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de José RevueltasEl Apando

Afiches de la cinta El apando

José Revueltas nos conduce como un castigo, o una expiación, a través de un extensísimo párrafo de unas diez mil palabras por un infierno llamado El apando, 1 que se encuentra dentro de otro infierno: la penitenciaria de Lecumberri. El apando, una celda de castigo, es otra Malebolge, 2 o mala bolgia, mala bolsa, como Dante Alighieri llama a una estrecha y profunda celda ubicada en el octavo círculo del infierno, donde los malebranche torturan a los condenados. En el infierno de Revueltas los demonios son los monos, esos guardias y carceleros que llevan las rejas de su prisión mucho más allá de los muros del penal, hasta sus propias casas; el apelativo “monos” vendría a ser una especie de “homenaje” al chango feo responsable de la brutal represión que culminó con la matanza en la Plaza de las Tres Culturas. El apando es considerado un relato inspirado por el movimiento estudiantil de 1968, a pesar de que en el texto no hay ninguna mención o siquiera una alusión al mismo.

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A mediados de ese año José Revueltas renunció a su muy bien pagado empleo en el Comité Olímpico Mexicano para unirse a las protestas estudiantiles, participó activamente en el Comité de Huelga y, tras la brutal masacre del 2 de octubre, fue acusado por el gobierno de ser el “ideólogo” del movimiento. Aceptó los injustos cargos, con la esperanza de que así se pondría fin a la persecución de los demás líderes estudiantiles, lo cual no sucedió. Ingresó al penal de Lecumberri el 18 de noviembre de 1968; se trataba de la cuarta vez que era apresado, puesto que en 1925 pasó seis meses en la correccional de menores, por el “delito” de participar en un mitin en el Zócalo; en 1932 estuvo de julio a noviembre en el penal de las Islas Marías, sitio al que regresó en noviembre de 1934 y de donde salió en febrero de 1935. Ambos encarcelamientos en los “muros de agua” se debieron a su militancia en el Partido Comunista Mexicano.

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José Revueltas, El apando, México, Era, 1969, 56 pp. Dante Alighieri, La divina comedia, t.1, México, uteha, 1955, p. 112 y ss.

La novela corta El apando fue escrita en la Cárcel Preventiva de la Ciudad de México en febrero y marzo de 1969. En ella, José Revueltas no menciona marchas ni manifestaciones, protestas o pliegos petitorios, tampoco se refiere a la situación política del país. En uno de sus artículos en la revista Siempre!, a propósito de un informe presidencial de esos años había afirmado categóricamente: los presos políticos son ustedes.

El tema central de esta novelita es la prisión, el encarcelamiento de los humanos que buscan y esperan redención. La novelita sucede en pocas horas, el día de visita en el penal. Tres reos —Albino, Polonio y El Carajo— esperan la llegada de la madre del Carajo, quien puede meter a la cárcel veinte o treinta gramos de droga, el “ángel blanco” que les permite soportar la prisión. La señora, una anciana de más de sesenta años, seguramente será respetada por las celadoras, que no la someterán a las abusivas inspecciones que sufren las mujeres que visitan a los reos. La Chata y Meche, parejas de Polonio y Albino, han sido manoseadas por las monas carceleras, quienes se dan gusto metiéndoles el dedo en la vagina; Polonio piensa que con la anciana será distinto y así sucede, pues la vieja, con la droga oculta en un tapón anticonceptivo, pasa la revisión sin problemas. Al mismo tiempo, La Chata y Meche entran a la penitenciaria indicando que visitarán a otros reclusos, ya que sus hombres se encuentran apandados, en la estrechísima celda de castigo, y no pueden recibir visitas. Todo sucede según lo planeó Polonio: la anciana y las dos jóvenes se acercan a la puerta del apando, pero la vieja se niega a entregar la droga, pues no ve a su hijo. Entonces, Meche y La Chata inician una protesta con el fin de que saquen a sus hombres del apando. En apariencia logran su objetivo, pues los tres salen de esa cárcel dentro de la cárcel, pero sólo para ser confinados en otra celda, donde sostienen una desigual y sangrienta batalla con los carceleros que les propinan una golpiza brutal. Para colmo de males no reciben la droga y El Carajo muestra su abyección.

