Eloy tizón técnicas de iluminación

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PRESENTACIÓN DE TÉCNICAS DE ILUMINACIÓN Madrid, 11 de octubre de 2013 Andrés Neuman

1. Esperar es un arte con los ojos abiertos. Imagino a un nadador expectante. Conteniendo el aliento, comprobando hasta dónde respira cada pausa. Organizando su cuerpo igual que una sintaxis.


O imagino a una nadadora que cruza la portada de un libro. De quietud velocísima. De brazada bilingüe. Más o menos desnuda, según la ansiedad del que la mire. Imagino el resplandor de su hombro izquierdo, iluminándose de pronto como esas lámpara locas que se encienden por sí mismas en la mesa de noche. Un brazo de esa nadadora murmura un ligero arco. Busca el lugar exacto donde se dobla la corriente, utilizando el codo igual que un punto y coma. El otro brazo permanece recto. Estirando su frase. Digitando el espacio que separa la duda de la idea. Al final de ese cuerpo que se abre camino, en el centro de la imagen, se reúnen dos manos. En posición de escucha y de tanteo. Como si enfrente adivinasen un teclado. Los dedos enumeran su alfabeto. Y en la página provisional del agua tiembla, y poco a poco se hace nítida, la palabra paciencia. Mientras tanto, de pie, con las chanclas resecas de tanto releerlo, bajo un sol que calienta como una conjetura, los amigos de Eloy Tizón aguardamos a que esas manos vuelvan a tocar tierra firme. Toda espera tiene algo de ahogo y también de salvación. Siete años de buceo no son nada. Una pierna de tiempo. Medio pulmón de historia. Un sexto libro. Un séptimo de caballería andante. Una octava maravilla. A las nueve de esta noche, más o menos, lo podrán abrazar. Esa cabeza que asoma contracorriente es él, Eloy Tizón, el maestro emergido, el cuentista de fondo. Un prosista diez. 2.


Para quienes conciben la prosa desde su función poética y la escritura como territorio de la epifanía, en nuestras letras existe una sigilosa certidumbre: Eloy Tizón es uno de los grandes. Ahí donde lo ven, tan con gafas y visionario. El autor nació en Madrid y en unos cuantos lugares más. Tiene fecha de nacimiento, aunque ya no se acuerda. Ha publicado esto y lo otro, pero eso ya lo saben. Da clases por ahí para aprender. Ha ganado y perdido. Se ha hecho joven. Fin de la biografía. Lo demás es vida. Es decir, escritura. En vez de narrador, da la impresión de ser un tejedor. Su prosa se expande por capas de texturas, urdidas con una laboriosidad distinta y que nos han deparado un territorio sensorial infrecuente en la narrativa española. Tizón es menos Aldecoa que Schultz. Más Djuna Barnes (a quien se cita en este libro) que Borges. Y, afortunadamente, mucho más Cheever que Carver. Estamos ante alguien que nos muestra cómo cada palabra entonada en su lugar, o acaso musicalmente desplazada de su lugar, adquiere una capacidad reverberante. Tizón escribe con eco. Quizá por eso siempre lo leemos con una especie de trascendencia auditiva. Sabiendo que un milagro empieza en el oído y termina en la boca. Nuestro autor posee, o mejor dicho explora, una prosa inconfundible hasta en las comas. Un estilo anómalamente propio cuya naturaleza es, sin embargo, una perpetua improvisación. Al leerlo asistimos no tanto al nacimiento de una historia como a la formación de un ritmo. De una respiración que será el soporte del cuento. El aliento que empaña un argumento a medias. Hay quien trae una historia y quien sale a buscarla. Tizón es de los segundos. Sus personajes se mueven al ritmo de sus preguntas, hasta toparse de bruces con su propio texto.


3. Valéry sostuvo que la sintaxis es una facultad del alma. Si en realidad cada escritor crea a sus predecesores, no sería raro suponer que Tizón inspiró a Valéry para acertar con semejante aforismo unos treinta años antes de su nacimiento. Más o menos a los treinta años de edad, Tizón publicó un primer libro que se ha hecho legendario un poco a costa de los siguientes. Se trata acaso de una pequeña injusticia: su segundo libro de cuentos, Parpadeos, no tiene nada que envidiarle a Velocidad de los jardines, y sí quizás algunas cosas que enseñarle. En su poética incluida en la recopilación El arquero inmóvil, nuestro autor se refiere a la importancia de la voz como eje de la prosa. Los cuentos de Tizón no cuentan: cantan. No miran: parpadean. Todo es melodioso, efímero y aéreo en sus narraciones, en cuyo centro despierta un personaje hablador que absorbe la trama y captura al oyente con su labia agridulce. Visión, tacto y voz constituyen la sinestesia subterránea de su obra. Releyendo de este modo la sucesión de títulos que nombra su trabajo, descubrimos una serie coherente. Velocidad de los jardines; Seda salvaje; Labia; La voz cantante; Parpadeos; Técnicas de iluminación. En

su

leve

paradoja

(la

incógnita

de

las

iluminaciones, la

autoconsciencia de lo técnico) este último título parece sugerir de entrada algo que el lector comprueba de salida: estamos frente a un libro de madurez radiante. En Técnicas de iluminación, su sexto primer libro, el autor se supera y nos abruma de lenguaje, de cosquilla, de tristeza. Una tristeza extraña, capaz de hacernos reír de golpe, como supervivientes. O de bailar a ritmo de Walser, en un compás ternario de sujeto, verbo y revelación, con esa convicción fanática de quien no quiere saber adónde va.


Llaves que abren puertas al extraviarse. Ciudades que son bosques que son gente. Equipajes que discrepan de sus dueños. Un corazón que cambia de lugar. Estos y otros prodigios flotan en estas páginas sin olvido posible. Los causa Eloy Tizón, el mismo que vive y nada. Ser su contemporáneo es una suerte.


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