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Por Carolina Calle Vallejo
E
Hijos Zuluaga Rivera. 1970
hogar era la música; el escudo, ese instrumento en blanco y negro vestido de frac; y el himno, esa canción de Palito Ortega que pegó como ninguna en los Zuluaga Rivera: La felicidad, ja, ja, ja, ja / de sentir amor, jo, jo, jo, jor / hoy hacen cantar, ja, ja, ja, jar / a mi corazón, jo, jo, jo, jor... Ese domingo del segundo mes del año había una razón de peso para festejar en esa vivienda de dos pisos. Desde temprano, Liliana, la hija menor, escaló una silla de la sala y comenzó a tocar en el piano una canción para una de sus hermanitas que estaba de cumpleaños. La mamá le advirtió que solo cuando el papá llegara del trabajo, le cantarían en coro a Pilar. Antes del atardecer los niños hacían tareas, otros jugaban y varios salieron a comprar un forro para el cuaderno en la tienda del barrio. De repente, Octavio, el mayor de los hombres, entró pálido a la casa y avisó que un bus había
tumbado a la hermanita de tres años. “Yo pegué un grito que creo que el eco todavía está en la Patagonia”, recuerda Piedad Rivera. —¿Cómo está Lilianita? ¿Mucha sangre? — indagó envuelta de nervios. —No mamá, parece dormida —respondió el niño de diez años mientras su madre cerró los ojos, soltó un suspiro desolado y abrió un armario. —Tenga esta sábana. Vaya cúbrala. Las autoridades detuvieron al conductor del vehículo mientras otros se encargaban del levantamiento del cuerpo. Varios oficiales le pidieron una declaración a la señora para aclarar los hechos, pero a todos los interrumpió en el intento: “No quiero interrogatorios, denuncias ni culpables. Esto fue un accidente, quien lo hizo no lo hizo de gusto, no quiero saber nada de la persona que la atropelló. Hasta aquí llegó la vida de mi hija, hasta aquí llegó todo, hasta aquí llegué yo”.
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Un piano en la familia
ran trece personas haciendo fuerza en un solo carro. Arrancaron de prisa, el papá y la mamá adelante y once hijos atrás. Tenían que llegar ya. Parquearon cerca de la Universidad y entraron corriendo, agitados y sudorosos, tarde, pero a tiempo. Y cuando el rector dio la señal, los hijos aplaudieron con orgullo a sus padres que salieron al frente como un par de campeones a recibir una medalla y un diploma de grado. La familia Zuluaga Rivera regresó esa noche de marzo de 1982 con un par de sociólogos a bordo. Piedad y Antonio, los capitanes de ese onceno antioqueño, recibieron el título profesional de una carrera que emprendieron juntos en busca de un sentido para su historia. El paso por la Universidad de San Buenaventura Seccional Medellín les devolvió la palabra, la luz, la vida en movimiento que perdieron en una tragedia. El 28 de febrero de 1971 era un día para celebrar. En ese entonces, Antonio trabajaba en una fábrica textil y Piedad era la directora de esa orquesta de niños que hacía fiesta con guitarra, violín, bandola y tiple cualquier día, a cualquier hora. Era tan sagrada la música en esa morada que cada mes pagaban por el alquiler de un piano. Era el instrumento con el que Piedad hacía magia y se robaba el show entre la sala y el comedor. Para cada día tenía un sonido; para cada ocasión, una ronda; para cada mes, una canción. La mamá les enseñó a contar hasta el siete con las notas musicales, a escribir sobre los renglones del pentagrama y a dibujar con la clave de sol. El día que por fin tuvieron un piano propio, ese coro de niños se desafinó de felicidad. Por fin tenían la garantía de contar para siempre con ese miembro en la familia. Todos le metieron el dedo como a una torta, la madre lo tocó con gracia como si le hiciera cosquillas y ese piano sonó contento en toda la cuadra. La infancia se presentía desde la esquina. Los transeúntes que escuchaban la algarabía creían que esa casa blanca del barrio Simón Bolívar era una guardería sin nombre. Desde afuera se infería que la bandera del