La historia principal es breve y en realidad transcurre en poco tiempo, un elemento inexistente para los reclusos, pues jamás se menciona la duración de sus condenas, cuántos años o meses llevan dentro, cuándo recuperarán la libertad. En el infierno no hay plazos, sólo condenas. Y el tiempo sin el consuelo de la droga puede convertirse en una eternidad. Revueltas proporciona muy poca información de los protagonistas: los delitos que los llevaron a prisión y sus procesos judiciales se desconocen. De Albino apenas sabemos que cuando estaba libre viajó por la república, Guatemala y San Antonio, Texas, acompañado de La Chata; no se dice en qué la giraba y sólo se menciona que solían tener relaciones en hoteles con olor a desinfectante. Polonio había sido padrote, militar y marinero. En uno de sus viajes se hizo tatuar la figura de dos adolescentes en pleno acto sexual, que lucía durante una danza que lo mismo excitaba a mujeres que a hombres. Son dos hampones apandados debido a que traficaban droga dentro del penal. Respecto a sus parejas, Meche era ratera, pero honrada. No permitió que Albino la padroteara y en cambio se acostaba por gusto con todo aquél que se le antojaba, incluido Polonio. La Chata envidiaba a su amiga Meche por ser la mujer de Albino; deseaba acostarse con él “sin fijón”, nomás para quitarse las ganas y sin que eso causara problemas. Las dos eran unas hermosas jóvenes que no rebasaban los veinticinco años y estaban buenas, muy buenas. Nada se sabe de sus empleos o actividades cotidianas; ambas aceptaban el encarcelamiento de sus hombres y estaban con ellos los días de visita. Encerrado en el apando con Albino y Polonio, El Carajo inspira una mezcla de asco y cólera a sus compañeros de crujía. De buena gana lo matarían ahí mismo, pero deben esperar, pues “la maldita y desgraciada madre que lo parió” no les entregaría la droga si no ve a su hijo. El Carajo es un ser repulsivo: tullido, con un solo ojo, que sobrevive para drogarse e intentar infructuosamente suicidarse una y otra vez; las cicatrices de sus brazos, algunas purulentas, dan fe de

sus reiterados fracasos. Su madre, asombrosamente fea, con la huella de un navajazo de la ceja al mentón, le da dinero para la droga, quizá para atenuar su pecado de haberlo echado al mundo. “La culpa no es de ‘nadien´, más que mía por haberte parido”. No obstante, su llegada con la droga es la única esperanza en la inmensa crujía erigida por José Revueltas a base de golpes, injusticias, corruptelas e insultos, una crujía en la que monos, reclusos y visitantes aceptan su condición de presos, de cautivos que a fin de cuentas se convierten en nadie, “naiden”, en una degeneración universal: las visitantes de alcurnia que en un principio se presentaban lujosamente vestidas y asegurando que sus presos saldrán libres en unas semanas, pronto acuden a la visita en silencio, con la cabeza gacha y con ropa modesta, uniformadas en la desgracia.

Con una prosa incisiva, despiadada, que no concede pausa ni respiro al lector y frases que dañan cual torturas de malebranche, Revueltas pinta un lugar que encierra más y más a cada nueva oración, donde la creencia en un ser superior es una falacia, un sinsentido: las oraciones resultan blasfemias, aullidos mal proferidos; hay menciones bíblicas erróneas: la cabeza de Polonio en el postigo del apando a imagen —que no semejanza— de la cabeza de Juan el bautista que entregan a Salomé en una bandeja; Meche cubre de besos la cabeza de Albino “sin que la cabeza de Holofernes acertara a moverse”. En las sagradas escrituras el general asirio es decapitado con su propia espada por Judith, una bella viuda que así salva a su ciudad de ser arrasada. En El apando, las protestas de Meche y La Chata logran que sus hombres sean sacados del apando, pero sólo para que las bestias golpeen sin misericordia a los reos en una celda que los celadores reducen metiendo largos tubos de hierro: la mala bolsa del infierno vuelve a estrecharse y los dos apandados acaban siendo crucificados. Cuando Albino estaba libre, sus relaciones sexuales con La Chata se convertían en un acto con tintes religiosos; en prisión, el sexo se manifiesta de manera obscena, con el abusivo tentaleo de las monas a Meche, o con la danza erótica de Albino, el placer quedó atrás, en la libertad. En la crujía de crujías llamada el apando sólo la droga puede permitir un escape, efímero, pero al fin y al cabo una fugaz liberación. A los que entran al infierno dantesco se les advierte que abandonen toda esperanza, lo mismo sucede a Polonio y Albino cuando El Carajo delata a su propia madre, señalándola como “la que trái la droga dentro, metida entre las verijas”, y ellos se quedan sin el “ángel blanco”, a merced del asco y la abyección que se enseñorean de ese vastísimo apando que es la vida.

Terror psicológico y terror político: centenario de El gabinete del doctor Caligari

El 10 de enero de 1920 entró en vigor el Tratado de Versalles, con el que las potencias triunfantes en la Primera Guerra Mundial sometieron a Alemania a la humillante cesión de parte de su territorio y la liquidación de una deuda tan exorbitante como impagable. Mes y medio después, el 26 de febrero, se estrenó en Berlín El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari) considerado el primer filme de terror en la historia del cine, y quizá la primera reflexión cinematográfica sobre los efectos de la guerra en la devastada Alemania.

