LOS VALEROSOS MOCHE

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Los Valerosos Moche

YSABEL PAREDES H.


Escritora de prosa y verso, autodidacta, nace en la ciudad de Lima en 1975, y por razones familiares, tiene que mudarse a muchos lugares del litoral peruano y por estas mismas razones, vive en las ciudades de Puno y Juliaca durante tres años, donde enriquece su cultura y conocimientos del Perú profundo, es aquí, donde se va enamorando de los restos arqueológicos dejados por las distintas culturas precolombinas que poblaron nuestro territorio, por ello cree firmemente que nuestra identidad debe preservarse. El amor por la letras lo cultiva desde muy joven, ya que a los 18 años publicó por vez primera artículos en el diario El Peruano, luego hizo poesía, y ganó un concurso de nóveles en España. posteriormente en el 2003, publica su primerpoemario titulado COLLECTION. Tiene estudios de secretariado, administración y marketing. Ha trabajado en distintas empresas y en distintos rubros, desde un afamado bufete de abogados, luego en una rotativa nacional, pasando por una pesquera hasta finalizar en una importadora de útiles de escritorio y actualmente se dedica a la venta de equipos tecnológicos y útiles de escritorio ecológicos. Siempre estuvo y estará convencida de que la EDUCACIÓN es el pilar número uno de toda nación, por ello sabe que impartir cultura es un deber supremo de cada ser humano en este mundo, en todas las áreas en las que se pueda desenvolver, comunicar con la verdad y ayudar a otros a alcanzar el ansiado desarrollo. LOS MOCHE son una de las culturas más importantes que poblaron la costa norte, ella como descendiente de un piurano, de raíces moche, y conociendo la historia del Sr. de Sipán, se ha involucrado en esta pieza teatral de títeres para darle vida a personajes que recrean sus costumbres y forma de vida en un ambiente árido azotado por la fuerza devastadora de la naturaleza. YSABEL PAREDES está muy complacida de compartir con ustedes el cuento "LOS VALEROSOS MOCHE" y la pieza teatral de títeres que lleva el mismo nombre, orientado para público infantil, a la misma vez, agradecida por la acogida que le de el público a su cuento.


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Prologo






El dios Aiapaec vio a su hijo Muchiko caminando sobre las arenas doradas de la costa peruana. Este se mordía los labios, tenía las sandalias rotas y la arena se clavaba en la planta de sus pies como fuego ardiente, quemándolos. Además, el peso era extenuante: llevaba en hombros un puma que sería sacrificado. El dios miró extrañado al hijo con la ropa desgarrada, los hombros al descubierto y descalzo. Además, tenía una gran herida en la frente. Muchiko cayó de rodillas frente al templo dedicado a la veneración de su padre y alzó los brazos: –Padre, te he traído un regalo. Estamos próximos a la fiesta de la Diosa Luna. Toma esta ofrenda en

nombre de tu pueblo que te ama tanto. Aiapaec sonrió desde lo alto: ese era el hijo favorito, el que siempre lo complacía. Muchiko tenía como aliado, en su vida diaria, al Dios del Día, por eso siempre se hallaba envuelto en aventuras temerarias, guiando a su pueblo en contiendas con los pueblos vecinos: su principal problema era la división de tierras y el acceso a los escasos ríos que surcaban esas arenas extensas. Esto los mantenía ocupados la mayor parte del tiempo. En las épocas de siembra del maíz, los canales de regadío siempre tenían que ampliarse.



Muchiko tenía como aliado, en su vida diaria, al Dios del Día, por eso siempre se hallaba envuelto en aventuras temerarias, guiando a su pueblo en contiendas con los pueblos vecinos: su principal problema era la división de tierras y el acceso a los escasos ríos que surcaban esas arenas extensas. Esto los mantenía ocupados la mayor parte del tiempo. En las épocas de siembra del maíz, los canales de regadío siempre tenían que ampliarse. Más al norte, había dos pueblos, cuyos poderosos jefes siempre estaban protegidos por fieros guerreros. Muchiko, por su parte, tenía un poderoso ejército de 2000 hombres (uno de los

más grandes de la región), que comandaba con mano recia. Su poderío militar era conocido y respetado. Muchiko, con su metro sesenta de estatura, sus poderosas piernas y fuertes brazos, cabeza achatada de frente amplia y ojos grandes que reposaba sobre un grueso cuello corto, usaba una nariguera de oro que disimulaba muy bien sus sentimientos. El pueblo lo veneraba y seguía sin cuestionamientos sus decisiones. Era, a todas luces, un hijo valeroso, de buen talante y sabio. Seis meses atrás, la hermosa Cculpi le había dado un robusto bebé, llamadoTumko, que justo ahora buscaba con enorme placer en su casa principal.



