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El monstruo pentápodo
Deseo incontenible y delito
Por Svetlana Larrocha
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Para R. A.
“Soy como un depredador enjaulado que observa a sus presas, tan cerca y tan lejos, con el deseo de brincar sobre ellas y saborear todo lo que son.” R. A.
El monstruo pentápodo Liliana Blum Editorial Planeta Col. Bordes 2017 268 pp
Raymundo sintió una irreprimible atracción por su hermana desde el nacimiento de ésta, cuando él tenía quince años. Adoraba que el “accidentito” de sus padres le succionara el dedo, y solamente recibía una reprimenda de la madre, quizá por tener las manos sucias... “se va a enfermar”, decía la progenitora. “La sensación era maravillosa...”
Esos primeros meses, él se embelesaba mirando “la quesadilla lampiña y carnosa entre aquellas piernitas regordetas”. Así, con esa naturalidad, Julieta, Julie, amaba a su hermano, y la madre agradecía al hijo mayor que, solícito, bañara a la pequeña. “Una Julie de cinco años de pie, con el agua hasta la mitad de los muslos y la cabeza llena de espuma con olor a uva…” Ese momento —inolvidable— en que los dedos con jabón se internaron en la pequeña vulva, ese momento que se repitió hasta que esos dedos acariciaron “el contorno de la almendrita clitoral una y otra vez”.
Al hablar de pedofilia, la pregunta inicial es: ¿qué motiva esta patología/ preferencia sexual? ¿El pedófilo, o pederasta, nace así o se hace? Tema tabú, y, sin embargo, presente “hasta en las mejores familias”, el abuso infantil se encuentra en la historia cotidiana desde tiempos sin memoria. El monstruo pentápodo (Planeta, 2017), de Liliana Blum, es un inquietante intento de penetrar y comprender la mente y la conducta de quien padece esta sicopatía.
“En el instante de eyacular por primera vez en su vida, Raymundo había insertado los dedos profundamente dentro de su hermanita, quien había dado un grito lleno de dolor y en seguida se dejó caer en el agua.” Todo se repitió, con algunas variantes, hasta que la niña llegó a la pubertad y la relación se terminó “como un contrato que se rompe sin poder dar marcha atrás”.
La historia es clara y directa: el secuestro y encierro —por varios meses— de Cinthia, pequeña de cinco años, por Raymundo Betancourt, con la colaboración de su “pareja”, la acondroplásica Aimeé. Raymundo es un hombre común y corriente: soltero cuarentón, profesionista de la construcción, responsable, inteligente, meticuloso, un buen tío con los hijos de su única hermana, e incluso humanitario con los animales, como lo demuestra su relación con Isidro Labrador, su perro-carnada.
“No le gustaban demasiado jóvenes: aún eran cabezonas y de extremidades gruesas y suaves, como si no terminaran de superar la etapa de bebés. Larvas. No estaban listas todavía. Tampoco le apetecían las entradas en la pubertad. Les empezaba a cambiar el contorno del cuerpo y no existía nada más repugnante que esos pezones en forma de cono que se levantaban debajo de sus blusas. Su tipo eran las niñas delgadas, atléticas, de fac-
ciones finas, ni muy blancas ni muy morenas: niñas auténticas, no bebés grandes ni mujercitas en proceso.”
A Liliana Blum le gustan los personajes “diferentes”, las mujeres en estado de vulnerabilidad y desesperanza. Recordamos a Pandora (de la novela del mismo nombre (Tusquets, 2015), con su grotesco sobrepeso; e Irlanda, la mujer de labio leporino en Cara de liebre (Seix Barral, 2020). En El monstruo… es Aimeé con su figura pequeña (aunque no tanto como su autoestima) que con tal de recibir un poco de atención y de “amor” se hace cómplice del pedófilo.
“No niego lo que sucedió. Admito que hice lo que hice. ¿Por qué no pueden comprender eso? El otro día vino a verme una mujer a hablar conmigo. No recuerdo bien qué era, si abogada o investigadora. Quería saber si yo noté desde el principio detalles anormales sobre él. No me gustó su tono de voz. Se me quedó mirando con los ojos chiquitos, como si quisiera leer mi mente para sacarme la verdad. Le dije que yo había notado que si íbamos a un restaurante él escogía una mesa cerca del área de juegos, o prefería las películas infantiles a los éxitos de cartelera. ¿Pero eso qué tiene de malo? Cuestión de gustos.”
Cinthia es la segunda de las niñas secuestradas. Ya antes, Raymundo había secuestrado a Norma, Normita, porque “ella había sido muy pequeña o él demasiado rudo”. Lo cierto es que esa vez las cosas se salieron de control y la niña acabó con un disparo y enterrada por un camino carretero.
Blum eligió la tercera persona para dar voz a Raymundo (¿un alejamiento consciente?); y para Aimeé, la primera, ya en prisión por su complicidad con el victimario, través de cartas y diarios. La intertextualidad referencial es otra voz: Vladimir Nabókov, John Fowles, Joyce Carol Oates, entre otros, son guías estratégicas e incluso lecturas obligadas para los interesados en el tema.
