DESEO DE ALTURA

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COD D020

Desdeo de altura. 1º ed. Buenos Aires: 2020, 44 p. ISBN 2020-666-2020-666

TERRAZAS (textos e imágenes) Veronica Arias / Samanta Vallejo / Paloma Portnoy / Oriana Oviedo / Nadia Albarracin / Micaela Zaninovich / Mayra Galvan / Marina Melgem / Marina Iturmendi / Lucia Tomas / Lorena Damonte / Liliana Albamonte / Leonor Farias / Laura Ledesma / Enrique Luna / Dulce Santiago / Carolina Sborovsky / Brenda Costa / Ana Pepe / Aldana Illan DISEÑO GRAFICO & ILUSTRACIONES Flora Buraschi CURADURIA LITERARIA Y EDICION Carolina Sborovsky DIRECCION DE PROYECTO Gonzalo Facundo Lopez Bienvenida la reproducción responsable, la propagación deseante, los fuegos fatuos y la interrupción voluntaria de la lectura (para mirar las escaleras que lleven a una terraza)


BOLA DE CRISTAL

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DESTELLOS — 17

BINOCULARES — 23

BRUMA — 28

FANTASMAS — 36 REBOBINAR — 38



Este proyecto anhela la trascendencia colectiva. No se plantea filiarse con alguna estética única, sino fusionar las que en lo personal y espontáneo surgieron: trazos creados improvisadamente para el juego. A través de una serie de consignas enviadas por Whatsapp, lxs participantes se entregaron a la construcción común en el aislamiento. La experiencia primera se remonta a las terrazas, y las invocaciones particulares que este espacio –privado e íntimo, público y común– despertara en cada quién. El resultado fue forjando un tejido múltiple, coral y azaroso, ya que en el traspaso e intercambio de los materiales, por Internet o datos celulares, las constelaciones empezaron a encenderse. Una foto, un texto, un video y un audio –.jpeg, .doc, .mp4 y .wav–, juntos, conforman este entramado articulado por un espacio que es, a un tiempo, un conjuro: la mirada alzada desde un espacio hacia el espacio. Nacido desde el distanciamiento, este proyecto intenta tender lazos para conformar una red dinámica de creaciones espontáneas. ¿Por qué volverse red? Porque creemos que en lo colectivo encontramos la posibilidad de seguir transformándonos a partir de otrx, de fundir nuestra propia individualidad en un tejido común que vuelva nuestras existencias trascendentes, fecundas. Tal vez: menos lineales. No hay nombres propios, sólo índices de existencias posibles.


¿Por qué las terrazas? Porque creemos que son espacios de vínculos furtivos entre vecinxs, trayectos posibles, lugares de nadie, escapes al aire libre, fronteras de propiedad, salvoconductos de privacidad. Esta red tiene forma de terraza veraniega que se replica en miles de lugares abiertos a la creatividad, expresión y libertad. Deseo de altura mapea el escenario de lo vivido y lo soñado, e invita a transitarlo en caminos diversos. Quien se aventure podrá recorrer su propio itinerario, y modificarlo en nuevas cartografías, ya que de lo que se trata es de conjeturar las coreografías involuntarias que todxs, en tanto cuerpo colectivo, vamos encarnando en el juego social y, sobretodo, del deseo de mirarnos desde lo alto para comprobarnos minúsculos en lo individual, y poderosos en lo colectivo.





Siempre me gustó mirar el cielo. Me produce una sensación de libertad y de paz infinita, idéntica a cuando miro el mar en un día despejado. Creo que ambos —el cielo y el mar– se asemejan. Por eso es que todos los días subo a la terraza para comenzar el ritual: disfrutar del silencio y observar la lontananza. Elijo este rincón donde los únicos límites para mirar parecen ser los del horizonte.


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Salgo, me paro, giro. Caminar no puedo. Quiero que mi cuerpo y los árboles sean uno. En mi mente intento borrar todo lo que me recuerda que estoy en una ciudad. Me quedo sólo con las copas de los árboles, recorto este gran cielo. Tan vasto el cielo. Mi propio jardín en altura. Me fundo con las ramas, espío a los transeúntes entre las hojas. Espero secretamente que en algún momento el follaje tapice todo y que sólo sea verde y más verde. Es el sol que entra, es la puerta al aire.