Pocca era un hombre enclenque, de piernas delgadas como carrizos, hombros caídos, nada de musculatura ni porte, que siempre andaba encogido. Tenía ojos pequeños en su cara larga y aplanada, y una nariz prominente. En su rostro sobresalía su frente estrecha. No tenía, en realidad, ningún atractivo. Esperaba, sentado al pie de los pocos algarrobos que aparecían en el camino mientras cavilaba sobre lo que haría para que su hermano Muchiko no le preguntara, por enésima vez en esa semana, en qué se estaba ocupando. Estiró los

brazos, resopló y dejó escapar un suspiro. Ninguna mujer quería casarse con él, y eso de andar comiendo en casa del hermano, alojado en una terraza, lo obligaba a rendirle cuentas. La guerra y el valor no eran cosas que le llamaran la atención. A él le gustaba cazar zorros por diversión, nadar en riachuelos, bailar y beber, eso era lo mejor del mundo. El resto eran imposiciones que cumplía con desagrado. Aiapaec, girando la cabeza, lo vio desde lo alto e hizo una mueca de desagrado: ese hijo le traía muchos sinsabores.



Cunuto salió de debajo de las piedras. Su piel arrugada y verdosa parecía una cáscara, y su lengua roja atrapó una mosca con agilidad increíble. Se escabulló tras los arbustos secos del jardín y esperó pacientemente a que apareciera Pocca. La vieja

iguana era la consentida de Muchiko, pero el animal despreciaba a Pocca, sabía que él, cuando estaba bebiendo, le tiraba piedras cuando dormía plácidamente sobre una piedra. En cualquier rato lo asustaría con su lengua pegajosa… Ahí sabría Pocca que no se debe molestar a la mascota del rey.



La bella Cculpi ingresó al templo seguida de su corte: dos guerreros, una sacerdotisa y un venerable anciano que leía los pallares entre susurros. Ella quería consultar al oráculo sobre las siembras de ese año, pero el clima no era favorable porque una tormenta se avecinaba. Con un gesto de incomodidad salió del recinto rumbo a su casa. Su piel bronceada estaba toda cubierta por una fina manta de algodón con bordados que lucían incrustaciones de piedras. Una manta pequeña le tapaba el pelo negro, brilloso y largo hasta sus anchas caderas. Su andar felino la distinguía del resto. Andaba con sigilo, por eso casi nadie se percataba de su presencia. Lo tenía previsto para no despertar al pequeño Tumko, dormido plácidamente en los brazos de su criadora. Cculpi tenía que adorar a los dioses y realizar ofrendas esa mañana. Su padre volvería muy tarde de los campos y su marido saldría por la mañana a visitar parientes. Ella debía tener preparado todo, desde las vasijas con chicha fermentada hasta los granos maduros de maíz tostado, la carne seca cortada en tiras y las armas relucientes. Bueno, debería, al menos, supervisar que todo estuviera bien hecho.

Caminando por las calles de su pueblo, vio a muchos hombres acarreando adobes con sus fuertes brazos. El trabajo en el Templo del Sol y la Luna estaba por terminarse ese verano. Por fin, los dioses los recompensarían. Habían dedicado muchos meses a construirlo y estaba quedando hermoso. Pronto sería visitado por toda la región y daría mucho que hablar. El Dios del Día abrió los brazos con energía. Quería hacer muchas cosas y, al parecer, Muchiko le llevaba la delantera, pues estaba guiando a su pueblo más al norte. Llevaban tres días con sus noches y el ejército marchaba a un ritmo acompasado. Seguramente se enfrentaría a sus vecinos, o quizás iba en son de paz. Sea como fuere, decidió seguirlo. Estaba cómodamente echado sobre una nube y lo único que hizo fue sacar los brazos, impulsándose hacia adelante. En pocos minutos estaba sobre sus cabezas. Muchiko ordenó parar a su poderoso ejército y dio instrucciones de levantar un campamento: ahí estarían dos noches, esperando que llegara su primo que venía del nororiente, Deseaba que se diera prisa, pues tenían mucho que conversar.



