gerbasi
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[créditos]
[Editorial] Luis Enrique Belmonte
11 [Preparativos de viaje] Adalber Salas Hernández
William Osuna Presidente FCNLAB
21 [Regresar a la casa del padre] Gina Saraceni
la comuna de Bello
25 [Entre dos noches] Arturo Gutiérrez Plaza
Daniel Molina Director
32 [Viaje a la aldea del ave quinquina] Luis Alberto Crespo
Luis Enrique Belmonte Editor Invitado
38 [Viaje a la primera edad] Miguel Nieves
Ximena H. Yarza Corrector Ánghela Mendoza Diseñador
En proceso
Depósito Legal En proceso
ISNN
lacomunadebello@gmail.com
Enrique Hernández D’Jesús Ánghela Mendoza Fotografías
Vicente Gerbasi. Fotografía cortesía de: Enrique Hernández-D’Jesús Imagen de portada
43 [Viaje a las regiones solariegas] Isaías Cañizález Ángel 50 [Viaje con paraguas y aguacero] Benito Mieses 58 [Viajar por arte de sol] Julio Borromé
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
62 [Una carta en el camino] Alejandro Castro 69 [Otro viaje a Canoabo] Gonzalo Fragui 74 [Tráfico] Rafael Castillo Zapata 79 [Encuentros cercanos en Río de Janeiro] Daniel Molina 83 [Reunión de los amigos] Gustavo Pereira 88 [El último viaje] Enrique Hernández-D’Jesús 93 [La eternidad y un día más] Valenthina Fuentes M. 98 [Un viajero memorioso] Vicente Gerbasi 104 [El documento más serio] Vicente Gerbasi 106 [Epílogo]
¿Conozco, acaso, el rumbo de mis pasos? Vicente Gerbasi
[ed
Vicente Gerbasi (Canoabo, 1913-Caracas, 1992) es una figura tutelar, luminosa y benefactora de la poesía venezolana. Su poesía fecunda, magnética y hechizada continúa siendo bitácora y fuente inagotable para quien quiera adentrarse en la fronda psíquica del hombre americano contemporáneo. Los libros Mi padre, el inmigrante (1945), Los espacios cálidos (1952) y Diamante fúnebre (1991) son hitos indiscutibles de la más alta poesía escrita en Hispanoamérica.
Imagen de archivo.
Al cumplirse cien años del nacimiento de Gerbasi, quisimos rendirle un homenaje que sirviera a la vez como pivote para un nuevo acercamiento a su poesía. En este primer número de La Comuna de Bello, Revista de Poesía, nos propusimos indagar cómo resonaba actualmente el legado de Gerbasi en varias generaciones de poetas venezolanos. Y cuando hablamos del legado de Gerbasi nos referimos, con absoluta certeza, a su poesía, pero también a su periplo vital, a la carga histórica y afectiva que transmitió su existencia. Resulta irrefutable el efecto benéfico y generoso del legado gerbasiano en los poetas venezolanos que iniciaron su andadura poética durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta. Pero entre las últimas promociones de poetas, la recepción del legado de Gerbasi fue, al inicio de este proyecto, una incógnita. Pensábamos que cierto olvido reciente habría podido alejar a las nuevas generaciones de la poesía y el pensamiento poético de Gerbasi. A este descuido en la difusión del legado gerbasiano, podríamos agregar el acartonamiento escolar que se le impuso, el desplazamiento del referente del paisaje en las poéticas finiseculares o la dimensión míticafundacional de la propuesta gerbasiana. Éste último aspecto, refrendado por buena parte de las aproximaciones críticas a la obra de Gerbasi, nos transmite la noción general de un poeta alucinado que funda y habita un espacio mítico, selvático, encantado, ancestral. Un poeta con raigambre
ditorial] Vibonati, Torino y Cámpora hasta llegar a Florencia. En esta excursión iniciática, el asombrado Gerbasi registra, por primera vez en su vida, la carretera, el automóvil, los helados, el teatro, la imagen de Chaplin, los marineros, un barco iluminado y festivo, el olor del mar, el horizonte oceánico, el sabor de las cerezas, el vuelo de un zepelín, las ovejas, los sembradíos de trigo, el golfo de Policastro, los Apeninos, la lengua paterna, el paisaje de sus ancestros. Años después, tras la muerte de su padre, Gerbasi volverá a Venezuela. Y a partir de entonces, los sellos aduaneros de muchas ciudades se imprimirán en su pasaporte: Valencia, Caracas, México D.F, Bogotá, Ginebra, Santiago de Chile, Puerto Príncipe, Jerusalén, Copenhague, Varsovia y otras más. Pero es que Gerbasi no sólo era un viajero físico, sino que, a través de su poesía, fue un temerario psiconauta que realizó excursiones psíquicas a través de la misteriosa fronda de la memoria y el subconsciente. Es éste el Vicente Gerbasi que queremos proponer para este homenaje. Por eso optamos por darle a este primer número de La Comuna de Bello, Revista de Poesía, el título de “El maravilloso viaje de Vicente Gerbasi”, parafraseando aquel delicioso libro escrito por Selma Lagerlöf, El maravilloso viaje de Nils Holgersson. Intuimos que este hermoso libro, que narra las peripecias viajeras de un niño que recorre la geografía sueca volando sobre el lomo de un ganso doméstico, fue un texto querido y frecuentado por Vicente Gerbasi.
En las páginas que siguen encontraremos textos que dialogan con poemas de Gerbasi. Cada uno de los textos está escrito por El maravilloso viaje de Vicente Gerbasi comienza cuando sale un poeta y nos sirve de entrada o motivo de viaje para adentrarnos en de Canoabo a los diez años, atravesando la intrincada selva de Urama distintos parajes de la singladura gerbasiana. Adalber Salas nos prepara sobre su burro negro. Al salir de la encantada fronda natal, se dirige a para la experiencia viajera, al proponer que la poesía de Gerbasi no exisPuerto Cabello para embarcarse a Europa en un barco que, curiosamente, se te en un espacio dado, sino más bien por el espacio o la distancia que llamaba Venezuela. Y pasa por las islas Azores, Barcelona, Marsella, Nápoles, separa. También nos señala que el viaje es un acto de imaginación, y que
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en un lar, en la noche primordial, en la memoria del padre o en la casa de la infancia. Y aunque estas nociones no son necesariamente desacertadas, la clave para proponer una lectura actualizada y complementaria del legado gerbasiano surgió precisamente de los poetas más jóvenes aquí convocados. Muchos sintieron, al principio, un reverencial retraimiento, dada la carga totémica que se le ha asignado a la figura de Gerbasi y tomando en cuenta lo exuberante y abrumador de su imaginario poético, repleto de paisajes frondosos, relámpagos, artificios sinestésicos, animales, árboles y flores, elementos casi desconocidos o poco resonantes entre los poetas que nacieron y crecieron con la impronta del caos y el desamparo urbano. Partiendo de la visión de los poetas que no conocieron a Gerbasi ni recibieron el salutífero influjo de su presencia, surgió la clave que guía y estructura este primer número de La Comuna de Bello, Revista de Poesía. Y esta clave dice así: la poesía de Gerbasi no proviene ni resuena por la certeza de quien habita un espacio, sino más bien es el resultado de quien se sabe lanzado a la intemperie y acude constantemente a la reconstrucción memorística de ese espacio para encontrar un asidero, un refugio provisorio que le permita continuar su travesía por el mundo. En pocas palabras: más que un habitante, Gerbasi fue un viajero. La pulsión de viaje fue el resorte secreto de su vida y de su producción poética, y la memoria recurrente del espacio mítico, su Canoabo natal, fue una compensación al sentimiento de desamparo e incertidumbre del que desconoce el rumbo de sus pasos.
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes el viajero necesita palabras para transitar. Gina Saraceni nos describe la revelación que significó para ella la siguiente frase: “Io sono un poeta italiano”. Arturo Gutiérrez Plaza propone un viaje entre dos noches a través de la lectura de Mi padre, el inmigrante. Luis Alberto Crespo, a partir del recuerdo de un viaje a Canoabo, nos invita a aguzar el oído para intentar escuchar el canto del ave quinquina. Con Miguel Nieves viajaremos a la primera edad. Isaías Cañizález nos sellará el pasaporte de salida para viajar hasta las regiones solariegas de Los espacios cálidos. Benito Mieses, paraguas en mano (porque se avecina un aguacero) nos recuerda cierta doble vertiente del arte de Gerbasi. Julio Borromé promueve un viaje, por medio del relámpago que oscurece, hacia zonas en claroscuro de la aldea gerbasiana. Alejandro Castro remite una carta a Vicente, escrita desde una noche desolada. Gonzalo Fragui nos habla de otro Vicente más pugilístico. Rafael Castillo Zapata recuerda el origen del célebre verso gerbasiano en la propuesta literaria del grupo Tráfico. Daniel Molina propone un espectral encuentro entre Vicente Gerbasi y Vinicius de Moraes, ambos nacidos el mismo año. Gustavo Pereira escribe unas líneas para los amigos que fueron acogidos por el poeta de Canoabo. Enrique Hernández D’Jesús nos entrega una nota sobre el último viaje de Gerbasi. Valenthina Fuentes traza una imagen de la escritura gerbasiana como frontera entre la vivacidad de una experiencia y su pérdida. Para cerrar esta presentación o check-in viajero, no quisiéramos pasar por alto una importantísima cuestión que tiene que ver directamente con la fauna gerbasiana. Como sabemos, en la poesía de Gerbasi abundan numerosos animales: cunaguaros, burros, toros salvajes, soisolas, loros, guacamayas, panteras, gallos, gatos, serpientes, vacas, gavilanes, conejos, lagartijas, colibríes, venados, hormigas, cocuyos, avispas, escarabajos, mariposas, perros, caracoles, arañas, búhos, caballos,
etc. En este contexto, resulta un asunto muy arduo intentar definir cuál podría ser el animal tutelar o ancestral de Gerbasi, partiendo del hecho irrebatible de que cada uno de nosotros tiene un animal ancestral. De esta forma, y asumiendo no pocos riesgos, proponemos al conejo como el animal tutelar de Vicente Gerbasi. En efecto, su poesía está recorrida por conejos que aparecen y desaparecen entre la fronda. Canoabo es tierra de conejos. El conejo es un animal de presagios. Se supone que por las noches vive en la luna y durante el día recorre mundos geórgicos, elusivos, campestres. El Conejo es un símbolo profundo de la fecundidad, la ligereza, la diligencia, lo sorpresivo, lo furtivo. Y así como Nils Holgersson voló sobre un ganso, los invitamos a recorrer la poesía de Vicente Gerbasi siguiendo la huella de sus conejos.
Luis Enrique Belmonte
gerbasi
[El maravilloso viaje de
vicente gerbasi]
[Preparativos de viaje] Vicente Gerbasi: el viaje se mide en palabras
El viaje es apenas un movimiento de la imaginaci贸n
Vicente Gerbasi en el Medio Oriente. Foto de archivo.
Jos茅 Lezama Lima
Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Salas Hernández
“Existo por razones del espacio”: este verso escueto, lapidario, es el primero de un corto poema de Vicente Gerbasi titulado sencillamente “Razón de ser”. Es uno de esos textos que cualquier lector, experimentado o desprevenido, apresurado o cuidadoso, puede pasar por alto. Es una especie de pequeña roca, parcialmente cubierta por el polvo, en medio del poemario Retumba como un sótano del cielo.1 Resulta sencillo obviarlo: carece de las dimensiones -y las pretensiones- de otros poemas más sólidos, más llamativos de Gerbasi, como el monolítico Mi padre, el inmigrante. Así, cualquier caminante podría simplemente pisar el poema con la mirada sin siquiera sentirlo. Pero si se detiene, se inclina a examinarlo, lo toma entre las manos y sopla la tierra que lo encubre, notará que su primer verso es una declaración que sirve también de piedra angular para toda una poética. “Existo por razones del espacio”. Hay algo brutal en esa afirmación. En ella, alguien se resigna a existir por un designio ajeno. Pero tan ajeno, que ni siquiera se trata de una voluntad personal, del deseo de otro; antes bien, se trata de la existencia planteada y vivida como consecuencia inevitable de una instancia completamente objetiva: la dimensión espacial. Quien habla en ese verso existe como resultado del espacio, como su producto lógico e implacable. Esa misma certeza recorre, bajo distintas formas, toda la obra poética de Gerbasi, formulada una vez tras otra, como una obsesión. O como un destino.
Ellos son los puntos cardinales, sin un árbol, sin una nube, de pie en sus aniversarios astrales, de pie, siempre de pie, porque saben que ellos también serán arena. 1
Todos los extractos de poemas pertenecientes a la obra de Gerbasi provienen de: Vicente Gerbasi. Obra Poética. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1986.
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El espacio está para ser atravesado. Quien existe por él, también existe para él, con el fin de abordarlo, explorarlo, fatigar su superficie, la piel correosa de un animal gigantesco, antiguo, siempre desconocido. La distancia que nos espera, igualmente nos define. Es por ello que en el poema “Los beduinos”, perteneciente a la colección Poesía de viajes, Gerbasi toma a los habitantes del desierto y los hace erguirse en medio de esas regiones desoladas, encarnándolas:
“”
Todos somos inmigrantes en este mundo.
Siempre de pie, siempre en movimiento, siempre llevados por la pasión exacta de las latitudes y las longitudes. Estos beduinos son mucho más que sí mismos: son los puntos cardinales, el espacio en su estado más puro, como ese hombre que habla en Razón de ser, ese que los reconoce como sus semejantes más íntimos, como su prójimo. El porqué de su nomadismo está claro: se saben pasajeros, transitorios, y no solamente han hecho las paces con ello, sino que se han fundido completamente con ese hecho, volviéndolo su modus vivendi.
sur tous les signes de la terre”2. Impresiona esa seguridad contundente. Ese viajero pareciera poseer una cualidad casi numinosa, llevando en sus bolsillos y bajo la lengua todos los signos de la tierra. Es capaz de reconocer lo que encuentra a su paso, designarlo, clasificarlo y, sí, dominarlo. Es dueño de los signos, las llaves supuestas de la existencia. Pero a este versículo de Saint-John Perse podríamos oponer otra de las muchas interrogantes de Gerbasi, en esta ocasión perteneciente al texto “El caminante”, de Los espacios cálidos: “¿De dónde vengo vestido de soledad para recorrer la tierra?”. Aquel andariego que atraviesa las páginas de Anabase no se debe a la misma estirpe de este caminante, cuyo único linaje es el desamparo. Su origen está vedado; su sino, recorrer la tierra, es infinito. Se halla, por decirlo de algún modo, atrapado entre dos olvidos. Por eso su única vestimenta posible es la soledad: ella lo arropa, le dicta sus límites más íntimos.
La obra de Gerbasi se funda en una interrogación de la distancia, en un otear insistente que nunca se retira de los cuerpos, los paisajes, la tierra multiforme. Por ello está repleta de preguntas, formuladas aquí y allá como al vuelo, pero siempre refiriéndose a lo mismo: ¿qué hacemos aquí?, ¿de dónde venimos, cómo llegamos?, ¿qué es esta tierra que nos recibe? La desaparición de los seres humanos y sus obras, tragados por sus propios pasos, es el misterio que la fascina e imanta. Y es El hombre, aquí, está dejado a su soledad. Incluso, podría deprecisamente una pregunta lo que nos entrega el poema “La llanura”, cirse, su soledad es su camino. Íngrimo, carece de signos para amaestrar del libro Por arte de sol: un entorno hostil. Ha naufragado, en todo sentido. Y ello desde el primer poemario de nuestro autor, Vigilia del náufrago. En el texto que da título ¿Dónde está la vivienda del hombre? al conjunto puede leerse:
Más allá de esta llanura, otras llanuras, otras nubes y otras aves rojas, y más lejos los oscuros ríos que avanzan por el silencio de la tierra.
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En efecto, ¿dónde se encuentra tal vivienda? ¿Dónde se afianza el hogar del ser humano? ¿A qué terruño se aferra, quizás ya cansada de esperar? Tras la pregunta, sólo está el paisaje, calmado, impasible, ajeno a toda angustia. El paisaje sin techos, pues él mismo es la intemperie. El paisaje sin lengua, que nada necesita comprender, de nada necesita protegerse con palabras. El paisaje que se basta a sí mismo. Llanuras, nubes, ríos, algunas aves como signos de una ortografía absurda.
Abandonado a los límites: rosa de los vientos incendiada de ásperas ciudades, relojes sin minuteros, descoloridos de graznidos y lloviznas, descienden, sin rumbo ni refugio, a mis climas abandonados. En estos versos pareciera haber una contradicción. Los límites que restringen al hablante, que lo atan ferozmente, cuajan en una serie de imágenes de gran amplitud. En los últimos tres versos pasamos por ciudades, sufrimos precipitaciones inclementes, andamos por parajes abandonados, perdemos el rumbo y la noción del tiempo. ¿Cómo puede ser esta amplitud lo que constriña al hablante? Pero es que de eso se trata, precisamente, la soledad en esta obra: una soledad que no
La vivienda del hombre no está. Nunca ha estado. Esta suerte de condena, sin juez ni verdugo, vertebra cada uno de estos libros. Otras poéticas que también se estiran sobre los mapas y hacen del viaje su patria, carecen en muchas ocasiones de un sentido de desamparo compa“Caminos del mundo, hay uno que os sigue. Autoridad sobre todos los signos rable. Vale la pena pensar en esas palabras que pueden encontrarse en 2 de la tierra”. Saint-John Perse, Anabase. París, Éditions Gallimard, 1972. La traducción Anabase, de Saint-John Perse: “Chemins du monde, l’un vous suit. Autorité es mía.
