EL viaje inmóvil

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EL VIAJE INMÓVIL COMPILACIÓN DE RELATOS EN TIEMPOS VIRALES


ÍNDICE PRÓLOGO AMIGAS, MARÍA FLORENCIA BRUNO EL BLANCO ES LA SUMA DE TODOS LOS COLORES, LÁSTIMA QUE SE ENSUCIE TAN FÁCIL, RODRIGO MARTÍNEZ AUGURIOS, LILIANA ALBAMONTE ELLIE, GABRIEL CHAO UN CRIMINAL ÉTICO Y GORDO, NERIO TELLO PIEL CANELA, VERÓNICA ARIAS DIARIO DE CUARENTENA, FEDERICO MOLNAR UN PERRO ES LA PRESENCIA DE DIOS EN EL HOGAR, SILVIA DOCAMPO FRAGANCIA, LEONOR FARÍAS SI TE VAS DE CAZA, CLAUDIA CÓRDOBA


PRÓLOGO


AMIGAS


MarĂ­a Florencia Bruno


Amigas

Éramos muy amigas. Nos mirábamos crecer el pelo, masticábamos los mismos chicles. Nos regalábamos la ropa que ya nos quedaba chica; la coleccionábamos. Dormíamos para el mismo lado, aunque me soplara aire caliente en el cuello. Hablábamos con la boca bien abierta para vernos la garganta. Nos contábamos secretos de otras personas, de los que te piden que por favor no cuentes porque son muy privados. Inventamos un lenguaje único a partir de movimientos de ombligo. Saltábamos en simultáneo con la misma soga, una celeste y rosa. Dejábamos los caramelos que más nos gustaban para el final, y guardábamos los envoltorios en una cajita de madera. Interrumpíamos a los demás mientras nos hablaban, sin que ellos se enterasen, para decirnos algo lindo en silencio. Recordábamos los cumpleaños de nuestros familiares lejanos. Nos dábamos besos con los ojos, porque la boca era para otras cosas. Acariciábamos las camperas viejas, creyendo que con amor se volverían nuevas. Creíamos, también, en una teoría posible, una acerca de cómo encontrarse con alguien sin percibirlo físicamente, que explicara cómo pudimos conocernos antes de habernos visto por primera vez. Arrastrábamos los mismos malestares sobre lo que nos rodeaba, ese entorno horrible en el que tocaba vivir. Hostil por no entendernos. Nosotras, tan comprometidas con nuestra unión. El día con ella era demasiado breve, y la noche, un apagón de los que dan miedo porque crees que la luz no va a volver más. Hicimos moldes de yeso de nuestras piernas, para usarlos si no dormíamos en la misma cama. Esto es lo más parecido a mi cuerpo, le dije, cuando se lo regalé por su cumpleaños. Ella me miró con asombro y angustia. Te preparé lo mismo, me respondió, y acercó un


paquete muy mal envuelto. El moño armado a las apuradas con una cinta roja. Nos agarramos de los codos y dijimos: nunca me voy a olvidar de vos. Después lloramos a escondidas, así no nos veían los invitados. El llanto es algo que no se comparte con cualquiera, repetíamos. Mejor no se lo muestres a nadie, nunca se sabe. Una mañana, me levanté con dolor de panza. Dormía sola. El yeso empezaba a ensuciarse por el roce, no lo había lavado. Me vestí rápido porque llegaba tarde, y en el camino la ví. No lo hubiera imaginado: ahí estaba. Sonreía fuerte, la sonrisa que hacía cuando quería mostrar los dientes de abajo. Desde la cuadra de enfrente, pude verle hasta las encías. Tenía puesto un saco con agujeros que le quedaba precioso, y que habíamos acariciado tantas veces: imposible no reconocerla. Me sentí engañada, tuve un calambre en el estómago. Iba acompañada por una persona, una persona igual a mí. Pero usaba pollera. Me costó creerlo, ya que nadie más que ella me veía las piernas. Entonces quise asesinarla, pero de una forma no evidente. Corrí a su casa y le dejé una nota en blanco debajo de la puerta; ella sabía qué significaba. También yo. Doblada a la mitad, tal cual nos prometimos en caso de que sucediera lo que acababa de ver. Volví a mi departamento desesperada y tiré el molde de su cuerpo a la vereda. Antes, le escribí una dedicatoria con microfibra escolar que incluía: un corazón y una estrella rota. Tal cual, tal cual nos prometimos. Hice todo como pude, y estoy segura de que lo hice bien. Correcto. Después, entré. No llegué a cerrar la puerta, me temblaban hasta las partes que no se conocen. Agarré la soga, la celeste y rosa, y la até fuerte. Entonces, empujé el banquito.


EL BLANCO ES LA SUMA DE TODOS LOS COLORES, LÁSTIMA QUE SE ENSUCIE TAN FÁCIL


Rodrigo Martínez Stupfler nació en Buenos Aires en 1972 en el barrio de Villa Urquiza. Actualmente, vive en la misma ciudad en el barrio de Villa Pueyrredón. Casado con Karina, con quien, tiene tres hijes: Carolina, Victoria y Federico. Se recibió de Licenciado en Administración en la Universidad de Buenos Aires. Desde siempre le gusta leer y escribir, y en 2012 comenzó activamente a participar de diversos talleres literarios y formarse en el campo de las letras.


El blanco es la suma de todos los colores, lástima que se ensucie tan fácil

Turquesa

Tiro de la soga y la escalera se abre. Me aseguro de que nadie me vea. Subo despacio, tratando de no hacer ruido. El altillo es el mejor lugar de la casa, acá me puedo escapar de todos. De las quejas de mamá, los gritos de papá, de la frenética necesidad de moverse de mis hermanos. De lo único que no puedo escaparme es de mis pensamientos. Para eso traje un libro de microrelatos basados en colores. Lo abro: el primero lleva el título “Turquesa”.

Rojo

Se sumerge en la bañera. Le llega la sedación del agua. Piensa en la muerte como un tajo, una línea en el suelo que algunos atraviesan sin darse cuenta. Para otros es una zanja que se deja atrás con un simple salto. No es tan sencillo. Algunos la ven como un río, angosto o ancho: correntoso o calmo, depende; que cruzan después de nadar y llegan indemnes y fortalecidos o temblorosos y lastimados, depende. Incluso hay para quienes es un mar imposible de cruzar, un océano rojo como su bañera, que los cansa y los traga.

Dorado

El padre sirve gaseosa, el hijo es chico para compartir una cerveza. Hay que estar atentos, alecciona, el sistema te convence de cualquier cosa, bebe y sigue, antes las monedas eran de oro, ahora ni siquiera son doradas, y los billetes… Papel pintado, responde el chico, que conoce de memoria la lección, y antes de que el padre siga, pregunta: ¿Y el Bitcoin? El padre queda desconcertado. El hijo le


explica que es una moneda digital. ¿Sirve eso?, pregunta el padre. Cada vez más, contesta, y le muestra la imagen en el celular. El padre analiza: por lo menos el color está bien.

Carmesí

La mañana fue como la imaginaba, o casi. El sonido de la ducha, sus pies descalzos, el cierre de la valija, los tacos acercándose a la cocina, la taza contra la mesa, el tintineo de la cucharita; hasta escucho los dos tragos de café pasando por su garganta. Ahora la silla se arrastra pesada. Chau, su última palabra. El rodar de la valija, las llaves que giran, la puerta, el ascensor. Lavo la tasa con cuidado, busco dónde dejarla. La acomodo con delicadeza junto al pimentero, con su nombre hacia atrás y la marca carmesí del rouge al frente.

Marrón

Un lunar, pequeño, redondo, marrón, sugestivo. Fui educado en eso que ahora llaman patriarcado y que antes no tenía nombre. Cumplí, a sangre y fuego, todas las etapas. El hombrecito de la casa. Cuidar a mis hermanas y a mamá. No llorar. Bancársela. Ser fuerte. Cagarse a trompadas, aunque la derrota fuera segura. Ir de putas. Tener novias, cuantas más, mejor. Casarse. Criar hijos. Y ahora, ese lunar pequeño, redondo, marrón, sugestivo que casi toca la comisura de su boca lo cambia todo. Trato de resistirme, quisiera pegarle, pero no me la banco. Doy mi primer beso y lloro.

