Fotografías

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FOTOGRAFÍAS

Carlos Rodríguez

Ediciones Paké

Barcelona, 1999

E-dición Electrónica


1 A media tarde el viejo Pablo escucho el intercomunicador en su apartamento, pero al principio no se movió y siguió haciendo lo que hacía siempre a esa hora, revisar su colección filatélica. Al poco rato volvió a oírse, esta vez con más insistencia, y Pablo no tuvo más remedio que dejar los timbres sobre la mesa y acercarse al intercomunicador. Confuso, al principio tuvo que hacer un esfuerzo por recordar qué se decía en esos casos. Confuso, porque hacía ya mucho, muchísimo tiempo, que nadie llamaba su puerta, desde que su madre había dejado visitarle porque su vejez y la enfermedad que la acabaría matando le impedían subir las escaleras del decrépito edificio sin ascensor. Pero de eso hace muchos años, y Pablo no acertaba a empezar a adivinar quién podría ser la voz que ahora se escuchaba surgiendo del aparato sobre la pared: «¿Oiga? - «¿Quién es?» dijo Pablo, y se quedó también un poco extrañado por el sonido de su propia voz, que tampoco oía hacía tiempo y ahora le pareció más ronca y cascada de lo que recordaba. «Mensajería. Traigo un paquete para Usted.» Pablo se quedó callado. No esperaba nada de nadie en el mundo. Sus amigos y familia habían muerto. Sus corresponsales para el intercambio de sellos ya lo habían olvidado. La verdad es que esa sorpresiva visita había perturbado la profunda soledad en la que vivía y con la que ya había hecho las paces, soledad y tranquilidad a un tiempo, tiempo vacío que le hacía compañía mientras afuera en el mundo seguía, ya sin él, y él sin un mundo que no le servía para nada y no añoraba en lo absoluto. «¿Oiga, está ahí?» - La voz del cartero volvió a cortarle el hilo del pensamiento. Haciendo un gran esfuerzo, contestó que dejara el paquete en el buzón y él lo recogería luego. El mensajero le aseguró que debía firmar un recibo y pagar. Pablo, sin saber muy bien por qué lo hacía, pulsó el botón que abría la puerta y le indicó que subiera. Minutos más tarde el empleado estaba en su puerta cobrándole, jadeando y un poco cabreado por haber subido al sexto piso cuando lo usual era que el cliente bajara a recibir. La transacción acabó mal para él, pues Pablo no


dio propina y cerró la puerta con prisa, sin alcanzar a oír las maldiciones que se murmuraron en el pasillo de la escalera. Pablo tenía en sus manos un paquete pequeño que estaba lleno de fotografías. Eso lo dedujo por la forma, tacto y peso del paquetillo, con el nombre de una conocida cadena de laboratorios de revelado impreso en letras negras sobre fondo amarillo.


2 Aún confuso, Pablo paseó durante algunos minutos por su departamento con el paquete en la mano, y notó con nerviosismo que el nombre escrito en un espacio en blanco no era el suyo. Caminó hasta la mesa en donde estaban sus sellos y lo dejó allí. Luego se dio cuenta que no pertenecía ahí y lo llevó a la mesa de centro en la sala. Intentó regresar a su pasatiempo y olvidar el molesto paquete. No lo consiguió. Ahora había un intruso en ese espacio antes sólo suyo, la ermita que había decorado hacía tanto con minuciosidad pero con un gusto deplorable: figuras de yadró, cuadros uniformes y aburridos de paisajes bucólicos, muebles pasados de moda y apolillados. Eso era todo lo que quedaba de otros tiempos en el universo polvoso de ese jubilado, una disposición objetos, adornos, un armario lleno de cosas de otra época, sólo eso, apenas más, a veces un vistazo al parque que podía espiarse desde la ventana del dormitorio. Apenas eso, poco más. Como todos nosotros, que al cabo del tiempo, cuando nos vamos, no somos ya más que ausencias, vacíos, nombres que se resbalan, poco a poco, lento pero seguro, hacia el olvido que es nuestro puerto final y destino. La tarde transcurrió al fin, y Pablo pareció haber borrado de su conciencia las fotografías. Encendió la televisión y sintonizó su habitual programa de música sinfónica. Entre movimiento y movimiento de una obra de Haydn un encadenamiento de anuncios publicitarios le devolvió al problema: había surgido de la pantalla el mismo logotipo impreso sobre el paquete. Molesto, Pablo apagó el televisor y regresó a la sala. Había decidido sin darse cuenta que al día siguiente devolvería las fotos al laboratorio, pero ahora algo cambiaba. Tomó el objeto intruso y lo abrió con decisión, aunque le temblaban las manos, y sacó la primera fotografía.


3 Una larga playa en la imagen era custodiada por una carretera paralela. El sol de mediodía se encarnizaba sobre media docena de diminutas figuras, algunas acostadas simplemente sobre toallas, otras bajo parasoles enormes, algunas aisladas y solitarias, otras en grupos; a distancia lo que parecía una pareja acurrucada. Un par de cabezas y hombros sobresalían entre las olas y otra figura, la más cercana a la cámara, estaba de pie al borde del mar. El agua le bañaba hasta la pantorrilla cada vez que una ola rompía, y bajo el alero de una gorra azul unos lentes oscuros enmarcaban un rostro fino de mujer que perfilada miraba (parecía hacerlo) hacia el lente, como respondiendo a una voz que le llamaba. Era una mujer joven, y Pablo se trató de imaginar a sí mismo a esa edad. Siempre hacía eso, trataba de relacionar las edades de otros con la suya, lo que provocaba que sus observaciones sobre el mundo estuvieran siempre marcadas por sentimientos bizarros, porque nunca podía realmente hacerlo, siempre se le escapaba algo, como si cada edad en cada persona fuese única e incompartible, irrepetible. Por eso, también, cuando veía la senilidad en un rostro le parecía algo completamente extraño, y era como si viera la mirada de una bestia en el zoológico, sin posibilidad de empatía en lo absoluto. Los ancianos eran objetos extraños, de ningún modo humanos, cáscaras vacías, casas abandonadas. La mujer de la fotografía era esbelta y su cuerpo de estrechas caderas aparecía allí con una un inmovilidad antinatural. Era más fácil imaginarla caminando rítmicamente sobre la arena, o incluso jugando entre las rocas que se adivinaba a lo lejos. El fotógrafo de seguro la había sorprendido en un momento de ensimismamiento o de agobio por el tremendo calor que sugería la imagen un poco sobreexpuesta. Pablo miró largamente la fotografía, sin saber por qué. Buscaba pistas que le dijeran quién, dónde, cuándo, como si eso tuviera importancia en su mundo cómodamente enclaustrado; su atención se convirtió en la de un coleccionista de timbres, metódica y aburrida hasta