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conoce el encierro, que condena a la distancia. Una soledad salvaje, que Los no lugares serían, entonces, zonas de extrema ilegibiliobliga a caminar y caminar bajo el agua estancada del cielo. dad. Quien pasa por ellas no puede llevar a cabo el acto fundamental de Toda estación, en el viaje interminable de este yo que va reconocimiento que vuelve habitable el espacio; en cambio, se encuende poema en poema, implica el encuentro con todo tipo de no lugares, tra enfrentado con una superficie impermeable, sin historia, herencia o como sucede en “La soledad después de las ciudades”, perteneciente al legado. Estas áreas, que Augé encontró en nuestras ciudades hipertrofiadas, han acompañado al ser humano desde sus primeros días. No sería libro Bosque doliente: exagerado describir la historia como un esfuerzo por convertir los no lugares en lugares habitables, por hacer legible lo ilegible. Pero el yo que habla en la poesía de Gerbasi está fundamentalmente incapacitado para realizar esta operación. Existe por razones del espacio: esto es irrevocable. Y lo declara con la mayor contundencia en los primeros versos de Mi padre, el inmigrante:
El nómada, el ser humano por excelencia, se enfrenta a mucho más que una naturaleza afásica, incomprensiblemente vasta: la misma otredad que la caracteriza, se contagia también a las obras del hombre. Paredes, ventanas, calles, túneles, todo ello vuelto ruina antes de serlo verdaderamente. Las divisiones territoriales se revelan inútiles, en la medida en que demarcan un espacio que es uniformemente ajeno. No importa si se trata de regiones indómitas o producto del trabajo del hombre: las razones del espacio son siempre inhumanas.
Venimos de la noche y hacia la noche vamos. Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores, donde vive el almendro, el niño y el leopardo. Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos, con volcanes adustos, con selvas hechizadas donde moran las sombras azules del espanto.
De nosotros, el pasar. Nuestro único patrimonio es el tránsito. Llegar de la desaparición e ir hacia ella, sólo eso nos es dado. Atrás es la insMe he referido a estos sitios como no lugares, tomando prestancia indeterminada a donde queda relegado nuestro vivir, cada pieza de tado un concepto bellamente diseñado por Marc Augé. Conviene, pues, este mundo que hayamos podido recolectar. Pero ese atrás es tan remoto, que sea él mismo quien lo explique, como lo hace en este pasaje de su que hasta el espanto queda en él. No llevamos nada a nuestra desaparición. libro El viaje imposible: Apenas la soledad que vestimos. yo había sugerido que el no lugar es lo contrario del lugar, un espacio en el que quien lo atraviesa no puede interpretar nada ni sobre su propia identidad (sobre su relación consigo mismo), ni sobre sus relaciones con los demás o, más generalmente, sobre las relaciones entre unos y otros, ni a fortiori, sobre su historia común.3
3
Marc Augé. El viaje imposible. Barcelona, Editorial Gedisa, 2008. Traducción de Alberto L. Bixio.
La noche de Gerbasi recuerda a la noche de otro poeta, más viejo pero no más antiguo: Empédocles de Agrigento. En la parte primera de su conocido y fragmentado poema, dice: “Noche: la de ojos en peregrinación, la desierta”4. La noche como ámbito de los viajes que conducen, necesariamente, a la última deserción. Entre una noche interminable y otra noche interminable, el ser humano. Y del mismo modo que los beduinos encarnaron distancias inconmensurables
4
Los presocráticos. Edición y traducción de Juan David García-Bacca. México, Fondo de Cultura Económica, 2009.
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Y yo venía de las ciudades, de los puertos, de los túneles, de las inútiles divisiones territoriales, y me acerqué a las paredes, a las ventanas, a los perros de la noche, y todo estaba cerrado como en los cementerios.
hace varios poemas, en el célebre texto Mi padre, el inmigrante es la figura paterna la que se torna ejemplar, conjugando en sí el destino trashumante de todos nosotros:
Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos, y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades. [...] Tú, el viajero, el insomne, el descontento, el que levantaba las manos hacia los relámpagos, el que veía pasar las bahías como la orilla serena y brumosa de la tristeza.
Una respuesta es el fin de una búsqueda. Una respuesta nos disfraza de muerte. En la obra de Gerbasi se halla esta certeza. Casi diría: esta fe. Pareciera repetir aquellas palabras que Andrée Chedid dejó en Sobre-vivencia de soles -o mejor, se deja repetir por ellas-: “Hostil a las verdades del eclipse, el poeta sólo se preocupa por el hombre a la búsqueda de su rostro hundido”5. Y es que cada pregunta formulada en esta obra, explícita o tácitamente, reelabora una misma cuestión: la identidad. Ese rostro hundido es el objetivo del viajero, aunque sepa que nunca lo alcanzará, que tendrá que conformarse con esa soledad que se ha sedimentado sobre su piel, que se ha vuelto costra, que le ha labrado otro rostro:
Y voy por mí mismo como una soledad que se escuchara, como una soledad entre las horas, como una resonancia de paredes, de túneles, de sombras y pedruscos. Ando como el que va por su destino oyendo un clima oscuro de relojes, de manos, de preguntas, de papeles, de ensangrentados cuervos y cordeles.
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El rumor frío de descampado acompaña y acompasa el andar de este hombre, insomne, descontento, condenado a moverse, al que hablan estos versos del poema VIII. Ver pasar, dejar atrás: no queda otra opción. De la misma forma que los parajes naturales se confunden con los artificiales en una misma extrañeza, la geografía externa se mezcla con la íntima en una misma soledad. Ese tú paterno, que también es el yo del hablante, está irrevocablemente extraviado dentro y fuera de sí mismo. Ese tú que resulta igualmente un nosotros, y que nos repite constantemente: todos somos inmigrantes en Estas líneas de “En las salinas de Zipaquirá” -que se halla en este mundo. Así, también, el poema III de este mismo poemario: el libro Círculos del trueno-, nos permiten comprender lo que esta soledad entrega, como un don apenas soportable, al viajero, al yo. Gracias a ella, se vuelve una suerte de caja de resonancia, donde se multiplican los Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos, perseguido por voces y látigos y dientes. ecos de todo lo que sucede a su alrededor. El tránsito inevitable, llevado El hombre siempre solo, con su mirada, suya, a cabo como el que va por su destino, lo obliga a amasar este conjunto con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas. disímil de personas, sucesos, imágenes, sonidos, olores y sensaciones de El hombre interrogando a sus calladas sombras. todo tipo. Lo amasa, sí, y a esa materia le da la forma del poema. El cuerpo, amenazado y perseguido, es lo único que tiene el viajero, el caminante que sólo sabe caminar. La anatomía es la caligrafía de su soledad. Pero su travesía no carece de objetivo, incluso si termina en la desaparición. De nuevo se hace patente la importancia que tiene el acto de preguntar en esta poética. El hombre, inmerso en su soledad, va interrogando a sus calladas sombras. El viaje carece de fin, pero no de finalidad: hay un deseo de saber, de inquirir, que podemos pensar consustancial a esa soledad que articula el camino. Una incógnita puede sostener toda una vida.
Ya que este nómada, que escribe versos, viaja en ellos también, lleva sobre sus hombros una herencia de soledades, que ha querido registrar sílaba a sílaba. El ser humano no es sólo el ser humano: es un misterio que se interroga por su propia naturaleza, por sus orígenes, por la carencia que lo signa. Y el padre no es sólo el padre: es una puerta que, al abrirse, conduce a una multitud de antepasados desconocidos:
El viajero interpela el entorno hostil que lo acompaña. Dirige su voz al espacio, aunque éste sea mudo, aunque no haya respuesta posi- 5 Andrée Chedid. Sobre-vivencia de soles. Caracas, Ediciones Vertiente ble. Pero es que las respuestas no dan de comer, no empujan ni animan. Continua, 1985. Traducción de Alfredo Silva Estrada.
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Salas Hernández
distancia, pero también el encuentro. Vienen de desconocidos y hacia desconocidos van. “El poema está solo. Está solo y de camino. El que lo escribe queda entregado a él.”7, escribió Paul Celan, también él sentenciado a moverse sin cesar, en El meridiano. Cada poemario prolonga esta traveSu soledad es soledades, formulada en plural con mayor niti- sía siempre inconclusa: sigue su camino en cada uno de sus lectores. El dez, pues es el resultado de una adición, la suma dolorosa de las genera- viaje es un acto de imaginación, pues el viajero necesita de las palabras ciones íntimamente desahuciadas que lo precedieron. Bien lo condensa para transitar. Palabras para encender la luz en los hoteles que llama ho“Día”, este poema perteneciente a Edades perdidas. El viajero se interna gar. Palabras para domesticar las sombras del camino. en estas soledades porque son lo único reconocible. La tierra es ininteEl viajero se mira las manos y sabe que con ellas escribe poeligible, pero no así ese andar solo, que le permite escucharse. Es decir, mas que no le pertenecen por completo, ni a él ni a su soledad. Poemas aprender a recibir lo que le han dejado antepasados, desconocidos en que son para la errancia: su mayoría. “El proverbio europeo es falso; viajar no es ‘morir un poco’ sino ejercitarse en el arte de desprenderse para así, ya ligeros, aprender Hay lejanías mortales en las rayas de la mano, a recibir.”6 , dice Octavio Paz en su prólogo a Sendas de Oku. Sin ese desen las venas del corazón. prendimiento, sin el caminar solitario, es imposible oír las voces del viaje. Voces que se agolpan en la sangre y coagulan en poemas:
Mis soledades no pertenecen a mi memoria, sino a mis antepasados
“Espacio secreto” se titulan, significativamente, estos versos de Los espacios cálidos. Gerbasi podría haber escrito: mi poesía existe por razones del espacio. En efecto, estos textos existen por una necesidad implacable de ahondar en la dimensión espacial, de otear un horizonte que siempre se renueva. Fueron escritos como si se tratara de trazos de un mapa. Miden el viaje interminable con palabras.
Es así como termina la parte XXV de Mi padre, el inmigrante. Las corrientes subterráneas de esa sangre desembocan en el poema. El pulso vagabundo, acostumbrado ya a los paisajes más insólitos, dicta el ritmo de cada verso. Estos textos vienen de muy lejos: son el fruto de los andares de quien habla en ellos -físicos o metafóricos, siempre reales-, pero también producto del ir y venir inagotable de los antepasados, de esos hombres y mujeres perdidos en la penumbra de las venas.
15 Adalber Salas Hernández
Los poemas vienen desde allá, pero su viaje no termina al ser escritos. Apenas se detienen para tomar aliento. Porque el poema es la
6
Octavio Paz. La tradición del haikú. Prólogo a Sendas de Oku, de Matsuo Basho. México, Fondo de Cultura Económica, 2005. Versión de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya.
7
Paul Celan. “El meridiano”. En Obras completas. Madrid, Editorial Trotta, 2007. Traducción de José Luis Reina Palazón.
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Y estoy aquí buscando las respuestas de mi sangre, los signos solitarios que me hieren, mis huellas que me siguen en la tierra, mis huellas que vienen de tu vida, padre mío, padre de mi pesadumbre. Y de mi poesía.
Viaje en avión
Día
Sin establecer diferencias entre un pez volador y nuestra nave dejamos abajo árboles y casas y subimos como un dardo silbante por las nubes hasta quedarnos dormidos viendo un mar de gallinas polares poniendo huevos sobre las nubes.
Mis soledades no pertenecen a mi memoria, sino a mis antepasados que vieron volar un gavilán alrededor del día en el cielo de las montañas. Cumbres que se iluminan con el alba. Nubes delgadas entre rocas de búhos. Me alegro al amanecer porque descubro el mundo en los ojos de un pájaro.
De Los colores ocultos (1985) De Edades perdidas (1981)
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Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
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Los beduinos Cuando los chacales pasan con lenta ira, grises de penumbra, cabizbajos en el hambre, llorando como seres del infierno, mordiendo la nada con afilados dientes enrojecidos por las llamas que levanta el amanecer, huyendo en un día de la eternidad, en un allí infinito de amarillo y fuego, en medio del tiempo del sol y de la arena, los beduinos se arrodillan y besan el desierto. El camello los acompaña en su adusto silencio, confundido con las ondulaciones de ese mundo. De pie, ellos dicen: “Cuando Dios creó el mundo, Él tomó el viento y con el viento Él hizo los beduinos. Después Él tomó una flecha, y con la flecha Él hizo el caballo. Después Él tomó el barro, y con el barro Él hizo el asno. En fin, por pura conmiseración, Él tomó el estiércol del asno, y con el estiércol del asno Él hizo los campesinos y los ciudadanos”.
17 la comuna de Bello
Fiesta en Isla Negra. De Pablo Neruda a Vicente Gerbasi. Chile, 1959. Imagen de archivo.
Así los beduinos son como el jamsín, el viento del sur y del este que levanta demonios de arena en las horas caniculares del alma, cuando las mujeres ocultan su rostro entre paños negros para que en nosotros el sol sea más ardiente. Lejos están las ciudades blancas, los rumbos de la canela y el azafrán. No hay ni lunes ni jueves, ni un día de fiesta. Sólo el viento en que lloran los muertos, el viento que dispersa a los beduinos, que los lleva con sus tiendas negras, hechas con pelambre de cabra negra. Apenas un tenso diálogo
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existe entre su nacimiento y su muerte, entre el amanecer y la caída de la noche que vuelve a encender las arenas en un misterio rojo de horizontes. Ellos son los puntos cardinales, sin un árbol, sin una nube, de pie en sus aniversarios astrales, de pie, siempre de pie, porque saben que ellos también serán arena. Viajan de confín en confín, rodeados de animales, de generación en generación, de siglo en siglo, y cuando se les ve entre las rocas, sus ojos son de halcones, como si hubieran volado con la arena por el viento. Yo he estado en algunas de sus tiendas, en medio de tapices, colchones, cojines, enseres de cocina y flautas pastoriles. Me han ofrecido café, molido al son de sus tambores. De pie, cada uno de ellos era un silencio grave, en su larga túnica de mercaderes de estrellas. Alejaron a las mujeres de la presencia del extranjero. Pero una mujer joven, con su rostro oculto, me ofreció agua de cisterna. En sus ojos negros vi el fulgor de un amor peligroso, y la muerte como arena del desierto.
Callejuelas orientales Con sombras de invierno van mis soledades por pétreas callejuelas orientales. Todo está tranquilo entre los harapos que mueven fantasmas de frío en el viento. Hay siempre un gato negro de ojos verdes. El vendedor de castañas asadas asa castañas para estar junto al fuego, sin hacer nada, como el que vende alfombras persas. A esa hora entro a un hospital, leo la atormentada palabra “silencio”, pero en ese silencio hay niños llorando y un ensangrentado silencio de algodones. Y en esa hora en que me asomo a las ventanas a ver cipreses y lejanas ventanas ojivales, mi propio silencio es un largo corredor de llanto que gravita tenso entre los padres y los hijos.
De Poesía de viajes (1968)
La distancia que nos espera, igualmente nos define.
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Salas Hernández IX
El caminante
He visto el esqueleto de un santo que vivió a orillas del Mar Muerto entre grandes vasijas de arcilla donde se guardaron textos sagrados.
Desconozco los bosques de canela, pero en ellos veo el sol de la tarde temblar como una música, como un espacio del corazón para el que el tiempo ha reservado sus abejas.
Debiera ofrendarle una flor. Debiera decirle una oración. Debiera hacerle unas preguntas. Pero me detengo ante él como a orillas de un abismo. Soy el aire seco de esas grutas que se abren junto al desierto. Me debo al agua de mi sed. Busco la miel de abejas salvajes. Me devora la noche cuando llega el chacal. Pero en mis ojos caben los astros y yo quisiera estar en los ojos de los que descifran papiros, oyendo tempestades en la Biblia, viendo la roca por donde baja la sangre de los corderos sacrificados. Ruedo las piedras de esta región dura en busca de un plato, de una copa de este santo, pero sólo encuentro el miedo de una lagartija bajo el sol. Él vivía, igual que ahora, en mi soledad. De Olivos de eternidad (1961)
Sólo los bambúes tienen un silencio azul para brillar en el confín del día. ¿De dónde vengo vestido de soledad para recorrer la tierra? Oí los gallos en cada una de las horas de los muertos. Encontré las viviendas después de la lluvia de la noche, dispersas entre redondos árboles rojos. ¿Escondo acaso el mundo en mis sentidos? He visto un leopardo dormido entre juncos, en el mediodía del año, cuando comienza a iluminarse la tristeza. Vi el entierro de un niño bajar de la montaña cuando las liebres huían entre las yerbas solares. Vi una madre cubrirse el rostro con sus cabellos para siempre. ¿Hacia dónde he de guiar mis pasos que dejaron atrás graneros húmedos y brillantes, lumbres con guitarras en las fiestas labriegas? El tiempo aún no me detiene. Hay una tempestad reservada a mis huesos, un relámpago en los cañaverales nocturnos. Buscaré una bella ciudad al amanecer, aún con luces en los parques, como una reminiscencia donde duermen las golondrinas. Pasaré el umbral de una antigua casa de piedra donde los niños festejan la muerte. De Los espacios cálidos (1952)
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Él me hunde en el silencio de la eternidad. Los huesos de sus manos están juntos.
[Regresar a la casa del padre] Io sono un poeta italiano
(Memoria mĂnima de Vicente Gerbasi)
Vienen de ti mi afĂĄn y mis palabras Vicente Gerbasi
IlustraciĂłn: Vicente Gerbasi.
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Gina Saraceni
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Saraceni
Salas Hernández
En el año 1992, cuando tenía dos años de haber regresado de estudiar mi pregrado en Bologna, conocí a Vicente Gerbasi en la sede de la Revista Nacional de Cultura. Me lo presentó Salvador Tenreiro, quien de entrada le dijo cuál era mi origen. Cuando el poeta me dio la mano, pronunció las siguientes palabras: “Io sono un poeta italiano”. Esta frase, dicha en la lengua del padre inmigrante, resuena todavía en mi memoria y constituye la única imagen que tengo de Gerbasi, a quien no volví a ver más nunca. Su rostro y su figura son esa voz que me aprieta la mano para entregarme su lengua. El tiempo ha señalado la importancia que esa sentencia tuvo para mí, y que la convirtió en una clave de lectura de su obra, una señal de cómo y desde dónde tenía que recorrer su poesía. Con los años fui entendiendo que el momento del saludo, ese instante en que dos personas se estrechan la mano y dicen quiénes son, es también un momento de confesión y reconocimiento. Así sucedió con Gerbasi esa tarde lejana en que me entregó su identidad de poeta italiano. Su voz y el idioma de su voz resuenan en mi memoria como la declaración de alguien que asume la deuda con el origen y la certifica enunciándola en italiano. Gerbasi, a través de la frase “Io sono un poeta italiano”, reescribió, en un segundo y con pocas palabras, Mi padre, el inmigrante, libro sobre los modos de responder a una herencia recibida y de invertirla en la palabra: “Siempre te encuentro, oigo tu voz /en mi hora más secreta”, “padre de mi soledad. / Y de mi poesía”. Legado que le otorga el acceso a la poesía y lo inscribe en la lengua del padre: la única que le otorga a la vez la posibilidad de decir “yo” y la de ser poeta. “La poesía es el medio por el cual le ha sido dado al hombre legar su documento más serio”, dice Gerbasi. Y eso fue la poesía para él: un medio para decir gracias y para regresar a la casa del padre.
