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CUESTIÓN DE TÍTULO El arte de bautizar una novela Aunque los estudios de mercado dicen que el éxito de un libro depende, en gran medida, de un buen título, es muy difícil determinar su grado de influencia en las ventas de una obra. Son palabras que resumen obras enteras, pero también ocultan su propia historia, casi siempre ignorada por el lector. texto CARLOS CONTRERAS ELVIRA ilustración GALLARDO
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l escritor británico Somerset Maugham dijo en cierta ocasión que “un buen título es el título de un libro exitoso”. Y no le faltaban motivos. Imagínense que entramos en una librería en busca de algún autor nuevo que nos sorprenda, ojeamos unos minutos las portadas y nos encontramos con tres novelas tituladas, respectivamente, Mañana es otro día, La casa y La ballena. ¿Realmente compraríamos alguna de ellas? Quizá –pensaríamos– sean novelas geniales tras títulos lamentables, pero, por otro lado, no es menos cierto que el mejor de los títulos no justifica una mala obra. Si en su lugar estos tres libros se llaman Lo que el viento se llevó, Cien años de soledad y Moby Dick, la cosa cambia. Y es que un título llamativo engancha al posible comprador y consigue que
quiera adentrarse cuanto antes en la lectura de un texto que tal vez esté o no a la altura de las expectativas creadas por el rótulo de su portada. LOS MÁS FAMOSOS “La casa” Buenos Aires, 1967. Entre montones de originales, Francisco Porrúa, editor de Sudamericana, abre en su despacho un paquete que contiene el original de una novela en cuya portada se lee el insípido nombre de La casa. Fatigado de tanta lectura en vano, decide hacerle caso a su intuición y lo pone en el montón de libros descartados. Inmediatamente después pasa a abrir otro paquete con la esperanza de que contenga algo que no le haga perder el tiempo. Meses después y miles de kilómetros al norte, en México, un joven escritor exiliado llamado Gabriel Gar-
Melville mantuvo el lema original de “La ballena” como subtítulo de ese “Moby Dick” que le dio tanta fama literaria.
cía Márquez aguarda una respuesta que no acaba de llegar. Durante la espera, ha podido corregir y retitular su libro como Cien años de soledad. Decide enviar de nuevo al mismo sitio la obra corregida, y el editor, atraído por un nombre tan sugerente, se interesa y comienza a hojearla. La calidad del texto se encarga del resto. Porrúa se lee la novela entera, decide su publicación y obtiene uno de los mayores éxitos editoriales de todos los tiempos. La historia habría terminado aquí si a Gabo, aún con la espinita clavada en el 2007, no se le hubiese ocurrido vengarse retomando el título original con ocasión del estreno teatral de la historia de Macondo. “La ballena” Retrocedamos en el tiempo: en el Massachusetts de 1851, Herman Melville acaba de terminar un libro en el que cuenta sus experiencias como marinero. Le ha llevado varios años escribirlo y no sabe cómo titularlo. Dejándose llevar por su pereza, decide presentársela a sus editores con el insustancial título de La ballena. Los editores esta vez sí se fijaron en el contenido, y les gustó, pero bajo ningún concepto querían invertir SEPTIEMBRE 2008 QUÉ LEER
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A la izquierda, la ballena que pasaría a la historia de la literatura como “Moby Dick”. A la derecha, un fotograma de “Lo que el viento se llevó”. Abajo, primeras ediciones de “1984” de George Orwell y “El cartero siempre llama dos veces” de James Cain.
en un título tan poco atractivo, por lo que comenzaron a buscar urgentemente uno nuevo. Justo por entonces los periódicos narraron el enfrentamiento real entre varios balleneros y un cachalote albino conocido como Mocha Dick, cerca de la isla Mocha, en Lebu, Chile. Al parecer, el cetáceo había escapado de sus cazadores durante más de cuarenta años, por lo que llevaba varios arpones incrustados en su espalda. Los balleneros contaban que atacaba furiosamente dando resoplidos que formaban una nube a su alrededor, y que embestía los barcos hasta perforarlos o volcarlos, matando a los navegantes que se atrevían a enfrentarlo. Según un marinero, que ya había contado esta historia años antes en la revista Knickerbocker, para matar a Mocha Dick se requirió la unión de distintos barcos balleneros de varias nacionalidades. Mientras todo esto ocurría, los editores estaban bien atentos al fervor social que había causado la noticia y sugirieron una leve alteración del nombre de la ballena para el libro de Melville, con la esperanza de atraer al público, aún conmovido por la historia verdadera. Sin embargo, la idea no dio el resultado esperado y la primera edición de Moby Dick fue un fracaso que no se revirtió hasta años más tarde, cuando el autor de piezas tan geniales como Bartleby, el escribiente ya había muerto sin reconocimiento y en la pobreza. 52
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Edward Albee encontró el título de “¿Quién teme a Virginia Woolf?” como grafiti en los servicios de un bar neoyorquino. “Mañana es otro día” Trasladémonos ahora a la ciudad de Atlanta, Georgia, en 1926. Una periodista llamada Margaret Mitchell se acaba de fracturar un tobillo y tiene por delante una larga convalecencia en cama. Ante su notable aburrimiento, su segundo marido, John Marsh, le sugiere la posibilidad de escribir un libro para entretenerse. Ella acepta el reto, coge una vieja máquina de escribir Remington y vuelca en el papel sus conocimientos sobre la Guerra de Secesión estadounidense. Tres años después, su escritorio está ocupado por un pesado volumen cuya escritura ya ha abandonado. En su portada se lee el título de Pansy, que era el insulso nombre original de la heroína que hoy conocemos como Scarlett O’Hara. Ya en 1935, pocos meses antes de la edición, la autora le cambió el título a su obra por el de Mañana es otro día. Pero lo descartó cuando se enteró de que había otros dieciséis libros que comenzaban con la palabra mañana. Finalmente, recurrió a una frase de su propia obra que iba a pasar a la historia, basada a su vez en un