localizar el detalle que hacía a la pieza valiosa, o inservible. Al notar su interés por vidas ajenas, una especie de vergüenza le subió por la espalda y se le estancó entre los ojos. Molesto otra vez por la intrusión de esas fotos que lo habían convertido a él mismo en un intruso, dejó el paquete sobre la mesa. Habían pasado ya cuarenta minutos, y se sintió de súbito cansado y somnoliento, por lo que se encerró en su habitación para tratar de dormir lo antes posible, lavándose en sueños vacíos, inmóviles, el olor del mundo que siempre le había repugnado.


4 Esa noche soñó que viajaba por una carretera vacía. Estaba ansioso porque quería llegar, aunque no sabía a donde. Atardecía. Pisaba el acelerador y el viejo coche resoplaba hasta alcanzar una velocidad vertiginosa. El nunca había conducido así: era más bien tranquilo, odiaba las sorpresas, por lo que las pocas veces que había tomado vacaciones era de los que revisaban el aceite, la presión de los neumáticos, el agua del radiador, y limpiaban los cristales. En ese sueño el parabrisas estaba lleno de suciedad e insectos muertos, como si hubiera viajado ya durante muchas horas, pero no sentía cansancio. Sus brazos se tensaban sobre el volante. Buscaba cigarros (el no fumaba) en la guantera. Tenía que llegar a algún lugar y se hacía de noche. Encendió los faros y la carretera se convirtió en una extensión iluminada rodeada de una semioscuridad mortecina poblada de siluetas. La raya que separaba en dos el camino le hipnotizaba al pasar velozmente. Había pocas curvas, pero le daba lo mismo. Se hacía tarde, y él tenía que llegar. El motor pareció vacilar, luego tomó aire y respondió de nuevo a su urgencia. Faltaba poco, lo sabía, pero le pareció que tardaría aún una eternidad. Le esperaban. Eso era todo lo que sabía. La carretera se acercó de pronto al mar y siguió la línea de la playa, exactamente paralela al rumor de las olas. Esa imagen que adivinaba en la penumbra se le hacía conocida, pero el miedo que sentía, la angustia de faltar a la cita, lo abrumaban, sitiaban cualquier otra sensación, aprisionando su ánimo. Al llegar a una curva repentina, salida de la nada, tuvo la transparente certeza de que allí terminaba todo: la espera, la angustia, el sueño, la vida misma...


5 Pablo despertó incómodo y lleno de sudor. Tenía los ojos hinchados de mal dormir y a contracorriente de sus costumbres se preparó un café en ayunas. Toda esta ruptura de la rutina era bastante insoportable. Sin embargo, a pesar de la incomodidad que le producía, tomó de nuevo el paquete de fotos. La siguiente imagen era de primera vista igualmente anodina. La fachada de un hotel costero ocupaba casi todo el cuadro; «Hotel del Litoral» era el nombre pintado en azul Montserrat sobre blanco, con letras sanserif que pretendían ser sobrias y sólo dejaban un efecto de pobreza. Un par de transeúntes cruzaban la acera en direcciones opuestas frente a un café con 4 ó 5 mesas dispuestas en el exterior. Algunas ventanas del hotel estaban abiertas, y de una de ellas colgaban toallas movidas por el viento. En una esquina del cuadro, una familia comía y conversaba; los niños se ocupaban en inventar juegos para atraer la atención del mundo adulto. Una foto más allá, el malecón de una pequeña ciudad (tal vez la misma del hotel) daba al mar. Unas cuantas barcas pescadores se balanceaban ligeras bajo el sol de la tarde. Pablo (no supo por qué) sabía que la imagen había sido recogida un domingo somnoliento. Tal vez las parejas tomadas de la mano, el anciano aquel conversando con una mujer, la poca prisa de los paseantes, le llevaban a esa conclusión. Creyó imaginar días así, cuando el tiempo no era más que barro en sus manos, cuando podía y quería hacerlo todo, comerse el mundo de un bocado. Imaginó su desesperación un día, de vacaciones con sus amigos, cuando a la hora de la siesta en la que todos descansaban, un ansia le hacía caminar de punta a punta del balneario sin otro objetivo que el de moverse, vivir, darle alimento a sus ojos y al deseo. Pablo imaginaba todo eso porque era incapaz de recordar su vida. Veía cosas en sueños y creaba escenarios con materiales que encontraba en su cabeza, dispersos como en un baúl abandonado, pero siempre todo tenía un aire inconexo e irreal, como si no fuese suyo, como si no fuese


él quien lo hubiese vivido, sino otro; a veces sucedía que alguna escena atisbada desde el autobús volvía a él días después, pero los personajes eran otros y él estaba ahí, inmerso en algunos de los papeles y sabía qué decir o hacer como si hubiera aprendido de memoria un guión o un apuntador escondido tras bambalinas le guiara. Algo así le sucedía ahora con esa escena del balneario, con ese paseo imaginario. No era él quien la protagonizaba, aunque se parecía mucho. Se dijo, pensando como en un murmullo, que tal vez ese habría sido el día más feliz de su vida, y no el de su boda, o cuando se recibió, o cualquier otro del repertorio de lugares comunes que tiene la gente siempre a mano para improvisar una respuesta que de ser seriamente considerada les sumiría durante semanas enteras en introspecciones y exploraciones secretas del pasado. Lo pensó en voz baja como si ese hecho fuera vergonzoso, íntimo, demasiado cercano como para planteárselo como verdadero.