Fucsia

No entiendo cómo mi hija la dejó jugar al futbol. Muchas nenas son empujadas por padres que no tienen hijos varones, pero Alma ni si quiera sabe quién es el suyo. Detesto esto de traerla en la semana


para que entrene; los sábados, partido, vamos a cada lugar y guarda que no le preste atención porque después pregunta ¿viste el gol que hice?, o ¿viste lo que cobró el boludo del árbitro? Porque habla así, como camionero. Lo único lindo son los botines que le compré. A ella no le gustan, dice que los fucsias son para el Hockey. A mí, me encantan.

Beige

Las llaves giran. Es él. Salgo corriendo a esconderme; tendría que haber apagado la tele, se va a dar cuenta. Me meto en su dormitorio, en el mío me encuentra siempre. Está en el comedor. Romi…, le patina la erre, se me pone la piel de gallina. La alfombra me pica. Entra a mi dormitorio, abre los placares. ¡Romi!, se enoja. Ahora veo sus zapatos. No aguanto y estornudo. Me ve, se ríe, agarra mi tobillo y tira, trato de agarrarme de los pelos de la alfombra, una alfombra beige que mamá eligió para que no se note la mugre.

Naranja

Las saco del blíster y las acomodo. Joaco mira cómo lleno el pastillero y pregunta ¿Para qué son? ¿Por qué la cortás? Busco las palabras que pueda comprender. La que corto es para dormir: si la tomo entera, me vuelvo el bello durmiente. El bello durmiente, repite, y se ríe. Esta es para hacer pis. ¿Pis? Se queda pensando. ¿Y la naranja? ¿Cómo explicarle la presión arterial? Es la más importante, le digo, si no la tomo, puedo quedar pelotudo. Se tapa la boca y me mira con ojos grandes. Después sale corriendo. ¡Mamá! ¡Mamá! ¡El abuelo dijo pelotudo!


Ocre

Desde la cama puedo ver el borde del empapelado despegado. Ahí, justo donde se encuentra impresa una hoja otoñal. Una hoja arrugada y muerta que quiere cobrar vida. Ella quería cambiarlo todo, así era de obsesiva. Yo lo hubiera arreglado con un poco de pegamento, pero cedí, nunca pude resistirme a sus… ¿pedidos, órdenes? Ésta no fue la excepción, y se lo prometí para el mes siguiente, pero el hombre propone y Dios… Salgo de la cama, me calzo las pantuflas y empiezo. Las hojas caen y forman un colchón ocre. Afuera es primavera.

Amarillo

Aprovecho la ola para salir del mar. Aguanté todo lo que pude. Papá se quedó un rato más, le gusta nadar. Llego tiritando junto a mamá, que me tira una toalla. Me olvidé el buzo y mi primo me presta el suyo. La tía se para y me convida un churro. Qué rico, el mar da hambre. Sacudite las migas, me ordena mamá. Me desespero ¡El buzo es amarillo! Me lo saco lo más rápido que puedo, pero es tarde. El bañero pasa corriendo a toda velocidad. Voy tras él, lo veo entrar al mar; todo pasa como lo soñé. Lo sacan, no respira, intentan reanimarlo. No hay caso. Todo es mi culpa, nunca debí haberme puesto ese buzo.

Negro Llegó la hora de ir a fondo, de probar eso que todos repiten: "No hay nada más leal que tu perro". No soportaría otra traición. Me mira desde lejos, no lo culpo. El último tiempo lo traté mal, muy mal. Me sorprendió la capacidad para la crueldad que puedo tener. A pesar de


todo, acá sigue. Se podría haber ido, la puerta del jardín está siempre abierta. Agarro la cuchilla y lo llamo. Viene moviendo la cola. Me agacho; el corte es rápido. Apenas un gemido y se desploma. Su pelo negro brilla más que nunca. Me acuesto a su lado y lo acaricio mientras el boludo lame mis lágrimas.

Violeta

Ahí, la patrona me señala una mancha violeta que está en la solapa de su blazer. Agarro la prenda y la miro de cerca. ¿Con qué la habrá hecho? Tantos años trabajando en esta casa me enseñaron a no preguntar. Le paso jabón blanco y sigue, ni siquiera se aclara. Ella trae quitamanchas y un cepillo. Le doy con ganas. Nada, che, no hay caso. Salí, inútil, me corre y se pone a fregar. Me río para adentro, se piensa que va a poder. Ella, mejor que nadie, debería saber que hay manchas que no salen.

Verde

Saco el putter y camino sobre el green. Último hoyo. ¿Por qué le habrán puesto green? Acá todo es verde. Me gusta el verde, da paz. El señor Tanaka espera confiado mi tiro, o por lo menos eso parece, nunca se sabe, siempre la misma cara. Analizo el tiro: es fácil, un golpe suave por el lado izquierdo, adentro, y fuerzo un desempate. Desde que el señor Tanaka es el CEO de la empresa, nadie le ha empatado, ni mucho menos ha hecho perder, una vuelta. Golpeo. La bola se desliza suave por la derecha. El verde que más me gusta es el del dólar. Da felicidad.


Morado

Me acerco al espejo. El ojo hinchado, todo morado, aunque duele menos que la impresión que genera. Mamá se distrajo y Cami salió corriendo a la calle en el momento en que venía un auto, la rescaté justo a tiempo ¿Lo del ojo? Apenas un golpe contra el asfalto. O mejor digo que entraron ladrones al negocio de papá, suerte que voy a Taekwondo. ¿Lo del ojo? Me dieron con una manopla, pero no sabés como lo dejé. Tal vez sea mejor decir que fue un cabezazo jugando al futbol, o una caída con la bici. Cualquier cosa, antes que admitir que me pisé los cordones.

Bordó El grito precede a la piña fuerte, como el rayo al trueno. El ruido es seco, la puerta queda vibrando. Ella se queda dura en un rincón. Todo es silencio. Se agarra la mano. En la mirada, dolor y furia se mezclan. Intenta estirar los dedos y no puede. Camina hasta la cocina y abre la canilla; un agua sucia se pierde en la pileta. Ella apenas respira. La sangre no para. Ella se anima y pregunta si quiere hielo. No, contesta enojado, como si la culpa fuera de ella y saca un repasador del cajón. Voy a la guardia, parece que me rompí. Envuelve la mano con el repasador; la tela se tiñe de bordó. Ella espera en el rincón a que salga, agarra sus cosas y se va. Él había roto mucho más que una mano.

Lila

Debía reconocer que la discreción de los preparativos le había dado esperanzas de que su cumpleaños de cincuenta pasara desapercibido. Aunque, conociendo a su familia, que ahora esté abriendo regalos no resultó una gran sorpresa. Un celular, un reader, un cuadro, ropa…Entre tanto envoltorio destrozado casi pierde de vista el último


regalo. Una caja de madera tallada; no tenía tarjeta, pero el lazo lila con que la habían atado era suficiente. Tiró del lazo y abrió la caja cuidando que nadie viera su interior. Contuvo las lágrimas y miró a los invitados que sonreían expectantes.

Ámbar

Candela se sienta en el banco de la plaza. Un rato y seguimos, le dice a su amiga. El cansancio está en todo, en como respira, en sus palabras, en la forma en que mira y se mueve. Contempla la vida que cada vez le es más ajena. Con lentitud se saca el collar y una piedra ámbar surge detrás de su remera y se lo da a la amiga. ¿Te acordás?, pregunta; la amiga asiente, recuerda habérsela comprado en la feria de Villa Gesell. Me dijiste que era de la suerte. Las dos se ríen. Tal vez funcione. ¿Quién sabe lo que me ahorré de sufrir?

Rosa

Voy. Mejor espero a que vaya a la fotocopiadora, es un buen lugar. ¿Y si no va? Tiene que ir, yo vi el cartelito rosa sobre la pila que decía “Fotocopiar”. Le voy a hablar de la serie que el otro día comentaba con Santi, mientras comíamos. Ahí no cazaba una, pero ahora no solo la vi, también miré las entrevistas que… Ahí agarró la pila. Cuento tres y voy, así ella llega primero. Dos, tres. Qué boludo, tengo que llevar algo ¿Qué? El expediente de Brineti Hermanos. ¿Dónde lo dejé? Soy un quilombo. Acá está. No, Santi, ¿Qué haces ahí? Se ríen mientras la máquina pasa las hojas a una velocidad increíble.

Gris

Hernán deja de palear, se endereza y mira a su alrededor. El volcán se llevó los colores. Mejor dicho, solo dejó uno. Todo es gris, los


árboles, las plantas, las casa, el lago, la ropa, las caras… Siente una gota que le baja por su cara, la imagina abriendo un surco en la ceniza; no sabe si es una lágrima o simple transpiración. No le importa. Vuelve a palear. Se pregunta si lo hace para enterrar la ilusión o la tristeza. Su hijo llega corriendo y lo ayuda con una pala de juguete. Tal vez esté sembrando esperanza.