Recién vi la playa colgada en la soga. Un paño típico de los 90 de palmeras verdes sobre arena amarilla desteñida y un trazo recto que acaso quiere ser el mar, y de tan desgastado apenas se ve. La toalla, estoy segura, es de la señora de planta baja. Una mujer con cara de desconcierto permanente. Los días calurosos sube en ascensor con su balde de ropa recién lavada en una mano, la reposera en la otra, y en el hombro un bolsito playero. Cuelga la ropa, se sienta a esperar que se seque. Saca el mate, come bizcochitos y queda mirando hacia la calle. Al igual que su toalla, trae la playa, la playa que nos queda, en nuestra terraza.


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Cielo del año de la peste. Vida entre vigas. Caños. Ruido de agua en un tanque. Gotas, alguna grieta haciendo un charco. Herrumbre. Paredes descascaradas. Nubes gordas barren el cielo. El cuerpo del encierro acostado sobre el piso-techo color ladrillo, respira, cruje la osamenta. Cobijar es aire. Luz. Sol. Amenaza lo que puede aparecer por donde el cuerpo no ve. El cuerpo siente. La espalda pesada. El viento en la cara. El sudor. Un ruido en el oído, un zumbido. Tapas de botellas, trapos, migas de pan mojadas que serán devoradas por los pájaros. Los fantasmas merodean. La amenaza tensa el cuerpo. Se levanta: un salto en el aire entrecortado, mientras un soplo de ánima se le pega en espiral. Lo deforma. Se golpea el cuerpo entre los tanques, suena el eco del agua. Atraviesa la puerta, rueda, se escapa, corre por las escaleras, mira para atrás.


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Se incendia el instante de agua. ¿Floto? Soy el mar que se filtra por la insondable estrofa demente. O quizás sólo enloquecí. Si lo admito llega más rápida la cura. Algo me chupa hacia adentro, placentera succión al infierno acuático. No se mojan mis párpados. Si buceo, me veo. Evoluciono y esa planta crece. Respiro agua. Tiro un ancla a mi mundito subacuático. En este torbellino de leche materna, me paso la piedra de la memoria, busco un recuerdo. Un piecito tibio de manteca busca mi panza. Floto.


¿Qué hace ahí, intruseando? Despalada, sosa, sin más gracia que esas hojitas abiertas cogoteándoles a la cola de zorro. Al pie del ciruelo que alguien me regaló y planté como acto de fe. A cada árbol su nombre, pensé entonces, pero ahora que nos volvimos pesados, enraizados al tedio, puro andar leñoso en el desconcierto de este hechizo, ya no sabemos distinguir. Maleza, hierbajo, pasto duro de crenchas rebeldes. Planta que crece torva y no me animo a arrancar por miedo, me digo, a que entre todo lo que rompimos, podamos arruinar la flor inesperada y silvestre –aferrada a qué tierra, a qué cielo– que busca estirar las ramas en dirección a la luz.


¿SABÍAS QUE ANTES DE QUE DEN LAS SIETE, SALÍ A VER LA CIUDAD DE FLORES Y SUCULENTAS QUE HAY TRAS LA PUERTA DEL MONOAMBIENTE? Y QUE MIRÉ, PERDIDA, EL PAISAJE DE TARDE A NOCHE. QUE HABÍA POCOS AUTOS MURMURANDO. QUE TODO ESTABA PEGOTE. QUE GANÓ EL MOHO EN LAS PAREDES QUE YA PINTÉ CON LÁTEX. QUE COMPRÉ UN JAZMÍN Y LO AMURÉ A UNA REJA. QUE VOY A JAZMINEAR ESTE TERRITORIO. QUE QUIERO QUE ME CAIGAN ESAS GOTAS QUE TIENEN LAS HOJAS, CUANDO SALGA A COLGAR ROPA. QUE HAY UN TEMPLO AFUERA, CREO.


