrecí destinar a toda su familia. Entonces me dijo: “¿Gusta usted doscientos?”. Puse una cara de banquero que teme comprometerse, y por fin la dije_: “¡bueno, vengan”! Si me hubierais visto volver una hora después, en un coche cargado de camisas, sombreros, pares de botas, bastones y cajas de estupendas y lujosísimas corbatas…Pero prefiero mostrarme en Mercaderes, con mi chaquet, exhibiendo una corbata modelo, atravesada por un alfiler de oro, y con una espejeante chistera. Me calcé los guantes color patito, me puse el pantalón bien planchado, cayendo sobre unos escarpines que, a su vez, caían sobre dos botas de charol, flamantes. Ninguna mujer me pareció bastante bonita. Ninguna tienda bastante abastecida. Ninguna corbata bastante lujosa. La calle de mercaderes fue para mí estrecho sitio donde no cabía mi persona. Hombres y mujeres me miraban fija y tenazmente, con envidia aquéllos, con complacencia éstas. De pronto, al salir de Guillón, encontré a la morena del baile, magníficamente ataviada., irresistible, encantadora. Estaba vestida de claro y llevaba en la mano multitud de paquetitos. Me miró con una de aquellas miradas con que las mujeres suelen decir “me gustas”. La seguí. Iba en compañía de una criada, de una persona de esas en quienes no se repara jamás. Ella volvió la cara sonriente. Parecía que quisiera decirme: “atrévete”. Yo me acerqué, y después de saludarla correctamente la deslicé al oído todas aquellas frases que son del caso: “¿tan temprano de paseo?”. “¡Con razón la mañana está tan


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hermosa!”. “¿Qué le parece a usted el calor?”. Contestóme con amabilidad inusitada. Hízome recuerdos del baile donde “nos divertimos tanto” y luego me rogó que fuera a su casa, donde sus padres tendrían gran gusto recibiéndome. Me enamore terriblemente de la señorita en cuestión. Acudí a su casa, donde fui tratado con grandes agasajos. La despatarré con una docena de corbatas hábilmente combinadas. La pedí en matrimonio y a los cuatro meses me casaba con ella entrando en posesión de una fortuna respetable. ¡Al demontre las perrerías! Hoy soy padre de una hermosa familia que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima. Poseo casas en la capital. Una hacienda en las afueras. Quintas en el campo. Minas en Casapalca. Voy jueves y domingo al Paseo Colón en un elegante carruaje, y he hecho varios viajes a Europa. Mi mujer no contenta con hacerme rico, ha querido hacerme célebre: gracias a ella he sido diputado, senador y … lo demás. Todo sin más esfuerzo que un cambio de corbata. Pero he aquí entre nos, os confesaré que no soy feliz. Mi mujer es cariñosa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero me parece que piensa más en sus trajes que en su marido. Mis hijos también piensan más en sus caballos que en su padre. Yo me he vuelto ambicioso y pienso más en la “cosa pública” que en mi mujer y en mis hijos. Más feliz hubiera sido con mi arequipeñita. ¡Oh! Esa que me quería arrancado y por mi mismo. Con ella y mis cincuenta soles hubiera vivido ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desengaños que me torturan. ¿Qué habrá sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi gaveta la corbata que me regaló y me enternezco recordando a Marta y aspirando ese olor ya desvanecido del jabón Windsor.


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Quién regalo una corbata a nuestro protagonista? ¿De cuanto era el sueldo de nuestro protagonista? ¿Por parte de quien fue invitado a tomar el té a nuestro protagonista? ¿Cómo describe el autor La casa de Aumente n° 341? ¿con quien termina casándose el protagonista?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cuál crees que sea el nombre del protagonista? ¿Cuál crees que fue el motivo de haberle regalado una corbata al protagonista? ¿Qué hubiera pasado si no aceptaba la invitación a tomar el té? ¿Por qué ni una señorita de la fiesta accedió a bailar con nuestro protagonista? ¿Por qué al final el protagonista dice no estar feliz?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿De quien crees que habla la historia? ¿Describe la personalidad del protagonista? ¿Qué hubieras hecho en lugar del protagonista? ¿te casarías con alguien solo por sus bienes? ¿lo ideal seria casarse por amor? Danos tu opinión.


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PASCUALINA - ELEODORO VARGAS VICUÑA

N

osotros vivíamos en la chacra, un poco lejos del pueblo. Había casitas de gente pobre desparramadas por aquí por allá, Mi papá era el único pudiente. Jugábamos con los chicos de allí porque no teníamos con quién jugar, Éramos varias hermanas. Yo era la mayor. Me seguía mi hermanito Julián. Los demás eran muy chicos. En la población vivían mis abuelos, mis tíos, mis primos. En fin, toda la familia. Cuando se casó mi papá, mis abuelos le dieron la casa de la chacra. A mí me gustaba al principio, pero según como me iba poniendo grande ya no me gustaba ser campesina. Deseaba vivir en el pueblo para estar inmediata a todo lo que había. Mis padres no. En una navidad, cuando ya estuve grande, en el pueblo levantaron un nacimiento, en la chacra esto es lo que nos sucedió: Mi hermanito se había portado mal y mi papá le dijo que a él no le pondría el Niño Dios. Que no esperara. El año anterior el Papá Noel le había puesto caramelos. Soldaditos, trompo. Él dijo que si ponía sus zapatos recibiría lo mismo. El chico no sabía qué hacer, porque quería otras cosas; como para uno de doce años más o menos. Pensó poner los zapatos de mi papá. Así lo hizo y se acostó.Al otro día se levantó temprano pensando en los regalos. En un zapato encontró una bolsa de tabaco y en el otro una cachimba. Cómo se habría puesto Julián, cuando encontró esas cosas. El pobre perdió soga y cabra por ambicioso.

Vivía cerca una chiquita, hija de un vecino, llamada Pascualina. Ella no sabía del Niño Dios ni del Papá Noel. De ellos, que ponen juguetes a los niños que se porten bien. Aprendió de nosotros, En Pascuas de Reyes por la tarde llegó corriendo. Me dijo que sus zapatos estaban por demás viejos y que tenía miedo que Papá Noel no le pusiera nada. En una canasta de trapos encontró un par de medias de color negro. Estaban muy apolilladas. Una tenía más huecos que la otra. La Pascualina las cosió con hilo blanco. Las medias negras quedaron con chispas blancas. Daban mal aspecto. Todavía estaban despintadas. Yo le dije que Papá Noel le diría: "Esa chica será muy majadera cuando ha destrozado así sus medias" Las colgó en la ventana con la abertura preparada para poner algo. Yo le dije, Papá Nole qué iba a ponerle algo. Ella empezó a llorar. Eso me dio pena: hacer llorar a una criatura. Desesperada corrí donde mi mamá para pedirle plata. Mamá me negó y me resondró, diciéndome que esa gente no sabía nada del Papá Noel. Por último que Papá Noel nunca ponía nada a nadie. Que a esa chica sus padres qué le iban a comprar ningún juguete. Que no volviera a fastidiarla más. Yo no sabía qué hacer para conseguir algún regalo. Me encaminé a la población, a pesar de la tarde, para ver si conseguía algo. Llegué donde mi tía Mercedes y en el corredor encontré una muñeca. Estaba tan sucia que mi primita la había olvidado. La recogí y me la llevé a mi casa, La arreglé. Le cosí partes descosidas. La lavé. La hice secar en el fogón. Al poco rato estaba casi nueva,


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Ya eran como las diez de la noche en la víspera de Pascua. Contenta estaba yo de haber metido la muñeca en la media para la pobre Pascualina. Y ella feliz de haberla encontrado. Cómo se arrodillaba agradecida, mirando sobre los árboles. Pasó esa fiesta y la gente de su laya tenía envidia. Hablaba: -A qué carga de agua le habrán comprado esa muñeca. Tendrán bastante plata. -Hacerle creer que el Papá Noel le ha puesto cuando ni Papá Noel ni Papa Dios se acuerdan de los pobres. De esa vez la chica paraba con nosotros haciendo los mandados de la casa, la gente hablaba más. Todo lo que renegaban decían. Yo quería contarles que yo, Casimira, le conseguí la muñeca para ponerle a nombre de Papá Noel, después del chasco que le pasó a mi hermanito. Una mañana, nuestra Catacha, gallina cenicienta, parándose a la puerta del dormitorio, cantó para que la viéramos. Nosotros no creíamos en esas supersticiones, pero vivía mamá Bartola, una viejita. Cuando se sentaba a lavar los platos parecía una lechuza. Tenía la cara demacrada, la nariz larga aguileña. Su cabeza estaba atada con un pañuelo blanco. A más de eso era piel y hueso. Ella fue la que dijo que alguien iba a morir en la casa. Yo en mis adentros dije que ella moriría. Quién más habría de ser. Con lo fea que estaba de puro vieja. Un día yo estaba entregada en el juego cuando llegó la chiquita Alminda. Atontada, dijo que Pascualina había muerto. Se había caído de la acequia grande, a la altura de la chacra de doña Marcelita. Corrí a su casa y me encontré con mucha gente. Cuando me halé con sus padres me dijeron en mi cara que yo tenía la culpa para que se muriera su hija. "Esa niña tiene la culpa", oía yo a cada rato. La Pascualina estaba lavando su muñeca. En una de esas resbaló. Como había mucha agua, época de lluvias, no pudo salir y fue arrastrada. A unas cuadras, allí la encontraron. Más abajo salvaron la muñeca. Con la culpa que me dieron yo me asusté. Tomé la muñeca y me la llevé. En el camino le preguntaba por la Pascualina sin que me contestara. Entre a la casa, pasé por la huerta y me puse a llorar. Dije: "Yo tuve la culpa para que muera Pascualina. Yo le regalé ese trapo que no habla. Qué pensará ella de mí". Luego, ya consolada, pero no tanto, le conté a mamá Bartola. Quería que me hiciera comprender lo que había hecho. Que me dijera alguna cosa que me contentara. Ella me dijo que Pascualina ya no pensaba en nada y que estaba feliz en el cielo. Yo me fui a buscarla, a ver si la veía. Me subí a los altos. La buscaba por el cielo y nada. Allí me


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di cuenta lo que es ser nada. Entonces, agarré la muñeca. Le eché la culpa a gritos. La llevé a la huerta donde lloré y la quemé. La quemé con cólera y pena. Su ceniza la boté al río. Y volví sin llorar, casi contenta, no sé por qué. Al entrar a la casa, mamá Bartola muerta, estaba sentada en el patio con los ojos mirando al cielo como viendo a la Pascualina,


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cuál es el nombre de la protagonista? ¿Dónde vivía la protagonista? ¿Cuál era el nombre del hermano de la protagonista? ¿Cómo se llamaba la vecina? ¿Cómo murió la vecina?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cuál crees que sea el nombre del protagonista? ¿En qué fecha del año se remonta la historia? ¿Cuál fue el regalo de la vecina? ¿Cómo la abuela pude predecir que alguien iba a morir? ¿Cómo crees que se sentía la protagonista al enterarse de la muerte de su vecina?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Que parte del cuento te gusto más? ¿Cómo describirías la actitud del personaje? ¿Qué hubieras regalado a Pascualina? ¿Cómo podrías haber salvado a Pascualina del río? Escribe un final alternativo para esta historia.


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“LOS OJOS DE LINA” - CLEMENTE PALMA

E

l teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como era su costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente: No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores. Empezaré por deciros que Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del mundo. Ella tenía diez y seis años y yo estaba loco de amor por ella, pero profesaba a sus ojos el odio más rabioso que puede caber en corazón de hombre. Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con los nervios crispados; me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba por mis arterias, y la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de la seda o al mirar una gran profundidad. Esa misma sensación experimentaba al mirar los ojos de Lina. He consultado a varios médicos de mi confianza sobre este fenómeno y ninguno me ha dado la explicación; se limitaban a sonreír y a decirme que no me preocupara del asunto, que yo era un histérico, y no sé qué otras majaderías. Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Y no se limitaban estos efectos a la tensión álgida de mi sistema nervioso; había algo más maravilloso aún, y es que cuando Lina tenía alguna preocupación o pasaba por ciertos estados psíquicos y fisiológicos, veía yo pasar por sus pupilas, al mirarme, en la forma vaga de pequeñas sombras fugitivas coronadas por puntitos de luz, las ideas; sí, señores, las ideas. Esas entidades inmateriales e invisibles que tenemos todos o casi todos, pues hay muchos que no tienen ideas en la cabeza, pasaban por las pupilas de Lina con formas inexpresables. He dicho sombras porque es la palabra que más se acerca. Salían por detrás de la esclerótica, cruzaban la pupila y al llegar a la retina destellaban, y entonces sentía yo que en el fondo de mi cerebro respondía una dolorosa vibración de las células, surgiendo a su vez una idea dentro de mí. Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote, por el que veía pasar, al anochecer, a los peces azorados con la luz de mi lámpara, chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y convexidad, hacía borrosas y deformes sus


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siluetas. Cada vez que veía esa parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y formaban su madriguera en las cavernas oscuras de mi encéfalo. Pero ¡bah!, soy un desordenado. Os hablo del fenómeno sin haberos descrito los ojos y las bellezas de mi Lina. Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan adorable encanto, que jamás belleza de mujer alguna me sedujo tanto como el dorso del cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas de Lina se encendían, palidecían aquéllos. Bajo esos labios había unos dientes diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba sobre ellos. Era para mí una delicia ver a Lina morder cerezas; de buena gana me hubiera dejado morder por esa deliciosa boquita, a no ser por esos ojos endemoniados que habitaban más arriba. ¡Esos ojos! Lina, repito, es morena, de cabellos, cejas y pestañas negras. Si la hubierais visto dormida alguna vez, yo os hubiera preguntado: ¿De qué color creéis que tiene Lina los ojos? A buen seguro que, guiados por el color de su cabellera, de sus cejas y pestañas me habríais respondido: negros. ¡Qué chasco! Pues, no, señor; los ojos de Lina tenían color, es claro, pero ni todos los oculistas del mundo, ni todos los pintores habrían acertado a determinarlo ni a reproducirlo. Los ojos de Lina eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas pestañas. Hasta aquí, como veis, nada hay de raro; éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que, Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que despedían se irisaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlos todos, y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su espíritu, se denunciaban por el color que adquiría ese punto de luz misteriosa. Con la continuidad de tratar a Lina llegué a traducir algo los brillos múltiples de sus ojos. Sus sentimentalismos de muchacha romántica eran verdes, sus alegrías, violadas, sus celos amarillos, y rojos sus ardores de mujer apasionada. El efecto de estos ojos en mí era desastroso. Tenían sobre mí un imperio horrible, y, en verdad, yo sentía mi dignidad de varón humillada con esa especie de esclavitud misteriosa, ejercida sobre mi alma por esos ojos que odiaba como a personas. En vano era que tratara de resistir; los ojos de Lina me subyugaban, y sentía que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de esas miradas de Luzbel. Por último, con el alma ardiente de amor y de ira, tenía yo que bajar la mirada, porque sentía que mi mecanismo nervioso llegaba a torsiones desgarradoras, y que mi cerebro saltaba dentro de mi cabeza, como un abejorro encerrado dentro de un horno. Lina no se daba cuenta del efecto desastroso que me hacían sus ojos. Todo Christhianía se los elogiaba por hermosos y a nadie causaban la impresión terrible que a mí: sólo yo estaba constituido para ser la víctima de ellos. Yo tenía reacciones de orgullo; a veces pensaba que Lina abusaba del poder que tenía sobre mí, y que se complacía en humillarme; entonces mi dignidad de varón se sublevaba vengativa reclamando imaginarios fueros, y a mi vez me entretenía en tiranizar a mi novia, exigiéndole sacrificios y mortificándola hasta hacerla llorar. En el fondo había una intención que yo trataba de realizar disimuladamente; sí, en esa valiente sublevación contra la tiranía de esas pupilas estaba embozada mi cobardía: haciendo llorar a Lina la hacía cerrar los ojos, y


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cerrados los ojos me sentía libre de mi cadena. Pero la pobrecilla ignoraba el arma terrible que tenía contra mí; sencilla y candorosa, la buena muchacha tenía un corazón de oro y me adoraba y me obedecía. Lo más curioso es que yo, que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería. Aun cuando siempre salía vencido, volvía siempre a luchar contra esas terribles pupilas, con la esperanza de vencer. ¡Cuántas veces las rojas fulguraciones del amor me hicieron el efecto de cien cañonazos disparados contra mis nervios! Por amor propio no quise revelar a Lina mi esclavitud. Nuestros amores debían tener una solución como la tienen todos: o me casaba con Lina o rompía con ella. Esto último era imposible, luego, tenía que casarme con Lina. Lo que me aterraba, de la vida de casado, era la perduración de esos ojos que tenían que alumbrar terriblemente mi vejez. Cuando se acercaba la época en que debía pedir la mano de Lina a su padre, un rico armador, la obsesión de los ojos de ella me era insoportable. De noche los veía fulgurar como ascuas en la oscuridad de mi alcoba; veía al techo y allí estaban, terribles y porfiados; miraba a la pared y estaban incrustados allí; cerraba los ojos y los veía adheridos sobre mis párpados con una tenacidad luminosa tal, que su fulgor iluminaba el tejido de arterias y venillas de la membrana. Al fin, rendido, dormía, y las miradas de Lina llenaban mi sueño de redes que se apretaban y me estrangulaban el alma. ¿Qué hacer? Formé mil planes; pero no sé si por orgullo, amor, o por una noción del deber muy grabada en mi espíritu, jamás pensé en renunciar a Lina. El día en que la pedí, Lina estuvo contentísima. ¡Oh, cómo brillaban sus ojos y qué endiabladamente! La estreché en mis brazos delirantes de amor, y al besar sus labios sangrientos y tibios tuve que cerrar los ojos casi desvanecido. –¡Cierra los ojos, Lina mía, te lo ruego! Lina, sorprendida, los abrió más, y al verme pálido y descompuesto me preguntó asustada, cogiéndome las manos: –¿Qué tienes, Jym?... Habla. ¡Dios Santo!... ¿Estás enfermo? Habla. –No... perdóname; nada tengo, nada... –le respondí sin mirarla. –Mientes, algo te pasa... –Fue un vahído, Lina... Ya pasará... –¿Y por qué querías que cerrara los ojos? No quieres que te mire, bien mío. No respondí y la miré medroso. ¡Oh!, allí estaban esos ojos terribles, con todos sus insoportables chisporroteos de sorpresa, de amor y de inquietud. Lina, al notar mi turbado silencio, se alarmó más. Se arrodilló sobre mis rodillas, cogió mi cabeza entre sus manos y me dijo con violencia: –No, Jym, tú me engañas, algo extraño pasa en ti desde hace algún tiempo: tú has hecho algo malo, pues sólo los que tienen un peso en la conciencia no se atreven a mirar de frente. Yo te conoceré en los ojos, mírame, mírame. Cerré los ojos y la besé en la frente.–No me beses, mírame, mírame. –¡Oh, por Dios, Lina, déjame! ... –¿Y por qué no me miras? –insistió casi llorando. Yo sentía honda pena de mortificarla y a la vez mucha vergüenza de confesarle mi necedad: –No te miro, porque tus ojos me asesinan; porque les tengo un miedo cerval, que no me explico, ni puedo reprimir–. Callé, pues, y me fui a mi casa, después de que Lina dejó la habitación llorando.


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Al día siguiente, cuando volví a verla, me hicieron pasar a su alcoba: Lina había amanecido enferma con angina. Mi novia estaba en cama y la habitación casi a oscuras. ¡Cuánto me alegré de esto último! Me senté junto al lecho, le hablé apasionadamente de mis proyectos para el futuro. En la noche había pensado que lo mejor para que fuéramos felices, era confesar mis ridículos sufrimientos. Quizá podríamos ponernos de acuerdo... Usando anteojos negros... quizá. Después que le referí mis dolores, Lina se quedó un momento en silencio. –¡Bah, que tontería! –fue todo lo que contestó. Durante veinte días no salió Lina de la cama y había orden del médico de que no me dejaran entrar. El día en que Lina se levantó me mandó llamar. Faltaban pocos días para nuestra boda, y ya había recibido infinidad de regalos de sus amigos y parientes. Me llamó Lina para mostrarme el vestido de azahares, que le habían traído durante su enfermedad, así como los obsequios. La habitación estaba envuelta en una oscura penumbra en la que apenas podía yo ver a Lina; se sentó en un sofá de espaldas a la entornada ventana, y comenzó a mostrarme brazaletes, sortijas, collares, vestidos, una paloma de alabastro, dijes, zarcillos y no sé cuánta preciosidad. Allí es–taba el regalo de su padre, el viejo armador: consistía en un pequeño yate de paseo, es decir, no estaba el yate, sino el documento de propiedad; mis regalos también estaban y también el que Lina me hacía, consistente en una cajita de cristal de roca, forrada con terciopelo rojo. Lina me alcanzaba sonriente los regalos y yo, con galantería de enamorado, le besaba la mano. Por fin, trémula, me alcanzó la cajita. –Mírala a la luz –me dijo– son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apreciar debidamente. Y tiró de una hoja de la ventana. Abrí la caja y se me erizaron los cabellos de espanto; debí ponerme monstruosamente pálido. Levanté la cabeza horrorizada y vi a Lina que me miraba fijamente con unos ojos negros, vidriosos e inmóviles. Una sonrisa, entre amorosa e irónica, plegaba los labios de mi novia, hechos con zumos de fresas silvestres. Salté desesperado y cogí violentamente a Lina de la mano. –¿Qué has hecho, desdichada? –¡Es mi regalo de boda! –respondió tranquilamente. Lina estaba ciega. Como huéspedes azorados estaban en las cuencas unos ojos de cristal, y los suyos, los de mi Lina, esos ojos extraños que me habían mortificado tanto, me miraban amenazadores y burlones desde el fondo de la caja roja, con la misma mirada endiablada de siempre... Cuando terminó Jym, quedamos todos en silencio, profundamente emocionados. En verdad que la historia era terrible. Jym tomó un vaso de ajenjo y se lo bebió de un trago. Luego nos miró con aire melancólico. Mis amigos miraban, pensativos, el uno la claraboya del camarote y el otro la lámpara que se bamboleaba a los balances del buque. De pronto, Jym soltó una carcajada burlona, que cayó como un enorme cascabel en medio de nuestras meditaciones. –¡Hombres de Dios! ¿Creéis que haya mujer alguna capaz del sacrificio que os he referido? Si los ojos de una mujer os hacen daño, ¿sabéis cómo lo remediará ella? Pues arrancando los vuestros para que no veáis los suyos. No; amigos míos, os he referido una historia inverosímil cuyo autor tengo el honor de presentaros. Y nos mostró, levantando en alto su botellita de ajenjo, que parecía una solución concentrada de esmeraldas.