Redactado el guion en coautoría por dos pacifistas, Carl Mayer y Hans Janowitz, rodada la película en interiores y casi sin presupuesto entre diciembre de 1919 y enero de 1920, El gabinete del doctor Caligari supuso por un lado la reactivación del expresionismo en el cine alemán, truncado por la guerra su desarrollo inicial. Por otro, amplió las posibilidades dramáticas del movimiento, porque aprovechó la imagen como esencia de la narrativa fílmica para desmesurar el subjetivismo inherente a la estética de la corriente vanguardista, lo que constituyó para el cine alemán la obtención de un expresionismo con lenguaje propio, capaz de identificarse con y diferenciarse de los orígenes pictóricos del movimiento.

Gracias al lenguaje propio, El gabinete del doctor Caligari superó la teatralización del relato fílmico, porque si bien Janowitz 1 no era dramaturgo, tanto su coguionista, Mayer, 2 como el director Robert Wiene, 3 sí tenían raíces teatrales. Sin embargo, a despecho de tales raíces, subrayadas en el subtítulo que reza Un filme en seis actos (Ein filmspiel in 6 akten), el trío transfiguró los espacios cerrados y la mínima movilidad de la cámara, no en la observación pasiva de una puesta en escena, sino en

1 Al término de la guerra, Hans Janowitz (1890-1954) pasó directamente al cine. 2 Muy joven aún, Carl Mayer (1894-1944) se inició como dramaturgo, pero desde la redacción de El gabinete del doctor Caligari se dedicó al guion cinematográfico, sobre todo durante el periodo expresionista. 3 Hijo de un actor, Robert Wiene (1873-1938) creció literalmente rodeado por el mundo del teatro.

el reflejo físico de un microcosmos emocional opresivo a extremos claustrofóbicos, en que la percepción de lo real se deforma, tal como ocurría a los soldados en los fosos de las trincheras.

Pero, si por una parte este microcosmos resulta agresivo y rechazable, por otra, el lenguaje gestual de las actuaciones, que en principio se siente excesivo, justamente por tal exceso expresa mejor el ambiente opresivo de la vida diaria en aquella tiránica atmósfera. Así, las miradas angustiadas, los rostros horrorizados, los movimientos corporales enfáticos, al armonizarse con las incongruencias de la escenografía, sistematizan la demencia, que de extravagancia pasa a ser canon.

Audacia discursiva de los guionistas y el director, aunque El gabinete del doctor Caligari da pie para diversas interpretaciones, el filme se narra desde una sola perspectiva, la de Francis (Friedrich Feher), joven provinciano natural de la pequeña y asimétrica ciudad de Holstenwall, quien reseña sus malogrados amores con Jane (Lil Dagover), y el trágico final de su amigo común, Alan (Hans Heinrich von Twardowski), hechos que coinciden con la llegada a la ciudad del doctor Caligari (Werner Krauss), integrante de una feria ambulante, quien presenta el espectáculo del sonámbulo adivino Cesare (Conrad Veidt), que vaticina la muerte de Alan, poco después asesinado a cuchilladas en su propio lecho.

A partir de aquí, en el relato de Francis, y por tanto en el filme, se entrecruzan alucinaciones hipnagógicas y ansiedades típicas de la parálisis del sueño, que se reflejan en los interiores deformes e incomprensibles, lo que exacerba la sospecha, latente pero no verificada, de la demencia de Francis, que deviene narrador no confiable, dominado por sus incordias emocionales. Sospecha peligrosa, que nos obliga a descreer de lo que percibimos y construir respuestas personales, siempre inconclusas, descendientes del “Si Dios no existe todo está permitido”, de Dostoievski.

De estas respuestas fragmentarias emerge la inestabilidad moral, que nos deja sin más bases intelectuales y existenciales que nuestros prejuicios e imperfecciones; inestabilidad que halla su representación visual en los decorados concebidos por Hermann Warm, Walter Reimann y Walter Röhrig para El gabinete del doctor Caligari, descaradas caricaturas de la arquitectura gótica, toda vez que, mientras el gótico, con arcos apuntados y bóvedas de crucería, erige una verticalidad estilizada que exalta la grandeza de Dios, en la escenografía del filme destacan torres y agujas truncas, que aspiran inútiles a tocar la celeste divinidad.

Esta insuperable lejanía del cielo sacro desnuda una realidad brutal: las inclinaciones psicópatas del doctor Caligari no provienen del Maligno, antagonista de Dios, sino de él mismo. He aquí el terror humano absoluto: saber que nuestra psique es artífice de nuestras aberraciones. Es el sobresalto que insinúa el cartel publicitario del filme, con sus líneas crispadas, en que un hombre de mirada áspera posa su mano sobre una mujer que yace con los brazos en cruz, como una novicia que toma los votos permanentes.