Un segundo de tempestad, movimiento del viento. Cosquillas a ojos cerrados. Gotas de lluvia, ropa como un lago imaginario. El sonido de las aves entre รกsperos sonidos de la ciudad. En la quietud, se abren espacios en el aire. Historias de hojas desobedientes encontrando un lugar en el mundo. Gritos de infancia que piden un poco de libertad en esta historia. Relatos que en silencio suceden, paralelos a nuestra comodidad. Aire, calma, viento.


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El otoĂąo tiene su primavera en mi terraza: violetas de los Alpes copetes pensamientos un sol amigable y el viento cauteloso de la siesta Paredes

descascaradas

ropa tendida y un

retazo de cielo

tan lejos y poquito son solos susurros

del tiempo

bagatelas se dice orgulloso este otoĂąo de celda gris con su tarde florecida en mi terraza Solo la oscuridad agazapada lo distrae y pone en duda el equilibrio de esa vida dorada y breve.


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Vértigo. Sobre el lento transcurrir del pequeño vergel sopla un aire suave. Ya es la hora del riego, los malvones están sedientos. Atardece, empieza a bajar el sol y entre los frentes grises se cuelan reflejos. Allá, un tipo hace pesas. Más acá una chica pinta una puerta. Abajo, el mullido amarillo de los árboles recuerda que es mayo y que tengo vértigo. Pienso en el herrero: antes del encierro estaba por poner una protección. ¿Cuánto faltará para todo, y entre el todo, cuánto faltará para eso? Entre todo y entre tanto, aquí es muy alto para mí que, incluso, le temo al viento


Los sonidos de la city se sofocan y al fin tengo un respiro. Cada tanto chifla un taladro o un colectivo, pero casi siempre estoy rodeado de silencio. El ruido como opción. De repente todos los pensamientos y todas las sensaciones del universo visitan mi imaginario, dejan su marca y se despiden. Ahora tengo bocas en todo el cuerpo, gritos ahogados en cada célula, besos que todavía no di y palabras que todavía no dije esperando el momento indicado para formalizar una salida.


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El aire fresco en la cara, el sol en mi cuerpo y los sonidos de la ciudad ya lejana. Libertad en el encierro. Rodeada de nada, rodeada de todo, recibo la sana caricia de la plena vitalidad. La hoja de la suculenta parece que va a partirse. Crecerá, quizás, otra hoja que de la misma luz y el mismo sol saque un raro brote único. Llega mi gato, mimoso. Franelea, me busca y al fin se posa a pleno sol. ¿Qué busca? ¿Disfutará de lo mismo que yo, qué detalles ve? Unidos los dos en este espacio de salvataje, ¿extrañará, también él, compañía a la hora del mate y las risas?




Camino lento, agachada para que mi vecino no me vea, igual que cuando vivía con mis abuelos y tenía que esconderme para pasar por la parte prohibida de la membrana y espiarle el jardín y el perro al vecino, un dóberman que, decían, de tener la cola cortada se había vuelto malvado. Si despertaba al abuelo de la siesta, ligaría un reto. Me había hecho una amiga, además. A fuerza de subir a la hora en que ella salía a jugar y dejarle ver mis juguetes —mi joyita era un micrófono con ecos heredado de mis hermanas que, descubrimos, las dos teníamos igual—, hasta que pude conocer su casa cuando mi mamá le llevó la revista de Avón a su madre. Fuimos amigas hasta que me mudé. De casa, de barrio, un poco de vida. Hoy sigo buscando cielos. Atardeceres para mirar, escribir, entre techos ajenos y el tanque de agua.


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Hace 2 años tengo una llave sin puerta. Cuando el sol se fue, encontré la puerta que siempre estuvo sobre mi cabeza. Detrás, una terraza gris descascarada, piso verde, macetas y un toldo. Días después volví a subir. Esta vez, me esperaba cielo, aire fresco, un horizonte amplio. El sol. Pongo música, me siento, y cuando cierro los ojos, llega el aroma a bizcochuelo, la sensación de la luz atravesándome: soy otra vez chiquita, estoy sentada junto a mi abuela en la cocina, ella me mira y yo la miro. Su sonrisa es puro amor.