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Saraceni
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Viaje en tren
XXVIII
El tren viajaba de Florencia hacia el sur. Pasaban pueblos, iglesias, campanarios de piedra. Los olivos se plateaban con el aire y los viñedos maduraban su color morado. Las siembras de alcachofa iban hasta el confín. Los perros pastores hacían nebulosas de ovejas en las colinas. Mi tío Antonio había ido a Florencia a buscarme, sin decirme que dejaría el colegio. Ondulaban los trigales hacia la muerte de mi padre. En los trigales había amapolas. Se iba cerrando el día con nubes de pájaros. En un huerto con higueras una campesina llevaba a su niño en el brazo izquierdo y con la mano derecha conducía el arado arrastrado por un buey. Mientras el tren rodaba hacia la noche y se iluminaban ciudades y pueblos, mi tío Antonio permanecía callado. No me dijo que mi padre había muerto.
Tú, que me lanzaste sobre la tierra y hacia la nada, desde el círculo incendiado de tus experiencias, desde todas las puertas cerradas, desde las calles perdidas, desde los perros que aúllan frente a los cadáveres, desde los puertos que inflaman sus alcoholes en la noche, desde la pobreza que va huyendo en las callejuelas, desde las mañanas, desde aquel cielo de samaritanas, desde aquellos cerezos temblorosos, a cuya sombra mi madre esperó que yo viniese de ti como el sencillo regalo de un pobre; tú, junto a ella, levantas mi sombra en los valles de mi propio corazón.
De Los colores ocultos (1985)
De Mi padre, el inmigrante (1945)
“”
Io sono un poeta italiano. Acrílico sobre canvas. De la serie: Cardíograma azul. Mariela Casal.
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‘La poesía es el medio por el cual le ha sido dado al hombre legar su documento más serio’, dice Gerbasi. Y eso fue la poesía para él: un medio para decir gracias y para regresar a la casa del padre.
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[Entre dos noches]
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Su muerte ocurrirá en Caracas, en 1992.
Agrupación poética surgida en 1936, que tuvo una importante actuación en el ámbito poético venezolano hasta su desintegración en 1941, constituida inicialmente por poetas de distintas generaciones. Entre ellos estaban Ángel Miguel Queremel (1899-1939), Luis Fernando Álvarez (1901-1952), Pablo Rojas Guardia (1909-1978), José Ramón Heredia (1900-1987) y Rafael Olivares Figueroa (1893-1972), que ya tenían cierta trayectoria, junto a jóvenes escritores como Vicente Gerbasi (1913-1992), Otto de Sola (1912-1975), Óscar Rojas Jiménez (1910-¿?) y Pascual Venegas Filardo (1911-2003), que apenas comenzaban su actividad literaria.
mundo onírico, la preeminencia de lo subjetivo, así como la acentuada preocupación filosófica y existencial. Sin embargo, en este libro confluyen también -y principalísimamente- los determinantes de una indagatoria poética más personal, aquellos que procuran un lenguaje capaz de expresar el asombro ante el misterio de la existencia como experiencia afín al de la exploración del mundo natural más propio y cercano, representado por su natal Canoabo y por la geografía de sus ancestros; búsqueda que encuentra claros antecedentes en su libro inmediatamente anterior Poemas de la noche y de la tierra (1943). En Mi padre, el inmigrante (largo poema constituido por 30 cantos en verso libre y de extensión variable), Gerbasi recrea en un lenguaje introspectivo, imaginativo, exuberante y sensorial, cierta tradición poética venezolana que explora en el paisaje elementos identitarios que tocan la cualidad ontológica del habitante de la zona tórrida. Por ello, la crítica ha visto en este libro una línea de continuidad con la Silva a la agricultura de Andrés Bello y la Silva criolla de Francisco Lazo Martí (tradición poética venezolana inspirada, como diría Juan Liscano, en “el alma de nuestro paisaje”).3, categorizando la obra de Gerbasi como aquella que ha alcanzado el mayor grado de apropiación y subjetivización de la naturaleza venezolana, en tanto espacio de lo mágico, misterioso y telúrico que da consistencia y entidad al ser que habita en ella. El poema presenta como núcleo generador la figura del padre, de quien el mismo poeta nos dice a manera de epígrafe y homenaje introductorio, lo siguiente: Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca del estado Carabobo.
Gerbasi encuentra como motivo para la elaboración del discurso poético, en este libro, el dolor provocado por la muerte del padre como impulso configurador de un cúmulo de símbolos referidos a la naturaleza y al mundo telúrico representado por esa tierra virgen venezolana. El grado de idealización del entorno natural es tal, que el mundo
3 Juan Liscano. “Un clásico venezolano”. Apéndice a Mi padre, el inmigrante. Caracas: Monte Ávila Editores, 1986: 78.
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Salas Hernández Saraceni Vicente Gerbasi nace en 1913, en un pequeño pueblo del estado Carabobo, llamado Canoabo, el cual gracias a la proyección y vigencia de su obra poética alcanzará connotaciones de espacio mítico dentro del imaginario de la poesía venezolana contemporánea1. Hijo de inmigrantes italianos, oriundos de Vibonati, aldea ubicada al pie de los Apeninos, vivirá en su Canoabo natal hasta los diez años, edad en la que es enviado a Italia por sus padres para realizar sus estudios de primaria y secundaria. Debido a la muerte de su progenitor vuelve a Canoabo en 1929 y tras breves estadías en Valencia, Caracas y México retorna a Venezuela en 1936, una vez fallecido el dictador Juan Vicente Gómez. Ya residenciado en Caracas participará activamente como uno de los principales fundadores y promotores del grupo Viernes2 y de la revista homónima, de la cual fue su primer director. Bajo el influjo de las prédicas poéticas propugnadas por dicha agrupación, iniciará su actividad poética. Testimonio de ello son sus dos primeros libros de poesía Vigilia del náufrago (1937) y Bosque doliente (1940), los cuales se inscriben plenamente en las búsquedas estéticas renovadoras impulsadas por este grupo, dentro de la tradición poética venezolana, atentas al legado del romanticismo alemán y sus derivaciones vanguardistas y cercanas a las concepciones de dos poetas chilenos muy cercanos a la experiencia “viernista”: Humberto Díaz Casanueva y Rosamel del Valle. En Mi padre, el inmigrante (1945), su quinto poemario, considerado su libro capital -junto a Los espacios cálidos (1954)-, también encontraremos esos elementos que podríamos calificar, dentro del curso histórico de la poesía venezolana, de estirpe “viernista”. Entre ellos estarían: la invocación de la imagen pura (sin necesarios términos de relación), el mayor uso del símbolo, los matices surrealistas, el rescate del
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subjetivo del poeta, con toda la carga afectiva asociada al padre, pasa a ser expresado por la misma naturaleza. Ella se convierte en el elemento protagónico del discurso. Sobre este punto Francisco Pérez Perdomo ha señalado que “la figura casi mítica del padre es el estímulo que opera en el poeta para comunicar su emoción frente al paisaje, el que viene a ser, en última instancia, el tema o elemento anecdótico del poema”4. Sin embargo, tal como señaláramos con anterioridad, el proceso de conformación de este específico universo simbólico encuentra en Mi padre, el inmigrante un punto de convergencia en que se reiteran, reflejan y amplifican elementos ya presentes en sus poemarios anteriores, que reaparecerán con insistencia en el resto de su producción poética. A modo de ilustración de lo dicho, acudamos a algunos ejemplos, de sus primeros libros, donde ya se comienza a hacer manifiesta la recurrencia a símbolos como la noche, la muerte, el padre, el hijo, el viajero y la aldea, especialmente característicos de su devenir lírico: “He atravesado el silencio que palidece / en las estatuas de las fuentes, / donde el agua de la noche se enfría con la orilla de la muerte” (“Recuerdo para el hijo no nacido aún”, Vigilia del náufrago); “Y yo venía de las ciudades, de los puertos, de los túneles, / de las inútiles divisiones territoriales, / y me acerqué a las paredes, a las ventanas, a los perros de la noche, / y todo estaba cerrado / como en los cementerios” (“En la soledad después de las ciudades”, Bosque doliente); “Y miro en la tristeza / la aldea que soporta silenciosa / su bíblica pobreza, / como hermana amorosa / de la eterna colina rumorosa” (“V”, Liras); “El viejo ha enterrado sus anillos de oro, / sus pipas europeas. El viejo está dormido, / oigo pasar el viento sobre su vida extinta, / como silbos ardientes entre colinas yermas. // Hablaba de la oveja, del durazno y las viñas, / de las horas de invierno con pinos quejumbrosos, / de noches junto al fuego, de lobos en la nieve, / de flautas de pastores bajo la primavera” (“El sueño del viejo”, Poemas de la noche y de la tierra). Ahora bien, si en efecto desde sus inicios Gerbasi va construyendo lentamente un universo simbólico, común a toda su obra, donde
el paisaje, los recuerdos de infancia, las figuras familiares y los temas como la muerte, el tiempo y la existencia, se convierten en ejes esenciales y en temas permanentes del “yo poético”, es necesario advertir también la emergencia de algunos de los aspectos que singularizan este poemario y que enfatizan su importancia, con respecto al conjunto. Algunos de ellos serían: la acertada compenetración del mundo subjetivo del hablante lírico con su entorno natural, superando el riesgo que supone la adopción de un tono artificioso o impostado (presente en otros de sus poemarios); la construcción progresiva de un espacio textual de contrastes espacio-temporales, producto de una serie de desdoblamientos: Padre-hijo, Europa-América, noche-día, vida-muerte; la existencia de un claro hilo conductor (la invocación al padre), como elemento que soporta la tensión de toda su estructura (30 cantos); el sentido rítmico y la musicalidad de todo el poema, logrado a partir del uso de reiteraciones, enumeraciones y aliteraciones; la capacidad de proyectar el discurso del “hijo” o del “padre” al discurso del “hombre” en un sentido metafísico, asociado a problemas existenciales como la vida, la muerte y el tiempo -aspecto que es caracterizado por el poeta, cuando dice: “Relámpago extasiado entre dos noches, / pez que nada entre nubes vespertinas, / palpitación del brillo, memoria aprisionada, / tembloroso nenúfar sobre la oscura nada, / sueño frente a la sombra: eso somos”-. En un intento de aproximación al poema, Pedro Díaz Seijas ha señalado la existencia de varios bloques que van organizando la estructura semántica del texto: Así por ejemplo, en primer lugar: el hombre y el tiempo, que alcanza hasta la sexta estancia. Luego el paisaje de origen del padre, en función del recuerdo del hijo, que va de la séptima estancia hasta la número doce. Desde la estancia XIII hasta la XIX, el poeta canta la viva presencia del padre en su retiro campesino de inmigrante, poblada de misterios y de una absorbente fuerza telúrica. Desde la estancia número veinte hasta la veintiséis, se refiere al hombre venezolano, como recio fruto de la tierra. Las estancias veintisiete hasta el final, contienen invocación del hijo al padre en la búsqueda de su destino en el mundo5.
4
Francisco Pérez Perdomo. “Una posición frente a la poesía de Vicente Gerbasi”. Apéndice a Vicente Gerbasi. Antología poética. 1943-1978. Caracas: Monte Ávila Editores, 1980: 360.
5
Pedro Díaz Seijas. Hacia una lectura crítica de la obra de Vicente Gerbasi y de otros poetas venezolanos. Caracas: Academia Venezolana correspondiente de la
Real Española, 1989: 20.
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sinestesias; la apropiación del espacio como ente activo del discurso; los continuos desdoblamientos del yo, en el paisaje y el padre; la creación de un espacio mítico que se nutre de referentes históricos que, a su vez, han sido mitificados, como el Tirano Aguirre (canto IV) o de personajes mitológicos como Prometeo, asociados a la figura del padre (“Por ti yo soy el hombre, el portador del fuego”, canto VI), etc. Por todos estos aportes, entre otros que aquí no cabe señalar, Mi padre, el inmigrante constituye, sin duda, un hito fundamental en la historia de la poesía venezolana y en el acontecer poético hispanoamericano del siglo XX.
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Así también habría que advertir el modo en que el poema se va tejiendo en un extenso contrapunteo entre dos leitmotiv, uno de orden general: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”; y otro particular, que va sufriendo variantes a lo largo del poema, pero que tiene como núcleo la relación “Padre-hijo-poesía”. En los cantos I, II, V, XXV y XXX se repite el verso “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”, de evidente raigambre mística y connotación existencial. De igual forma, en los cantos IV, VI, VII, VIII, XI, XII, XIII, XIX y XXV encontramos versos que muestran diversas variantes de la relación “Padre-hijo-poesía”. Veamos: “Padre mío, padre de mi huracán. Y de mi poesía.” (IV); “padre del remo, padre del pesado saco, / padre de la cólera y el canto.” (VI); “padre mío, padre del trigo, padre de la pobreza. / Y de mi poesía.” (VII); “Padre mío, padre de mi universal angustia. / Y de mi poesía.” (VIII); “Padre de mis huellas, / padre de mi tristeza nocturna. / Y de mi poesía.” (XI); “Padre de mi soledad. / Y de mi poesía.” (XII); “Padre mío, padre de mis sombras. / Y de mi poesía.” (XIII); “Padre mío, padre de mi sangre. / Y de mi poesía.” (XIX); “padre mío, padre de mi pesadumbre. / Y de mi poesía.” (XXV). Pero hay otros dos aspectos dignos de mención, relacionados con estos dos leitmotiv. En primer lugar, el constatar que de los 932 versos, distribuidos en 30 cantos, la sentencia “Venimos de la noche y hacia la noche vamos” siempre que aparece, está encabezando uno de los cantos, a excepción del canto XXV donde ocupa el verso 28, siendo además ésta la única estancia donde ambos leitmotiv se encuentran presentes. Asimismo, observamos que la relación “Padre-hijo-poesía” aparece en 9 oportunidades, cerrando siempre alguno de los cantos, sin repetirse nunca en la misma forma. En segundo término, descubrimos el diálogo entre un yo plural (nosotros), que abre y cierra el discurso (pues el canto XXX posee un solo verso) y un yo en primera persona del singular que alude al padre y a la poesía (Padre mío-Y de mi poesía), en un intento por sintetizar la relación entre el referente (padre) y el espacio textual desde el que éste es referido (el poema). De esta manera, el poema se construye sobre una permanente dialéctica entre el afuera y el adentro, entre lo colectivo y lo propio, lo plural y lo singular. Algunos procedimientos donde se evidencia tal dinámica estructural, podrían ser: la subjetivización de los objetos y de la naturaleza; el uso frecuente de
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Venimos de la noche y hacia la noche vamos. Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores, donde vive el almendro, el niño y el leopardo. Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos, con volcanes adustos, con selvas hechizadas donde moran las sombras azules del espanto. Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses, solos en la tristeza de lejanas estrellas. Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan ráfagas seculares. Atrás quedan las puertas quejándose en el viento. Atrás queda la angustia con espejos celestes. Atrás el tiempo queda como drama en el hombre: engendrador de vida, engendrador de muerte. El tiempo que levanta y desgasta columnas, y murmura en las olas milenarias del mar. Atrás queda la luz bañando las montañas, los parques de los niños y los blancos altares. Pero también la noche con ciudades dolientes, la noche cotidiana, la que no es noche aún, sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas o pasa por las almas con golpes de agonía. La noche que desciende de nuevo hacia la luz, despertando las flores en valles taciturnos, refrescando el regazo del agua en las montañas, lanzando los caballos hacia azules riberas, mientras la eternidad, entre luces de oro, avanza silenciosa por prados siderales.
Relámpago extasiado entre dos noches, pez que nada entre nubes vespertinas, palpitación del brillo, memoria aprisionada, tembloroso nenúfar sobre la oscura nada, sueño frente a la sombra: eso somos. Por el agua estancada va taciturno el día, doblegando los juncos hacia barcas de olvido. El alma silenciosa en las violetas tiembla. ¿No somos un secreto guardado por las horas? Mirad cómo en el césped de la tarde la mirada es un brillo de azahares, cómo se esconde el ser en el suspiro leve de las frondas. Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente. El frío de las piedras corre por nuestra sangre. Un susurrar de nardo desciende por los valles. Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos, perseguido por voces y látigos y dientes. El hombre siempre solo, con su mirada, suya, con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas. El hombre interrogando a sus calladas sombras. Escucha: yo te llamo desde mis soledades, desde mis suspirantes comarcas de palmeras, abiertas a los signos luminosos del cielo. El viento se te enreda con nieblas siderales, y te detiene al pie de negros abedules. Venados de luna van corriendo por la antigua memoria, y en tu silencio caen llamas del corazón.
Sabías soportar las lejanías, siempre tan del corazón. Sabías llegar. Y eras ahí el anónimo, el oscuro, el devorado, tendido en las noches calientes, como los sacos, como los barriles, a la orilla de los grandes navíos. Un campesino te daba una copa de aguardiente. Y aún era la noche oscura como un temblor, salvaje como las patas, las uñas y los dientes de tigre. La noche, la noche llena de rumores de tamarindos, de cocoteros movidos por una brisa que te devolvía a otro tiempo, al tiempo de tu aldea con campanas, de tus mares del verano con barcarolas cerca del amanecer. Tú estabas dormido bajo las estrellas de otro mundo. Padre mío, padre de mi universal angustia. Y de mi poesía.
XVII Ahí te acogían, y ahí estaba tu noche. Tú venías, venías con tu vida y tus recuerdos, con tu voz y tus pequeños papeles amarillos, con tu alegría y tus angustias, pero nadie sabía de dónde venías. Sonaban las guitarras en la sombra de tu corazón, y había aguardiente que incendia las venas con forma de relámpago sobre un turbio galopar de caballos. Y el joropo en el arpa te agitaba una nueva melodía, y había una nueva tristeza para ti, y una nueva alegría. Aquella gente era tu gente. Un día te ibas con ella en el fragor de una guerra civil.