La procesión de los crayones rotos

Te fuiste. El bar quedó desierto. Pongo la pastilla naranja en mi boca y tomo de tu taza. Apoyo los labios sobre la marca carmesí que dejaste en el borde. Tiro unas monedas en la mesa. Los reflejos dorados me avisan que afuera hay sol. Salgo. Una procesión se desliza sobre la cinta transportadora que cubre el asfalto. Un hombre me habla, el lunar marrón que tiene sobre el labio se mueve con cada palabra que dice: quiere que me una al gentío. No me animo. Una adolescente me codea, abre un libro en la primera página. “Turquesa” dice el capítulo. Pasa las hojas y se detiene en uno que se llama “La procesión de los crayones rotos”. Está escrito, me dice, tenés que subir. Pego un salto y me sumo. Caigo sobre una alfombra beige. Delante de mí van unos chicos, ella tiene unos botines fucsias, él, un buzo amarillo. Un jubilado deja caer hojas ocres de papel. El patovica lo mira furioso, con ganas de pegarle; no puede, tiene una mano lastimada envuelta en un trapo bordó. Patea la montaña de hojas, es su forma de desquitarse. Escucho unas chicas reír, hacen mecer un péndulo ámbar, le preguntan si vamos por buen camino. La piedra se mueve, casi que me hipnotiza. No entiendo, ellas se siguen riendo. Entonces un aliento turbio me invade. Es una mujer que resopla cansada de tanto fregar. Examina una mancha violeta en la solapa de su saco. Tiene que salir, tiene que salir, repite, respira y vuelve a fregar. Me tironean de la manga, es un chico con un ojo morado. Me pregunta la hora. No sé la hora, ni el día, ni el mes, ni el año. Perdón,


le digo, mientras una oficinista pega en mi pecho una nota: “Me quiere o no me quiere”, y se aleja deshojando un block de hojas rosas. Un hombre me abraza, todo va a estar bien, me dice y me llena de cenizas grises y pegajosas, después se aleja con una mirada luminosa. Un ladrido me sobresalta. Callejero, negro, parado en el cordón de la vereda me mira pasar; vuelve a ladrar desesperado, como si le diera impotencia que no lo entendiera. La cinta transportadora parece no tener fin, sigue, avanza sobre un océano rojo, la ciudad queda atrás, igual que el perro que sigue ladrando cada vez más lejos. Quiero volver. Busco una salida cuando una mano me agarra la cara para hacerme mirar al frente. No alcanzo a ver a quién pertenece esa mano, sólo que es suave y lleva atada una cinta lila en la muñeca. Una lluvia de billetes verdes nos mantiene enfocados en el fin del camino. Un final conocido. Lo supe siempre. Lo vi mil veces: The Wall. Los chicos cantan su canción de protesta y nosotros caemos en una picadora gigante. ¿De qué color es la carne?


AUGURIOS


Liliana Inés Albamonte esperaba los veranos para viajar a San Rafael, porque allí le esperaba la salita de Corín Tellado, repleta de Nocturnos y novelitas de amor. No le interesaban las acequias ni la montaña. Solo compartir con la abuelita Dolores esa pasión por la lectura simple y sencilla. Para ella, eso era la literatura. En su casa no había libros. Es profesora de Literatura, y una lectora incansable. Pasó toda su infancia y adolescencia en Quilmes y, actualmente, vive en San Telmo. Tiene dos hijxs y una nieta.


Augurios

A mamá no le gustaba que le robaran los alhelíes. Se la pasaba espiando detrás de la ventana y hacía sonar un silbato cada vez que asomaba una mano agorera. Usaba esa palabra. Cuando el sistema fracasó –el sueño la vencía–instaló un banquito: se quedó toda la primavera y el verano plantada como si fuera otra flor. Le alcanzábamos la comida en una bandeja y una mantita por las noches. Como una muestra de amor filial, con mis hermanos hacíamos los deberes bajo el alero del porche. Y en el verano, pusimos la pelopincho al lado del cantero. Papá le cebaba mate sentado en la parecita que separaba el jardín de la vereda. Prefería quedarse de ese lado y no pasar. Lo mareaba tanta primavera. Cuando llegó el invierno no pudo levantarse. “Me crecieron raíces pioneras”, dijo mamá. “Será para cuidar las semillas”. Pero no fue un sacrificio vano. Se transformó en adivina. También, en nuestra fuente de ingresos. Usaba pétalos en lugar de naipes. Y lo hacía con tanta delicadeza que, una vez barajados, volvían prolijos a la corola de su flor. El abandono del hogar, que no era tal porque sus augurios nos suministraban lo necesario para vivir, llevó a papá a cerrar la ferretería. Decía que llegaba impregnado de un aroma floral que restaba eficacia a las herramientas. Se convirtió en representante de Madam Yardén. Si la oyeron nombrar, ella es mi madre y hace muchos años que vive entre alhelíes. Su cuerpo se fue ramificando, se volvió robusto para soportar las heladas. Aún se distingue el gesto de orgullo que le otorgaron sus vaticinios.


Con mis hermanos, organizábamos las peregrinaciones y en su momento de mayor esplendor, las limitamos al 21 de septiembre. La recaudación alcanzaba para un año. Sin lujos. No queríamos ser codiciosos. En el galpón, construimos un baño. Su uso, a voluntad. También vendíamos viandas y botellitas de agua fría. El negocio de las sombrillas se lo dejamos a los vecinos. Eran cuadras de gente deseando saber su destino. A la semana exacta poníamos la valla: después del sexto día empezaban las incoherencias. Apenas me casé, me mudé a otro vecindario. No me gustaba verla tan seguido. Siempre con sus premoniciones. Con la familia, ya se sabe, es difícil manejar la objetividad. Miren cuando me dijo que Carlitos, de tan precoz, iba tener su primera polución en preescolar. El primer día lo mandé con un pañal y le exigí a la maestra que lo sentara con los varones. Nunca me lo perdonó. Con mi hermana fue peor. También se equivocó, pero anduvo cerca. “Cuidate”, le dijo, “te engaña”. Estaban en las sierras, y Matilde lo siguió a la hora de la siesta. Encontró a su marido con un corderito. Tipo Woody Allen. Así de enamorado. Se lo hubiera bancado: le encantan los animales. Pero el muy cabrón lo estaba perfumando con su Chanel Nª 5. Cuando los nietos fueron adolescentes, le preguntaban sobre los exámenes. Mamá, pobre, mezclaba ecuaciones con silogismos. Y nunca se sabía si el mapa que describía era para Historia o Geografía. Dejaron de visitarla. Aunque casi nunca fallara, a los chicos no les importaba el anuncio de catástrofes o fatalidades. Las veían por las redes y en colores. Para estar actualizada, al principio pedía libros, pero el rocío arruinó la escasa biblioteca; y de anteojos, ni hablar. Sus ojos habían quedado abrazados por ramas leñosas y tupidas. Nosotros ya no la


podábamos, como antes, con forma de estrella, de luna, de corazón. Mirábamos indiferentes las ramas que se iban en vicio, para ver la luz o llegar al cielo. Al final, el que nunca la abandonó fue papá. La regaba con vitaminas y ahuyentaba las hormigas. Al acercarse, se ponía tapones en los oídos, estaba harto de tantas sandeces. Y cuando murió, sus últimas palabras fueron: “Por favor, no manden flores”. Mamá igual se las arregló para armar un bouquet de alhelíes, Lo pusimos en el féretro como prueba de su amor. Después de la sucesión, vamos a vender la casa. Con los años, los presagios se volvieron oscuros, alados. Aforismos indescifrables, vacíos como pájaros que desaparecen en el aire. La gente fue perdiendo interés. A veces llega algún desprevenido y, para conformarlo, le vendemos un libro de autoayuda o le ofrecemos la aplicación del I Ching en Android. Desde que dejó de predecir, no sabemos dónde empieza o termina mamá. Primero cortamos los alhelíes. Después dejamos de regarla. Ahora esperamos que la naturaleza decida su destino.


ELLIE


Gabriel Chao naciĂł en Buenos Aires en 1975. FĂ­sico de profesiĂłn, disfruta de la literatura como lector, y ha incursionado en el teatro. Desde hace un tiempo, escribe en sus tiempos libres.