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cuál era el nombre del teniente? ¿De donde era el teniente? ¿Cómo se llama la esposa del teniente? ¿Cómo describe los ojos de la esposa del teniente? ¿Cómo es físicamente la esposa del teniente?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Qué crees que hacia en la armada el teniente? ¿Por qué el teniente empezó a hablar de su esposa? ¿Cómo crees que era el matrimonio de esta pareja? ¿Cuáles eran los efectos de la mirada de Lina? ¿En que esta centrado la historia?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Te agrada la actitud del teniente? ¿Por qué? ¿Aceptaría entrar a la Armada del Perú? ¿Por qué? ¿Soportaría una relación de este tipo donde no se sabe si tu pareja pueda regresar con vida? ¿Hablarías de las virtudes o defectos de tu pareja en público? ¿Por qué? ¿Cuál es el mensaje que te trasmite la historia?


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LA BOTELLA DE CHICHA - JULIO RAMÓN RIBEYRO

E

n una ocasión tuve necesidad de una pequeña suma de dinero y como me era imposible procurármela por las vías ordinarias, decidí hacer una pesquisa por la despensa de mi casa, con la esperanza de encontrar algún objeto vendible o pignorable. Luego de remover una serie de trastos viejos, divisé, acostada en un almohadón, como una criatura en su cuna, una vieja botella de chicha. Se trataba de una chicha que hacía quince años recibiéramos de una hacienda del norte y que mis padres guardaban celosamente para utilizarla en un importante suceso familiar. Mi padre me había dicho que la abriría cuando yo "Me recibiera de bachiller". Mi madre, por otra parte, había hecho la misma promesa a mi hermana, para el día "que se casara". Pero ni mi hermana, se había casado ni yo había elegido aún qué profesión iba a estudiar, por la cual la chicha continuaba durmiendo en el sueño de los justos y cobrando aquel inapreciable valor que dan a este género de bebidas los descansos prolongados.

Sin vacilar, cogí la botella del pico y la conduje a mi habitación. Luego de un paciente trabajo logré cortar el alambre y extraer el corcho, que salió despedido como por el ánima de una escopeta. Bebí un dedito para probar su sabor y me hubiera acabado toda la botella si es que no la necesitara para un negocio mejor. Luego de verter su contenido en una pequeña pipa de barro, me dirigí a la calle con la pipa bajo el brazo. Pero a mitad del camino un escrúpulo me asaltó. Había dejado la botella vacía abandonada sobre la mesa y lo menos que podía hacer era restituirla a su antiguo lugar para disipar en parte las trazas de mi delito. Regresé a casa y para tranquilizar aún más mi conciencia, llené la botella vacía con una buena medida de vinagre, la alambré y la acosté en su almohadón.

Con la pipa de barro, me dirigí a la chichería de don Eduardo. -Fíjate lo que tengo -dije mostrándole el recipiente-. Un chicha de jora de veinte años. Sólo quiero por ella treinta soles. Está regalada. Don Fernando se echó a reír. -¡A mí!, ¡A mí! -exclamó señalándose el pecho- ¡A mí con ese cuento! Todos los días vienen a ofrecerme chicha y no sólo de veinte años atrás. ¡No me fío de esas historias! ¡Como si las fuera a creer! -Pero yo no te voy a engañar. Pruébala y verás. -¿Probarla? ¿Para qué? Si probara todo lo que traen a vender terminaría el día borracho, y lo que es peor, mal emborrachado. ¡Anda, vete de aquí! Puede ser que en otro lado tengas más suerte.

Durante media hora recorrí todas las chicherías y bares de la cuadra. En muchos de ellos ni siquiera me dejaron hablar. Mi última decisión fue ofrecer mi producto en las casas particulares pero mis ofertas, por lo general, no pasaron de la servidumbre. El único señor que se avino a recibirme, me preguntó si yo era el mismo que el mes pasado le vendiera un viejo burdeos y como yo, cándidamente, le replicara que sí, fui cubierto de insultos y de amenazas e invitado a desaparecer en la forma menos cordial. Humillado por este incidente, resolví regresar a casa. En el camino pensé que la única recompensa, luego de empresa tan vana, sería beberme la botella de chicha. Pero luego consideré que mi conducta sería egoísta, que podía privar a mi familia de su pequeño tesoro solamente por satisfacer un capricho pasajero, y que lo más cuerdo sería verter la chicha en su botella y esperar, para beberla, a que mi hermana se casara o que a mí pudieran llamarme bachiller.


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Cuando llegué a casa había oscurecido y me sorprendió ver algunos carros en la puerta y muchas luces en las ventanas. No bien había ingresado a la cocina cuando sentí una voz que me interpelaba en la penumbra. Apenas tuve tiempo de ocular la pipa de barro tras una pila de periódicos. -¿Eres tú el que anda por allí? -preguntó mi madre, encendiendo la luz- ¡Esperándote como locos! ¡Ha llegado Raúl! ¿Te das cuenta? ¡Anda a saludarlo! ¡Tantos años que no ves a tu hermano! ¡Corre! que ha preguntado por ti.

Cuando ingresé a la sala quedé horrorizado. Sobre la mesa central estaba la botella de chicha aún sin descorchar. Apenas pude abrazar a mi hermano y observar que le había brotado un ridículo mostacho. "Cuando tu hermano regrese", era otra de las circunstancias esperadas. Y mi hermano estaba allí y estaban también otras personas y la botella y minúsculas copas pues una bebida tan valiosa necesitaba administrarse como una medicina. -Ahora que todos estamos reunidos -habló mi padre- vamos al fin a poder brindar con la vieja chicha -y agració a los invitados con una larga historia acerca de la botella, exagerando, como era de esperar, su antigüedad. A mitad de su discurso, los circunstantes se relamían los labios.

La botella se descorchó, las copas se llenaron, se lanzó una que otra improvisación y llegado el momento del brindis observé que las copas se dirigían a los labios rectamente, inocentemente, y regresaban vacías a la mesa, entre grandes exclamaciones de placer. -¡Excelente bebida! -¡Nunca he tomado algo semejante! -¿Cómo me dijo? ¿Treinta años guardada? -¡Es digna de un cardenal! -¡Yo soy un experto en bebidas, le aseguro, don Bonifacio, que como ésta ninguna! Y mi hermano, conmovido por tan grande homenaje, añadió: -Yo les agradezco, mis queridos padres, por haberme reservado esta sorpresa con ocasión de mi llegada. El único que, naturalmente, no bebió una gota, fui yo. Luego de acercármela a las narices y aspirar su nauseabundo olor a vinagre, la arrojé con disimulo en un florero.

Pero los concurrentes estaban excitados. Muchos de ellos dijeron que se habían quedado con la miel en los labios y no faltó uno más osado que insinuara sino tenía por allí otra botellita escondida. -¡Oh, no! -replicó-. De estas cosas sólo una! Es mucho pedir. Noté, entonces, una consternación tan sincera en los invitados, que me creí en la obligación de intervenír. -Yo tengo por allí una pipa con chicha. -¿Tú? -preguntó mi padre, sorprendido. -Sí, una pipa pequeña. Un hombre vino a venderla... Dijo que era antigua. -¡Bah! ¡Cuentos! -Y yo se lo compré por cinco soles. -¿Por cinco soles? ¡No has debido pagar ni una peseta! -A ver la probamos -dijo mi hermano-. Así veremos la diferencia. -Sí, ¡que la traiga! -pidieron los invitados. Mi padre, al ver tal expectativa, no tuvo más remedio que aceptar y yo me precipité hacia la cocina. Luego de extraer la pipa bajo el montón de periódicos, regresé a la sala con mi trofeo entre las manos. -¡Aquí está! -exclamé, entregándosela a mi padre. -¡Hum! -dijo él, observando la pipa con desconfianza-. Estas pipas son de última fabricación. Si no


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me equivoco, yo compré hace poco -y acercó la nariz al recipiente- ¡Qué olor! ¡No! ¡Esto es una broma! ¿Dónde has comprado esto, muchacho? ¡Te han engañado! ¡Qué tontería! Debías haber consultado -y para justificar su actitud hizo circular la botija entre los concurrentes, quienes ordenadamente la olían y después de hacer una mueca de repugnancia, la pasaba a su vecino. -¡Vinagre! -Me descompone el estómago! -Pero ¿es que esto se puede tomar? -¡Es para morirse! Y como las expresiones aumentaban de tono, mi padre sintió renacer en sí su función moralizadora de jefe de familia y, tomando la pipa con una mano y a mí de una oreja con la otra, se dirigió a la puerta de la calle. -Ya te lo decía- ¡Te has dejado engañar como un bellaco! ¡Verás lo que se hace con esto!

Abrió la puerta y, con gran impulso, arrojó la pipa a la calle, por encima del muro. Un ruido de botija rota estalló en un segundo. Recibiendo un coscorrón en la cabeza, fui enviado a dar una vuelta por el jardín y mientras mi padre se frotaba las manos, satisfecho de su proceder, observé que en la cera pública, nuestra chicha, nuestra magnífica chicha norteña, guardada con tanto esmero durante quince años, respetada en tantos pequeños y tentadores compromiso, yacía extendida en una roja y dolorosa mancha. Un automóvil la pisó alargándola en dos huellas; una hoja de otoño naufragó en su superficie; un perro se acercó, lo olió y la meó.


68 Antología de cuentos peruanos

COMPRENSIO DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cuál es la bebida mencionada en el cuento? ¿De que manera fue adulterada la bebida? ¿A quien trato de vender la bebida? ¿Qué estaban celebrando en la casa del protagonista? ¿Cómo se llama el hermano del protagonista?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Para que estaban reservando la chicha? ¿Crees que a más años la bebida se reserve mejor su sabor? ¿Qué hubiera pasado si hubieran tomado la bebida original? ¿Qué hubiera pasado si el muchacho decía la verdad sobre la bebida? ¿Qué consecuencias trae ocultar la verdad?

NIVEL CRÍTICO 1. ¿Cómo te pareció la actitud del protagonista? 2. ¿Alguna vez has tratado de estafar a alguien? Explica. 3. ¿Qué hubieras hecho si sabes que lo que estaban tomando las personas hubiera causado algún malestar? 4. ¿Al final crees que el muchacho debió haber recibido un castigo? ¿Por que? 5. ¿Crees que alguien gana ocultando la verdad?¿Por que?


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EL ALFILER - VENTURA GARCÍA CALDERÓN

L

a bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la hacienda de Tilcabamba. Por el obeso balcón de cedro, asomó la cabeza fosca del hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido, que temblaba. Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo: -¿Qué te pasa, Borradito? Te están repiqueteando las choquezuelas... ¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla no más. El borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez -la desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas horas aunque reventara la bestia en el camino- que enmudeció por un minuto. De repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla. -Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.

Si don Timoteo no sacó el revólver como siempre que se hallaba conmovido, fue sin duda, por mandato de la Providencia; pero estrujó el brazo del criado queriéndole extirpar mil detalles. -¿Anoche?... ¿Está muerta?... ¿Grimanesa?... Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del Borradito, pues sin decir palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo a ensillar su mejor caballo de paso.

Momentos después galopaba a la hacienda de su yerno, Conrado Basadre, que el año último se casara con Grimanesa, la linda y amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios, una fiesta sin par, con fuegos de Bengala, sus indias danzantes de camisón morado, sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos, pero revivisciente en la endecha de la raza humilada, como los cantos de Sión en la terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementeras, había divagado la procesión de santos antiquísimos, que obstentaban en el ruedo de velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así... ¡Badajo!...

Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sancavilca, el antiguo feudo de los Basadre. En la tarde, ya vencida se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre los cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando: -¿Quién vive? Refrenó su carrera el jinete próximo, y, con voz que disimulaba mal su angustia, gritó a su vez: -¡Amigo! Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al cura para el entierro. Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tan prisa en llamar al cura si


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Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano y estimuló a su cabalgadura, que arrancó a galope con el flanco lleno de sangre. Al besar don Timoteo la santa imagen, quedó entreabierto el hábito de la muerta, y algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces, miró por todos los lados, escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar, regresando a Ticabamba, en la noche cerrada.

Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este silencio. ¡Ni siquiera había asistido al entierro! Don Timoteo vivía enclaustrado en su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana María, tan hermosa como su hermana Grimanesa que vivía adorando y temiendo a su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía Conrado Basadre.

Pero un día domingo claro de junio se levantó don Timoteo de buen humor, y propuso a Ana María que fueran juntos a Siancavilca, después de misa. Era tan inesperada aquella resolución, que la chiquilla transitó por la casa durante la mañana entera como enajanada, probándose al espejo las largas faldas de amazona y el sombrero de jipijapa, que fue preciso fijas en las oleosas crenchas con un largo estilete de oro. Cuando el padre la miró así, dijo turbado, mirando el alfiler. -Vas a quitarte ese adefesio... Ana María obedeció suspirando, resuelta, como siempre, a no adivinar el misterio de aquel padre violento.

Cuando llegaron a Siancavilca, Conrado estaba domando a un potro nuevo, con la cabeza descubierta a todo sol, hermoso y arrogante en la silla negra con clavos y remaches de plata. Desmontó de un salto y al ver a Ana María tan parecida a su hermana en gracia zalamera, la estuvo mirando largo rato, embebecido. Nadie habló de la desgracia ocurrida, ni mentó a Grimanesa, pero Conrado cortó sus espléndidos y carnales jazmines del Cabo para obserquiarlos a Ana María. Ni siquiera fueron a visitar la tumba de la muerte, y hubo un silencio enojoso cuando la nodriza vieja vino a abrazar a "la niña" llorando. -¡José, María y José! ¡Tan linda como mi amita! ¡Un capulí!

Desde entonces, cada domingo se repetía la visita a Siancavilca. Conrado y Ana María pasaban el día mirándose a los ojos y oprimiéndose dulcemente las manos cuando el viejo volvía el rostro para contemplar un nuevo corte de caña madura. Y un lunes de fiesta, después del domingo encendido en que se besaron por primera vez, llego Conrado a Ticabamba, ostentando la elegancia vistosa de los días de feria, terciado el poncho violeta sobre el pellón de carnero, bien peinada y luciente la crin del caballo, que "braceaba" con escorzo elegante y clavaba el espumante belfo en el pecho, como los palafrenes de los Libertadores.

Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado, y no le llamó con el respeto de siempre "don Timoteo", sino que murmuró, como en el tiempo antiguo, cuando era novio de Grimanesa: -Quiero hablarle, mi padre.


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Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija muerta. El viejo, silencioso, espero que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando, con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casasrse con Ana María. Midió una pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir. De súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea constitución de hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro de antiguo estilo y complicada llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un " santo y seña" escrito en un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de esos topos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero más largo, agudísimo y manchado de sangre negra.

Al verlo, Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confuso. -¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa! Más el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era el momento de llorar. Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda que se le comprendía apenas: -Si se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta... Tú le habías clavado este alfiler en el corazón...¿No es cierto? Ella te faltó, quizá... -Sí, mi padre. -¿Se arrepintió al morir? -Sí, mi padre. -¿Nadie lo sabe? -No mi padre. -¿Por qué no lo mataste también? -¡Huyó como un cobarde! -¿Juras matarlo si regresa? -Sí, mi padre. El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya si aliento: -¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!...¡Toma!

Entregó el alfiler de oro solemnemente, como otorgaba los abuelos la espada al nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó al yerno que se marchara enseguida, porque no era bueno que alguien viera sollozando al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz.


72 Antología de cuentos peruanos

COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué le llaman el borradito a aquel muchacho? ¿Quiénes son los personajes del cuento? ¿Cómo se llama la niña difunta? ¿Cómo se llaman las hijas de Don Timoteo? ¿Dónde ocurren los hechos de la historia?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cómo crees que se sentía Don Timoteo al ver a su hija muerta? ¿Cómo crees que murió Grimanesa? ¿Cuál fue el motivo la razón de su muerte? ¿Por qué los personajes no se han visitado durante siete meses? ¿Cuál es la idea principal del cuento?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cómo te sentirías si pierdes a alguien especial? Explica. ¿Crees que fue adecuada la decisión que tomo el esposo de Grimanesa? ¿Qué harías si alguien te traiciona? Explica. De la lectura ¿Qué parte cambiarias y por que? ¿Cuál es tu opinión de la lectura?


73 Antología de cuentos peruanos

EL VUELO DE LOS CÓNDORES - ABRAHAM VALDELOMAR

I

A

quel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.

-Ese es el barrista -decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana. -Aquel es el domador: Y señalaban a un sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el anclar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta. -Este es el payaso, dijo alguien. El buen hombre volvió la cara vivamente: -¡Qué serio! -Así son en la calle. Era este un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes. Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la escuela quiénes eran, cómo 'eran, y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacome de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro. -¡Cómo! ¿Dónde has estado? Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder. -Nada -apunté con despreocupación forzada- que salimos tarde del colegio... -No puede ser, porque Alfredito llegó a su casa a las cuatro y cuarto... Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino, le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a ciar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente: -Cómo, jovencito, ¿éstas son horas de venir? Yo no respondí nada. Mi madre agregó: -¡Está bien!... Me time en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada.


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Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente. -Oye -me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente- anda a comer... Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con interés como de ella misma. -¿Ya comieron todos?, le interrogué. -Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostamos! Ya van a bajar el farol... -Oye, le dije, ¿y qué han dicho?... -Nada; mamá no ha querido comer. .. Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde. -Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada .. Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer. -No, no quiero. -Pero oye, ¿dónde fuiste? ... Me acordé del circo. Entusiasmado pensé en aquel admirable circo que había llegado, olvidé a medias mi preocupación, empecé a contarle las maravillas que había visto. ¡Eso era un circo! -Cuántos volatineros hay -le decía- un barrista con unos brazos muy fuertes; un domador muy feo, debe ser muy valiente porque estaba muy serio. ¡Y el oso! ¡En su jaula de barrotes, husmeando entre las rendijas! ¡Y el payaso! ... ¡Pero qué serio es el payaso! Y unos hombres, un montón de volatineros, el caballo blanco, el mono, con su saquito rojo, atado a una cadena. ¡Ah!, ¡es un circo espléndido! -¿Y cuándo dan función? -El sábado... E iba a continuar, cuando apareció la criada: -Niñita. ¡A acostarse! Salió mi hermana. Oí en la otra habitación la voz de mi madre que la llamaba y volví a quedarme solo, pensando en el circo, en lo que había visto y en el castigo que me esperaba. Todos se habían acostado ya. Apareció mi madre, sentase a mi lado y me dijo que había hecho muy mal. Me riño blandamente, y entonces tuve claro concepto de mi falta. Me acordé de que mi madre no había comido por mí; me dijo que no se lo diría a papá, porque no se molestase conmigo. Que yo la hacía sufrir, que yo no la quería... ¡Cuán dulces eran las palabras de mi pobrecita madre! ¡Qué mirada tan pesarosa con sus benditas manos cruzadas en el regazo! Dos lágrimas cayeron juntas de sus ojos, y yo, que hasta ese instante me había contenido, no pude más y, sollozando, le besé las manos. Ella me dio un beso en la frente. ¡Ah, cuán feliz era, qué buena era mi madre que sin castigarme, me había perdonado!


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Me dio después muchos consejos, me hizo rezar "el bendito", me ofreció la mejilla que besé, y me dejó acostado. Sentí ruido al poco rato. Era mi hermanita. Se había escapado de su cama descalza; echó algo sobre la mía, y me dijo volviéndose a la carrera y de puntitas como había entrado: -Oye, los dos centavos para ti, y el trompo también te lo regalo...

