DONDE CRECEN LOS LIBROS O POR QUÉ SOY BIBLIOTECARIO
Hola, me llamo Carlos, ya me habéis visto por aquí. A los que no me conocéis os diré que trabajo en la primera planta del Palacio del Infantado. Sí, eso es, en la biblioteca. Pero si ya me conocéis sabéis que yo no sé contar cuentos, soy demasiado serio y tímido para hacerlo. Por eso, os contaré algo que si conozco muy bien... parte de mi vida. Os voy a contar la verdadera historia de por qué me hice bibliotecario. Si yo os pregunto por qué una persona decide hacerse bibliotecario algunos contestaríais que porque le gusta la lectura. Sí, eso puede influir y a mí realmente también me gusta, pero no fue exactamente eso. Otros diríais que porque se trata de un trabajo tranquilo. Os aseguro que después de haber participado en la organización de cinco Maratones de los Cuentos tengo serias dudas al respecto. Los más cínicos tal vez dijeran que porque es un trabajo para la administración, eres funcionario y tienen un sueldo asegurado; alguien incluso juntaría las tres cosas: le gusta leer, no pega un palo al agua y encima le pagan por eso. Bueno, pues ninguna de esas razones fue la mía. Yo me hice bibliotecario por culpa de mi padre. Desde luego, no fue para continuar ninguna tradición familiar. Mi padre era pescadero o, mejor dicho, vendía pescado congelado para Pescanova. Él nunca pudo terminar sus estudios y, por eso, intentaba completar su formación leyendo todo lo que caía en sus manos, era un lector compulsivo. También fue la primera persona a la que vi comprar un libro y ésa es una experiencia que marca para el resto de tus días. Eso ocurrió en Valencia, cuando yo apenas tenía cuatro o cinco años. Fuimos a un pequeño mercadillo cercano al puerto, donde él trabajaba. Nos acercamos a un puesto donde los libros aparecían amontonados unos sobre otros, aparentemente sin ningún orden y mezclando sus editoriales, sus materias, sus autores. . . Mi padre se acercó con confianza al "librero" que atendía el tenderete y le preguntó: - ¿A cómo los tienes hoy, Ambrosio? - Para usted, señor Paulos, a cinco duros el kilo. - Pues ponme cinco kilos, pero que sean bien surtidos, que luego me encuentro siempre con alguno repetido.