Ellie

No me quedó otra que pegarle un martillazo. En la cabeza. Pobre Floppy. La sangre que le salía de la nariz le impedía respirar, apenitas si boqueaba. Se le había dislocado la patita del cuerpo. Pobre. Pobre Floppy. Pensé en llevarla a la vete, pero seguro estaba cerrada y ya la bichita estaba sufriendo demasiado. Busqué rápido en Internet: aparecía un número para emergencias, pero ¿quién iba a tomarme en serio por un hámster en plena cuarentena? ¿Cómo explicarles que la había encontrado agonizando, abrochada a la cruz del rosario que la abuela le había regalado a Cande? Las cuatro patitas extendidas hasta el punto de quiebre, el abdomen hinchado. Al lado de la cruz, la abrochadora con un pegote de sangre y pelos. Sergio tenía que enterarse. Cande estaba cada vez más rara, ya había alcanzado un límite de crueldad que él no podía seguir ignorando. Una cosa era torturar a las hormigas quemándolas con fósforos y otra crucificar al pobre hámster. Agarré el celular y lo busqué. Hijo de puta, cambió la foto de perfil y ahora se mostraba abrazado a esa conchuda de la novia. No lo puedo creer. Seguro que me lo hizo a propósito. No pienso darle el gusto de enterarlo que vi su foto, no hoy. Mejor escribirle un mail, si no va a empezar con las preguntas y todo el interrogatorio. Busqué la compu. Nunca me acostumbré a leer el mail desde el celular. Todavía estaba abierta la página de Youtube que ayer miré. El documental sobre Ellie, la niña psicópata. Me había puesto a verlo para tratar de entender. La nena, rubiecita ojos azules, hablando tranquila, casi aburrida, con su terapeuta, contándole como lastimaba al hermano y a sus perros. No había ninguna emoción en su voz, un poco nasal por un resfrío, pero nada más. Una voz blanca, vacía. Un metal que sonaba. Gotas de lluvia que bajan por los caños de una


galería destemplada y abierta. Ayer, en algún momento del video, arranqué a llorar. Supongo que la segunda copa de vino ayudó. Entonces Youtube me sugirió “Qué fue de Ellie, la niña psicópata”, y no alcancé a verlo. Allí estaba, ahí quedó Ellie, mirándome sonriente, sosteniendo lo que parecía un diploma, unos veinte años y un par de vidas después. Me puse a llorar. Sí, otra vez. La puta madre, Cande, ¡qué carajo hicimos tan mal! Entonces me enojé tanto con Sergio. Pensé: Sergio, no podés seguir haciéndote el pelotudo siempre. Abrí Gmail pensando en escribirle algo corto, de un solo párrafo donde le detallaría lo que había hecho Cande con la mascota, el modo siniestro en que llegó a matar a Floppy. Torturado, le diría, sí, para que le quedase claro, y me encargaría de resaltar que usó el rosario que su puta vieja le había regalado. Y le agregaría una foto. Y ojalá abriese mi mail mientras toma el primer café de la mañana, ése que se hacía siempre en ayunas, y que cuando lo lea vomite bilis. Y escribí más con rabia que tristeza, más con furia que preocupación, y terminé con un escueto “Llamáme, que tenemos que ver qué hacemos”. Y cuando lo envié, vi todos los patéticos mails que me dirijo a mí misma y que nunca leo, inclusive el último donde me decía que tuviera cuidado con lo que hacía. Ay, Cande. Cande, mi amor. Cande, mi ángel. ¿Qué vamos a hacer, chiquita? Ya es hora de que te levantes, mamu, ¿por qué no me llamás, mi amor?, ¿qué te pasa? Ay, Cande, basta de hacer cosas raras… ¿Qué haces colgada así? . ¿Ves? Te manchaste todo el piyama, che. No asustes así a mamá. Bajate que te vas a lastimar, en serio te digo. Y ya no me hagas renegar, que eso no le gusta a mamita.


UN CRIMINAL ÉTICO Y GORDO


NERIO TELLO es periodista, escritor, dramaturgo y director de teatro. Nació en Ulapes, La Rioja, y desde hace 40 años vive en Buenos Aires, donde desarrolló su actividad profesional. Ha publicado más de 30 libros sobre diferentes temáticas. En 2018 publicó el libro de relatos Brasas de Ulapes (Ediciones Elemento, Buenos Aires). En 2019, Por qué es tan triste despertar (novela, Espacio Hudson, Buenos Aires). Y en 2020, Teoría general de la indecisión (novela, Espacio Hudson)


Un criminal ético y gordo

1. Gagarín, el oriental

A la mitad de las murgas / no se le entiende nada / de las pocas que se entienden / la letra es una cagada. Murga “Queso Magro”

—Buenas, disculpe. Era mi vecino. Un hombre delgado, siempre con barba de ayer. Los ojos acuosos miraban de abajo hacia arriba, como si todo el mundo fuera más alto que él. Su amabilidad era un tanto irritable. —Tengo que pedirle un favor. No soy muy solidario, ni siquiera confiado, pero ese hombre, con quien me cruzaba desde hacía varios años, parecía inofensivo. Lo hice pasar, retiré una fuente con restos de fideos de la noche anterior que había dejado en el sillón, y lo hice sentar. —Es un ratito. Déjeme que me presente. —Lo conozco, es mi vecino. —Sí, alguna vez hablé con su madre, Dios la tenga… —Sí, dele. —Me llamo Artigas Gagarín. — ¿Y cuál es el nombre? —Artigas. Gagarin es mi apellido. Soy oriental. —No parece chino.


—No, oriental del Uruguay. Soy uruguayo. —Ah, comprendo. Pero su apellido es extranjero. —Ruso. — ¿Ruso, de dónde? —Ruso, de Rusia. —Pero podría ser ruso de Polonia, o de Ucrania, o de alguno de esos países. —No, Rusia es un país. Mi abuelo era ruso, de Rusia. —Ahora entiendo. ¿Ve que a algunos le dicen rusos y son de cualquier lado? ¿Lo conoce al ruso Rodríguez? —No, no tengo el gusto. Tengo un problema: me quedé sin agua, necesito bañarme. Disculpe, sé que es un pedido un poco raro… —De ninguna manera, para qué estamos los vecinos. Se lo dije, pero no me lo creí. Entonces me pregunté ¿para están los vecinos? “Para molestar”, decía mi padre. “Para chismorrear”, decía mi mamá. “Son una peste”, decía mi tía Jesusa, que era una peste. —Tiene que ayudarme a sacar las cosas de la bañera. Lo llevé al baño. Sacamos un canasto de ropa sucia y luego la escalerita y una caja con papeles y una bolsa de residuos con ropa de invierno. —Disculpe –dijo el oriental— Tiene que hacer esto todos los días? — ¿Todos los días? Ni soñando. —Ah, ¿no…? —Tengo muchos vicios, pero ése no. Es una insistencia de los argentinos eso de bañarse todos los días, un absurdo. —Si usted lo dice.


—Los europeos no se bañan todos los días, a veces una vez por semana, o menos. Y no es porque no tenga agua, porque allá sobra de todo. No solo no huelen, porque son de Europa, sino que bañarse, dicen, produce un desgaste de la piel que está naturalmente preparada para protegerse. El agua y el jabón eliminan capas de piel y con ella una carga de proteínas y minerales que no se recuperan. Lo veo escéptico, ¿no me cree? —Sí… no –dijo, con lo cual comprobé que los uruguayos son indecisos. —Sabía que hay tribus de beduinos que no se bañan nunca, y viven hasta las 100 o 106. Una vez por año, tras el ramadán de la primavera, se desnudan en el desierto, todos, mujeres, hombres y niños, y se revuelcan en la arena. Luego con un cepillo de cerda de camello se sacan el polvo. Como ese cepillo hace cosquillas le llaman a la celebración el día de la risa. —No sabía lo de los cepillos. -¿Vio? Y eso no es todo. Lo Ptumis de África viven al lado de los ríos y los lagos, pero no se bañan. No saben lo de las proteínas, porque en África no hay, pero saben que el olor natural de los cuerpos ahuyenta a los insectos y hasta algunas víboras. ¿No me cree? Lo puede ver en Google o en National Geographic. Cada familia de la tribu se distingue por el olor, si se bañaran, todas tendrían olor a jabón lux, ¿se imagina? Por eso cuando se van a casar suelen decir a los hijos o hijas casaderas: “el olor de esa familia no me gusta”. —Mire usted, aquí también a veces pasa. —Los lapones tampoco se bañan diariamente. —Qué curioso.