II Soñé con el circo. Claramente aparecieron en mi sueño todos los personajes. Vi desfilar a todos los animales. El payaso, el oso, el mono, el caballo, y, en medio de ellos, la niña rubia, delgada, de ojos negros, que me miraba sonriente. ¡Qué buena debía ser esa criatura tan callada y delgaducha! Todos los artistas se agrupaban, bailaba el oso, pirueteaba el payaso, giraba en la barra el hombre fuerte, en su caballo blanco daba vueltas al circo una bella mujer, y todo se iba borrando en mi sueño, quedando sólo la imagen de la desconocida ¡riña con su triste y dulce lánguida. Llegó el sábado. Durante el almuerzo, en mi casa, mis hermanos hablaron del circo. Exaltaban la agilidad del barrista, el mono era un prodigio, jamás había llegado un payaso más gracioso que "Confitito"; ¡qué oso tan inteligente! Y luego... todos los jóvenes de Pisco iban a ir aquella noche al circo... Papá sonreía aparentando seriedad. Al concluir el almuerzo sacó pausadamente un sobre. -¡Entradas! -cuchichearon mis hermanos. -¡Sí, entradas! ¡Espera!... -¡Entradas! -insistía el otro. El sobre fue a poder de mi madre. Levantase papá y con él la solemnidad de la mesa, y todos saltando de nuestros asientos, rodeamos a mi madre. -¿Qué es? ¿Qué es? -¡Estarse quietos o... no hay nada! Volvimos a nuestros puestos. Abriose el sobre y ¡oh, papelillos morados! Eran las entradas para el circo; venían dentro un programa. ¡Qué programa! ¡Con letras enormes y con los artistas pintados! Mi hermano mayor leyó. ¡Qué admirable maravilla! El afamado barrista Kendall, el hombre de goma; el célebre domador Mister Glandys; la bellísima amazona Miss Blutner con su caballo blanco, el caballo matemático, el graciosísimo payaso "Confitito", rey de los payasos del Pacífico, y su mono; y el extraordinario y emocionante espectáculo "El vuelo de los cóndores", ejecutado por la pequeñísima artista Miss Orquídea. Me dio una corazonada. La niña no podía ser otra... Miss Orquídea. ¿Y esa niña frágil y delicada iba a realizar aquel, prodigio? Celebraron alborozados mis hermanos el circo, y yo, pensando, me fui al jardín, después a la escuela, y aquella tarde no atravesé palabra con ninguno de mis camaradas. III


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A las cuatro salí del colegio, y me encaminé a casa. Dejaba los libros cuando sentí ruido y las carreras atropelladas de mis hermanos. -¡El "convite"! ¡El "convite"! ... ¡Abraham, Abraham!, gritaba mi hermanita. ¡Los volatineros! Salimos todos a la puerta. Por el fondo de la calle venia un grupo enorme de gente que unos cuantos músicos precedían. Avanzaron. Vimos pasar la banda de músicos con sus bronces ensortijados y sonoros, el bombo iba delante dando atronadores compases, después, en un caballo blanco, la artista Miss Bluther, con ceñido talle, sus rosadas piernas, sus brazos desnudos y redondos. Precioso atavío llevaba el caballo, que un hombre con casaca roja y un penacho en la cabeza, llena de cordones, portaba de la brida; después iba Mister Kendall, en traje de oficio, mostrando sus musculosos brazos en otro caballo. Montaba el tercero miss Orquídea, la bellísima criatura, que sonreía tristemente; en seguida el mono, muy engalanado, caballero en un asno pequeño, y luego "Confitito", rodeado de muchedumbre de chiquillos que palmoteaban a su lado llevando el compás de la música. En la esquina se detuvieron y "Confitito" entonó al son de la música esta copla: Los jóvenes de este tiempo Usan flor en el ojal Y dentro de los bolsillos No se les encuentra un real Una algazara estruendos a coreó las últimas palabras del payaso. Agitó éste su cónico gorro, dejando al descubierto su pelada cabeza. Rompió el bombo la marcha y todos se perdieron por el fin de la plazoleta hacia los rieles del ferrocarril para encaminarse al pueblo. Una nube de polvo los seguía y nosotros entramos a casa nuevamente, en tanto que la caravana multicolor y sonora se esfumaba detrás de los toñuces, en el salitroso camino. IV Mis hermanos comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su "Carlos Alberto". Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltase el breque, chasqueó el látigo, y las mulas halaron. Llegamos por fin al pueblo y poco después al circo. Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gentes se estacionaban en la puerta que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada, en la acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en f1oreados vasos con las armas de la patria estaba la espumosa blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzos y la dulce de "bonito", las butifarras, que eran panes en cuya boca abierta el ají y la lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de "escabeche" con sus yacentes pescados, "la causa", sobre cuya blanda masa reposaba graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las vendedoras...


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Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, levantábase la carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos instalamos. Sonó una campanada. -¡Segunda! -gritaron todos, aplaudiendo. El circo estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche. Sonó largamente otro campanillazo. -¡Tercera! ¡Bravo, bravo! La música comenzó con el programa: Obertura por la banda. Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía. Salió el barrista, gallardo, musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó. Ya estaba lista la barra, Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgase, giró retorcido vertiginosamente, parose en la barra, pendió de corvas, de brazos, de vientre; hizo rehiletes y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra en el centro del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa. Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Mister Glandys con su oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto: -¡El vuelo de los cóndores! V Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de casaca roja pusieron en el circo, upo frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre los artistas Miss Orquídea, con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgase de una cuerda y la ascendieron al estrado. Parose en él delicadamente, como una golondrina en un alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio, que pendiendo del centro, le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto. Se dieron las voces, se soltó el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo detenida la música- producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase! Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la contemplaba, y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó segura de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó, el público seguía aplaudiendo. Ella para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba, giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse.


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Nuevas aclamaciones. La pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba, Sonó una palmada y Miss Orquídea se lanzó... ¿Qué le pasó a la pobre niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible, pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron, escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y en medio del clamor de la multitud. Papá nos hizo salir, cruzamos las calles, tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé que cosas pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres muy malos. VI Pasaron algunos días. Yo recordaba siempre con tristeza a la pobre niña; la veía entrar al circo, vestida de punto, sonriente, pálida; la veía después caída, escupiendo sangre en el pañuelo, ¿dónde estaría? El circo seguía funcionando. Mi padre no quiso que fuéramos más. Pero ya no daban el Vuelo de los Cóndores. Los artistas habían querido explotar la piedad del público haciendo palpable la ausencia de Miss Orquídea. El sábado siguiente, cuando había vuelto de la escuela, y jugaba en el jardín con mi hermana, oímos música. -¡El convite! ¡Los volatineros! ... Salimos en carrera loca. ¿Vendría Miss Orquídea? ... ¡Con qué ansia vi acercarse el desfile! Pasó el bombo sordo con sus golpes definitivos, los músicos con sus bronces ensortijados, los platillos estridentes, los acróbatas, y, después el caballo de Miss Orquídea, solo, con un listón negro en la cabeza...

Luego el resto de la farándula, el mono impasible haciendo sus eternas muecas sin sentido... ¿Dónde estaba Miss Orquídea? No quise ver más; entré a mi cuarto y por primera vez, sin saber por qué, lloré a escondidas la ausencia de la pobrecita artista. VII Algunos días más tarde, al ir, después del almuerzo a la escuela, por la orilla del mar, al pie de las casitas que llegan hasta la ribera y cuyas escalas mojan las olas a ratos, salpicando las terrazas de madera, senteme a descansar, contemplando el mar tranquilo y el muelle, que a la izquierda quedaba. Volví la cara al oír unas palabras en la terraza que tenía a mi espalda y vi algo que me inmovilizó. Vi una niña muy pálida, muy delgada, sentada mirando desde allí el mar. No me equivocaba: era Miss Orquídea, en un gran sillón de brazos, envuelta en una manta verde, inmóvil. Me quedé mirándola largo rato. La niña levantó hacia mí los ojos y me miró dulcemente. ¡Cuán enferma debía estar! Seguí a la escuela y por la tarde volví a pasar por la casa. Allí estaba la enfermita, sola. La miré cariñosamente desde la orilla; esta vez la enferma sonrió, sonrió. ¡Ah, quién pudiera ir a su lado a consolarla! Volví al otro día, y al otro, y así durante ocho días. Éramos como


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amigos. Yo me acercaba a la baranda de la terraza, pero no hablábamos. Siempre nos sonreíamos mudos y yo estaba mucho tiempo a su lado. Al noveno día me acerqué a la casa. Miss Orquídea no estaba. Entonces tuve una sospecha: había oído decir que el circo se iba pronto. Aquel día salía vapor. Eran las once, crucé la calle y atravesé el jirón de la Aduana. En el muelle vi a algunos de los artistas con maletas y líos, pero la niña no estaba. Me encaminé a la punta del muelle y esperé en el embarcadero. Pronto llegaron los artistas en medio de gran cantidad de pueblo y de granujas que rodeaban al mono y al payaso. Y entre Miss Blutner y Kendall, cogida de los brazos, caminando despacio, tosiendo, la bella criatura. Metime entre las gentes para verla bajar al vote desde el embarcadero. La niña buscó algo con los ojos, me vio, sonrió muy dulcemente conmigo me dijo al pasar junto a mí: -Adiós. -Adiós. Mis ojos la vieron bajar en brazos de Kendall al botecillo inestable; la vieron alejarse de los mohosos barrotes del muelle; y ella me miraba triste con los ojos húmedos; sacó su pañuelo y lo agitó mirándome; yo la saludaba con la mano, y así se fue esfumando, hasta que sólo se distinguía el pañuelo como una ala rota, como una paloma agonizante, y por fin, no se vio más que el bote pequeño que se perdía tras el vapor... Volví a mi casa, y a las cinco, cuando salí de la escuela, sentado en la terraza de la casa vacía, en el mismo sitio que ocupaba la dulce amiga, vi perderse a lo lejos en la extensión marina el vapor, que manchaba con su cabellera de humo el cielo sangriento del crepúsculo.


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿En qué lugar se realizaron los hechos del Vuelo de los Cóndores? ¿Quién es el personaje principal? ¿Quiénes lo acompañas en el cuento? ¿Qué excusas dio Abraham a su hermano por no haber llegado a casa a la hora? ¿Quién era Orquídea y qué pasó con ella? ¿Qué día fueron Abraham y sus hermanos al circo? ¿Volvieron a ir otro día?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Al leer el título de la obra, de que pensabas que se trataba el cuento? ¿Cómo crees que se sintió Abraham al ser regañado por su madre? ¿Crees que Miss Orquídea se recuperó y volvió a realizar su acto? ¿Qué título le hubieras puesto tú a la obra? ¿Qué comentarios crees que escuchó Abraham que le hicieron comprender que había hombres muy malos?

NIVEL CRÍTICO 1. ¿Cuál crees que fue le mensaje que nos quiso dejar Abraham Valdelomar al escribir El vuelo de los Cóndores? 2. ¿Qué opinión tienes sobre el trabajo que tenía la niña del cuento El vuelo de los cóndores? ¿Te gustaría tener un trabajo así? 3. ¿Si el acto del Vuelo de los Cóndores no hubiese tenido la red de protección que crees que hubiera pasado? 4. ¿Cuál crees que es la parte central del cuento? 5. ¿Qué cambiarias del cuento? Escribe un breve argumento?


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EL BUQUE NEGRO - ABRAHAM VALDELOMAR I

N

uestra casa en Pisco, era un rincón delicioso: a una cuadra del mar, con una valla de toñuces por oriente, en una plazuela destartalada y salitrosa, desde la puerta se veía pasar el convoy que iba a Ica. Iba adelante de la enorme locomotora pujante, arrojando bocanadas de humo espeso y negruzco, le seguían los carros "de primera clase", luego los de segunda y por fin las bodegas, en las que iba el pescado cogido la víspera en la ribera. Teníamos dentro un jardín que protegía una higuerilla sembrada por mi hermano Roberto. Medraban a su sombra violetas raquíticas, buenas tardes olorosas, malvas y resedas. Junto al tronco gris de la higuerilla el pozo abrió su boca negra y peligrosa y en los bordes crecían trigos y maíces abandonados a su propia cuenta. Un pallar, de enormes hojas verdes y blanquecinas se enredaba con delicadeza en el enrejado que limitaba el jardinillo. Sobre la quincha que marcaba el fin de nuestro jardín y colindaba con el vecino, se habla recostado con gran desenfado un ñorbo en cuyos oscuros enramajes hacían nido los gorriones. Al fondo había pozas donde cada uno de nosotros, por consejo y bajo la dirección de mi padre, sembrábamos y teníamos la responsabilidad de la cosecha. A Roberto, el mayor, que hoy es casado, le placía sembrar algodón para llevarlo a Ica y con sus blancas madejas limpiar el rostro sudoroso del Señor de Luren; a Rosa, la siguiente, gustábale simplemente coger las flores de todas las pozas; Anfiloquio placía de sembrar maíz que una vez cosechado, él mismo comíase; y a mí y a Jesús, mi hermana menor, nos encantaban las violetas y una higuera apenas crecida. Así mis padres nos enseñaron a sembrar la tierra, a pulir nuestras manos con el roce noble de los surcos; a conocer los misterios de la naturaleza y la bondad sublime de Dios Nuestro Señor y amar todo lo que es sencillo bueno, útil y bello. Por la noche, en Pisco, después de la comida y de rezar, el rosario hacíamos un círculo en la puerta de la calle. Allí sentados, mi padre relataba todas sus ocupaciones durante el día, contábamosle nosotros sobre el jardín, pedíamos datos sobre agricultura y generalmente resultábamos riñendo por las excelencias de nuestra producción agraria sobre la de los hermanos. Caía la noche, se bajaba el farol a cuya luz hablábamos y todos íbamos a besar a nuestros padres y a retiramos a dormir, llena el alma de cristalina felicidad, con la inquietud de que las gallinas se escapasen del corral, entrasen al jardín, picotearan los retoños y hubiera duelo en casa al día siguiente. Una de esas noches, mi padre se demoró en la calle más que lo de costumbre y al llegar le vimos triste. Mi madre le preguntó: –¿Has visto a Isabel? ¿La has visto? ¿Vendrá mañana?... –Está peor, está perdida, –dijo mi padre. Sentada junto a la ventana, y empeñada en su eterna manía: el buque negro. –¿Pero había efectivamente un buque negro aquel día? –Efectivamente. Fue extraña coincidencia. Después del matrimonio, Isabel, alegre, riendo a todos, con su linda cabeza coronada de azahares y su vestido blanco, almorzó alegremente con todos. Después que hubo concluido, cuando quisimos despedirnos, echamos de menos a Chale. Se llamó al novio inútilmente. ¿Dónde estaba? Isabel lo buscaba, llamábasele a gritos, pero Chale no respondía. Se le buscó luego por todas partes, en la calle, en la ciudad, en el muelle. Chale había desaparecido. La bahía estaba agitada, había paracas, el aire del sur levantaba encrespadas olas, un cielo amarillo


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entristecía el ambiente, y los barcos parecían arrojados sobre el mar, inclinados hacia el norte, como si una mano extraña los hubiera arrojado con ira. En el muelle se preguntó a un pescador. –¿Cómo? ¿Se ha perdido el señor Chale? –dijo–. Pero si ha pasado hace un instante. Yo lo he visto ir de prisa con dos hombres hacia el embarcadero y juraría que ésos no son de aquí... Bajaron. –No se sabía ni nada más se supo de Chale. Isabel vio también el buque negro y la pobrecita cree que en él se llevaron a su marido. –¡Malvado!... –No lo era. Chale había vivido doce años irreprochablemente. Chale era bueno, cariñoso, abnegado. Tenía días en que no salía de su casa. –Ese hombre era muy triste... –Desde entonces –continuó mi padre–, la pobre Isabel se dio a la pena. Lleva diez y ocho años de esa vida atormentada, y ahora se va poniendo peor. Ya no quiere salir, ni moverse de la ventana, y a veces ni comer. –¿Pero vendrá? ¿Vendrá mañana? –preguntó mi madre. –Sí, me ha prometido que vendrá al paseo. Mis padres habían organizado un paseo con mis hermanos para que Isabel se distrajera un poco. –¿Y a dónde vamos? –Iremos a Santa Rita. –Es muy lejos. Mejor al pepinal. Allí puede ser que Isabel se distraiga. Se despidieron los amigos. Mi hermano mayor corrió la soga. Bajó pausadamente el farol. Cerraron la puerta. Dimos un beso a nuestros padres. Rezamos y a poco el silencio envolvió nuestra casa y nos dormimos al blando arrullo lejano del mar cuya brisa acariciaba los árboles del jardín. II La triste alegría del mar. Amaneció un día claro de octubre; las embarcaciones se distinguían tan preciso en el puerto, que parecían vistas a través de un anteojo. Podían contarse los mástiles y las múltiples cuerdas y hasta letras de los barcos se distinguían vagamente. El mar estaba agitado, casi alegre, parecía reírse. Las olas, bajo un aire fresco y transparente, deshacíanse en gotas brillantes. El sol era espléndido, pero tibio. Para mí, fue aquella, una mañana blanca. Nada pasó por mi espíritu. No tuve una alegría ni un temor ni una tristeza. Después del almuerzo mientras nos preparábamos para el paseo, mi padre fue a traer a Isabel. Mis hermanas pusiéronse sus alegres trajes dibujados con flores, y sus "pastoras" de paja, que se sujetaban graciosamente sobre el pecho con anchas cintas de seda. La sirvienta, en una canasta llevaba las provisiones, pan de manteca, carne fría y algunas cajas de conservas. Llegó Isabel, acompañada de mi padre. La infeliz causaba espanto. ¡Qué palidez había en su cara que envejecía, qué ojos profundos, qué manos afiladas! Vestía una liviana ropa negra. Saludó a todos y a poco salimos.


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¡Qué tarde era aquella, Señor! ¿Qué claridad siniestra había en el puerto? ¿Qué trágico silencio envolvió las cosas? ¿Dónde estaban las gentes del pueblo? Atravesamos la plazuela destartalada y salitrosa donde estaba mi casa, tomamos los rieles del tren, caminamos un poco junto a los toñuces, y después pasamos por "la factoría", una casa hecha de carcomidas calaminas, donde se componían los carros, mohosos y rotos, había muelles viejos, ruedas inmóviles, calderos agujereados, piezas de mecánica, abandonados sobre la grama que trepaba, raquítica, sobre ellos. Pasamos después por "la palma" donde decían que de noche salía un hombre y luego por un camino de sauces. Llegamos al "pueblo". Atravesamos unas cuantas calles apartadas. Cruzamos por la plaza de armas, empedrada y sombreada por enormes ficus, en un ángulo estaba la Iglesia de la Compañía, con un mitológico animal sobre la puerta y con sus torrecillas chatas. Entramos después por un angosto camino pedregoso que sombreaban enormes y tranquilos sauces llorones, bajo los cuales corría una acequia, pero tan débilmente que parecía estancada. Debía ser la suya una agua muy fría, transparente, poblada de berros y verdolagas. Caminamos así mucho tiempo. Pero todos iban en silencio. De vez en cuando las palabras sonaban huecamente, abovedadas y morían. Iba en medio Isabel. La rodeábamos todos. Era una procesión de almas en pena. ¿Por qué no se reía nadie, Señor, no había alegría aquella tarde? Alguien dijo que aquel no era el camino. Hubo necesidad de volver un poco y cruzar. Estábamos bastante alejados de la población. Era necesario pasar por la "iglesia vieja". Y hacia ella encaminamos los pasos. Empezó a soplar un viento seco. Por fin vimos a lo lejos, tras de las tapias recortarse el redondo lomo de un templo abandonado, seguimos. III Pasamos un puentecillo, saltando después adobes enormes y llegamos a los muros de la iglesia. Entonces la criada, una vieja negra, empezó a decir: –Dicen que en esta iglesia penan. Que por las mañanas, al rayar el alba, se ve, por las rendijas, salir un padre con su casulla y decir una misa, con un sacristán; y que los dos solos, recorren después la iglesia echando agua bendita, y se meten luego a la sacristía... –Calla, mujer –dijo mi padre–. No digas tonterías... –Sí, señor. Y por las tardes, a eso de las seis, se oye cantar muy bajito un coro, y suena tres veces una campana... Nos íbamos acercando a la iglesia. Toda estaba tapiada. En la puerta mayor cubierta con adobes quedaban aún algunos trozos de madera. Pequeños huecos por todas partes. Por las torres en escombros salían mechones de grama; acerquéme yo y observé por una rendija. Dentro no había nada. Los nichos de los altares sin santos, la nave terrosa, abandonada; algunos trozos de madera caídos y cubiertos de polvo, el altar mayor vacío, lleno de huecos y por las rendijas filtrábase la luz. Cruzó un murciélago de un rincón a otro, y al retirarme y seguir con los demás, algunos búhos que desde el techo nos miraban, volaron gritando. –Ya vamos a llegar –dijo mi padre–. Allí está el pepinal... En efecto, al frente se destacaba una choza; cercos verdes; una chacrita alegre. Los pepinos, con sus moradas hojas cubrían la extensión. Era necesario pasar un pequeño montículo, y lo ascendimos. Cansáronse todos un poco en la ascensión, y una vez arriba nos detuvimos para hacer un pequeño


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descanso. Allí al lado estaba la casa del chacarero bajo unos sauces, al pie corría una linda acequia bordeada de ajíes rojos y de margaritas olorosas. Ladró un perro, lo riñó un viejo labrador y dijo: –Buenas tardes nos dé Dios!... –Buenas tardes –contestó mi madre. Íbamos a descender. Isabel se detuvo de pronto, mirando fijamente el mar que se extendía muy lejos... –Pero mujer, alégrate un poco... Isabel miraba con los enormes ojos abiertos, más pálida aún, sin escuchar nada. Dio un grito extraño; temblaba, sobre el montículo. Se acercaron a ella: –¡Isabel! La mujer apretando fuertemente la mano de mi padre y señalando el mar gritó con un grito frío: –¡El buque negro! ¡Vean, vean!... Miramos todos. A lo lejos, en la bahía lejana se destacaba entre botecillos y balandras, la silueta de un barco, de tres palos... –¡El buque negro! –gritó desesperada Isabel, bajando como loca. Tomáronla en los brazos, y tomamos todos mientras mis padres y mis hermanos la conducían casi cargada camino de "La Playa". –Va a haber "paracas" –dijo mi padre. El viento empezó a azotar los árboles. Densos remolinos levantaban las hojas, a lo lejos. Oscurecióse un poco el cielo. Oímos ladrar lejanamente a los perros y seguimos de prisa, sin prorrumpir palabra. Todos estábamos pálidos. IV Caminamos mudos, sobre un sendero, nuestras pisadas producían un extraño sonido sobre las hojas secas que huían arrebatadas a nuestros pies, por el viento. Llegamos al puerto. Isabel, fija la vista en el mar, cogida del brazo de mi padre temblaba, castañeábanle los dientes y a cada instante repetía como poseída: –¡Más de prisa, más de prisa, allí está el buque negro; más de prisa por Dios!... Por fin, al llegar al puerto vimos algunas gentes que huían raudas de las "paracas", que desplegaba los vestidos y arrebataba los sombreros. Algunos niños corrían cogidos de las manos de sus padres. La paraca arreciaba. Cuando desembocamos en la plazoleta para llegar a la casa, el viento era tan fuerte que parecía detenernos. La plazuela pedregosa estaba abandonada. Habíamos dejado de ver el mar, y al llegar a la bocacalle de la cual volvía a verse, Isabel se puso de frente y dio un grito espantoso. –¡Se va, se va! ¡El buque negro se va...!