De Mi padre, el inmigrante (1945)
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Cuando tú venías, venías hacia la muerte, porque así son nuestros pasos en los días: hacia las montañas detenidas en los crepúsculos; hacia las ciudades que esperan la noche con luto y alegría, tostando el pan, preparando dramas en los aposentos, derramando rojo vino en las penumbras; hacia los puertos donde las barcas dan descanso a los vagabundos; hacia los pequeños caminos rojos, donde nos duele el cuerpo del asno, donde nos duelen los pies del mendigo, donde nos duele el canto de la triste quinquina; hacia nuestra futura vivienda, con el susurro leve del naranjo a cuya sombra estaremos en la mirada del hijo, como en una hora del cielo, del presentimiento y de la angustia. Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos, y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades. Sí, tu existencia había creado sus cielos huracanados, sus aguas tumultuosas, sus nubladas lejanías, y las tempestades agitaban los mares de tu corazón con truenos y estrellas caídas en las oscuras soledades del alma, con naufragios y voces de mujeres perdidas en la extensión de las olas y los países. Soñabas con fantasmales buques en la sombra, esos que llevan banderas de luto y viajan hacia los puertos de podridos aceites y antiguos desperdicios. Y la furia levantaba ondas en la oscuridad de tu muerte, perseguida por brillos lunares, como una oleaginosa superficie negra con vuelo de lentas aves relucientes, ahí donde los astros gotean sus azules licores, en ese espacio del misterio devorador, con islas iluminadas en nuestra soledad. Tu juventud llamaba a las ciudades del mundo, a los vientos que soplan contra viejas murallas, a la gente que vive en las oscuras minas, a marinos que yacen bajo cruces del mar. Tú, el viajero, el insomne, el descontento, el que levantaba las manos hacia los relámpagos, el que veía pasar las bahías como la orilla serena y brumosa de la tristeza.
Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
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VIII
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Gerbasi recrea en un lenguaje introspectivo, imaginativo, exuberante y sensorial, cierta tradición poética venezolana que explora en el paisaje elementos identitarios que tocan la cualidad ontológica del habitante de la zona tórrida.
Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Crespo
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[Viaje a la aldea del
ave quinquina] Gerbasi y la eternidad del ave quinquina
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Era por Montalbán. Durante montes y valles y ciertos poblados que se escondían para que no los viéramos, demoraba Aguirre (una o dos calles, techos de distinta pobrecía y mazos de jardines muy a la manera de las pinturas de José Antonio Alcántara o de Rafael Monasterios) con ese nombre que mal recuerda el paso del cojo terrible de vascongada, sólo que el derrotero enderezó hacia unas colinas peludas de matorral y pastizales en busca de Canoabo, oculto al fondo de una montaña de apretada fronda y temblorosa luz de helechales y la sombra larga de los jabillos, los robles y los fornidos ceibos, tras los cuales atisbaba alguna casa o alero de fortuna. “¿Qué suena así allí adentro, poeta?”, preguntó el viajero que le servía de cómplice y hoy pergeña esta melancolía. “Es el ave quinquina”, respondió una voz cascada y a tropiezos. Era Gerbasi, Vicente Gerbasi, que ofrecía su palabra creadora al villorrio que se aprestaba a exaltarlo como hijo de su suelo e inventor de su añoranza.
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
“” Fotografía: Ánghela Mendoza.
El ave no existía. Se había ilus y gemía en alguna de
El ave no existía. Se había ilusionado en la espesura y gemía en alguna de las largas imágenes de Mi padre, el inmigrante, aquel efusivo poema hímnico de ajustados endecasílabos blancos que aproximara la costa del Tirreno a la del mar de la Venezuela del norte y amistara la oveja y el trigo de la provincia de Salerno a los cafetales y el cacao del municipio carabobeño. No sé ahora si hubo alondra en la conversación, ni si se alborotó el mirlo de la Campania de la Italia solar mientras el poeta y su confidente inquirían sobre la inteligencia de la poesía de la infancia aldeana y la poesía de la adolescencia europea a cada vuelta del camino que derivaba entre los sembradíos y “las hojas sudorosas”. La aldea se retardaba en medio de sembradíos y oficios muchos. Todo lucía un vestido de fiesta: desde las fachadas hasta la ropa de los viandantes y contemplativos. La modernidad maculaba la semblanza labradora y pastoril del estrecho vallado. Ululaba el motor a inyección y la sonaja de los altoparlantes en lugar de la música del turpial y el pito del cristofué. ¿Por qué insistía la tela blanca en cubrir los cuerpos? ¿Qué pintor de paredes y portones quiso ornar al pueblo con el tinte de las tardes y le puso cielo hasta a los mismos zócalos? El perro abundaba, a ratos hirsuto, casi siempre mendigo y la cabra de rostro semita de Umberto Saba (ese Gerbasi genovés) triscaba al lado de la gallina de pareja invención sabánica en una corraleja, menos real que evocada, a la que el poeta canoabeño circuía con su memoria, tan próxima a su casa de haber nacido. Esa mañana de la nostalgia, la plaza, esto es, el alma colectiva, prestó su umbría zona tórrida a los arrieros y a los vendedores de jardines y sembradíos. El dril y el poliéster compartían un variopinto embrollo de amarillo y púrpura, de blanco y sepia. Todo era un comercio de cantos y estrofas, de sentimiento y risa. Enfrente, se alzaban la iglesia y las campanas. El ojo del cielo miraba la vida de Canoabo. El poeta surgió de la penumbra del auto como de la espesura de un destino. Su voz cascada se escuchó entre las últimas labranzas, la lluvia de la flor del bucare y los penachos de la paja guinea. Su presencia avanzaba ahora hacia la nave central de la casa de Cristo. El rumor de afuera se escondía en las oquedades de los bancos de rezar y rogar, los nichos de los habitantes de la gloria y detrás de los altares de estuco y oro falso. Entonces ocurrió una ceremonia en nada semejante al ritual del rosario, el responso y el sacrificio colectivo de la misa: al pie de Jesús, que mostraba su corazón con la mano, Gerbasi se detuvo en medio de
Te amo infancia, te amo, porque aún me guardas un césped con cabras, tardes con cielos de cometas y racimos de frutos en los pesados ramajes. Te amo infancia, te amo porque me regalas la lluvia que hace crecer los riachuelos de mi aldea porque le diste a mis ojos un arcoíris sobre las colinas.
Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes M.
Crespo
La voz del poeta y del poema cruzó la nave central de la iglesia y fue a decírsela a los campesinos y labriegos en la plaza y en cada pecho que encontraba. Los altavoces prodigaban las imágenes de “penumbra de bambú y helecho”, de los naranjos del padre, del horno donde la madre hacía el pan y su dulzura y de la pureza que era “pobre como un juguete campesino”. Gerbasi fue ese día la aldea y su memoria para siempre. Cuando el sábado moría supo, una vez más, que su poema era menos una escritura que el vivir que lo contiene y explica. “Yo soy Canoabo”, confesó mucho después en una página de lectura pública. Hoy es su eternidad, como el alma del mundo que perdura en el canto del ave quinquina, aquí, más allá, no se sabe dónde, junto a la sombra.
35 Luis Alberto Crespo
la comuna de Bello
una feligresía que confundía su obediencia católica con el fervor por la poesía y por su creador, la familiaridad y el recuerdo. A estas horas de esa añoranza, la realidad y la memoria se buscan en un azar en nada bretoniano, en absoluto objetivo: la lejanía de aquella vez haría inane esta escritura si cometiera mudanzas de nombres y asuntos desde el fondo del olvido hasta la soledad de su decir. Sólo persiste, a más de las figuras de yeso y cedro del santoral, el rostro uno y bastante del pueblo reunido en la iglesia. No es imposible suponer que el recién llegado preguntara a su compañero de viaje qué habría de suceder después, cómo sería esa mañana en ese instante y más tarde y quién sería luego él mismo detenido allí entre la multitud como una estatua vestida con ropa de funcionario. Alguien (¿quién?) guardaba consigo un ejemplar de Los espacios cálidos, el libro del regreso a la inocencia, al trueno de los tigres en la montaña, al chubasco que borraba la naturaleza con la bruma y el agua, a la fragancia del azahar del cafeto visitando las casas y el suspiro, a la sombra del padre y al fulgor de la madre, al asno, al oso, a unas tijeras hundidas en la tierra entera para conjurar la centella, al río delgado como un pañuelo, al cementerio donde nadie tiene ya nombre y apellido, a la selva de Urama y su enorme flor verde, al amarillo de la naranja, a los animales de Umberto Saba, al arcoíris en los ojos de los niños y a todo el absoluto, de una a otra página, bajo una luz de conejos. Gerbasi recibió de la mano del ser sin nombre ni apariencia el breve ejemplar y determinó que el milagro le señalara la página que había deseado leer para cumplir con esa verdad de utopía que es la lectura de un poema dirigido a los hombres de este mundo y de su historia. Entonces, Canoabo habló a los suyos y más allá de su intemperie de mediodía y de verdores:
Belmonte Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza
sionado en la espesura las largas imágenes de Mi padre, el inmigrante.
Los oriundos del Paraíso Los oriundos del Paraíso inventaron las orquídeas que mueven el silencio de las horas. Los oriundos del Paraíso hicieron de un rubí el ave que nos acostumbra a la tristeza del Orinoco sombrío. Los oriundos del Paraíso lanzaron las más bellas mariposas que vuelan entre las ramas de los viejos cafetales de Canoabo. ¿Y qué es Canoabo? ¿Quiénes lo hicieron? Lo hicieron los oriundos del Paraíso. Allá donde toda la vastedad suena en los montes.
De Los oriundos del Paraíso (Obra póstuma, 1994)
Cactos En las tierras del verano, enrojecidas por la caída del sol, los cactos ensimisman sus espinas en la soledad. El alma cae en la veneración siguiendo el vuelo lento de un ave que busca sitio para el reposo. ¿Cuándo llegué a esta geografía desmoronada como un antiguo templo que ahora espera los astros? Detenidos están los años en estas lomas donde la melancolía vuelve a ser el resplandor lejano de la tarde.
De Por arte de sol (1958)
Fotografテュa: テ]ghela Mendoza.
[Viaje a la primera edad] Los espacios sagrados
—¿Y qué vas a hacer ahora? –me dijeron los gallos–, ya nosotros nos vamos, ya te dejamos, aquí no nos vamos a estar Ramón Palomares
Vicente Gerbasi es el poeta de la aldea y de la noche, pero sobre todo de la infancia. Se posa sobre la temprana edad del padre para buscar su propio ombligo. En ella recupera la voz de los encuentros turbios. En ella reside la sombra del tiempo que es la niñez: una nostálgica esperanza que viaja en espiral. Cierto es que un vaivén de identidades delinea su tránsito incesante por la noche enaltecida. La pulsión del retorno a los huesos de la tierra parece mención obligada. Sin embargo, en la sensación que al niño maravilla hallamos un núcleo importante de su poética. Parece que esa manera de mirarlo todo por primera vez se le quedó acurrucada en los pliegues de sus versos. Con la gallardía que significa hablar desde la inocencia y para la inocencia, circuló su mutación hacia la infancia cuando en 1952 publica Los espacios cálidos. Allí canta desde lo simple, en los humores de su aldea, desde su lejana terredad. En este libro da testimonio de ese viaje hacia su propio ser. La evocación de los sentidos consiente su inalterable condición de alucinado. La infancia está en el árbol, en el río, en el misterio, en los espacios sagrados que la naturaleza arropa. El origen melancólico, silvestre, provinciano, se asoma con frecuencia entre el relámpago y el burro al que bañaban juntos. Son elementos que cierta estética reconoce demodé por cándidos y resabidos. A fin de cuenta es la presencia cristalina del gallo que sigue quebrando nuestras madrugadas en esta urbana ciudad.
Miguel Nieves
Vicente Gerbasi niño. Imagen de archivo.
De Por arte de sol (1958)
Los niños Para ellos la tarde ha reservado una luz eterna en la fronda cambiante de los parques. Para ellos vuelan en círculo las aves del día, y una música nace precediendo la noche de las calladas colinas. Ellos han visto el arcoíris en el fondo del valle, donde el año ha dado a los árboles un denso tinte rojo, donde las nubes organizan la fulgurante coronación de un rey. Ellos conocen el movimiento de las flores, el rumbo de los insectos, la desaparición lenta de la luz entre las yerbas. En sus ojos se va ocultando el día con el canto de las cigarras. Ellos viven dentro del secreto del mundo,
como dentro de la música de un arpa. En su alegría la tarde mueve sus últimos ramajes, y ellos comienzan a sentir que la noche nace de su corazón.
La casa de mi infancia Por la arena de la noche galopaba un jinete sin cabeza. Al fondo de una iglesia blanca y más lejos la colina del calvario donde duermen los mendigos. Veía correr un río de apretujados conejos blancos en la sombra. Oía el viento de los fuegos fatuos, el rumor de las calaveras en los rincones de los cactos, voces oscuras reunidas en los corredores. En mi aposento ardía una lámpara de aceite al pie de un Cristo ensangrentado. Colgaban murciélagos del techo, sombras con alas de murciélagos, rumores de cielo raso, lentos rumores de espesa tela nocturna. Yo veía con los ojos de la sombra, con los ojos de las hojas, con los ojos de las grandes rocas frías de la noche. El Tirano Aguirre lanzaba bolas de fuego en la comarca de los toros salvajes, en las plantaciones de tabaco, entre los espantapájaros con sombreros de paja. Mis hermanas habían dejado una tijera abierta en el patio de la casa para que las brujas cayeran entre los tulipanes, bajo los naranjos, donde los relámpagos iluminan vitrales de llanto. Mi aldea estaba sola en la noche, mi casa estaba sola en medio de los tamarindos y las palmas, y el jinete sin cabeza galopaba hacia el fondo, hacia los juncales del río, donde las primeras lumbres se dispersan en los grillos. Las casas comenzaban a salir de la sombra, de las casas comenzaban a salir los ancianos. Había un mendigo dormido de perfil, con barba de nube en el aire de la aurora.
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Menciono el alba con mi perro que, en el patio de la casa, perseguía mariposas tornasoladas, rojas, azules, como alucinaciones. Pero las mariposas negras permanecían prendidas a los techos, inmóviles por muchos días, hasta el advenimiento de las lluvias. Había entonces oscuridad en mi corazón, y veía las puertas viejas, las escoriaciones de los muros, y en las revistas que leía mi padre, veía relámpagos sobre ovejas desbandadas entre rocas. Eran viejas historias de lejanas tierras de olivares. Ah, pero en la renegrida cocina se encendía la leña, y se enrojecían en las paredes los brillantes grumos de hollín. El gato miraba algo, allá, entre los crisantemos, fijamente, hasta que un trueno oscurecía las montañas. Así mi edad reconocía las tinieblas.
Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Nieves
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo
Los asombros puros
Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández D’Jesús Fuentes
Nieves
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo
Te amo, infancia Te amo, infancia, te amo porque aún me guardas un césped con cabras, tardes con cielos de cometas y racimos de frutas en los pesados ramajes. Te amo, infancia, te amo porque me regalaste la lluvia que hace crecer los riachuelos de mi aldea, porque le diste a mis ojos un arcoíris sobre las colinas. ¿Aún existen los naranjos que plantó mi padre en el patio de la casa, el horno donde mi madre hacía el pan y doradas roscas con azúcar y canela? ¿Recuerdas nuestro perro que jugando me mordía las piernas y las manos? Nacían puntos de sangre, un pequeño dolor, pero todo pasaba pronto con el sabor de las guayabas. Te amo, infancia, te amo porque eras pobre como un juguete campesino, porque traías los Reyes Magos por la ventana. Un día llevaste a la puerta de mi casa un hombre de barba que hacía bailar un oso a golpes de tambor, y otro día le dijiste a mi padre que me regalara un asno negro.
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¿Recuerdas que tú y yo lo bañábamos en el río? ¿Recuerdas que había una penumbra de bambú y helecho? Te amo, infancia, te amo porque me ponías triste cuando estaba enfermo, cuando mi madre me hablaba de su tierra lejana. ¿Recuerdas? Una vez me mostraste un eclipse a las diez de la mañana y las aves volvieron a dormir. ¿Existe aún aquel niño sin parientes que un día bajó de la montaña y me pidió el pan que yo comía en la plaza de la aldea?
Te amo, infancia, te amo porque me dabas panales de miel en la casa de la escuela, porque me llevabas al sitio donde vivían las vacas. Te amo, infancia, te amo porque me regalaste mi aldea con su torre, y sus días de fiesta con toros y jinetes y cintas y globos de papel y guitarras campesinas que encendían las primeras estrellas más allá de los árboles. Te amo, infancia, te amo porque te recuerdo a cada instante, en el comienzo del día y a la caída de la noche, en el sabor del pan, en el juego de mis hijos, en las horas duras de mis pasos, en la lejanía de mi madre que está hecha a tu imagen y semejanza en la proximidad de mis huesos.