6 Antes de seguir su recorrido por esas fotos ajenas, Pablo tomo su chaqueta y salió a la calle para comprar una cajetilla de cigarros. Se sentía de pronto perdido, como hacía muchos años no lo estaba. De hecho, había dejado de fumar hacía veinticuatro años, y no lo había añorado hasta ese día, el humo acre y reconfortante que a veces hace posible estar a solas. Maldijo su inquietud mientras subía las escaleras tosiendo, pero lo atribuyó a algún ciclo del biorritmo o a las consecuencias de una alimentación menos cuidada. Definitivamente no le iba bien romper rutinas. Nada de esto le disuadió de tomar de nuevo las fotos y seguir su exploración; había algo más que interés morboso en su actitud, y un nerviosismo difícil de definir le oprimía la cabeza. La siguiente fotografía mostraba una pareja abrazada; la mujer de alguna foto anterior vestía ahora una falda ligera color sepia y una camisa blanca. A su lado había un hombre joven, de la misma edad aproximadamente que la mujer, con un bigote cuidado y una camisa playera azul pálido. Estaban en el malecón junto al mar, y al fondo podía verse en una vieja iglesia sobre un promontorio rocoso. La calle, como en las fotos anteriores, estaba casi desierta, y el mar brillaba intensamente con mil reflejos dispersos. Por fin, se dijo Pablo, aparece quien estaba tras la cámara, y se fijó en el detalle de que el transeúnte que les había tomado ese retrato seguramente había intentado hacerle un poco al artista y quiso que apareciera la vieja iglesia del fondo, con el resultado de que la pareja estaba cargada hacia la izquierda y el margen se había tragado la oreja de la mujer y un mechón suelto. El la tenía tomada por la cintura, levemente, dulcemente, con el cuidado de quien toma una cosa delicada, y sonreía de una manera que a Pablo le llamó la atención. Ella miraba de frente a la cámara y en sus labios se dibujaba también una sonrisa, pero más pequeña y seca, también más sincera, se dijo Pablo, que a veces pensaba hablando para


sus adentros. Examinó con detalle esa fotografía, tomándose su tiempo. El hombre que aparecía en ella no aparentaba estar ni contento ni triste, a pesar de su sonrisa. Se le veía tal vez un poco inquieto, con prisa, pero nada más. En la mano llevaba una pequeña maleta de viaje, y sobre ella un jersey ligero. Nada había de extraño en esa foto típica de vacaciones. Nada que saltara a la vista, pero sin embargo Pablo había logrado ponerse tenso. Se levantó por un momento para poner sobre el fuego agua para el Té, y regresó a la mesa. La siguiente fotografía había sido tomada casi seguro desde el mismo lugar que la anterior, pero ahora faltaba la pareja. Pablo conjeturó que el hombre no había pensado que el cuadro con la iglesia y el mar destellante hubiesen aparecido en la foto anterior, y había decidido tomar otra. En el fondo del malecón, donde éste comenzaba a girar casi imperceptiblemente hacia la izquierda, se veía una silueta pequeña que miraba hacia el mar. Pablo tenía en sus manos la fotografía y notó que temblaba. La ausencia de la pareja le era insoportable, la luz en la foto lo dañaba, la iglesia le recordaba algo, se dijo, la playa también, pero no quería saber qué era, no podía querer saberlo, y comenzó a llorar en silencio, susurrando. Cuando se recompuso, el agua de la tetera se había evaporado por completo y olía a aluminio chamuscado. Pablo tenía aún la fotografía en la mano, y al darse cuenta de su propio estado lamentable la arrojó junto a las otras.


7 Al día siguiente se sorprendió a sí mismo tomando el tren de las 7:17 de la mañana, que recorría la línea costera , y descendió en la estación de una pequeña ciudad junto al mar. El nombre es lo de menos, como siempre. Lo importante es que esa ciudad se asemejaba mucho a la que aparecía en las dichosas fotos, con su malecón, su vieja iglesia, su playa ahora llena de gente que aprovechaba los últimos días cálidos de otoño. Pablo había abandonado precipitadamente su piso. Apenas había tenido el tiempo de hacer una pequeña maleta con lo indispensable, un par de mudas de ropa y efectos personales. Parecía que estaba huyendo de algo, pero en el momento final, justo antes de cruzar su puerta para cerrarla con llave, tomó el paquete de fotos y lo metió en la maleta. Durante el trayecto en el que el tren cruzaba campos oliveros su vista se perdió en el horizonte, distrayéndose con el vuelo de los pájaros y las formas de las nubes. A pesar de haber trabajado toda su vida en las oficinas centrales de los ferrocarriles, casi nunca había viajado en ellos, no sabía por qué. Incluso olvido que su jubilación le daba derecho a viajar gratuitamente, y compró su billete como cualquier otro viajero. Nada tenía que ver su trabajo cotidiano de contable con el día a día más mecánico del funcionamiento de la red, con la grasa de las máquinas, los tableros iluminados de los centros de control de la circulación, ni siquiera con la desgastante tarea de los expendedores en las taquillas, que veían pasar frente de sí un mundo de gente apresurada y nerviosa. A él se le habían pasado los años haciendo cuentas, realizando inventarios, llenando papeles para ordenar las compras y reposiciones de material. Su oficina quedaba bastante lejos de la estación central, pero afortunadamente cercana a su piso de toda la vida. A media mañana había llegado a su destino, e inmediatamente se dirigió a una pequeña pensión en una calle a espaldas del mar. Su habitación no era ni amplia ni especialmente confortable, pero tenía todo lo que necesitaba: una pequeña mesa con una silla descascarada, una