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¡Se iba! Lo vimos todos claramente. Una columna de humo se deshilachaba en el fondo ocre del cielo. Eran las seis. La paraca había calmado. Las piedras estaban todas amarillas y todo cubierto por el guano que la paraca traía de las islas lejanas. Todo estaba amarillo, amarillo. ¡Las casas, el cielo, el mar, la tierra! ¡Qué desolación infinita! El buque negro se fue. Borróse en el confín lejano. Cayó el sol rojo muy grande, sobre el mar. Desfallecida, casi insensible, hablando entrecortadamente, acostaron a Isabel, en casa. Y sobre aquel día extraño, cayó la noche negra y piadosa, mientras sobre el mar parpadeaban amarillentas luces, como fuegos fatuos, y en la orilla, las piedras, al golpe de las olas, producían un tosco ruido de huesos...


86 Antología de cuentos peruanos

COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cómo describe el escenario el autor? ¿En que lugar se lleva la historia? ¿Cuál es el nombre del protagonista? ¿Cuál era el nombre de la vecina del protagonista? ¿Como se llaman los hermanos del protagonista?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué el marido de la vecina lo dejo? ¿Qué habrá ocurrido con el vecino? ¿Por qué creían que fantasma del cura siempre aparecía? ¿Por qué la gente se refugió en sus casas cuando el buque negro apareció? ¿Adonde habrá partido el buque negro?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Crees es fantasmas? ¿Por que? ¿Alguna vez has vivido algo misterioso? Relata brevemente. ¿Cómo crees que se hubiera sentido la mujer cuando su marido desapareció? ¿Qué parte de la historia cambiarias y por que? ¿Qué opinas de la historia?


87 Antología de cuentos peruanos

LA VIRGEN DE CERA - ABRAHAM VALDELOMAR –El rey... – ¡Siempre cuentos reales!... –Los reyes son los espléndidos y los generosos. En sus cabezas triunfa el oro cincelado y en sus tronos ríen piedras de África. Ellos hacen magníficas nuestras narraciones. Tienen joyas, mujeres y esclavos. Favoritas del Cairo y lechos de mármol rosa. Ellos compran los cantos a los trovadores sentimentales y las graves máximas a los filósofos; la honorabilidad a los gentiles-hombres, la discreción a las damas y la fina condescendencia a los caballeros. ¡Hablemos de los reyes! Ellos hacen espléndidas nuestras narraciones y llenan de pompa nuestros pensamientos. ¡El oro y los reyes! ... La villa de la señorita Indrah estaba envuelta en una atmósfera de superstición. No había en la aldea quien hubiera atravesado las verjas de los jardines ni el misterio de los aposentos. Unos decían ver salir a la dueña, de noche, rodeada de enormes vampiros que la tenían esclava, y a los que alimentaba con su sangre. Otros decían que robaba los niños de las aldeas para beber su sangre fresca y otros decían verla huir de noche, hacia los bosques de las comarcas vecinas. Una vez corrió la voz en la aldea de que un peregrino que había llegado a las rejas del castillo vio llorando a la Indrah, tras de unos setos. Más tarde llegó a decirse que la enigmática señorita había salido de noche en procesión por las calles del pueblo; el miedo sobrecogió a los sencillos aldeanos, y, como nadie volvió a salir de noche, las procesiones se multiplicaron. Entonces principiaron las rogativas y las oraciones públicas. Se ofreció sacrificios de flores en los templos y se quemó cabellos de niños en los hogares; por fin, se guardó aves blancas en los sarcófagos y se pensó ofrecer en holocausto a la virgen más joven. A pesar de eso, un joven gañán, al volver una noche de la reja de su amada, tuvo que ocultarse presuroso. La procesión pasaba... – ¿Iba Indrah? –Iba entre un grupo de encorvados con aspecto de vampiros negros de los que sólo se veía los ojos. En el centro, casi muriente y apoyada en los brazos de uno de ellos, iba la virgen pálida de cera. Indrah tenía una transparencia opalina y ningún color profanaba la blancura de la joven. Los acompañantes con amplias capas obscuras rumiaban sordamente sonatas incomprensibles. Al día siguiente fue hallado el gañán, sin conocimiento y víctima de una crispación horrible. Murió describiendo entrecortadamente la procesión de Indrah. Entonces en la aldea, al miedo sucedió el espanto. Los hombres principiaron a preocuparse; los viejos caminaban taciturnos y encorvados como si pensaran en algo sombrío; las mujeres no asomaban por los jardines secos y muertos; los mancebos no iban al campo ya; y los niños, tristes y pálidos, se dormían en los rincones húmedos de sus covachas. Cada día aparecía un cadáver crispado y aquel pueblo tomó el aspecto de una ciudad muerta. Los viejos callaban siempre, no se amaban los jóvenes, los niños no reían y las mujeres eran víctimas de alucinaciones. Aquella raza comenzó a extinguirse...


88 Antología de cuentos peruanos

II – ¿Quién era Indrah?... –Nadie lo sabía. Un aventurero loco, un asesino original, un decepcionado o un ser extraordinario, fue a vivir en las rocas de un país del norte que da al mar y donde no sale el sol. Era el rey Míndor. Para llegar a su atalaya había que cruzar pampas donde el viento zumbaba siempre, un viento helado que desplegaba los vestidos y agrietaba los labios. En doce jornadas se llegaba al castillo de Míndor. El rey tenía vasallos que traían a los viajeros extraviados, quienes por la generosidad de Míndor, dormían en el castillo, después de ser invitados a cenas extraordinarias en las que los viajeros volvíanse locos de placer, que unos creen y atribuyen a bebidas excitantes. En ese estado de felicidad suprema los viajeros eran trasladados al jardín del castillo donde había el pozo circular con broqueles de ónice. El pozo tenía una escalinata de mármol como la entrada a un palacio subterráneo, que, al girar, arrojaba en sus profundidades al que pisaba la escalinata célebre. Allí se hacía llevar a los viajeros, ebrios de una felicidad suprema, quienes al caer en el pozo iban a mezclarse con los cadáveres de los desgraciados que les habían precedido en las cenas del castillo. Muchos hombres vivían aún, locos, entre ese pozo que era una boca del infierno. Una vez cada veinte jornadas, al ponerse el sol, se abrían las puertas enormes de ese pozo profundísimo y siniestro. El rey, acodado en el brocal con su copa de oro, miraba presa de un placer febril cuando las compuertas se abrían y se precipitaban las aguas, pujantes y enormes, y arremolinaban los escorzos humanos. Pronto el elemento salvaje llenaba todo el pozo y entonces se cerraban las compuertas y se dejaba salir el agua nuevamente. – ¿Pero Indrah? –Era la hija del rey. Una tarde los vasallos caballeros dibujaron sus siluetas en las pampas frías y obscuras de la comarca. Poco a poco se fueron precisando las formas y ya a los pies del castillo se vio llegar un nuevo peregrino, un joven rubio, de color encendido, con la tez seca y los labios rajados. Indrah sintió por él un sentimiento que no percibiera jamás por viajero alguno de los que venían de palacio para morir en el pozo. Sólo los veía durante los banquetes y las cenas que Míndor obsequiaba a sus víctimas. Esta vez, Indrah estaba enamorada. – ¿Asistió al banquete?... –Sí. Con sus ojos de tristeza, al mirar los agasajos sufría horriblemente. Al terminar la cena, cuando Nildo, así se llamaba el mancebo, fue feliz con los vinos dorados y bermejos, los pajes lo llevaron en una silla al jardinillo del pozo. Indrah, que había visto todo, siguió a su padre: – ¡Todavía no, padre! Míndor no contestó. Los pajes siguieron su camino entre los setos y ya en el broquel instalaron a Nildo, que no se daba cuenta de nada. Y el rey le refería: –¡Y os falta ver, mancebo rubio, mis palacios encantados. Vais a penetrar al reino más grande y más poderoso. Allí los jardines son eternos, los aromas suaves y enervantes y las mujeres hermosas y pródigas. El Sol de la mañana no se pone nunca, y los que han ido a mis reinos jamás han regresado... ¿Lo queréis ver?... –¡Sí, Magnífico! –¡Padre! -gritó Indrah en un arranque gutural y salvaje- ¡Padre, éste no!


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Nildo sin darse cuenta sonreía pensando en caricias mejores. Los lacayos le hicieron entrar al pozo por una de las escalinatas de mármol que cubrían el horrible secreto. Nildo avanzó tranquilo. –¡Padre!... La escala giró. El golpe del hombre sobre el agua produjo un chasquido que sonó lúgubremente en el pozo profundísimo. El rey aplicó el oído, mientras Indrah, alocada, se perdía a través de los setos del jardín. El rey miraba acodado en el broquel con una satisfacción inmensa. Veía, entre la obscuridad del pozo, cómo los hombres hambrientos le mordían los dedos a Nildo, y los otros, locos, reían de la fúnebre aventura, entre el lodo de aquel nido infernal. –¡Abrid las compuertas! -gritó Míndor- y las aguas enormes y salvajes se precipitaron, ahogando en sus remolinos gritos de dolor y de locura y crispamientos horribles. El pozo se llenó. –¡Cerrad!... ¡Cerrad más aprisa!... El agua comenzó a llegar a los bordes del broquel lejos de retirarse. El rey gritó más fuerte aún: –¡Cerrad, vasallos, cerrad más aprisa!... En el cuarto de las compuertas nadie respondía. El pozo principió a desbordarse loca y atropelladamente. Parecía que todo el mar se precipitaba furioso por ese vórtice gigantesco. En el fondo hubo un crujir de cadenas y desgarramientos formidables, tembló la tierra que pisaba el monarca y todo se perdió en el avasallador impulso de las olas. Una monstruosa invasión del mar se precipitó en el palacio, inundó los jardines reales vertiginosamente y en pocos momentos aquello era el dominio del mar, que después de profanar las galerías del rey y los salones de oro, invadió la comarca y siguió... siguió muchas jornadas. –¿Indrah? Loca y desesperadamente al ver caer a Nildo cogió las llaves de las compuertas, mató al viejo guardián y abrió para siempre las fauces del salvaje elemento. Luego, cuando su padre exclamó: –¡Cerrad, vasallos, cerrad aprisa las compuertas!, Indrah arrojó las enormes llaves al fondo del mar y huyó enseguida... Nadie sabe cuándo vino a vivir a la villa de aquel país, donde dicen los aldeanos que sale en las noches a buscar a Nildo. –¿Pero los encorvados?... –Peregrinos jóvenes que ella había salvado y que no la abandonaron nunca. En las noches de su paseo, la llevan entre ellos con gran solicitud, y después de pasear la ciudad volvían a la villa antes de salir el sol. III Y en el pueblo se morían las gentes víctimas de crispaciones horribles. Un día se reunió todo el pueblo y acordaron sorprender el palacio de Indrah. Se llamó a los labriegos de las comarcas vecinas y todos, a la hora del crepúsculo, se lanzaron al palacio armados de piedras, picas y azadones. Atropellaron viejos guardias y penetraron al gran salón obscuro donde creían encontrar a Indrah y a los vampiros. Los antiguos servidores de Indrah huyeron y al huir dejaron caer el cuerpo de la virgen sobre el que se precipitaron los aldeanos.


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–¿Era el cadáver de Indrah? –No. Era una suplantación hecha en cera. Indrah había muerto seguramente y aquellos hombres, en honor a ella, hiciéronla vivir en aquel bloc modelado, que, como a Indrah misma, sacaban de paseo todas las noches, a través de la aldea. –¿Cuando se hizo la suplantación?... –Nadie lo sabe aún, mas cuando se viaja por los países del norte, fríos, secos y llenos de atalayas, los viejos refieren esta leyenda de la virgen de cera y el rey Míndor. Da mucha melancolía viajar por los países del norte. Tienen leyendas muy tristes y -Europa no lo sabe- en las rocas abruptas y abandonadas, viven aún de esos reyes. Estás triste. ¡No siempre son bellos los cuentos reales!...


91 Antología de cuentos peruanos

COMPRENSION DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Dónde ocurre la historia? ¿Cómo describe a los reyes el autor? ¿Cómo se llama la señorita del cuento? ¿Cómo describen a la señorita de la historia? ¡como termina la historia?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué los pobladores tenían miedo de la señorita mencionada en la historia? ¿Qué podrían ser esos extraños personajes que acompañaban a la señorita? ¿Qué pudo haber ocurrido para que el joven gañan haya muerto? ¿Por qué se preguntaban que o quien podría ser la señorita? ¿Que pudo haber pasado en realidad con el rey Mindor?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Algunas vez has escuchado un relato similar? Relata brevemente. ¿En que lugares los cuentos como estos son más populares? ¿Qué te pareció la actitud de los pobladores en el cuento? ¿Qué hubieras hecho si fueras uno de los pobladores? ¿Crees que estos relatos sean reales o ficticios? ¿Por qué?


92 Antología de cuentos peruanos

EL TROMPO. JOSÈ DIEZ CANSECO

L

legó a ése lugar con mucha prisa, el ambiente era de penumbra pero con la certeza de quien sabe exactamente donde va y que busca; inmediatamente se puso a escavar con las uñas y al sentir que no avanzaba, buscó a tientas alrededor hallando una rama y rascó en circulo; sin percatarse del tiempo, solo se rindió cuando el cansancio hizo presa de él y quedó tirado junto a la pequeña poza que cavó. Mientras tanto, su pensamiento se remontó a aquél bello tiempo cuando la ilusión de niño le impulsa va a querer tener un trompo hecho de fabrica: bien pintadito con sus rayas de colores como el que le vio a su amigo moy; moy era el hijo único de la familia más rica del pequeño pueblo; siempre limpio y peinado y con huaraches. En cambio él, hijo de pobres, con su calzón corto hasta las rodillas y de tirantes cruzados que sujetaba en los hombros, con sus playeritas despintadas de viejas y descalzo; algún tiempo soñó con tener un par de huaraches, pero a fuerza de esperar, se conformó. Sin embargo el trompo lo tentó tanto que seria capaz de cualquier cosa con tal de tener uno igual entre sus manos. Los huaraches, concluyó, no le eran tan indispensables como creyó alguna vez porque muy poco entraba en el monte espeso a lugares espinosos y solo lo hacía cuando iba a buscar leña y sabía muy bien que había lugares con árboles de espinas, así que evitando esos lugares evitaba espinarse optando por las encimeras donde abundan ramas secas que caen con los vientos o rayos y en esos lugares hay también árboles de nanches que son de madera suave y que arde bien. Pero el trompo, si que era atractivo, no sabía como evitar pensar en él, desde que lo vio y moy le dijo que su papa se lo trajo del pueblo y que éste, presumido se lo mostro a todos sus compañeros en la escuela a la hora del recreo. Recordó aquél día en que distraído jugaba con unas compañeritas del 2º grado Cuando vio que los demás se arremolinaban en un extremo del patio de la escuela; se acercó presuroso y abriéndose paso entre Sus compañeros lo medio vio; era algo nunca visto y en uno de Los tiros fallidos de moy, el trompo llegó rodando hasta sus piecitos descalzos; lo tomó con sus ávidas manos y asombrados ojos; era hermoso, brilloso y resaltaba el color de la dura madera; en el borde torneado, destacaban dos rayas entre el borde y el clavo muy bien rebajado, una roja y otra verde y sobre el borde superior, donde se engancha la cuerda dos rayas, roja y azul: lo tuvo un ratito entre sus dedos y casi suspiró cuando hubo que regresárselo a su amiguito moy, que se le acercó sonriendo y le dijo: --¿te gusta? --¡si! Dijo él, es bonito. --me lo trajo mi papá ayer que fue al pueblo; así le decían al muNicipio, una pequeña ciudad que se encontraba como a 3 horas de camino, a pié. --dice que le costó un peso. Un peso, pensó él, mientras moy continuaba dándole de porra-zos al trompo; era muy malo para bailarlo y solo de vez en cuando le salían algunas tembelequeadas; él sí que era bueno; pues tallando sus propios trompos una vez hasta se había cortado pero de tanto ensayar y comparar sus trabajos con sus compañeros. Había hecho uno que después de enseñárselo a su papá y rogarle que le diera un clavo; logró que se lo diera y con José su hermano mayor, le cortaron la cabeza para poderlo introducir en la punta, pero esto solo después de que pusieron un alambre bajo el comal de su mamá


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mientras hacia el almuerzo; para quemar la punta del trompo y poder meter el clavo, sin que se rajara el trompo; no sin antes darse sus buenas quemadas y recibir los regaños de su buena pero enérgica mamá; era de palo de guayabo; ya había visto uno de esa madera y le gustó porque era muy resistente y zumba a la hora de lanzarlo y al bailar, lo quería para jugar sacando canicas de un circulo; donde los participantes ponían determinado numero de canicas cada uno y conforme las fueran sacando tirando uno a la vez, se iban adueñando de ellas; él, ensayaba con un trompo viejo de su hermano José, sacando nanches verdes de un circulo que dibujaba en el patio de su casa en las tardes; pero aunque le había quedado mas o menos chueco de la punta y tembelequeaba un poco no podía competir con él ya que el que tuviera un trompo que bailara y se lo pudiera llevar a la palma de la mano podía repetir hasta 3 veces el intento de sacar canicas, mientras no se le terminara la velocidad de rotación al trompo y si su trompo solo daba dos o tres vueltecitas no daría ni una tirada extra y solo se conformaría con lo que sacara del tiro y eso, si el circulo fuera pequeño y hubiera muchas canicas; cosas que nunca sucedían, porque si jugaban 3 y ponían de 3 o 4 canicas, quedaban muy espaciadas. Pero un peso, él solo había tenido un peso en sus manos y sin saberlo sino hasta después que lo gastó y eso fue el día de su cumpleaños casi un año antes y no era muy grato recordarlo porque el sentimiento de culpa que se causo no le dejaba sentirse muy bien delante de su mamá; y como olvidarlo, si aparte del mal sabor que le causaba su hecho; el buen sabor del refresco, las galletas y los dulces que se compró, jalaban en sentido contrario y que tuvo que tomárselo a escondidas para no darle a nadie ni a sus hermanitos más pequeños; como olvidarlo si además su mamá anduvo buscando el billete de a peso, que estaba segura lo había puesto en el mismo lugar de siempre; su canastita que pendía de una orqueta que salía del cerco de su cocina, justo arriba de su metate y al alcance de su mano. Ese día después de regresar del pozo, dejar su cántaro en el piso, se disponía a ir por 5 refrescos para acompañar la comida, se encontró con que no estaba el billete y solo había unas monedas de cambio. Él, era el intermedio de 5 hermanos y se daba cuenta que había hecho algo malo; julio el mayor iba llegando de dejarle el almuerzo a su papá que trabajaba en el campo como a una hora de camino... Dijo que no sabía nada de dinero. Su mamá sabia que José era incapaz de tomar algo así pero le preguntaría llegando; era el mas grande y responsable de sus hijos. Cuando le preguntó a él, sintió que descubriría el color rojo en su boca porque era el color de gaseosa que le gustaba y que aun eruptaba; presentía que vería su barriga demasiado inflada, por que cuando se encontraba en casa y no iba a la escuela; solo usaba su calzoncito de tirantes, sin playera y el exceso de agua y galletas, inflaban de más su ya abultada panza. Aunque había tenido cuidado de esconder la mitad de galletas y casi todos los dulces que no se terminó, en su escondite secreto; entre unas piedras en la parte mas alejada y poco visitada del corral, no pudiendo hacerlo con el refresco que se termino a fuerza para entregar el envase, terminando su maniobra justo antes de que su mamá volviera del pozo; a donde se libro de ir porque se escondió cuando su mamá le hablo a sus hermanitos y les dijo que cargaran el jabón y el estropajo, seña de que irían por agua;. Sabiendo la rutina de ella, calculó el tiempo ya que: llegaban, se bañaba ella, luego a cada uno de sus hermanos que casi siempre lloraban porque les echaba agua en la cabeza con una jicara y les tallaba muy duro con el estropajo y a veces ponía jabón en un puño de arena y les tallaba las rodillas y los Codos, que siempre estaban mas negros que el resto del cuerpo, tan pronto tomaron el camino del pozo; él, que ya sabia que con monedas y billetes se compraban cosas, quería comprobarlo; así que