Si tenemos en cuenta que en el microcosmos asfixiante de El gabinete del doctor Caligari, aparece sólo un personaje femenino, Jane, entonces la imagen publicitaria presagia que no hemos de asistir a los desposorios de la belleza y la ingenuidad con Dios, sino con la demencia y el crimen, porque, en efecto, desasosegada por las aberraciones que injurian su pequeña ciudad acomodada y gazmoña, Jane enloquece, es decir, se desposa con la locura pervertidora que, a cambio de su libertad, le ofrece la ilusión de una vida normal.

Dicha busca de la normalidad en el delirio se enuncia de una forma estremecedora y sublime mediante la lacónica fotografía de Willy Hameister, hecha de escasos planos (generales, medios, tomas en picada, primeros planos) que, sin embargo, explora con singular fortuna las posibilidades dramáticas de las

penumbras y la oscuridad, cruzadas apenas por pinceladas al claroscuro y rayos de luz que resaltan figuras desproporcionadas y hostiles, tan absurdas como la amenaza intangible que aflige a los protagonistas.

Al terminar el largo flashback en que reconstruye su tragedia, descubrimos que Francis se halla recluido en el hospital psiquiátrico donde se halla Jane, y que el director del mismo es el doctor Caligari, lo que sugiere que la tr ama del filme se centra en los desvaríos de un loco. Este final, según se sabe, fue exigido por el productor Erich Pommer, a su vez presionado por los ejecutivos de la casa productora ufa, a quienes pareció extremadamente negativo el retrato que el filme exponía de los psiquiatras, reacción explicable, pues en aquellos años los soldados recibieron por primera vez atención psicológica.

Sin embargo, el epílogo, que debía atemperar el adverso retrato, lo reforzó, como confirma la enigmática reflexión final del director: “Ahora comprendo la naturaleza de su locura. Él cree que soy el mítico Caligari. Y ahora también sé cómo curarlo”. El filme, que se inicia con un fundido en iris que revela a Francis en la banca de un jardín luminoso, contándole a otro hombre su historia, en oposición concluye con un fundido en negro, que por un momento encierra el rostro de Caligari como un aura funesta.

En el guion original se señalaba al estado alemán como manipulador emocional y moral que envió al combate a más de diez millones de hombres (de los que no volvieron dos millones y otros cuatro millones regresaron lesionados), pero, con el epílogo, El gabinete del doctor Caligari cobró un significado más horroroso, porque si Francis, símbolo de la sociedad, en efecto está loco, entonces la sociedad se inmoló conscientemente amarrada al sueño del káiser Guillermo II de la Alemania colonialista, militarista y burguesa.

Esto aclararía a su vez la locura de Jane, quien, al desvanecerse la clase media acomodada a la que pertenecía, prefiere aferrarse al clavo ardiente del autoengaño, que despertar a la crudelísima realidad de la Alemania arruinada y denigrada, que no por nada la joven se aterroriza al vislumbrar que Cesare, el sonámbulo, se siente atraído por ella, tal como los soldados sobrevivientes buscaban reintegrarse a la patria por la que se sacrificaron, la que, al verlos mutilados, lisiados, trastornados, derrotados, los repudió.

Por otra parte, si Francis no miente y Caligari y el director son la misma persona, entonces la sociedad ha caído presa de un estado que no sólo la empujó a la carnicería de las trincheras, sino que después la transforma en una sociedad confundida e inmadura, inepta para gobernarse a sí misma, que no por nada los enfermos en el patio del hospital psiquiátrico semejan un muestrario de la clase media y sus sueños aristocráticos, como el de Jane cuando afirma que a las reinas no se les permite decidir en asuntos de amor.

Impuesto por la censura, el epílogo deja inexplicada la cuestión de si el filme es alegoría política o atisbo de un desorden psicológico, y tal ambigüedad, bien aprovechada por los guionistas y el director, es el aspecto más terrorífico de El gabinete del doctor Caligari, porque ambas resoluciones excluyen la posibilidad de los mundos fantasmagóricos y demoníacos tan caros a los escritores románticos, lo que no es poca cosa, ya que implica que los delirios y temores expuestos en el filme habitan ese inconsciente (nuestro inconsciente) explorado por el psicoanálisis freudiano.

Si el terror psicológico deriva de causas interiores gestadas en nuestra psique, el terror político desciende de causas exteriores que degeneran al poder en instrumento de punición y dominio. Y los dos se saludan en El gabinete del doctor Caligari, esa historia que Janowitz y Mayer hilvanaron, y que Wiene tradujo a imágenes, escasos ochenta y seis minutos que transformaron al terror en una creación tan nuestra como las atrocidades de las guerras o las manipulaciones sociales. Terror más destructivo porque es humano, íntimo, nuestro.

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