buena lámpara, un baño decente con ducha, toallas medianamente limpias. Pablo se dedicó a arreglar concienzudamente su ropa en el pequeño armario, puso su cepillo de dientes y su peine en el baño, y salió a buscar un bar para comer algo al darse cuenta que no había siquiera desayunado. Ya instalado frente a un filete con patatas en un comedero del malecón, percibió un bulto en su chaqueta, lo sacó y vio que era el paquete. Lo puso sobre la mesa mirándolo con disimulo, porque ya se había relajado un poco como si realmente estuviese en unas vacaciones programadas y no en esa extraña y viajera ansiedad que le había sacado de su sitio.


8 Al ir de camino hacia su almuerzo, Pablo había visto un letrero azul sobre la calle principal que decía “Al Faro, 2 KMs”. Le llamo la atención que el faro fuese algo que debía ser anunciado, al que se alentaba la visita indicando la dirección y la distancia, como si fuese algo cuyo tránsito era imprescindible, una atracción imperdible de esa ciudad ordinaria y somnolienta. Por eso ahora, frente a su postre de nata y chocolate, le estremece encontrar en otra fotografía una toma de la playa en la que, al final de todo el panorama, diminuto pero inconfundible, se ve un faro sobre un acantilado. Cancela el café que había ordenado y pide que se lo cambien por una infusión. En la fotografía no se aprecia a nadie más que a un solitario ciclista que sigue el camino junto al mar. Es una luz de otro día, más llena de nubes, la que invade insidiosamente esa imagen. Un auto se apresta a incorporarse al camino de la playa en una lejanía falsa creada con contrastes de tamaños y perspectivas aplanadas. El contorno está borroso, como si hubiese sido capturada de súbito y aún no hallara cimientos claros y seguros.

Pablo pagó con prisa, y creyó por un momento que podría alejarse de todo eso paseando por ahí, como si lo que le preocupara estuviese ahí afuera, junto a las motocicletas aparcadas en la esquina o dentro de los contenedores de basura que delimitaban de vez en cuando las fronteras entre el peatón y la máquina. Se llenó de arena los zapatos acercándose a un montón de rocas que habían servido alguna vez como rompeolas, pero que ahora estaban encalladas en la playa, eternamente secas. Se sentó a esperar a que se hiciera tarde, y no supo cuanto tiempo había pasado en realidad. Las fotos seguían pegadas a su cuerpo a través de la ropa demasiado abrigadora para esa hora y estación, y pesaban mucho más que el papel y la emulsión de las que estaban hechas. Sacó otro trozo de memoria perdida y observó con atención los


rostros en el papel que le miraban desde una mesa colocada en la esquina de una terraza en una segunda planta. Era de noche ya, en una hora no muy lejana a la que vaticinaba ahora el cielo furtivo alrededor de Pablo. La mujer de las otras fotos tenía ahí una mirada que a Pablo le parecía llena de nostalgia, como recordando algo hermoso que le había ocurrido de niña. Su marido (o al menos eso parecía) seguía distraído con las cosas más insignificantes, perdido sobre las superficies, en contraste con la mujer, que veía seguramente más lejos y con mayor intensidad. A pesar de su mano que reposaba sobre el brazo de ella, estaban a años-luz uno del otro, y podría parecer que la foto estaba trucada con recursos muchos más sutiles que los posibles con la química y las bandejas de revelado. Dos mundos simultáneos se acercaban infinitamente sin tocarse, en una atmósfera extraña precisamente por ser tan cotidiana, repetida tantas veces en otro recuerdos de vacaciones que van a dar automáticamente a los cajones o a los álbums de fotos, sarcófagos de instantes. Esa noche, ya en la habitación de la pensión, los sueños volvieron a Pablo trayéndole una especie de situación que después había tratado en vano de reconstruir, en la que él buscaba a alguien por el pueblo costero, con la desesperación contenida de un niño que ha extraviado a su madre y no tiene a donde ir, sin brújulas, sin deseos, solamente con el ansia de llegar a algún lugar reconocible, a un olor familiar, a una voz asible. En sus sueños, Pablo subía y bajaba por las calles, pero no se atrevía a lanzar un grito porque los nombres se le escapaban y no hubiese sabido articular aquel (sólo aquel) que correspondía a su fantasma. Todas las puertas eran iguales y tenían el mismo número. Todas las calles tenían el mismo letrero colgado. Nadie caminaba por las calles. Sólo a é le pertenecía esa pesadilla.