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subió al metate, tomo el billete de la canasta y se fue a la tienda, donde le dieron el equivalente en: refresco, galletas y dulces. Le preguntó: --hijo, en ésta canastita dejé un billete de a peso, ¿no lo encontraste tirado por ahí ¿que se haya caído? --no mami, dijo él, con ese tonito de inocencia que le daba tan buen resultado y se chupó los labios que no quería delataran lo que se habían saboreado; se inquietó más cuando su madre le Volvió a preguntar. --¡que comiste! Como no esperaba esa pregunta; se sobresaltó un poco pero contestó casi de inmediato porque vio que unos puercos se peleaban por unas cáscaras de sandia cuando fue a esconder sus dulces; así que dijo: --sandia, con tía Lupe. Y dirigiéndose a su hermano mayor y a sus menores dijo: --¡ni modo!, pensaba comprar refrescos para ustedes en la comida que le hice a David por su cumpleaños, pero como se perdió el Peso haré agua con limones, ¡no habrá gaseosas! David, sintió un alivio y respiro tranquilo. Así pasó aquél incidente que hubiera tenido un gris desenlace De cumpleaños si lo hubieran descubierto: y es que su mamá en los cumpleaños de sus hermanos, siempre les mataba una gallina en honor del festejado. David, se removió en su lecho de tierra, del cansancio que sentía y siguió recordando... Había escuchado a unos de sus compañeros más grandes; del tercer año, que cuando necesitaban dinero para gastar en alguna fiesta iban a trabajar con un señor que sembraba milpa en la orilla del pueblo y que les pagaba según lo que hicieran y era época de limpia; y que daba zurcos de 10 y 20 centavos, decían que si iban temprano, cuando repicaban para entrar a la escuela ya habían terminado uno de 20 cvs. pensó que trabajando una semana lograría reunir un peso y le diría a su papa que la próxima vez que fuera al pueblo le trajera un trompo; se puso de acuerdo con uno de los que iban a trabajar al día siguiente y éste, lo Vio y le dijo. --pero si apenas vas en 1º. Además no aguantas ni el machete. --ya he ido a limpiar con mi papa cuando no hay clases y he sacado hasta dos zurcos de los largos. --bueno, vamos pues, pero hay que irnos cuando canta el gallo todavía oscurito. Esa tarde, busco su machetito, uno que casi había terminado su papá de tanto uso y que él usaba cuando iba a buscar leña; lo afilo, hasta que quedó brilloso de ambos lados, pero aunque a su modo, quedaba filoso.


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Al día siguiente, casi amaneciendo llegó cuando los que trabajaban ya iban algo encaminados; le dijo al dueño que iba a ganar él también; le señalo un zurco y le dijo. --te tocó ése corto, es de a 10 cvs. ¡orale! Sin titubear, empezó; pero a medio zurco se topó con un hormiguero que ya se había alborotado por el ruido de un peón que había pasado primero y raspo parte de su nido; de lo apurado que iba no se dio cuenta sino hasta que las hormigas ya le subían por las manos y los pies; se enderezo rápido olvidándose del machete y se hizo a un lado sacudiéndose las manos; cuando sintió que por dentro del pantalón otras ya le picaban, emitió un ¡ay! Y sus compañeros volvieron la vista al tiempo que risas burlonas Acompañaban el zapateo que David daba para quitarse a las hormigas que se ensañaban y aunque las mataba quedaban pegadas en su piel; rápidamente se quito la camisa y el pantalón ante el regocijo de sus compañeros y uno de ellos le dijo. --métete al rio. No espero dos veces la recomendación y bajo corriendo a un arroyo cercano tirándose de panza y tallándose el cuerpo con la arena del fondo; el arroyito solo cubría su cuerpo, pero fue suficiente para quitárselas de encima. Fue entonces cuando se apodero de él un sentimiento indefinible, de coraje y tristeza y lloro... Sentado en medio del arroyo; cuando se canso de llorar salió del agua, sacudió su ropa y se fue a su casa; su mamá preocupada ya lo esperaba asomándose de vez en cuando de su cocina esperando verlo llegar de algún lado. Llego lloroso y con las manos hinchadas por los piquetes de hormigas y los rasguños que se daba con coraje por la comezón; al verlo su madre, reprimió los regaños y hasta golpes que había imaginado darle cuando llegara y solo atinó a abrazarlo y consolarlo. Ya con calma le pregunto dónde había ido; David, le conto lo del trompo... Lo del trabajo... Lo de las hormigas y por poco vuelve a llorar, quizá como para ablandar el corazón de su madre y le comprara el trompo. Ése día no fue a la escuela y durante el recreo; uno de sus amigos le fue a entregar el machete que había dejado tirado, se lo dio a su mamá, así como 20cvs. Que el patrón le había mandado y diciéndole que volviera cuando quisiera o pudiera. En la noche que llegó su papá de trabajar; después de la cena fue informado del incidente por su mamá, recordándole además que la semana entrante, sería su cumpleaños. Él solo le dijo que el fin de semana iría al pueblo a un asunto y le compraría un regalo. Con los piquetes de hormigas y con algunas tiradas que moy le dejaba hacer con su trompo, era feliz y ya casi se le quitaba el deseo de un trompo así; pero el dia más feliz de su vida fue cuando en su cumpleaños, su mamá le dio un trompo nuevecito; como olvidarlo: hermoso, con su cuerda nueva, blanca y tan bonita que no quería usar para no ensuciarla ni rayar el trompo, dormía con el trompo en la cabecera, y a sus hermanos solo dejaba que lo agarraran y que lo enredaran pero no que lo lanzaran al piso; cuando el lo arrojaba; primero barría muy bien y a pesar que esa era su tarea: barrer el patio y darle de comer a los puercos y las gallinas, no lo hacia tan bien como ahora que Quitaba hasta la más pequeña piedrita que pudiera raspar el trompo; pero ése día en la mañana mientras le daba de comer a los puercos, sucedió... Estaba echándoles agua con masa y tortillas en su canoa cuando un puerco se dirigió hacia uno de sus hermanitos que observaba la faena; le olió el taco que estaba almorzando y quiso mordisquearlo, el niño asustado le tiro el taco y cayó hacia atrás; al ver esto, David corrió para asustarlo y ayudar a


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su hermanito que gritaba espantado, en esto; se le salió el trompo de la bolsa de su pantalón, donde no cabía muy bien y otro puerco lo tomo con el hocico y echo a correr hacia la falda del monte; al ver esto, se olvido de su hermanito quien ya era auxiliado por su mamá y fue tras el puerco que gruñendo se dirigió a un lodazal que se encontraba más abajo en un barranco, donde se bañaban. Los correteo a pedradas, para buscar su trompo a tientas, pero no lo encontró. Su mamá, después de consolar a su pequeño, lo siguió gritándole por su nombre; pero David, llorando a gritos ni la escuchó, su mamá lo oyó a él y se dirigió a consolarlo. --ay hijo, mira como estas, todo lleno de lodo; anda al rio, báñate y enjuaga tu ropa, para que almuerces y te vayas a la escuela luego buscamos el trompo. --todo lloroso, sentado viendo como se alejaba su mamá, volvió a darle vueltas al lodazal buscando con sus pies descalzos su hermoso trompo, que parecía tragado por el puerco o por el charco; más calmado al escuchar los gritos de su mamá, se dirigió con paso lento y cabizbajo hacia el arroyo que pasaba cerca de ahí; sin ganas ni de almorzar, mucho menos de ir a la escuela, nunca encontró su amado trompo... Sintió tristeza, mucha tristeza; pasaron muchos días, meses años; se vino a la ciudad, murieron sus padres, más tristezas... Oyó susurros lejanos... Como rezos, sollozos... Y la voz cariñosa de su madre que le llamaba con su dulce voz... --David, David. Hijo, mi hijito, ven... El camino está por acá, ven sigue la luz ya no necesitas nada más, déjalo todo y ven...


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿En que lugar ocurren los hechos de la historia? ¿Cuál es el objeto en la que se centra el cuento? ¿Cómo describe el juguete el autor? ¿Quién es el personaje principal? ¿Cómo se llaman los integrantes de la familia del protagonista?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué se sentía seguro en el juego el protagonista? ¿para que jugaban con esos juguetes? ¿Cuál creen que sea la razón del apodo del protagonista? ¿Cómo narra la vida del protagonista el autor? ¿Por qué abandona la mamá del protagonista a su familia?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Escribe tu opinión sobre el cuento? ¿Que te pareció la decisión que tomo la mama del protagonista? ¿Qué harías si te ocurre la misma desgracia que el protagonista? ¿Juzga la actitud del padre? ¿Qué mensaje deja esta historia? según tu opinión.


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"DUELO DE CABALLEROS" - CIRO ALEGRÍA

V

oy a contar una historia verdadera. Se trata de un singular duelo de caballeros cuyo interés principal reside en que los protagonistas fueron dos personajes del hampa de Lima, exactamente del barrio de Malambo. El nombre de resonancia africana abarca un dédalo de casas y callejones de adobe, colorido emporio del negrerío, del mulataje, de una más reciente cholada, de toda esa chocolateada mezcolanza racial ante la cual resalta la blancura de la minoría cuyos antepasados dieron nombre a la Ciudad de los Reyes. Otro elemento de interés en la historia es que tal duelo no se llevó a cabo según las puntillosas reglas del Marqués de Cabriñana. Fue a la criolla y usando el arma llamada chaveta, larga y delgada hoja de acero, filuda hasta poder afeitar, con la cual se dan tajos los pelanderos del pueblo costeño del Perú. Quizá tenga también interés anotar que mi información es de primera mano. La historia del duelo me la contó el sobreviviente, mientras ambos cumplíamos condena en la penitenciaría de Lima. ¿Será necesario aclarar que yo estaba preso por razones políticas? Fui sentenciado a diez años de presidio por tomar parte de la revolución de Trujillo, hecha en 1932. Cuanto vi, escuché y pasé en ese sombroso antro de altas paredes lisas y barrotes rechinantes, donde más de una vez, por esos radiosos milagros del alma humana, afloraba también luz, podría ser materia de una novela que acaso escriba con el tiempo. Por el momento, quiero contar la historia del original duelo que, pese a algunas de sus características arrabaleras, fue considerado por la Corte de Justicia de Lima como un duelo de caballeros. Para tan gallarda interpretación mediaron causas que ya aparecerán. Después de ingresar en la Penitenciaría, pasé por siete días reglamentarios de aislamiento y luego entré en contacto con una treintena de compañeros de lucha que me había precedido en la entrada, y los presos comunes. Los “políticos” no tardaron en señalarme a las notabilidades que había entre los “comunes”. Allí se encontraba Carita, mulato malambino de los que por su retadora condición de hombre de pelea, reciben el nombre de faites. Carita era más alto que bajo, de contextura recia; usaba zapatos de tacón alto, a la andaluza; llevaba arreglado el uniforme a rayas negras y grises según su medida; se ladeaba sobre la frente la visera ancha de una gorra de apache y los domingos hacía flotar en torno al cuello un pañuelo rojo. En su cara cetrina y alargada, un tanto caballuna, la boca prominente lucía una gran cicatriz; la nariz era ancha y de trazo enérgico; los ojos oscuros se movían ágiles, pero a ratos adquirían la fijeza de los de una fiera en acecho. Tenía modales sueltos que denotaban aplomo, respondía con una sobriedad no exenta de distinción a su prestigio legendario y miraba desdeñosamente a lo que podría llamarse el vulgo del delito. Por el tiempo en que lo conocí, allá en el año 32, Carita hacía gestiones para conseguir el indulto y ofrecía en cambio sus servicios de guardaespaldas a Sánchez Cerro, razón por la cual y muy a su manera, guardando todo el solapado oportunismo de un tipo de experiencia, trataba también con cierta indiferencia a los “políticos”, que estábamos allí por oponernos al régimen. En ese tiempo, cumplía una segunda condena a quince años de presidio por un crimen vulgar, pero la nombradía de bravura adquirida en el famoso duelo, le duraba todavía. De “puro macho” —así comentaban los otros presos— no comía con los demás, sino que en la mesa de los guardas, tal como suena. Iba a los talleres cuando le venía en gana y, en general, tenía hacia el trabajo esa actitud de desdén que es propia de los delincuentes de vuelo y de los aristócratas. De la Independencia para acá, éstos han ido


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arriando bandera y se han puesto a laborar. Los delincuentes, aquéllos de ley, la levantan en alto aún, y Carita hacía sólo a regañadientes las concesiones demandadas por la necesidad. Formaba de mala gana en las filas de presos, pero su latente indisciplina no llegaba a propasarse. Con los guardas se llevaba dentro de unas maneras en las que había agazapadas amenazas revestidas de dignidad. Ni autoridades ni presos tenían conflictos con él. Las primeras le respetaban los caprichos con los que afirmaba su espíritu individualista y rebelde, y los segundos a la vez lo admiraban y le temían, razón por la cual le prodigaban atenciones o lo eludían. Carita era todo un héroe de la prisión. Un día lo encontré en el despacho de recetas del hospital y le dije: —Mire, Carita. Cuando yo era repórtero del diario El Norte, de Trujillo, tropecé en la cárcel con un negro chavetero y ladrón apodado el Mono. Le hice un reportaje. Afirmó que él fue quién mató a Tirifilo, cuando la pelea estaba en las últimas pero indecisa, por salvarlo a usted… —Mentiras del Mono —replicó Carita, haciendo un gesto de desdén con la mano, y agregó—: Cierto que el Mono estaba en mi barra, pero ¿cómo se iba a meter si ahí estaba también la barra de Tirifilo? Eso dice el Mono por darse pisto, por vincularse de algún modo al asunto… ¡Negro atrevido! Cuando yo salga, le advertiré que diga la verdad… Carita me hizo varias preguntas y sonrió con satisfacción al confirmar yo su fama. Alentado por eso y mi condición de periodista, me dijo: —Sentémonos aquí y yo le contaré cómo fueron las cosas. No me gusta contárselas a todos, ¿me entiendes? ¡Qué va a hablarle uno a cualquier suche! Tomamos asiento en dos sillas que había por allí y Carita comenzó a hablar. Pese a su desdén por los suches, es decir, la gente de poca monta, siempre lo escucharon varios a los que seguramente consideraba así, o sea quien despachaba las recetas, un guarda y varios presos comunes que entraron por remedios y se fueron añadiendo al auditorio. Ya entusiasmado por el recuerdo de su hazaña, en pleno relato, Carita aceptaba la admirativa atención de los suches con ocasionales miradas de condescendencia. Su voz era gruesa y opaca, pero adquirió emocionadas modulaciones a medida que avanzaba narrando. Sus palabras y frases tenían color. En un momento se puso de pie y dio varios pasos, haciendo fintas, para reproducir los lances de la pelea. No recuerdo sus palabras exactas. Se nos confinaba desde las seis de la tarde a las seis de la mañana en una celda parecida a un nicho, cuyas paredes laterales uno podía tocar abriendo los brazos. Allí, mientras había luz, o sea hasta las nueve, me entretenía tomando notas de mis impresiones diarias y escribiendo cuanto se me ocurría. Una vez, con motivo de que a un compañero le encontraron una revista que contenía un artículo considerado “subversivo”, hicieron un registro de celdas “políticas” y se llevaron todos nuestros papeles. Las notas del relato de Carita estaban entre los míos. No sé a qué sabias conclusiones llegarían las autoridades después del concienzudo análisis que practicaron, pero a nadie le devolvieron una hoja. En muchos casos, los tales papeles eran simplemente esas cartas que vienen del mundo de afuera, con el mensaje de la familia, de la novia, de los amigos, y que para el preso constituyen un tesoro. Me procuré un grueso fajo de papel de estraza en la cocina, pero no pude reconstruir cuanto había apuntado y menos recrear (aquí no hay nada unamunesco) mi incipiente producción literaria. Con


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todo, a modo de revancha, prosé algunos nuevos versos libertarios que fueron bastante celebrados y, ganando la calle, adquirieron una apreciable popularidad. También compuse cuentos. Mi instinto de novelista me decía que lo memorable se quedaría en la memoria para después. Así, narro la historia del famoso duelo de Carita y Tirifilo sin más auxilio que el de la memoria. Si hay fallas, que me disculpen los años trascurridos. En el barrio de Malambo, antes del año 20, era lo que se llama el taita un negro apodado Tirifilo. Sería exagerado decir que tal sujeto no tenía oficio ni beneficio. De oficio era ladrón y como beneficio, por cierto exclusivamente personal, tenía el de manejar la chaveta como nadie. Fuera de contar con un corazón bien puesto, lo ayudaban sus condiciones físicas. Tirifilo levantaba una larga estatura, según la fama de cerca de dos metros. Esto más que fama resultaba leyenda para muchos, pero en todo caso era muy alto y flaco, de una agilidad de puma, a todo lo cual se agregaba que sus brazos extraordinariamente largos, armado de chaveta el uno, el otro sirviéndole de defensa mediante la manta arrollada, no dejaban pasar los tiros del rival y en cambio lo alcanzaban con una facilidad extrema. Todo ello hizo que Tirifilo fuera el indiscutible mandamás del hampa negra y mulata de Malambo, durante un número de años que ya nadie se encargaba de contar. Los más valientes y diestros chaveteros le huían. Pero el poder es perecedero y la vida, huidiza. Más si dependen del filo de la chaveta. Tomaba vuelo entre los chaveteros de Malambo un mozo al que habían apodado Carita por la acusada expresión jovial que tenía su faz en aquellos años. No pasaba mucho más allá de los veintiuno y ya había puesto fuera de combate, con los puños o por medio de la hoja filuda, a cuantos se le enfrentaron. Era además medio guitarrista y cantor, cliente distinguido de los burdeles baratos, bueno para el trago y amigo de sus amigos. Las nuevas promociones de faites, los negros y mulatos jóvenes eran partidarios de Carita por esa solidaridad que hay entre los miembros de la misma generación y sus colindantes y también porque es un natural impulso de la juventud perseguir la renovación del liderazgo, aun en el mundo llamado bajo. Mientras tiraban los dados y bebían pisco en las penumbrosas cantinas de Malambo, aseguraban que Carita era muy capaz de hacerle pelea a Tirifilo, aunque pocos osaban afirmar que lo derrotaría. El poderoso amenazado, por su parte, no tomaba en cuenta las habladurías. Tirifilo trataba a Carita con la natural superioridad que va del maestro al discípulo, aunque la verdad era que a usar la chaveta no le había enseñado. Ni siquiera lo había visto pelear. Lo que sí quiso enseñarle fue el arte de robar y meterse en contrabandos y malas aventuras, por todo lo cual andaba siempre buscando al mozo, quien con su madre ocupaba dos cuartos en un callejón del barrio. La señora, madre al fin, mostraba cierta resistencia a que su hijo entrara en colaboración estrecha con un tipo tan notorio, imaginando naturalmente que no tardaría en mezclarlo en un lío de gran clase malambina. Su actitud evasiva y poco amistosa traía molesto a Tirifilo. Y sucedió que una mañana, en circunstancias en que el taita hacía planes para practicar un robo de importancia, llegó al callejón en busca de Carita. Éste no se encontraba en casa y así se lo dijo la señora con la frialdad que el otro ya conocía. Tirifilo tronó afirmando que ella “lo negaba” para impedir que se juntara con él y le espetó, intercalando entre frase y frase el más selecto conjunto del repertorio de injurias arrabalero:


