César Panduro

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La Ăşltima sombra de la acequia

CĂŠsar Panduro Astorga


IMAGEN PORTADA: Danae Arévalo FONDO PORTADA: <a href=”https://www.freepik.es/fotos/fondo”>Foto de Fondo creado por denamorado - www.freepik.es</a> ILUSTRACIONES: Danae Arévalo


La última sombra de la acequia César Panduro Astorga

La Congregación de las Hnas. Misioneras Dominicas del Rosario,

Diseño y Diagramación Carlos Arévalo C.

expresan su gratitud y agradecimiento al Prof. César Panduro por su gentileza y servicio en favor de la comunidad educativa.

I.E.P SAN JOSÉ DE ICA Calle los Jazmines # 564 Urb. San Isidro www.sanjoseica.edu.pe

Primera Edición Digital Junio 2020

Todos los derechos reservados de acuerdo con el D. Leg. 882: Ley sobre el derecho de autor.


La Congregación de las Hnas. Misioneras Dominicas del Rosario, expresan su gratitud y agradecimiento al Prof. César Panduro por su gentileza y servicio en favor de la comunidad educativa.

PR E S E N TA C I Ó N

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CONTENIDO

EL TERNO DEL QUINCE. .............. .............................

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TÍA NO QUIERO QUE M E COM AN.. . . .............................

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UN CAM IONCITO EN NAVIDAD . . . .... .............................

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DESPUÉS DEL QUINCE.. .............. .............................

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KOLLA.. ................................... .............................

30

CANITO . . . ................................. .............................

34

SOFÍA.. ................................... .............................

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DESCANSA EN PAZ LUCIANA... ..................................

48

EL CHICO M ÁS FEO DEL M UNDO... .............................

52

LA AGUJA DEL HOSPITAL SOCORRO... ........................

56

UNA CHOCOLATADA EN NAVIDAD . . ...... ........................

60

EL SEÑOR DE LUREN Y EL ÁRBOL DE TIPA... ...............

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PAPI VAM OS A SEM BRAR M ARIPOSAS.... ....................

68

VALDELOM AR Y LA M ENTIRA DE ALBERTO HIDALGO......

72

PAREDES DE PALABRAS . . .. .......... .............................

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EL TER NO D EL QUINCE

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Cuando Lucía nos entregó la invitación,

ninguno de los dos iría.

advirtió que si no conseguíamos traje ni nos acercáramos a la puerta porque no ingresaríamos a su quince. Al escucharla, nos miramos con un gesto de derrota; el alquiler de un terno no estaba dentro de nuestras posibilidades y la única forma de ir con él, era pedirles el traje de hace veinte años a nuestros papás y que ellos se perdieran la fiesta.

Faltando dos días para la ceremonia, don Lucho falleció de manera repentina. Todos en el pueblo nos quedamos perplejos porque el día anterior estuvo muy feliz en la plaza enseñando a los chicos cómo iniciar una conversación con las muchachas cuando fuéramos a bailar, y decirles piropos y bromas para que ellas bailaran con nosotros toda la noche.

La disyuntiva de conseguir el dinero, que de por sí ya era difícil, o quitarles el terno a nuestros viejos, nos llevó a tener una conversación seria. Después de la asamblea acordamos pedirles el traje a nuestros padres. Ellos tendrían que entender.

Como don Lucho, el elegante de San José de los Molinos había muerto, pensamos que la fiesta se detendría.

El más afectado por esta decisión fue José Luis: su papá no tenía terno, así que

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Pero nos equivocamos, las invitaciones estaban hechas y los padres de la santa ya las habían repartido a sus familiares en Ica y en Lima. A nuestro amigo lo enterramos entre llantos, preocupados de que no se nos hincharan mucho los 05


ojos, ya que las chicas no nos harían caso cuando las sacáramos a bailar. Después del entierro nos fuimos a nuestras casas. José Luis no vino con nosotros, se quedó contemplando el nicho, no quisimos interrumpirlo porque sabíamos del afecto que le tenía al difunto, así que dejamos que se desahogara porque ante nuestra presencia no había llorado por vergüenza a que lo tildáramos de sentimental. Cómo se pasa la vida, dice Jorge Manrique, pero cómo se pasa la hora tan veloz cuando quieres ir a una fiesta y el terno de tu viejo no te queda porque es tan ancho que tendrías que usar una soga en lugar de correa para que te ajuste el pantalón. No sé cómo acomodamos los ternos a nuestros cuerpos. Uno a otro nos mirábamos y decíamos, ajústate más el pantalón, la camisa te queda muy suelta, no te olvides de poner tu suela izquierda en 06

el empeine del derecho para que no se note el agujero de tu zapato, cuidado con decir que la corbata la hicimos con el mantel de la abuelita Natila. La hora de la verdad había llegado. Las tarjetas en nuestros bolsillos eran las llaves para conocer muchachas venidas de Ica y Lima, perfumadas con las fragancias que venden en esos catálogos que leíamos cuando la acequia se secaba y la basura se estancaba entre las piedras. Los invitados llegaban en taxi muy bien vestidos. A las 11:45 de la noche comenzó la celebración; qué aburrido y agobiante es para los jóvenes soportar todo eso. El maestro de ceremonia empezó agradeciendo en nombre de la familia la presencia de los invitados, luego llamó al padre de la quinceañera para que


pronunciara su discurso. El pobre tan emocionado y con un léxico próximo al del mono, lloró cuando se refirió a su hija y lo mucho que significaba para el caserío que su primor cumpliera quince años. Luego el padrino, un poco ebrio, suavizó el aburrimiento gritando que el equipo estaba pagado hasta las cinco de la mañana y que el licor no faltaría durante toda la noche. Las notas del Danubio azul se escucharon defectuosas porque la aguja del toca discos estaba gastada, y más parecía un mambo en versión lenta que la clásica melodía. La madre de la santa nos invitó a pasar al medio del salón para que su hija tirara el bouquet de espaldas y uno de los chicos lo agarrara. Avergonzados, nos dirigimos al centro de la cancha de fulbito que esa noche había sido acondicionada como César Panduro Astorga

pista de baile. La música empezó a sonar y Lucía arrojó el bouquet hacia donde nos encontrábamos; entre la aglomeración de ternos y corbatas, una mano saltó más que las otras, y hubiese matado si no agarraba el bouquet; cuando alzamos la mirada no lo podíamos creer, José Luis era el que tenía entre sus manos el bouquet, los asistentes aplaudieron y nosotros nos quedamos indecisos entre aplaudir o preguntarnos de dónde había conseguido la ropa. Lo cierto es que él era otro, y esa noche solo le quedaba ser otro. Los ojos de Lucía que siempre miraron con desdén al muchacho del costado de la acequia, lo observaron con ternura esa noche. El Danubio azul siempre nos pareció una melodía aburrida, pero ahora queríamos que no terminara porque se les veía tan bien que si yo hubiera sido cura cambiaba la fiesta de quince por 07


la de matrimonio, pero solo éramos unos chiquillos. Mientras a los demás nos acechaba el temor de ser rechazados por las chicas cuando les pedíamos que nos concedieran una pieza, mi primo tenía a Lucía con quien bailaría toda la noche. Pero la pregunta seguía en el aire, cómo había conseguido el traje. Al acabar la fiesta estábamos muy felices porque conocimos chicas y quedamos en vernos a la salida de sus colegios. Le pasamos la voz a José Luis para regresar, para que nos contara de qué forma había conseguido el traje. En el camino se mantuvo callado ante nuestras preguntas, solo atinaba a reírse cuando para ensalzar nuestra vanidad decíamos que a Liliana le había gustado mi paso de salsa, que Katty le dijo a Pepe para que bailara tomándole la cintura y que Elizabeth, la niña de Lima, se había quedado embobada por los rizos 08

de Junior. El olor a flores se hacía cada vez más fuerte en él. Ante la insistencia de nuestras preguntas de cómo tenía ese terno nos detuvo con su voz calma y dulce. Cerca del puente que cruzaba la acequia nos dijo: «Yo tenía que venir a esta fiesta. Desde que Lucía cruzó la plaza con su madre derrotando el polvo que estaba bajo sus pies, sabía que ella era el amor. Aunque maltrechos y viejos, ustedes tenían traje, irían a la fiesta a bailar y conocer chicas, yo solo quería ir por mirarla vestida de blanco y ver cómo le quedaría el peinado que le hicieron en la peluquería. »Cuando ustedes se vinieron del entierro me quedé contemplando el cementerio. Los nombres en las cruces clavadas en la tierra me hicieron saber de la fugacidad de la vida. Me preguntaba cómo una simple tela


podría impedir que uno fuera al cumpleaños de la mujer que más amas. Yo le oí decir a don Lucho que cuando una mujer te ama, lo único que la viste es el amor que tiene en los ojos. Cuando oscurecía y me levantaba después de estar arrodillado orando por mis muertos y por nuestro buen amigo, me vino una idea loca. Don Lucho tenía puesto un terno recién comprado por su hija que nunca venía a visitarlo y que solo se apareció para el entierro y ni siquiera lloró. Lo estuve pensando y pensando, él lo entendería, iría a la fiesta con su terno. »Aprovechando el silencio y la oscuridad que reinaban, me acerqué al nicho, encontré una buena piedra con que derribar la lápida, logré abrirla, y cuando vi el cajón, no tuve miedo, los pernos no estaban en su sitio y la tapa estaba solo sobrepuesta. Jalé el ataúd hasta la mitad del nicho, abracé el cuerpo, lentamente lo llevé al suelo, y César Panduro Astorga

vi que su rostro estaba en paz. Antes de desnudarlo le recé media hora pidiéndole a él y a Dios que me perdonaran, que si yo hubiera sido él lo hubiera perdonado. Comencé a desvestirle, el saco y la camisa salieron fácilmente, los zapatos eran nuevos y no tenían medias, pero con el pantalón tuve problemas porque lo habían ajustado tan fuerte que me hice una herida con la hebilla de la correa. Cuando logré romper la correa, abrí el botón y me sorprendió que los muertos no usaran calzoncillo; don Lucho parecía dormidito; no lo dejé desnudo, le puse mi ropa que, aunque fea y vieja, le quedaba muy bien. En ningún momento paré de rezar, incluso le saqué el horrible algodón que tenía en sus narices y le acomodé el poco cabello que le quedó. El olor del formol estaba impregnado en la ropa. Entonces, como aquí no usamos perfumes, no tuve otra 09


alternativa que llevarme una corona de flores, deshojarlas y refregarlas por toda la tela. Camino a casa, solo pensaba en Lucía, pero también en ustedes. Yo tenía que ir a la fiesta, no me miren así, no se alejen, no doy miedo, entiéndanme, don Lucho hubiera hecho lo mismo». Cuando mi primo acabó de contarnos lo que hizo, ya Junior y Jorge se habían alejado corriendo. Solo Pepe y yo nos quedamos junto a él, perplejos y asustados en silencio, preguntándonos cómo un chico de quince años había logrado tal hazaña y cómo el amor cobraba tan cara aventura a las ilusiones de un adolescente. No sé ni por susto o pena no dormimos; mudo, mirando desde el puente la arena, se me borró la sonrisa del rostro por la tristeza que me dio mi primo y su locura. 10

Después de tantos años ahora lo entiendo; yo no tuve el valor con el que se puede enamorar a una mujer, nunca saqué a bailar a la chica que realmente me gustaba ni la esperé en la salida de su colegio. José Luis, en cambio, este sábado se casa con Lucía. No sabemos si usará el terno del quince.