— ¿Sabe por qué? Tiene el agua congelada. ¿A quién se le ocurriría gastar energías no renovables para derretir el agua? Son países muy serios. — ¿Dónde queda Laponia? —Lejos. Los árabes tienen arena y no tienen agua, por lo tanto, no se bañan. La poca agua que tienen la usan para disolver los jugos Tang. —No sabía que los árabes tomaban jugos Tang. —En realidad, es un invento chino. Vio que los chinos inventaron todo. Los jugos toman el nombre de una dinastía, los que inventaron la tinta y el acondicionador de pelo, y también lograron secar las naranjas y rallarlas. Puro ingenio. El hombre volvió a mirarme con ojos orientales; ojos uruguayos, me refiero. Se metió al baño, me di cuenta de que tenía una bolsita, seguro traía toalla. Era una suerte porque la mía la uso indistintamente en la cocina y en el baño, y no quería compartir tanta intimidad. El hombre salió con sus pelos mojados y la misma barba de ayer. Se disculpó otra vez y mantuvo su bolsita en la mano. —Cualquier cosa que necesite, por favor, cuente conmigo. —Cuando vaya a Uruguay, ¿me trae un Chajá? —Claro, con todo gusto. En la puerta me hizo una confidencia. —Mire, aquí todos me llaman el Astronauta, le digo por si pregunta por mí. Cerré la puerta y me quedé pensado. La mentira de los lapones no había funcionado, pero él me engañó diciendo que es oriental. Buena


estrategia. ¿Pero, por qué a un uruguayo con cara de ruso de Rusia le dirán el Astronauta?

2. El zorro, el gordo y el falso enano

Al hombre del mal él sabrá castigar marcando la zeta del Zorro. Serie “El Zorro”

Artigas Gagarín sonreía como si hubiera ganado la quiniela. Quizás los orientales, o los rusos, o los uruguayos, no sé, son gente feliz. Tenía un bolso en la mano y la decidida intención de convencerme. — ¿Sargento García? –volví a preguntar. —Es sencillo, yo te explico en el viaje. Nos espera Condorito, te va a caer bien. No sé de dónde sacó el Astronauta que Condorito me iba a caer bien, ni siquiera él me caía bien. Pero como me viene bien recibir órdenes, partí casi sin pensarlo. —Aquí tengo la ropa del Zorro. En el circo te van a dar el traje del Sargento García, el otro se murió. — ¿Cómo que se murió? —La gente se muere, Ben, es así. —Vos sí que la tenés clara –le dije.


Condorito era más o menos petiso. Tenía cabeza de enano y piernas de enano, pero medía casi uno cincuenta. O sea que para enano era grande, y para ser humano, chico. Pobre Condorito, es como ser payo en una tribu de África. Este enano grande no podía trabajar de enano, estaba condenado. Condorito se había disfrazado, parecía afeminado (a veces uso indirectas). —Estás igual a Bernardo, dijo el oriental. — ¿Qué Bernardo: Neustadt? —No, el amigo mudo del zorro. Me dieron un uniforme de policía antiguo, tuve que dejar la cintura abierta y unirla con una piola. Se ve que el muerto no era muy gordo. La chaqueta apenas me entró y no había forma que cerrarla, así que dejé mis pectorales al aire (ya estaba en una época que podía usar corpiño). Como no me entraba el sombrero me lo pusieron por detrás, colgando con un piolín de ésos que usan para atar las cajas de pizza. Debo confesar que me dio hambre. Mi estampa le causó mucha gracia al Astronauta y al enano deforme. Si tuvieran un espejo, otro gallo cantaría. El oriental se puso un traje negro con capa y se pintó un bigote. También a mí me pintaron uno. Luego llegó un canoso al que le decían Guillote. Sonriente, canchero, nos saludó como si fuéramos Brad Pitt y Antonio Banderas, y al petiso, como si fuera Danny DeVito. Me pasaron una espada de plástico y dos o tres palabras que tenía que repetir, tipo “¡Zorro, te mataré!”. Y después debíamos pelear. La gente se rio mucho cuando entraron el Zorro y Bernardo, pero realmente estallaron cuando entré yo. No es por mandarme la parte, pero conmigo se reían como nunca nadie se había reído. En el primer sablazo, al Zorro le hice una zeta en el ojo, y se fue del escenario a


los gritos. Bernardo me puteó con lo que develó que no era sordo ni mudo. Un tipo de la platea me digo “gordo ladrón” y yo me bajé y empecé a perseguirlo dándole sablazos en las costillas, a él y a otros. Hasta que Guillote me agarró por la espalda y me grito: “Rajá de acá, gordo puto, te voy a matar.” Entonces depuse las armas, me saqué la chaqueta que ya estaba totalmente mojada de traspiración y se la tiré encima. “Puto, no”, le dije y me fui. No cobré un peso, nos perdimos la vianda, el circo siguió con su función y no volví a verlo a Condorito, el mudo que habla. Artigas Gagarín volvería. Los uruguayos son volvedores.

Fragmentos de la novela (inédita) Un criminal ético y gordo


PIEL CANELA


Verónica Arias nació en 1981 en el barrio de Villa Santa Rita, Ciudad de Buenos Aires. A los ocho años de edad, se mudó junto con su familia a la provincia de Córdoba. Su infancia transcurrió entre el Valle de Calamuchita y la localidad de Alberti, en la provincia de Buenos. Aires. En el año 1998 ingresó a la Facultad Nacional de Córdoba a estudiar la carrera de abogacía. En segundo año, abandonó la carrera por falta de vocación. En 2001, nuevamente en la ciudad de Buenos.Aires, se anotó en la carrera de Diseño y Urbanismo, y en paralelo comenzó a incursionar en el camino de los oficios como Diseño de Alta Moda, Maquillaje y Pastelería profesional. En la actualidad, reside en San Justo.


Piel canela

A esas altas horas de la noche, no éramos tantos los que viajábamos. Entre los primeros asientos, vi que se había sentado un hombre con gesto de agobio. Llevaba un impermeable de color gris. A su lado, viajaba una señora mayor de pelo levantado por la humedad. Con mirada rasante observaba a través de la ventana el paisaje nocturno, y, enfrente mío, a una jovencita linda y de aspecto informal que llevaba un bolso y un libro entre sus manos. Pensé que seguramente sería una universitaria que recién saldría de la facultad. La noche estaba fría y un poco pegajosa. A través del vidrio mojado, podían verse caer las primeras gotas de lluvia. Los negocios pasaban, dentro del colectivo, como si se tratara de una película de hace muchos años, de ésas que dan en la tele los domingos. La ciudad así, mojada, parecía el escenario desolado que alguien había montado para recrear un film viejo De repente, el colectivo se detuvo. Abrió las puertas con un soplido y subió una mujer de unos cincuenta años. Llevaba puesto un piloto negro, el pelo un poco revuelto y un paraguas de ésos que son casi una sombrilla. Indicó un valor al chofer y pasó la tarjeta por el lector. Hacía movimientos mecánicos, y con la mirada casi vacía hacia el fondo, caminó por el pasillo. Al fin se sentó al lado de la chica que iba enfrente mío. —Hijo de puta —la mujer apenas movía la boca, pero se escuchaba clarito— Ojalá te pudras en el infierno. —Perdón, señora, ¿se siente bien? —le preguntó la chica desconcertada. —Hijo de puta —la señora repetía, tal cual un mantra. — ¿La puedo ayudar en algo? —preguntó la chica nuevamente.


Como hablándole a la nada, la mujer comenzó a decir: “Ya está, se terminó, ya no más”. Con una rabia contenida, de ésas que se asemejan a la furia de un volcán cuando la erupción se está gestando, se giró ante la chica, la miró fijo, y habló. “Lo maté”, dijo. Y después siguió: "Le reventé la cabeza como a un sapo. Con una piedra símil cuarzo, de ésas que se consiguen en las baratijas. Hasta por la boca sangraba el desgraciado. Lo agarré justo cuando salía de la ducha, sí. En el antebaño, para ser más precisa”. La chica se quedó petrificada. Los colores de su rostro desaparecieron por completo. Enmudeció. “Años y años sometida. –continuó la mujer– Aguantando humillaciones, soportando en silencio sus palabras cargadas de odio y sus gestos de desprecio. ¡Me robó el alma ese hijo de re mil puta!”. “Después lo envolví así desnudo como estaba con la cortina del baño y a la rastra lo saqué como pude. Lo dejé tirado en la escalera del edificio, y como enceguecida, escapé”. La mujer hablaba con el mismo tono mecánico con que se había subido al colectivo. Un clima denso se respiraba en el aire. Quise distraerme con la mirada hacia adelante. El chófer del colectivo cumplía con su rutina de trabajo, mientras escuchaba la trasnoche de una radio que ahora había decidido pasar boleros. Entonces, empezó a sonar Piel Canela. Sin mediar palabra alguna, la mujer se levantó del asiento, fue hacia la puerta y tocó el timbre. El conductor la espiaba por el espejo retrovisor. La señora bajó, el colectivo continuó su marcha y a medida que se alejaba, de a poco vi cómo su imagen iba desapareciendo.