En esta altura me viene el recuerdo de mi primera terraza, la de Lomas del Mirador. De lo difícil de su acceso, paso a paso hasta llegar ahí. Ahora, acá, una escalera caracol repleta de macetas me pone en peligro a cada paso. Conozco bien cada uno de los escalones, pero no me fío de mis pies. Al fin llego. El premio es grande: ver, desde esta altura, el jardín que me trae el recuerdo de ese espacio amado. Sentir el verde a la distancia.


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Entre el sonido de las hojas que caen, respiro, silencio. El sol enrojece mis pómulos, pero todavía siento los pies helados contra el piso. No hace tanto acumulábamos risas mientras de a ratos se humedecían nuestros ojos. Los rayos siguen fuertes, aunque sea otoño, como un abrazo, o tu abrazo cuando vuelvo del sueño. ¿Acaso esto es un sueño? Prendés un cigarrillo, con la punta de tus dedo, aunque me estés mirando de a ratos. Disimulo con el sonido de las hojas que caen. Respiro. Silencio.


Había un laboratorio y un refugio. Techos como pasarelas, medianeras, macetas. Textura de plavicón, membrana y paredes arenosas, manchadas de moho. Claveles del aire. Tendido sobre el techo, esperando irme por alguna filtración, persigo bacterias y organismos luminosos contra el cielo: en esta terraza no hay macetas ni laboratorios porque no pertenece a nadie: es un espacio páramo. Monto un refugio al sol. Oigo lo que las antenas y el viento se dicen. Solo y a la vista de mí mismo, entro a mi propia mitología.


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Una brisa suave interrumpida por la voz de mi pequeño me separa de la aprehensión de una demorada soledad que extraña los pasos firmes de mi lugar. Una chucha orgásmica devorada por mi doble, ese amoroso ser que se empodera y cobra vida. Deambula entre soles y sombras, sabe cosas que no sabía. Se invita.




Habrá sido una tarde otoñal cuando tendría 7 u 8 años, después de mi serie favorita, que se me ocurrió subir: largos pasillos, y estrechas escaleras hasta llegar –cuaderno, lápiz y mp3 en mano– a ese espacio de baldosas y paredes para mí gigantes. Así empezó la magia de descubrir cada tarde un universo donde cantaba e inventaba historias, otras veces bailaba, y hasta en ciertos momentos de inquietud solo me sentaba a cerrar los ojos y pensar qué quería para mí, mientras tal vez sonaba la música. Terraza. Escenario. Mundo, mi mundo. Burbuja propia y ensoñada. Siempre fue, sigue siendo, mi MAGIC SPACE.


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La brisa mueve mi pelo revuelto, como mi cabeza, mis ojos y el nudo. Se agolpan las lágrimas, estoy sola, se desarma mi armadura y los recuerdos me llenan. Una mesa, un sillón y un sofá que usábamos cuando éramos tres y ahora están tapados, como cuando se baja un telón al finalizar la obra. Son suvenires, que atestiguan lo que fuimos y no somos, no fue, por si quieren descubrirlos. Cae el Sol, llega la Luna. Se fue él y ella puede verse. Fuera nudo, tengo que entrar, hace frío, se va a despertar, me va a llamar y mamá no llora.


El rincón de la parrilla huele a humo, restos de cumbia y cachengue de la última noche. Tendría que guardar las reposeras, comprar una escoba. Los pinceles y pinturas sobre la mesa quedan ahí hasta que termine el macetero de mamá. Todavía no junté las cenizas ni la botella de cerveza. Mirando el cuadro, es un desorden que complementa su alma relajada. Le acabo de prometer mucho color para los contenedores de la huerta, esperar al invierno mejor presdispuestas. Nika y Pola siestean en el rincon junto a la ventana de mi cuarto, y detrás de las flores marchitas, mi terraza muestra con orgullo los limones aún verdes de las ramas que se ven desde la calle. Es su lado sonriente. Porque mi terraza casi siempre sonríe. Como yo.


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