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—¡Vieja!... ¡Quieres tener al hijo metido entre las polleras!... ¡Déjalo que salga y se haga hombre!... El vecindario se revolvió al oír los gritos. Las puertas del callejón enracimaron cabezas aguaitadotas. Corrían voces diciendo: —¡Es Tirifilo! ¡Es Tirifilo! Era como si un hálito de malos presagios cruzara por el aire. Tirifilo siguió gritando para que lo oyeran todos, inclusive Carita, a quien suponía oculto en el otro cuarto: —¡Lo vas a hacer un flojo, un cobarde, si es que ya no lo es!... ¡Sácatelo de entre las polleras, vieja!... ¡Que salga ese cobarde!... Carita carecía del don de la ubicuidad y naturalmente no salió. Se fue puertas adentro, entre sollozos, la pobre negra defendelona y Tirifilo optó también por marcharse, escupiendo desprecio y amenazas frente al pobrerío amedrentado. Al poco rato apareció Carita y encontró a su madre llorando. Ella no le quiso revelar nada de lo que había pasado y Carita salió a informarse entre los vecinos. Cuando supo lo ocurrido, se le enrojecieron los ojos y enmudeció, adquiriendo la torva resolución de una fiera herida. De ahí no más se fue a la calle, a fin de que “la vieja” no supiera lo que iba a hacer, y buscó a dos miembros de su barra para que fueran testigos del reto. En compañía de dos negros, uno de los cuales era el Mono, llegó a casa de Tirifilo. Éste se encontraba sentado junto a la puerta, todavía con señas de mal humor. —¡Negro liso! —le gritó Carita, intercalando con exacta propiedad otro selecto conjunto de injurias del susodicho repertorio—. ¿Por qué te has atrevido a insultar a mi madre? Me la vas a pagar… —¿Qué? —gruñó Tirifilo con una desdeñosa incredulidad—. Lo que he dicho, ahí se queda… —¿Se queda? —retrucó Carita—. Vas a ver que pa un hombre hay otro, negro abusivo… Te reto a pelear esta noche, cuando salga la luna, en el Jato del Tajamar… ¡Uno de los dos se quedará ahí!... Tirifilo miró a Carita, midiéndole despectivamente, y respondió: —Ahí estaré… La noticia del próximo duelo corrió sigilosamente de calle en calle, de casa en casa, de callejón en callejón, de cuartucho en cuartucho, convocando lo más granado del hampa de Malambo. Cada bando reclutó una barra de unos veinte chaveteros escogidos. Y ya no se hizo nada más, salvo que los contrincantes afilaron bien sus mejores chavetas y todos esperaron. Llegó la noche a Malambo. La luna debía surgir tarde. A eso de las dos salieron Carita, el Mono y otro más, rumbo a las afueras del barrio y por las callejas soledosas, brotando de la oscuridad de los callejones; llamándose y


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respondiendo con rápidos y peculiares silbidos, avanzaron también los miembros de las barras. Carita y sus acompañantes, todos los cuales se le juntaron en un lugar convenido, fueron los primeros en llegar al Jato de Tajamar, sitio llano, cubierto de basura y latas viejas. Pese a la oscuridad, unos cuantos limpiaron un ancho espacio, librándolo de latas y lo que pudiera servir para tropezar. A poco, llegaron varios del bando de Tirifilo y revisaron el trabajo hecho, ampliando todavía más el espacio sin obstáculos. Corrió un rumor entre las barras cuando Tirifilo arribó, seguido de algunos más, delineando su alta silueta entre las sombras. Al ser rodeado por toda su gente, dijo algo hablando sobre las cabezas. De nuevo, ya no quedaba sino esperar. Los duelistas y sus barras sentáronse en fila, a un lado y otro del espacio señalado. Sus rostros y vestidos oscuros, apenas se veían en la sombra. Sí fulgía la luz de los cigarrillos. Y hablaban una que otra vez, en voz baja, como se habla siempre en tales horas, que son de un anticipado respeto a la muerte. No lejos pasaba el silencioso Rimac, que separa a Lima de Malambo. El barrio negro se aplastaba a un lado, chato bajo la noche, entre un débil reflejo de luces rojizas. Al otro lado del río, la ciudad alzaba hacia el cielo un pálido resplandor. Pero la sombra del Jato del Tajamar envolvía a los duelistas y sus barras y había que seguir en espera de la luna. La espera se hacía tensa. En el silencio de la noche, no se oía ya ni una palabra. Algunos masticaban coca, la hoja india que amansa los nervios. La luz de los cigarrillos continuaba brillando. Cuando el reloj de la catedral marcó las tres y media, comenzó a surgir la luna. Hubo que esperar un rato más, hasta que saliera de una espesa mancha de nubes. Carita bebió medio vaso de pisco mezclado con tabaco. Tirifilo hizo otro tanto. Una voz surgió desde la barra de éste, diciendo: —Vamos. La luz de la luna había llegado al Jato del Tajamar. Los contendores, seguidos de dos ayudantes, avanzaron a paso lento, en mangas de camisa, hacia el centro del campo. Detuviéronse a corta distancia uno del otro y lentamente, casi ritualmente, envolvieron una manta en el antebrazo izquierdo. Debía quedar bien ceñida, como una paca de chafar puntazos. Con la diestra empuñaron la chaveta. Las hojas de acero y los ojos buidos refulgieron a la luz de la luna. —¡Ya!... ¡Déjenlos solos! —gritó alguien. Los ayudantes se apartaron. Tirifilo y Carita se quedaron solos y frente a frente, como dos hitos. La muerte parecía estar entre ellos, reclamando otra calavera. Eran muy pocos los que pensaban que no sería la de Carita. Pero todos admiraban al mozo, por atreverse a hacer lo que nadie. El negro Tirifilo, el as de la chaveta, estaba allí ante un contendor al que aventajaba claramente en estatura y largo de brazos. Además, doblaba en edad al novato, y nadie consideraba la pérdida del vigor, sino una mayor experiencia


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decisiva. A Carita no parecía quedarle otra cosa que morir, salvo que Tirifilo, después de cortarlo a su gusto por vía de distracción y ejemplo, le perdonara la vida. En realidad, esto es lo que pensaba hacer Tirifilo; ya así se lo había confiado a dos de sus íntimos, como se supo después. A última hora había dudado de que Carita aceptara el perdón, recordando la forma resuelta en que lo retó. El combate diría… Tirifilo inició la pelea dando un salto hacia atrás y poniéndose en guardia. Agazapado para hurtar el vientre a los puntazos, los hombros inclinados hacia delante, el enorme brazo izquierdo arqueando el antebrazo protector, con la chaveta en la diestra, jugándola a golpe de muñeca, parecía un gigantesco puma de zarpas prontas. Y más lo pareció cuando, una vez que Carita entró en guardia, se puso a dar agilísimos saltos en redondo, como si quisiera aturdirlo, caerle por sorpresa, burlarse de él o todo junto. Carita, dándole la cara siempre, lo medía y aguardaba sin moverse casi del sitio en que se plantó al comenzar. —¡Entra, hijo de puta! —gritó Tirifilo. Carita continuó en su sitio, sin mostrar intenciones de atacar. Que no era cobarde lo probaba el hecho mismo de encontrarse allí. Él sabría lo que iba a hacer. Para Tirifilo, entre tanto, la tarea de darle vueltas a saltos había pasado a ser incómoda. No podía estarse así todo el tiempo. Se decidió a atacar dando un formidable salto hacia delante, como para cortar a Carita en el hombro, pero éste se hizo a un lado a su vez, con otro salto muy liviano, y dejó pasar al gigantesco puma limpiamente. —¡Así! —gritaron en la barra del mozo. Tirifilo volviose con rapidez y repitió el ataque, esta vez al rostro, y Carita lo eludió con un salto hacia atrás, perdiéndose el chavetazo en el aire. Tirifilo repitió su reto: —¡Entra, carajo! Carita no atacó. Estaba visto que se guardaba. El maestro de siempre comenzó a sospechar que tenía un rival de vuelo. Volvió a la carga una y otra vez, y una y otra vez fue eludido. Si bien Tirifilo aventajaba a Carita en estatura, no le llevaba nada en astucia. El muchacho había resuelto pelearle de lejos. Tirifilo alcanzó luego a clavarle varios puntazos en la manta arrollada. Mientras más se esforzaba, menos parecía lograr. Carita comenzó a tantearlo. Confiado en el largo de sus brazos, Tirifilo se descuidaba un tanto después de saltar hacia adelante. En una de esas, Carita contraatacó logrando cortarle el brazo izquierdo, cerca del hombro. La primera sangre, sangre de Tirifilo, comenzó a chorrear. Algunas gotas brillaron en el suelo. Las barras, cada una por razón contraria, miraban la sangre con sorpresa. Tirifilo se enfureció, lanzando más injurias que ataques. Carita se le escapaba con una agilidad felina. Luego, Tirifilo calló. Los contrincantes comenzaron a jadear. El resuello de Tirifilo era violento. Producía un ruido ronco y agudo. Por poco rugía. Carita logró darle otro tajo en el antebrazo derecho, devolviéndole un chavetazo que falló. Las barras aullaron. Sólo la luna lucía impasible. Tirifilo trató de serenarse y de tomar las cosas verdaderamente en serio. Estaba visto que ya no podría lucirse cortando a su placer a Carita y menos perdonándole. Jugó los brazos simulando contradictorios ataques y luego entró a fondo, logrando cortar a Carita en la boca. —¡Ése es tajo que vale! —gritó uno de la barra adicta al maestro. Y agregó más fuerte—: ¡Ríndete,


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Carita! ¡Te va a matar! Carita comenzó a beber su propia sangre, que del labio superior partido le chorreaba a la boca. El sabor de su sangre lo enfureció más, aturdiéndolo un poco, circunstancia que aprovechó Tirifilo para lanzarle nuevos chavetazos que lo hirieron en los hombros. —¡Ríndete, Carita! —conminó de nuevo la voz. La respuesta fue agacharse, saltar a un lado y otro, desviar la diestra armada de Tirifilo entrando de costado y darle un formidable puntazo en el rostro. Carita sintió el hueso del pómulo. Tirifilo rugió de dolor y las barras se excitaron a tal punto que alguien demandó calma a gritos. El novato volvió al ataque pero el maestro, ya prevenido, lo paró en seco. Carita sintió que le desgarraba la camisa, a la altura del pecho. La chaveta cruzó de costado. Un poco más y lo habría muerto. Carita se puso a dar saltos en torno a su enemigo, rehuyendo un entrevero. Trataba, mientras tanto, de pensar con claridad. La intimación al rendimiento le pareció un indicio de que la pelea estaba indecisa. Si bien la segunda vez lo había indignado, atacando como lo hizo, ahora veía que si continuaba entrando, Tirifilo acabaría por ganarle a pura dimensión de brazo, encajándole un chavetazo mortal. Entonces, debía volver a su táctica de pelearle de lejos, haciéndole el mayor número de tajos, cansándolo y desangrándolo hasta debilitarlo en tal forma que la tarea de rematar sería cuestión de tiempo. Tirifilo, con toda su experiencia de luchador, entendió bien lo que Carita se proponía. Desde el principio, trató de indignarlo para que entrara. Luego vio que no le hizo caso, pero más tarde se arrebató en forma que podía aprovechar. Ahora, que Carita volvía a escurrírsele, entendió que llevaba las de perder si no terminaba pronto con el “vivo” y se lanzó al ataque. Lo perseguía de un lado a otro del campo, hasta tropezar con los miembros de las barras o alguna lata vieja. Carita retrocedía a saltos, lo esquivaba, no sin lanzarle un chavetazo alguna vez. Los brazos de Tirifilo se iban llenando de heridas. Y parecía que Carita siempre le iba a quedar lejos. —¡No corras, hijo de puta! —gritó Tirifilo. En su voz había un acento de contenida desesperación. Le daba rabia no poder acabar con ese rival novato, de sorprendente agilidad, que no sólo iba a dar al traste con su prestigio de chavetero sino que le podía quitar la vida. Habiendo abandonado la idea de lucirse con él y perdonarlo hacía mucho rato, resultaba que ahora tampoco podía matarlo. El gigantesco puma bufaba lanzando chavetazos de frente y de costado, sin lograr herir a Carita. Había sangre en los aceros y en los cuerpos, pero la sangre de Tirifilo corría más. En un momento en que éste se tiró a fondo como para atravesar a Carita, fue esquivado en forma tal, que la chaveta del muchacho, quien hizo un quite agachado y lanzóse hacia delante, le partió un muslo. Tirifilo volvióse rápido para encontrar que Carita le pasaba por un lado, cortándole el molledo del brazo izquierdo. El maestro se detuvo, como si para él todo eso constituyera el colmo de la sorpresa. Luego reinició la terca persecución, resollando angustiadamente. Comenzaba a clarear el día. Carita vio la congestionada faz de Tirifilo. De los ojos rabiosos salían lágrimas que dejaban un trazo brillante en una mejilla. En la otra, mal herida, las lágrimas se


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confundían con la sangre. Carita vio también que en esos ojos estaba grabada la muerte, a fuego de odio y orgullo. Querían la muerte para Carita o Tirifilo mismo, pero nada menos. Las barras se habían callado. El final ya parecía anunciarse, pero la derrota de Tirifilo se tenía aún por cosa increíble. Muchos esperaban que acertara haciendo un último esfuerzo. De algo habrían de servirle su gran valor, sus brazos larguísimos, su experiencia de años. Acaso terminaría por matar a Carita, pese a las malas condiciones en que estaba. Se había desangrado mucho, pero ninguna de sus heridas parecía mortal. La cuestión consistía en que resistiera. Aún podría atacar… Es lo que trató de hacer Tirifilo. Pero no pudo persistir en el esfuerzo. Dio visibles muestras de debilidad. Sus saltos eran menos ágiles. El brazo de la manta aflojó mucho. Se hubiera dicho que perdía la guardia. El otro, se movía con poca agilidad al lanzar los chavetazos. Confundido ya, insultó de nuevo a Carita, a la loca, como se vio luego: —Entra, hijo de puta. Carita saltó de un lado a otro, confundiendo más a su rival y midiendo la situación. De repente entró a fondo. Con el antebrazo enmantado, hizo a un lado el arma de Tirifilo y como la defensa de éste era floja, le clavó la chaveta en el pecho, empujándola con la palma de la mano ahuecada y sacándola luego inmediatamente, de modo que todo aquello pareció suerte de torería. Tirifilo derrumbose largo a largo y murió dando un rápido estertor. Viendo las camisas blancas enrojecidas a trechos, uno comentó: —Se han pintao la bandera peruana. Carita se marchó hacia Malambo solo, la manta ensangrentada en una mano, la chaveta en la otra. Llegando al poblado, echó a andar por media calle, el paso vacilante, por poco sin fuerzas. Cuando pasaba frente a la casa de Tirifilo, encontró a la mujer de éste, esperando a su marido en la puerta. Díjole entonces: —Anda, recoge a tu negro, que no se levantará más… Calle adelante, tropezó con dos policías. Pese a que caminaba con dificultad, llevaba en el rostro tal expresión de fiereza, y todo su continente rezumaba tanta disposición de lucha, así con la manta chorreando sangre y la chaveta lista, que los policías lo dejaron pasar, limitándose a seguirlo. Carita llegó por fin a la puerta de una botica, donde se desplomó gritando: —Cúrenme. La noticia fue recibida con incredulidad por los cronistas policiales. ¿Muerto a chaveta Tirifilo, el as de Malambo? Luego que la confirmaron viendo el cadáver en la morgue y entrevistando a Carita en el hospital, los diarios lucieron crónicas y reportajes a grandes titulares, durante muchos días. El alma del pueblo vibró. Carita tenía en su favor, más allá de toda consideración de valor y victoria sobre el temible Tirifilo, el hecho de haber defendido a su madre. Valses criollos y marineras cantaron la hazaña. Un nuevo héroe popular había surgido. A la larga fue envuelto en una aureola de leyenda.


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Cuando la Corte de Justicia vio el caso, Carita tenía ganada su causa en la opinión. Los magistrados consideraron la reyerta entre un negro y un mulato de Malambo como una clara cuestión de honor, un duelo de caballeros, y dictaron la sentencia correspondiente: tres años de prisión. Los negros y mulatos de Malambo, de ordinario arrogantes, abombaron un tanto más el pecho al pasar por las calles de la Ciudad de los Reyes.


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COMPRENSION DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Dónde se lleva a cabo la historia? ¿Quién es el personaje principal? ¿Quién inspiro al autor en escribir esta historia? ¿En que circunstancias fue escrita esta historia? ¿Cómo describe el autor al protagonista de la historia?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cuáles fueron las razones del encarcelamiento del autor? ¿Cuál crees que haya sido la inspiración para escribir estando en momentos tan difíciles? ¿Cómo crees que era la condición emocional del personaje de quien se habla en la historia? ¿Cuál crees que seria la razón del enfrentamiento entre el protagonista y el tirifilo? ¿Bajo que cargos fue encarcelado el héroe de la historia?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Alguna vez te has envuelto en una pelea? ¿Cual fue la razón? ¿Cuál es tu opinión con respecto al encarcelamiento político? ¿Aceptarías un duelo por una cuestión de honor? ¿Por qué? ¿Cuál es tu apreciación ahora que leíste la historia? ¿En tu opinión cual seria el mensaje que da el autor?


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EL PUTUTO - EMILIO ROMERO

E

l sol parecía incendiar la pampa. Una vaporación lenta y voluptuosa se desprendía de las charcas hechas por la lluvia donde un centenar de ranas decíanse su estribillo desgarrador y átono. Sobre la moya de un verde exorbitante y abundoso, rumoreaba un rebaño de ovejas blancas como el rebaño de nubes que vagaba en el cielo. Lejos, indiferente y hermosa, una imilla como una figurilla de barro cocido, decoraba el paisaje. Tenía el chullo de lana sobre la cabeza y cayendo en dos alas espesas sobre la espalda. Su viejo chaquetín estaba deshilachado a la altura de sus senos tan erectos, tan durillos, tan morenos, tan increíbles. Luego una faldilla carmesí y la huaraca liada en la cintura. Dando una vuelta sobre los talones se habría visto el horizonte cercado de inmensos cerros policromados. Allá había un grupo de casuchas blanquecinas, edificadas sobre las peñas como Nacimientos. En otro, los quinuales maduros eran una pincelada bruno-rojiza, los cebadales amarilleaban con reflejos de oro. Y más lejos, el fecundo papal que crecía verdoso en los negros surcos de la Tierra, floreaba jovialmente bajo un sol maravilloso. De repente el silencio solemne de la pampa fue escarnecido con un relincho agudo y prolongado. Y por el camino que culebreaba en los pajonales, aparecieron galopando cuatro jinetes. El señor traía un enorme poncho de vicuña y guarapón de hilo. Por tras él estaban en unos caballejos castaños, lanosos y trotones, tres indios con las piernas cubiertas de gruesas ccarabotas. La imilla entonces atendió al rebaño y desliando la huaraca la hizo silbar dándola cien vueltas en círculo con el brazo en alto. Las ovejas se inquietaron. Llegados que fueron, el señor desmontó y los indios también. —A ver el recuento… Al rugido del señor uno de los indios, el más andrajoso, ordenó a la imilla conducir el rebaño a un cercado próximo. Todos caminaban en silencio y en la cara del indio andrajoso que era llamado Domingo, había un desganador gesto de tristeza. La imilla parecía no comprender nada. Comenzaron el recuento. Las maltonas, los anejos, las madres, las urhuas, salían por un estrecho hueco del cercado, oprimiéndose unas a otras, saltando y estrechándose con angustia hasta balar de dolor. Los indios los arreaban dentro del cerco, hacia el hueco, y los otros por fuera con el ojo vivo sobre el portín contaban los ganados que al ver otra vez la pampa inmensa brincaban gozosos… —¿Qué has hecho de tres anejos, Domingo? —Tata, se han muerto… —¡Han muerto! Esta es la respuesta de siempre, ¡indios ladrones! ¡Ya no hay paciencia, caray! A ver mándate cambiar hoy mismo, indio canalla… —Tatay… —A ver Pascual, toma este cargo desde hoy… Domingo guardó silencio un momento y después con el acento aún más lleno de amargura, llamó: —¡Imilla!.. ¡Imilla!.. La imilla que se había alejado otra vez con el rebaño, al oír la llamada de su padre acudió corriendo. —Jaku… —Tata. —¡Vamos, te digo!.. La imilla bajó la cabeza, mientras tanto, el señor partía con los demás al galope. Cuando la imilla vio a Pascuala tirar piedras al rebaño para llevárselo a su cabaña, sintió que el sol tan quemante le achicharraba el corazón. Preguntó tristemente: —Tata, ¿nos han quitado el rebaño?..


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El indio no respondió, pero tenía en sus labios una maldición. Después dijo: No haz de llorar imilla. No se llora al Sol… Y corrieron por la pampa. Caminaron en el día y de repente llegó la noche. Estaban al pie de un inmenso cerro peñascoso. Subieron oteando la atmósfera como pumas furiosos. Cuando llegaron a un lugar elevado, Domingo sacó debajo del poncho un cuerno de vaca con la punta cortada y dijo: —Imilla, ahora puedes llorar… Pero el pututo con ese ¡hu!, ¡húúú!, tan amargo, tan lúgubre, tan vengativo, lloró desesperadamente en la noche, y la imilla también lloró…


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Quién es el personaje de la historia? ¿En que lugar se lleva acabo la historia? ¿Cómo describe el paisaje el autor? ¿Cómo describe a la muchacha de la historia el autor? ¿Al final que instrumento sonó esa noche?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿En que consistía el trabajo de la muchacha de la historia? ¿Para que se sacaba a pasear al rebaño? ¿Con que propósito les quitaron el rebaño? ¿Por qué el padre de la muchacha dijo que debe llorar al sol? ¿Qué hubiera pasado la muchacha no regresaba con el rebaño?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Algunas has cuidado de un rebaño? ¿Qué parte del relato te agrado más? ¿Por qué? ¿Juzga la actitud del señor en la historia? ¿Como te sentirías si te arrebataran algo que tanto quieres? ¿Cuál es el mensaje que trata de dejar el autor?


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MÁS ALLÁ DE LA VIDA Y DE LA MUERTE – CESAR VALLEJO

J

arales estadizos de julio. Viento amarrado a cada peciolo, manco del mucho grano que en él gravita. Lujuria muerta sobre lomas onfalóideas de la sierra estival. Espera. No ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño!

