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El pozo

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PORTAFOLIO

PORTAFOLIO

Por E. Calder

La oscuridad es tan densa que, aun con los ojos abiertos, no veo nada excepto las estrellas. Me duelen el cuerpo y el alma. ¿Cómo me permití caer en este pozo tan profundo?

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Recuerdo que en nuestros días de noviazgo todo parecía perder el color ante la luz de sus ojos. Julieta iluminaba mis pasos, me aconsejaba, evitaba mis tropiezos y me guiaba cual faro. Todo eso solo parece un recuerdo distante, y más ahora que estoy en este pozo interminable.

Me levanto. La fuerte resaca punza en mi cabeza con cada latido y, por enésima vez, vuelvo a asirme de las rocas salientes al alcance de mis manos. Tengo que alcanzar la raíz que sobresale de la pared, así que me impulso lo más que puedo. La agarro, apenas, con la mano izquierda, clavo los dedos de mi diestra en la tierra húmeda, y busco asidero para mis pies. Descanso un momento.

Nunca nada igualó la luminosa sonrisa de dicha que esbozó Julieta ante el altar, cuando el cura nos dio su bendición. Incluso sus ojos y sus labios parecían unirse en esa gozosa expresión que, eventualmente, se oscurecería.

Respiro un par de veces más y me abalanzo hacia mi siguiente objetivo: una piedra a unos 20 centímetros de mi cabeza. Un dolor agudo atraviesa mi dedo. ¡Carajo, me rompí la uña con la maldita roca! Aprieto los dientes y me pego más a la tierra. Huele a humedad, a podredumbre.

Al año de casados, y tras unos días en cama, Julieta fue a ver al médico. Una sombra cubrió sus ojos cuando me compartió el diagnóstico. La palabra cáncer nunca sonó tan negra como cuando salió de sus labios trémulos.

El siguiente paso es el más complejo. Necesito lograrlo. Después de mis intentos anteriores, estoy seguro de que no resistiré otra caída. Tengo los dedos engarrotados y los antebrazos temblorosos por el esfuerzo, pero no puedo rendirme. Apenas y puedo ver la silueta negra de la cuerda que pende de la boca del pozo. Doblo ligeramente las piernas y me impulso con todas mis fuerzas.

El tratamiento no funcionó como el médico esperaba y la luz de la esperanza se hizo cada día más pequeña, hasta que se extinguió. El mal se había extendido; ya era terminal.

Alcanzo el cabo colgante, a unos centímetros del extremo raído. Las punzadas en mi cabeza son cada vez más intensas, así como el dolor en brazos, manos y costados. Ahora sólo tengo que subir.

Y, como la esperanza, poco a poco, Julieta perdió su luz. Cuando finalmente se apagó, ella ascendió a formar parte de las estrellas a las que ahora me aferro desde este maldito pozo.

Primero me negué a aceptar su ausencia; después me envolvió la ira contra ese Dios al que ella adoraba y que terminó por arrebatármela.

Tiro con ambos brazos, pongo una mano arriba de la otra y repito la operación. Subo, poco a poco, hasta que hay suficiente cuerda para enredar una pierna. Descanso.

Quise negociar mi propia partida, pero sabía que, si era partícipe en mi muerte, de acuerdo a los preceptos de esa Iglesia en la que ella creía, jamás podríamos estar juntos en la eternidad. Entonces, por un tiempo, me refugié en el trago.

Una estrella parece llamarme desde el firmamento, cual faro. Con redoblados bríos, retomo el ascenso. Subo y subo hasta casi alcanzar el borde y… resbalo. Me aso con más fuerza. La uña, el dedo, la mano, el cuerpo, el alma…, todo me duele. Vuelvo a subir.

Después de un tiempo dejé el trago y aprendí a vivir con su ausencia. Pero, en ocasiones como esta, el aniversario de su partida, me asaltan los recuerdos. Brindé por ella y, sin querer, una copa siguió a la otra hasta que alcancé un doble fondo oscuro: el de la botella y el del pozo.

Arriba, la luz de las estrellas y una vida sin Julieta; abajo, un hoyo negro que promete liberarme del dolor de una existencia sin ella.

Ahora solo queda un salto para decidir mi destino.

Tropo

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