DIARIO DE CUARENTENA


Federico Molnar nació en Córdoba en 1980. Es productor audiovisual y documentalista. Sus trabajos documentales se centran en temáticas de Derechos Humanos y problemáticas sociales. En 2009 estrenó su primer largo documental, “El Negro”. Como productor, trabajó en documentales como “La Cáscara Rota” (2014), "El Profeta. Pier Paolo Pasolini, la vida como obra de arte" (2015), y “Parir” (2017). Actualmente, está trabajando en la película “Testigos”.


Diario de cuarentena

I.

Preguntas

No logro descifrar si los días pasan rápido o lento, pero pasan. Y siguen pasando, uno tras otro. Y así pasó un mes. ¿Es un mes perdido? ¿Cuántos más faltan? ¿Un mes sin abrazar a alguien cuenta como vivido? ¿Se recuperarán de alguna forma los abrazos no dados y no recibidos por decisiones ajenas? ¿Con quién me daré el primer abrazo después de esta cuarentena? ¿Seré capaz de abrazar con todo el cuerpo, como me gusta? ¿O será un abrazo dubitativo, cargado de miedo y sospecha infecciosa? ¿Soportará la otra persona la carga emocional de ese abrazo? ¿Entenderá su significado? Preguntas que no sé cuándo tendrán respuesta. Ahora, incluso, hasta dudo del sentido de hacerlas. ¿Me sirven, o escarbo una soledad no elegida? Cada hora despierto es un esfuerzo mental y físico para hacer algo, cualquier cosa, lo que sea, que tenga un sentido productivo. No puedo sólo escuchar música, tengo que estar haciendo algo más: limpiar, revocar la pared con enduído, ordenar papeles, leer, escribir esto, arreglar una valija que ya no uso ¿Por qué arreglo una valija que ya no uso? ¿Para volver a usarla? Si tengo otras. Si ni siquiera se puede viajar. ¿Será para regalarla en buen estado? ¿Será porque tengo una obsesión por arreglar las cosas que están rotas? Miro por la ventana, como todos los días. Miro todo, sin fijarme en nada particular. Sólo me detengo a ver el afuera, casi como un acto reflejo, porque es el lugar prohibido. Y veo. Veo las primeras hojas del otoño que de a poco van cubriendo las veredas, veo algunos autos y colectivos pasar, veo cómo algunes, quienes realizan actividades indispensables, siguen con su vida igual que siempre, barbijo y distanciamiento mediante, pero casi igual que siempre. El resto esperamos. Esperamos volver al afuera, ése espacio que hasta hace


poco no era tan especial, y ahora lo es. Cuando lo recuperemos, ¿nos reconoceremos hasta abrazarnos? abril 2020

II.

Despertar

Te pasa hace varios días, o semanas (no distinguís bien). Lo peor del día es despertarte. Ese momento en que los ojos lentamente empiezan a abrirse y te das cuenta en dónde estás, y cómo estás. Durante el día, usás técnicas de distracción para, de alguna forma, jugar a que no estás encerrad@. Pero esos segundos matutinos (a veces minutos) que te demorás en despertar, cuando todavía da vueltas el resabio del sueño o pesadilla que danzó en tu inconsciente durante la madrugada, son insoportables. Algunos días, te das cuenta de que estás despertando antes de que ocurra; entonces, tratás –infructuosamente– de evitarlo. ¿No sería maravilloso poder hacerlo? Decidir en ese instante que no, que no despertarás. Hoy no. Hoy no te despertás. Hoy vas a seguir dormid@, que no es lo mismo que seguir durmiendo. Vas a seguir dormid@. Te levantarás. Te cepillarás los dientes. Desayunarás. Harás ejercicio. Meditarás. Trabajarás. Cocinarás. Almorzarás. Tendrás una videollamada. Leerás. Mirarás una película. Amarás a la distancia y en ausencia. Extrañarás. Suspirarás. Todo, hacer todo eso, sin despertarte. Sin pasar por el momento de darte cuenta que ese hoy, el día en el que te despertás, es el mismo hoy que ayer, el mismo hoy que mañana.

julio 2020


UN PERRO ES LA PRESENCIA DE DIOS EN LA CASA


Silvia Docampo dice que nació en Latinoamérica, más precisamente en Buenos Aires, como mujer, a finales de los cincuenta. Dice que pudo haberse dedicado a un solo tema, a ser muy especialista en algo, pero la curiosidad y el asombro no la dejan en paz. Los laberintos de la existencia la encontraron estudiando Medicina, Teatro y Yoga, caminos que aún sigue andando. La escritura, como una aguja mágica, ha ido enhebrando estas experiencias con muchas otras, bordando en cada hoja las formas de su imaginación.


Un perro es la presencia de Dios en la casa

“Un perro es la presencia de Dios en la casa”, mientas me habla, Lina le acaricia el lomo. Perro y dueña me miran. Olac es un Fox Terrier de pelo liso, cabeza negra y cuerpo blanco. Parece tener una capucha que oculta a otro ser. “Será lindo tenerlo en tu casa de la playa, le gusta correr por la arena”. A sus ochenta y cinco años, Lina cree que ya no puede cuidarlo bien y, ahora que voy a mudarme a la vieja casa familiar de la costa, me lo regala para esta excursión existencial. Cerrada desde hace dos años, después de la muerte de mi padre, nadie ha vuelto a habitarla Viajo en mi camioneta por la ruta 11 con Olac, que se mantiene calmo en su canil en el asiento de atrás. La mañana es clara y la ruta está tranquila. Vuelve a mi cuerpo esa emoción de la infancia, cuando preparábamos las cajas y las valijas para pasar los meses del verano, la expectativa de encontrarnos con los amigos de la playa, los besos, los novios. Ahora regreso después de más de veinte años. Cuando vivía en Méjico, y luego en España, recibía fotos de mamá y papá durante sus largas temporadas en el lugar. Ellos han muerto, y así el último lazo con esta parte de mi historia. Al salir de la ruta, tomo el camino de tierra que lleva al poblado de casas que se han instalado a lo largo de los años. La mezcla de nostalgia y sensación de pérdida revivieron en mí imágenes que me conmovieron. Ahí estaba el galpón de la carpintería. Paso muy despacio por delante del lugar donde solía encontrarme con Bruno, el hijo del dueño, un joven alto y desgarbado. Un raro. Sobre todo, para el resto del grupo, que miraba con extrañeza su interés por la poesía, que él sólo compartía conmigo. Fue mi compañero amoroso de la adolescencia. Él y su poesía y yo con mis pinturas fuimos transformándonos de niños a jóvenes, proyectando armar un mundo


para compartir juntos. Al detener el auto, Olac comienza a ladrar con insistencia, a moverse y golpearse contra las paredes del canil. Lo bajo para dejarlo en libertad, y entonces corre hacia la puerta del galpón. Cuando Bruno sale, incluso ladra más fuerte. Se trata de él: alto, con su nariz gruesa, curva y el mismo mameluco gris que usaba cuando ayudaba a su padre en el trabajo. Tengo la intención de acercarme pero, después de mirarme, Bruno vuelve a meterse al galpón. Quedo ahí, parada, sin saber qué hacer, y entonces siento que Olac tira de mi pantalón hacia el auto. Me decido y encaro hacia lo de Sosa, el vecino de la casa que también trabajó de cuidador del lugar. El reencuentro se llena de momentos del pasado, después me pone al tanto de algunos arreglos para hacer y nos despedimos. Creo que no alcanzó a darse cuenta de mi estado, pero, ¿cuál es mi estado? Olac baja del auto, sube los escalones de madera que conducen a la galería, se sienta al lado de la puerta. ¿Qué habrá debajo de esta capucha negra?, le digo mientras lo acaricio. Abro las ventanas del salón, un espacio que comprende tambila cocina, y recorro el lugar. Sin saber por qué, sobre el polvo que cubre la mesa, mi dedo escribe una palabra, “Bruno”. Miro la mesa y me río. Después decido que ya es hora de poner un poco la casa a punto y descansar. Cuando al otro día me despierto, encuentro a Olac con algo en el hocico. Me acerco: se trata de una hoja. Le arrimo mi mano, y él la deja caer. Quisiera encerrar en un círculo lo que nos hemos dicho y hacer de esas palabras el comienzo de algo nuevo. Estaba escrito a mano, en una hoja a rayas, arrancada de un cuaderno.