La solitaria figura de Pocca se divisó en la puerta del templo casi terminado. El lugar despedía olor a humedad, a adobe recién hecho. Todo estaba callado. Ningún peón aparecía en las afueras, por lo que fue fácil ingresar sin ser visto por ojos curiosos. Una vez dentro, en medio de la plaza construida, Pocca llamó a los seres del inframundo. Alzó los brazos, agitándolos y moviendo todo el cuerpo. Su cabeza se sacudía hacia atrás y hacia adelante. Invocaba al Dios de la Noche para que lo visitara. En eso apareció una serpiente inmensa de color amarillo que se trepó por un muro. Su piel brillaba y sus discos negros dibujados provocaban mareos. Pocca la vio y cayó de rodillas. El Dios de la Noche apareció tras ella. Su rostro era oscuro, de cuencas vacías, y sus manos eran huesudas. Se elevó del suelo unos metros y habló con voz estridente: –¿Para qué me necesitas, hijo mío? Pocca sacó del manto un broche de su hermano y lo agitó furioso en el aire. –Quiero que te lleves a mi hermano a tu reino de la

oscuridad. El Dios lo miró con desprecio. –¿Por qué, si puedo saberlo? –Porque me ha arrebatado el trono que me corresponde. Todos lo aman. Su mujer le ha dado un hermoso hijo, en cambio a mí me toca el desprecio, la burla, la vergüenza. Quiero que muera y que se elija un nuevo rey entre los más nobles guerreros de mi padre. Diciendo esto, cayó de rodillas. El Dios de la Noche se elevó un poco más y preguntó: –¿Qué me darás a cambio? –Construiré para ti un templo, el más hermoso que hayas visto jamás, con corredores y plazas. Tendrás tu lugar de adoración. Será único en estas tierras y mucha gente vendrá a adorarte. El Dios de la Noche asintió y desapareció en una nube gris. La serpiente también se marchó.



Lo que Pocca no sabía era que su hermano marchaba a conquistar nuevas tierras y traer ofrendas para colocar en el nuevo templo. Su primo Ai-Suru corrió a sus brazos, entusiasmado de verlo luego de varios meses de ausencia. Se apreciaban mucho. Ambos eran hombres fuertes e inteligentes y dirigían, cada uno, sus huestes, uno camino al este, el otro camino al norte. De todas maneras habían acordado reunirse y conversar para intercambiar ideas, armas y conocimientos. El pueblo de Ai-Suru era numeroso: unos 20.000 hombres trabajaban la tierra. Además, tenía buenos orfebres que fabricaban ornamentos y numerosos vasos ceremoniales, vasijas decoradas y huacos retratos.

Ellos estaban encargados de preparar todas las ofrendas y ceramios que decorarían el santuario pronto a inaugurarse. Sus mujeres parían cada año docenas de niños, que hacían de su pueblo el más poderoso. Les iba bien, no podían quejarse. La cosecha había sido de su total agrado aquel año y podrían intercambiar con otros pueblos muchos productos agrícolas. Además, llevaban pescado salado en sus hombros, en largas tiras, para la alimentación de su ejército, la chicha era abundante y de día comían frutos frescos. El brebaje alucinógeno san Pedro, infaltable, apareció en la noche en jarrones de barro cocido. Los primos se querían y gustosos hubieran luchado juntos, pero cada uno tenía un destino distinto.



Muchiko estaba en el campo de batalla batiendo su escudo y golpeando con su mazo recias cabezas. El pueblo vecino era fiero, luchaba frenético y no les daba tregua. Ellos también aspiraban a la conquista de aquel valle del norte que se veía pródigo, con arbustos que salían de la tierra y hacían sombra, a la vez que soplaba una brisa marina refrescante. Cuando parecía que perdían la contienda, el jefe de su ejército gritó con todas sus fuerzas: –Aiapaec, somos tus hijos. ¡Ayúdanos! De pronto, de la nada, una polvareda intensa llegó y los envolvió a todos, cegándolos y haciendo que

dejaran de luchar. La ventolera duró unos diez minutos, y tal como había aparecido se fue. Los contrincantes, repuestos, con los ojos enrojecidos por la arena salpicada, dejaron de pelear. El dios supremo había hablado. No había lugar para disputas. La presencia de Aiapaec era tomada muy en cuenta. Los jefes de ambos pueblos se sentaron en piedras y pieles de animales, sacaron sus lanzas y porras y las pusieron en el suelo en señal de que harían la paz. No había vencedor ni vencido. Compartirían las tierras. Esa noche, ambos ejércitos dormirían plácidamente bajo las estrellas.