Donde El monstruo pentápodo decae es en la construcción de algunos personajes. Por ejemplo, Susana, madre de Cinthia, aparece débil, flotante. Podría decirse que es un elemento de relleno. Como si la autora considerara necesario decir al lector que la niña es buscada —¿amada?—, y así justificar que aunque fue secuestrada en un descuido materno, éste está “allí”.
Igualmente, algunos pensamientos inverosímiles de Cinthia, repito, de cinco años, que, por momentos, en la narrativa, parece mayor, siendo tan pequeña. Otro punto que le resta excelencia a la novela es: en el centro de la obra, la transformación de Raymundo en “gemelos” a los ojos de Cinthia; y tampoco resulta creíble eso del “contrato” de esclavitud sexual y la violencia manifestada, cuando antes la conducta de Raymundo fue de tolerancia y condescendencia.
Como dije al principio, El monstruo… es un intento de adentrarse en la oscuridad de la mente enferma del pederasta secuestrador. Es un intento que no se consigue, a pesar de la prosa pulida, deslumbrante y limpia de Blum, por el elemento conclusivo: el castigo que deben recibir quienes delinquen, una idea romántica y maniquea. Al menos en la realidad.
El monstruo pentápodo no es un elogio del crimen: es una obra que hará que el lector se estremezca de repudio y/o asco, al imaginar sangre entre orines y gritos de una niña en un sótano, que podría ser la de cualquier casa.
“Raymundo tendió a Cinthia sobre el suelo. Ella giró la cara para poder respirar y la mano de él se posó con fuerza sobre su cuello. Podría romperlo si quisiera, o si ella lo obligaba. No tenía que ponerle palabras a esta idea: estaba seguro de que ella también lo entendía así. La sangre fluyendo por la aorta infantil palpitaba contra sus dedos. La tibieza de la vida: literalmente en sus manos.
“Con la otra mano movió las piernas desnudas de Cinthia hasta dejarlas en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Notó cómo los vellitos de su espalda se erguían. El miedo se parece tanto a la excitación. Para fines prácticos es lo mismo., pensó antes de untar lubricante entre los pliegues de la vulva y penetrarla despacio. No quería desgarrarla. Eso sería terrible. Contraproducente, sobre todo.” Tropo
Reedición de un díptico necesario
Por Fernanda Montiel
El libro vacío / Los años falsos Josefina Vicens FCE 2020 330 pp
Al sostener en tus manos la reciente edición (agosto 2020) del díptico literario de Josefina Vicens, al tener contacto con el cuerpo y el contenido (no precisamente con el diseño de la portada), las hojas internas y su característico olor a papel nuevo, podrías tener de inmediato esa sensación del México de los años 50, cuando los logros femeninos eran poco incluidos en las áreas de la sociedad patriarcal y paternal. Las mujeres entre 1950 y 1960 tomando “pala y pico” abren brecha a las nuevas generaciones de chicas liberándose del juicio social por ser ellas mismas y demostrar su fuerza.
Así se mira a Josefina Vicens, una activista consagrada, guionista, indexada en los anales de nuestra historia nacional como una de las escritoras más importantes de la literatura del siglo XX. La escritora tabasqueña (1911), junto con todo un movimiento de mujeres “poderosas”, es decir, a la vanguardia del cambio, rompe los paradigmas antiguos, esos que repiten hasta el cansancio los sistemas de control social y la visión de una sociedad en constante cambio; y para romper esas creencias había que disfrazarse, enmascararse para participar en un mundo moderno ideado para y por hombres.
Entonces, ella no era Josefina Vicens, era José García, Pepe Faroles o Diógenes García, seudónimos que le dieron renombre a su obra. José García también es el protagonista de su novela El libro vacío (1958) que le otorgara el premio Xavier Villaurrutia y que hoy comentamos en esta edición reciente del Fondo de Cultura económica que incluye su obra Los años Falsos (1982), escrita décadas después, ambas consideradas joyas de nuestra literatura.
La lectura de El libro vacío es una especie de desesperación constante: tener en tus manos un libro vacío solo lo pudo haber hecho posible y de manera magistral esta autora. José García es el típico homo, cuyo sapiens está en la burocracia de la vida. Relata la vida cotidiana de una cultura profundamente fantasiosa, y ese diario acontecer nos lleva a un ocio y a un empezar y terminar y empezar y terminar porque el libro no puede ser escrito ni llevado a un clímax ni a una conclusión. Hay que imaginar un libro que contiene nada, así, nada. Sin principio, sin fin, ¿cómo lograrlo?
José García es el personaje ideal para expresar esta necesidad de querer hacer un libro y que termine v a c í o. Su personalidad como una especie de patrón de comportamiento, cuyo rondar termina siempre en el mismo lugar de desidia, de enojo, de intolerancia, de lujuria y desparpajo, y al mismo tiempo de reconocimiento de sus acciones que lo conectan con el amor, la ternura, el agradecimiento y la magia.
No hay libro, porque al escribir la vida se delata la distracción, el salirse por la tangente, en letras que salen como una especie de cascada de pensamientos desordenados y al mismo tiempo van teniendo orden al exaltar las características de este personaje que se ve a sí mismo todo el tiempo; como un autoanálisis de su propio yo en un estado de incertidumbre, porque sus emociones e instintos básicos lo conectan con un desorden para llegar a nada, al vacío, a la inutilidad, a la pérdida del tiempo, y en esa polaridad se va llenando el libro de nada. Tropo