Me siento al borde de la cama. Bruno vuelve a mí. Un chico tímido, que participaba poco de las reuniones, y que dejaba sus poemas colgados en los rosales o árboles de la casa. Mientras tomo café pienso en qué hacer: si ir y agradecerle, o mantener este juego que, al parecer, quiere volver a unirnos. Me tomo mi tiempo en estas disquisiciones, mientras aprovecho para limpiar, ordenar mis cosas, instalar el estudio para mis pinturas. Sosa me traería del pueblo las compras del supermercado. A la mañana siguiente me despierto por un ruido. Me acerco a la puerta de la habitación, y ahí esta Olac, del otro lado, empujando la puerta para poder entrar. Entre sus dientes, tiene una hoja de papel. Cuando logra pasar al cuarto, se sienta delante de mí, levanta la cabeza, y en un gesto de entrega, pone el papel en mi mano.

Tu llegada abrazó mi cuerpo con el recuerdo de tus brazos cómodos y tus manos tibias, con la dulzura de una diosa que ama a sus criaturas por lo que son, como son.

Las palabras quedan resonando en mi cabeza hasta que oigo a alguien. Es Sosa. Acaba de llegar y está bajando los paquetes de las compras. Yo, aún con la ropa de dormir y la hoja en la mano, voy hasta la puerta. —Buen día, Sosa. —Buen día, ¿todo bien? —mira la hoja en mi mano — ¿Encontró la casa como esperaba? —Sí —digo y guardo la hoja en un bolsillo. —La veo mañana. Hágame la lista para la verdulería —Sosa da la vuelta para abrir la puerta del auto e irse, pero yo lo retengo.


— ¿Sabe si Bruno, el de la carpintería, sigue en el pueblo? Sosa queda unos segundos de espaldas, y lentamente gira hacia mí. —A Bruno lo encontraron muerto hace como veinte años. ¿Sus padres nunca le dijeron? —Eh, no, la verdad. —Olac viene, como entendiendo mi pena, y se me sienta al lado. —Bueno, mejor, ¿no? —dijo en voz baja. Cuando Sosa se aleja, entro a la casa y cierro la puerta con bronca, atravesada por esa revelación. Olac me salta con las patas de adelante, y encara hacia la escalera que da al altillo. Empieza a subir. Lo sigo, dejándome guiar. Busco en las cajas donde aún se conservan los objetos que se precipitan en mi memoria, como un conjunto de dados arrojados en forma de recuerdos, al azar, sin orden. Mis ojos se humedecen, y la respiración agitada me mueve el pulso. Husmeo entre los libros, mis pinturas, mis primeros dibujos y ahí, escondidas, están las hojas a rayas, la letra grande y redonda. Leo:

Yo, que sólo sabía de desiertos regados por el viento, de playas en invierno, de luces blancas.

Y sigo leyendo, una tras otra cada palabra, como si ellas me fueran devolviendo a Bruno.

Hay algo en mí que sabe de lo infinito, de lo que no termina, de lo que es amar. Lo siento cuando te miro.


Lloro plegada sobre mis piernas. Entonces siento a Olac, su hocico en mi nuca, en mi cara, siento cĂłmo empieza a lamerme, su saliva que hace que el pelo se me pegue a la mejilla. Giro la cabeza, y lo miro. La capucha negra se habĂ­a corrido y mostraba su verdadero rostro. Lo beso.


LA FRAGANCIA


Leonor Farías nació en Buenos Aires. Se recibió de Arquitecta por la UBA. Desde hace años, asiste a diversos talleres de escritura y lectura. Participó en algunas antologías poéticas, y también publicó los libros de poemas La descarriada (2007), La hembra en (2009) y Pañuelos de papel (2011).


La fragancia

Aquella vez, la fragancia era la misma que ahora: Paco Rabanne. O eso le pareció. Luigi la había sentido en la casa de la zona universitaria en la que su mamá planchaba dos veces por semana. Lo llevaba casi siempre con ella cuando le salía algún trabajito por la mañana. No había conseguido un jardín de doble jornada, y fue la forma que encontró para aprovechar esas horas que le habían ofrecido. En ese entonces, apenas tenía cinco años y hoy todavía lo recuerda mientras está rodeado por olores que no se parecen a ninguna otra fragancia. —La patrona es buenísima. No va a tener ningún problema en que estés conmigo, y capaz hasta te dice de mirar los dibujitos en esa tele hermosa que tienen —le dijo su mamá a Luigi. Esos días preparaba unos sanguchitos, hacían un picnic en la plaza y después lo llevaba a la escuela. Quedaba cerquita, unas cuadras nomás. El nombre Luigi se lo había puesto porque al nacer pensó que, como no tenía mucho para darle a su hijo y su apellido era muy común, un nombre extranjero llamaría la atención. No pasar desapercibido ya era algo. Brian o Allan le resultaban lindos, pero en esos tiempos había muchos pibes con esos nombres. Finalmente, lo decidió en el súper, de casualidad, al pasar por al lado de la góndola de los vinos. Luigi Sosa fue creciendo en los ochenta en el barrio Fuerte Apache, con una mamá demasiado joven que tenía que ganarse el mango trabajando en casas de familia. La de ella había quedado en Salta y pasó varios años sin verla. Madre muerta tempranamente, por esas


cosas de la pobreza. Padre vuelto a casar y una caterva de hermanos y hermanitas. Francisca Sosa había empezado a trabajar en casas de la aristocracia salteña a los once años. El día que logró juntar unos pesos, sin despedirse, se mandó a mudar a la capital. Era el mejor lugar, según le habían dicho otras chicas, y así parecía en las fotos de las revistas del kiosco. —Allá vas a encontrar mejores empleos que acá, y hasta quién te dice si no te conseguís un novio y te casás —la entusiasmaban las conocidas del pueblo. Cuando la desalojaron junto a un grupo de gente de la villa en Retiro, fue a parar a Fuerte Apache. Ahí conoció al Pelado, drogón de la barra del otro nudo, que la enamoró y la dejó preñada apenas cumplió los diecisiete. Al final, una historia como la de tantas chicas que viven por estos barrios, casi calcada con un mismo molde. Pese a todo, Francisca logró que su hijo terminara la primaria y que llegara hasta segundo año del bachillerato. Cuando lo repitió por tercera vez, el pibe ya era grande y, aunque buenazo, no hubo forma de domarlo. Le largó todo. Hoy Luigi es un muchachón de más de veinte y Francisca, que en las casas se hace llamar Graciela, sigue fregando y yendo de un lugar a otro, aunque ya sin el crío a cuestas. —Vieja, no me rompas más las pelotas. Me voy a laburar. No soy para esto, convencete —le dijo, sin importarle que ella le suplicara con lágrimas. — ¿En qué vas a trabajar vos? Si hasta para repositor de supermercado te piden el título secundario. Encima, en yunta con esa manga de vagos a ningún lugar bueno vas a llegar. Yo quisiera saber de dónde sacan la plata para andar siempre fumando y tomando


cervezas —le preguntó antes de salir con la voz entrecortada por la bronca y la impotencia. —Vos no te calentés, vieja, ya me voy a arreglar para conseguir algún laburo —y la llevó de los hombros hasta la puerta. —Fijate, Luigi, qué podés hacer con la cocina. Creo que hay algún caño tapado porque sale olor a cloaca. Desde la ventana, alcanzó a verla en la parada del 53, el colectivo que tomaba para ir hasta Devoto. Allí quedaba la casa de una familia a la que iba martes y jueves hacer la limpieza. —Tremenda mansión —le había dicho a sus amigos, que no dudaron ni un instante. Él nunca había llegado más que hasta la puerta. Alguna vez que andaba por ahí, había pasado a buscar a su mamá. Le resultaba deslumbrante el frente de esa casa. Con portón de garaje, ventanas grandes con cortinas. Un piso arriba, con techo de tejas y plantas, muchas plantas. Los pibes esos trazaron el plan, aunque Luigi no estaba muy convencido, según dijo. —Tampoco podía echarme atrás. Al fin y al cabo, yo les dije que la familia no estaría. Los fines de semana van al country, por lo que me había contado la vieja —terminó balbuceando todavía bastante aturdido. Porque lo que no sabía Luigi era que ahí lo iba a sorprender el mismo vaho a Paco Rabanne de su infancia, justo en el momento en que comenzaba a sonar una alarma. —Era el mismo olor. Olor a todo limpio, a cosas nuevas, a gente buena y linda. A madera, a perfumes, a ropa planchada —contó, mientras se le iba apagando la voz, aún con el recuerdo del batifondo.