ESTADÍSTICA En Suiza, 60,000 personas mueren cada año por consumir tabaco. En Alemania, 35,000 personas mueren cada año por ataque al corazón. En África, millones de seres humanos mueren de hambre. En el Perú, miles de seres humanos mueren en las pistas. Y aquí en Huacachina, soy el único ser humano que se muere de amor por ti.

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T Í A N O Q U I E RO QUE ME COMAN

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Mi padrastro me enseñó a temerle. La vida me enseñó a amarla hasta el punto de querer ser su hijo y tener los labios como higos por reventar sobre el rostro azul, no negro, porque mi tía y sus 14 hijos, no fueron negros fueron azules como el cielo que tiene sus nubes blancas como ellos tenían sus dientes que a cada instante se mostraban para celebrar la broma fecunda y sin culpa. Yo me moría de miedo cada vez que venía a casa, me escondía debajo de la cama, es más no comía, pensando que ella y los 4 negros (mis primos) con los que andaba me tragarían, porque eso me dijo mi padrastro, que los negros comían niños. Mordía mis uñas por el miedo, estrujaba la estampita de la virgen del tránsito para que se fueran rápido…un día sin aviso, como siempre, vino a la casa y me encontró. Yo abrí la puerta sin saber que era ella. Cerré la puerta ni bien supe que era ella. Mi madre me regañó por dejarla afuera cargando César Panduro Astorga

una canasta llena de frutas que siempre nos traía. Me obligó a pedirle disculpas, me puse delante de ella, mudo. Yo quería llorar, no por las reprensiones de mi madre, sino por el terror que sentía porque pensaba que en cualquier momento me iban a dar un mordiscón. De manera tierna mi tía me puso en sus piernas redondas y gruesas, no pude más, lloré, me tiré al piso, mi madre no entendía por qué hacía eso, me quiso dar un jalón, pero mi tía le dijo que me dejara…me preguntó por qué le tenía miedo, miré a sus ojos dulces, le respondí, porque iba a comerme, lejos de fruncir el ceño o lanzar una mirada castigadora a mi madre, rio estruendosamente, le dio tanta risa que mi madre tuvo que traer agua para que tomara porque se había puesto roja. Me llevó otra vez sobre su falda de tela vieja, sus dedos entre las chancletas eran de barro. La chacra los había endurecido. cuarteado. Me dio un beso. Me preguntó 13


quién me enseñó que ella comía. No dudé en decirle que mi padrastro. Vi su cara de cólera. Miró a mi madre. “ese malvado, no basta con pegarle al chico, sino que le enseña tonterías”. Volvió a reír. Le pidió a mi madre llevarme a Los Molinos. Le rogué a mi madre con la mirada que no me dejara ir. Ahora sí me iba a comer. Mi padrastro siempre peleaba con mi madre por mí. Para congraciarse me dijo que la ayudara a llevar sus bolsas hasta su casa. Allá dormirás. Sin restañar fui hacia mi cuarto, saqué un short y un polo. Quise despedirme de mi hermano, pedirle disculpas por las veces que le pegué. Todo el camino lloré. Mi tía me hacía caricias. Al llegar, 4 negros, recibieron a su primo con alegría. Ahorita me comen. Con más fuerza empuñaba la estampita de la virgen del tránsito. No decía ni tus ni mus. Me abracé a mi tía. Uno de sus hijos me hizo llorar. ¡No jodan al chico! gritó y se puso a cocinar. Mi silencio la conmovió. 14

Quizá ya en ese entonces mi cara era triste. Mientras pelaba el conejo que especialmente mató para mí, hablaba sobre mamá, que como era posible que ese hombre le pegara, que me enseñara a odiar a su sangre. No le decía nada, la vi romper con sus manos ramas secas para meterlas al fogón. Mi tío se sorprendió de verme en la cocina. ¿Se va a quedar? Claro. El miedo me subió por los pies. Mi tío era un negro corpulento, de manos gruesas y de olor penetrante. Fidel, sabes que nuestro sobrino piensa que lo vamos a comer. Mi tía río. Mi tío no. Eso me asustó mucho más. Si mi tía había matado y pelado con facilidad al conejo, mi tío lo haría ahora conmigo…bueno hay que comerlo para la cena. Mi tío, me contó después que le quiñó el ojo a mi tía, para que respondiera nada, movió la cabeza. Mis primos llegaron. Yo no comí. Mi tío, dijo a todos que habría una cena especial. Quise suplicarles que no me comieran. Mi tío rio al


ver mi cara de susto. Quise huir. Saltar la quincha y ahogarme en La Achirana. Eso era mejor que morir despedazado. Yo tenía 8 años. Lo mejor que hice fue quedarme viendo el pacae grande. Ahí supe la forma del árbol cuyos frutos mi tía nos llevaba a casa para que lo comiéramos como si fueran algodones dulces. Era realmente grande y gris. El cielo era azul. El agua era azul. Yo era morado. Me quisieron llevar a la chacra. Les dije que no. Mi tía se quedó viéndome. Estuve viendo todo el rato el pacae. La noche llegó. En ese entonces los Molinos no tenía luz eléctrica. La mesa larga de mi tía donde entraban sus 14 negros, por razones que solo la genética puede explicar, no tuvo ninguna hija, ninguno murió en los primeros años de vida, ninguno llegó a ser médico ni ingeniero, como me pedía mi tía que fuera, porque yo tenía la suerte de ir al colegio. No pude ver sus caras. Los lamparines no eran muchos. Veía sus César Panduro Astorga

risas. Mi tía se preocupó. No quise comer otra vez…Mi tío, les dijo a todos que esta noche me comerían. Todos se callaron. Estalló la risa, pepo se atragantó. Fefo, el menor me miró asombrado. ¡A su primo les han dicho que en esta casa se comen a los niños!...Pedro, le increpó mi tía…Carajos mujer, estoy bromeando. Mi tío, que no era cariñoso ni con sus hijos, me agarró la cabeza. ¡Acá nadie come a nadie! Luego soltó una carcajada. Cenaron hablando sobre cosas del campo. Yo veía el fuego de los lamparines temblar haciendo eco de mis piernas. La noche sería larga, oscura, con muchas aves pasando por encima del techo de barro y carrizo. Si no me habían comido en la cena, seguía pensando, lo harían en el desayuno. Mi tía vino a hacerme dormir. Me habló de mi abuela, la “chola” que tuvo al igual que ella 14 partos ininterrumpidos, algunos murieron, algunos salieron blancos, la mayoría como tú hijito, trigueños, con 15


todo el sol acumulándose en la piel…mi tía se fue, sus pasos se derrumbaron, la noche pasó como un pájaro, ni el cuco que según mi padrastro, era negro, vino a mi cama. Soñé que era negro, un hijo más de mi tía. Desperté, abriendo mi corazón al día, mi tía curtía el desayuno con su sudor, la acompañé donde una amiga, orgullosamente me llevaba de la mano, probablemente sabía que necesitaba cariño y me lo dio a raudales. Me quedé tres días en su casa. Me acostumbré rápidamente a su cariño. Con pesar volví a la rutina de ver mi madre pelear con mi padrastro. Con ansias cada vez que la puerta daba ruidos, salía a ver si era mi tía. Mis primos en cada santo que íbamos a los molinos hacían que yo dijera “que iban a comerme”. Todos reían recordando al niño de 8 años que aprendió con ellos que el alma tenía el color de mi tía. Fui a todos los santos donde lloraba porque sus 16 negros le cantaban “happy 16

verde” al unísono, fui al entierro de mi tío al que mi tía recordó siempre con la canción de Lucha Reyes que le dedicó cuando llevaba comida a mi abuelo en la hacienda de los Malatesta, vi inundar su corazón de pena y desbordarse como el río que esa vez se llevó todos sus animales, incluido el majo, “perro de miera, parece tu marido, ah perdón, yo soy tu marido” decía mi tío, vi entristecer su cabello, como el mío, ahora que su recuerdo sale a saludarme, como lo hacía con gozo, matando sus mejores animales que en mi estómago la lloran.


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U N C A M IONCITO EN NAVID AD

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Mamá siempre se pareció a papá Noel, no por su gordura que mucha carne tenía sino por ese vestido rojo que su jefa obligaba ponérselo de lunes a domingo, porque mamá cuando papá se fue dejando deudas, un feo apellido, para no volver más, tuvo como decía ella, en el fragor de sus rabias, sacarse la mierda para que los tres pudiéramos ir al colegio a no ser bulto como ella decía mientras revisaba nuestros cuadernos y jalaba nuestras orejas. Mamá nunca tuvo tiempo para ella ni para acariciarnos, pero una tarde supe de su inmenso amor por nosotros. Yo la odiaba. Quería que se muriera porque nunca nos daba una caricia. El trabajo la hacía trizas. Despertando a los gallos para que la ayudaran a hervir la avena y comprar los 7 panes que teníamos que comer exactamente a las 6 y 30 a.m. hacerle un espacio en nuestro cuerpo a esa harina que entraba licuada con hierbas que César Panduro Astorga

pintaban el agua de amarillo. Esa tarde la vi por fin sentarse a descansar, abrir una revista, mirarse las uñas, no con vanidad. Con tristeza. El vestido rojo tenía un tono dulce. Era mi madre. Una inmensa bola de carne sostenida por dos piececitos rotos por la fatiga de estar parada de sol a sol. Se paró. Cerró la revista. Salió. Fue en vano esperarla dormidos. Era simplemente otra noche más en casa, en las demás luces rojas y azules parpadeaban una palabra dolorosa para nosotros: navidad. Mamá como en años anteriores la pasaría trabajando porque su jefa que por esos días se ponía piadosa le pagaba el doble por hacer cuádruple labor. Yo sabía qué hacer cada noche. Mi madre me envejeció a los 7 años. Corrí las cortinas. Canté una canción a mi hermana, me abrazó y durmió. Grité a mi hermano por abrir las cortinas y ver a los niños reventar cohetes. Me miró con dolor. No he podido olvidar esa mirada. Mi 19


voz se hizo triste para pedirle por favor que fuera a dormir. Me pidió que me echara con él. Con esperanzas me dijo esa noche que nuestros hijos sí tendrían juguetes. Yo dejé que hablara porque por primera vez lo veía feliz pensando a futuro. Sus párpados se juntaron como sus manitos que saqué de mi cuello. Sonaron las bombardas. Otra navidad que pasaríamos los tres solos. De pronto la puerta se abrió. Yo me hice el dormido. A mamá le disgustaba mucho encontrarme viendo televisión. Demoró en entrar. Traía unos regalitos envueltos para nosotros. Primero fue donde mi hermana. Dejó al costado de su almohada una muñequita barata. Luego fue donde mi hermano. Le dejó al costado de sus piernas la metralleta que tanto soñaba. Yo la veía asombrado, porque mientras caminaba su sonrisa era alegre, tierna, mi madre haciendo un esfuerzo en sus dos piernas gordas, con varices que negreaban 20