Por allí mi caballo avanzaba. A los once años de ausencia, acercábame por fin aquel día a Santiago, mi aldea natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero de mi ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las mismas riendas asidas, por las orejas atentas del cuadrúpedo y volviendo por el golpeteo de los cascos que fingían danzar en el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la ruta y lo desconocido, lloraba por mi madre que, muerta dos años antes, ya no habría de aguardar ahora el retorno del hijo descarriado y andariego. La comarca entera, el tiempo bueno, el color de cosechas de la tarde limón, todo comenzaba a agitarme en nostálgicos éxtasis filiales. Casi podían ajárseme los labios para hozar el pezón eviterno, siempre lácteo de la madre; sí, siempre lácteo, hasta más allá de la muerte. Con ella había pasado seguramente por allí de niño. Sí. En efecto. Pero no. No fue conmigo que ella viajó por esos campos. Yo era entonces muy pequeño. Fue con mi padre. ¡Cuántos años haría de ello! Ufff… También fue en julio, cerca de la fiesta de Santiago. Padre y madre iban en sus cabalgaduras; él, adelante. El camino real. De repente, mi padre que acababa de esquivar un choque con repentino maguey de un meandro: —¡Señora!.. ¡Cuidado!.. Y mi madre ya no tuvo tiempo, y fue lanzada ¡ay! del arzón a las piedras del sendero. Tornáronla en camilla al pueblo. Yo lloraba mucho por mi madre, y no me decían qué la había pasado. Sanó. La noche del alba de la fiesta, ella estaba ya alegre y reía. No estaba ya en cama, y todo era muy bonito. Yo tampoco lloraba ya por mi madre. Pero ahora lloraba más, recordándola así, enferma, postrada, cuando me quería más y me hacía más cariño y también me daba más bizcochos de bajo de sus almohadones y del cajón del velador. Ahora lloraba más, acercándome a Santiago, donde ya sólo la hallaría muerta, sepulta bajo las mostazas maduras y rumorosas de un pobre cementerio. Mi madre había fallecido hacía, a la sazón, dos años. La primera noticia de su muerte recibíla en Lima, donde supe también que papá y mis hermanos habían emprendido viaje a una hacienda lejana, de propiedad de un tío nuestro, a efecto de atenuar en lo posible el dolor por tan horrible pérdida. El fundo se hallaba en remotísima región de la montaña, al otro lado del río Marañón. De Santiago pasaría yo hacia allá, devorando inacabables senderos de escarpadas punas y de selvas ardientes y desconocidas. Mi animal resopló de pronto. Cabillo molido vino en abundancia sobre ligero vientecillo, cegándome casi. Una parva de cebada, Y después, Santiago, en su escabrosa meseta, con sus tejados retintos al sol ya horizontal. Y todavía, hacia el lado de oriente, sobre la linde de un promontorio amarillo brasil, se veía el panteón, retallado a esa hora por la sexta tintura del ocaso. A la aldea llegué con la noche. Doblé la última esquina, y, al entrar a la calle en que estaba mi casa, alcancé a ver a una persona sentada en el poyo de la puerta. Estaba sola. Muy sola. Tanto, que, ahogando el duelo místico de mi alma, me dio miedo. También sería por la paz casi inerte con que,


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engomada por la media fuerza de la penumbra, adosábase su silueta al encalado paramento del muro. Particular revuelo de nervios secó mis lagrimales. Avancé. Saltó del poyo mi hermano mayor, Ángel, y recibióme entre sus brazos. Pocos días hacía que había venido de la hacienda, por causa de negocios. Aquella noche, luego de una mesa frugal, hicimos vela hasta el alba. Visité las habitaciones, corredores y cuadras de la casa. Ángel, aun cuando hacía visibles esfuerzos para desviar este afán mío por recorrer el amado y viejo caserón, parecía también gustar de semejante suplicio de quien va por los dominios alucinantes del pasado más puro e irremediable de la vida. Por sus pocos días de tránsito en Santiago, Ángel habitaba ahora solo en casa, donde, según él, todo estaba tal como quedara a la muerte de mamá. Referíame también cómo fueron los días de salud que precedieron a la mortal dolencia y cómo su agonía. — ¡Ah, esta despensa, donde le pedía pan a mamá, lloriqueando de engaños!— Y abrí una pequeña puerta de sencillos paneles desvencijados. Como en todas las rústicas construcciones de la sierra peruana, en las que a cada puerta únese casi siempre un poyo, cabe el umbral de la que acababa yo de franquear, hallábase recostado uno, el mismo inmemorial de mi niñez, sin duda, rellenado y revocado incontables veces. Abierta la humilde portezuela, en él nos sentamos, y en él también pusimos la linterna ojitriste que portábamos. La lumbre de ésta fue a golpear de lleno el rostro de Ángel, que extenuábase de momento en momento, conforme trascurría la noche, hasta parecerme a veces casi trasparente. Al advertirle así, le acaricié y colmé de ósculos sus barbadas y severas mejillas, que se empaparon de lágrimas. Una centella, de ésas que vienen de lejos, ya sin trueno, en época de verano en la sierra, le vació las entrañas a la noche. Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él, ni la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí ya nada. Sentíme como ausente de todos los sentidos y reducido tan sólo a pensamiento. Sentíme como en una tumba. Después, volví a ver a mi hermano, la linterna, el poyo. Pero creí notar el semblante de mi hermano, como restablecido de su aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez, esto era error de visión de mi parte, ya que tal cambio repentino no se puede ni siquiera concebir. Le dije: —Me parece verla todavía, no sabiendo la pobrecita qué hacer para la dádiva, y arguyéndome: — ¡Ya te cogí, mentiroso! Quieres decir que lloras, cuando estás riendo a escondidas. ¡Y me besaba a mí más que a todos ustedes, como que yo era el último también! Al término de la velada de dolor, Ángel parecióme de nuevo muy quebrantado, y, como antes de la centella, asombrosamente descarnado. Sin duda, pues, había yo sufrido una desviación en la vista, motivada por el golpetazo de luz del meteoro, al encontrar antes en su fisonomía un alivio que, naturalmente, no podía haber ocurrido. Aún no asomaba la aurora del día siguiente, cuando monté y partí para la hacienda, despidiéndome de Ángel, que quedaba todavía unos días más, por los asuntos que habían motivado su viaje a Santiago. Finada la primera jornada del camino, acontecióme algo inaudito. En la posada hallábame reclinado en un poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de pronto, mirándome asustada,


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preguntóme lastimera: —¿Qué le ha pasado, señor, en la cara? ¡Parece que la tiene usted ensangrentada! Salté del asiento. Al espejo advertíme, en efecto, el rostro encharcado de pequeñas manchas de sangre reseca. Tuve un calofrío. ¿Sangre? ¿De dónde? Yo había juntado el rostro al de Ángel que lloraba… Pero… No. No. ¿De dónde era esa sangre? Comprenderáse el terror que anudaron en mi pecho mil presentimientos. Nada es comparable con aquella sacudida de mi corazón. Hoy mismo, en el cuarto solitario donde escribo, está la sangre aquella y mi cara en ella untada y la vieja del tambo y la jornada y mi hermano que llora y mi madre muerta. ¡Oh noche de pesadilla, en esa inolvidable choza, en que la imagen de mi madre muerta alternó, entre forcejeos de extraños hilos, sin punta, que se rompían luego de sólo ser vistos, con la de Ángel, que lloraba! Seguí ruta. Tras de una semana de trote por la cordillera y por tierras calientes de montaña y luego de atravesar el Marañón, una mañana entré en parajes de la hacienda. El nublado espacio reverberaba a saltos, con lontanos truenos y solanas fugaces. Desmonté junto al bramadero del portón de la casa que da al camino. Llamé. Algunos perros ladraron en la calma apacible y triste de la fuliginosa montaña. Una voz llamaba y contenía desde adentro a los mastines, entre el alerta gárrulo de las aves domésticas alborotadas. Esta voz pareció ser olfateada extrañamente por el fatigado y tembloroso solípedo, que estornudó repetidas veces, enristró casi horizontalmente las orejas hacia adelante, y, encabritándose, probó a quitarme los frenos de la mano. Al desplegarse, con medroso restallido, las gigantescas hojas del portón, aquella misma voz vino a pararse en mis propios veintiséis años totales y me dejó de punta a la Eternidad. Las puertas hiciéronse a ambos lados. ¡Meditad brevemente sobre este suceso increíble, rompedor de las leyes de la vida y de la muerte, superador de toda posibilidad! ¡Mi madre apareció a recibirme! — ¡Hijo mío! —exclamó estupefacta—. ¿Qué es lo que veo, Señor de los Cielos? ¡Mi madre! Mi madre en alma y cuerpo. ¡Viva! Y con tanta vida, que sentí ante su presencia, asomar por las ventillas de mi nariz, dos desolados granizos de decrepitud, que luego fueron a caer y pesar en mi corazón, hasta curvarme senilmente, como si, a fuerza de un fantástico trueque de destinos, acabase mi madre de nacer y yo viniese, en cambio desde tiempos tan viejos, que me daban una emoción paternal respecto de ella. Sí. Mi madre estaba allí. Vestida de negro unánime. Viva. Ya no muerta. ¿Era posible? No. No era posible. No era mi madre esa señora. No podía serlo. — ¡Hijo de mi alma!— rompió a llorar mi madre y corrió a estrecharme contra su seno, con ese frenesí y ese llanto de dicha con que siempre me amparó en todas mis llegadas y mis despedidas. El estupor me puso como piedra. La vi echarme sus brazos adorados al cuello, besarme


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ávidamente y sollozar sus mimos y sus caricias, que ya nunca volverán a llover en mis entrañas. Tomóme luego bruscamente el impasible rostro a dos manos, y miróme así, cara a cara, acabándome a preguntas. Por fin, enfoqué todas las dispersadas luces de mi espíritu, e hice entonces comparecer a esa maternidad ante mi corazón, dándola un grito mudo y de dos filos en toda su presencia. ¡Oh el primer quejido del hijo, al ser arrancando del vientre de la madre, con el que parece indicarla que ahí va vivo por el mundo y darla, al mismo tiempo, una guía y una señal para reconocerse entrambos por los siglos de los siglos! Y gemí ante mi madre: —¡Nunca! ¡Nunca! Mi madre murió hace tiempo. No puede ser… Ella incorporóse espantada ante mis palabras y como dudando de si yo era yo. Volvió a estrecharme entre sus brazos, y ambos seguimos llorando llanto que jamás lloró ni llorará ser vivo alguno. Y aquí las manchas de sangre que advirtiera en mi rostro, en el bohío pasaron por mi mente como signos de otro mundo. —¡Hijo de mi corazón! ¡Ven a mis brazos! Pero ¿qué?.. ¿No ves que soy tu madre? ¡Mírame! ¡Mírame bien! ¡Pálpame, hijo mío! ¿Acaso no lo crees? Contempléla otra vez. Palpé su adorable cabecita encanecida. Y nada. Yo no creía nada. —Sí, te veo —respondí— te palpo. Pero no creo. No puede suceder tanto imposible. ¡Y me reí con todas mis fuerzas!


115 Antología de cuentos peruanos

COMPRESION DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Que lugar hace referencia la historia? ¿Quién es el protagonista de la historia? ¿Cómo ocurrió el accidente de sus padres que menciona el autor? ¿Qué ocurre con la mamá del autor? ¿con quien se encontró en es vieja casa?

NIVEL INFERENCIAL 1. ¿Cual crees que fueron los sentimientos de los personajes al darse cuenta del fallecimiento de la madre? 2. ¿Cuál fue el motivo que el autor regresa a su antigua casa? 3. ¿Cómo crees que se mancho de sangre el autor según la historia? 4. ¿Crees que la madre del autor aun seguía con vida? ¿Por qué? 5. ¿Quién o que crees que era la mujer con quien se encuentra el autor? NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿En que pensabas al leer el titulo de la historia? ¿Crees en la vida después de la muerte? ¿Alguna vez te ocurrió un evento similar? ¿Qué hubieras hecho en lugar del autor al encontrarse son su madre? ¿Qué parte de la historia te intereso más? ¿Por qué?


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A LA CRIOLLITA - VENTURA GARCÍA CALDERÓN

“A

la criollita, no más”, aseguraba sonriendo aquel poeta limeño desterrado voluntariamente en un rincón de la sierra cuando llegamos al despacho de El Alba Roja.

El Alba Roja era su diario, una hoja mal impresa en papel de estraza, que fue, con todo, el mejor periódico y el órgano de los liberales de la comarca. Manuel Junqueira explicaba que se podían contar éstos con los dedos: el boticario, el jefe del Correo, el dueño del único bazar, que lo era también de un bar contiguo. El mismo día de mi llegada a Huaraz bebí doce aperitivos con los doce liberales notorios. En contra suya estaban los poderes constituidos: el gobernador, el juez de paz y el cura, sobre todo, un soberbio cura serrano que tenía tantos hijos como haciendas y gobernaba por el doble terror del infierno, en la otra vida, y de una cuchillada de sus acólitos, en ésta. “A la criollita, no más”, explicaba el poeta. Todo había sido criollo, su periodismo y su matrimonio con esta lánguida morena de ojos inmensos que no decía palabra. Primero Manuel la vio los domingos, cuando, vestida con anchas y sonoras faldas de percal, venía a misa y a feria: ambas cosas ocurren a las once del día. Era una de esas mozas sentimentales y candorosas que en el fondo de una hacienda peruana viven en espera del novio venido de lejos. Su infancia había sido monótona y gris, como la sierra. Una trasquila de carneros o una doma de potros fueron sus únicas fiestas. Trepaba el chalán al lomo nuevo que no había recibido montura, clavaba sus espuelas nazarenas y por una hora divertía a los hacendados con la prueba tremenda: el potro rezumante que no puede correr porque lleva atada una pata, que camina a saltos bajo el implacable rebenque, rodando al suelo, sudoroso y rendido hasta aceptar, en fin, con la boca blanca de espuma, el pacto humano del bozal y las riendas. Durante un mes se comentaba el lance. En tal vida agreste, la llegada de un poeta limeño de melenas rubias que ostentaba por las calles una corbata roja y fundaba un diario impío debía inquietar exquisitamente a todas las mozas de los contornos. Junqueira vio a Inés de lejos, se cruzaron apenas las miradas como en todos los idilios de mi pueblo romántico; pero estaba ya seguro de ser querido y fue a pedirla sin ambages en un lindo caballo de paso. Aquello fue también netamente criollo. Al salón colonial, lleno de filigranas de plata y abanicos dorados, fueron saliendo gentes de luto: los padres, los hermanos de Inés, en vanguardia silenciosa y taimada, sin mirar de frente ni responder sino con evasivas serranas. “Más tarde, señor; podía ser, señor; ya verían, señor.” Pero la moza no volvió a misa y Junqueira comprendió por los chismes locales la imposibilidad del matrimonio con un hereje de Lima que leía los libros de González Prada. Cuando yo llegué a Huaraz, la lucha había sido ya larga, la lucha de la juventud liberal con la vejez conservadora. Junqueira, a fuer de poeta, agravó las cosas y nunca fueron más furibundos sus artículos. La novia, entretanto, lloraba en un cuarto de la hacienda, jurando que iba a meterse monja. En aquellos días, por obra y gracia de un misionero descalzo, advirtieron las gentes, y fue milagro patente, que dos lágrimas resbalaban de los ojos del santo Cristo de la iglesia mayor. Entonces Junqueira publicó el relato de un viajero inglés que viera en Lima, en tiempos coloniales, un Cristo de la Inquisición que abría y cerraba los ojos frente al reo, para turbarlo. Un familiar oculto tras de la efigie hacía girar los santos párpados como los de una muñeca.


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Esto era sólo verdad histórica, pero durante una mañana entera la procesión de desagravio circuló por las calles de Huaraz. Comenzaba el poeta a ser una gloria local. Su prestigio romántico favorecía sus andanzas. Una tarde, disfrazado de pastor de llamas, pintado el rostro de ocre, fue conduciendo su rebaño hasta la casa de la hacienda, en donde nadie, sino la novia, sospechó el ardid. El idilio comenzaba así, románticamente. Él iba cada semana a tocar la quena en las cercanías de la hacienda e Inés acudía como una Sulamita criolla, desfalleciente de amor, resignada a aceptar la suerte de todas las novias de la comarca que tienen padres severos. Una noche vino a caballo, un caballo que tenía amarrados a los cascos jirones de poncho para que su paso fuera silencioso. Se la robó llevándola en las ancas, sólo vestida con su camisa de dormir. Aquello fue un escándalo, habitual si puede decirse, el rapto de cada día que no ofende la moral ni el honor de las mujeres si ello acaba después, como tantas veces, en un matrimonio fastuoso, con el perdón de lo pasado. Sólo que Junqueira no aceptaba las leyes de la Iglesia y habló de un matrimonio civil, que es una ofensa pública al Señor. El domingo, después de misa, el cura hizo quemar los números de El Alba Roja, que estaban pervirtiendo a la provincia con sus doctrinas ateas y diabólicas. El poeta de Lima comenzó a ser entonces el enemigo del pueblo. Yo estaba allí cuando le quemaron en efigie: un muñeco de estopa vestido de levita, que vimos arder desde los balcones de El Alba Roja, mientras Junqueira se reía, ufano de su revólver, azotándose las botas con el chicotillo de junco. En el salón su pobre compañera suplicaba: —¡Que no te vean, Manuel! Son capaces de una atrocidad. Tú no los conoces. —No tengas miedo, hijita. ¡Vénganme a mí con muñecos de estopa! Al día siguiente vimos desfilar por la plaza a la familia de Inés, a caballo, vestida de negro. Iban a casa del cura. Se persignaron al cruzar por la plaza como delante del cementerio nocturno donde hay almas en pena que sale suspirando. El poeta publicó un artículo vengador sobre aquel desfile, y cuando me marché del pueblo para seguir buscando minas de plata, Junqueira me acompañó hasta las afueras: —A la criollita, no más, compañero. Ya verá cómo los voy a domar con este látigo. Pocos días después, a las dos de la mañana, un grupo de enmascarados destrozó las puertas de El Alba Roja, que era la casa del poeta, y con doce tiros en la cabeza le dejaron por muerto, mientras amarraban en la silla de amazona a su esposa, que gemía desgarradoramente. “A la criollita, no más.” No puedo recordar la frase sin estremecerme. El liberalismo de la provincia quedó muerto con la cabeza acribillada, e Inés ha de ser ahora una de esas mujeres prematuramente viejas, vestidas de luto riguroso, que vienen en las tardes de trisagio y novena a gimotear a los pies de aquel Cristo que tiene llagas moradas en las palmas y llora de verdad como los hombres.


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COMPRENSION DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cómo se llama el periódico que hace referencia la historia? ¿Quién es el personaje principal de la historia? ¿En que lugar se lleva a cabo la historia? ¿Cómo describe a su esposa el autor? ¿Cómo termina la historia?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Por qué el diario de la historia era tan repudiado por la gente? ¿Que quiere decir la expresión “a la criollita no más? ¿Por qué los religiosos del lugar estaban en contra del diario? ¿Por qué razón mataron al director del diario? ¿Qué hubiera pasado si la prensa dejaba de emitir su opinión?

NIVEL CRTITICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Estas de acuerdo con la libertad de expresión? ¿Por qué? ¿Juzga la actitud de la población en contra del diario? ¿Qué hubieras hecho tú en lugar del director ante las amenazas? ¿Por qué algunas personas de poder se sienten aludidas con lo que salen en el diario? ¿Qué opinas con lo ocurrido al final de la historia?


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LA AGONÍA DEL RASU-ÑITI - JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

E

staba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio. Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume. —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”1 . Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras. Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron. La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron. — Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? — preguntó la mayor. —¡Es tu padre! —dijo la mujer. Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos. Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación. “Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos. — ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.

—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas! Corrieron las dos muchachas. La mujer se acercó al marido. —Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo.


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—Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está! Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras. —Tardará aún la chiririnka que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando. Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores. La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos. —¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer. Ella levantó la cabeza. —Está —dijo—. Está tranquilo. —¿De qué color es? —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo. —Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda! La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremonialmente. Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín. Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre. Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos. —¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas. Las tres lo contemplaron, quietas. —No —dijo la mayor. —No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir.


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—¿Oye el galope del caballo del patrón? —Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego! Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda. —El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo. —¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo. Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’. Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo. Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire.Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor. El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas. “Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando. Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas.


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Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban. “Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente. —¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación. —Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora. —¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves? El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’. —Aletea no más. No lo veo bien, padre. —¿Aletea? —Sí, maestro. —Está bien. “Atok’ sayku” joven. — Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista. “Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza. “Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron. —¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín. Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a henchirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera. —¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro. Se le paralizó una pierna —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba. El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el


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rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo. —El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo. Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo. —¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza. Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado. Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento. “Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe. El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida? La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar. “Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio. “Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra. Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas. —¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”. —Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo. “Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente. A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban


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agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo. “Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera. —¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando. “Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos. El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos. “Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia! Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos. “Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos. “Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche. —¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’. Nadie se movió. Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando. “Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido. —¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando. —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín.


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—Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”. —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando! “Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo. —¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.