poema romántico de Ernest Dowson. Dicen las malas lenguas que, antes de dar con el inolvidable Lo que el viento se llevó, la escritora había considerado nombres como Jettison, Hitos y, agárrense, ¡Ba! ¡Ba! Oveja negra. Es difícil determinar cuánto de la enorme popularidad de la novela y de la consiguiente película se debe al título. Pero lo que parece claro es que el definitivo supera con mucho al original, y que esto influyó decisivamente en su difusión comercial. “El último hombre en Europa” Pero vengamos por un momento a Europa, concretamente a la isla de Jura, en Escocia. Estamos en 1948 y Eric Arthur Blair (más conocido como George Orwell), columnista y editor literario del diario Tribune, está a punto de terminar su nuevo libro. Influenciado por los tiempos oscuros que se vivían en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, entre totalitarismos y muerte, ha decidido titularlo El último hombre en Europa (The Last Man in Europe). Le pasa el borrador a sus editores, tanto a los de Gran Bretaña como a los de Estados Unidos, países en los que se iba a lanzar de forma simultánea. Si bien es cierto que ambos le muestran su entusiasmo ante hallazgos tan sorprendentes como el uso de un neolenguaje, que terminaría por pasar a la historia, no es menos verdad que también coinciden en que un nombre tan realista lastra la
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fuerza imaginativa del libro. Además, creen que no tiene el tirón comercial necesario para atraer al lector y deciden cambiárselo por el de Mil novecientos ochenta y cuatro, año durante el que transcurre la acción, que es el que a su vez obtuvo Orwell al invertir los dos últimos dígitos del año en que terminó de escribirlo. Y es que a veces cuanto menos se devana uno los sesos mejores resultados consigue. “El cazador oculto” Si volvemos a los Estados Unidos de mediados del siglo XX, encontramos un título tan sugerente y misterioso como la personalidad de su autor, J.D. Salinger, famoso por su tendencia a la misantropía. Aunque el libro también se tradujo como El cazador oculto, finalmente pesó más la referencia a uno de los diálogos con los que su protagonista, Holden Caulfield, nutre el imaginario de la novela: “Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Solo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan por él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno”. El autor sorprendió a propios y extraños cuando, en uno de los pocos reportajes que concedió, declaró que “a Holden no le gustaría ese título”. En cualquier caso, la opinión del resentido adolescente no ha prevalecido, y treinta años después de su publicación en 1951 El guardián entre el centeno era a la vez el libro más vetado (en virtud de su lenguaje provocador y de su crudo tratamiento del sexo) y el segundo más estudiado como lectura obligatoria en los institutos estadounidenses. COMO LA VIDA MISMA Sitios insospechados También hay algunos casos en los que los títulos son un fiel reflejo de la realidad. Que esta supera a la ficción podemos verlo, por ejemplo,
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en el muy sugestivo título ¿Quién teme a Virginia Woolf? El dramaturgo Edward Albee, autor de la obra, entró con urgencia al excusado del bar neoyorquino al que solía ir a tomar unos tragos y se encontró con esta extraña pregunta pintada a modo de grafiti sobre un azulejo de la pared. Meses después, cuando terminó su obra, la recordó y la utilizó para bautizarla. Nos queda la duda de si el autor del grafiti en cuestión es consciente de su logro, si en alguna librería habrá descubierto que su pintada ha pasado a ser de dominio público, al mudarse del tigre de un tugurio a la portada de un superventas. Timbrazos de mal agüero Otro caso fue el de uno de los grandes de la serie negra, James Cain, que contó dos versiones acerca de su famoso El cartero siempre llama dos veces. Según la primera, su cartero solía llamar al timbre dos veces cuando le traía una factura y solo una cuando se trataba de cartas personales, hecho que le habría inspirado el título. En otra ocasión afirmó, en cambio, que su cartero daba dos timbrazos cada vez que le traía uno de sus manuscritos rechazados por algún editor. Esto ocurría con tanta frecuencia que, cuando el repartidor tocó finalmente una sola vez anunciando que le aceptaban una obra, Cain decidió usar el famoso título en recuerdo de sus malos años. Un error exitoso Dejemos de lado por un momento las novelas para centrarnos en la famosa recopilación de discursos de Winston Churchill, aparecida en Inglaterra como Las armas y el acuerdo. El editor norteamericano encargado de su publicación consideró que el citado nombre no iba a ser muy significativo para los lectores de su país, y propuso al autor que buscara una alternativa. Churchill le dio vueltas al asunto y, cuando lo tuvo claro, envió al editor un telegrama con su decisión: The Year of the Locust (El año de la langosta). Desde luego, no contaba con que el operador de turno tecleara mal dicho título, que llegó a Estados Unidos como
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A la izquierda, Ernest Hemingway, autor con dificultades para titular. A la derecha, Milan Kundera, cuyos lemas son perfectamente intercambiables. Abajo, primera edición de “El gran Gatsby” de Francis Scott Fitzgerald.