De Los espacios cálidos (1952)
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
[Viaje a las region
El caminante de la luz Vine con zapatos de campesino, con yerbas en los bolsillos, con la costumbre de hablar con los animales, y de mirar largamente las noches estrelladas Vicente Gerbasi
Isaías Cañizález Ángel
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nes solariegas]
Hace sesenta y dos años se publicó, bajo el sello de Ediciones Mar Caribe, uno de los poemarios más extraordinarios que jamás se haya escrito en la literatura venezolana. No exagero al señalar que esa maravillosa obra permitió abrir un nuevo horizonte para nuestras letras, no sólo por su valor meramente literario, sino también en el sentido cultural más pleno. Nunca antes se había sentido con mayor fuerza una voz poética capaz de eclipsar, en pleno día, los caprichosos velámenes de la infancia y la memoria: atmósfera lírica donde el poeta y su entorno son una misma representación mítica. La nostalgia como elemento articulador de un tiempo en donde: “El amanecer tiene un olor de mujer despeinada que sale del mar” (“Nuevo día”). Me refiero con suma responsabilidad a Los espacios cálidos, de Vicente Gerbasi. Esta hermosa prefiguración de los sentidos, de la búsqueda incesante de una transparencia donde la metáfora es un natural respaldo del lenguaje, en cuya inmensidad la figura proteica de los animales intercambia estados de ánimo con la vida misma: “Comenzó mi soledad bajo unos árboles de follaje negro / donde se escondía el crepúsculo con siete gatos blancos” (“Nacimiento de la melancolía”). Los versos que componen esta obra no vacilan a la hora de acampar frente a los más sublimes sentimientos; es decir, están diseñados como un particular testimonio que recrea, con honestidad y transparencia, esa pérdida irreparable que está signada por el paso del tiempo. Sin embargo, y esto es otro aporte significativo que permanece a lo largo de su estructura temática, la vitalidad de esa palabra toma para sí, la fuerza sobrenatural de la poesía, y ello le permite inferir interrogantes que ponen en tensión el dictamen riguroso del destino: “¿He oído, acaso, los muertos ocultos entre viejas cerámicas?” (“Post merídiem”). La sempiterna presencia de lo fantasmagórico, en la poesía de Gerbasi, no es producto de las modas ni mucho menos una invención artificiosa. Su recurrente anuncio señalando lo sobrenatural como un escenario donde late de forma constante lo atemporal, es producto de su origen. Las gentes que venimos del campo estamos siempre escuchando, viendo o las dos cosas, a esos seres que físicamente se han ido pero que permanecen en las cosas, en los lugares. No es necesario el amparo de la oscuridad ni la presencia del ambiente aterrador para que tal encuentro se produzca. Es una condición innata de esas tierras de las que también somos parte: “Los disfrazados de muerte / cabalgan por oscuras colinas” (“Martes de carnaval”). La muerte es un caballo errante en los campos y muchos difuntos suelen negarse a ese dictamen, al menos, mientras la poesía le insufla ese hálito de eternidad terrenal. Los espacios cálidos permanece y permanecerá en el centro del quehacer literario venezolano, porque Gerbasi tiene ese mismo don de la ubicuidad que permite descubrirlo, leerlo, releerlo y ser valorado por diversas generaciones de toda América Latina. Una afirmación que se pone de manifiesto cuando, con mucha alegría, vemos que esas voces -jóvenes-, usan fervorosamente sus versos como epígrafes. Vale, entonces, la ocasión para rendirle tributo a ese eterno caminante de la luz.
Nacimiento de la melancolía Lentamente fui despertando en una luz de conejos, frente a un tinajero de rostro de piedra y mojada barba de helechos, seguido por un perro que hacía volar los gallos y saltar los fuegos fatuos de la noche. Todo se iniciaba en secreto: el olor del cacao en los patios crepusculares, los rojos navíos celestes, la campana en el pescuezo de los asnos, el hollín en las paredes de la cocina, la araña en el dibujo sideral de los rincones. Comenzó mi soledad bajo unos árboles de follaje negro donde se escondía el crepúsculo con siete gatos blancos. Alrededor ascendían los girasoles y detrás de los árboles rojos anidaban las serpientes. ¿Había una cigarra cantando en la penumbra de mis ojos? Los ramajes de la tarde caían sobre los caballos y una llanura tendía una luz amarilla para las casas de palma. Había una comarca de nubes donde dormían los tigres.
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Todo se iniciaba en secreto: el sabor del chocolate, Tío Conejo entre los árboles lunares, el paso del jinete sin cabeza por la calle de la noche, el brillo del murciélago en la sombra. Lentamente todas las mañanas eran nuevas, con una ardilla que se escondía en la manga de mi camisa, con una cometa sobre la colina de las cruces, con un viento de arena cruzado por un río, bajo la sombra azul de los bambúes. Yo iniciaba la era de las aves migratorias, de los horizontes fluviales, de las oscuridades diurnas en el fondo de los juncos. ¿Qué guardaba el agua en su movimiento de penumbra y miedo? ¿Dónde comenzaba aquel día de naranjo y trueno?
No había límites para las horas, sino la aparición de alguna mariposa lenta, de un negro rumor de lluvia en las montañas. Yo iniciaba la era de los rostros. Todos se reunían bajo la lluvia y los relámpagos. Mi padre me sonreía con su pipa entre los dientes. Mi madre tenía los ojos tristes como si mirara un bosque lejano. Mis hermanas tenían criznejas y grandes lazos rojos. Había un anciano de barba blanca que nos hablaba de los animales. ¿Había oído, acaso, el nacimiento de la noche en las guitarras? Yo iniciaba la era de las puertas. Había puertas para los hombres y puertas para los caballos, y puertas para los muertos, y vi que las hormigas abrían puertas en la tierra, y que las aves abrían puertas en los árboles, y que la noche cerraba las puertas de las casas.
Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Cañizález Ángel
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves
Post merídiem
Documento de los sentidos
Estoy solo en medio de una luz de caña amarga, como una estatua de la muerte, cuando las cigarras inician nuestra soledad.
He aquí un propósito de alucinado, un paso más a orillas del abismo, hacia el fondo agreste de la música, donde duerme una pastora rodeada de yerbas del año. Hacer el relámpago sobre materiales de sombra, iluminar hongos en rincones forestales, despertar el agua en su silencio de serpientes azules.
¿He descubierto, acaso, el secreto de la tierra, mirando las vacas como nubes de equinoccio entre las anchas hojas del tabaco? ¿He oído, acaso, los muertos ocultos entre viejas cerámicas? Hay un escarabajo de ardiente metal volando en mis sentidos, un clima de bambú para el silbo de la serpiente, un agua estancada donde una joven labriega recoge flores bermejas.
He aquí que soy un habitante del sonido, de la humedad, del hueso, en un espacio turbio de mercado, donde se derraman las manzanas y las piñas, donde brilla el ojo de la sardina.
¿Quién habita esta comarca de dispersas arboledas, de resonancia de fuego, de semillas que estallan, de hormigas que recorren la tarde?
Había dejado atrás a mis padres recogiendo bellotas en el crepúsculo, vistiendo espantapájaros en una luz de confín. Mis hijos vinieron en la sombra pastoreando conejos, recogiendo estrellas en el césped.
No se apaga este día que sostiene el fulgor de las colinas, el vuelo de los gavilanes en el azul del sol, los barnices vegetales, la ira del toro que muge en los confines.
¿Dónde estaba yo cuando descubrí la música que hace desbordar las flores del día como en un espejo? Mi edad había iniciado una cacería de venados bajo las palmas, había guiado el entierro de un labriego hacia el paraje lúcido de las cigarras. ¿Hacia dónde iba yo cruzando las noches del bambú y la luz de los gavilanes? Entré a la ciudad oyendo las campanas, mirando las ventanas abiertas en un mes claro.
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El perfil resume a los arcángeles, despierta estatuas en el crepúsculo. La ciudad después de la lluvia en el espejo oscuro de los mendigos.
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No se apaga este día de tierra de cementerio antiguo, de roca reverberante, de insecto que vuela por la orilla de mis ojos, de tortuga que mueve la cabeza hacia el agua. No se apaga este día. No se apaga esta soledad. Sobre mi cabeza vuelan lentos cuervos de este día.
He aquí un propósito de alucinado: fundar un espacio de lumbres, de escarabajos, de rostros en el documento de los sentidos.
Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Cañizález Ángel
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves
En el fondo forestal del día El acto simple de la araña que teje una estrella en la penumbra, el paso elástico del gato hacia la mariposa, la mano que resbala por la espalda tibia del caballo, el olor sideral de la flor de café, el sabor azul de la vainilla, me detienen en el fondo del día. Hay un resplandor cóncavo de helechos, una resonancia de insectos, una presencia cambiante del agua en los rincones pétreos. Reconozco aquí mi edad hecha de sonidos silvestres, de lumbre de orquídea, de cálido espacio forestal, donde el pájaro carpintero hace sonar el tiempo. Aquí el atardecer inventa una roja pedrería, una constelación de luciérnagas, una caída de hojas lúcidas hacia los sentidos, hacia el fondo del día, donde se encantan mis huesos agrestes.
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De Los espacios cálidos (1952)
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Ilustraci贸n: Vicente Gerbasi.
[Viaje con paraguas
y aguacero]
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Recuerdo que leí por primera vez, a mediados de los setenta, la obra del poeta Vicente Gerbasi, por un regalo que me hiciera mi tío Juvenal López Ruiz, extraordinario mentor intelectual en mi juventud, que trabajaba como jefe de redacción de la Revista Nacional de Cultura, en el tiempo en que el poeta la dirigía. Sus textos fueron un encantamiento para mí, y casi podía visualizar algunas de sus imágenes por su ductilidad plástica. El poeta vertía, en sus palabras, pinceladas sobre la página blanca. La luz, con sus variaciones de claridades y oscuridades, densidades, colores, imágenes que no sólo sonaban con el ruido encantatorio de su palabra, sino que de alguna manera vibraban en mi retina:
“Comenzó mi soledad bajo unos árboles de follajes negros donde se escondía elsecrespúsculo siete gatos escondía el con crespúsculo conblancos”. siete gatos blancos”. “¿Qué guardaba el agua en su movimiento de penumbra y miedo?”. “¿Dónde comenzaba aquel día de naranjo y trueno?”. “Una llanura tendía una luz amarilla para las casas de palma”. “Yo veía con los ojos de la sombra / con los ojos de las hojas, / con los ojos de las grandes rocas frías de la noche”.
Fotografía cortesía de: Enrique Hernández-D’Jesús.
Gerbasi y su doble vertiente
Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Mieses
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel
“Venimos de la noche y hacia la noche vamos”. “Descanso breve que tiembla en las luciérnagas”. “Como torrente negro, como aerolito azul”. “Con la luz se abrían los pavorreales / se iban por paredes blancas hacia otra dimensión de flores”.
Benito Mieses
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Estas imágenes tomadas casi al azar eran las que me hacían intuir esa conexión del poeta con la plástica. Luego, en los primeros ochenta, lo vi en la Galería del Ateneo de Caracas, bautizada con el nombre de uno de sus libros, Los Espacios Cálidos, dirigida por el Catire Hernández D’ Jesús. Nosotros asistíamos al recital, autoinvitados como parte del grupo Aguacero, nacido en la UCV y ácrata por naturaleza, y le entregamos un paraguas al poeta en la mesa de la lectura, porque un aguacero iba a caer. Mientras leíamos un manifiesto de los setenta poetas menos conocidos de Caracas, llovían caramelos sobre los asistentes y los grafitis mancillaban la blancura de la Galería: “Basta de cultura con paltó”. El Catire inmortalizó esa imagen del poeta a través del ojo de su cámara, una foto de corte surrealista o de una manifestación dadá. Nueva intuición de su conexión con la plástica. Mucho tiempo después, al final de los noventa, recibí de la mano del Catire Hernández D’ Jesús el libro Gerbasi, del trazo y la palabra, donde aparecen cien o más dibujos y retratos realizados por el poeta y en lo que podía ya constatar su trazo, su gesto. Entre los retratos realizados recuerdo mucho uno de Ludovico Silva, ese filósofo de nuestro marxismo. Lo que fue intuición en su palabra se hizo patente, el poeta poseía además de su maravilloso verbo una gestualidad impresionante, el trazo de un buen dibujante. Otro poseído por la doble vertiente: poesía y plástica.
Jóvenes iracundos Los jóvenes iracundos recorren las calles de una vieja ciudad empedrada donde las cantinas se anuncian con racimos de uva de metal dorado. (De noche las brujas barren cartas de enamorados). Los jóvenes iracundos visitan sótanos del vino, salen a las plazas con la melena al viento, llevan zarcillos y collares de colmillos caninos. Algunos tienen pesadumbre mística en sus túnicas blancas. Se les unen muchachas en trajes de ballet. Todos juntos se bañan en las fuentes públicas desalojando a los pájaros.
De Retumba como un sótano del cielo (1977)
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Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Mieses
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel
La gran aventura
De Poesía de viajes (1968)
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
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Los parasoles, umbelas, rayan de colores los días de junio y las más bellas rubias en bikini alteran la serenidad del mar en la plenitud del siglo con fotografías de astronautas, habiendo yo pasado los cincuenta años, de viaje en viaje, oliendo extraños perfumes en las puestas de sol, un tanto desamparado como un timonel empeñado en usar corbata en presencia de esqueletos; multigrafiado en ademanes respetuosos y en el fondo colérico por no haber salido a cazar tigres con un sombrero de corcho; rutinario en la contemplación de escarabajos y animales miméticos al pasar del sol entre los árboles; sentado en una vieja iglesia ante la benevolencia de los Santos, parecidos algunos a mis abuelos; apesadumbrado en un escenario giratorio a la manera de Chaplin que siempre pierde el pan entre la distracción y las persecuciones; corriendo en una pesadilla como en un museo de armas; perdido en el castillo de Hamlet, viendo pasar por el mar raras banderas; cuando hubiera sido mejor usar la vaquería como profesión, y ponerle nombre de estrellas a los animales jóvenes.
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
Imagen de archivo.
[Viajar por arte de sol] Vicente Gerbasi, el relรกmpago que oscurece
“”
En este sentido sus poemas son el testimonio de una experiencia del lenguaje, pero sobre todo son el umbral de oscurecer alumbrando la vida familiar de su aldea. la comuna de Bello
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La aldea y la infancia tienen un destino fundador en la poesía de Vicente Gerbasi (1913-1992). Desde estos suelos nutricios la metáfora siempre ha parecido de una vigorosidad insospechada, cuando no enigmática. De modo que es incorporada a menudo a un ambiente íntimo de la memoria del poeta, como un pariente luminoso siempre a punto de despertar situaciones mágicas. “A los que cazaban ciervos en pantanos / bajo un sol de antiguos hielos”. Mucho antes de la redacción de Cien años de soledad (1966), Vicente Gerbasi abordaba el motivo del realismo mágico en un poemario de escasa circulación en Venezuela: Por arte de sol (1958). En estos poemas, Gerbasi introduce de nuevo los grandes motivos de su poética: la aldea, la infancia, Canoabo, la noche, la casa, el patio, la muerte, los animales, la geografía espiritual y telúrica, los parientes. Dichos motivos han alcanzado un poder expresivo, una significación y una luminiscencia que habrá de llevarnos a la soledad del poeta; a esa tristeza creadora que en su mente despierta las emociones más profundas. El poeta ve y siente como es su imperioso destino solar, la naturaleza en todo su misterio y asombro. La poesía de Gerbasi conectada y relacionada con Canoabo quizá sea cosa que naciera de pronto con la infancia, y acaso la naturaleza y los parientes son acaeceres de una memoria salida de los orígenes. Es en la mirada primigenia donde se hace evidente el pensamiento poético de Gerbasi, a fuerza de estar en los estados contemplativos de “un “tiempo remoto y “un tiempo presente”. En el pensamiento poético se entrelaza la metáfora, se fusionan los componentes materiales y anímicos del poeta, dejado en su soledad. Vicente Gerbasi en Por arte de sol describe su oscuridad poética como resultado de una vocación de hermetismo, de lenguaje barroco, ornamental, modernista como lo ha señalado Ludovico Silva. Pero pudiéramos rastrear el sentido simbolista de su poesía. En este sentido sus poemas son el testimonio de una experiencia del lenguaje, pero sobre todo
“”
Mucho antes de la redacción de Cien años de soledad (1966), Vicente Gerbasi abordaba el motivo del realismo mágico en un poemario de escasa circulación en Venezuela: Por arte de sol (1958). 59 la comuna de Bello
Julio Borromé
Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Borromé
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses son el umbral de oscurecer alumbrando la vida familiar de su aldea. La memoria del poeta está mezclada con esa concepción narrativa de sus parientes y su infancia. No obstante, permanecen vinculados a la existencia de la naturaleza. El niño Gerbasi contempla el resplandor de la oscuridad que se pone en este mundo estando ora rojo, ora amarillo. El gallo, el río, el colibrí, la llanura, las casas, el aire, están determinados por un color. Este color es movimiento y representación de un símbolo idiomático, táctil, acústico y álmico. Esta fauna animada por la conciencia lúcida del poeta constituye también las raíces comunes de la infancia frente a todo olvido. Pues corresponde subsumir la memoria del suelo nutricio y trascender el umbral de la pura contemplación hasta integrarse al “reino solar”. De allí que el poeta prefiera las imágenes y figuras resplandecientes, alucinantes y calidoscópicas: “gallos anaranjados”, “hechizo de un eclipse”, “sol de colibríes”, “fogones celestes”, “flor solar”, “fuegos ocultos”, “lento fluir de luciérnagas”, “una luz de lechugas y colmenas”, “viviendas de astros”, “solo en una soledad de gallos / encendidos al borde de las charcas”, “melancolía solar”. Estas imágenes surgen de la naturaleza bajo el asombro espiritual y el ahondamiento de la metafísica de las cosas. Vicente Gerbasi explora lo raizal y lo mítico con una visión familiar de las pequeñas cosas, de su pueblo, de la existencia del ser humano y su misterio. “Oscuro es nuestro origen / en el tiempo primero de los astros”.
Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Borromé
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses
Año terrestre A Rafael José Álvarez
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En la contemplación crecen los girasoles, los muros son un blanco silencio de cal, un silencio de sol que mueve avispas lentas. Y uno tras otro, los balaustres de las ventanas hacen la calle, ordenan los aleros, las breves sombras, las puertas verdes de la soledad. Esta es mi vieja calle donde se comercia café y cacao, donde volamos grandes cometas de colores como aves que perdieron un paraíso. Calle de puro deslumbramiento en la arena, donde los perros persiguen un gallo en el desolado mediodía. Y ahí cerca, la sombra de un ancho tamarindo, la frescura que detiene el tiempo bajo los nidos, que detiene la memoria en un rumbo de blancas nubes más allá de la torre de la iglesia, sola en el ámbito de mi edad. Un anciano duerme en un banco de la plaza rodeado de bellos animales. Los niños están todos en la pequeña escuela de mapas manchados por las goteras, y se oye el nombre de las letras como amuletos, como almendras de palmeras, como piedras azules pulidas por el río. Y desde el fondo de los bambúes las mujeres traen canastas de ropa limpia que tienden entre naranjos para que la mueva el viento de las tres de la tarde. ¿Y qué hacer en medio de esta lamentación de aves ocultas en la fronda? ¿Iremos entre las resplandecientes hojas de plátano donde se desnudan las mujeres? En el césped nos muerden hormigas rojas, y entre las ramas descubrimos las rosas-de-montaña como astros nuevos cubiertos de coleópteros. Desde la orilla de los helechos miramos el mundo con su colina verde que reúne a los cazadores. Esperan el sol-de-los-venados, cuando las aguas del río se tiñen de arcoíris,
y una llovizna con sol da a los árboles fulgores de vidrio. Y así vemos el año, y el año pasado, y los años de la infancia, nacer día a día con las últimas estrellas entre los mangos, suspendidos en el cielo como diferentes astros de luz pálida. Los días que se inician entre las cabezas de las vacas, en una penumbra de moscas. Los días que se inician en las oscuras cocinas con olor a café. Los días que se inician entre mujeres que van a buscar agua en vasijas de tierra morada. Los días que se inician contemplando los silabarios. Los días que se inician enrollando una zaranda. Los días que se inician mirando gatos recién nacidos. Los días que se inician después de oscuras lluvias, cuando el río crecido arrastra carameras. El día, el día igual en sus palmeras solares, en espacios de lagartijas, en los nombres de las casas de comercio, en el viejo Cristóbal que peina su barba blanca para que la mueva una brisa de cigarras, en el maestro de escuela que sale con sus alumnos a hablar de las malangas. ¿Cuándo se inició este año? ¿Cuándo pasaron los Reyes Magos bajo el estrellado cielo de la aldea? Recuerdo ahora los desnudos árboles de totumo, con sus redondos frutos, como grandes árboles de Navidad. Los iluminaba el crepúsculo y así llegaban las fiestas, y después de las fiestas, silenciosas tardes de tristeza, cuando me quedaba mirando las arañas en ciertos oscuros rincones de mi casa. Así es el año, como una clara tarde del corazón, como la calle donde se comercia café y cacao, como las afueras de la aldea, donde la soisola canta allá por las arboledas.