sus pantorrillas, era feliz. Vino hacia mí. Dejó un camioncito verde de plástico. Al otro día mi hermana peinaba a su muñeca. Mi hermano en el corral daba balazos imaginarios a las palomas que surcaba el cielo que esa mañana fue azul para ellos. Para mí fue verde porque mi camioncito me sirvió para cargar mis sueños. Agradecí siempre a mi madre regalarme sus gotas de sudor en forma de un camioncito que se fue destartalando porque mi hermano cargaba según él la tierra de nuestra casa. Lo admito hasta ahora no entiendo la navidad. O al menos no entiendo por qué se deben dar regalos. Yo solo quería imitar lo que la televisión nos enseñaba. Tomar chocolate caliente en pleno verano, mirar detrás de las ventanas nieve no la arena que todos los días tenía que limpiar porque pobre de mí que mamá encontrase polvo en el umbral de su casa. Tener renos en vez de ratones que celebraban con nosotros la


navidad. Tener a mi madre sin esa burla roja sobre su cuerpo, que riera como papa Noel, contenta de no ir a trabajar toda la noche. Quería que mi mamá también pudiera abrir su regalo como en las películas que veíamos cuando mamá nos premiaba al menos una vez al año con tener encendida la televisión hasta la hora que quisiéramos. Mi camioncito verde se destartaló junto a mis chancletas. Nunca le conté a mamá que vi su inmensa bondad caminar de una cama a otra para dejar su sudor en formas de regalo. Mañana es navidad y soy sincero hasta ahora no la entiendo

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DESP UÉS D EL QUINCE

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Su casa es muy linda, no como la mía. El jardín es inmenso. En él varias familias de mi barrio viviríamos. La residencial es bonita pero silenciosa. Solo se escucha pájaros, que aquí son abundantes, porque hay muchos árboles. No quiero volver a contarle nada. La semana pasada me fui muy triste. ¿Le divierte que le cuente mi vida? ¿Por qué quiere que siga contando mi vida? No quiero café, mi madre dice que a uno lo vuelve loco. No se ría, mi madre es sabia. No en vano la gente de mi barrio va a pedirle consejos. Si, admito que es chismosa. Pero qué le queda. Así se divierte. No quiero ser malcriado, pero no quiero contarle nada. ¿Qué si hay cosas alegres en mi familia? ¡Claro que no! Mentira. Hay seres alegres: mi primo José Luis. Ya no vive con nosotros. ¿No querrá hacer un libro con César Panduro Astorga

lo que estoy contándole no? Mi abuela nos llevó a Los Molinos un tiempo, porque el barrio estaba muy maleado. En realidad nos llevó a trabajar en la hacienda de los Sabbatini. Íbamos por la tarde. En la mañana asistíamos al colegio. Desde que llegamos, José Luis persiguió y se enamoró de Lucía. Yo detestaba a esa chica no solo porque era espesa, era creída. Un día nos invitó a su quinceañero, pero nos advirtió que si no teníamos terno ni nos acercáramos. No queríamos ir, pero terminamos yendo porque queríamos conocer chicas. Mi primo no iba a ir, porque no tenía terno. Se apareció en la fiesta con un terno nuevecito. Nos sorprendió. Yo pensé que había robado para alquilar un traje. A la hora del bouquet se lanzó como si fuera un gran arquero y lo tomó entre sus manos. Bailó con Lucía. 23


Al regresar nos contó que ese terno azul pertenecía a un muerto. Que en el cementerio siempre entierran a gente que usa ternos. Yo me asusté y luego reí. José Luis pensó que ese terno cambiaría su vida porque Lucía bailó con él. Dijo que la esperará a la salida del colegio. El lunes volvió a su realidad. El desdén de Lucía se hizo más grande, ya que ni siquiera lo saludó. Mi primo la perseguía hasta con la mirada. Un día él se fue. No sabíamos dónde estaba. Mi madre, como siempre, recibiendo a los hijos de sus hermanas que se iban muriendo. Lo extrañó a mares. Varias veces encontré a mamá viendo la foto donde estábamos niños y bellos en el parque de la Unidad vecinal. Comenzamos a olvidarlo. Mi madre no. No voy a negarlo, pensaba en él, porque lo extrañaba. Sentía nostalgia 24

porque no tenía con quién pelear. Esa mañana, un carro negro lujoso se estacionó delante de nuestra casa. Un auto así era muy extraño por nuestro barrio. Primero bajó un hombre gordo enternao. Mi madre, ni bien bajó la otra persona, salió disparada gritando José Luis. ¿José Luis? Era él. Pero ya otro. Mi madre lo abrazó, llenó de besos su cara. Era extraño. A cada uno de nosotros nos abrazó. Yo era más cercano en su memoria: al abrazarme lloró. Nos contó que no quería quedarse en Los Molinos ni tampoco ser una carga para mi madre. En medio de los tragos confesó que no aguantó el desplante de Lucía. También dijo que al llegar a Lima se metió al ejército, que le pegaron la primera noche. Aguantó no solo golpes sino las burlas que suboficiales y cabos hacían a los perros, es decir, a los nuevos.


Su apellido llamó la atención del capitán. Muñoz, ¿de Ica? Si mí capitán. Un ojo hinchado lo salvó. ¡Quién mierda ha tocado a este muchacho! ¡González, si lo vuelven a tocar tú pagas pato! Nadie le pegó. José Luis quería agradecerle, pero hablar con el capitán era imposible. El capitán, pasando revista a su tropa, le preguntó: ¿De qué parte de Ica eres? De Chavalina mi capitán. ¿De Los Molinos? Claro, los Muñoz somos de allá. Yo soy Muñoz, mi capitán, pero de los pobres. El capitán lanzó una carcajada. José Luis tuvo suerte al conocerlo. Al terminar su servicio no tuvo dónde ir. El capitán le dijo que se fuera a trabajar con él en una empresa de seguridad. —Yo no quiero que me pague mi capitán, quiero que me haga estudiar.

César Panduro Astorga

Él mismo no sabe cómo ingresó a Economía en San Marcos. En Los Molinos, cuando nos preguntaban cuánto era dos por tres entrabamos a un problema existencial. El primer ciclo José Luis repitió todos los cursos. No dormía por las noches porque tenía que cuidar casas o negocios. Llegaba a clase cansado. Lima era terrible. En el cuartel sabía por otros cómo llegar. En medio de tanta locura y carros se asustó. No le entraba nada, por más que puso empeño en aprender al menos sumas y restas. Una compañera se compadeció. Él no se enamoró; ella sí. La enamoró su humildad y su humor. Fue ella quien le consiguió que comiera gratis en el comedor. Fue ella la que hizo que mi primo, por primera vez, supiera dividir sin problema. Fue ella quien hizo todo el proyecto para que el Banco Mundial les diera una beca de estudios en esa universidad gringa que 25


recibía a latinos talentosos. —Cuando llegué a los Estados Unidos me sentí un extraterrestre. Los edificios eran tan grandes que sus sombras oscurecían calles enteras. Paolita se reía de mi provincianismo. Ella sabía inglés. Hacía casi todo. Yo solo daba ideas. No se rían. El proyecto fue genial a los ojos de los gringos. Nos quedábamos varias horas en la biblioteca de la Ciudad universitaria. Un par de veces fuimos a pasear por la ciudad. Yo casi me muero en el invierno. Nunca había visto el hielo caer como algodones sobre el césped. En uno de esos paseos vimos el festejo de un quinceañero. Paolita rio hasta hacerme sentir vergüenza cuando le conté cómo fui al quince de Lucía. Ella, muy inteligente, observó que muchos detalles que le conté no eran tomados en cuenta.

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» Quizá por exotismo comenzaron a contratarnos. Es que Paolita era muy inteligente. Cocinaba muy bien, hablaba inglés muy bonito. Contactó a otros estudiantes y comenzamos a atender toda clase de fiestas. Mi trabajo era muy sencillo: recibir en la puerta a los invitados. A un cubano le dio mucha risa mi acento. “Oye chico, de dónde eres tú. De Chavalina. ¿Ese lugar existe? Sí, ahí vive mi abuela”. Rió. Volvió a reír no solo de mi acento, sino de la forma de mi traje. » Paolita pensó que se burlaba de mí. El cubano era un cantante olvidado y sin trabajo. Volvió a cantar, pero con nosotros. » Ya no era solo comida lo que ofrecíamos. Varias veces hizo llorar a la gente (esa sí fue idea mía) cantando las canciones más nostálgicas de cada país. Así fuimos creciendo. Paolita se enamoró del cubano.


El cubano, no. » Regresó destrozada. Quedé a cargo de todo. Yo ya no pude regresar. Al inicio no supe qué hacer. Paolita se encargaba desde comprar un alfiler hasta seleccionar qué muchachos iban a salir disfrazados de militares, porque para suerte de nosotros, “Quinceañera”, la novela mexicana, era vista por todos los latinos y todos querían que sus hijas tuvieran una fiesta igualita a la de la novela. » Aprendí a decir no. El cubano se fue. Vino otro. Fui haciendo plata. Pero me sentía solo. Estuve a punto de regresar y dejarlo todo. Primo, tú que eres al que más quiero, dime qué ha sido de Lucía, me sorprendió. En medio de una borrachera, en la que estamos celebrando la vuelta a la vida de un hermano, cómo se le ocurrió preguntar eso. César Panduro Astorga

—José Luis, ya se habrá casado; además, debe estar gorda. —Nunca la olvidé. Ni en el ejército. Ni allá, ni acá. Quiero ir a verla o saber qué fue de ella. Lo que le estoy contando, ocurrió. Su chofer nos invitó a subir al carro. Fuimos solo él y yo. El camino a Los Molinos seguía seco y polvoso. Mientras pasábamos los cerros azules y los campos verdes aparecieron en el rostro de mi primo lágrimas que bajaban como el agua en diciembre. Todo seguía igual, incluso el hambre. Nadie reconoció a José Luis. Nadie quiso creer que ese hombre elegante era él. Seguía linda. ¡Lucía!, grité. Ella dio la vuelta. Era otra. No la adolescente a quien miraba con desdén. Quizá la vida la había golpeado. Sonrió como un arcoíris.

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—¡Te acuerdas del chico que despreciaste! —Primo, cállate —dijo José Luis con nerviosismo. Luego continuó—: Hola Lucía, qué suerte volver a verte. Yo me retiré y los dejé hablar. A escondidas fue a verla muchas veces. A escondidas la enamoró. Un día vino diciéndole a mi madre que lo acompañara primero a comprar ropa, y luego a pedir la mano de Lucía. Nos reímos. En el camino mi primo estuvo muy nervioso. Trajo desde Lima un anillo de oro grueso que tenía un corazón. Lucía dijo que sí. Que lo quería porque era bueno. Porque además la historia que me contó tu primo me enamoró, José Luis. Ir a mi quinceañero con la ropa de un muerto solo lo hace un hombre enamorado. José Luis me miró asombrado. Se casaron y se fueron. A 28

veces viene. En navidad llama. Manda dinero a mamá. Creo que es un hombre feliz.


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KOL L A

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La Panamericana es una serpiente negra que va curvando su cuerpo sobre la arena. Miras los árboles, te preguntas cómo pueden crecer sin que nadie los riegue, sin que nadie los cuide. Tú no te mueves. Estos árboles niegan al desierto que albergas en tu alma. Estas datileras caen sus frutos sin que haya boca quien los coma. El bus sigue avanzando, corriendo como aquella vez que viste a Kolla correr, esquivando guachimanes, los baches, la calle Castrovirreyna que se estrechaba. Lo viste tomar el pasaje Puno y llegar al río. Lo viste cerrar los ojos, como cuando cabeceaba la pelota. Cerraba los ojos para pensar que no robaba, sino que volvía a jugar en aquel arenal junto a la acequia donde nadie podía alcanzarlo. La escena aparece clara como el agua nueva: Kolla, el cuerpo enjuto, lleno de acné César Panduro Astorga

y fracasos a su edad, con la mirada expectante, buscando con el radar de sus zapatillas blancas a una víctima. La calle Callao luce desolada. Algunos carros pasan echando humo. El vendedor de periódico guardado en su bunker de madera vende noticias que pasado el mediodía todos olvidarán. Pero ahora estamos cerca de una escena policial. kolla se mete el palito de fósforo entre los dientes. No hay nadie a la vista para robar. Son las once de la mañana y el sol empieza a crecer su sombra al otro lado de la vereda. De pronto se le presenta la virgencita. Como un regalo de Sarita Colonia aparece la víctima. Es la persona ideal para dejarse robar sin que haya gritos ni resistencia. La anciana ha salido del Banco de Crédito 31


y tiene colgada la cartera en su mano izquierda. Camina a tres kilómetros por año. No podrá correr. Solo sentirá el empujón. kolla mira ambos lados, va hacia la esquina a percatarse que no haya ningún guachimán cerca. La virgencita lo sigue iluminando. No hay nadie. El sol le dice que tiene que pensar qué calles tomar. La anciana saca un pañuelo, se seca el sudor que el sol hace brotar de su piel. Con arrugas y soledad cruza lentamente, carga los años que llueven nieve en su cabello, distraída de sí misma. Sus pies conocen los baches de estas veredas. Los esquiva. Llega a la esquina y sucede. Él se acerca y le arrancha la cartera. Ella se queda muda, temblorosa. Gracias a Dios no cae al suelo. Nerviosa aún se percata de que su cartera ya no está como un órgano más atado a su mano. Luego de dos segundos logra percibir unas zapatillas blancas que empiezan a alejarse rápidamente. Lo mira: 32

el muchacho tiene la cartera colgando de sus manos. Quiere gritar pero piensa para qué. Se recuesta a la pared que arde su faz al sol. Al voltear la esquina kolla quiere detenerse pero no puede. Unos hombres que venían detrás de la anciana empiezan a seguirlo. Él corre con el corazón a punto de salirse por el temor. La gente empieza a gritar que lo agarren. Sigue corriendo. El milagro aparece. El pasaje que le lleva al río está ausente de pasos y mirones. Los hombres le pierden rastro. Él cruza de una orilla a otra, atraviesa la avenida 7 y se siente seguro. Sabe que no lo seguirán. Llega a su barrio. Se ha metido la cartera debajo del polo. No quiere compartir el esfuerzo con nadie.


Como una ceremonia desliza su mano sobre el cierre del bolso. Está ansioso de saber cuánta plata habrá ahí adentro. Abre los dientes del cierre. Lo primero que encuentra es una imagen del Señor de Luren y la arroja al suelo. Hurga desesperadamente entre los papeles el dinero que justificará esa corrida por las calles de su ciudad, pero no encuentra nada. Voltea el bolso y lo agita para que caiga algo. Ofuscación. Ni un solo céntimo. Su ambición le dice que busque bien, que la vieja de repente ha hecho un bolsillo especial a su cartera. Saca la cuchilla que lleva ceñida a la cintura y comienza a darle cuchillazos al bolso, pero ninguna moneda anuncia su sonido. Se seca el sudor que no pudo secarse mientras corría. Mira la imagen del Señor de Luren tirada en el suelo y le da rabia haber corrido en vano, sin recibir ni una sola moneda por su esfuerzo. Ahí, agotado, recién empieza a pensar en la vieja que César Panduro Astorga

sigue mirando en las paredes las caricias del sol.

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CANITO A F RAN CI SCO MASSA PARDO

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La abuela siempre lo acariciaba y le escogía las mejores uvas para que las comiera. En el corral jugaba a las espadas con los carrizos que crecían junto a la quincha. Cuando venía el agua por la acequia, era rutina encontrarlo todas las tardes bañando a los patos y secando en la arena bolas de barro para arrojárnoslas a la cara por si lo espiábamos. Una vez, por bañarse hasta tarde en la acequia, casi le da pulmonía. En la madrugada empezó a respirar como si fuera un pez. Mamá no escuchaba el sonido que salía de sus pulmones porque el cansancio del trabajo le dejaba el sueño muy pesado. Como él y yo dormíamos en la misma cama, esa noche tuve que auxiliarlo. Sus ojos rojos, su piel goteada por la fiebre y esa tos terrible me asustaron. Lo único que hice fue abrigarlo con la colcha y pedirle César Panduro Astorga

que no se muriera mientras le calentaba las manos. A pesar de la poca llama con que ardía el lamparín, pude calentarle los pies con el humo que salía de la combustión de la mecha. Poco a poco mi hermano fue restableciéndose y quedándose dormidito. Toda la madrugada estuve palpando con mi oído el reloj de sus latidos hasta que también me dormí. Al amanecer, él ya estaba levantado antes que yo. Fui a ver cómo estaba; lo encontré en la mesa, bebiendo el té y comiendo los panes que mamá nos repartía en el desayuno. Cada primero de noviembre los niños del barrio íbamos al cementerio a trabajar. Desde muy temprano, los baldes y los trapos que usaríamos para limpiar las tumbas y los nichos debían estar listos. Kiko y Nene, como eran los más grandes, llevarían las escaleras y los tarros de pintura para restaurar los nombres en las lápidas o cambiar epitafios. Mi madre me 35


regaló el galón amarillo del aceite. Le hice una abertura a la altura del asa por donde se me haría más fácil llenar y llevar más agua. Al llegar, otros niños ya estaban antes que nosotros. Como el cementerio tenía un solo caño, la cola para verter el agua en los recipientes era larga. Por eso, el más abusivo era el que salía primero a punta de amenazas y empujones. A mí me gustaba trabajar en el cementerio viejo porque los árboles que estaban en el pasadizo me daban sombra; además, no iba mucha gente y la poca que venía era muy mayor. Estos llegaban casi siempre solos, con el cabello cano, mojado y peinado para atrás, la espalda encorvada, queriendo regresar al pasado, y los ojos grises llenos de agua y recuerdo. Ellos nos mandaban a que encontráramos el nicho de sus familiares; para eso se tenía que trepar los muros, limpiar con el 36

trapo el polvo del aire que había muerto sobre las lápidas. Al hallar a su muerto se persignaban y nos pedían que rezáramos junto a ellos. Algunos lloraban, otros solo oraban y miraban al cielo. Recuerdo que Pepito, un borrachito que acostumbraba pasar todos los días por la vereda de mi casa, dijo, ante la tumba de su madre: ¿por qué no me llevaste? Y mientras escuchaba sus sollozos comprendí la soledad de ese anciano a quien molestábamos propinándole lapos en su calva. A Pepito no le cobré, lo acompañé hasta la puerta y le di un abrazo de despedida; él ni siquiera notó que había introducido los dos soles que me habían pagado por limpiar el gras que estaba sobre una tumba en el bolsillo de su saco raído y gastado por el tiempo. Al regresar, traje algunas flores que recolecté de las tumbas vecinas a la madre del anciano, y se las puse en su nicho.


A pesar del silencio y la tristeza, las margaritas crecían en los maceteros que estaban colocados al lado de la tumbas de las familias más pudientes. La paz muchas veces no deja ganancias económicas, y el cementerio viejo no escapaba a esa ley. Así es que tuve que pasarme al nuevo. Me acercaba a mucha gente y les decía: señora, agua, escalera. Algunos respondían de manera negativa, otros accedían y no pocos ni respondían, ni nos miraban siquiera. Cuando una persona solicitaba nuestros servicios era una inmensa alegría. Hallado el nicho, teníamos que retirar las flores secas del olvido, botar el agua fangosa, cortar los tallos, adornar las rosas, las lluvias o los clave les, cuidar que el nombre del difunto no se escondiera entre los pétalos, esperar a que terminara de rezar la señora o señor, César Panduro Astorga

mirarlos a los ojos con dulzura, queriendo causar en ellos compasión, y pedirles el pago que siempre era a su voluntad. Las monedas que me daban las guardaba en la bolsa que mi hermana tejió en mi calzoncillo para que los más grandes no me robaran. Mi hermano, por ser el más blanco y risueño de todos, era el que se ganaba la simpatía de las personas que iban a visitar a sus difuntos. Nunca supimos si el pregón con el que hacía reír a la gente era suyo. Él, sin ninguna vergüenza, gritaba a voz en cuello: ¡Limpio nicho saco al muerto lo lavo, lo peino lo llevo al cineeee! La gente se reía y lo llamaba, o le hacían señas para que pusiera agua o subiera con la escalera a nichos más altos a retirar el polvo y poner flores. Era tan sabido 37


que al voltear los familiares sacaba la mitad de las flores, las ataba a un hilo y las vendía a las floristas, que luego las ofrecían a menor costo que las normales a los que solo podían conseguirlas a ese precio. Toda la mañana transcurría en la espera de un nuevo cliente; el sol crecía su furia al mediodía, y en la tarde la sombra ensanchaba su cuerpo en la arena. En el arenal que estaba detrás del cementerio, a veces los grandes improvisaban partidos de fútbol. Cuando Kiko y Nene jugaban, teníamos que esperar a que terminara el partido. Lo sorprendente fue que una vez, para hacer los arcos, sacaron las cruces de los difuntos que estaban en la parte izquierda del cementerio viejo, donde nadie iba a poner flores. Le dije a mi hermano que mirara con atención los arcos, me respondió que no pasaba nada, que a esos muertos ya nadie los lloraba. 38

Cuando la luz de la tarde empezaba a morirse en el mar, era hora de regresar. Para llegar antes de que la luna creciera en los cabellos de la noche, cortábamos camino subiendo y cruzando la duna Saraja. Las escaleras de eucalipto no pesaban mucho, así que era fácil cargarlas entre todos. En fila india, por el lado que mira a la carretera, subíamos. La paraca le formaba crines a la duna y los pies se nos hundían en la arena que a esa hora se ponía fría. Al cruzar por la duna, la ciudad aparecía con sus torres y sus miedos. Descendíamos lentamente con los zapatos y las sandalias en las manos. Al llegar al suelo, sacudíamos el olor a muerto. Era costumbre, antes de llegar a casa, comprar el pan y la mantequilla en la panadería. Al tocar la puerta, a veces mamá nos recibía con alegría, y otras con los lentes negros, señal que me esperaría una noche larga junto a ella.


CĂŠsar Panduro Astorga

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SOFÍA A CAROLI N A PALOMI NO BENDEZ Ú

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La vejez me tomó de improviso. Una mañana desperté con 60 años, tres hijos y una mujer que nunca amé. En mi época universitaria dejé Literatura y me pasé a Economía. No sé si fue acertada esa decisión, pero los que se quedaron nunca fueron a restaurantes caros. A veces iba a las presentaciones de sus libros, no porque me gustaran sino por beneficencia. Compraba varios ejemplares que después regalaba o quemaba porque sentía envidia de su valentía al soportar una carrera que no les daba ni para el desayuno. Enseñar en la universidad fue parte de la estrategia de hacerme un nombre y mejorar mis expedientes de trabajo, pero resultó que en economía, cuando envejeces, ya no sirves. Ser «profesor» terminó siendo mi oficio principal. Odiaba a casi todos mis alumnos.

César Panduro Astorga

Los veía comerse unos a otros por notas, por novias. Para ellos yo era el malhumorado que hacía añicos su falacia universitaria. La ansiedad porque pasaran los minutos irritaba mis días. Sin embargo, tenía una isla: el cafetín de la facultad. Iba allí, por cuestiones que nunca supe, a leer poesía, como si fuera un colegial o el muchacho que descubre un verso que puede cambiar su vida. Lejos del bullicio y de la presión que producen una casa, mis ojos volvían a ser niños y despertaba al poeta que nunca me perdonó que lo escondiera en mi interior. Una mañana, por el apuro de ir a dictar clase, dejé olvidado mi libro de Alberto Caeiro. Me di cuenta, al regresar a mi escritorio, que había un vacío grande en mi maleta. Me entristeció perderlo; los que aman los libros saben lo terrible que es perder uno querido. La culpa por no saber cuidarlo me persiguió toda esa noche. Trataba de recordar dónde lo había 41


puesto y solo aparecían su lomo negro y el detalle del árbol en su portada mirándome. Las esperanzas de encontrarlo se fueron diluyendo, porque a pesar de que tenía mi sello y dirección en la tercera hoja de su cuerpo, un profesor como yo no debe esperar favores de quienes odia. En clase quería preguntarles por mi libro, pero sería señal de ingenuidad; además, tenía la ligera sospecha de que se burlarían. Crucé el patio. En el camino me detuvo un ceibo cuya sombra semejaba una nube. Otra vez queriendo ser poeta, me dije. Llegué al café. Y llegó Sofía. Era la mesera que en mi deseo de no hablar con nadie ni mirar a nadie, las veces que iba allí, amablemente me atendía, aunque nunca le daba las gracias ni le dejaba propina. Los economistas tenemos un horrible defecto: el de no querer gastar nada, ni los sueños; todo lo ahorramos, hasta los afectos. 42

«Profesor, olvidó su libro», me dijo, y mientras hablaba, por primera vez la vi. Llevaba el cabello como manantial amarrado. Sus manos finísimas y blancas hacían juego con el libro negro. Al entregármelo, me entusiasmó tanto que quise tomarlas, pero eso la habría asustado. Quise pagarle, pero qué tonto fui al hacer eso. Me dijo que no, que siempre me veía y por eso lo guardó. ¿Qué siempre me veía? ¿Cómo era eso? Ingenuidades de viejo, me dije. Soy un cliente más, cómo no va a reconocer a un hombre que viene todos los días a tomar café. Al irse, su presencia se hizo humo de café. Abrí el libro. Las mismas letras con mis anotaciones. Busqué los poemas que quise leer. El poema con su cuerpo erecto para que lo recorriera me dio una sorpresa. Alguien había hecho una nota sobre él. Una rayita que le daba otro aspecto al poema.


Quise preguntarle si ella había anotado esa línea al costado del verso que más me gustaba. Durante dos días miré obseso la hoja. ¿Por qué precisamente en ese verso? ¿Por qué ella? ¿Ella? En los días siguientes me limité a saludarla y ella a servirme el café y a no cobrarme. Le dije que no permitiría eso. Pero fue en vano. «A usted, como a mí, le gusta la poesía», me dijo. Me convencí de que ella había escrito sobre la hoja: Todos tenemos un árbol. «¿Lees poesía?». Sofía no era una lectora voraz, pero lo poco que leía eran libros de poesía. A veces somos cercanos sin conocer a las personas; alguien que lea poesía en estos tiempos es cercana a mí porque sé que es sensible dentro de un mundo de insensibles. «La leo y la escribo», me respondió. Yo, un viejo profesor de economía, lo único que le dije fue: «Es una enfermedad que empieza a tu edad». Lejos de molestarla, sonrió. Pero su sonrisa fue misteriosa. Regresé a casa. César Panduro Astorga

Era el cumpleaños de mi segundo hijo y tenía que fingir alegría. Ella estaba en mi saco, porque el libro de Caeiro aún contenía su olor, o era lo que yo creía. Fui decidido a ser su amigo y hablar de poesía, pero en el auto, mientras un bolero de los Panchos hacía soportable el paisaje de la ciudad, se desvanecieron las ganas de invitarla a caminar. ¿Caminar? ¿Quién camina en estos tiempos? No pude soportar ver a mis alumnos. Interrumpí las clases y les dije que se fueran. Crucé el patio. La sombra del ceibo ahora parecía un pájaro gordo. « ¿Sofía, usted tiene tiempo para caminar?». Otra vez su sonrisa misteriosa ocultó todo. Me dio la respuesta en un sobre de azúcar: «El sábado por la tarde. A las tres. Lleve un libro de poesía, yo llevaré mis poemas». ¿Sábado a las tres? Si tenía que ir con mi 43


mujer a uno de esos almuerzos en que todos se odian y en los que se esperan errores para criticar la organización. Le dije a mi esposa que fuera sola. Por supuesto que a regañadientes, pero creyó la reunión del círculo académico, porque en 35 años de casados nunca salí sin ella. Hacía mucho que no me miraba al espejo. Un hombre de 60 años siente nostalgia porque su piel un día fue tersa y porque su cabello no tuvo las nieves que ahora cuelgan como lágrimas de hielo. Me puse el saco marrón que siempre uso. No fui en auto porque mi esposa se lo llevó. Me encontré con ella en un parque. «Esta ciudad no merece que leamos poesía en sus calles», le dije. Fuimos a una placita, de esas que solo se encuentran en postales amarillentas. Nos sentamos en una banca. La sombra de un frondoso árbol nos cobijó.

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«¿Por qué escribiste sobre mi libro?», pregunté. «¿Le molestó?», contestó Sofía. Me trató de usted. Le dije que no, que simplemente quería saber el porqué. Su mirada cayó sobre la acera. Un picaflor se puso delante de nosotros. «Porque me enterneció que alguien diga que “ser poeta es mi manera de estar solo”». Y como si hubiera intuido mi soledad, me miró a los ojos con pupilas bondadosas, como un lago por desbordar, y agregó: «porque estamos desamparados». Todo fue silencio. Le dije que mirara el cielo. Rio. «¿Por qué te gusta la poesía?». «Porque me desnuda», respondió. «Y además porque me da regalos como usted». «¿Yo un regalo?». «Porque es el único profesor que no ha querido enamorarme y del que yo he aprendido mucho». Sus palabras me ruborizaron; no quise seguir preguntando. Ninguno de los dijo algo. Ninguno de los dos quiso irse. Un viejo de


60 años no quería dejar de contemplar la piel manzana de una joven que leía poesía. El cielo caía a pedazos por sus cabellos. Le dije que regresemos. Ella asintió. Y no volvió a hablar en el camino.

Yo estaba enamorado y me dolía. El profesor malhumorado y hosco estaba como un chiquillo cambiando colores de sus sacos y mintiéndole a su mujer. Pero nunca le dije nada. Quizá por eso Sofía crecía más hacia dentro.

Mi mujer no había regresado aún. Así es que tuve tiempo para sentarme en mi estudio y sentir miedo. La casa se hizo más sola, a pesar de que mi hija junto a sus amigos escuchaban música estridente en la sala. Mi mujer notó que comenzaba a estar más lejos de ella. Lo que llamó más su atención es que cambié el saco marrón por uno azul. «Cosas de viejo loco», le dijo a la empleada. Una y otra vez fuimos a la misma placita, a leernos poesía y a estar en silencio. Nunca pude leerle los poemas que escribía para ella cada vez que regresábamos. ¿Por qué nos aparece el amor cuando ya no podemos saltar al vacío?

Porque cuando decimos las cosas que crecen en nuestro interior, se van; dejan de adentrarse más en nuestra carne, en nuestro destino. Nunca le dije nada, porque no podía. En nombre de la familia, de mi honorabilidad de profesor, no podía darme el lujo de intentar siquiera decirle qué pensaba en ella. Además, ¿qué me garantizaba que ella sintiera lo mismo, si lo único que nos unía era el silencio? Claro, jamás dijo que me veía como un padre, cosa que hacen las chicas para sacudirse del acecho de un viejo. Una tarde nos dejamos de ver. No quería un drama a esas alturas de mi vida. Le dije que iba ser la última

César Panduro Astorga

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vez que nos veríamos. Ella, como siempre, no dijo nada. Quería tomarle las manos, besarle los ojos, pero la tristeza no me dejó. «Sofía, yo pienso en usted todo el tiempo, creo que me duelen hasta los cabellos de tanto pensarla. Es una locura. Disculpe que la sorprenda con este discurso, pero he mirado a mi corazón, y lo que he visto se lo digo». Ella miró al cielo. «Yo también siento lo mismo», me dijo. ¿Por qué no la besé? Me sorprendió su respuesta. Nunca estamos preparados para el amor. Pero para mí fue suficiente escuchar que en su interior, al menos, un destello mío crecía. No supe cómo comportarme frente al amor. Pero no quise comenzar un drama, o no quise ser feliz. Ella volvió a ver el cielo, yo busqué mi cara entre sus pupilas. Ambos sabíamos que sería el último sábado bajo ese árbol que nos enamoraba. Regresamos, ella otra vez en silencio, mirando la ciudad 46

aparecer. Yo estrujaba mis manos para no abrazarla. Para llegar a casa con la triste alegría que otorga saber que un viejo de 60 años aún puede enamorarse.