A partir de ese momento la mamá entró en trance, el piano en desuso, la familia en silencio, la vida en veremos. A veces, Piedad se despertaba somnolienta e iba a la cama a cobijarla como solía hacerlo en noches de lluvia. Cuando encontraba el espacio vacío y recordaba que esa pesadilla era cierta, se preguntaba: “¿Mi hija ya no existe?, ¿esta es la vida?” Todo había perdido el sentido, el color, el sonido. Los días eran grises, quietos, desiertos. Por primera vez supo qué era la pesadumbre, la rutina, la tristeza absoluta. Nada quedaba de esa Piedad que nació en Andes, que no tenía miedos y estaba rebosada de sueños. Era osada como ese tipo de bigote, al que vio enfrentarse con molinos de viento y le enseñó que no había imposibles. Desde que su padre —don Robustiano— se lo presentó en la dentistería, su amigo de cabecera fue siempre El Quijote. Piedad no era como ninguna del pueblo, hasta sus pálpitos tenían un compás extraño. Un día cuando le tomaron el pulso descubrieron que su corazón no estaba en su sitio, latía a la derecha. Indagó por las consecuencias de tenerlo en el lado opuesto y, aunque le pronosticaron una muerte prematura, asumió que la única diferencia de su corazón era la capacidad de sentir más de la cuenta. La vida era simple y ser feliz le quedaba fácil. Le bastaba con tomar un bate de béisbol, lanzar una jabalina o rodar en bicicleta por los cafetales de la montaña. Sudaba de emoción leyendo a Homero, a Virgilio o a Dante. Amaba escuchar una zarzuela, acariciar las teclas del piano que la esperaba cada semana en la escuela y leer poesía en voz alta mientras su padre sacaba muelas. Anhelaba, cuando fuera grande, ir a la universidad y trabajar, tener perros y murciélagos, caballos y guacamayas, coleccionar brujas y molinos de viento, construir un hogar y armar una familia, tocar el piano y compartir el tiempo con un compañero, doce hijos y quién sabe cuántos nietos.
Bautizo de Lina Zuluaga Rivera por fray Arturo Calle Restrepo OFM.
Grados de Piedad y Antonio.
1972
1982
estaba inhabilitada para cursar una carrera profesional, el que hizo cuentas de tiempo y de dinero y dedujo que solo alcanzaba para el estudio de los hijos —sí, él, el mismo— tachó su inventario de imposibles, rasgó todos sus prejuicios, se retractó de lo dicho y le propuso a su esposa que fueran juntos a la universidad. —¿Ya para qué? —le respondió. Él insistió. Le contó que en el barrio San Benito —a dos cuadras de la casa de la suegra— había una universidad joven. Que abrieron un programa de Sociología que funcionaba de manera vespertina, entre las seis y las diez de la noche. Que durante el día ella podría estar con los niños y él, en el trabajo. Que al atardecer se encontrarían en clase y regresarían juntos a casa antes de la medianoche. —Mamacita, cómo te parece que Antonio como me ve tan flaca, me dijo que me pusiera a estudiar —le contó Piedad a su madre, Ana Agustina Gallón. —¿Qué le contestaste? —Que ya para qué —respondió con desdén mientras alzaba los hombros. —¡Piedad del Socorro, me hace el favor y se matricula ya! —sentenció sin importarle que su hija tuviera más de treinta años— ¡Es una orden! El primer día de clase Piedad se sentó en la última fila para que nadie le viera su mirada empañada. Antonio llegó tarde porque recién salía del trabajo que quedaba en el norte. Salieron de clase en silencio y, antes de entrar a la casa, a Piedad se le escapó una sonrisa cuando escuchó una melodía a lo lejos y encontró a los hijos que le quedaban esperándola, tocando y cantando alrededor del piano. Tuvieron que pasar días, semanas, meses para que Piedad pudiera concentrarse en la pizarra y evitar que los recuerdos le mojaran el cuaderno. Comenzaron los trasnochos hablando de Marx y los madrugones leyendo a Engels. Piedad llenaba poncheras de agua fría para meter