El patio
Noche
Encontré mis parientes en una casa de paredes simples. Vestían lienzos veraniegos como preparados para cosechar maíz. Los iluminaba el fulgor del patio, bajo los naranjos oscuros de avisperos. Encontré mis parientes en un diálogo sobre frutos, de perfil ante un horno, junto a un perro quieto como un pedestal. Y arriba, las flores del bucare que caían como pequeños gallos anaranjados en el resplandor. Tejían, trasegaban café en sacos ásperos, revisaban sueños, agregaban tejas a la casa. Los días tenían contornos de claveles, altas montañas donde vivían las fieras. Puro resplandor. Y los ademanes de mis parientes hacían un cuento en la casa. Pasaban entre los pilares blancos, mataban escarabajos, se detenían a mirar los crepúsculos, cuando la ropa tendida se levantaba en el viento. Entonces yo iba a visitar la vaca y la veía acostarse en la penumbra como en el hechizo de un eclipse.
El espeso color de las casas viejas en la noche, sus pequeñas ventanas de madera carcomida donde saltan los gatos, el canto simple de las aves nocturnas al volar por las palmeras: he aquí una dimensión del alma después de la lluvia, cuando la luna comienza a iluminar médanos de nubes detrás de la colina de las cruces. Y llevaban cruces los que cantaban en la tarde. La procesión cerró la noche con luminarias que entraban a la iglesia. También las pequeñas casas se han cerrado y en los almendrones aún brilla la lluvia. Es un tiempo de árboles inmóviles en la arena húmeda de la calle, donde el agua ondulante de la tarde se llevaba nuestros barcos de papel.
De Por arte de sol (1958)
la comuna de Bello
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Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Castro
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé
[Una carta en el
camino]
Gerbasi y su doble vertiente
la comuna de Bello
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Estimado Vicente Gerbasi: Sé que en mí se interrumpe la estirpe, que soy la fractura entre el pasado y el porvenir, que no vine al mundo para darle hijos a nadie. Por eso, cuando mi padre me mira, está mirando su propia muerte. Pero “estoy aquí -como usted- buscando las respuestas de mi sangre”, la sangre que he derramado, tantas veces, fuera de sitio, espesa sangre yerma. Sé que en mí se interrumpe la estirpe y eso espero: no volver, no volver ni en el canto de los grillos, ni en la sombra del zamuro, ni en la palabra. Humedezco mi pluma de pájaro amargo con la saliva pubertad de las horas nuevas, yo que no tengo patria, ni amada infancia, ni cielo constelado. Yo, que voy hacia la noche aunque no sé de dónde vengo, no llevo las respuestas en la sangre sino la intemperie: el poema simboliza la orfandad. Usted habla de hombres que son dueños de su mirada, de sus recuerdos y de sus manos. Yo hablo de los hombres que rezan con labios de barro, los que cargan el peso de un montón de escombros en la memoria, los que tienen unas manos que no les pertenecen. Usted habla de su padre, el inmigrante, con palabras que son llamaradas, que son relámpagos, que son cometas. Mi padre, en cambio, cuya vida no será el motivo de ningún poema, nació en Porlamar y murió en mí, pequeño escritor venezolano, escondido sin más. Usted habla de aldeas y comarcas y pastores y caballos y puertos y vendimias. Yo sobrevivo en una ciudad que no conozco. ¿Cómo puedo dialogar con la vastedad de su aliento? Pensé que nos encontraríamos en la noche, poeta, pero usted es nocturnidad de canto, de astral lontananza, de animales magníficos y terciopelo. Yo aguardo la noche, durmiendo de día, para pasarle la lengua torcida a las cicatrices de todas las humillaciones que sufrimos en el nombre del padre.
Alejandro Castro
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Castro
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé
Agonía No me diferencio de la agonía porque agonizo en un cangrejo, en una persona, en una estrella. Porque yo agonizo permanentemente, ya la agonía tiene en mí un ritmo de silencio, como una caída de hojas, como las ráfagas de la brisa que barren un epitafio.
“”
Yo aguardo la noche, durmiendo de día, para pasarle la lengua torcida a las cicatrices de todas las humillaciones que sufrimos en el nombre del padre. Cují
la comuna de Bello
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Me someto a la soledad de un cují, árbol empecinado, lobo enjuto, gris-verde-gris, con dientes y espinas y pezuñas como de vidrio oscuro. Indiferente al huracán, a las torturas solares, esqueleto prometeico.
De Retumba como un sótano del cielo (1977)
No quiero explicarme por qué mis ojos pueden ver este castillo cubierto de hiedras de verde muy oscuro y solitario bajo los astros de los búhos, ni por qué mis ojos pueden detenerse a ver caer la nieve durante tanto tiempo, hasta que arropa todos los muertos y los deja allí con sus vestiduras de diferentes colores en el hielo. Mi padre fue enterrado en el trópico, en Canoabo, y sus ojos, por tanto, no se helaron, pero sí, tal vez, tuvieron que ver con otras cosas muy distintas al frío, sin duda, con culebras que perforan la tierra y silban a orillas de los muertos como a la margen de un lago de juncales remotos y relámpagos. Hay diferentes maneras de estar muerto, aún estando vivo en medio de los planetas, con nuestra cara semejante a la tierra fotografiada desde Géminis 13, viendo nuestros propios ojos rodeados de huesos, un poco más arriba de los dientes; ensimismados en los ojos de los pescados que nos miran en las pescaderías iluminadas. Hay muchas maneras de estar muerto y siempre nos es dado tomar nuestro cráneo y ponerlo a reposar al borde de la tumba o llevarlo al gran salón de baile, como tal vez lo hizo Hamlet, mientras Ofelia se ponía un velo de luna nevada, ay, de luna nevada entre los abedules.
De: Poesía de viajes (1968)
Fotografía: Ánghela Mendoza.
Hay muchas maneras de estar muerto
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Fragui
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro
[Otro viaje a Canoabo] Vi-cen-te
Al poeta Vicente Gerbasi le gustaba tomarse los tragos en su pueblo, Canoabo. El poeta llevaba un sombrerito para pasar inadvertido porque no le gustaba la fama ni los autógrafos, a pesar de ser muy reconocido por la crítica. Un día, el poeta está con un amigo tomando en una bodeguita, cerca de la plaza del pueblo, y llega una caravana de carros. Todo el mundo grita: “Vi-cen-te, Vi-cen-te”. El poeta piensa que lo han descubierto, trata de huir y le pide al amigo que averigüe qué es lo que está pasando. El amigo se dirige a los celebrantes y pregunta a qué Vi-cen-te se refieren. Un señor responde casi indignado: —¿Acaso no sabes que Vicente Paúl Rondón acaba de ganar el título mundial de boxeo? Gonzalo Fragui
Canoabo
Los huesos de mi padre se perdieron en el osario común de Canoabo. Valle de grandes hojas lluviosas, de insectos que vuelan como abanicos y montañas que le dan la vuelta al día y a la noche de los astros. Los huesos de mi padre se perdieron en el osario del Universo, entre las piedras preciosas de Dios vistas desde la selva mágica hasta la aurora que reinventa todos los colores y el vuelo de las aves abriendo sus ojos en el sueño del paraíso. Los huesos de mi padre suenan con su color marfil y se van pareciendo a mis propios huesos hechos de silencio eterno.
El cielo tiene grandes gallinas blancas que flotan sobre un silencio de árboles. En los patios caen chorros grises de granos de café y su rumor es el rumor de la tarde. Hay vacas lentas en las calles con yerbas, donde se reúnen niños desnudos en torno a la vendedora de conservas de piña, donde un anciano vuela una cometa de seda roja con una ancha cola como un arcoíris. Es cierto, el arcoíris anduvo ayer por las colinas húmedas. Los sentidos brillaban en las frutas moradas del cacao. Estuvimos mirando largo tiempo los pavos reales. En ellos la tarde inicia una tristeza solar.
De Los colores ocultos (1985)
De Los espacios cálidos (1952)
69 la comuna de Bello
Los huesos de mi padre
la comuna de Bello
El poeta llevaba un sombrerito para pasar inadvertido.
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Familia de Vicente Gerbasi en Canoabo. Foto de archivo.
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Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Fragui
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro
la comuna de Bello
Familia de Vicente Gerbasi en Canoabo. Foto de archivo.
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Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Fragui
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro
[Tráfico]
Venimos de la noche y hacia la calle vamos
De pronto nos pareció que nos pesaba la noche de la que habíamos bebido, la noche de los grandes magos oficiantes de nuestra poesía primera. Nos habíamos alzado en contra de unos modales líricos que ya nada nos decían ni nos importaban. Desdeñosos, necesitábamos una consigna que arropara, como una bandera flamante, la precariedad de nuestra ira. Y elegimos un verso. Un verso portentoso de uno de los poemas más grandes de nuestra lengua. Y lo sacrificamos. Lo robamos para anteponerlo como estandarte a nuestros parapetos de insurgentes desmedidos, un poco para escarnecerlo en un rapto de provocación y desacato, y un poco, también, para no desprendernos del todo de la savia de sus venenos míticos, empujados como estábamos por las circunstancias hacia un descampado insólito que llamamos, entonces, a falta de mejor palabra, calle, como por no dejar y sin saber muy bien hacia dónde ni cómo ni por qué ni para qué nos dirigíamos.
Rafael castillo Zapata
Ilustraciones: Vicente Gerbasi.
Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Castillo Zapata
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui
En la luz de las avenidas Estoy solo en el sol de la ciudad, en el resplandor de los altos muros y las ventanas, entre la multitud que avanza en la música, como hacia un crepúsculo. Caen ramajes en las avenidas y las hojas tiemblan con el aire del año, con el fulgor que precede a la noche y enciende las fuentes en sus verdes espacios. Veo los niños agrupados frente a los juguetes de las vitrinas. Ellos organizan un paraje en una hora clara: una campiña con trenes, pequeñas vacas entre las gramíneas, una huerta donde las aves cantan en la palma de las manos.
De Los espacios cálidos (1952)
75 la comuna de Bello
Veo los mendigos de negras barbas regresar del fondo de otros tiempos, hacia las callejuelas, hacia las puertas del pan. Sobre sus harapos cae el sonido de una campana. En su melancolía resuena la voz de los vendedores de frutas, el paso de las bellas mujeres en los espejos, cuando la ciudad oscurece y brilla en un suave olor de panadería.
Fotografテュa: テ]ghela Mendoza.
“”
Necesitábamos una consigna que arropara, como una bandera flamante, la precariedad de nuestra ira. Y elegimos un verso. Un verso portentoso de uno de los poemas más grandes de nuestra lengua. Y lo sacrificamos.
Imagen digital: Homero Hernรกndez.
Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Molina
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata
[Encuentros cercanos en
Río de Janeiro]
Vicente y Vinicius, antología de Spoon Río
sentidos con olor de ostras abiertas. Vicente volvió la mirada sobre Vinicius, vio la emoción de aquel joven que siendo cónsul en Los Ángeles asistió por treinta noches seguidas a ver a una cantante llamada Billie Holiday, que arañaba en una pulsa de estremecimiento toda su vitalidad. Y nada que paraba Vinicius: el tiempo detiene aquí un sonido de guarura salobre y ofrece una absorta soledad en la luz de los racimos de dátiles. En un momento los dos fijaron la mirada sobre la botella vacía. Vinicius sonó de nuevo el conejo de hule y llegó Gilda con otra botella sobre la bandeja de metal redonda. Vicente se apresuró y apretó el botón de pause de una videograbadora. La imagen quedó congelada: Vinicius, Gilda y Vicente. Pero Vicente salió del cuarto de baño, como huyendo. No quería que Consuelo le reclamara. En la sala comedor sonaba Bill Evans. Fueron tres y habían pasado cien años.
79 Daniel Molina
la comuna de Bello
Llegaba el año de 1963, Bill Evans venía con la sed de los que corren por más heroína. Graba en un estudio de Nueva York una pieza de Alex North, que luego llamaron El tema de amor de Spartacus, la película de Stanley Kubrick. El experimento consistió en grabar en una pista la pieza, luego dos pistas más y parecían tres pianos. Eran tres. Sábado 19 de octubre del 2013. Sonó el timbre y Gilda abrió la puerta, dijo con alegría despierta: ¡Vicente!, dio tres besos al estilo carioca. Vicente estaba de punta en blanco, sostenía un hermoso paraguas de madera con la mano izquierda y quitó de inmediato un sombrero de paja-toquilla con gentil agrado. Pasó hasta la sala comedor, Gilda hizo un gesto con la mirada y apuntó hacia el cuarto de baño, Vicente sonrió y llegó hasta el arco. Miró a un hombre dentro de la bañera, estaba desnudo, fumaba y tumbaba la ceniza en un cenicero de cristal, lleno a medias de colillas, a medias de memorias. Flotaba un conejo de hule que de inmediato sonó varias veces, como campanilla de hotel, porque con la otra mano sostenía el cigarro que temblaba como la hoja dentro de la máquina de escribir. Entró Gilda con una botella sobre una bandeja redonda de metal, Vinicius con el humo en la boca dijo: “el mejor amigo del hombre es un perro embotellado”. Después de dos whiskys, Vicente sonriente y gozoso, afirmó “te dije que me alcanzarías”. Vinicius hablaba sin parar: los cazadores toman su piel y la tienden al viento como una constelación. Flotan telas en el viento de la sombra. Vicente descubre hojas, laúdes, pisa salamandras, en su mirada florece la astromelia. El viejo Gerbasi recordó el encuentro de Vinicius con Orson Welles, cuando el vate recitó de memoria todos los diálogos del Ciudadano Kane. Y Vinicius no paraba: en los patios caen chorros grises de granos de café y su rumor es el rumor de la tarde. Los sentidos brillaban en las frutas moradas del cacao. Sé que vengo de una avenida de tamarindos, profundas panaderías donde el hombre amasa la pasta de la noche, humedad que resplandece en los
Adolescencia en la playa No volveré a verte acostada en la playa, tú que me besabas acercando lentamente tu cuerpo a mi cuerpo. Gata, tus ojos verdes eran solitarios en mis ojos. Bellos eran tus senos y tus muslos y la noche fosforescente en las olas del mar. No volveré a verte, gata arenosa.
De Edades perdidas (1981)
Malangas Las malangas contorsionan el dibujo de sus hojas en la luz verde de un yo acuático. Configuran espacios de serpientes y se hunden en un firmamento de luciérnagas hipnóticas.
la comuna de Bello
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Al amanecer emergen de las brumas bajo lentas lluvias equinocciales y protegen las orquídeas ocultas como luces tímidas. En las malangas se anuncia el sonido de la selva, azul, negra, áurea de relámpagos, y entre sus hojas la cabeza del puma mira el tiempo. Ellas enredan los dibujos de sus hojas en mi alma y perduran en la memoria igual que todo instante que va precediendo la muerte. De Retumba como un sótano del cielo (1977)
Nuevo día Recordamos vagamente el mar al amanecer. La luz tiene color de sardinas. Las calles van hacia las redes, hacia la penumbra donde se balancean los veleros sobre lentos colores de algas. El amanecer tiene un color de mujer despeinada que sale del mar. Una resaca aún oscura trae caracoles y el día nos devuelve el cuerpo de la mujer que está hecho para recostarnos blandamente sobre la arena.
De Los espacios cálidos (1952)
En un momento los dos fijaron la mirada sobre la botella vacía. Vinicius sonó de nuevo el conejo de hule.
la comuna de Bello
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Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
Molina
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata
Ilustraci贸n: Vicente Gerbasi.
Hernández-D’Jesús Fuentes
Pereira
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina
[Reunión de los
amigos]
El Gerbasi que no conocí
Gustavo Pereira
83 la comuna de Bello
Conservo entre mis libros, cual preciado avío, la edición príncipe de Vigilia del náufrago que hace veinticinco años me enviara Vicente Gerbasi con un poeta amigo. El poemario, empalidecido por el tiempo, preserva sin embargo el mismo aire de complicidad, la misma hondura iluminada de su creador. Publicado por la Editorial Élite en 1937, mi primera sorpresa ante él, aunque ya conocía sus textos, fue hallarme con un prólogo de Ángel Miguel Queremel y un dibujo del entonces joven pintor Héctor Poleo que acompaña el poema Canto al miliciano, dedicado a un venezolano caído en la guerra civil española. Creo ser de los pocos entre los compañeros de nuestra generación privado del honor de haber conocido a Gerbasi. No por la diferencia de edades, ni por imperdonable omisión mía, ni por culpa de nadie, sino porque pasé la vida lejos del mundo intelectual de Caracas, y cuando no, porque Vicente vivió mucho tiempo fuera de Venezuela como embajador, justo cuando yo cursaba estudios en la capital. Y después, porque habiendo regresado él, a mi vez ya me había vuelto a la costa de mar en donde he estado siempre. Nunca llegué, ni siquiera, a verle. Ahora que han pasado todos estos años, tan sentida privación me parece inusitada. Desde que leí de niño preadolescente Mi padre, el inmigrante fui recurrente lector de su obra, al punto de considerar a este poemario, junto con Los espacios cálidos, referencias nodales de nuestra poesía y de la gran poesía. Supe desde siempre que Vicente acogía con generoso corazón a los jóvenes poetas de entonces, muchos de ellos distantes de su credo estético y político, y mientras dirigió la Revista Nacional de Cultura alentó y tuvo a su lado a entrañables amigos míos que le amaron con devoción filial. Guardo con próvido celo también en mis recuerdos algunos versos y poemas suyos, como aquel del segundo canto de Mi padre, el inmigrante: “El corazón es una secreta soledad”.