Cunuto tenía mucha sed, el riachuelo más cercano estaba lejos y no estaba Muchiko para darle agua en su vasija anaranjada, su favorita. Iba resignado hasta el riachuelo cuando vio a Cculpi entrar a su casa y corrió tras ella. Pronto, ingresó a la alcoba de Tumko, donde había agua en una vasija, la que bebió con avidez. El bebé gateaba por el suelo cogiendo todo a su paso y trastabillando: empezaba a dar sus primeros pasos. En eso, sus manos regordetas atraparon la cola de Cunuto en un descuido del animal, que de pronto se vio suspendido en lo alto, y al segundo siguiente volaba por los aires para de nuevo caer en las manos de Tumko, tan chiquitas que con las justas atraparon su delgado cuerpo. El bebé reía, loco de alegría, y repitió el acto con suma rapidez y habilidad. Esa piel rugosa y el color verde lo tenían

cautivado. Ya no jugaría con nadie más a partir de ese momento. Llevaría a Cunuto alrededor del cuello, quien no se quejaba y parecía estar feliz con él. Cunuto no supo cómo tomar la actitud del bebé, sabía que podía deslizarse de ese pequeño cuello cuando quisiera pero, a la vez, estaba a gusto con él. Era el retrato de Muchiko, y eso lo ponía alegre. Al final, tenía dos reyes, uno grande y uno pequeño, y los dos lo querían. Eso era genial. Cculpi entró y pegó un grito al ver a la iguana en el cuello de su hijo. Iba a golpearla cuando se percató de que Tumko la agarraba de la cola y la tiraba al aire. –¡Tumko, ten cuidado, vas a matar al bicho de tu padre! Pero Tumko, sin hacerle caso, se ufanaba de su gran descubrimiento con una enorme sonrisa.



El Dios de la Noche empezó a cavilar sobre cómo mataría a Muchiko. No era de su agrado llevar vivos al mundo de los muertos, pero lo que ofrecía Pocca no era pequeña cosa: por fin tendría un templo, uno para él solo, la gente lo adoraría y le daría su lugar de Dios. Eso era muy tentador. Por otro lado, pensaba en su hermano, el Dios del Día, que era el favorito de Muchiko. Este era intuitivo, agudo y estaba alerta siempre. ¿Cómo haría para que no se enterara de sus intenciones? Hum…, tendría que pensar muy bien las cosas, y eso llevaba tiempo. Una madrugada, cuando aún no despuntaba el alba, llegaron los guerreros llevando en andas a su jefe máximo, Muchiko. Iban haciendo ruido y cantando, pero no eran los cantos usuales. Eran gritos, alabanzas y silbidos. A todos los pobladores les extrañó dicha comitiva, más numerosa que la que había partido. Cuando salieron de sus casas para ver a su jefe, se encontraron con gente foránea que se inclinaba frente a ellos, todos reverenciaban a

Muchiko, y uno de ellos, al parecer el líder, extendió su brazo y se puso en cuclillas. De pronto, apareció una mujer hermosa, más joven que Cculpi, que bajó la vista y fue entregada en ese momento a Pocca como esposa. Este, al saberse tan afortunado, y ebrio, como estaba, no se acordó de su promesa al Dios de la Noche y fue feliz de tener una mujer tan bella a su lado. No lo podía creer, y, en un gesto espontáneo, abrazó a su hermano cálidamente. Muchiko y Cculpi entraron tomados de la mano, y su presencia en el salón del templo hizo que todos callaran. Los sacerdotes se inclinaron con reverencia y les extendieron vasijas con palo santo. El olor del incienso inundó el ambiente. Las amplias salas del Templo del Sol y la Luna aparecían recién pintadas y el brillo de la pintura hacía imaginar que los animales y deidades cobraban vida. Estaba hermoso, decorado con dibujos de peces, pumas, serpientes y pelícanos. En la sala mayor, mucha gente reverenciaba a sus dioses inclinando sus cuerpos y alzando las manos,