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Solo tenía los libros para arrancar esa aventura y el ímpetu de una adolescente para soñar que iba a ser posible. El primero que apareció en ese viaje fue el amor. Piedad abordó un tren y en un vagón conoció al pasajero que se quedó para siempre en su vida. Lo de Antonio fue a primera vista, por tanta belleza; lo de Piedad fue pura curiosidad, por la buena conversa. Coincidieron en la afición por la literatura y la música, por la filosofía y la pintura, mencionaron a Miguel de Cervantes y a Mozart, a Gustavo Adolfo Bécquer y a Renoir. Si el matrimonio era una larga conversación como decía Federico Nietzsche, desde el primer día que se cruzaron hubo un indicio y un presagio. Piedad y Antonio no pararon de hablar ni de mirarse a los ojos. Era mayo de 1971 y el proyecto de Piedad Rivera se quedó en el camino. La vida no era tan sencilla como creía y a sus 33 años sintió la primera zancadilla. Hizo un recuento pesimista de su historia: tenía una hija en el cielo, un mar de deudas, una lista de metas en el aire, la esperanza escondida bajo tierra y la fe flotando a la deriva. La universidad había quedado por fuera de los planes a partir del casamiento en 1958. A su esposo no le pareció pertinente que dejara el hogar por salir a estudiar y cada embarazo consecutivo era una razón más para sugerirle aplazar el estudio y permanecer en casa. Ya ajustaba trece años de matrimonio, trece años de un sueño incumplido. Iban tres meses de duelo y Piedad no hablaba, no dormía, no comía, no vivía. Antonio, que aún estaba herido, pero de pie a pesar del siniestro, tenía que hacer algo para salvar a esa tripulación del naufragio. Pensó en el médico o en el sacerdote, en un calmante o en un viaje y, pensando y pensando, creyó que de pronto la solución estaría en los libros. Él, el mismo que la disuadió de ir a la universidad, el que pensaba que una mujer casada
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los pies descalzos y espantar el sueño que los agarraba a la medianoche. Tomaban energizantes caseros para amanecer estudiando y preparar exámenes. A las seis de la mañana Antonio salía ojeroso para la fábrica y Piedad, entre bostezos, a despachar a los niños al colegio. Los hijos mayores fueron las fichas clave al atardecer. Mientras los papás estaban ausentes, los grandes —María Piedad, Octavio y Mónica— estaban encargados de apagar el televisor, revisar tareas, lavar pañales, servir la cena y entretener a los pequeños —Beatriz, Clara, Pilar, Juan José y Pablo. La mayor era María Piedad con doce años y el menor, Pablo con uno. Esperaban despiertos la llegada de ese par de estudiantes que debatía sobre la izquierda y la derecha mientras ellos correteaban de arriba para abajo. El fuerte de la mamá eran la letras y el del papá los números. Piedad le hacía las tareas de Filosofía y Psicología y Antonio, las de Estadística y Economía. Ambos se dieron la mano, se soplaron respuestas y se cubrieron la espalda si alguno faltaba. Cada semestre lograron pasarlo juntos gracias al apoyo mutuo, a los frailes que se hicieron amigos, a los maestros que fueron estímulo y a la barra de ocho seguidores que los esperaba en casa. Su paso por la Universidad también tuvo sus detractores. Primero, llegó la vecina, doña Faustina: “Piedad, se tiene que retirar de la universidad, usted sale y a esta casa no se la aguanta nadie”, le dijo refiriéndose al jolgorio de esos niños que hacían de la noche el tiempo más libre del día. Luego siguió el suegro: “Piedad, es mejor que usted se salga de estudiar, está descuidando el hogar”. Al único que le hizo caso fue al rector fray Arturo Calle. Cuando le comentó que estaba de nuevo en embarazo en el segundo semestre y que rondaba en su mente la idea de desertar, la calló y le prohibió incluso contemplar esa opción: “Piedad, ni se te ocurra”. Meses después, él mismo bautizó a Lina, la hija que nació en agosto del 72, en plena