Ilustraciones: Vicente Gerbasi.
Fotografía: Ánghela Mendoza.
Hernández-D’Jesús Fuentes
Pereira
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina
Reunión de mis amigos muertos En mi alma se refugian mis amigos muertos, como en una vieja casa con dibujos en sepia. Los buques suenan la tristeza de sus sirenas en la niebla del invierno nórdico sosteniendo en un movimiento de aves acuáticas. Comienzo a convocarme a lo largo de mis días y termino envuelto en una bufanda oscura, entre la lámpara y el espejo, entre el invierno y la soledad que grita en la pesadumbre como una foca. Y mi rostro se enmarca en su penumbra de museo, junto al retrato de mi abuelo, de barba blanca y chaleco con leontina. Su mirada se mueve lentamente hacia mis viajes interplanetarios. En mi alma hay viejas sillas donde se sientan mis amigos muertos, hay cortinas rotas de belleza, botellas de alcohol con barcos en miniatura, libros de Selma Lagerloff. Están allí en silencio, igual a otros retratos profundos de nostalgia, Andrés Eloy Blanco, Luis Fernando Álvarez, Julián Padrón, Jacinto Fombona Pachano, Ángel Miguel Queremel, Pepe Napolitano, Raúl Oyarzábal, Gonzalo Carnevali. Mi alma suena como un coro frente a sus abedules y gaviotas.
Y todos juntos, como retratos, presidimos el silencio de la nieve.
De Poesía de viajes (1968)
85 la comuna de Bello
Y llega Mariano Picón Salas con la mirada distante hacia las sirenas de los buques, y le digo: Mariano, sentémonos a ver caer la nieve allá por la memoria.
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Fotografías: Enrique Hernández-D’Jesús.
87 la comuna de Bello
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Vicente acogía con generoso corazón a los jóvenes poetas de entonces, muchos de ellos distantes de su credo estético y político, y mientras dirigió la Revista Nacional de Cultura alentó y tuvo a su lado a entrañables amigos míos que le amaron con devoción filial.
[El último viaje]
Vicente Gerbasi detenido en la memoria
Viene de las colinas de Mi padre, el inmigrante, de sus sueños y realidades. Y viene de la noche y hacia la noche va. Vicente Gerbasi se cubre con su paraguas, se pone su sombrero blanco. Anda de encantamiento en encantamiento. Observando la distancia de la sombra, vinculado a la naturaleza, a la realidad y a lo maravilloso. El trópico barroco, el subconsciente barroco, el barroquismo onírico, lo real maravilloso, y la mezcla de la nostalgia del paisaje italiano, de las pinturas de Fray Angélico, se conjugan con el alma florentina, con las costumbres de sus padres, con los mitos, con los aparecidos, la culebra, los pasos de Lope de Aguirre, la piedra, la vida resonante. Las cosas visibles, la belleza solemne, el gallo decapitado, encajan en la necesidad de expresarse, de crear el lenguaje mágico-religioso, maravilloso, imaginario, subconsciente, fantástico, cada palabra con sus emociones, es la poesía del trópico onírico. Vicente Gerbasi frecuentaba en el año 58 al poeta chileno en Isla Negra. Mantenían una relación muy fraternal. Contaba que una tarde, estando en casa de Neruda, tocaron a la puerta. Se trataba de un joven poeta que quería que Neruda leyera sus poemas. Neruda lo hizo pasar. Le dijo que se sentara. Él siguió bebiendo su whisky. “A Pablo le gustaba que yo lo visitara, porque siempre le llevaba una o dos botellas de buen whisky”, decía Vicente. El joven poeta miraba a Neruda con asombro. Y él seguía conversando con Vicente. Después, Neruda lo vio a los ojos y, terriblemente, le dijo: “¿Por qué escribes poesía, si la poesía
Fotografía: Enrique Hernández-D’Jesús.
Fuentes
Hernández D’Jesús
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira
no sirve para nada?”. Un silencio. Pasó un rato más, y Pablo leyó algunos que hablaba de la muerte. Vicente le tenía miedo, y mucho miedo, a la poemas del joven. Después le preguntó si quería tomarse una copa de muerte, pero cuando le dijo a Ana “La muerte”, lo dijo con una tranquilivino. Esta invitación significaba que el joven poeta era un poeta. dad única. Ya había dejado de pelear con la muerte. Era la visita de María La muerte representa, para el poeta, los límites abiertos de Antonieta, era su primer encuentro. Vicente nunca entendió la muerte su ya conocido verso: “Venimos de la noche y hacia la noche vamos”. de Consuelo, la muerte de su gran compañera. Consuelo siempre estaba Es el encadenamiento posible con Dios, sobrevive en los abismos de la allí a su lado. La veía en Beatriz, en Gonzalo, en Claudia, en Kristen, en angustia, en la conjugación del desdichado por la muerte de la amada. Marianne, y en Ana. La devoción a toda una vida juntos, la unidad del ser viviente. Una identificación propiamente excepcional: la comunión. Sin embargo, la pérdida de Consuelo es su propia muerte: “se ha muerto en mi muerte”. El poeta se siente íngrimo y solo.
Vicente me dijo, refiriéndose a Diamante fúnebre: “Poeta, yo ya no podré leer este libro porque me hace llorar”. Días después, le pregunté si estaba escribiendo poesía. Me contestó: “Sigo aporreado por la muerte de Consuelo. Me hace falta la casa. Me hace falta su compañía. Tengo un vacío, un vacío en el cual uno se muere íngrimo y solo”. Es la madrugada del 28 de diciembre. Me llama Kristen para decirme que Vicente murió. Vicente murió a los 26 minutos del día de los Inocentes: “El más inocente de los inocentes”. Por la tarde del día domingo 27, le dijo a su enfermera: “Ana, usted se ha dado cuenta que María Antonieta está paseándose por el cuarto”. “¿Y quién es María Antonieta?”, preguntó Ana. Vicente le dijo: “La muerte”. Era la primera vez
Enrique Hernández-D’Jesús
Gota de agua Oigo resonancias de mi muerte en la gota de agua que suena en el sótano sombrío. Me debato en la erosión de mi imagen, en el relámpago de mis sentidos enmarañados entre hojas de helechos gigantes, como en un cuadro del Aduanero. Huyo de la nada como un conejo perseguido por un gato montés. Procuro salirme de la gota de agua, pero me aprisiona en el sótano donde lentamente retumba su sonido eterno.
De Retumba como un sótano del cielo (1977)
89 la comuna de Bello
La muerte de la esposa deja el vacío atávico, el vacío de todas las cosas abandonadas, el vacío de estar vivo y estar muerto. Uno cae en otro dolor. Consuelo se ha muerto en mi muerte.
Imagen de archivo.
Imagen de archivo.
la comuna de Bello
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[La eternidad
y un día más]
La muerte es un diamante fúnebre No sé si estamos cerca o si una distancia eterna nos separa
Vicente Gerbasi
Fuentes
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús
que mi esposa / comenzó a morir? / ¿Fue la noche de siempre?”. El poema se realiza como presencia tachada, ya vivida, ya lejana, ya imposible. La palabra se articula doblemente como sustituto, como ausencia (señala una distancia) y como erotismo (creación, nueva vitalidad). La escritura se nos presenta en la paradoja de un cuerpo surgido de la desaparición, pues el poema ha nacido de una falta. Encontramos así una imagen doble: por una parte sabemos que hay algo que ya no se podrá recuperar; por otra parte, su escritura nos coloca ante el lenguaje como sedimento, celebración y reelaboración de su experiencia. La infancia y el paisaje también se borran en la escritura de Gerbasi, como parte de un pasado, de algo que ya no está, barridos por la velocidad de su desgaste, por su desaparición. Pero es justamente por esta ausencia que infancia y paisaje surgen luego en la potencia renovada del lenguaje, como composición, como invención, a menudo idealizados y siempre independientes, como algo que no se parece a nada más. En Los espacios cálidos (1952) esto queda manifiesto, incluso podríamos decir que se trata de una infancia-paisaje, que no podemos separarlos. Allí los poemas se conforman en el invento de un pasado, pero de un pasado que se está creando ahora como lenguaje. El principio de su escritura poética sigue siendo el mismo: una desolación, el desamparo ante algo que ha quedado atrás y la invención como recuerdo. Esta manera de concebir la poesía parece atravesar gran parte de la escritura de Gerbasi. Pero es en Diamante fúnebre donde quizás se expresa con mayor intensidad la emergencia del lenguaje a partir de una falta. Pues, aunque esta forma de acercarse a la escritura atraviesa o circunda el resto de su poesía, fácilmente queda oculta tras el desarrollo de una visión exaltada del poema como tensión entre la realidad y la invención, como memoria y celebración. En este último de sus libros es la pérdida lo que sujeta. La pérdida sostiene y excede la escritura. Surge la duda y el silencio: “Sólo oraciones / se oyen en el curso / del río. […] Tú y yo / permanecemos / callados / bajo un cielo / de hojas que vuelan”. Así el poema se abre a la pura contemplación, a la mirada. Desde este libro podemos leer hacia atrás la poesía de Gerbasi y hallar el fundamento de una obra erigida en la imagen primordial de la desolación. Desde aquí nace precisamente el esplendor del poema, pues la muerte es un diamante fúnebre.
Valenthina Fuentes M.
93 la comuna de Bello
El último de los poemarios de Vicente Gerbasi, Diamante fúnebre (1991), fue el primero de sus libros al que me acerqué por entero. Creo que no hay otra forma de conocer a un poeta más que leyendo por completo alguna de sus obras, adentrarnos en ella como totalidad, y luego, poco a poco, el resto. No podría decir, sin embargo, que conozco su poesía en profundidad, pero creo que ahora me encuentro más cerca. Se me dirá: más cerca de qué. Un escritor puede darnos o no la sensación de una intimidad, de compartir un espacio reducido, una vivencia, un secreto. Con frecuencia, es por esta intimidad que volvemos a él, y es de este modo que alcanzamos cercanía. Antes, había leído alguno de los textos que lo han convertido, en Venezuela, en un poeta imposible de obviar en la historia de nuestra literatura. Tuve entonces una noción fragmentaria y escolar de su poesía. Sin duda reconocí un dominio del lenguaje, una vitalidad propia, la riqueza de sus figuras, hermosos artificios. Diamante fúnebre parece otra cosa. Es un libro profundamente sentido, como es de esperar de un libro erigido en la imagen de una muerte, de una muy específica. Pues, aunque Mi padre, el inmigrante (1945) tiene un mismo origen, está concebido de una forma claramente distinta. Está hecho quizás con una escritura que quiere lucir, que pretende algo, pretende ser literatura. Diamante fúnebre ya no tiene que demostrar un dominio. La escritura se decanta, está un poco despojada, desnuda, como si ya no quedaran energías para escribir de más. Gerbasi no deja por esto de recurrir a sus viejas imágenes, a su memoria agreste, pueblerina, de animales que lo siguen, de una infancia lejana; pero ahora aparecen de una forma más sintética, como si el aliento tuviera que contenerse. Diamante fúnebre es el duelo de un escritor, como la Cámara lúcida para Roland Barthes, es su último duelo. El duelo en un silencio que se transforma poco a poco en lenguaje, en el que algo emerge, muy preciso. Ese algo no son sólo restos de una muerte, son también las imágenes de toda su poesía anterior tamizadas por los años y la fuerza de una pérdida. Tal como en Mi padre, el inmigrante, esa pérdida tiene un rostro y podemos hallar en sus poemas fragmentos de un retrato: una figura incompleta y borrosa, una figura que pierde sus referentes y comienza a ser literatura, creación. Si algo nos ofrece la poesía de Gerbasi es la imagen de la escritura como frontera entre la vivacidad de una experiencia y su pérdida. Su poesía manifiesta la idea de que la palabra puede ser justamente esa frontera: la marca por la que advertimos lo ausente. ¿Es esa la noche de la que venimos y hacia la que iremos? Palabra, por la que conocemos la dicha y el dolor de una oscuridad. Palabra, noche, brillo oscuro, diamante fúnebre: “¿Fue la noche / en
gerba la comuna de Bello
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Hojas
Distancia o cercanía
Qué silencio tan profundo se oye en tu muerte. Se abre el arcoíris en la soledad de la tarde. Sólo oraciones se oyen en el curso del río. El agua habla con las piedras. Tú y yo permanecemos callados bajo un cielo de hojas que vuelan.
No sé si estamos cerca o si una distancia eterna nos separa. Nuestro diálogo no se muere y en su espacio brillan muy cerca de nuestras manos las estrellas de Jerusalén. Hay un silencio para cada olivo. En Florencia comprabas un traje bordado con flores de almendro. Pero la casa era nuestro principio y nuestro fin. Ahora está sola. No sé si estamos cerca o si una distancia eterna nos separa.
Fuentes
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús
basi El ave misteriosa
Semana Santa
Vacío
Un ave nocturna estuvo dando vueltas en mi dormitorio, alumbrado por un reflejo de la calle. Después de girar una eternidad se posó en una rama solitaria de mi sueño. ¿Cuándo fue esa noche del tiempo triste? ¿Fue la noche en que mi esposa comenzó a morir? ¿Fue la noche de siempre?
Tenebrario encendido entre los rostros. La sangre de Su Frente en el ardor violeta de la lumbre. Veo la lanza azul en el costado, una nube de fuego por el cielo y una lluvia de luces en lo oscuro.
Cuando yo me encontré con tu agonía yo vi que estabas sola con tu muerte mientras que yo contigo agonizaba. Conmigo estaban Jacobsen y Rilke, que saben que uno vive con su vida y muere lentamente con su muerte. Pero nunca pensé que te murieras y que tu muerte fuera el gran vacío donde me estoy hundiendo con mi vida.
Oración En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ruego que mi esposa Consuelo, quien murió el 3 de abril de 1990 y que en mi casa era la mujer de los helechos, pueda ahora cultivar un jardín del Paraíso. Tendrá toda la luz de la Santísima Trinidad, la claridad del comienzo y la claridad del fin en la flor de los almendros. Yo te regalaré, Consuelo, las orquídeas de los ríos de Venezuela, las flores moradas de los llanos lluviosos. Nuestros hijos te darán los lirios de Fra Angelico. Todos los ángeles te convocarán a una colina azul y tú podrás cultivar todas las flores y darme las primeras cerezas del Universo. De Diamante fúnebre (1991)
Fotografía: Ánghela Mendoza.
Fuentes
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús
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[Un viajero memorioso]
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ambiente que no había sido contaminado por nada, porque Canoabo estaba incomunicado del resto del mundo, la única comunicación que tenía Canoabo con el resto del mundo era un camino mular que iba de Canoabo a Bejuma y otro camino mular que iba de Canoabo a Urama, que era el pueblo que conectaba el occidente del país costero con Puerto Cabello, que era el principal puerto después de La Guaira. Para ir de Canoabo a Urama había que pasar por una sabana y por una selva Yo por ejemplo, como ser humano también tendonde vivían millares de monos titíes, donde vivía go mi infancia prehistórica, y mi infancia prehisla danta, el tigre, el cachicamo y así, en todos los tórica tengo que contarla. Mi infancia prehistórialrededores de mi pueblo, en las montañas rodeaca, casi prediluviana o muy parecida a la creación das de haciendas de café, de cacao o de selvas de que aparece en el Génesis. árboles tremendos, incluso hasta el árbol candelo que sube como ciento cincuenta o doscientos metros por encima de los demás árboles. Mi pueblo, Canoabo, cuando yo nací, en 1913, y más allá hasta que alcancé los ocho años, más o menos, mi pueblo, Canoabo, era Canoabo es una especie de gran anrealmente un rincón del Paraíso Terrenal. ¿Y por fiteatro de montañas, de selvas, y en el medio qué? Porque no estaba contaminado por nada. del valle, un pequeño pueblo con una placita, Era un pequeño valle rodeado de altas montauna iglesia pintada de blanco. Detrás de la iglesia ñas, con caminos rojos, montañas con selvas. Mi una colina con tres cruces que simbolizan el calpueblo era un Edén, un paraíso, era un pequeño vario. Yo siempre he dicho que ahí duermen los valle rodeado por caminos rojos, donde vivían limosneros y ahí dormían los limosneros cuando todos los animales de la fauna venezolana y toda yo era niño. Dormían al pie de las cruces del calla flora venezolana. vario. Eso me emociona mucho y es por eso que siempre recuerdo la pobreza, que además ha estado siempre junto a mí casi toda la vida. Yo soy Yo comencé a tener conocimiento un proletario de la clase media, además sufrí la de mí mismo, de mi existencia, rodeado de un gran crisis económica mundial de la década de
los años treinta. Pero volviendo a mi pueblo, mi pueblo era un jardín zoológico, era una selva venezolana. No tenía escuela privada. Gómez no se ocupó de ponerle a Canoabo una escuela pública porque Canoabo no tenía salida, sino caminos mulares que iban uno a Bejuma y otro a Urama. El pueblo tenía algunas calles entrecruzadas. La principal se llamaba Calle Real o calle Caramacate, que daba a la iglesia pintada de blanco, con su pequeño campanario. De mi casa, que era la antepenúltima, a la iglesia no había sino tres cuadras. Las casas estaban pintadas de amarillo, de azul, de blanco, de verde.