—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani


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COMPRENSIOON DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Cómo se llama el protagonista de la historia? ¿Como empieza la historia? ¿En que lugar se lleva a cabo el relato? ¿A que se dedicaba el protagonista de la historia? ¿Qué es un dansak’?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿En qué se inspiraría el autor para escribir esta historia? ¿Qué quiere decir con Wamani? ¿Quién o qué crees que es el padre “Untu”? ¿Por qué creen que el protagonista danzó hasta la muerte? ¿Por qué creen que la hija menor decía que su papá no había muerto?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Juzga la actitud del protagonista? ¿Arriesgaría tu vida en una ceremonia como las que hay en los pueblos de nuestra serranía? ¿Que hubieras hecho tu si fueras el dansak´? ¿Qué parte de la historia te intereso más? ¿Por qué? ¿Alguna vez has participado en un rito ceremonial? Explica brevemente.


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JIJUNA - JOSÉ DIEZ CANSECO Tambo de La Buena Mano. Llantenes chiquitos festonan los zócalos de paja y barro que emanan úricos miasmas de chicheros. Tambo de La Buena Mano. Damajuanas señoronas de preñados vientres y delgadas botellas empolvadas. Anaqueles medio desnudos, y, entre un marco de madera negra, un buque que naufraga en un mar tempestuoso. Encima de un ventano, el escudo del Perú con banderas flamígeras. Vuela una sombra gigante de mariposas nocturnas. En el tambo se alza un vaho lento de humazos imposibles, y los ojos del propietario —Antonio Lang—, se entreabren cuando alza el vuelo un tanto enérgico y peruano: —Jijuna... Alrededor de una vasta mesa florecen ponchos bajo el candil de querosén. La noche se ha derramado, lo mismo que la chicha de Huarmey, por las arenas todavía calientes del sol costeño. Lejos, zumba el mar. Fuera del tambo relinchan caballos próceres. Pero alto, enhiesto, levantisco, camorrista, un zaino se sacude el relente resonando el apero: —Jijuna... La voz no tiene una inflexión colérica. Modula cacha zafia y crudelísima. De rato en rato, los gruesos vasos resuenan sobre el tablero de la mesa en brindis mudos. Las candelas de los cigarros agudizan las aristas del bronce cholo de los rostros. El chino Lang destapa la cuarta botella de chicha. Unas moscas rebullen sobre los restos de la cena. Por aquellos lares andaba don Santos. Era, don Santos, el dueño del zaino pleitista. Zaino de paso llano y anca redonda, para asentar a la que quiera arrunzarse con uno. Resuena el apero del potranco, con tintines de plata. Allí, en la noche, las hebillas de las riendas, los cantos de los estribos, relucen como los ojos húmedos del Cura. Cura, así se llama el potro, por irreverencia de don Santos y porque se lo hurtara al señor párroco de Casma. Y todavía tenía, el muy indino, la insolencia de pasear por la plaza del puerto a lomos del cuerpo del delito. Cholo bandolero de esas tierras, sin más ley que su pistola, sin más amigo que su potro. A él cantaba, en las lentas peregrinaciones de los arenales, las más mimosas coplas querendonas. Para su Cura eran las rudas caricias de sus manos asesinas y sus consejos de baquiano sabihondo porque por las patas del potro salvara muchas veces de tanto gendarme sinvergüenza. Se lo están contando: —Jijuna... Pues, sí, era cierto. Fue después del almuerzo que el sub-prefecto le ofreciera a don Ramón Santisteban, hacendado de muchas tierras de sembrío y pastos. Don Ramón había desenfundado la pistola y roto unas botellas. —Menos mal estaban vacías... Y después, contaba el chismoso, don Ramón había prometido: —¡Cómo quisiera encontrármelo! ¡En la frente le meto su jazmín, mi subprefecto! ¿Ha visto cómo tiro? ¡Y yo no tengo un pelo! ¡Lo adelanto! Palabra, Autoridá... Era en aquel tambo la charla chismosa. El amigo, compañero de barrabasadas, le confiaba a don Santos estas cosas. ¿Don Santos? Sí, hombre, sí; Santos Rivas, ése del incendio de Molino Grande;


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ése de la muerte de don Eustaquio Santisteban, el hermano de don Ramón; ese de las quinientas cabezas de ganado de la hacienda de Paso Grande; ése de la mujer del doctor Jiménez, después de la fiesta del 28; ése del tren a Recuay; ése del duelo con don Miguel Páucar y del festejo con tanta y tanta botella de pisco; ése de... ¿quién se va a acordar de todos esos líos? El mozo escuchaba en silencio. Con el rebozo del poncho se cubría apenas el rostro duro y sólo los ojos sonreían. De rato en rato, pitaba su “amarillo” y modulaba la sonrisa: —Jijuna... Cuando Cosme terminó el relato, apenas si sonrió Rivas: —Ya le encontraré algún día... Y solitos... En cuantito salga de viaje, me avisas, ¿quieres? —Ya que hermano... Y como se hacía tarde se despidieron. El chino retiró las botellas y vasos apuntando el precio. Los hombres se confundieron con la noche. De pronto, una voz seca: —¿Cura? El potro respondió en su lengua. Montó don Santos, y ambos amigos, hombre y bruto, se metieron en las sombras. En el parral, un chirote silbaba largo. El viento palomilleaba entre los álamos altos, correteando sobre las vides que desparramaban su verdor más allá de las bardas desiguales. Se mecían los pámpanos como una marejadita de la rada de Huarmey. Estaba alegre la madrugada, pero ya cansaba esta cuesta que Santos Rivas hacía sobre el Cura, acortando la distancia; tres leguas en hora y cuarto... Guapo el Cura para arrancar arriba. Arriba... Arriba esperaba la china Griselda Santisteban. Y, claro, el Cura apresuraba el paso trepando por el valle hacia el casal de la hacienda donde la china vivía. ¿Estaría fuera? A lo mejor arrancó también para la sierra acompañando al cholo bruto de su padre. Don Ramón no gustaba de estos líos y por ello ofreciera “su jazmín” para don Santos. Ese hombre fue quien tendió a su hermano y ahora le enamoraba a la hija. ¡Barajo y baso q’era sinvergüenza el mozo! Pero mejor estaba así, llevándose a su chinita para la sierra porque él ya estaba viejo. Santos, en cambio, era más joven y por muy trejo que uno fuera, el otro tenía más vista y la mano más pronta. Santos comenzó a silbar con impaciencia. El Cura apresuró el paso hasta llegar a la ranchería de la hacienda que, a esa hora, se alumbraba a querosén. La ranchería —paredes rojizas, estrellas mugrientas de los faroles en las esquinas, tambos con bullas a la sordina y un eco de guitarra— aparecía medio dormida. Lejos, pero bien lejos, dos quenas cantaban tristezas peruanas. Y el chirote bandido seguía el silbo largo, saltando entre el follaje que apenas susurraba como quitasueños de 28 de julio. La noche todavía estaba enterita. Ni estrellas ni luna. El río ladraba lejos. Los cerros devolvían los foscos insultos de perros panfletarios. Una lechuza comenzó a despedirse de la noche con el estribillo consabido, y don Santos se santiguó bajo el poncho, por si acaso. ¿Estaría Griselda? ¡Claro que estaba! Allí, en el caserón suntuoso, la lumbre de su cuarto avisaba tranquila su presencia.


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—Amos, Cura, amor juerte... Pasó el portalón tuerto y arrumbó a la casa. Al pie del ventanuco largó un silbo mochuelo. La otra contestó asomada: —Chino... —Vine pa’despedirme, vidita... Como te vas pa la sierra... —Yo, no. Mi’apá que se va pa Huacho... —¿A Huacho? ¿Cuándo? —Mañana, en la mañanita... —Yo también, mi vida... Me lleve una repuntaneganao... Doscientas cabecitas y un torazo grande... ¡Ja, ja! Pa regresar pronto vidita... ¿No bajas? —No puedo. Mi’apá me pilla si abajo... —Sonsa... —Endeveras... Mira que la otra noche casisito nos pesca... Y v’a a ser un lío si nos encuentra juntos... Rivas palanganeó una sonrisa: —¿Endeveras? ¿Lío? ¿Endeveras que tu’apá mi’ase lío? La china hizo una guaragua de ternura: —Mira, Santos, con mi’apá no vas a ser guapo, ¿no?.. —Sonsa... ¿Guapo? Con naides soy yo guapo, vidita... Un instante se retiró la moza del ventano. Murió la luz. El Cura se sintió libre del jinete que fue hasta el portalón. Chirrió el postigo y, destocándose el pajizo, el tarambana se perdió en la sombra casera. Y, hembra y mozo, se dieron los “buenos días” con las húmedas bocas temblorosas. Parece que el sinvergüenza salió como dos horas después. El Cura se repuso con la gramilla del patio. El cielo se despejó un poco y comenzó el día por encima del Huascarán lejano. Al despedirse acanelaron las voces con criolla sandunga: —Ta’ pronto, Chino... —Ta’ pronto, vidita... ¡Cholo fresco! A don Eustaquio Santisteban lo tendió de un tiro cuando la feria de Huayanca, y ahora venía a enamorar a la sobrina, a la hija del hermano. Pero quién sabe por qué encono consigo mismo, Rivas se sentía casi buena persona a la vera de la moza que le alocaba con la ternura de sus ojos rasgados, con el aroma de sus trenzas, con sus manitas adornadas con piochas de plata y turquesas del norte. ¿Cómo fue que fue? ¡Sabe Dios! Acaso las cosas comenzaron por los tonderos bailados una tarde, sin conocerse, después de la procesión del Sábado de Gloria. La chicha hizo el resto, inspirando a Santos Rivas el floreo picante que la otra no rehuyó sino que, muy por el contrario,


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agradeció con la mejor de sus sonrisas. Y ya por la noche, cuando la guitarra comenzó con los tristes esos: Papel de seda tuviera Plumita de oro comprara Palomitay... ya la muchacha enrojecía de tal guisa, que la señora Cárdenas atortoló la papada mantecona: —Pichoncita... Y pichoncita mansa fue para el gavilán arrogante que puso pavor en todo el valle de la Santa, por las tierras lindas de Ancash, con sólo el tino de su pistola y la perspicacia de su ojo infalible. Pichoncita mansa, sí, pichoncita serrana, más dulce que todas las hembras, con ese mimo del arrullo, del abandonado querer que no resiste, de los silencios pequeños que en estas hembras peruanas son la joya más preciada, porque callan y miran. Y allá por los valles, cuando la luna apunta por la cordillera inmensa, cuando la calandria chola comienza el variado trino, ese silencio y esos ojos enloquecen hasta a los limeños mastuerzos. Y el mejor de los dúos —brisa y ave—encuentra vida en las pupilas humildes de las chinas mimosas del Perú. Lastima no más que tuviera que irse. Porque claro que se iba. ¿No aprovechar el viaje del padre, de ese don Ramón que se había atrevido a ofrecerle jazmines?.. No, se iba tras él, a Huacho, para hacerle ver que tiritos no se meten, así no más, a los hombres. Se iba para decirle que, hombre a hombre, muy gallo tenía que ser el tipo que le pisara el poncho. Cosme también se lo había avisado al regreso: —Mañana, en la mañanita, don Ramón sale a las tres pa Huacho... —Gracias hermano, pero ya lo sabía. —Y tú, ¿te vas? Rivas no respondió. Encendió un «amarillo» y murmuró apenas: —Jijuna... IV De trecho en trecho, los postes del telégrafo. Recién se les adivina en el medio claror de la madrugada. Las lomaditas ya estaban peladas, con unas cuantas matas de grama que crecen porque sí. Las arenas comenzaban a invadirlo todo, aventadas por los vientos primeros del otoño, y de rato en rato, fulguraba una salina perdida. Igual y rítmico, el cuádruple paso trotón de unos caballos. Las siluetas se perfilaban envueltas en los ponchos, como unas carpitas que los pajizos remataban. Eran don Ramón Santisteban y su paje. Los hombres marchaban en silencio, atisbando la lejanía, porque los encuentros feos son frecuentes en esta tierra. Andaban. En Huacho tendría que feriar ganado y volverse unos días después con el cinturón bien gordo de billetes. Eso sí, pedirían campaña al cuartel del cuerpo rural, porque setecientas libras no se las pueden alzar así como así. Don Ramón apresuraba el paso. Una vaga desazón, esa cosa indefinible que se siente en los desiertos peruanos cuando se les atraviesa de noche; ese cantar de las paca-pacas que, por muy templado que uno sea, siempre molesta; ese zumbar del viento que no tiene barreras y que se desgarra en los tunales o en los hilos del telégrafo, todo eso fastidia. Y, más


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todavía, cuando se ha soltado la lengua a propósito de Santos Rivas, la cosa se empeora, porque el tipo ése no entra en vainas. ¡Culpa de la chicha, por los clavos! Porque él, claro está, no iba a entenderse con ese hombre. El se habría vengado haciéndole pegar cuatro garrotazos por los peones de su hacienda, y el cuerpo habría ido a parar a cualquier acequia que le cubriese de lodo. Después... ¡cualquier cosa! A él, ricachón y con esos peones, ¿quién le iba a decir un cristo? Entonces, ¿por qué habló? Esos tragos demás, caramba, esos tragos... Iban en silencio. Los pajes saben que siempre que un viajero habla tiene miedo. Por muy baquiano que uno sea, si habla en el desierto, es porque siente que algo se descompone. Algo que no se sabe qué es, pero que se siente. Miedo a esa tremenda soledad, al despeche de la bestia, a quedar desmontado por culpa del maldito calor que raja los cascos de las mulas más bravas, de los potros más recios, si se tiene a mano un poto de aceite. Las anchas rodajas de las espuelas tintineaban en los estribos de cajón. El pellón sampedrano daba calor ya, y, bajo el poncho, las manos se agarrotaban, una sobre las riendas, otra sobre la cacha fría de la pistola que, poco a poco, iba tomando el calor de esa mano. ¡Qué vaina! ¿Cuántas horas faltarían? Ya aclaraban las tintas de la noche con lindos colores cholos. Morado, rojo, verde, oro purito, como un poncho que tendieran desde la Cordillera Blanca, cuya nieve fulguraba extrañamente. Y de pronto, uno, dos, tres, cuatro cóndores pasaron zumbando su vuelo destemplado. Ya era día. Dentro de una horita se vendría el sol íntegro, y eso consuela. Pero antes que el sol se vino un eco raro: —¿Qué jué? —No sé, taita. ¡De fijo que era el bandido! ¿Quién, si no, iba a galopar sobre sus huellas a las cuatro de la mañana? Y él no podía volver la cara —¡eso nunca!— para mirar quién le seguía: —Mira, a ver... El paje endureció los ojos bajo el faldón del pajizo. Medio cerró un ojo y sentenció después: —Don Santitos, patrón... —¿Por dónde? —Por cinco hondas, lo muy menos, patrón... ¿Diez cuadras? No importaba. Todavía podía apresurar el paso hasta la Cruz de Yerbateros y eso era ya distinto. Pero el galope proseguía igual, reventando la cincha de la bestia, clavadas de fijo las roncadoras en la panza del bruto: —¡Qué modo de reventar bestias!.. ¿Y ahora? —Cuatro hondas, taita... —¡Ah, barajo y paso! ¡Que venga, sí que venga! ¡Que sepa ese canalla quién es don Ramón Santisteban! ¡Lo adelantaba, por diosito que lo adelantaba! —¿Y ahora?


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—Tres, no más, tres... El galope se adelgazó un poco. Seguro era un respiro para el caballo. Pero el paso llano apresurado no interrumpía su son igual. Ya no galopaba, pero siempre le iba a alcanzar. —Pica un poco. —Mejor corremos, patrón, mejor... Las dos bestias torcieron los hocicos con las riendas tensas. Ahora, alta ya la mañana, la figura del jinete se hacía nítida. Venía en el Cura, con su clásico poncho amarillo y rojo. El jipijapa tenía alta la falda, delantera por el viento que empujaba para el norte, descubriendo el rostro duro y burlón de don Santitos. El potro levantaba las arenas con el rotundo paso farolero. Venía con la cabeza alta, sacudiendo las crines, cubriendo el pecho de su amo que se inclinaba sobre la cruz evitando el aire. —¿Y ahora? —Cerquita, no más... Don Ramón no titubeó: bajo el poncho desenfundó la pistola y la tiró a la arena. Santos Rivas no atacaba a un hombre desarmado. Pero el mozo, al pasar, advirtió el pavón de la Colt reluciendo de negro sobre la arena de oro. Sin desmontar, apoyado en el estribo, recogió del suelo el arma y de un golpe se puso a la vera del hacendado: —Mira, pues, don Ramón, se le cayó el canario. Y con la diestra desnuda, fiera diestra de bandido, alcanzó al señorón el arma inútil. Y con el inmenso desprecio de los guapos, volvió grupas y arrumbó al norte. Se fue solo, solito, como los trejos, sin volver la cara como cuando pasa una mujer bagre, sin temer un tiro atrasado, ondeando el poncho como una bandera de valentía; no había de castigar en un cobarde la insolencia. Regresó aflojando el paso del Cura, que meneaba la cabeza jugando con las riendas. Allá volvió, hacia el valle de sus hazañas, en donde le esperaba el mismo zandunguero de su china, el respeto de los guapos, la admiración del mujerío. Se fue así, alto y rotundo, sonriendo bajo el rebozo del poncho terciado sobre los hombros fuertes: —Jijuna.


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COMPRENSIÓN DE LECTURA NIVEL LITERAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿en que lugar se lleva a cabo la historia? ¿Cómo se llama el chino de la historia? ¿Cómo y porque se llamaba de esa manera el potro? ¿Quién es Don Santos? ¿Quién era Don Ramón según la historia?

NIVEL INFERENCIAL 1. 2. 3. 4. 5.

¿Qué crees que signifique “jijuna”? ¿Para que el protagonista del cuento tenía que ir Huacho? ¿Cómo crees que Don Ramón gano todo ese dinero? ¿Por qué el protagonista dejo vivir a su rival? ¿Dónde crees que el protagonista se fue al final?

NIVEL CRÍTICO 1. 2. 3. 4. 5.

¿Escribe tu opinión acerca de la historia? ¿Juzga el comportamiento del protagonista según la historia? ¿Por qué crees que nadie se atrevía a detener a tremendo malandrín? ¿Qué parte de la historia te impacto más? ¿Por qué? ¿Si fueras el autor que otro final pondrías al cuento?


134 Antología de cuentos peruanos

BIOGRAFIA Mi nombre es Carlos Alberto Baltazar Espetia, fruto del matrimonio de mis padres el señor Melchor Baltazar y su esposa Inés Espetia, nace un hermoso y robusto bebe el 14 de Agosto de 1991 en el distrito de San Juan de Lurigancho-Lima; fruto de ese amor también nace mi hermano menor Hubert Baltazar Espetia compañero de mil aventuras y travesuras. De muy pequeño mis padres me enseñaron el valor del trabajo duro, ya que ellos son comerciantes, mi padre me enseño algo bien valioso que nunca me voy a olvidar, alguna cosa que quería, tenia que trabajar por ello, él me enseño que nada cae a tus manos que debería luchar por ello, nada es gratis en esta vida. Siendo un infante trabajé de varias formas, se podría decir que era un mini mil oficios, me enseñaron como ganar dinero por mi mismo, mi primer empleo fue vender chupetes en el mercado donde crecí, pase por vendedor de pilas en temporada de navidad, gaseosero en los semáforos, vendedor ambulatorio subiendo a los buses en la avenida Abancay, y otros pequeños trabajos más. Eso sí, no descuidaba mis estudios en el colegio y además mi padre no me lo permitía -primero son los estudios-siempre me lo repetía. Curse mis años de escolar en la institución educativa Inmaculada Concepción en el distrito de Independencia, si bien es cierto no era el mejor de mi clase tampoco era el peor, aún me acuerdo de mis grandes compañeros en el colegio y sobre lo que tuve que lograr para ir a mi viaje de promoción, en esos tiempos el negocio no iba bien como para poder costear el viaje, se requería de 250 soles para ir a Huaraz. Mi padre solo me dio 25 soles –este es tu pasaje trabájalo hijo- fueron sus palabras, trabaje arduamente llegando a obtener casi el doble de lo que se requería. Pude lograr mi sueño de viajar juntos con mis compañeros y fue algo inolvidable. Termine el colegio en el año 2007, en el 2008 pase medio año trabajando sin saber que estudiar, decidí hacer algo que me gustaba, empecé a estudiar gastronomía en el Instituto de arte culinario Gatromundo, ubicado en los Olivos, estudie hasta los inicios del 2010 donde tuve que dejarlo por problemas de salud de mi padre. El 27 de Agosto de 2008, entrego mi vida a servicio del señor mediante el bautismo en la Iglesia Adventista del Séptimo Día , la cual fue la mejor decisión de mi vida, el señor enderezo mi camino de los malos pasos que estaba arrastrándome a un lugar oscuro y tenebroso. A la mitad del año 2009 empiezo mis estudios en la Instituto Eiger, la carrera de Ingles por una año completo, gracias a la cual consigo uno de los mejores trabajos que haya podido tener, el de enseñar Inglés en el colegio Ciencias de San Juan de Lurigancho en el año 2010 2011 ingreso a la Universidad Peruana Unión en la carrera de Lingüística e inglés, donde he conocido un grupo humano maravilloso. Actualmente estoy terminando el cuarto ciclo Me despido de ustedes un fuerte abrazo y Dios los bendiga,


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