9 Pablo se dedicó a recorrer el pueblo durante los siguientes tres días, presa del nerviosismo que ahora se le había hecho habitual. Al final de aquellos paseos interminables (solo interrumpidos por breves y poco sustanciosas comidas en cualquier bar) había logrado hacerse conocido por algunas personas del pueblo: una tendera de un colmado de fruta y verdura, el dueño de un café triste pero al abrigo de los vientos, el conserje de un pequeño hotel a las afueras del pueblo. En verdad, era poco lo que él les podía decir acerca de quién era o qué hacía ahí. Ni el propio Pablo, a estas alturas, lo sabía en realidad. Charlaban un poco sobre el tiempo cambiante, sobre los turistas, sobre nada que valiera la pena. Era cortésmente esquivo frente a las preguntas, y cuando caía la tarde se iba directamente a su pensión y se encerraba en su habitación, miraba el viejo televisor en blanco y negro pero justo al comenzar el noticiero lo apagaba. Durante el día era lo suficientemente feliz como para darse cuenta de algo, tan feliz como se podía ser a su edad y en su situación, cuando todas las cosas ya han pasado y todos los sueños se han ido. Pero de noche, sólo en esa pequeña habitación, Pablo tenía que hacer un terrible esfuerzo para no acudir como borracho sediento a ese paquete de fotografías maldito que se había colado dentro de su vida haciéndola explotar en pedacitos. Hasta ahora lo había logrado bastante bien, cayendo en el sueño poco después de apagar la luz. Lo peor (o lo mejor, según el caso y como se vea) era que por más que quisiese no podía hacer surgir de su propia memoria sus propios recuerdos de su vida. Su cabeza era un pozo sin fondo en el que lo único que podía oírse era el eco de sus propios pasos presentes, lo que le había sucedido ese día o a lo mucho el día anterior, pero nada que le dijese nada de todos esos años que habían transcurrido desde su nacimiento hasta hoy, cuando se mira en el espejo y ve un rostro fatigado, surcado de arrugas, no muchas, pero las suficientes para saber que no había nacido ayer. Le extrañaba que hasta ahora no hubiese echado de menos aquello


que todos los demás seguro daban por sentado: olores de alguna comida placentera, un grito de placer o de dolor perdido en la niebla de una distancia protectora, momentos pasados en alguna plaza o en alguna reunión, entre rostros entrañables o ya vagamente familiares, instantes públicos o íntimos que servían siempre, como ese mismo espejo, para traer a sí a quién se alejaba si no se hacía ese esfuerzo cotidiano, a un sí mismo que es siempre una invención imprescindible. Ni siquiera recordaba cuándo había perdido a sus recuerdos, y era lo que le entristecía más, porque eso era algo que sí podía sentir, incrustado muy dentro de su cuerpo viejo y cansado: el dolor, la pena, el extravío.


10 A la mañana siguiente de una noche sin imágenes, Pablo estaba rondando la parte alta de la ciudad, cerca de la iglesia, cuando la vio. Vio, mejor dicho y a lo lejos, una cabeza de mujer cubierta por una pañoleta de colores vivos, y unas gafas de sol cubriendo un rostro. El corazón le dio un vuelco y casi tropezó con unos niños que jugaban en la calle al lanzarse cuesta abajo con un paso descoordinado que no acababa de convertirse en una carrera. Vio la silueta menuda doblar una esquina tras la que sabía comenzaba un callejón muy largo, por lo que bajó la marcha un poco. Sabía que aquél episodio no le sentaría bien pero no había nada que pudiese hacer. Al doblar la bocacalle vio a aquella mujer seguir por el lado más iluminado de la calle. No pudo más que notar la manera de caminar acompasada y serena de aquél cuerpo, y saber de golpe que así caminaba la mujer que había visto en las fotografías. Es curioso cómo podía saberlo solamente con la imagen de instantes detenidos, sin haber visto jamás un movimiento real, pero estaba seguro y volvió a apresurarse. Ahora aquella mujer se acercaba al paseo marítimo, y su marcha se había hecho de pronto más veloz, o al menos así le parecía a Pablo, que sin darse cuenta o llevado por un deseo cercano al ansia había acelerado también y resoplaba disimuladamente bajo su grueso jersey gris. De pronto, la mujer entró en una tienda que vendía pequeños recuerdos, y Pablo tuvo que pararse en seco para no seguir de largo. Volvió nervioso a la esquina anterior y se quedó parado ahí esperando a que saliera de nuevo. Paso un largo rato, y después vio salir a la encargada de la tienda, que miró a ambos lados de la calle y volvió a entrar. Un poco después, la mujer de la pañoleta salió un momento al teléfono público instalado fuera de la tienda, y tras hacer una corta llamada, volvió a entrar. Transcurrió otro largo rato, y entre la gente que pasaba por esa calle Pablo permanecía perdido en su secreta melancolía, esperando a que saliera aquella mujer para que ahora que el sol no caía tan de lleno,


se quitara por fin esas gafas y él la pudiera mirar por fin a los ojos, esos ojos que le decían algo y que él no sabía qué era. Un hombre bajo pero fornido se acercó por fin a la puerta de la tienda, y Pablo sintió que le miraba hoscamente. La mujer salió en dirección a él con el sujeto, pero Pablo ya no se pudo mover. Ella se quedó un poco más allá pero el hombre se le acercó directamente y Pablo no pudo reaccionar ante el primer golpe a la cara. Tenía las manos colgándole y rodó a tierra sin poder atenuar la caída. El sujeto le lanzó una patada que dio de lleno en sus muslos, mientras le gritaba cosas incomprensibles, pues todo era un murmullo confuso para él, la gente se acercaba, del otro lado de la acera unos adolescentes que se besaban pararon lo que estaban haciendo y contemplaban la escena boquiabiertos. El hombre aquél hubiese seguido golpeándole si no fuera por la intervención de su esposa, que ahora se había quitado la pañoleta y las gafas y mostraba un rostro regordete y ordinario. Ella jalaba el brazo del sujeto que le lanzaba todo tipo de insultos, entre los cuales Pablo sólo entendió que le decían pervertido y algo sobre la mierda, pero él no se cubría la cara y se quedaba quieto sobre la acera, y a alguno que miraba la escena eso le recordó cómo a veces los animales, tras una pelea, muestran a su adversario más fuerte su lado vulnerable para apelar a un instinto cercano a la clemencia, o tal vez para eliminar la competencia como ingrediente de confrontación. Ahora alguien gritaba que le dejaran, que era sólo un pobre viejo, y finalmente la pareja se fue murmurando por su camino, y el se pudo poner en pie ayudado por un muchacho que había observado la escena desde su bicicleta, alejándose después rápidamente. El pobre viejo le tronaba en sus oídos haciéndole olvidar, casi, las punzadas de dolor que sentía en las piernas y en la cara. Pablo tenía la ropa manchada y el cuerpo adormecido cuando llegó a su pensión, cubierto también de vergüenza, casi a punto de llorar, y no