temporada de parciales. Con los años llegaron un par de mellizos —Pedro y Natalia— y el equipo Zuluaga Rivera quedó compuesto por once hijos. La vida poco a poco tomó su curso. Piedad fue nombrada representante de la Facultad para el día de la apertura del programa de Psicología y Antonio fue elegido para cantar en la tuna de la Universidad. Fueron célebres por sus aportes en el aula, tomaban la teoría en jornada nocturna y la ponían en práctica durante el día. Él en la industria y ella en la familia. A veces eran las figuras de la clase y en ocasiones, un motivo de reflexión. El profesor de Demografía los ponía siempre de ejemplo para explicar términos como explosión demográfica, reproducción desmedida y sobrepoblación mundial. Gracias a la Institución, la señora Piedad retomó su amistad con el caballero de bozo y armadura. Tomó tinto en la cafetería con Emil Ciorán y William Faulkner y caminó por los pasillos de baldosas rosadas con Violeta Parra y Pablo Neruda. Con el que más intimó fue con el filósofo francés Teilhard de Chardin que reencontró en la biblioteca de la Universidad y lo llevó a la cama. Mientras le daba sueño le decía al oído que jamás dejara de ser lo que quería ser por las circunstancias. La levantaba a la madrugada con un recordatorio: “Lo que paraliza la vida es no creer, es no aventurarse” y en el ocaso, cuando la abrazaba la nostalgia del pasado y la angustia por el futuro, le recordaba que: “Todo lo que es mejor termina por llegar”. Desde entonces y hasta la fecha, se acuesta y se levanta con sus frases. Hoy en día, Piedad le da gracias a Dios, a Teilhard, a san Francisco de Asís, al padre Calle, al profesor Valderrama, a la compañera Estelita, a Don Quijote, entre otros cómplices de la vida, porque volvió a creer y se aventuró, porque logró lo que soñó a pesar de las circunstancias, porque por fin lo mejor llegó. Antes de recibir el título profesional, Antonio ya aplicaba las lecciones de clase con el
personal que tenía a cargo y recibió un ascenso en la empresa. Piedad no tuvo que hacer hoja de vida para buscar trabajo, aún sin entregar la tesis ya tenía una oferta de empleo como socióloga en una institución del gremio financiero. Así, entre los dos, pudieron ofrecerles a sus hijos la oportunidad que ellos mismos se dieron de encontrar la luz, no al final de un túnel, sino a lo largo de una carrera y a través de una universidad. Tres de las hijas también egresaron de la Universidad de San Buenaventura, dos de la licenciatura en Educación Preescolar y otra de Derecho. También hacen parte de esta familia orquesta un publicista, una comunicadora social, un químico farmacéutico, una licenciada en música, un administrador de empresas, entre otros realizadores de sueños, artes y oficios. Hay un sitio en Medellín que parece de mentiras. Cogiendo hacia el oriente por la vía Las Palmas, existe una guarida-fortaleza con un tocadiscos que reproduce sinfonías, una repisa con la obra completa del padre de la sociología moderna —Max Weber—, una bruja sin escoba y seis molinos de viento colgados de la pared. Junto a unas escaleras hay una pareja de guacamayas azules —Pitirre y Camanía—, una perra rubia y despeinada —Candela—, una pista para los murciélagos que aterrizan de noche a comer banano y decenas de caballitos de palo que galopan de lunes a sábado en las afueras de un castillo. Desde la muralla que rodea la fortaleza, la vista es de un cuento inverosímil: hay un piano de cola gigantesco suspendido en el aire. No es una metáfora, es un edificio de verdad. El único en el continente, el segundo en el mundo, 144 veces más grande que un piano real. Las patas son columnas negras que emergen de la montaña, la tapa del piano es el techo de un mirador, las teclas largas son un conjunto de baldosas negras y blancas. La música sale de adentro y la alegría se presiente desde afuera, como en el pasado. Ese instrumento musical incrustado en la montaña