— ¿No les dije que éste era un pelotudo? —gritó uno grandote al que le decían el rubio. — ¿Y vos qué hacés ahí, pedazo de mierda, con esa cara de tarado? —La mamita del boludo se olvidó de este detalle. — ¡Vamos, rajemos!


SI TE VAS DE CAZA


Claudia Córdoba nació en Buenos Aires, dentro de una familia de clase media baja que compraba tres diarios al día y pocos libros. Cuando cumplió seis, le pidió a su tía que no le regalase más dijes para la pulserita de identidad. Media docena ya eran suficientes. Decidió que quería tener libros. A pesar de que en su casa no había biblioteca, leía todo lo que encontraba: Robinson Crusoe, Oliver Twist, Juvenilia, todos los tomos de la Tecnirama de su papá y hasta alguna novelita de Corin Tellado de su abuela. Su mamá le reprochaba que estuviese leyendo todo el día, y la noche también. A los doce descubrió el género fantástico y la ciencia ficción, que fueron la llave hacia todo el amplio espectro que vino después. En la adolescencia hizo los primeros intentos de escritura autónoma y placentera. Es docente de Nivel Inicial, y su formación continua siempre estuvo vinculada a su profesión, incluso en Literatura Infantil. Publicó cuentos y poemas para niños y niñas en las editoriales Quirquincho, AZ, Kapelusz y otras. A inicios del nuevo milenio decidió volcarse a la literatura para adultos y comenzó a formarse en distintos talleres literarios, y a participar de recitales poéticos junto a otras voces.


Si te vas de caza

Sunay Aspira el polvo grisáceo y un torrente de energía asciende por su cuerpo pasando por el corazón y rebotando en la nuca. Se la había rapado para los escalamientos. En el ascenso hay tramos con abrojos y espinillos que se le quieren quedar prendidos en la cabellera. El resto de pelo lo lleva trenzado, recogido en la corona como rodete, sujeto con un fijador natural. Prefiere ejercitar con unas botitas livianas. Nota que le dan mayor adherencia al terreno. Ideal para la práctica de parkour en grandes alturas. La musculatura adolescente parece envuelta en cuero curtido por el sol. Cuando consiga el objetivo, recibirá una vez más, el reconocimiento de la comunidad.

Ingrid Recibí otra carta de mi muy querida amiga Karen, fechada en junio de 1958, Dinamarca. Allí me cuenta que, tras la cirugía de su úlcera, no tolera los alimentos sólidos. No logra sobrepasar los 35 kilos de peso y sus piernas se tornan cada vez más rígidas, como en una especie de parálisis. No sé si hizo bien en regresar, en irse de su casa, su verdadero hogar, allá, lejos. Desde hace más de veinte años se la pasa añorando al repetir como una letanía, “Yo tenía una granja, en Africa”. Su salud es endeble y empeora. Durante el tiempo que lleva fuera de Kenia, se ha sometido a tantas operaciones. Ha probado los


tratamientos más cruentos. Sin embargo, conserva la sensibilidad de siempre. Y su mal humor, también. No logro comprender un espíritu tan contradictorio. Una mujer poética, conmovida por el vuelo de los estorninos, por el aroma de los tilos en flor, por la belleza de las lilas y los castaños. Al mismo tiempo, una mujer granjera, capaz de enfrentar leones, saboreando su triunfo de cazadora sobre el pellejo ensangrentado de la presa. Disparaba con mejor puntería y mayor coraje que Denys. Suelo pensar que su alma quedó sepultada en Ngong Hills, junto a él. Lo que subsiste de su cuerpo, ahora, es pura piel, ajada, como el revestimiento de esos grandes felinos aniquilados, curtiéndose al sol.

Serpentina y Karen Se agita al caminar bajo el sol por la calle angosta, de tierra. La bolsa con las viandas le pesa, porque además viene cargando un bidón de agua, de los grandes. Lo pudo llenar en la canilla del comedor de la parroquia. Tina, así la llaman, desde que llegó a instalarse con sus hijos en la villa, o en el barrio de emergencia, como le dicen ahora en los medios. Los hijos varones duermen. Karen, la mayor, salió con la moto a hacer un reparto. Llega justo cuando está servida la mesa. Siempre comen con la tele prendida. — ¿Y esos bichos? —le pregunta a Tina, señalando las viandas. —Langostinos. A que nunca comiste una paella tan rica. El dueño de una empresa los donó.


Los otros hijos se asoman desde la cortina que separa la pieza y ponen cara de asco. —A mí servime sin eso —dice el del medio. —No sabés lo exquisitos que son, dale, probalos-—insiste Karen — Una vez probé mejillones, pero éstos me gustan más. —A vos sí que te gusta tragarte el bicho, jajaja.No es cierto, Kevin? —la provoca el hermano menor. —Córtenla y coman en paz —les pide Tina — y a vos ya te dije que no la llames más con el nombre de antes. Sos pura maldad, che. —Mirá, algún día me voy a ir de esta casa. Me voy a rajar bien lejos de acá. A África, me iría si pudiera—lloriquea Karen —- Y ahí sí que vas a llorar por mí. Porque me vas a extrañar, y cómo. Cada vez que la panza se te retuerza de hambre, o que tengas ganas de tomarte una birra. Reconocé que si no fuera porque salgo a cazar chongos que paran la olla, no tendrías ni dónde caerte muerto, piojoso.

Sunay Esta vez, le entregaron el polvo de jalar al partir. Debe hacerlo antes del poniente, para aumentar la visión. Al llegar al filo de la ladera más alta. Lleva arrollada una manta de abrigo, sujeta al morral, agua y también unas frutas. El muchacho que partió con ella quedó atrás. Pudo verlo a lo lejos, en alguna serpentina del camino de ascenso. Esta vez, ninguna de sus dos hermanas la acompañan. Una, acaba de parir y la otra aún está amamantando a sus críos. El viento trae el olor de la manada. Un color anaranjado se desplaza lento, como una mancha sobre el antigal. Prepara el arco. Lo tensa. El sol la encandila. Ahora es el momento. Sabe. Aspira toda la


sustancia con un canuto de ave. Siente un golpe intenso en la nuca. Como una garra que se desploma en seco, haciéndola caer. Grita. No oye su voz, sólo el cascoteo de las piedras que la secundan en el despeñarse. Una ráfaga la envuelve con el aliento del tigre. No lo oye. Debió pasar de largo. Retorna la vista hacia el antigal. Ahora puede verlas. A las vicuñas correr. Y al cóndor, bajo la nube, volando en círculos sobre su cuerpo de tierra fértil. Ahora tiene la visión. La retiene en sus ojos. Cerrándolos para siempre. Alguien la enterrará junto a lo que también fue parte suya. Su lanza, su arco, sus flechas, la piedra de pelar cueros. Su estar siendo en el mundo. Como un hallazgo que demoró nueve mil años de silenciamiento para hacerse reconocer.

Serpentina Tina se calla. Quisiera callarlos a ellos también porque no soporta que peleen así. No quiere que Karen ni Brian ni José sufran como sufrió ella antes de parirlos. Recuerda su infancia de hambre en Barranqueras, cuando tenía que cazar cuises o ranas junto a su hermano más chico, que ponía las trampas, pero era ella quien tenía que destripar a los bichos y cuerearlos porque la mamá andaba por Buenos Aires limpiando casas y nunca más volvió. — ¿Les conté de aquella vez que con el Juanchi, allá en el río, cazamos la Lampalagua? Tan fiera era. Estuvimos una semana vomitando a la bicha. —Pará, pará, subí el volumen. —interrumpe Karen — ¿Qué dijeron en el noticiero? ¿El cuerpo de quién en Los Andes?



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