CĂŠsar Panduro Astorga

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DESC A N SA EN PAZ LUCIANA

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Ayer me enteré de tu muerte. No voy a negar que se me hizo un nudo en la garganta e inmediatamente pensé en mis hijos, sobre qué pasaría si alguno de ellos muriera. Me hablaron tantas cosas lindas de ti, que eras una lectora voraz, y que además quería ser escritora, publicar libros, dar conferencias. ¡Lo hubieras logrado, estoy seguro! Pero las células son así, se revolotean, y comienzan a extinguirse. ¡Qué bonito hubiera sido conocerte! Supe de ti por tu tía… ¡Ah, no sabes cómo era Lucianita! Hablaba como viejita, escribía cuentos muy bonitos. Cuando íbamos al Quinde, ella se quedaba en la librería Ibero leyendo. No quería moverse, los libros eran su espacio, su lugar. Tal vez porque el dolor se aplaca con fantasía. También me contaron que Kristell, una amiga que te regaló la librería (trabaja en ella) te regaló un libro que atesoraste con tanto aprecio que te hacía recordar ese gesto amoroso César Panduro Astorga

siempre. Lucianita, hoy te vas de esta dimensión, no sé adónde, amiga, pero estoy seguro de que a algún lugar mejor. Una vez leí un grafiti que decía: “¿En el cielo habrá libros?”. Seguro que sí. Estoy seguro que seguirás leyendo historias como la de aquella niña que tejía vestidos para las mariposas o la que construyó un planeta a las hormigas encima de una higuera. Sí, es cierto que te hablo y no te conocí. Es que soy lector, y cualquier persona que lea es mi amiga, mi compinche, mi compañero de silencio y fantasía. Te pido de corazón visitar a tu madre y padre en sueños. Sí, tu partida ahora les perfora el corazón, pero ruego a Dios que el entendimiento y el alivio les venga pronto. Sé que es fácil escribirlo, y que nadie, absolutamente nadie quiere pasar por eso. Es muy duro Lucianita, por eso te pido, háblales en sueños, ríe con ellos, mi abuela lo hace conmigo por eso es que ya no me duele su lejanía. Me dicen que 49


has dejado herencias cuyos mandatos se tienen que cumplir: Cuidar a una niñita huérfana y que siembren árboles donde haya un espacio que quitarle a la furia del sol. Por otro lado, me pareció muy gracioso eso de hacer tu propia biblioteca donde eras tú la Bibliotecaria y sabías qué libros necesitaba cada lector. Duerme Lucianita, duerme, que cuando despiertes en ese otro lado podrás caminar y olvidarte de esa silla de ruedas, y tu cabellito volverá a ondear su negrura y belleza, y podrás escribir los libros grandotes que dejaste en bocetos de papeles que los guardan con la esperanza de que se publiquen algún día. Bueno, adiós Lucianita, de verdad que hubieras sido mi compinche, eso de la edad es relativo para la amistad, tú a tus once años parecía de 100, y yo con cuarenta a veces parezco de 10 por tantas inmadureces que hago. Que Dios te haga reír y que done paz a los que se quedan recordándote con todo ese 50

amor que te dieron. Que Dios bendiga tu viaje y tu cambio de piel por alas.


CĂŠsar Panduro Astorga

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EL C H I C O M Á S FEO D EL MUND O

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Soy feo. He sido feo. Y seré feo. Esto lo digo con la convicción de quien aceptó la batalla perdida frente al espejo. Esto me liberó, me ayudó a muy temprana edad el desdén de las chicas y también la frustración que conlleva no ser mirado con deseo. Cuando el acné comenzó a explotar en toda mi cara –no había un solo espacio de mi rostro sin barros o espinillas- me alejó del mundo. Mi adolescencia fue un grano, una pústula que tardó en sanar. Sin embargo, a pesar de eso, creo que alguna vez en la adolescencia fui mirado con ternura. Las fiestas de promoción son escenarios para la vanidad y el adiós. Todos los jóvenes quieren ir bien vestidos y por supuesto, con la chica más guapa y el tipo más lindo. Es decir, todos quieren belleza. Oía a mis amigos hablar de que iban con tal o cual chica a la fiesta, o que sus amigas les habían dicho para que les hicieran “la taba” con un pata guapo. Ah, miro tan atrás, mi vida les decía era un grano César Panduro Astorga

que dolía cuando se ponía amarillo. Acné cuánta vergüenza me causaste. Cuántos métodos usé para que salieras de mí, les digo algunos: Vapor de agua caliente con naranja, agua de arroz, acnomel marrón, y un tarado que me conminó a que me aplicara Kolynos blanco que me causó quemaduras. Bueno, la cosa es que la secundaria ya concluía y la fiesta en los colegios tenía en salmuera a los que aún no tenían pareja de promoción. Por ese entonces –hace 24 años- comencé a ir a esos grupos de jóvenes que se reúnen en las parroquias. Sí, yo un chico descreído, tristón, tímido muy tímido, se reunía con jóvenes de distintos lados y estratos sociales. A mí me llevó mi profe de religión. Me decía que esos pensamientos incrédulos se disiparían con nuevos amigos y no con los burlones que me ponían chapas tan hirientes como: Cara de gota al revés, cara de lija y la de que me rio ahora, cara de ripio. Bueno. Hice varios 53


amigos. Iré al “grano”. Todos se morían por Estelita, colegio religioso, blanca como la leche, manos de cisne, dulce, además de inteligente. ¿Cómo me hice su amigo? No lo sé. Tal vez, porque era callado, la oía, y no me moría de amor por ella. Tal vez porque escuchó mi silencio. Eso la hizo cercana. Una vez me pidió acompañarla a su casa. ¡Qué distinto era su barrio en comparación al mío! Conversamos de todo. La hice reír. Hasta que me lo dijo: quiero que seas mi pareja de promoción. Yo me negué en una. En el fondo tenía miedo de ir con niña tan linda. Miedo de los comentarios balbuceando de cómo esa chica tan bonita puede tener de pareja a chico tan feo. El domingo después de misa yo estuve esquivo. Hasta que no pude evadirme más. ¿Ya no quieres ser mi amigo? No, no cómo crees. Sino que esa idea tuya de que yo sea tu pareja de promoción no me parece. Por favor no me aturdas. Sus ojos se agrandaron. 54

Comenzamos a caminar. Me hizo pasar a su casa. Un espejo azul dominaba la sala. La luz era tenue, moría en su pelo negro. Le expliqué el porqué de mi decisión. Ella nunca entendió porque no fui a la fiesta con ella. Sé que fue con otro amigo, que se divirtieron mucho. Y que al final cuando él trató de besarla le habló de mí. Según mi amigo me dijo que toda la noche le preguntó sobre porqué era tan raro. Yo no dije nada. Me limité a ya no ir a los domingos a la iglesia. Me hice más solo y hasta ermitaño. Los libros se abrieron para mí y no quise saber de nadie más. La vida también hizo su trabajo, me golpeó como a pocos. Pero el recuerdo de esa chica dulce y linda, me siguió tantos años. La bondad de mirarme adentro, no a los granos ni a mi fealdad, me hicieron cerrar los ojos varias veces para pensarla y agradecerle ese afecto que una tarde de diciembre me prodigó, mientras yo cargaba los catecismos, y ella


reía, olvidaba que era un adolescente feo con un corazón inocente.

César Panduro Astorga

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L A A GU J A DEL H OSP ITAL SOCOR RO

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Mi viejita-dulce, serena, nunca triste, a veces sola- se acaba de vacunar contra la neumonía. Por la cuarentena solo podemos hablar por teléfono. Me dice que le ha dolido, y que ha sentido mucho miedo al momento del pinchazo. Y me remonto al 08 de junio de 1987, cuando en una campaña del ministerio de salud nos llevaron al Hospital Socorro a todos los niños del barrio a vacunarnos. Los que recuerden la fachada del antiguo hospital, pintarán su nostalgia con dos ficus en el frontis, la cruz de huarango afuera de la capilla, varios micros rojos, y un terral que miraba la casa del maestro. Ya dentro del nosocomio, había dos piletas y jardines con flores amarrillas. El olor a adobe salía a pasear por los pasadizos. Y ahí estábamos nosotros haciendo cola para que nos hincaran. Yo me moría de miedo. A medida que avanzaba la fila, yo me retrotraía muy educadamente dándole mi sitio al compañero de atrás. La mirada César Panduro Astorga

inquisitiva de mi madre se clavaba en mí. Sabía que yo era medio cobarde para el dolor. Es que los ¡au! de los demás me tenían preso de angustia. Veía la silueta de la capilla del socorro y mis rezos a la virgen iban en aumento. Cuando ya no pude dejar mi sito a nadie más, entré en pánico, eché a llorar, mi madre seguía mirando afiladamente sin ternura hacia mi lugar, y no pude más. Corrí, corrí, como Kollita el ladrón de mi barrio, corrí como un condenado tras su libertad. La enfermera empezó primero a renegar, luego a medida que me alejaba las risas de todos –sobre todo la de ella- se hacían un coro. Yo corría, no quería sentir el aguijón en mi brazo. Atravesé como un viento feroz la pista, ingresé al barrio de la esperanza, me sentí a salvo, pero solo fue una metáfora, un engaño visual, mi madre había ordenado que me capturaran vivo o muerto. Cuando vi esa manada de niños rabiosos y burlones tras de mí, hui –desde 57


entonces lo hago-, pero, sus piernas eran más largas y sus manos cernieron sobre mí su risa y el mandato de mi madre. Patalee. Las risas volvieron a encenderse sobre los pasadizos. La enfermera me miró con ternura. Tal vez eso me dio fe para aguantar el dolor que se introdujo en mi piel en cinco segundos. Cinco segundos que me hicieron llorar con rabia, ira y pensando una futura venganza de esos niños que se reían de un compañero, que tenía la boca salada por las lágrimas que en silencio bajaron por mis mejillas. Ya para qué contar los días que sucedieron. Tarde o temprano iban a detenerse las mofas sobre “el mudo maricón”. Para dar paso a “pandurito te acuerdas…”, sí, claro que me acuerdo, a veces para reír o llorar, despierto a ese niño de ropas sucias, con unas chancletas atadas a un clavo, sí lo despierto para que corra y huya.