todos orgullosos de ese hermoso santuario dedicado al Sol y a la Luna, su diosa más importante. Para ella estaba reservado un salón amplio bien iluminado. Era la hora de la puesta del sol y los rayos anaranjados cubrían el cielo, un cielo limpio, de nubes ralas. El silencio absoluto permitía escuchar el subir y bajar de los brazos del sacerdote hacia el cielo mientras su voz, casi apagada, entonaba cánticos. La noche lunar era espléndida. Fuera del templo, la luna estaba posada sobre el inmenso mar de aguas azul verdoso. Se aseguraba que si se extendían los brazos se la podía tocar. Era una noche preciosa y mágica. Muchiko agradecía poder adorarla: ahora ella lo compensaría con abundante pesca para su pueblo. Pocca estaba en sus habitaciones, en la hermosa casa que le destinó su hermano mayor frente a la suya. Tenía varias aves para que las cuidara y alimentara. Podía decirse que el matrimonio le había caído perfecto. Su esposa se dedicaba a instruir a los sirvientes para que tengan siempre el espacio limpio y fresco. Esa noche le había susurrado que quería un

bebé, que no era suficiente con ellos dos, la casa era muy amplia y había mucho espacio para los tres. Pocca la miró un rato y sonrió. Complacería a su esposa. Iba a besarla cuando, hacia el fondo de la habitación, apareció la serpiente de anillos negros y amarillos, mirándolo intensamente. Pocca le tapó los ojos a su mujer y la acostó a su lado, despacio, la fue cubriendo y le dijo que iría al baño, que ahora regresaba, y de un soplo apagó las velas. Afuera, en el patio, el Dios de la Noche lo miraba severo: –¿Qué pasó con mi templo? ¿Ya te olvidaste de tu promesa? Yo no me he olvidado. Necesito saber para cuándo estará listo, y para esa fecha tendrás a tu hermano muerto. Pocca enmudeció, ahora menos que nunca quería que su hermano muriera, gozaba de su protección y su mujer vivía contenta. No quería el desprecio de nadie, y menos que el estatus alcanzado bajara de nivel. Estaba casado con la hermana del líder del pueblo vecino, no podía ser relegado de nuevo, ¡eso nunca! Buscó distraer al Dios de la Noche y dijo suavemente:


–Querido Dios de la Noche, hace poco la gente del pueblo ha construido el Templo del Sol y la Luna, y ha quedado precioso. ¿Lo has visto? –Sí. Quedamos en que me harías uno igual– dijo el Dios de la Noche. –En efecto, lo haré, no he olvidado mi promesa, solo que estoy pensando en el espacio donde será construido. Tiene que ser no muy lejos de aquí, para que muchos pueblos vengan a adorarte. –Hum… ¿De cuánto tiempo estamos hablando? –Probablemente, unos nueve meses. El Dios lo miró malévolamente. –Tu mujer habrá parido en nueve meses. Es

interesante. Me gustaría un niño pequeño como ofrenda. Nunca olvides una deuda conmigo, menos una promesa, porque yo soy el Dios de la Noche, que cumple sus promesas. Clavó sus cuencas vacías y su dedo acusador en Pocca, luego se alzó en el aire enseñando los 9 dedos.. –Bien serán nueve meses. No más. Pocca sintió escalofríos por vez primera en su vida, sintió un miedo profundo y se odió por su conducta. A solas se dio dos cachetadas en el rostro: ¡Por idiota, malagradecido, cobarde y mentiroso!



Los caballos de totora estaban alineados en la orilla, eran más de cincuenta naves listas para zarpar. El sol caía con fuerza. Brazos fuertes empezaron a remar a un solo compás. Poco a poco, el mar los fue dispersando y las canoas se veían como puntos mar adentro. Cculpi, en la orilla, agitaba el brazo. Tumko y Cunuto, ahora inseparables, miraban la escena. La iguana, estirada sobre una piedra cuan larga era, con los ojos cerrados, descansaba en total abandono junto a Tumko, que chupaba un palo dulce preparado por su abuela, Tocta. Esa mañana era la primera vez que acompañaba a su madre a despedir a su padre. Este navegaría con sus hombres más allá de los límites conocidos. Muchiko probaría a su pueblo cuán resistentes eran sus embarcaciones, las que les permitirían viajar largas distancias. Tenía que empezar a conquistar nuevas tierras. Su reino era cada vez más grande y un pueblo debe tener muchos recursos. No solo se podía vivir de la tierra, el mar también tenía tesoros escondidos.