respondió a la mirada inquisitorial del dueño del lugar cuando pidió la llave de su habitación con voz entrecortada. No salió de ahí en todo el día, ni siquiera para comer, y se quedo en la ducha más tiempo del que debía, cubierto de agua caliente que no sabía si le brotaba de los ojos o del grifo. Con la cara amoratada, vestido con su pijama de lana, metido en la cama, por la noche tenía entre sus manos otra vez las fotografías.


11 Otra vez, Ella. Había sido fotografiada durmiendo sobre un sillón amplio, seguramente en una habitación de hotel. Su cuerpo doblado por la cintura se extendía lánguido y cálido sin el menor asomo de tensión. Vestía una falda corta y sus piernas largas se doblaban también, permitiendo que su mano tocara la parte alta de los tobillos; sus pies descalzos eran pequeños y delicados. Su frágil cara tenía otra vez esa señal de ausencia y etheridad que a Pablo le conmovía en lo más profundo de su memoria desierta. Era como el eco de un silencio en el vacío, poderoso e impreciso. A su alrededor, Pablo imaginó otras locaciones para esa escena de sueños pálidos: un bosque, una playa, una oficina, un camarote, pero los detalles se perdían siempre y lo único que tomaba presencia cierta era aquella mujer dormida en un pedazo de papel fotosensible. Cada foto era un pretexto para quedarse asido a una imagen durante mucho tiempo, y las horas pasaban acercándolo a la madrugada sin que el cansancio pudiera filtrarse en su atención completamente absorta, obsesionada. En otra foto aparecía aquel hombre que a Pablo ya le incomodaba porque surgía y desaparecía sin poderse saber cuando irrumpiría en la intimidad abstracta que él compartía con la mujer, en un lugar que no era de nadie más que de ellos. El hombre estaba a punto de zambullirse en el mar, en el hiato entre una pequeña ola y otra, exagerando su ademán, seguramente, porque se sabía fotografiado. A lo lejos, apenas visible, un pequeño velero buscaba el viento que le orientase. Al adivinar el repentino frío de una ola, a Pablo le pareció que venía a él de muy lejos un recuerdo de un día como ese, y era él ahora el que nadaba bajo un sol como ese, y que miraba hacia la orilla buscando a alguien. En esa especie de entresueño, Pablo era más ágil, más flaco, pesaba menos, tenía más fuerzas para lanzar cada manotada. Era más joven entonces, y pensaba enfilar hacia la playa. Se detuvo un momento, otra vez viejo y cansado, en una sórdida


habitación de hotel provinciano, y se levantó para ir al baño. Después de vaciar sus riñones, Pablo se miró al espejo y aún pudo ver detrás de un rostro arrugado a un joven con ojos soñadores y luminosos, y le estremeció pensar que se veía a sí mismo hacía 35 años. Era mucho tiempo el que había pasado desde que había podido verse así. Para él, aquél muchacho había muerto hacía mucho, y como a todos los muertos los vivos habían acabado por olvidarle. Era como si un fantasma viniera ahora a visitarle porque toda esa vigilia hubiese abierto una puerta cerrada hacía tanto que ya no recordaba siquiera que existiera.


12 Después de eso, los recuerdos volvieron súbitamente de su diáspora en un tropel desordenado, como un río desbordado de sus cauces, mojando la tierra seca y haciendo germinar por todos los lugares secretos y polvosos de su cabeza imágenes que traían, cada una, alguna emoción, algún estremecimiento, algún gesto de reconocimiento: se vio a sí mismo como un niño en una casa de altas ventanas, en un barrio popular de una ciudad mediana, cuando sus días eran gozosos y despreocupados; por ahí andaba Federico, su primer amigo, buscando siempre cómo hacer rabiar a los profesores que le caían mal, ahí también se le apareció una pelea de sus padres que duró toda una semana, y que él y su hermano menor vivieron como si fuese una épica batalla de libros de aventura, sólo que esta vez sus muertos eran cercanos, las palabras amargas cortaban de verdad, y no eran espadas de madera como aquellas con las que jugaba a los piratas con sus amigos del vecindario. Volvió también su primera decepción, su primer y pequeño amor (más una exaltación que otra cosa), su primer viaje lejos de los padres cuando lloró y lloró una noche completa mientras los niños mayores de la excursión se burlaban de él sin piedad. Volvieron sus ansias de volar a solas, sus sueños escondidos de ser un gran explorador y descubrir una tierra que ningún otro hubiese pisado antes. Entonces estaba seguro que le pondrían su nombre a alguna bahía o a una montaña, y la gente preguntaría y se le diría quién había sido él, se escribirían libros (como los que tenía su tío en su pequeña biblioteca) en los que se relatarían sus hazañas y sus victorias sobre la adversidad y los elementos. Pudo recordar ahora, también, una tarde que no tuvo nada de especial, tal vez un domingo, cuando hizo un larguísimo paseo y pensó por primera vez con la honda cavilación del caminante cosas que jamás se le habían ocurrido antes, algunas terribles y otras muy bellas, pero todas lúcidas, tanto que acabó su caminata corriendo hacia su casa y durmiendo de un tirón hasta la mañana siguiente. Algunos fragmentos de esa avalancha de recuerdos carecían de precisión y eran más bien