El río Capa era el principal que bajaba de la montaña. Tenía el agua muy fría, muy fresca, en fin, límpida. Tenía tres grandes pozos. Uno era el Salto del Diablo que caía de unas rocas y formaba un pozo inmenso, umbroso, porque se levantaban grandes árboles allí, donde se veían nadar carpas, guabinas, sardinas y en cuyo fondo reposaban cangrejos y camarones. Otro era el Don Ramón y uno que está más abajo, que estaba a una cuadra y media o a dos cuadras de donde estaba mi casa que se llamaba El Remolino Bueno. Mi padre me llevaba todos los días a las cinco de la mañana. Él iba con una escopeta al hombro y yo con mis zapatos o alpargatas. Yo usaba zapatos, pero para qué me iba a poner zapatos, iba sin nada, iba descalzo. Mi padre iba con chancletas, él se las quitaba. En esa época estaba
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes le bordaron los ojos, le bordaron las pestañas, le hicieron una nariz de trapo, le pusieron un sombrero viejo de mi padre, lo vistieron con un traje de mi padre, le pusieron zapatos de mi padre, y entre las piernas le pusieron un machete con un racimo de cambures. Lo sentaron al pie del naranjo en el Mi padre y yo pasábamos mucho fondo de la casa, y sobre el muñeco ese, terrible, le tiempo juntos. No sé de qué hablábamos. Yo qui- pusieron una lámpara de carburo, y aquel muñeco siera tener una memoria prodigiosa para saber de extraordinario fue mi fantasma. Me asustó, me ha qué hablábamos mi padre y yo. Mi padre, que es asustado, y me sigue asustando toda la vida. Es un una figura casi mitológica para mí. Ese es un ser fantasma permanente. Yo no veo fantasmas ni en mitológico. Yo creo que Mi padre, el inmigrante avión, ni en un buque, ni en la orilla del mar. Veo no lo hice con esa intención. No, lo hice como un los fantasmas en ciertos lugares especiales. ser humano. Pero ahora, ya a los setenta y tres años que tengo, mi padre se ha convertido en un ser mitológico. Y yo creo que así debe de ser todo En Canoabo había unas montañas porque aquí ya viene la gran mitología. Todos los donde había fuegos fatuos. Los fuegos fatuos que griegos, los romanos, hicieron con sus padres, con salen en la montaña El Agua, cerca de Canoabo. sus parientes, con sus tíos la gran mitología griega No tienen nada que ver con el Tirano Aguirre. Y y la gran mitología romana. Pero como nosotros que son fuegos fatuos de verdad, porque parece creemos en un Dios único no podemos crear los que ahí hubo un cementerio indio. Y se forman bodioses. Pero sí, realmente al fin y al cabo el padre las de fuego que dan vueltas y vueltas y después se es un ser mitológico. convierten en los espantos del pueblo. Eso lo veía yo desde el patio de mi casa cuando era niño. En Canoabo hay muchos fuegos fatuos, demasiados Mi fantasma primordial fue el Tirano fuegos fatuos. Los fuegos fatuos con la fantasía se Aguirre. Pero hay un fantasma que me fabricó mi convierten en los fantasmas, en leyendas, cuentos.
Carabobo y del estado Yaracuy. A lo largo de toda la sabana y la selva de Urama que pasamos, mi madre iba sentada de medio lado sobre una mula, como se usaba antes, con una sombrilla. Mi padre iba en su caballo y yo iba en mi burro que me había regalado mi padre cuando yo tenía como seis años, en el cual me paseaba todos los días por todo Canoabo, dándole una vuelta al pueblo y dándole vueltas a las calles y saludando a toda la gente que me saludaba. Los ríos habían crecido mucho, porque había llovido durante la noche y nosotros tuvimos que esperar que bajara el río Capa para pasar el río. Mientras tanto se me olvidaba decir que mis hermanas, una tenía nueve años, otra tenía siete, otra tenía seis y otra tenía cuatro, iban cada una en un burrito y tres o cuatro hombres nos cuidaban. Así pasamos la sabana de Canoabo que da hacia Urama y entramos en la selva.
Cuando pasamos por la selva habían tantos monos titíes que prácticamente nos hicieron sufrir y nos hicieron reír, porque nos tiraban palos y uno tiró un coco y se lo pegó a un peón de los que iban con nosotros. En el medio de la selva había un caney donde nos paramos a descansar. Un caney largo con una cocina enmadre, y una compañera nuestra que se llama negrecida por el humo y luego unos horcones a Irene Manganelli. Éramos varios niños en la casa. Yo era el mayor. Mi mamá, que se llamaba María La salida del pueblo ocurrió en un los cuales se amarraron las bestias. Parecía que Federico Pifano de Gerbasi, e Irene Manganelli de amanecer lluvioso, con esa lluvia tropical que cae mi padre había ordenado que nos hicieran alFuriati, hicieron entre las dos un muñeco de paja, en Canoabo y en toda esa zona del occidente de muerzo, lógico, es decir, un sancocho de carne
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muy pequeño, el río me llegaba por el ombligo, después fui creciendo. Era un río muy caudaloso pero tranquilo. Cuando estos ríos se ponían bravos arrasaban con gran parte del valle.
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes y cachapas con queso de mano. Entonces seguimos viendo aquella selva intrincada, las raíces de los árboles parecían animales prediluvianos. Había un barranco de una gran profundidad, en cuyo fondo sonaba un río de la América eterna, de esta geografía tremenda, americana que se va erosionando lentamente y que va hundiendo su cauce. La selva, como toda nuestra selva tropical es sorprendente. Las lianas, las flores, las orquídeas hacen un ornamento barroco y yo más bien diría surrealista. Cuando salimos de la selva entramos a un paisaje verde con unos samanes espaciados y ahí mismo estaba Urama. Allí en Urama vi por primera vez la carretera. Nunca había visto una carretera, ni siquiera una bicicleta, porque en Canoabo no había bicicletas. En Canoabo no había ni siquiera una carreta de caballos. Una carreta que tenía un señor la puso en el corredor de su casa, puso una tienda que le puso el nombre “La Carreta”. Entonces nosotros veíamos la carreta como una pieza del Museo del Transporte.
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mío. Mi mamá se fue en otro automóvil con una parte de mis hermanas y mi padre se quedó conmigo y otra parte de mis hermanas. Pasamos por El Palito y nos encontramos con el mar. Era la primera vez que veía el mar. Sobre el mar estaban unos barcos pesqueros, unos veleros, un buque grande de carga. El ferrocarril de Valencia a Puerto Cabello, nunca lo había visto tampoco. Era el mismo tren que iba de La Guaira a Caracas, luego pasaba por Valencia y por último llegaba a Puerto Cabello. Eran dos compañías que se dividían las dos cosas, pero éste era el ferrocarril de Valencia a Puerto Cabello. Primera vez que veía el ferrocarril. Me pareció un juguete, una maravilla, una preciosura porque todavía no había juguetes, es decir, trenes como juguetes no existían.
Llegamos a Puerto Cabello y a mí me pareció Nueva York. Llegamos al hotel Universal. Yo no vi el cuarto que me correspondía y subí a la azotea. El hotel Universal tenía dos pisos. Subí para ver. Vi como era la ciudad, como Al rato llegaron dos automóviles se veía desde arriba, y como el hotel era de dos descapotados. Vi por primera vez el automóvil. pisos se veía la mayor parte de Puerto Cabello, Ahí habían negocios para arrieros que llevaban porque casi todas las casas eran de un sólo piso. mercancía de Canoabo y otros pueblos de por Ahí me encontré otra vez con mi propia genahí cerca hacia Puerto Cabello y viceversa. Yo te. Al mirar hacia abajo vi un inmenso terreno me sentí feliz cuando me monté en el automó- donde llegaban arrieros que traían y llevaban vil. Yo los había visto únicamente en revistas y mercancía de Puerto Cabello a otros pueblos y además, como iba descapotado, iba viendo el entre los burros, las mulas, los caballos, había paisaje y mi padre se sentaba siempre al lado unas ovejas. ¿Qué hacían esas ovejas ahí? No
sé, pero estaban ahí seguramente porque las habían traído de otros países para trasportarlas a una región de Venezuela, para adaptarlas a Venezuela. Yo tampoco había visto ovejas hasta ese momento. Las había visto en las revistas que traía mi padre de Italia.
Mi padre me dijo luego: “Vicente, vamos ahora a ver el barco en el cual vamos a salir mañana”. Él siempre me llevaba de la mano. Llegamos al muelle y el barco me pareció más grande que Puerto Cabello, porque estaba todo iluminado, además había una orquesta que estaba tocando música y aquello me pareció tan extraordinario, un barco con tantas luces, con tantas ventanas, con tantos pisos, porque ningún edificio de Puerto Cabello tenía tantos pisos como ese barco. Eran cuatro, cinco o seis pisos. Tenía dos chimeneas. Era un barco viejo italiano. Por cierto, vi que en la proa decía Venezuela. Mira, me dijo mi padre, el barco que nos va a llevar a Italia se llama Venezuela. Yo me quedé asombrado. Oí la música, vi la gente que subía y bajaba las escaleras. Vi a los marineros, aquellos uniformes que nunca había visto de marinos, de capitanes, de oficiales de marina, todo eso me pareció realmente un mundo distinto, completamente encantador, subyugante. Parecía un sueño, más que todo un sueño. “Creo que estoy soñando”, le dije a mi padre. “Yo creo que yo estoy soñando. Estoy soñando con las revistas que usted manda a traer de Italia, la Domenica
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el español, porque aquí estamos en Venezuela y no en Italia”. Ellos lógicamente me enseñaban el italiano, porque pensaron siempre que toda la familia debía ir a Italia a conocer su país y a educarme. Y con eso me hicieron un bien infiEl barco salió con música, ilumina- nito, porque si no hubiera estado en Vibonati, do, con muchas banderas. Mis hermanas co- en Cámpora, después cuatro años en Florencia, rrían por los puentes, subían y bajaban las esca- yo sería un analfabeta. No tendría noción del leras. Yo no recuerdo si en ese barco había un mundo, estaría triste, no hubiera hecho nada. bar. Pero lo cierto es que me daba la impresión Tal vez, por otra parte, la situación económica de que todo el mundo estaba rascado. No sé en que cayó el mundo entero, y por supuesto si era por el vaivén de las olas o alguien tenía Venezuela, no me hubiera permitido a mí estuuna mula guardada o había un bar que yo no vi. diar y yo me hubiera convertido en aquel pulpero de Canoabo que estaba rascaíto y viejito, Seguramente había un bar, tenía que haberlo. bebiéndose su roncito, y no hubiera hecho una obra poética ni nada. Yo me sentaba en los rollos de mecate que había en la proa y ahí pasaba horas viendo el mar y por fin llegamos a las islas Azores. Ahí me di cuenta que yo era un ser contemplativo. Esas islas al atardecer eran rosadas y yo vi que eran bellas, que estaban solas y pasaban, y que el mar era muy grande, que el universo era inmenso, que aquellas islas estaban ahí con su belleza y su soledad. Pasaban los días, pasaban las tardes, y volvían los atardeceres.
Cuando yo llegué a Italia tenía diez años y llegué a sexto grado. Mi papá y mi mamá nos enseñaban el italiano, a pesar de que mi padre dijo: “En mi casa no se habla el italiano sino
[Un viajero memorioso] Vicente Gerbasi
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del Corriere y otras”. “No, no, no estás soñando. Estás viendo el barco en el cual nos vamos para Italia”, me dijo mi padre.
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En materia poética pura, porque no podemos mezclar la poesía con la religión, ni con la literatura siquiera, los poetas no son unos literatos, somos existenciales, somos como filósofos, pero en primer término, el poeta tiene que trabajar con el arte que se llama arte poético. ¿Qué significa el arte poético? Significa construir todo un mundo sensorial, de visiones, intuiciones, de preocupaciones metafísicas, filosóficas, sobre todo estéticas y organizarlas en un lenguaje que se reduzca a un arte poética. La imaginación es una droga, el martirio de la imaginación es mi droga. Yo soy un poeta rural venezolano, con una formación florentina en mi infancia y parte de la adolescencia. Salgo de la selva y vuelvo a la selva venezolana, y me encuentro con ese mundo tan primario donde uno sabe que una serpiente coral siendo tan bella puede matarlo a uno en un segundo. Y por los caminos y por un campo cualquiera uno se encuentra con un ciempiés. Es un asombro lo que ocurre en el mundo tropical ¿eso no es una droga? Yo le tengo miedo a la palabra Palabra. Nunca he usado en un poema la palabra Palabra. La palabra Palabra no significa absolutamente nada. ¿Qué quiere decir la palabra Palabra?, nada. No es un objeto, no es un pensamiento. Hay muchos poetas que caen contra el suelo cuando usan la palabra Palabra. Yo le pido a Dios todos los días que me permita hacer una buena poesía, que me permita escribir una buena poesía. Este pensamiento forma parte de mis oraciones. Es una oración sistemática que pido por la salud de mi mujer, de mis hijos, de mis nietos, de mi yerno, de mis nueras, de mis amigos, de mis parientes. Que no haya guerras en el mundo, que haya paz en la tierra. Que aquí en Venezuela no haya más golpes de Estado. Que no haya cataclismos, esas son mis oraciones. Y que yo pueda escribir una gran poesía, una buena poesía.
Creo que el mayor problema del poeta es el de su autenticidad, y por consiguiente, el de la autenticidad de su poesía. Un poema sólo es auténtico y es bueno cuando antes de ser escrito ha existido en el alma del poeta. Porque el poema debe existir. El poema no se inventa. El poema que existe por un proceso de vivencias ofrecidas por la realidad, posee validez universal y humana, por cuanto todo lo que nace del alma humana es humano y es universal. El “instante”, siempre tan revelador en su relámpago, las fosforescencias oníricas extrañamente organizadas en los abismos psíquicos, las presencias cotidianas, las cosas que ven los ojos, siempre tan necesarias para la formación de la materia poética, las visiones, las intuiciones, todo esto forma al poeta. Y la poesía es el lenguaje íntimamente identificado con el mundo del poeta. El poeta es un ser en estado de rebelión porque el terror le obliga a ello. Su única defensa es la expresión aunque sepa que nunca dejará de ser un desamparado. Por eso el poeta se mete dentro de sí mismo con el Universo y se angustia. Tal vez esta angustia sea lo que lo convierta en un alucinado. El trabajo fundamental del poeta es descubrir su propio ser, desentrañar su propia alma, poner en evidencia, con todo el poder de sus sentidos, las experiencias que yacen en la luz y la sombra de sus abismos psíquicos. Pero el poeta no puede adquirir el dominio del lenguaje sin adquirir el dominio de sí mismo, de sus experiencias, de sus vivencias. Es necesaria una luminosa vigilia hacia adentro para que nos sea posible explorar nuestras regiones sumergidas y pobladas de vivencias. Hay abismos en el alma a los que es difícil llegar. Tal vez el sueño nos conduzca a ellos en momentos en que maduros relámpagos nos sobrecogen. La unidad del poema es su toque de magia.
Salas Hernández Saraceni Gutiérrez Plaza Crespo Nieves Cañizález Ángel Mieses Borromé Castro Fragui Castillo Zapata Molina Pereira Hernández-D’Jesús Fuentes
[El documento
más serio]
recuperarlo. Pero siempre queda en nosotros una resonancia, un eco de lo que se cree haber olvidado. Recuerdos, experiencias, imágenes, impresiones, visiones, que se han alejado de nuestra memoria y hundido en lo más oscuro de nuestro ser, nos sorprenden de pronto en el sueño, enriquecidos por una magia íntima y misteriosa. Todo hombre lleva secretamente el mundo de sus sueños, formados casi todos por el eco de remotos acontecimientos de su vida. Los sueños luchan oscuramente contra el olvido en defensa de la integración del hombre. El misterioso símbolo de la flor azul que llevó a Novalis al encantamiento, dirigiéndolo al reino de la noche y de la visión mística, aún da su luz al corazón humano, y es muy posible que esa luz se haga cada vez más radiante porque el corazón del hombre sigue hundiéndose en un secreto anhelo, en esa densa y transparente potencia que nos lleva de la vigilia al sueño, del sueño a una íntima creación. Al fin el alma no es sino una flor azul, cuya infinita fragancia embriaga y dirige nuestra existencia. La poesía es el medio por el cual le ha sido dado al hombre legar su documento más serio. La poesía es un trabajo arduo. En primer término uno no sabe cuándo comienza un poema. Uno se sienta en la silla con el papel en blanco, a veces saltan poemas como una liebre, como del sombrero de copa de un prestidigitador.
Vicente Gerbasi
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El universo le produce al poeta sobresalto, terror, pero acepta este sobresalto. En el deseo de expresarse radica la condición demoníaca del poeta, porque la expresión es el puente que el poeta tiende entre el universo y el hombre. La palabra poética es una rebelión contra el misterio. ¿Cómo dar una opinión clara y concreta sobre la poesía, acerca de lo que es realmente la poesía? Esto no lo ha hecho nadie. Ni los más grandes poetas, ni los más grandes críticos. Porque los mismos grandes poetas, que son dueños de la sabiduría poética, no sabrían explicar los medios de que se valen para estructurar un poema, y mucho menos sabrían hablar del fenómeno que tan misteriosamente los impulsa a componer ese algo que se llama poema. Vamos viviendo y creemos que nos vamos olvidando. En verdad el tiempo cumple en nosotros su maravillosa obra de destrucción y creación, pero aún lo destruido se queda en nosotros. Y lo que nosotros creemos olvidado no es sino una vaga nostalgia dolorosa, una penumbra, una ceniza, que puede llegar a reconstituirse y arder en nosotros como un relámpago. Todo lo que ha descendido a lo más profundo y oscuro de nuestro ser, regresa en forma de síntesis, en forma de relámpago. Nos debemos a tantas energías ocultas, a tantas fuerzas destructoras y creadoras, a tantos impulsos desconocidos, que debemos procurar acercarnos cada vez más a ellos a fin de aclararlos en nuestra existencia que anda tan dispersa y tan lejos de nuestro verdadero fin. En el ser humano el olvido absoluto no existe. Lo que llamamos olvido es el miedo de lo que se puede perder. Lo que aparentemente se ha olvidado solamente se ha alejado de nosotros o se ha hundido tan profundamente en nuestro abismo psíquico que la conciencia difícilmente puede
[e
[Conejo]
Ilustraci贸n: Vicente Gerbasi.
epĂlogo] Corre, corre conejo por la nieve, que no te alcance el viento de la nieve. Te amparo por instantes del olvido, pero no olvides que la nieve cae, y su belleza cae con la muerte.