El 28 de febrero del 82 inauguró en Medellín el primer y único kínder musical en honor a su hermanita Liliana. Arrancó con las uñas y con el par de mellizos de sus padres que apenas tenían diecinueve meses de nacidos. El Preescolar Buhitos no pasó inadvertido en el barrio San Benito. A dos cuadras del claustro empezó a sonar una casa melodiosa y los primeros estudiantes fueron los hijos de decanos, profesores y empleados de la Universidad que salían hechizados como si esas maestras novatas fueran brujas de alcurnia. Las hermanas que aún estaban en bachillerato también hacían parte de la nómina de Buhitos. Salían del colegio, cogían un bus hasta el Centro y llegaban a ver cómo podían ayudar. Todas tenían el poder de capturar la atención de un niño con solo abrir la boca y tocar un instrumento. Clara —la hermana de la mitad— también estudió Licenciatura en Educación Preescolar y su paso por la academia nutrió el repertorio de técnicas y estrategias y le dio herramientas para pulir la madera que ya tenía en sí misma. Cuando Buhitos ajustaba veintitrés años propuso un viraje. Cambió el nombre, pero persistió la esencia. El jardín infantil se convirtió en un campo abierto de niños y jóvenes llamado Musicreando. El equipo de maestros anduvo por varias casas arrendadas entre el Centro y El Poblado. Cada vez que les pedían la casa parecían orquestas ambulantes. Hubo ocho mudanzas, mucho desgaste, hasta que al químico de la familia se le ocurrió una solución. Mezcló varias palabras clave y le preguntó a Google si existía en el planeta
algo semejante a la idea que tenía en la cabeza: casa en forma de piano. Cuando Juan José encontró que en una ciudad de la China había un conservatorio de música con esa estructura, se propuso encontrar la fórmula para construir un piano propio en la montaña. Adentro del piano no solo caben Piedad y Antonio, once hijos, trece nietos y una bisnieta, también los sueños de las quinientas familias que atraviesan este proyecto de vida. Hoy se escuchan flautas y marimbas, risas y gritos, ukeleles y tambores, que salen de la cima. En las mesas quedan huellas de pequeños pintores y letras de escritores. A través de los espejos pasan bailarinas de ballet y de flamenco. El 11 de junio de 2016 era un día para celebrar. Se abrieron las puertas y las ventanas de la nueva sede de Musicreando y la familia recordó ese 28 de febrero del 71 cuando partió de este mundo Liliana Zuluaga Rivera. Todos evocaron esa tarde de duelo, los días universitarios y esas noches en las que, sin pensarlo, comenzó a fraguarse un sueño. Entonces volvieron a entonar esa canción que alguna vez cantaron juntos alrededor del piano de la casa. Esta vez la cantaron alrededor de la casa del piano para que esa niña desde el cielo escuchara la felicidad de su familia unida: La felicidad, ja, ja, ja, ja / me la dio tu amor, jo, jo, jo, jor / hoy vuelvo a cantar, ja, ja, ja, jar / gracias al amor y todo gracias al amor.
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es el monumento a la historia de una familia que creció y se reinventó junto a un piano. Ahora es la nueva casa de la familia Zuluaga Rivera, y cada cual tiene su espacio. En el interior está el salón de danza de Lina, el de violín de Mónica, el de guitarra de Clara. En la parte externa está el de piano de María Piedad, el de pintura de Carla —la esposa de Pablo—, el de técnica vocal de Natalia, la oficina de Pedro y la tienda de Beatriz. Esos tiempos de rondas, cuentos, manualidades y juegos terminaron siendo horas de entrenamiento para todo ese combo. Coincidió que al salir del colegio, la misma universidad donde estudiaban sus padres recién había inaugurado una carrera que se la jugaba por la infancia y la educación. María Piedad —la hija mayor—, que ya tenía química con los niños y tantos años de experiencia, se anotó en ese programa pionero de la San Buenaventura en 1977. La licenciatura en Educación Preescolar profesionalizó la magia que heredó de su madre, le ofreció bases teóricas a su bagaje y le dio un norte a la intuición. Los conocimientos ancestrales que venían de la abuela Ana Agustina los revolvió con la teoría de María Montessori, el método Decroly, la pedagogía Waldorf y la música que traía en la sangre. Una vez aprobó todas las materias, se le ocurrió una idea para que su madre pudiera salir a trabajar tranquila. Hizo un préstamo para comprar pupitres y materiales, recolectó los juguetes de los hermanos, que ya estaban grandes, pintó la casa vieja de la abuela y fundó una guardería sin igual en la época.