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CĂŠsar Panduro Astorga

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U N A C H O C O L ATAD A EN NAVID AD

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Miro mi infancia, cada vez más lejana -ahora bonita-. Miro mis sandalias eternas unidas a un clavo para seguir existiendo. Y miro la navidad, con ojos tristes y agradecidos. Tristes por la pobreza en la que crecí, y agradecidos, porque a pesar de todo -golpes, maltratos, frustracionesfui feliz, jugando en la acequia, haciendo bolas de barro en batallas imaginarias; dando vueltas con un palito al aro viejo de una bicicleta; jugando en la pista hasta que la voz de mi viejita, se hacía grito. Ya de robar mangos donde Venza y Colaco, he hablado hasta el hartazgo. He hablado de la ceremonia de pelar el mango, mezclar sal y pimienta- mi hermano le echaba vinagre- y comer alegremente su sabor salado y niño. Pero, esta mañana viene el recuerdo de esa chocolatada que organizó una parroquia y a la que todos los niños del barrio fuimos para comer panetón y recibir juguetes. Voy a ser sincero. Nunca César Panduro Astorga

me gustó la navidad. Veía en la televisión a blanco y negro las propagandas de las grandes tiendas ofrecer regalos que mamá nunca me iba a comprar. Además, como es cambio de estación, en Ica, en diciembre, el cielo ennegrece, y eso hace triste las tardes. Bueno, entonces, fuimos en mancha a esa chocolatada. Recuerdo el payaso, el papa noel gordo y mal humorado, los jóvenes de la iglesia, ordenando a los cientos de niños pobres que llegábamos a ese canchón detrás de la iglesia. Todo iba bien, es más, hasta la música de los toribianitos despertaba una atmósfera de paz y melancolía. Cuando acabó el convite del chocolate y el panetón más duro que mi apellido, empezó el caos. Anunciaron por el parlante que “de menara ordenada, hiciéramos cola para recibir los regalos”. ¿De manera ordenada”, lo que pasó luego del llamado fue una manada de niños y 61


niñas corriendo para recibir los primeros regalos. Yo también corrí, pero tropecé. Me hice daño en la rodilla. En ese momento de confraternidad y generosidad, ningún niño me dio la mano para ayudarme a levantarme. Como he sido muy llorón, una lágrima se deslizó por mi mejilla, de verdad que me dolía un montón. Me vi lejano del lugar donde repartían los juguetes. -En mi torpeza infantil sentía angustia porque se acabaran- Volví, era el último en esa cola que llegaba hasta el cielo. Veía esa fila de deseos interminable. Veía mi ilusión de alcanzar algún juguete para enseñarle el regalo a mamá, y que no me comprara ninguno. Cuando estuve cerca al paraíso, por el parlante chillón avisaron que ya no había juguetes. Culpé a mis pies chuecos por caer y no llegar a tiempo. La voz del catequista fue una bala a mis ansias de tener un juguete. Las disculpas de los adultos que nos pedían salir de la cola, no 62

daban calma a mi tristeza. Los otros niños del barrio eran felices pateando pelotas de plástico, muñecas flacas y rubias, soplando cornetas de plástico, paseando camioncitos azules y rojos. Todos iban felices, hasta mi hermano no podía ocultar el jolgorio que le daba el muñeco de trapo del chavo del 8. Al llegar al barrio fui el único que no siguió en la calle. Me metí a mi cama a llorar. Yo quería solo una pelota para patearla. Meter goles a mi hermano. Sí, una pelota y que todos me pidieran permiso para jugar, y si no me hacían caso, interrumpía el partido y me llevaba el balón. No fue así. Cansado de llorar, salí otra vez. Los chicos seguían felices, jugando y riendo. Cuando de pronto, vi que mi hermanito, me decía: cabezón no me gusta mi regalo. Nunca supe de dónde había sacado una pelota morada -si a él le dieron un muñeco feo y triste-. Pero acepté la esfera de mi sueño. Todo ese día di patadas amorosas


al balón. Mi hermanito terminó destrozando el muñeco que murió abandonado en la acequia. Mi pelota - la más hermosa que tuve- también murió de una espina que se le clavó en su panza redonda. Murió lentamente saliéndose todo el oxígeno de su corazón. Su corazón curvo y morado que hizo tan feliz la infancia de mi corazón.

César Panduro Astorga

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E L S E Ñ O R DE LU REN Y EL ÁRB OL D E L A TIPA

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Un día el Señor de Luren se quitó los clavos que sujetaban sus brazos y su risa, y comenzó a caminar por las calles de Ica. Vestido a la usanza bíblica, pasó por calles polvorientas, hasta que cansado se puso a dormir bajo un árbol. Y ahí soñó que los hombres se amaban unos a otros, que no había ni miserias ni egoísmos, que su creación más amada –los seres humanosentendía su misterio: Amar, amar la vida, cuidar los animales, cuidar los ríos, cuidar los niños, cuidar…el Señor siguió soñando tantas cosas hermosas. Soñó que las armas de guerra se fundían para hacer arados con qué labrar la tierra. Soñó que los malos dejaban el mal que hicieron un día. Que el mendigo ya no pedía dinero si no trabajo. Soñó que el odio, rencor, envidia, maldad, y otras palabras horrendas, ya no existían en los diccionarios. El Señor, soñó tantas cosas lindas, que cuando despertó, su alegría contrastaba con la tristeza que César Panduro Astorga

experimentó al ver las calles sucias, llenas de melancolía. Miró el árbol, vio que su sombra era buena. Un niño que pasaba por ahí, le dio curiosidad, ver al rabí bajo sombra, se acercó y le dijo: -¿Señor qué hace usted en la tierra?-le dijo sonriendo el rapaz-Hijo mío, vengo a ver las tierras que deben vivir en alegría- con gesto amoroso habló el señor-¡¿Alegría?! ¿Señor si eso es que la falta en la tierra? Y conversaron todo el rato, el señor atento a lo que decía y el niño contento de hablar con Dios en pleno mediodía. Y el niño le hizo tantas preguntas: ¿Señor cómo es el paraíso? ¿Señor los niños que se comen más de dos panes no van al cielo? ¿Señor si me robé la propina de mi hermana tengo negada la entrada dónde usted vive? El 65


señor es muy paciente, pero no tanto, el niño quería preguntarle tantas cosas, pero su espacio en la cruz, requería su presencia en la iglesia. -Tengo que irme- dijo acariciando el cabello del niño- ha sido muy bonito hablar contigo. Eres muy sabido y preguntón… -¡Señor! ¡Señor! ¿Puedo decir que hablé con usted? Mis amigos no me van a creer? … -Hijo, no solo tus amigos no te van a creer, hoy los hombres ya no creen en nada. -Pero señor yo creo en usted. Le prometo que rezaré todos los días para que los hombres vuelvan a creer. Además, dice mi mamá, que a los niños que rezan todos los días entrarán al cielo… -Hijo, reza, hazlo siempre con alegría. Pide porque en este mundo disminuya la tristeza. Yo te haré caso, no lo dudes. El señor que ya irse quería, habló tantas cosas bonitas que perdió la noción del 66

tiempo. Ya en su templo daban aviso a la policía, que habían robado su presencia. Todo el mundo en Ica enloquecía. Sin embargo, el Señor contento veía lo ojos bondadosos del niño que le decía: ¡¿Señor volveré a verlo?! ¡¿Señor volveré a escuchar su voz como suave y fresco viento!? Y el Señor de Luren, le tomó de las manos, y con ternura dijo: -No lo sé hijo. No es necesario que venga otra vez para que hables conmigo. Orando y sobre todo haciendo el bien a tus enemigos… ¿Señor a mis enemigos? –Preguntó extrañado el niño¡Claro! Qué gracia tiene ser bueno con tus amigos –el Señor siguió hablando- ¡hay que hacer el bien si mirar a quién! Ahora hijo, tengo que irme.


Ya el mediodía asomaba su incendio. El sol en lo alto ardía. El niño lleno de gracia y alegría de pronto al ver irse al rabí, despertó en su alma la melancolía. De pronto, notó que del árbol donde el Señor dormía, caían al césped flores moradas y lilas. Sorprendido se dijo: -¡Otro milagro del señor! Que yo sepa este árbol nunca florecía. Ahora serán las flores que a su altar llevaré, como carta de amor en su sombra le pondré. Cuando el Señor llegó a su templo, le sorprendió la locura que había. Pasó entre las cabezas, puso otra vez su cuerpo en la cruz, y con mirada adolorida los clavos volvieron a herir sus manos y pies. El señor volvió a su gesto de melancolía, pero cada vez que el niño le ponía las flores moradas del árbol de la tipa, abría sus dientes hermosos, llenos de alegría.

César Panduro Astorga

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PA PI VA M O S A SEM BR AR MAR IP OSAS

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¡Santiago! ¡Joaquín! No malogren el jardín, dijo su papá, mientras los dos niños sacaban gran cantidad de tierra. Papi, estoy plantando mariposas. El hombre, no entendió la respuesta de su hijo, que con sonrisa tierna y cómplice junto a su hermano, habían destrozado la parte del jardín que su padre había destinado para construir una hamaca. ¿Pero cómo es eso de que están plantando mariposas, si solo veo huecos? además que yo sepa, las mariposas no se siembran, se transforman. Santiago y Joaquín, miraron a su padre, con la sensación de que los adultos no saben en realidad que los niños están más cerca de las grandes verdades porque juegan, y solo el que juega llega a cosas muy serias. Papi, habló Santiago, papi, dime, ¿en dónde se posa una mariposa? En las hojas. ¿y qué comen las mariposas?, hojas. Santiago, inteligente y sabido, desde César Panduro Astorga

muy niño siempre hizo tambalear con preguntas a su padre. Pero esta vez, junto a su hermano, que era mucho más inquieto y juguetón, habían hecho que su padre dudara de lo que él sabía de jardinería. Es más, Joaquín, habló en voz baja, que su padre solo servía para leer. Esa pregunta, hizo que creciera su intriga y decreciera su furia porque ya no iba a tener su hamaca para echarse a leer en la paz que da un jardín. Papi, lo que pasa, es que para que una mariposa aparezca, y sus alas se mueven como dos ojos que se cierran y abren, debe primero existir una cuna donde sus frágiles cuerpos reposen. El papá seguía sin entender. Papi, no nos mires así, te digo que para que existan algunas cosas, otras deben existir, eso es lo que nos dices tú en los cuentos que nos lees antes de dormir. Papi, ¿a ver quién estuvo primero la mariposa o la flor? El 69


hombre no supo qué responderle. Bueno, la flor. Por eso papi, las flores son las que hacen aparecer las mariposas. Entonces para que una mariposa pueda abrir sus flores en el aire, otras flores tuvieron que estar antes que ellas. Es por eso que Joaquín y yo, estamos abriendo la tierra para sembrar rosas, no para cosecharlas, sino para que su perfume atraiga a las mariposas. Por eso papi, si sembramos plantas cosecharemos mariposas. El padre de esos dos niños, aún no entendía el razonamiento de sus hijos, que tenían las uñas llenan de mugre, y la sonrisa en forma de arcoíris, cuando comenzaron a ver a su padre, ayudarlos a cavar la tierra, escondiendo su pena por la hamaca ida, pero diciéndoles que esa no era la mejor manera de hacer hoyos para sembrar, sino mojar la tierra primero, luego dejar que seque un poco, luego volver a echar agua, arrojar con cariño la semilla, hablarle para 70

que crezca despacio, alimentándose del sol y de la neblina, luego esperar que los días hagan su trabajo, y desde lo oscuro aparecerá una flor, perdón las mariposas que ustedes están sembrando…todo esto les decía su papá, mientras los dos niños ya estaban pensando sembrar lluvia. Joaquín el menor pero el más travieso no quería seguir viendo a su papá renegar más por el agua que era escasa, en ese jardín, donde él y su hermano una tarde de abril le enseñaron a su papá a sembrar mariposas.