The Year of the Lotus (El año del loto). Pese a creer que Churchill había enloquecido, los editores quisieron hacerle honor a su propuesta. Y así, partiendo de la leyenda griega según la cual el loto produce sueño, rebautizaron su obra como Mientras Inglaterra duerme. De más está decir que el libro resultó un éxito gracias al descuido del funcionario de correos. O a pesar de él. MALOS PARA TITULAR Es sabido que el gran Ernest Hemingway fue una auténtica pesadilla para sus editores por su escaso talento para titular. Él mismo lo reconoció cuando dijo que “después de terminar un cuento o un libro, hago una gran lista de títulos tentativos. He llegado a escribir hasta cien. Luego, comienzo a eliminar los que no me gustan, uno por uno. La mayoría de las veces, lamentablemente, los descarto todos”. Que Raymond Chandler cojeaba del mismo pie lo vemos en la nota que le escribió una vez a su editor, el famoso Alfred Knopf: “Estoy pensando un buen título para que luego me pidas que lo cambie”. Y es que no son pocas las veces que los editores tienen que lidiar con este tipo de autores, y se ven obligados a decidir cómo se llamará una obra que van a publicar y que no es suya. Este fue el caso de Francis Scott Fitzgerald, que, para su famosa novela El gran Gatsby, había pensado títulos tan infortunados como Trimalchio (en referencia al patrón rico del Satiricón de Petronio), 54
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Hemingway solía hacer una lista de unos cien títulos para cada obra que terminaba. Y a menudo acababa por descartarlos todos. Gatsby, el del sombrero de oro o El amante fanfarrón. En casos así el sentido común de los editores merece un agradecimiento. Afortunadamente para D.H. Lawrence, ninguno de los títulos que eligió originalmente para sus principales obras vio la luz. Fue así como Paul Morel se convirtió en Hijos y amantes, John Thomas y lady Jane en El amante de lady Chatterley y El anillo de bodas en Mujeres enamoradas. El último autor que vamos a citar por sus malos títulos es William Faulkner, quien tuvo la brillante idea de llamar a una de sus novelas La cruz: una fábula. Pero la cruz del título, según sus propósitos, no debía aparecer en la portada con forma de palabra, sino de símbolo. Sus editores, obviamente, rechazaron rotundamente la propuesta alegando que los libreros no tendrían forma de ubicarlo en sus catálogos, ordenados alfabéticamente. Finalmente, el título se abrevió como Una fábula. SOBRE LA MARCHA En cierta ocasión, Milan Kundera dijo que cualquiera de sus novelas podría llamarse La insoportable levedad del ser, La broma o El libro
de los amores ridículos. “Mis títulos son intercambiables, reflejan el pequeño número de temas que me obsesionan, me definen y, lamentablemente, me restringen. Más allá de estos temas, no tengo nada que decir o escribir.” En este sentido, particularmente curioso es el cambio de títulos que intentó Tolstói. Cuando comenzó a escribir su monumental La guerra y la paz, se proponía mostrar un panorama de Rusia en los complicados años que siguieron a la era napoleónica, en la década de 1820. Así, la novela se iba a llamar 1825. A medida que avanzaba en su escritura, el argumento se fue centrando en el transcurso de las Guerras Napoleónicas. Decidió entonces trasladar a sus personajes veinte años hacia atrás y retituló su trabajo como 1805, nombre con el que comenzó a publicarse por entregas en un periódico ruso. Muchos capítulos más tarde, Tolstói rebautizó su novela, aún en formación, con el optimista Todo está bien cuando termina bien, pues quería conceder un final feliz a todos sus personajes. Pero el libro creció hasta alcanzar dimensiones insospechadas: dentro de su obra de ficción, el autor redactó un riguroso ensayo sobre la historia de Rusia, lo que le hizo considerar que su obra pedía a gritos un título más refinado. Consideró entonces que la guerra y la paz eran los ejes básicos de la historia de su país, y de esta manera resolvió el título de una de las mayores obras de todos los tiempos. ■