retazos de cosas y rostros desconocidos, pero Pablo sabía que eran cosas y gente que alguna vez habían significado mucho para él, y eso era suficiente. Se sentía como frente a una gran pantalla en la que desfilaba el gran espectáculo de su vida, que por lo demás había sido bastante corriente y sin sobresaltos, sólo que le era, por fin después de tanto tiempo, cercana, casi tocable, pero al mismo tiempo nueva, renacida, por primera vez completa. Conforme se hacía de madrugada y el sol aparecía en algún rincón del horizonte, Pablo se dejaba llevar por aquel torrente furioso de pedazos conectados por el hilo frágil de una identidad que se construía en el camino. Su vida se dibujaba lentamente, adquiría contornos y volumen. Las voces se multiplicaban, los aromas, los sabores de comidas ya antiguas, y él se hacía grande de nuevo, entraba a estudiar a la universidad, hacía amigos y los perdía, peleaba, luchaba, se aburría. A veces tenía que abandonar la cama que ocupaba en este día y caminar alrededor de la habitación de tan excitado que estaba, pero volvía a ella cuando le temblaban las piernas de emoción o de frío. Algo más, sin embargo, le esperaba en ese trayecto. Él de algún modo lo sabía, pero no sabía qué era, sabía tan sólo que se acercaba a ello. Ahora el viaje se hacía inquieto conforme terminaba sus estudios y comenzaba a trabajar en un pequeño banco, primero como cajero, pero después ya como segundo contable, y pasaba sus tardes arreglando pequeñas cosas en su nuevo piso, o tomándose un café en la pequeña plaza mientras leía el diario o algún libro de política, porque esas cosas le habían empezado a interesar vagamente. Un día, una tarde, apareció, también ahí, Ella.


13 No eran exactamente iguales, ahora lo veía. Se parecían sin embargo lo suficiente como para ser una. La misma forma de caminar ligeras, la mirada quebradiza como cristal de lujo, un cierto cansancio que a Pablo le parecía bello. La cualidad del sueño en sus palabras tímidas, la sensación de un secreto inexpugnable en dos seres a pesar de todo débiles y transparentes. La misma cara delgada, la misma forma de sonreír. Podría jurar que incluso olían igual, a ese mismo perfume barato y dulzón que apenas tocaba sus presencias. Ella, aquella del recuerdo, trabajaba cerca de la plaza, y Pablo aprendió en ese tiempo remoto a esperarla cuando salía de la fábrica de ropa, a cortejarla con delicadeza, como quien corta una flor y no desea que se marchite. El Pablo de ahora, ya viejo y cansado, se dio cuenta de que el día se había hecho nuevo escondido a sus espaldas, y que había transcurrido también buena parte como si él no hubiese estado presente. Miró la última fotografía, y salió del hotel apresuradamente rumbo a la carretera del Faro. En aquella foto, detrás de un coche en un primer plano a la derecha, la mujer caminaba por una vereda junto al mar, con su sonrisa y sus gafas de sol, y se veían al margen unos pequeños acantilados que anunciaban la cercanía de un cabo en el litoral. Ahí, en la foto, era también de tarde.


14 Pablo salió de prisa, con la misma ropa que el día anterior, con la cara aún amoratada pero además con el aspecto inhumano que le teñía siempre que no se afeitaba, los ojos hinchados y ojerosos, las manos temblorosas. Las gentes del pueblo se apartaban un poco al verle pasar, y murmuraban entre sí en ese día de mercado, tal vez algo sobre la trifulca que había protagonizado ayer. Salió por fin del pueblo por donde el malecón se convertía en una carretera estrecha que seguía al mar, como muchos otros caminos en esa región de pescadores. Los recuerdos perdidos seguían inundándole la cabeza, pero se habían hecho más detallados, de alguna manera más vivos. Volvía el cortejo, la inicial reticencia de Ella, el primer beso, el noviazgo a escondidas de sus padres, en cines o al salir de los bailes, cuando la acompañaba hasta poco antes de llegar a su casa. En esos meses hacía su trabajo distraído, lo que le había valido más de un regaño, pero no era como si lo que hacía fuese más importante o urgente que pensar en ella, en lo que harían juntos si pudiesen salir de aquella ciudad mezquina que poco a poco les quedaba chica para el tamaño de sus sueños. Mientras caminaba como hipnotizado hacia el faro, Pablo tuvo la certeza de que volvía a vivir todo aquello, su búsqueda afanosa de otro trabajo en la capital, y su inmensa alegría cuando había recibido la carta que le confirmaba que había sido aceptado en las oficinas del Ferrocarril, y que debía presentarse dentro de dos meses en tal y tal lugar con los papeles del caso. Ella había llorado mucho cuando Pablo se lo dijo, y contestó con un débil «sí» cuando le pidió que se casaran y se fuera con él. Al final, los padres de la novia habían sido comprensivos, pero su madre nunca le perdonó que decidieran casarse sólo por lo civil, porque la ceremonia religiosa habría retrasado su partida y ahora sólo tenían tiempo para una breve Luna de miel en la costa, antes de irse juntos a buscar una nueva casa y una nueva vida.