CĂŠsar Panduro Astorga

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VA L D E LO MA R Y L A M EN T I RA DE ALB ERTO HID AL G O

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Se conmemora un siglo de la muerte del iqueño más importante de la historia: el escritor Pedro Abraham Valdelomar Pinto. Su partida temprana siempre será una pregunta, un dolor e incluso una afrenta a la inteligencia por parte del destino. Valdelomar fue un espíritu valiente, dulce y polémico. Espíritu que aún en su muerte siguió despertando odios y amores. Pero hay odios absurdos provocados por seres de los que se presume superioridad frente al común de los mortales. Y este es, el caso del poeta Alberto Hidalgo, que en la primera edición de su libelo De muertos heridos y contusos, sin ninguna fuente consultada, ni testimonio autorizado que avale su infundio dejó una mentira para la posteridad: que Abraham Valdelomar murió cayendo a un silo. Mentira mil veces mentira. Valdelomar murió producto de una caída por las escaleras en un hotel en la ciudad de Ayacucho. Don Víctor Pacheco César Panduro Astorga

Cabezudo ha demostrado la falsedad de esta injuria en un libro apasionante y bien documentado. Sin embargo, la falacia de Hidalgo es la que ha quedado en el imaginario de los peruanos y es tarea de todos los que conocemos la verdad difuminarla y borrar tamaña patraña de nuestra literatura. Con respecto a su muerte de alguien al que le gustó tanto la vida dejo dos cosas : 1:- Fernando de Szyszlo Valdelomar, hijo de la hermana de Valdelomar, cuenta que en su hogar la presencia de su tío fue consustancial a la atmósfera de su casa: sus libros, su abuela que todas las tardes ponía dos tazas con café, una para ella y la otra para ese hijo brillante y ausente al que lo lloró hasta el último día de su vida. No es mentira. Don Fernando, en una conferencia muy sentida nos contó, que su abuela todos los días lloró a su tío, y que pidió a sus hijos que la enterraran 73


junto a él. Cuando alguien vaya a la tumba del mayor esteta de la literatura peruana note por favor que al lado está su madre. 2.- Valdelomar cae un primero de noviembre, la agonía es muy dolorosa, clama por su madre. Muere el tres de noviembre de 1919 a las 2:35 p.m. Hoy a esa hora junto a los míos haré un minuto de silencio infinito por ese autor al que todos de pequeños aprendimos a querer. Sí, el del poema triste que Neruda se aprendió de memoria; sí, el mismo autor que nos hizo ir a un circo a ver una niña que volaba por los cielos; ese autor que mi mamá me dijo que leyera donde moría un gallo con valentía; sí, el mismo autor que fue de noche con varios amigos a bailar a un cementerio. Sí, ese hombre que nos dejó apenas a los 31 años, y que, creo para salvar un poco esa desdicha de que se fuera tan pronto, nos deja la alegría que la vejez jamás le puso la mano. 74


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PA REDES D E PAL AB R AS A JOSÉ VÁSQUEZ PEÑ A

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Por entonces yo vivía cerca de un estadio de fútbol. Losdomingos iba con los amigos a alentar al equipo del barrio. No me agradaba ver que de 11 personas dependiera el estado de ánimo de mucha gente. Iba porque me gustaba ver a la gente de mi barrio feliz; las banderolas, cánticos, la alegría que todos ellos no tienen de lunes a sábado mehacían sentir bien. Había terminado un libro de poemas. La lectura de los pocos libros que tenía en casa me llevó a escribir las palabras que no encontraba en ellos. Empecé con un poema dedicado a la chica de la esquina, que luego rompí al verla con otro muchacho. A los cuadernos les arrancaba las carátulas, ponía mi nombre y el título delpoemario. Me hacía ilusiones pensando que mi foto aparecería en el manual que el Ministerio de Educación nos regalaba al iniciar el año escolar. Nunca leí mis poemas a nadie. En César Panduro Astorga

clases, mientras el profesor de literatura nos aburría contándonos la vida de los escritores, escribía en mi cuaderno verde todo lo que se me venía a la mente. Cuando terminé de escribir el libro, leí en el periódico el aviso de una imprenta. La tarde en que fui ahí resultó una de las experiencias más tristes de mi vida; el dinero que me pedían para la edición era tanto que nunca lo hubiera reunido aunque trabajara toda mi vida. Fui a la plaza a escuchar la bulla de los carros y a los pájaros en los ficus gritando de hambre, defecando en el aire; esa tarde, los muros de la ciudad sin flores me parecieron tan horribles que quise pintarrajearlos con toda la ira que un pobre puede albergar. El domingo llegó con sus cerbatanas, la llamada a las puertas de las casas para 77


salir e ir al estadio. La tristeza que tenía contrastaba con la algarabía de la gente. Mientras caminaba por el arenal junto a los demás, pensaba si mi poesía valía el dinero que la imprenta pedía. Tendría que buscar la forma de publicar mis versos. Yo quería aparecer en la foto de los libros que leía en las clases de mi colegio. Cuando llegamos al estadio, observé que sus paredes tenían propaganda política que nadie leía, pero que estaban ahí, a la espera de la próxima campaña para ser borradas. Entonces se me ocurrió una idea: pintar las paredes con poesía. Tendría que pintarlas de noche. Lo primero era conseguir pintura. Un amigo me regaló la pintura sobrante de las refacciones que había hecho en su casa. Empecé un 78

lunes. Hasta ahora recuerdo el miedo que sentía por si se aparecería el vigilante o algún hampón. Las manos me sudaban, pero logré terminar rápidamente el primer poema. La pared silenciosa guardaba en su cuerpo las letras de mi cabeza: Las nubes son las cartas que envía la luna al sol un cometa es un beso volado del sol a la luna. Después de la primera pinta, la gente ni siquiera miró de reojo la pared, pero a medida que iban apareciendo, cambiando la fachada del estadio, pensaron que se trataba de una iniciativa de la municipalidad, o que algún colegio de la zona, en una campaña a favor de la lectura, había pintado las paredes. La gente se paraba en el camino para leer,


incluso los ómnibus que iban a la ciudad detenían lentamente su marcha ante la insistencia de los pasajeros que querían leer los poemas. Cada domingo, el comentario de la gente era sobre quién había escrito los poemas; algunos reían cuando se acordaban de ellos. Ese año, para sorpresa mía, el equipo de mi barrio salió campeón en la liga del distrito. Tuvimos que ir a otros estadios a alentar a los muchachos, y otros equipos tuvieron que venir al nuestro. Mientras hacían cola para entrar, leían los poemas; algunos reían; otros, más osados, decían que eran sandeces que se le habían ocurrido al alcalde. El equipo seguía avanzando y la fama de los escritos iba a la par con él. César Panduro Astorga

Así fue avanzando mi libro, poco a poco se hizo parte del paisaje mental de la gente y del estadio; creo que las paredes estaban más a gusto con mis poemas que con las pintas que hacían los políticos cada vez que había elecciones. Tuve miedo de escribir los versos que le dediqué a mi madre porque estaba seguro de que ella, al escuchar que hablaban sobre su hijo, me delataría. Al final lo hice; puse: Una vez una mujer me pidió un poema: yo le di un espejo. El equipo pasó a la etapa regional, donde venció a todo rival con el que le tocó jugar. Se enfrentaron a cuadros de Ayacucho y Huancavelica. Las gentes de esos lugares, al llegar para hacer barra, sufrían la misma sensación que los demás visitantes al mirar 79


los poemas. Qué bueno que el alcalde haga esto, pero ¿cómo se llamará el poeta que los ha escrito?, ¿o será tradición popular? El equipo pasó a la etapa nacional. El alcalde del distrito, e incluso el de Ica, iban al estadio. En toda la ciudad se hablaba del equipo de mi barrio y de sus jugadores. Una ilusión se había posesionado del distrito... Todo el mundo felicitaba al alcalde por darle al estadio un marco cultural, por educar al pueblo. Al terminar los relatos de los partidos, los periodistas no solo se refe rían al triunfo de nuestro equipo, sino que decían: desde el estadio de Los Molinos, el único estadio cultural del Perú, transmitió para ustedes radio Saraja. Y llegamos a ganar la Copa Perú. Ese año la gente de mi barrio se volvió loca cuando escuchamos por radio que el Atlético 80

Pallares Verdes había superado en calidad de visitante al César Vallejo de Trujillo, y que debido a este triunfo el departamento de Ica tenía otra vez fútbol profesional. Salimos a las calles a festejar el triunfo. Yo era poeta, no sabía alegrarme de esos triunfos, pero me sentía feliz por las caras felices de mis amigos, por la señora Josefa que vendió muchas cervezas esa noche, porque en un barrio pobre se pudiese celebrar con esa intensidad, olvidar que a veces se tenía que sacrificar un día de paga para comprar la entrada al estadio los domingos. Eso me alegraba, no me importaba que después vinieran jugadores de Lima a quitarle el puesto a José el defensa, que luego de jugar tenía que ir a amasar el pan en la panadería del presidente del club, o que a la estrella del equipo, Gabo, que hacía goles hasta con las orejas, los jugadores que botaban del


Alianza y la U lo dejaran sin trabajo. En ese instante no me importaba nada, solo la alegría que se celebra de verdad: la alegría de todos. Cuando los chicos regresaron, les hicimos una gran recepción, por supuesto que en el barrio, no en Ica, porque ahí hasta el presidente regional los saludó como héroes. Nosotros les dimos la bienvenida como siempre lo habíamos hecho: haciendo colecta; incluso don Julián, el dueño de la orquesta de cumbia más querida de la provincia, nos regaló 4 horas de música; todos bailamos hasta el amanecer. Pero el equipo ya estaba en la profesional, y tenía que ajustarse a las reglas de la Federación Peruana de Fútbol. Tenía que cambiar de escenario porque el estadio de Los Molinos era muy pequeño, César Panduro Astorga

así es que no les quedaba más que ir a jugar al estadio de Ica. La población del distrito, en una sola voz, dijo no. La gente, que para nada se une, esta vez lo hizo para hacerse respetar. Fueron todos a la municipalidad a reclamar. El alcalde, que era un demagogo, vio una excelente ocasión para asegurar su reelección. Improvisando un mitin, prometió construir un nuevo estadio; el antiguo sería destruido para dar paso a uno moderno. Todos gritaron de alegría, menos yo. Pensé en mis poemas, en mi libro abierto; entonces salí corriendo de la plaza, quise abrazar al alcalde, rogarle que no derribara las paredes, inventar cualquier cosa con tal de salvar mi libro, pero yo solo era un poeta. El proyecto se aprobó. El nuevo estadio con todos los adelantos tecnológicos iba a estar construido en solo tres meses. 81


Nadie se acordaba de los poemas en las paredes, ya nadie se preguntaba quién los había escrito, ese misterio desapareció, como Gabo el goleador, José el defensa, entonces..., entonces no quería que mis poemas fueran derribados por esas máquinas. En un arrebato de justicia, una noche con una vara de fierro en las manos, destrocé todas las máquinas. Eran tan duras que acabé con muchas ampollas en las manos. El odio me cegó. No pude ver a los vigilantes que vinieron a prenderme. Me capturaron y me llevaron a la comisaría; los policías me agarraron a golpes. Como a pesar de los golpes no respondía a sus preguntas, optaron por declararme loco. Esa noche la pasé en la carceleta junto a un ladrón y un mendigo; la ventana daba al cielo, y en las estrellas podía leer los 82

poemas de ese poeta loco que llaman Dios. Como nadie abogó por mí, me mandaron aquí, a este hospicio; a veces tengo que hacerme el loco de verdad; nadie viene a visitarme. Como ya no tengo cuadernos, y las paredes del estadio fueron derrumbadas, el viento es una buena pizarra. No sé nada de mis poemas, solo sé que los leyeron muchos, que la pared de ladrillos fue el mejor papel que pude encontrar para ellos.


CĂŠsar Panduro Astorga



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