Muchiko regresó luego de pasar dos días fuera, remando junto a su gente. Hubo buena pesca para todos y las caras estaban radiantes y optimistas. Echaron las canastas sobre la tierra dura del templo y se vieron desde caracolas hasta especies raras de peces cuya suave carne tenía un delicioso aroma. El pueblo se pasó ese mes comiendo solo productos del mar: habían descubierto que los mantenía más ágiles y fuertes. Ahora se entrenarían en la pesca con más dedicación, y para tal efecto se alistaron muchos hombres y muy jóvenes. Cculpi ayudaba, como las demás mujeres, en dichas faenas. Había colocado dos caracolas enormes en la entrada de su casa como figuras decorativas. Además, hizo traer piedras pequeñas de colores para ponerlas en el interior de su alcoba, y el espinazo de muchos peces fueron rudimentarios peines que las mujeres empezaron a disputarse. La actividad pesquera cobraría vital importancia para la gente de Muchiko, que sufría mucha escasez de agua y los frutos de la


tierra no alcanzaban a satisfacer a la población, que cada vez era más numerosa. Llegó abril, y el pueblo entero empezó a danzar frenético. Una tarde, cuando aún las tierras doradas estaban calientes, la gente daba brincos, ataviada con trajes de algodón y sandalias de piel. Los hombres, en sus fornidos brazos, sostenían lanzas que agitaban coreando el nombre de su Dios con toda la potencia de su voz: Aiapaec. Lo que empezó a ser un barullo, poco a poco cobró forma, hasta hacerse un gran ruido, y muchas filas de danzantes se unían al coro: –¡Aiapaec, Aiapaec, Aiapaec!, ¡Aiapaec, escúchanos! ¡Escucha a tu pueblo!... Hoy es el gran día. Hoy coronaremos a tu hijo favorito. Hoy Muchiko será oficialmente hijo tuyo. Hoy llevará pechera, pectorales y nariguera de oro puro. ¡Recíbelo! ¡Te lo entregamos! El Dios del Día estaba complacido desde su nube. Era de esperarse. Muchiko sería un gran monarca, lo

había demostrado durante su juventud como valeroso guerrero, luego como jefe del ejército y, ahora, como hijo reconocido de Aiapaec, el título más alto para un mochica de aquella época. A partir de ese momento no pisaría el suelo, andaría en una litera, nadie vería su rostro y siempre estaría acompañado de un ejército leal que entregaría su vida para protegerlo. Su hijo Tumko sería instruido por los guerreros más fieles y, en el futuro, disputaría el primer lugar como lo hizo su padre. Ccullpi sería honrada como la primera mujer del monarca, pero eso no impedía que Muchiko tuviera hijos con otras mujeres. Mientras más posibilidades de tener hijos fuertes y guerreros, mejor. El pueblo estaba complacido, se perpetuaba su raza con un hombre como Muchiko, que era la personificación de la grandeza moche.



El Dios de la Noche tomó su serpiente amarilla, que se arrastraba, sinuosa, y la puso delante para que buscara el camino a la luz. Eran las seis de la tarde, ya casi anochecía. Era una buena hora para hacer una visita a Pocca. Hoy tendrían que resolver lo hablado meses atrás: la muerte del hermano mayor. Su boca se retorció malignamente. De pronto llegó un aire tibio con olor a chicha fermentada, así como de potajes que solo se preparaban en fiestas. Esto lo desubicó un poco, no estaba al tanto de las fechas. Es que abajo uno se olvidaba, todo siempre parecía igual y él era ajeno al tiempo con exactitud, pero tenía presente su promesa hecha a Pocca, porque el ofrecimiento de un templo para rendirle culto no se lo hacían todos los días. Pocca descansaba en los brazos de su esposa. Esa mañana, el sabor de los frutos era especialmente dulce. Le provocó dormir un poco más. La cabellera larga de ella estaba esparcida sobre sus brazos, y el calor hizo que se despertara. “Gran señor”, lo llamaba.