15 Pablo, caminando bajo el sol deslumbrante que le daba de frente, perdido en su encuentro con la existencia perdida, casi no podía escuchar el silbido de los automóviles y camiones que corrían veloces por esa larga recta, pues la carretera tan sólo pasaba cerca del Faro y continuaba hasta un puerto importante más allá de estas playa interminables. El viento que producían en su carrera ciega le movía los mechones del pelo desordenado por el insomnio, pero nadie le decía nada o se detenía al ver (de frente o a través del espejo retrovisor) su aspecto descuidado y su gesto de orante. Cada paso que daba le traía recuerdos de ese viaje de novios en el pequeño coche que había comprado con una parte de sus ahorros. En ese entonces, recordaba, se sentía importante, como si hubiese dado un paso definitivo que le acercaba a lo que sabía que era suyo por derecho propio. En los paseos por la playa, que tanto le gustaban a Ella, la observaba a escondidas y se perdía en su mirada lejana, y al abrazarla se sentía absolutamente completo. Su primera noche juntos, al contemplarla desnuda las lágrimas atacaron sus ojos y Ella se asustó un poco, pero todo terminó con gemidos cariñosos y la certidumbre imperiosa del deseo. A Pablo, el Pablo desaforado caminando cada vez más cerca del faro, el Pablo deslumbrado por el sol de una tarde luminosa en el presente, por fin le fue concedido saber que aquellas fotografías entregadas por error le habían traído otra vez a sus secretos enterrados, a su vida detenida hacía tanto. Siguió caminando y recordando: las comidas, como las de las fotos, en pequeños restaurantes, los baños en las aguas que después eran seguidos de largas siestas sobre la arena entre besos y caricias ligeras, y un día, casi al final del viaje, el paseo en coche para ir a mirar como rompían las olas en los acantilados.


16 El camino era como éste, recto y rodeado de matorrales secos, pedregoso, con menos autos tal vez, la tarde igual, luminosa, enceguecedora. Conforme se internaba en ese día del pasado, el andar de Pablo-Viejo se hacía más lento, y el terror (un terror amorfo, sin rostro, y por lo mismo más terrible) le hacía que sus piernas pesaran más, como si fuese recogiendo piedras por el camino hasta llenar una mochila sobre la espalda; finalmente se detuvo por completo, se paró de golpe al escuchar que estaba ya próximo al cabo donde ahora veía que se levantaba un alto Faro y el mar se encrespaba al golpear con fuerza contra esa cuña de tierra, cambiando su sonido rítmico de agua sobre arena por el rugido sordo e intermitente de un animal encarcelado. La última foto que había visto antes de salir del hotel le trajo de nuevo con inescapable certeza y claridad al día en que había conducido por una carretera como esa al caer la tarde, cuando se hacía casi de noche y el cielo se había pintado de muchos colores, y Ella reía a su lado, y le decía algo en voz baja, como jugando, y él tenía que adivinar que era lo que decía únicamente mirando sus labios delgados.... La oveja había salido de una nada de matorrales junto al camino, y ahora era solo presente el gesto estúpidamente vacío del animal y el reflejo rojo de sus ojos ante la luz de los faros del coche, el giro apresurado del volante, y luego una sensación de que el tiempo se relentizaba mientras el coche volcaba, y retazos de instantes mirando, sin poder hacer nada, cómo el cuerpo de Ella se rompía mientras el coche giraba sobre sí mismo, y el larguísimo silencio cuando salía despedido por la ventana y el coche con ella aún adentro desapareciendo para siempre sobre la orilla del acantilado. El Pablo ya viejo y desquiciado por ese recuerdo de lo que había cambiado su vida por entero, aún podía escuchar como los camilleros le decían que había tenido mucha suerte al salir despedido del vehículo, y mientras lo subían en la ambulancia recordó con más fuerza que nunca las ganas de morir que le abordaron en ese momento y la rabia que sentía contra los que trataban de salvarle la vida con tubos e inyecciones.


Ahora, tanto tiempo después, Pablo empezó a caminar sin darse cuenta como oveja extraviada por la carretera. Escuchó a lo lejos, como si estuviera ya fuera de su cuerpo, el chirrido de neumáticos, y tuvo el tiempo justo de volver la cabeza para ver pasar a su lado a un auto patinando que se detenía 30 metros más allá. Él estaba de rodillas, y lloraba, cuando el conductor, aún asustado, salía del coche, lo observaba, se tocaba la cabeza con un gesto extraño, volvía a subir al auto y se marchaba sin mirarle mientras llorando y gritando Pablo se arrastraba hacia la cuneta.


17 El intercomunicador sonó, y Pablo volvió a dejar las estampillas postales sobre su escritorio. Sin responder en el auricular, abrió el portero eléctrico y se acercó a la cocina para poner la tetera sobre el fuego. Tocaron a la puerta. Abrió. La mujer de las fotografías estaba ahí, vestida con ropa más adecuada para el frío de la ciudad, y ahora que no llevaba sus gafas negras, a Pablo le pareció que sus ojos eran apagados y vulgares. Su rostro era serio, y parecía incomoda, como fuera de lugar. Respondió a su saludo, y la invitó a pasar, pero ella le dijo que tenía un poco de prisa, que venía solamente por el paquete y no le quería hacer perder el tiempo. Ella le trató de explicar atropelladamente que la gente del servicio de mensajería había cometido un error, y Pablo le dijo (a decir verdad algo secamente) que eso él ya lo sabía. Caminó con lentitud hasta un pequeño mueble y sacó del cajón el paquete de fotografías. Lo tuvo un momento entre sus manos, como pesándolo, pero después, casi sin pensarlo, se lo entregó a la mujer. Pablo la vio mientras caminaba hacia las escaleras, y su andar le pareció torpe y nervioso, muy diferente del movimiento dulce que había imaginado. Cerró la puerta y se miró en el espejo del recibidor. Su cara casi había recuperado su aspecto normal, y sólo fijándose de cerca podía verse aún una pequeña inflamación junto a su mandíbula, y un pequeñísimo corte que se había hecho al afeitarse. Volvió a la cocina, y luego regresó a su escritorio con su taza de infusión. Antes de volver a la filatelia, Pablo abrió otro cajón en su escritorio, y miró un momento la única foto que se había quedado, donde había una figura femenina dormida, soñando sueños que tal vez ni ella misma ya sabría recobrar. Pero fue sólo un momento, y luego Pablo cerró el cajón y volvió a lo suyo.


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