Revista Tropo a la Uña N. 26

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p a p i r o s

Deseo incontenible y delito Por Svetlana Larrocha Para R. A. “Soy como un depredador enjaulado que observa a sus presas, tan cerca y tan lejos, con el deseo de brincar sobre ellas y saborear todo lo que son.” R. A. El monstruo pentápodo Liliana Blum Editorial Planeta Col. Bordes 2017 268 pp

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aymundo sintió una irreprimible atracción por su hermana desde el nacimiento de ésta, cuando él tenía quince años. Adoraba que el “accidentito” de sus padres le succionara el dedo, y solamente recibía una reprimenda de la madre, quizá por tener las manos sucias... “se va a enfermar”, decía la progenitora. “La sensación era maravillosa...” Esos primeros meses, él se embelesaba mirando “la quesadilla lampi-

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ña y carnosa entre aquellas piernitas regordetas”. Así, con esa naturalidad, Julieta, Julie, amaba a su hermano, y la madre agradecía al hijo mayor que, solícito, bañara a la pequeña. “Una Julie de cinco años de pie, con el agua hasta la mitad de los muslos y la cabeza llena de espuma con olor a uva…” Ese momento —inolvidable— en que los dedos con jabón se internaron en la pequeña vulva, ese momento que se repitió hasta que esos dedos acariciaron “el contorno de la almendrita clitoral una y otra vez”. Al hablar de pedofilia, la pregunta inicial es: ¿qué motiva esta patología/ preferencia sexual? ¿El pedófilo, o pederasta, nace así o se hace? Tema tabú, y, sin embargo, presente “hasta en las mejores familias”, el abuso infantil se encuentra en la historia cotidiana desde tiempos sin memoria. El monstruo pentápodo (Planeta, 2017), de Liliana Blum, es un inquietante intento de penetrar y comprender la mente y la conducta de quien padece esta sicopatía. “En el instante de eyacular por primera vez en su vida, Raymundo había insertado los dedos profundamente dentro de su hermanita, quien había dado un grito lleno de dolor y en segui-

da se dejó caer en el agua.” Todo se repitió, con algunas variantes, hasta que la niña llegó a la pubertad y la relación se terminó “como un contrato que se rompe sin poder dar marcha atrás”. La historia es clara y directa: el secuestro y encierro —por varios meses— de Cinthia, pequeña de cinco años, por Raymundo Betancourt, con la colaboración de su “pareja”, la acondroplásica Aimeé. Raymundo es un hombre común y corriente: soltero cuarentón, profesionista de la construcción, responsable, inteligente, meticuloso, un buen tío con los hijos de su única hermana, e incluso humanitario con los animales, como lo demuestra su relación con Isidro Labrador, su perro-carnada. “No le gustaban demasiado jóvenes: aún eran cabezonas y de extremidades gruesas y suaves, como si no terminaran de superar la etapa de bebés. Larvas. No estaban listas todavía. Tampoco le apetecían las entradas en la pubertad. Les empezaba a cambiar el contorno del cuerpo y no existía nada más repugnante que esos pezones en forma de cono que se levantaban debajo de sus blusas. Su tipo eran las niñas delgadas, atléticas, de fac-


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