–Gran señor, hoy es la coronación de tu hermano. ¿Qué ropaje te preparo? Mandé a arreglar tus sandalias y tu escudo, y te han hecho una nueva lanza. Sacó del rincón de la habitación una lanza muy bonita con empuñadura negra, y se la puso en el regazo. –Bordé tu nombre y le puse flecos anaranjados para distinguirla desde lejos. Pocca se quedó mudo, no estaba acostumbrado a los regalos. Se sentía dichoso. En esta corta etapa que vivía con una buena mujer su corazón ya no destilaba odio ni celos. Él también era feliz, él también amaba y era amado. Acarició la cabellera de su mujer y la miró con ternura. Sintió repentinamente mucha pena, una pena intensa clavarse en su corazón, y, haciendo un gesto, se puso de pie, apartándola con cuidado. Ese día conversó con todos, quienes lo saludaban con respeto. Ahora tenía un lugar a lado del hermano líder, y su gente lo reconocía por el parentesco. Eso, al menos, le daba tranquilidad. Saberse respetado era mucho. Cogió su lanza, se puso el traje nuevo y calzó sus sandalias cosidas. A la hora pactada fue camino al


templo, a reunirse con el Dios de la Noche: debía suplicar, arrodillarse y mentir. Él sabía que no habría tal templo, que ya no necesitaba deshacerse del hermano mayor, que merecía vivir, y que su vida era otra. Se reprochó la debilidad de su carácter. ¿Cómo pudo pensar en matar a su hermano? La serpiente amarilla se enroscó en los pies de su amo. El seseo se hizo intenso y se oyó solo eso por más de cinco minutos, que es lo que se demoró Pocca en aparecer en el mismo salón en el que hablaron meses atrás, con la pequeña diferencia que hoy había inciensos en las esquinas, y hasta ellos llegaba el bullicio de afuera. –Pocca, llegas tarde– dijo el Dios de la Noche, con voz inflexible. –Señor, Dios de la Noche, perdona a este humano vil y despreciable. El Dios de la Noche caminó unos pasos, seguido de su serpiente amarilla. –¿Qué pasa? No te veo decidido a cobrar venganza de todas las humillaciones de tu hermano. ¿Acaso te has

arrepentido? –No señor, no es arrepentimiento, simplemente prefiero que muera en combate, que lo mate una lanza muy lejos de nuestras tierras. No mancharé mis manos. –¡Ah!, ¡estás arrepentido, entonces! –De matarlo ahora y aquí mismo sí, estoy arrepentido. –Sabes que yo cumplo mis promesas, ¿verdad? ¿Lo sabes? –Sí señor, lo sé, lo conozco muy bien. –Entonces, no queda nada por decir. –Pero debo contarle que he pedido el terreno para alzar su templo. Uno majestuoso, como usted se lo merece. –El templo, sí, por supuesto, me lo debes. –Ese templo, señor, demorará un par de años en hacerse, por eso te pido que demores el castigo. El Dios de la Noche dio unos pasos. Su serpiente había bajado silenciosamente y estaba detrás de Pocca, justo cerca de sus sandalias, y en un ademán del Dios, con agilidad increíble, mordió su talón derecho para


luego apartarse y meterse en un agujero. Pocca dio un grito ahogado, su cuerpo se balanceó hacia adelante y cayó de bruces cuan largo era. –Pocca, al parecer, no me conoces. Soy como tú, soy la esencia de tu alma, no finjas conmigo. Tú no eres bueno, tú has deseado la muerte de tu hermano mayor y hoy te arrepentiste porque gozas de una temporal fiebre de dulzura que se desprende del amor de tu esposa. Pero no nos engañemos: nunca estarás satisfecho y siempre envidiarás su éxito. Hoy te hice un favor, te he llamado a mi reino de la oscuridad para que gobiernes conmigo.

Pocca se hizo polvo. Nunca encontraron su cuerpo. Su mujer lo lloró por un tiempo, pero al final se volvió a casar, esta vez con un general bondadoso. Muchiko reinó por muchos años con sabiduría y buen genio, pero nunca olvidó al hermano ausente y mandó a buscarlo por todos los pueblos. Su desaparición quedó en un misterio. El Dios del Día, en su nube, estaba enterado de los hechos y prefirió no contar nada para que el recuerdo del hermano no fuera empañado por la amargura.



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Datos Editoriales Editado por: Multivicta S.A.C Hecho el Depósito Legal: N°2019-01948 Diseño y Diagramación: Multivicta S.A.C Primera Edición, Marzo 2019 Tiraje: 1000 Ejemplares Impreso en : Imprenta Multivicta S.A.C. Domicilio Legal Av. Juan Pardo de Zela 522 - Lince Lima, Perú Marzo 2019


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