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Tiempo de encuentro. Lo central en la fiesta de Navidad
Lo central en la fiesta de Navidad
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¿Caemos de verdad en la cuenta, a pesar del ajetreo de las “Fiestas de Navidad”, de qué estamos celebrando un nacimiento?
Se acercan las fiestas de la Natividad del Señor. Fiestas que suponen para muchos vacaciones; paga extraordinaria para quienes tenemos la suerte de no estar en situación de desempleo; días de compras, regalos; de comidas en familia y con amigos y compañeros; días de felicitaciones y parabienes generalizados.
El nacimiento de un Niño, a quien da a luz su Madre en un pesebre, porque no encuentra sitio en la posada del pueblo al que había ido a empadronarse con su esposo y en el que le sobreviene el parto, lejos de su casa.
Un nacimiento que es festejado con sencillez por unos pastores que velan su rebaño. Un nacimiento más, de los muchos que ocurrieron aquella misma noche en el mundo, hace ahora dos mil veintidós años… ¿Un nacimiento más, entre tantos otros? ¿Caemos en la cuenta de la intensidad cósmica del Nacimiento que celebramos los cristianos en Nochebuena?
El Niño Jesús que nace es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre, que nueve meses antes se había encarnado en el vientre de María, por obra del Espíritu Santo. Es el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, el Hacedor del mundo, el Todopoderoso, el Inefable, el Infinito, Dios mismo en persona
Un Dios que se hace Hombre, para mostrar a los hombres que la salvación no está en el endiosamiento del propio egoísmo, sino en la entrega total del amor: Dios nos ha mostrado en persona - hasta el punto de despojarse de su categoría y de su rango de Dios- que el camino no está en mí mismo, sino que pasa necesariamente por la apertura y la entrega al otro para encontrarnos, no en nosotros mismos, sino juntos en Él.
Ante un Dios Omnipotente, que se manifiesta en la debilidad de un Niño recién nacido; ante un Dios Creador, Dueño y Señor de cielos y tierra, que no tiene ni posada para nacer; ante un Dios de Majestad Infinita, que nace en un pesebre; ante el Señor, que se hace siervo ¿No quedan ridículas nuestras pretensiones de endiosamiento?
Cuando nos endiosamos creyéndonos por nuestro egoísmo el centro del mundo, el más importante, el primero, el más bueno... Cuando nos endiosamos juzgando y condenando al hermano y no perdonándolo, porque es él, no yo, quien tiene que rebajarse y reconocer su error. Cuando nos endiosamos cayendo en la violencia de la guerra, de la prepotencia, de la insolidaridad, de la injusticia, de la explotación del oprimido...que nos lleva al desastre en que hemos convertido nuestro mundo, como describe el profeta Isaías
¿No queda la humanidad en el mayor de los ridículos? Pero el Señor Jesús no nace para ridiculizarnos: lo hace para salvarnos de nuestro ridículo. No ha nacido Dios en Belén, ni va a morir en el Gólgota, para reprocharnos nada, sino para ofrecernos la luz y la gracia de la salvación:
Nosotros somos ese pueblo; el Niño es nuestra luz. ¿Qué más queremos y podemos desear?
Ante tal acontecimiento ¿Cuál ha de ser nuestra actitud de creyentes? No ha de ser otra que la de preguntarnos ¿Dónde estás, Señor Jesús? Recibiendo todos y cada uno de nosotros como respuesta las palabras del ángel a los pastores:
Yo os invito, hoy y siempre, a responder como hicieron los pastores:
Sabemos perfectamente dónde están los belenes y los pañales y los pesebres de nuestro tiempo y de nuestra sociedad y de nuestra naturaleza humana...representados en tantas situaciones de vulnerabilidad y pobreza, donde la vida y la esperanza vencen.
En ellos, sólo en ellos, encontraremos al Señor Jesús, como bellamente reza la felicitación navideña de Cáritas diocesana, que sabe muchísimo de encontrar a Jesús en los pobres: