BOGOTÁ CUENTA LAS ARTES: VOL. III

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bogotá cuenta las artes Una producción de la alcadía mayor de bogotá + idartes + ceper uniandes




ALCALDÍA MAYOR DE BOGOTÁ Alcalde Mayor de Bogotá Gustavo Petro Urrego

SECRETARIA DE CULTURA, RECREACIÓN Y DEPORTE Clarisa Ruiz Correal

INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES - IDARTES Director General Santiago Trujillo Escobar

Subdirectora de las Artes Bertha Quintero Medina

Gerencia de Arte Dramático

Nathalia Contreras Álvarez Gerencia de Artes Plásticas y Visuales María Catalina Rodríguez Ariza Gerencia de Audiovisuales Julián David Correa Restrepo Gerencia de Danza Lina María Gaviria Hurtado Gerencia de Literatura Humberto Valentín Ortiz Díaz Gerencia de Música Alba Yaneth Reyes Suárez

Alcaldía Mayor de Bogotá 2015 Instituto Distrital de las Artes 2015 Portafolio Distrital de Estímulos 2014 Productos periodísticos ganadores de la Beca de Periodismo y Crítica para las Artes 2014


© Bogotá cuenta las artes VOL. III Primera edición: abril de 2015 cerosetenta.uniandes.edu.co/bogota-cuenta-las-artes-vol-iii ISBN 978-958-8898-08-7 Coordinación editorial Centro de Estudios en Periodismo CEPER Diseño y diagramación Agencia de Periodismo CEPER

Agencia de periodismo MediaLAB

CEPER

El contenido de este texto es responsabilidad exclusiva de los autores y no necesariamente representa el pensamiento del Instituto Distrital de las Artes ni del Centro de Estudios en periodismo CEPER. Esta publicación no puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable o transmitida en medio magnético, electromagnético, mecánico, fotocopia, grabación u otros sin previo permiso de los editores.


ganadores

Cristobalina, Juan Carlos Pérez, Ana María Gómez, Diego Andrés Guerrero, Julián Andrés Llanos, Ana María Trujillo

Conferencistas invitados

Juan Mejía, Raul Parra, Sofía Helena Sánchez, Gilberto Bello, Pedro Adrían Zuluaga, Diego Garzón, Alberto Salcedo Ramos, Daniel Riera, Daniel Samper Ospina, Ricardo Silva Romero, Juan Miguel Álvarez, Alejandro Gómez Dugand, Jimena Zuluaga, Roberto Herrscher, Omar Rincón, Lucas Ospina, Catalina Rodríguez, Juan David Correa


bogotรก cuenta las artes


.índice Cuando se ha olvidado todo: Periodismo de las Artes en Bogotá María Paula Martínez pág. 9

El hombre de la gran marcha

Cristobalina pág. 17

Cuando los ancestros se pronuncian Juan Carlos Pérez pág. 26


El mito de Bodhrán Ana María Gómez pág. 35

Yo soy sapo de este pantano Diego Andrés Guerrero pág. 44

La memoria tiene los suyos Julián Andrés Llanos pág. 54

Boga Bogotá Ana María Trujillo pág. 63



Cuando se ha olvidado todo: Periodismo de las Artes en Bogotรก


E

n septiembre de 2014 la revista cultural “El Malpensante” lanzó un grito de auxilio para no desaparecer. Una noticia vieja para lectores y no lectores que reconocen que hacer periodismo narrativo y cultural es cada vez más difícil. Su fundador, Andrés Hoyos, envió una carta a todos los suscriptores sobre la crisis de la publicación: “les diré que a estas alturas padecemos de una fuerte soledad puesto que las demás publicaciones culturales del país han ido desapareciendo una tras otra (…) La mencionada soledad nos ha convertido en una institución, porque quienes no reciben una vez al mes El Malpensante se pierden de un cuadrante del mundo que entre nosotros no figura en ningún

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otro medio. Cualquiera diría que la cultura y las artes, en especial la literatura, van en retroceso en Colombia”. Pareciera que mientras unos temas ganan espacio en la nueva era digital, el periodismo cultural los pierde. El periodismo deportivo es más fuerte, el económico tiene nuevas posibilidades, el político mantiene su liderazgo y esto se hace evidente en la creación de portales web como La Silla Vacia, Las dos orillas, Kienyke, Futbolred, entre muchos otros. En la cultura, en cambio, no hay producciones digitales que valgan la pena, y además, una de las revistas impresas más emblemáticas podría desaparecer. En 2014 se cumplen, además, 20 años de la llegada del internet a Colombia y en el campo de los medios de comunicación empiezan a notarse los cambios que al principio parecían sutiles y que ahora hacen visible su profundidad y complejidad. No es solo un cambio en la manera de escribir, de titular, ni en las dinámicas de producción. Eso son efectos colaterales de la tecnología. Los cambios que merecen atención están en las audiencias y el surgimiento de nuevas ciudadanías y comunidades que se relacionan distinto y consumen y producen información desde otras lógicas. Lo anterior es importante para el periodismo cultural en la medida que lo obliga a re-pensarse como un oficio de investigación, de profundidad,

de puntos de vistas –en fin: de diálogo. Características que en el caso colombiano habían quedado opacadas por las lógicas comerciales y el mal trabajo del periodista que limitó el quehacer al terreno exclusivo de la opinión y de las reseñas tipo publicidad de los eventos que pasaban cada año por las tarimas, librerías y cinemas del país. Hoy abundan las páginas de publicidad sobre las novedades editoriales, de música o audiovisuales. Los blogs culturales son muy fuertes y en algunos lugares como Nueva York o París, hay portales exclusivos de notas informativas culturales que no son hechos por periodistas sino por artistas, cinéfilos, escritores. Como es el casodel portal norteamericano rottentomatoes.com, en el que la audiencia califica y hace crítica de las películas en taquilla o la aplicación web mexicana eventario.mx que agrega y georeferencia todos los eventos culturales de la ciudad. ¿Y el periodista cultural que hace entonces? En el peor de los casos ha desaparecido de la escena. Perdió la lucha que mantuvo por varias décadas en las salas de redacción contra las historias de la guerra, la política y la economía y quedó enfrascado en nuevas secciones como “buen vivir”, “bienestar” y “entretenimiento”. Cómo dice Nicolás Morales a propósito del caso de “El Malpensante”, la cultura es menos sexy que la pobreza: “En un país pobre la cultura no la tiene tan fácil como en el primer mundo: un comedor comunitario o un centro de atención a neonatos 13


siempre lucirá mejor que una publicación cultural a punto de quebrar. Y probablemente eso sea razonable. Sin embargo, un país también es pobre sin revistas. Y muy pobre”.

Hoy, cuando los medios de comunicación son escenarios de representación social y fuente desde la que evaluamos nuestras experiencias sociales, hay que preguntarse cómo está quedando depositada la cultura y de qué manera los periodistas estamos construyendo un imaginario colectivo sobre las costumbres y las nuevas formas de ser y estar en el mundo. Pero más que eso -que es una tarea clásica, tradicional y en parte mal lograda- las nuevos ciudadanos no tienen como único rol hacer evidenciar lo excluyente que son las agendas y que solo una pequeña parte de Bogotá pasa por los medios tradicionales. Además, tienen la posibilidad de crear historias diversas y participar de espacios colectivos de construcción de relatos que den cuenta de todos los matices de la capital del país. Una Bogotá que tal vez nunca se gane la etiqueta de la ciudad más innovadora del país, ni tenga ningún festival que merezca ser nombrado patrimonio de la humanidad por la Unesco, pero que reúne las contradicciones de un lugar histórico, político, precario, moderno, tecnológico, masivo, desordenado, único.

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*** Así, alentados por las tantas historias que hay por contar de las artes en una ciudad como Bogotá, inauguramos en abril la tercera versión del Concurso de Periodismo y Crítica para las Artes 2014, un proyecto conjunto del Instituto Distrital para las Artes IDARTES, el Centro de Estudios en Periodismo CEPER - Uniandes y la Fundación Arteria. Hace dos, años cuando inició esta iniciativa, temíamos que el tema no fuera atractivo y que pocos bogotanos llegaran motivados a hacer periodismo de las artes en una ciudad cuyo alcalde estaba preso, la corrupción había plagado de ruinas cada esquina de sus barrios y donde la discusión política protagonizaba la agenda de los medios. Para nuestra sorpresa, fueron muchas las personas que estaban motivadas a reportar su ciudad desde otro crisol. Con esta tercera edición, celebrada este año, ya son cerca de 120 personas que han estado en todas las fases de este concurso. A diferencia de las dos versiones anteriores, esta edición contó con la participación de invitados internacionales que enriquecieron las discusiones con las experiencias artísticas de sus países. En el tema de música, por ejemplo, tuvimos tres módulos muy diversos. El primero


estuvo a cargo de la guitarrista y compositora Sofía Helena Sánchez, y estuvo enfocado en paisajes sonoros. Un segundo módulo contó con la participación de Alberto Salcedo Ramos, Daniel Samper Ospina y el cronista argentino Daniel Riera, quienes dialogaron sobre la producción de crónicas acerca de grupos musicales y la investigación cultural en el campo del deporte y el rock. Finalmente, el tercer módulo estuvo a cargo de Roberto Herscheer, periodista argentino, director de la Maestría en Periodismo de la Universidad de Barcelona, y experto en Ópera, quien hizo una reflexión sobre las nuevas narrativas para abordar la música clásica. Fueron en total cuatro charlas magistrales y catorce talleres de formación. Las primeras estuvieron a cargo del periodista y director de la revista Arcadia Juan David Correa, el artista Lucas Ospina, director del departamento de Arte de la Universidad de los Andes y los gestores y líderes de este programa: Catalina Rodriguez, gerente de artes plásticas de Idartes y Omar Rincón, director del Centro de Estudios en Periodismo Ceper. Los talleres contaron con la participación de Juan Mejia (artes plásticas), Raúl Parra Gaitán (danza), Sofía Helena Sánchez (música), Gilberto Bello (teatro), Ricardo Silva Romero (literatura), Pedro Adrián Zuluaga (artes visuales) y un grupo de periodistas como Alberto Salcedo Ramos (crónica), Alejandro Gómez Dugand (géneros

periodísticos), Diego Garzón (periodismo y arte), Roberto Herscheer (periodismo y música clsica), Jimena Zuluaga (edición periodística), Juan Miguel Álvarez (reportaje), Juan Camilo Chávez (gestión y producción) y María Paula Martínez (coordinación). Los becarios participantes conformaron un grupo de treinta y cuatro personas provenientes de diferentes disciplinas: artes, humanidades, ciencias, estudiantes y profesionales que se reunieron durante 10 semanas en la Universidad de los Andes para reflexionar y aprender sobre cómo hacer periodismo de las artes en clave local y descubrir juntos nuevas formas, espacios y miradas para hablar sobre esto que nos hace sentir en comunidad, aquello que es inasible, intangible y que nos da significado. Eso que se llama la cultura y que según el político y académico francés Edouard Herriot “es lo que queda cuando se ha olvidado todo”.

María Paula Martínez Bogotá, noviembre 14 de 2014. 15



La gran marcha de Laignelet por Cristobalina

Foto: Cristobalina


C

on los ojos clavados en sus manos y con las manos puestas sobre un pequeño busto de arcilla polimérica de color gris, Víctor Laignelet modelaba la primera escultura de la Gran Marcha, obra gestada durante más de siete años y que solo hasta ahora, según su exigente criterio, lograba llevar a su madurez. Había destinado un espacio en una esquina de la mesa, en un lugar desde el cual era posible aprovechar la luz natural que entraba por la ventana hacia su taller, una cúpula luminosa de treinta metros cuadrados ubicada en el último piso del edificio en donde vive en un bosque sobre

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la falda de una montaña bogotana. Adentro destellan aromas de madera, óleo, trementina, tintas y metales que vienen y van sobre un leve y constante olor a papel y palo santo. Los aromas, la temperatura y los tonos son el líquido amniótico dentro del cual se incuba (como en una fábrica de íconos) la noción de multitud e historias anacrónicas de La Gran Marcha. La obra pone en tensión temporalidades distintas, geografías diversas y opuestos culturales: La Gran Marcha, en delicados dibujos, pinturitas, textos y esculturas, presenta la lucha iconográfica a la luz de articular singularidades con arquetipos. Allí están, traídos al terreno, la fragilidad del campesino colombiano y el gesto sutíl y silencioso de la respiración frente al poder, las imágenes sobre las que Colombia se debate entre una izquierda o derecha icono-lógica, y en todo caso, se pliegan con la astucia del hombre de La Gran Marcha cuando se tropiezan con raíces en lugares extranjeros, quizá porque en él mismo se entraña la llegada de un Cristo redentor en Canadá, una transvanguardia neoyorkina, el arrondissement 16 de París, la catedral de Chartres, la mezquita de Córdova en España, la contemplación del conocimiento occidental y en la tradición tántrica de oriente en la India. Por ser el día de Saturno vestía de negro. Ese sábado en su taller sonaba el Kronos Quartet, y mientras esperaba a que el disco llegara al final para poder escuchar el cover que habían hecho de Jimi Hendrix, mantenía una inquebrantable

concentración sobre el pequeño busto de arcilla polimérica. Con un cuchillo le quitó pedazos a la espalda hasta ajustar el tamaño, con la gubia la rayó, luego la hizo aún más angosta y le volvió a rayar la espalda con líneas horizontales que partían del centro y se abrían hacia los costados como si fueran los músculos. Sus ojos inmersos en el envés del busto no salieron del embrujo sino hasta el momento en que reflexionó sobre lo que estaba haciendo: “Llevo toda la mañana trabajando en la espalda del busto y ni siquiera se va a ver”. Mientras tanto, al sostener la escultura desde el rostro para trabajar en la parte de atrás, éste aguantaba la presión de sus huellas causándole un desgaste inofensivo en la expresión, que pese a estar apenas insinuada ya emitía quejas de existencia; como si la boca estuviera medio abierta, como si los ojos estuvieran tristes, como si el entrecejo recibiera la luz por primera vez. –Pero es importante trabajar en la espalda de las cosas. Así no se vaya a ver, de alguna manera la espalda estará reflejada en el rostro. Quienes conocen a Víctor saben que la serenidad es su estado dogmático y habrían adivinado también, que ese sábado mientras trabajaba en la primera escultura de la Gran Marcha, tal serenidad padecía de cierta entonación de dicha. –¡Qué placer trabajar en algo que uno desconoce!–, dijo.

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Y es que ninguno de sus estudiantes hubiera podido sospechar que aquel rostro sereno era el resultado de unas cuantas cinceladas sobre su espalda. El piadoso observador de lo humano, del contexto como síntoma espiritual y de las traslúcidas relaciones del arte con la vida, había sido para muchos un pintor prófugo, pero la realidad era que cansado del juego de vanidades y en una saturación por el sinsentido del mundo del arte, había hecho lo que un artista jamás pensaría: en la Bogotá de 1997, y con el premio de artes más importante de Colombia en sus manos (el Luís Caballero), Víctor decidió retirarse. Atravesó una década oscura no solo por su ocultamiento sino por las coyunturas económicas y se sumergió sin ninguna clase de titubeo en el profundo deseo, quizá algo inocente o quizá algo ambicioso, de lubricar la bisagra hacia tiempos más vívidos para él y para la concepción de las artes en Bogotá y Colombia. Ese tipo de decisiones toman sentido con el tiempo y quizá han repercutido en que hoy en día un grupo de artistas acudan a él para aprender un poco más de lo que el contexto universitario permite enseñar. A menudo lo visitan, y cuando van por la ruta usual, toman Transmilenio para luego caminar hacia el oriente, pasar por más de 150 escaleras separadas por tramos ascendentes hasta llegar al bosque. Una vez dentro del edificio, suben 35 escalones en espiral para llegar al último 20

piso. Llegan exhaustos, pero van con el mismo ánimo con el que el pintor prófugo alguna vez buscó respuestas por su propia cuenta. Saben, tal vez, que el estar exhaustos es un precio justo para evitar bajo la guía de su experiencia una búsqueda solitaria, sobre todo cuando siempre son recibidos en el comedor con té. Víctor sirve el té en tazas de colores vivos y al lado de la taza siempre pone un pequeño recipiente en forma de crisol. Tiene una fuerte fijación con el sentido de la justicia, con el equilibrio y con el punto medio, por eso siempre en el pequeño recipiente en forma de crisol deposita la bolsa de té antes de que llegue a destilar en el agua demasiado amargor. Como pintor, presta especial atención al color de la comida y a los platos de fondo, pero en ocasiones especiales prefiere servir el té en una tetera y tazas pequeñas de color negro. –Un buen pintor, es un buen cocinero– dice con frecuencia, y en su ánimo congénito por practicar la docencia, nunca desaprovecha oportunidad para dar una lección. “Aquella noche era época de tesis”, recordaba un joven artista que había conocido a Víctor como profesor de artes de la Universidad Nacional y lo visitaba para recibir dirección en su tesis de pregrado. “En esos tiempos me intimidaba la presencia de Víctor. Estábamos conversando, seguramente de mi tesis, y dijo ‘¿quieres una


arepa?’ Fue y puso las arepas en un fuego críticamente alto. Me seguía hablando pero yo no podía escucharlo porque las arepas quemándose se convirtieron en una idea fija en mi mente. Luego dijo: ‘¡Ay, las arepas!’. Fue, apagó el fuego y las sirvió en sus platos negros de borde rojo. Luego trajo los cubiertos y para mi sorpresa el mío era un hermoso tridente de plata y me dijo: ‘Debemos retirar los bordes negros’. Yo lo intenté pero por la timidez fallaba, entonces me dijo: ‘mira, córtala así’, y al cortar los bordes quemados las arepas quedaron con curiosas formas geométricas. Yo siempre al lado de Víctor he sentido que, ocultas en su despiste, titilan grandes lecciones”. Cuando Víctor, el artista de éxito, vivía en París, una persona dedicada a la moda le había arrendado un taller muy oscuro en el arrondissement 16. Allí, en alguna ocasión, lo había visitado Gabriel García Márquez para hablar sobre los asuntos de la paz en Colombia y como una suerte de preludio para sus radicales cambios futuros, en ese mismo taller tuvo una clara aprensión: pensó que estaba ciego y que en frente a él había un muro y detrás del muro había una oscuridad aterradora de la cual no entendía nada. Sabía que lo que estaba detrás tenía que ver con el arte, pero que eso no se enseñaba ni en las universidades, ni en institución que él hubiera conocido. Tuvo entonces la sensación de que algo fuera del orden estético se había perdido en la cultura humana y que el arte era poseedor de ello. De repente se sintió mal por no entender, por sentir que lo que

había hecho hasta entonces como artista no tenía ningún valor, y la aprensión de esa experiencia fue de tal contundencia, que en ese momento se determinó a encontrar lo que era… ¡O se debía retirar! Pensó que de pronto alguien más sabía sobre eso que él desconocía y con una sensación de absoluta ceguera, quiso salir del arte para encontrar lo que se hallaba oculto en él. Pero entró en crisis cuando los coleteos de su mente racional hicieron efecto sobre su deseo de ignorar. Víctor, partido en dos, guardó tal aprensión en la mesa de noche para seguir su vida común y corriente. Y sin embargo estuvo atento. Dos años pasaron y un día fue en busca de un hombre de la India que visitaba París y que sabía tocar con su voz y una tambura, instrumento de cuerdas indio, el corazón de los hombres atentos. El hombre de la India que cantaba y tocaba la tambura, intuyó Víctor, de pronto sabía sobre el sustrato que tanto estaba buscando, porque cantaba y tocaba la tambura pero no se hacía llamar músico, solo lo hacía porque era su deber, cantar y tocar la tambura no eran para ese hombre de la India un acto separado de la vida. Para su regreso a Bogotá, a principios de los noventa, Víctor empezó una paulatina recomposición de su sistema de creencias. Como hombre de naturaleza escéptica debía buscar la historia no oficial de la religión, de la política y del arte, para saldar deudas con sus experiencias en París. Al principio sentía incomodidad con sus 21


propias prácticas al tratar de ajustarse a otra visión que empezaba a descubrir. Buscó antecedentes de toda índole encontrando identificación con artistas como Joseph Beuys, Marcel Duchamp, John Cage, Bill Viola, quienes astutamente habían logrado hacer arte mostrando lo que el mundo del arte no quiere ver. Algo que el Víctor sereno de la Gran Marcha había entendido, era que su deber actual era el de traer a los terrenos de una Bogotá ávida de conocimiento, los tesoros que había encontrado fuera de ella. La primera vez que el grupo de exhaustos artistas bogotanos que lo visitaban conocieron al hombre de la India, fue en el auditorio Fabio Lozano de la Jorge Tadeo Lozano. El hombre de la India de más de 70 años, alto, canoso y con unos ojos oscuros iguales a los de un venado, caminó hacia el centro del auditorio, se quedó allí parado uniendo sus largas manos por abajo de su mentón y con la sonrisa, apenas insinuada, saludó en silencio a la multitud. Después se sentó en posición de loto en un cojín del centro de escenario tomándose un tiempo considerable para quitarse el reloj, arremangarse el traje plateado y afinar la tambura. Entonces, empezó a cantar y a tocar. Víctor estaba sentado en una escalera del auditorio, más de 600 personas habían querido ir al concierto y las boletas no habían sido suficientes. Era agosto del 2013, habían pasado más de 20 años desde que lo conoció en una 22

París remota a sus treinta años y ahora, como una alegoría a los anacronismos y geografías superpuestas de La Gran Marcha, el hombre de la India estaba en Bogotá. Al final del concierto, el hombre de la India agradeció a todos aquellos quienes habían hecho posible su presencia en Bogotá, y con ambas manos apoyadas en su pecho, pidió un aplauso para Víctor Laignelet.

*** Entretenido en el busto de arcilla polimérica, apenas entradas las cuatro de la tarde de ese sábado, Víctor dejó de trabajar para ir a almorzar. Preparó unas verduras al wok y las sirvió con vino. Entonces apareció su asistente con un computador portátil. Le dio la vuelta y le mostró los avances de una animación que se proyectaría a principios de octubre en el marco de un evento en el que Víctor y un pensador del arte llamado Javier Gil presentarían una pequeña revolución. Víctor y Javier se habían conocido cuando pequeños en el colegio y tenían una herencia en común: el pensamiento poético que el uno heredaba de un padre escultor y el otro de un padre autor de La Historia Del Arte Colombiano de Salvat. Pero fue ya de adultos, para el momento en que el pintor prófugo deseaba romper con los paradigmas del arte, que se reencontraron y decidieron trabajar juntos en una propuesta


“Necesito la oscuridad, con un mĂ­nimo de luz, para poder entender los contrastesâ€?

Foto: Cristobalina


para llenar los vacíos institucionales a los que la pedagogía del arte estaba sometido. Así fue como concurrieron los años ocultos del pintor prófugo junto a su colega, trabajando en una investigación que intentó ascender a niveles de escuela, de secretarías, de Ministerio de Cultura y Educación y que en repetidas ocasiones fue rechazado. Pero como todas las cosas sembradas, Clarisa Ruiz, actual secretaria de cultura, encontró el entrañable documento en los archivos empolvados del Ministerio de Cultura y propició su emergencia a la luz.

Por la noche Víctor volvió a entrar a su taller, merodeó un poco hasta prender una lámpara de luz incandescente que a cualquiera le hubiera causado estupor, pero él ya estaba acostumbrado. Luego fue por un juego de lámparas doble más pequeño que arrojaban una luz muy tenue y las ubicó frente al pequeño busto de plastilina poliéster. En esos momentos hizo un breve apunte sobre los problemas de luz de su taller, luego volvió hacia la lámpara incandescente y la apagó. La luz escasa de la otra lámpara resaltaba las texturas del busto, los rasgos, las hendiduras de los ojos y los tornos del rostro y de la espalda.

Ahora, quien fue un artista de éxito y luego un pintor prófugo, vuelve distinto a su Gran Marcha, con el reflejo en su rostro de una espalda que no carga el temor ante la destrucción de la identidad de artista. Una espalda que por años oscuros levantó una pequeña revolución, una espalda con cinceladas que le han enseñado que su único deber, es el de descubrir el sustrato velado por los gruesos mantos de la futilidad, y aunque sabe que la vida es muy corta para semejante empresa, también sabe que todo lo que haga en esa dirección es sumamente valioso. El hombre de la gran marcha sabe y enseña a sus estudiantes que ese sustrato es uno sólo y se manifiesta con infinitas formas, y que las artes plásticas, la literatura, la música, la danza, el teatro y las artes en general tienen el poder de señalarlo.

–Esta hora es clave- dijo– necesito la oscuridad, con un mínimo de luz, para poder entender los contrastes.

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Y en ese rincón que se había abierto en la mesa de su taller, y con los ojos que le resaltaban de lo amarillos que se le veían a causa de la mínima luz en el trasfondo negro, y a días de hacer pública la revolución que germinó en el interludio oscuro de su vida, el profesor de artes, al que un grupo de exhaustos artistas considera su Maestro, se veía dichoso trabajando en la primera escultura de la Gran Marcha. –¡Mira!– sorprendió Víctor a quien le ayudaba a hacer los moldes para replicar su escultura de arcilla polimérica y le entregó un pequeño libro titulado Who am I? Y luego le dijo: –Eso es todo lo que necesitas saber.



Cuando los ancestros se pronuncian por Juan Carlos Pérez Álvarez

Foto: Mandy @ Flickr vía Creative Commons


A

primera vista parece la plaza central de cualquier pueblo boyacense: su alcaldía de balcones de madera, la iglesia y su campanario pintados con cal blanca, su estación de policía con trincheras de arena en sacos verdes, sus niños jugando bajo la sombra de unos árboles viejos y sus campesinos de botas de caucho, sombrero y ruana. Pero de golpe, el paso de un bus alimentador de Transmilenio traiciona esta escena bucólica y la vuelve indiscutiblemente bogotana. El pueblo de Usme forma parte del distrito capital desde 1972, pero su historia se remonta más allá del pasado colonial.

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Fundado oficialmente en 1650 sobre el valle del río Tunjuelo, Usme está rodeado hoy por bloques de apartamentos de seis y siete pisos. En días soleados, el color del ladrillo quemado resalta contra el verde resplandeciente de las montañas y los cultivos. La presión urbana sobre los recursos y el espacio rural siempre han existido, pero en 2003, con la puesta en marcha de Nuevo Usme, el proyecto de expansión urbana más ambicioso que se haya lanzado en Bogotá y que pretendía la construcción de 53 mil viviendas en un plazo de veinte años, estas presiones aumentaron y generaron nuevos conflictos entre campesinos, pobladores urbanos e instituciones. En el 2007, cuando se iniciaban los trabajos de construcción en una hacienda llamada El Carmen, se descubrió lo que resultó ser la necrópolis muisca más grande que se conozca. Este lugar empezó a convertirse en símbolo de la lucha campesina frente a la expansión urbana, y desencadenó procesos de resistencia cultural que se vieron reflejados en el trabajo de algunos artistas.

Tamos enchichaos Jorge Ariza ha vivido toda su vida aquí, en la Localidad Quinta de Usme. Es un teatrero de corazón que aprendió el oficio viendo desde muy joven al teatro La Candelaria, midiéndose sobre las tablas y haciendo trabajos comunitarios. En los últimos años se ha dedicado a trabajar el 28

tema del patrimonio local: “Inicié este trabajo por la inquietud que me generaba Gerardo Santa Fe. Leí su libro y me di cuenta de que aquí había una historia que no se aplicaba”. Cuando aun no se conocía el hallazgo de la necrópolis, un líder comunal llamado Gerardo Santa Fe escribió el libro Usme y su Historia. Cuentan que andaba en su oficina, un antiguo billar del barrio la Aurora, contándole historias de la localidad a quien quisiera escucharlo. Es a partir de este personaje que Jorge empieza una búsqueda muy personal de la identidad local –que surge del reconocimiento del patrimonio ancestral, el trasfondo campesino y la diversidad cultural de Usme– lo que lo llevó a embarcarse con su grupo de teatro Trasescena en la creación de la obra Tamos enchichaos.

Tamos enchichaos es la historia de Petronila Espernancancion, una muchacha de la vereda de Chiguaza que trabaja como aseadora en la alcaldía local de Usme y que es novia de Hugo Norrea, celador del hallazgo arqueológico. Una tarde se van de paseo de olla al río, plan preferido de los usmeños hasta hace unos años, y se ponen a beber chicha. Las imágenes que el espectador ve de ahí en adelante navegan entre el mito y la historia, entre el delirio y la realidad: el zipa Saguanmachica, la princesa Usminia, el Virrey Solis y las Marichuelas son símbolos de una memoria colectiva que se actualiza en el ensueño, en la imaginación, en el teatro. “‘Tamos enchichaos’”, asegura Ariza sobre el nombre


de la obra, “es estar borrachos de chicha, pero también es estar emputados por todo lo que hay que decir, por todo lo que hay que gritar, y el hallazgo es un buen pretexto, porque es un universo que se nos abrió en la localidad, y a partir de él podemos crear mucho”. La obra evidencia cómo ese pasado no está dado sino que se está construyendo en medio de los conflictos, los intereses y las luchas del presente. Eso lo sabe muy bien Virgilio Becerra, profesor de la Universidad Nacional encargado de la investigación arqueológica en la necrópolis de Usme: “Usted no sabe lo duro que ha sido esto”, me dice mientras tomamos café en un local de la calle 26, y con cierta desazón en su voz me habla de funcionarios indolentes, del ego de algunos antropólogos, de las exigencias de los neomuiscas (personas que se reivindican como descendientes directos de los muiscas), de los intereses particulares de la gente de la comunidad, de un país sin memoria. Sin embargo, quizás él más que nadie reconoce la importancia de este lugar: “En ningún otro lugar de América existe una necrópolis con más de tres mil tumbas; ni en Perú, ni en Bolivia, ni en México”. Por eso, la necrópolis de Usme es un lugar privilegiado para entender la relación de nuestros ancestros prehispánicos con la muerte como un rito de paso que les permitía comunicarse con los dioses. Las ceremonias de

este rito incluían la preparación del cadáver, la apertura de la fosa, la disposición del cuerpo y la utilización ritual de piedras, cerámicas, collares, huesos y pinturas rupestres. “Me di cuenta que había pictografía, lo que me sorprendió”, me comenta Jorge mientras caminamos por el barrio la Marichuela. Sobre la quebrada Fucha, que atraviesa la hacienda El Carmen, entre eucaliptos y árboles de borrachero, los muiscas dejaron grabados algunos pictogramas sobre grandes rocas hoy cubiertas de maleza y musgo. Mirar esas señales que nos llegan del pasado es una experiencia mística y parece inevitable el intento de darle sentido a estas líneas rojas trazadas sobre la piedra: “Cuando yo me acerco a esto hay una conexión extraña y es una cosa que me maneja de manera diferente. Mi cuerpo cambia y yo cambio, yo intenté hacer un bosquejo de Saguanmachica, el primer zipa de Bacatá, y cuando estoy con el personaje y cuando hago los recorridos ancestrales dejo de ser yo y la cosa me cambia. Todo es muy diferente, no lo sé describir.”

Tamos enchichaos ha rodado por el circuito teatral alternativo bogotano, estuvo en el Encuentro Distrital de Teatro Comunitario en 2012, en la Invasión Cultural a Bosa, en el Teatro la Candelaria: “Ha tenido unas 50 funciones, no ha sido vista localmente, pero tampoco hay quien la compre. Me duele no poderla presentar, pero no hay un interés institucional en que las obras relativas al patrimonio se vean. Hay que 29


esperar a que cada año abran un concursito”. Jorge habla con una sinceridad que a veces hace gala de ironía. Sus gestos son amplios, teatrales, estudiados y sus críticas son incisivas. El trabajo sobre el patrimonio también le dio para crear la comparsa Fijiska Muisca, que representó a Usme en el desfile del cumpleaños de Bogotá del 2012. Se trataba de Bachué, la diosa madre, convertida en una serpiente de treinta y cinco metros y rodeada de bailarines y músicos. Este trabajo contó con la asesoría plástica de Jenny Perdomo, otra artista y gestora cultural local. El profesor Becerra también se había encontrado con este mito de Bachué, cuando en el 2010 desenterró una hermosa cerámica de arcilla rojiza finamente decorada que se encontraban en la tumba de un hombre y que llamó la Copa de las culebras. Artistas separados por siglos de distancia pero comunicados a través de la memoria.

El territorio no está en venta En febrero del 2011 los campesinos de Usme bloquearon algunas vías para impedir el acceso de las máquinas constructoras. María Buenaventura, una artista graduada en la Universidad Nacional e inquieta por los temas de la ruralidad, leyó la noticia y se interesó. Logró 30

entrevistarse con Jaime Beltrán, líder campesino que había dado la campanada de alerta cuando las retroexcavadoras desenterraron restos humanos en la hacienda El Carmen. “Le dije a Jaime, lo que yo puedo dar como artista es mi exposición para que ese problema no esté en la periferia solamente sino que se exponga en el centro de Bogotá”, me cuenta María mientras estamos sentados en un salón de la Galería Santa Fe, en donde trabaja como coordinadora de formación. María entonces se fue a reconocer el territorio, a hablar con los usmeños y a estudiar los documentos oficiales que autorizaban la expansión urbana: “Una primera clave fue no entender lo que me decían los campesinos cuando me señalaban: allá en esa montaña es el límite de la Requilina y el Uval, y yo no veía nada. Para mí fue muy importante saber que no tenía una mirada del territorio, y si yo no la tengo, mucho menos la va a tener el de la constructora”. Se dio cuenta entonces de que aquí había una confrontación entre dos formas de entender el mundo, entre dos lenguajes. Por un lado, un lenguaje técnico que quiere imponerse sobre un territorio para arrasarlo, y que habla de “polígonos”, “upz” y “desarrollo” por el otro, un lenguaje orgánico que habla de parcelas, ríos y montañas. El hecho es que los arrumes de papel de los documentos oficiales fueron creciendo


en su taller, así como crecen los bloques de apartamentos alrededor de Usme. María tomó estos arrumes, recortó cuadros en su interior, los rellenó con tierra negra usmeña, pues le habían dicho que es una tierra muy fértil y quería comprobarlo, y sembró semillas de papa, cubios, alverjas, fresas y otras plantas que se cultivan en la sabana: “lo primero que sembré fue una papa y fue muy hermoso ver la papa romper el papel”. En septiembre del 2011 El territorio no está en venta fue expuesto en la Alianza Francesa. “Un hombre me dijo que había venido a la exposición invitado por su hija y que al principio no había entendido, pero que se había puesto a leer los decretos y había visto las matas presas dentro de los decretos y supo que había venido desde su oficina de estar preso, subiendo por la Jiménez junto al río preso y la exposición le hizo ver la realidad”. Eso es lo que busca María con su trabajo: conectar a la gente con el territorio que habita, enfrentar esa esquizofrenia en que vivimos los seres humanos que andamos con la mente, el cuerpo y el espíritu separados, divididos, fragmentados. Esa búsqueda de un lenguaje orgánico, telúrico, ha sido una constante en el trabajo de esta artista nacida en Medellín pero criada en Bogotá: “Toda obra y reflexión hecha es un intento por arraigarme en esta Sabana”. Es a partir de esta idea que María se planteó su siguiente intervención: La biblioteca de Plantas, en donde

establece una relación entre el sembrar y el escribir. Después de ser expuesta en la Alianza Francesa, El territorio no está en venta estuvo en la biblioteca de la Marichuela en Usme. En agosto del 2012 estuvo en el Museo de la Memoria de Rosario, en Argentina; y en octubre del 2013 fue parte de una exposición de artistas colombianos en Berlín llamada Campos de Memoria, que después fue traída a la Fundación Gilberto Álzate. Es la paradoja globalizadora del artista: por un lado, el intento de arraigarse en un territorio concreto, y por el otro, la necesidad de participar en esa circulación global que incluye espacios oficiales y alternativos por todo el mundo.

Nemcatacoa, el artesano El profesor John Villabón Martínez ha hecho de la azotea de su casa en el barrio El Virrey su taller: “Cuando llegamos, esto era una hacienda, la hacienda del Virrey Solis. Acá había un muro colonial sobre la Caracas que ya no existe, y había dos lagunas en donde jugábamos a los indios”, me cuenta mientras vierte resina liquida sobre unos moldes de yeso con figuras precolombinas. Son apliques para un trabajo titulado Intervención Orgánica, un mural de 4x4 metros que está realizando sobre los muros de la Alcaldía Local de Tunjuelito dentro del proyecto Circuito Sur. Aunque inspirado en el patrimonio ancestral, este trabajo también está influenciado por las 31


teorías del artista vienés Hundertwasser, quien asume que las líneas rectas son contrarias al ser humano y propone rescatar los movimientos ondulados de la tierra, la naturaleza y el cosmos. Esto me lo cuenta Daniel Jaramillo, quien junto a Paola Gelvez y Villabón, conforman el grupo Nemcatacoa, nombre que escogieron en honor a la deidad muisca de los artesanos. Daniel estudió en la Escuela de Artes y Oficios y asesora en la plástica a grupos de teatro como Teatrova. Paola estudió pedagogía artística, trabaja en el colegio distrital Gran Yomasa y es ceramista. John también ha sido docente en varios colegios y viene trabajando el tema del patrimonio desde hace unos 20 años: “Un día nos encontramos con un personaje que se llamaba José Sechagua, y él nos contó que la iglesia de Usme la iban a construir ahí en la hacienda El Carmen, pero los indígenas se opusieron porque ese era un lugar sagrado para ellos”. Lo cierto es que alrededor de la hacienda El Carmen circulaban muchas historias desde antes de que se conociera el hallazgo. Historias de apariciones, de luces en la noche, de guacas enterradas. “Antes de que llegaran los noticieros, nosotros alcanzamos a sacar algunas cerámicas, una piedra donde se molía el maíz, y las llevamos a Casa Asdoas, una fundación sin ánimo de lucro que protege la memoría y la ecología”. La historia no tiene nada de extraño si tenemos en cuenta que el profesor Becerra afirma que tiene cerca de 300 mil fragmentos de cerámica provenientes de 32

la hacienda El Carmen. “Aquí hay trabajo para varios siglos”, asegura. El primer trabajo de Nemcatacoa como grupo fue un mural sobre tela de unos 15 metros de largo por dos de ancho que representaba todo el imaginario muisca de la localidad: la madre tierra con sus grandes senos, las montañas, y su vientre fecundo, la laguna de los Tunjos. Los ancestros resurgiendo entre las cerámicas y las pinturas rupestres. Los hombres y las mujeres trabajando en medio de cultivos nutridos por el sol y el arcoíris de siete colores que marca el encuentro entre el agua y la luz. Posteriormente, John hizo un trabajo titulado Hallazgo Arqueológico, obra en tres dimensiones que representaba una de las piezas de cerámica encontradas en Usme, intervenida con fotografías. Hoy, Jhon dirige una escuela local de formación en artes plásticas, en donde trabaja con niños y jóvenes del barrio El Virrey en el rescate del patrimonio desde la pintura, el carboncillo, el muralismo, la cerámica, la escultura y la fotografía. Pero hay un material al que le ha prestado mucha atención: el material reciclado. Y es que él afirma que la construcción del relleno sanitario de Doña Juana significó la destrucción de una riqueza natural y cultural que va a ser muy difícil de rescatar. De ahí que vea ligado el reciclaje y el patrimonio.


Nos encontramos entonces con artistas que, desde contextos e historias diferentes, confluyen en la búsqueda de un lenguaje orgánico que pretende hallar en la tierra, en las piedras, en el agua, en los movimientos de la naturaleza, las fuentes de creación y recreación de nuevos mundos; que se insertan dentro de una tradición cultural milenaria adoptando formas, símbolos y mitos ancestrales; que ven su creación artística como parte de un proceso de transformación social y cultural más amplio y que retoman el patrimonio cultural de la localidad de Usme y lo actualizan, tendiendo puentes entre el pasado, el presente y el futuro.

La declaratoria El pasado 8 de junio el Instituto Colombiano de Antropología e Historia declaró a la necrópolis de Usme como la primera área arqueológica protegida en Bogotá, en lo que fue considerado como un triunfo por los campesinos, las organizaciones sociales, la academia y la comunidad de Usme. El evento, que contó con la presencia del alcalde Gustavo Petro, mostró como alrededor del hallazgo se han articulado una serie de reclamos que tienen que ver no solo con el pasado, sino también con el presente y el futuro: hospitales, universidades, vías, parques y museos son algunos de los pedidos que hizo la gente. La cuestión es que el proyecto de manejo de esta área arqueológica,

que incluiría la construcción de un museo de sitio, requerirá de la inversión de unos 30 mil millones de pesos en los próximos años. “Yo creo que ese proceso debe ser con la comunidad, decidir qué se va a hacer con el hallazgo arqueológico, diseñar lo que se va a construir”. Esa es la propuesta del profesor John, quien sueña con un espacio de malocas y bohíos en donde los niños puedan reconocer el pasado prehispánico de todas las culturas aborígenes de nuestro país. “Me gustaría trabajar la escultura, hacer una de Saguanmachica, de Usminia, de las Marichuelas, y seguir educando”. Para Jorge, también se trata de una cuestión política: “Esta declaratoria abrió el camino, pero somos nosotros los que tenemos que seguir apropiándonos del territorio. Y hay que hacerlo pronto, antes de que nos avasallen con la ruralidad, cambien el POT de Gustavo Petro y retomen otros planes”. Lo cierto es que la necrópolis de Usme seguirá siendo ese lugar de comunicación entre los vivos y los muertos, entre los hombres y los dioses, entre los habitantes de esta urbe de diez millones de habitantes y sus ancestros: “Nuestros ancestros florecieron de la tierra a decirnos: un momento, ustedes están invadiendo el territorio, ellos mismos se pronuncian: este territorio no está en venta, es de todos”.

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El mito de Bodhrán por Ana María Gómez


A

l igual que la historia de los antiguos celtas, la historia de Bodhrán se pierde entre el mito y la realidad. “Según nos cuenta la leyenda urbana”, escribió Javier Montsalvad en su artículo “La historia de la música celta en Bogotá”, “todo comenzó con una agrupación llamada Bodhrán, a finales de los años ochenta, liderada al parecer por un arpista irlandés que vivió una temporada en la ciudad y supo reclutar a un grupo de músicos formados en la academia. Se dice que grabaron un disco e hicieron algunos conciertos en auditorios y plazas. Sin embargo, no existen registros en la

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prensa musical de entonces y el disco, si es que existió, se constituye en toda una rareza, por no decir un tesoro”. El periodista Bernardo Vasco, actualmente jefe de prensa en el Archivo de Bogotá y melómano aficionado, recuerda de manera nítida la noche del 30 de Agosto de 1984. Eran las 11:30 de la noche y Bernardo llegaba como practicante de periodismo a la Emisora Nuevo Mundo Caracol, ubicada exactamente en la calle 19 No.8-48ª. Ese día en las oficinas de la emisora vio a un joven extranjero alto, ojos azules y cabello color castaño sentado a mano izquierda en las escaleras con un LP apretado entre los brazos. El joven le dijo a Bernardo que quería que lo entrevistaran en el programa “Hablemos de Música”, que empezaba a las 12:15 p.m. y terminaba a las 4 a.m. Ante el empeño valiente –“incluso temerario”– de este joven largo y alto con su LP abrazado, subieron al cuarto piso de la emisora. Allí se encontraron al jefe de Bernardo. Este chico europeo le mostró su LP: “Este LP es de música celta grabada en Bogotá y quisiera que habláramos de él”. Ese día, después del programa anterior,“Salsa con Estilo”, que transcurrió de 9 p.m. a 12 de la noche, la emisora presentó el disco “Bodhrán” a las 12 p.m. y se transmitió por primera vez en Colombia esta composición de música celta grabada en Bogotá. Hoy es imposible conseguir esta entrevista: las cintas del magnétofono de bobina abierta de esa época solo se conservaban seis meses antes de reutilizarlas y volver a grabar sobre ellas.

Hoy, Bernardo Vasco llega con el LP de Bodhrán a nuestro encuentro soleado por el ParkWay de la Soledad con la firma de aquel joven quien se lo regaló firmado hace 30 años, el 30 de Agosto de 1984. Descubrimos en conjunto que este disco fue grabado en abril 1984 en el Estudio de Hermes Niño, un estudio de grabación de 16 canales muy famoso en la época. Este original conserva el sonido cálido que se pierde en un formato de compresión como el digital que elimina “el encantador sonido que le da la punta de diamante o zafiro sobre el vinilo”, recalca Bernardo. Para él, este LP tiene magia y hasta cierto sentimiento esnobista: “Como no éramos tan cosmopolitas, tener algo valioso o único daba prestigio”. A lo largo de los años Bernardo se encargó de distribuir el LP de Bodhrán: alguien iba a su casa, él lo mostraba orgulloso y hacia copias en cassette. Fue así como también circuló el rock argentino en la Bogotá de los ochenta, de cassette en cassette, de mano en mano. “Me acuerdo de habérselo dado a Efraín Bahamón, director de cine, y a César Badillo, actor del teatro de La Candelaria, a amigos periodistas y melómanos. Mi ex novia Victoria Grossi, quién viajó a Australia, tiene también una copia allá y las personas les gustaba mucho”.

Treinta

años después

En febrero de 2014, Johannes Reicher escribió un mensaje en la página de la agrupación Perceval Música Clásica: “Muy apreciados colegas, por casualidad me encontré con su página de internet. 37


Quiero constatar que su afirmación no es cierta: ‘Perceval ha realizado un gran número de conciertos públicos siendo la primera agrupación en publicar un trabajo de música celta en Bogotá en 2008’. El primer disco publicado de música celta en Colombia”, escribió Reicher “fue el LP ‘Bodhran’ del Grupo Bodhrán, grabado y presentado en Bogotá-Colombia en el 1984. Con cordiales saludos, Johannes Reichert.”

el alemán Johannes Reichert, flautista a cargo del violín popular irlandés llamado fiddle junto a su colega Nestor D´Allemand, colombiano de descendencia francesa. Este último se encargaba del instrumento alemán del grupo conocido como citara del bosque (o la Waldzither).

A las 10:45 de la mañana del 4 de febrero apareció la respuesta de Javier Pinzón, integrante de Perceval: “Hola Johannes. En hora buena...!!! Se ha confirmado el mito.... Es increíble!!!! Por cielo y tierra buscamos información sobre ese disco y el grupo Bodhrán... Pensamos que era un mito urbano, algunas habladurías aquí y allá pero ninguna evidencia. Ya que es cierto, sería fabuloso conocer ese trabajo! Hay manera de conseguir una copia???.... En breve corregiremos nuestro escrito. Perceval Música Celta”.

Cuando Bogotá recibió el nombramiento de la Unesco como “Capital Creativa de la Música” en 2012, muchos colombianos vimos por televisión a la agrupación The Shamrock Wings con la interpretación de gaita escocesa de Andrés MacBride en el programa de concurso “Colombia tiene talento”. Bodhrán era el eslabón perdido de una constante actividad de música celta que hoy palpita en el corazón de la Ciudad Creativa de la Música. En los Pubs irlandeses de la ciudad, Andrés Salamanca (Andrés Filsoleil) participa con la banda Espíritu Fluido, que hoy se llama Espíritu Celta. Andrés, además, organiza fiestas temáticas dedicadas a las celebraciones estacionales de los antiguos celtas, como la de Samhain, y campamentos fuera de la Bogotá que recrean torneos de antiguos juegos escoceses con canciones irlandesas de los siglos XVIII, XIX y XX.

Treinta años después de la grabación del primer álbum de música celta en Colombia, los mitos y leyendas empezaron a esclarecerse. Descubrimos que el arpista irlandés del que escribía Monsalvad era en realidad un arpista colombiano de descendencia italiana, Mauricio Nasi, quien además se encargaba del teclado en la agrupación con el nombre de un instrumento de percusión irlandés: Bodhrán. Quien en realidad se encargó de crear la agrupación fue 38

El eslabón perdido de la música celta

“El Retorno al Bosque Infinito” (2008) nos permitió reconocer a la agrupación bogotana Perceval. El disco trasmitido por la emisora española


[Integrantes de Grupo: Nestor D´Allemand, Johannes Reichert y Mauricio Nasi. Foto perteneciente al archivo de baúl de grupo (1982-1985)] Foto: Archivo Personal 39


online Aires Celtas era un referente demúsica celta hecha en Colombia con un acordeón irlandés que interpreta Diana F. Rueda, una bombarda interpretada por Marion Caignard, nativa de Bretaña radicada en Bogotá, el tambor irlandés o Bodhrán a cargo de Javier Pinzón y el contraste del sonido eléctrico de una guitarra a cargo de Giovanni Espinosa y otra de afinación abierta a cargo de Jorge Galiki. Javier Pinzón, uno de los pulsos de este reportaje, fue el iniciador del primer programa radial dedicado a la música y la cultura celta en Colombia: La Mágica Música Celta, donde comentó que Bodhrán había sido un mito y una leyenda urbana que antecedió a todos estos grupos en Bogotá.

Recortes de la leyenda Nos reunimos en una larga velada. Los dos iniciadores de Bodhrán, Johannes y Nestor D’Allemand, llegaron muy puntuales con la alegría de encontrarse nuevamente, esta vez, alrededor de su archivo de baúl: con los recortes de prensa, las fotografías, cartas y las notas de prensa de El Espectador, El Tiempo y la revista Semana (1983-84) que no había encontrado Montsalvad para su artículo de la “Historia de la música celta en Bogotá”. Recordaron la Bogotá de los años ochenta como una ciudad que vivieron entre bares alternativos y escenarios de música erudita. Ambos recuerdan cuando tocaron en la Plaza de Bolívar, donde dos años después entrarían los tanques para la toma de Palacio 40

Justicia. Recordaron las épocas en la que tocaban en templos de música erudita –“casi de manera concertante”– como el Auditorio León de Greiff, la Alianza Francesa, el British Council, el Fondo Cultural Cafetero (ubicado en la Carrera 8 con calle 8), en las salas de música de la Universidad de los Andes y la Javeriana y, sobre todo, en el reconocido consorcio del Banco de Colombia y el Grupo Grancolombiano o Salón XX de Unicentro. Tocar en estos escenarios, aseguran, era muy diferente a lo que pasaba en Europa donde la música celta se tocaba principalmente en clubes nocturnos. Nunca olvidaron los bares que ya son leyenda en Bogotá: La Tejacorrida, el ya desaparecido Toronjil en la Macarena y el Centro Hippismo Intelectual en las legendarias Torres del Parque. El descenso del Rock en Bogotá fue la época dorada de Bodhrán (1982-84). El periodista Eduardo Arias ha escrito que, en la segunda mitad de los setenta y principios de los ochenta, las agrupaciones de Rock estaban en declive en la ciudad después de que Los Speakers y los Flippers tocaron en los conciertos de James Brown, Santana, Chambers Brothers y Canned Heat en el Coliseo El Campín. Ello permitió el ingreso de nuevas sonoridades: era la época de los grupos de proyección folclórica o músicos interesados por el folclor desde las ciudades. El Grupo Ekué que se presentaba con Bodhrán en el León de Greiff hacia música autóctona de la Costa Atlántica, El Grupo América Latina lo acompañó con tiples,


quenas, zampoñas, zencas de caña (flautas grandes) tanto en bares alternativos como en los domingos en la Parroquia de San Miguel, una iglesia católica alemana ubicada en la Carrera 45 con 28. En la escena capitalina se encontraban el Grupo Nueva Cultura, hoy fundadores de la Academia Superior de Artes de Bogota ASAB. El antropólogo Jorge López, fundador de Yaki Kandrú, grabó con HansJorg Maucksch y Lilienthal el albúm de p r o t e s t a “ C o l o m b i a Paloma Herida”, del sello Fonoson en 1984. En América Latina, esta ola de sonidos con raíces folclóricas coincide con Violeta Parra en Chile y más tarde, con Silvio Rodriguez y Pablo Milanés en Cuba. La sonoridad que asociamos a la isla occidental de Gran Bretaña y que mi generación escuchó a acompañada del galope de varios caballos relinchando sobre hermosas montañas en la película Braveheart de Mel Gibson de 1995, es muy distinta a la que Bodhrán hacía en 1984. Las diez composiciones del LP (cinco canciones tradicionales irlandesas y cinco del grupo) inician con la ensoñación de un órgano tubular de iglesia que pertenecía al Divino Salvador en la calle 57 con 19. Progresivamente, lo celeste se

abandona con un trenzado que remite a las tres evocaciones musicales que se le encargaban a un trovador medieval: el llamado al amor y la alegría (Geantraighe), la incitación al valor y las lágrimas (Goltraighe) y la disposición hacia la ensoñación y el reposo (Suantraighe). Ese era Bodhrán con sus arcos en el fiddle, sus manos en el arpa y su boca en la citara del bosque desde su primera canción: Kesh Jig, variaciones a seis manos, es una composición que representa otro trenzado de Bodhrán (y de Nestor D’Allemand, en particular) de “música celta no celta”: es música de base modal influenciada por la música andina que adopta la escala pentatónica del Imperio Inca. En ella hay elementos impresionistas que s on sis tema s armónico s donde s e experimenta con el timbre de la flauta traversa y que escuchamos en la obra de compositores clásicos como ClaudeDebussy y Maurice Ravel. En la velada, Johannes y Nestor D’Allemand confiesan que incorporaron elementos de Jazz y Samba Brasilera con lo que se acercaron al ideal del músico alternativo latinoamericano que había señalado Alejo Carpentier en la literatura, pero que hoy se piensa desde el “poli-estilismo” en la música contemporánea. 41


Su versión de la canción tradicional Mrs. Mc Dermortt incluye instrumentos que muy inusualmente aparecen en conjunto: flauta dulce, flauta traversa y clavecín, un estilo de corte barroco. Si bien para Johannes entra en la música celta, esta versión representaba la liberación frente la música clásica cuando comenzó a tocar violín y a conocer escena “Woodstock” de los festivales de música celta en Inglaterra y Alemania. Para Nestor implicaba lo contrario, una continuidad de esa música pero a través de la música antigua. “En Inglaterra”, explicó, “fueron los anticuarios los que se interesaron desempolvar del atrio de su casa y de los museos los instrumentos antiguos (anteriores al siglo XVIII-XIX) que luego los musicólogos estudiaron con las partituras y métodos de interpretación durante medio siglo. En los sesenta, los músicos clásicos pasaban del violín clásico a estudiar el violín barroco, del piano al clavicémbalo, y de la guitarra al Laúd. Teniendo en cuenta que la música es el arte temporal por excelencia y la partitura solo es un boceto de lo que realmente suena, la investigación con textos y archivos de música antigua se volvió el pretexto para lograr un laboratorio de experimentación con sonoridades nuevas, así como la música celta se convirtió en el pretexto que unió a Bodhrán. Johannes reconoce que le debe a Colombia el encuentro con la música clásica. El primer flautista de la filarmónica de los años ochenta, 42

Jaime Moreno, lo adoptó en sus clases de flauta traversa. Luego partiría s Alemania para estudiar en el conservatorio de Würzburg donde encontró finalmente su instrumento: la voz. Hoy es contratenor, trabaja en la Opera y en la dirección de montajes contemporáneos de música y teatro en Alemania, Francia, Italia y Colombia. Nestor partió con rumbo a Ginebra, donde estudió composición electro acústica y se convirtió en compositor. Actualmente dirige la Orquesta Sinfónica de Estudiantes de la Universidad de Ibagué, con la que tuvo la oportunidad de volver a la legendaria sala Alberto Castilla del conservatorio de la ciudad, un escenario que ya había conocido con Bodhrán. Para los protagonistas de esta historia, la atribución de leyenda les llevó por sorpresa. Johannes Reicher comentó en una entrevista radial del 27 de Febrero 2014: “No sabíamos que nos habíamos vuelto mito. Hace dos años regresé a Colombia y fui a Usaquén y escuché música folk. Conversé con los muchachos que estaban en el Pub y en la calle tocando música celta. Les pregunté si acá en Bogotá existían muchos grupos de música irlandesa y ellos respondieron, ‘hay varios, sí, ¡muchos!’. Pero cuando me preguntaron sobre mi interés les dije que había tenido también mi grupo en Bogotá que se había llamado Bodhrán. De repente se pararon los tres muchachos y gritaron: ‘¡Pero es que ustedes son leyenda!’ Ahí quedé flotando”.



Yo soy sapo de este pantano por Diego AndrĂŠs Guerrero

Foto: Creative Commons


A

ntonio Caro ve pasar a su lado la buseta verde mugre por una avenida del sur de Bogotá y cómo se detiene en un semáforo cerca de la transitada Avenida de los Comuneros, en un tramo que atraviesa la localidad de Los Mártires. –Cojamos este bus –dice– y se lanza con un paso ligero hacia la trompa del vehículo, mientras con una mano hace señas al conductor y con la otra sostiene contra su cuerpo la mochila tejida que no lo abandona.

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Caro se acerca a distancia de miope al panorámico de la buseta y comprueba el destino en la tabla de ruta del automotor. –Vamos para la de los músicos –dice, al tiempo que bus se sacude y él se prende sin esfuerzo de uno de los tubos del techo. La figura delgada del artista de sesenta y tres años cabe cómodamente en uno de los dos puestos disponibles en la banca de atrás. En el mundo de las artes plásticas y visuales colombiana decir hoy que Antonio Caro es uno de sus más connotados creadores es tan obvio como contar que en Bogotá llueve y hace frío. Desde que hizo sus primeras piezas, cuando rondaba los veinte años, sacudió del letargo del arte nacional –por entonces aún en el sopor del arte moderno- y lo inyectó –sin anestesia– de un aire renovador que muchos consideraron contaminante y hasta tóxico. Para ser exactos, la verdad que ni en esa época ni ahora Caro ha hecho casi nada con sus propias manos. Todo pasa de su cerebro, que capta una idea de quién sabe dónde, la procesa, y la pone – en ocasiones– en un dibujo, para que alguien más materialice lo que él pensó. Un procedimiento típico del arte contemporáneo pero que en la Bogotá que adoraba a la generación de Los Maestros, en los años setenta, era visto como una locura. 46

“Yo fui el primero que exhibió una obra de Caro en la galería Belarca –asegura el curador Eduardo Serrano–. Y todo el mundo me decía que eso no era arte, que ese tipo estaba loco y que estaba más loco yo, que cómo se me ocurría mostrar eso. ¡Pero es que eso era en los setenta ! Era otro país…”. Uno que Caro controvertía con su sola presencia, que ha mantenido hasta hoy. “Es que Caro… yo no sé cómo ha hecho. Uno lo veía y parecía que tenía ocho años con la misma camiseta, un bluyín roto y zapatos rotos también... Ahora se ha mejorado”, dice Serrano, y se ríe con regocijo al pensar en esa figura quijotesca –por su pensamiento y su facha– que deambulaba por la helada Bogotá entre las pocas galerías y museos que existían hace cuarenta años. Ciertamente, el cambio no ha sido mucho, salvo que su pelo relativamente desgreñado, que parece siempre como si se acabara de bajar de una moto sin haber usado casco, ahora deja ver largos hilos canos. También, hay que reconocerlo, ya no usa los zapatos con hoyos que escandalizaban a la generalmente encopetada concurrencia de las exposiciones setentera. Eso sí, sus botas de obrero Grulla, están tan ajadas que su color es indefinible y tienen una comba pronunciada en el talón que delata sus correrías interminables por el asfalto bogotano. Si el fabricante las viera, las podría utilizar como prueba de que sus


“Yo era un niño genio”

Foto: Diego Guerrero


productos son, prácticamente, eternos. Por lo demás, los bluyines siempre están desteñidos y sus camisas… “desjetadas”. Así es la figura del genio que ha creado obras tan claves y reconocidas como Colombia CocaCola, en los años setenta, en la que las letras de la gaseosa le sirvieron para escribir el nombre del país, o tan contundentes como Malparidos, más reciente y que, a falta de ser exhibida en galerías, ha estado “expuesta”, como el mismo Caro dice, en manifestaciones de mujeres que cuestionan las leyes que rigen el aborto en Colombia. Eso sí, más de cuarenta años después de obras como Colombia Marlboro –que no fue aceptado en un Salón Nacional- sus propuestas siguen generando las mismas reacciones. Para la prueba, su premio obtenido hace un mes en la convocatoria que la Fundación Gabriel García Márquez, para el Nuevo Periodismo Iberoamericano hizo para la escultura que entregará en sus premios anuales. Caro presentó ’Gabriel’, un bronce de un teclado de computador basado en los de la marca Apple, con la secuencia en dígitos que se usa para escribir el nombre de García Márquez. “¿Esoesarte?”,“Esunadefesio”,sehanquejadoalgunosal ver la propuesta de la pieza, mientras que para los jurados –entre ellos un hijo del fallecido Nobel– fue una genialidad. Claro,Caroestáacostumbradoaesodesde“chiquito”. 48

–¿Por qué estudiaste arte, Caro? –Yo iba a exposiciones desde que tenía como 15 años –responde Caro entre los bamboleos de la buseta– y entré a la Nacional. Pero era muy malo. –¿Por qué? –Bueno, era miope, no veía, y además allá era mucha cosa de dibujo técnico. Solo me iba bien en una materia que era como un taller abierto y las calificaciones las pasaban a otra. –¿Y por qué seguías? Porque yo me “codiaba” muy bien –dice y se ríe–. Yo iba a todas las exposiciones y conocía gente. Es que los estudiantes creían que el círculo social y de arte era el de la universidad y eso se acababa muy rápido. Yo era amigo de Ana Mercede Hoyos, de Carlos Rojas, de Bernardo Salcedo… Bueno en realidad yo era como su mascota… –Entonces ¿ya sabías que eras bueno? –Uno no a esa edad no sabía lo que hacía. Ahora, con el paso del tiempo, ya hay lenguaje para decir esas cosas, que apropiación, pero esas son puras bobadas. Bajémonos aquí, que por aquí queda el restaurante que le dije, el de las pastas. ¿A usted le gusta el aguacate? –Sí. ¿Pero entonces cómo hacías?


–Pues que un día estaba tirado en la universidad en un pradito y me puse a pensar: yo que hago aquí si yo sé más que todos mis profesores. –¿Y sí sabía? –Claro. No ve que a mí me habían aceptado en la Bienal de Coltejer, en Medellín y a ninguno de mis profesores los habían aceptado. De pronto a uno. Y me fui. Lo que pasa es que uno de menos de 20 años también puede muchas cosas. Yo era un niño genio –dice en serio, y sin rubor. A buen paso, Caro se baja en la avenida 19 y pone rumbo a su casa, a media cuadra de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Camina por los puentes peatonales vacíos y calles solitarias con la tranquilidad del que sabe que es mínima la probabilidad de ser escogido para un asalto. Al fin y al cabo, su facha, a la que hay que agregar la ausencia de los dos incisivos, ha sido motivo para que bien vestidos celadores y guardaespaldas le impidan la entrada a varias exposiciones. “El siempre andando así, con esas camisas y esas dos mochilas a toda hora… los porteros creen que es un loco o que se va a colar”, dice Nelly Peñaranda, directora de la Fundación Arteria, que trabaja por el arte en Colombia y quién, precisamente, lo conoció en una de esas situaciones: “Yo trabajaba en la galería El Museo y vi que al maestro –es al único que le digo así– los

señores de la vigilancia no lo iban a dejar a entrar a una exposición. Entonces yo les dije que no, que él era un artista y él me agradeció. Yo no sé si él se acuerda de eso, pero desde eso ha sido muy formal y bueno conmigo”. Lo dice una mujer que –confiesa– le tenía miedo: “Es qué él tenía fama de peleador. Como yo hacía trabajos con el Ministerio de Cultura, yo sabía que él mandaba cartas y que siempre estaba defendiendo a los artistas en las reuniones de cultura del Distrito, porque uno se lo encontraba allá y era lo que decía. Entonces a uno le daba miedo”. Pensándolo bien, por lo menos aparentemente, sí había razones para temer, pues Caro reconoce que ha tenido peleas con por lo menos cuatro personas con peso en el mundo del arte: Gloria Zea, directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá; Germán Rubiano, a quién le propinó una cachetada en plena inauguración de un Salón Nacional de Artistas debido a que el crítico rechazó su obra, y a los artistas Álvaro Barrios y Miguel Ángel Rojas, ambos también pesos pesados del arte nacional. Pero lo que parece obra de un desaforado es, por el contario, la actitud de un hombre con principios, que defiende su arte. Esa es la explicación de la bofetada al jurado (acto seguido abrió una exposición en la galería Belarca con una obra que decía “Defienda su arte”) y por eso, por defender 49


el arte, argumenta, tiene prohibido que cuelguen obras suyas en el Museo de Arte Moderno. Lo curioso es que ese hombre con fama de extremo en su comportamiento es blanco de los saludos constantes de los vecinos: –¿Maestro, cómo está? –dice un copropietario del edificio donde vive Caro, que verifica una reparación. –Muy bien, señor. Ojalá les haga bonito día para que no se les dañe el trabajo –responde Caro. –Maestro… –Le saluda, más adelante, una joven que pasa a su lado con un perro.

A la salida, más saludos mientras zigzaguea por las calles hacia el sector de La Macarena. Hasta un coleccionista lo detiene para invitarlo a su casa mostrarle una obra suya que está vendiendo. –En qué material es, maestro –dice, mientras muestra un Colombia Coca Cola rojo en fondo blanco –Uy, usted tiene esto. ¿Dónde lo consiguió?, dice luego de verlo detenidamente. El coleccionista da el nombre a lo que Caro dice: –Yo se lo di a ella, cuando éramos amigos. –¿y qué pasó por qué pelearon? –Reserva del sumario –contesta.

–Señorita…–responde, solícito, Caro, como en un ritual del siglo pasado. Él, con pinta de gamín de los sententa, al hablar parece un cachaco de los treinta. –Siga, voy por los aguacates, son muy buenos para el colesterol –dice mientras abre la puerta de un apartamento amplio como los de los sesenta. Pero, al parecer, no hay tamaño que valga para Caro, pues en vez de muebles hay cajas y, sobre las cajas, más cajas, huellas de un trasteo reciente. De hecho, en su habitación apenas hay espacio para una cama pequeña y revolcada rodeada por… más cajas de cartón. 50

Caro sigue caminando. Ha caminado toda la mañana desde temprano para organizar su trasteo, ir a una imprenta donde hacen un trabajo, y ahora sigue bajando por La Macarena. Todo eso con una papaya en el estómago y un té. Bueno, en realidad seis. –Con eso tengo para hidratarme. Son reutilizables, así que cada uno se puede usar dos veces. Eso explica por qué cuando compra uno en una tienda lo hace llenar dos veces de agua.


–¿y qué hay en la mochila? –Otra mochila No es chiste. Él siempre lleva dos y en el medio se especula en broma qué puede llevar adentro. Pero María Angélica Medina, artista amiga suya, a donde va a tomar el té, comenta que nada del otro mundo: “Un suéter y un paraguas. Él es muy prevenido. Como camina tanto y ya estamos entrando en años…”. También guarda las gafas que no lleva puesta y que cambia dependiendo del uso que deba darles.

pocos gerentes se pueden dar. Entonces uno se pregunta cómo ese hombre que baja sin prisa por las más caóticas calles bogotanas, tan delgado que parece que un día remontará los cielos por culpa de un viento sabanero, tan sencillo que no admite duda ha sido capaz de vivir la vida a su manera, defendiendo lo suyo y discutiendo con tantos, con una “pobreza” digna, en un medio como el artístico en el que el poder y las relaciones son tan importantes. “Es que a Caro no le ha interesado vender su obra. Le ha interesado hacer su arte. Hay artistas que dicen lo que otros dicen. Él ha dicho lo que ha querido decir. La gente, realmente, no sé si lo entiende o no, porque la gente piensa que el arte es un objeto comercial que se cuelga en la pared o en un módulo y Antonio no está de acuerdo en decorar paredes”, dice María Angélica Medina.

“¿Eso es arte? Es un adefesio”

¿Un asceta? Más o menos. Pues tampoco tiene televisión ni radio ni, mucho menos, celular. Él es dueño de su mundo y de su tiempo. Y para él no hay valor más grande. Para ubicarlo hay que ponerle un correo y, eso sí, contesta al otro día sin falta.

–Yo me doy el lujo –es un lujito, no es muy grande, pero no muchos se lo dan– de levantarme tarde y de estar en la mañana haciendo mis cosas. Pensándolo bien, lucir como uno quiere lucir, levantarse a la hora que le convenga y hacer lo que más pueda por su vida, sin jefe, es un lujo que

Eduardo Serrano piensa de manera similar: “La gente ‘se la monta’ por feo, por pobre. Y es pobre por que le da la gana. Porque, si quisiera, vendería hasta la camisa (de hecho las expone), pero ha sido muy decente. Podría haber hecho treinta ediciones de Colombia Coca Cola, un múltiple de Cabeza de sal (realmente, una cabeza 51


del expresidente Lleras, que derritió en un Salón Nacional de Artistas, por lo que se inundó el Museo Nacional). Hubiera hecho lo que le diera la gana para ganar plata y la gente se lo hubiera comprado. Porque él, en los noventas, se volvió una estrella. Él vive así porque es un tipo de una honestidad absoluta como artista. A toda prueba”. –Caro: siempre te han rechazado las obras desde alguna parte ¿cómo ves eso?

–¿Por qué le diste esa cachetada a Rubiano? –Fue para defenderme. Me había rechazado – Colombia Marlboro– y, por extensión, hay que defender el talento. –¿No fue muy extremo? No. Fue más bien simbólico fue casi que una caricia. Un toque de plumas o algo así. Él fue muy prudente. No dijo nada.

–El arte es una construcción social. La gente tiene su cultura y evalúa una obra de arte de acuerdo a su cultura. Por eso a veces nos es muy difícil evaluar correctamente las obras de arte de una cultura que no es la suya. La persona que rechaza mis obras vive en una cultura diferente a la mía en épocas culturales diferentes. De ahí viene la crítica porque hay una incapacidad de ver otra cultura. Aunque seamos colombianos estamos en momentos culturales diferentes. Yo sí creo que alguna gente sí considera en sus parámetros que lo mío tiene valor y es importante para ellos como arte, y es mi público, y para ellos es que debo trabajar.

–¿Y no hablas con él ahora?

–¿Nunca pensaste en llamar a Barrios o a Miguel Ángel Rojas?

No tiene mucho, pero ayudaría a que este país progresara, realmente. Digamos, una actitud intransigente puede ayudar a iluminar la mediocridad, para mí un problema grave.

–Pero para qué. Mi vida privada está muy lejos de la vida privada de ellos.

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Después de eso, sería el colmo. –¿Tenés fama de peleador? Sí, claro, y eso de seguro que lo fui. Ahoritica me encantaría ser intransigente. –¿Como antes? –Como siempre. Sí, claro. –¿Qué tiene de bueno?


¿Somos mediocres?

-Pero sí querías ser famoso…

Totalmente.

Sí, claro, yo sí quería ser famoso, pero no lo relacionaba con la riqueza. Totalmente famoso.

¿Y eso por qué? Analizándolo desde algún lado, es que el Estado no tiene autoridad moral. Si comparamos a Colombia con Esparta, la cosa es muy diferentica. El Estado en Esparta era fuerte y recto. Entonces o usted marchaba o no marchaba… ja, ja. -Y aquí ¿ni lo uno ni lo otro? -Digamos…

–Y lo lograste? –Eso espero. Caro camina hacia las Torres del Parque, bajo un día extrañamente soleado en Bogotá, aunque los vientos del oriente peinan la calle. Lo veo con su camiseta negra, casi transparente, estampada con una máscara de un luchador y no resisto preguntarle, por qué no usa suéter.

–¿Cómo ha sido posible vivir cómo vives? –Se dice que todo el mundo tiene su precio y eso, en algún sentido, es verdad. De pronto ese genérico que es la sociedad no me ha ofrecido lo que yo quiero. Es una cosa extraña. No creo que sea una cuestión de dinero. Uno necesita comer, pero creo que, esencialmente, una comida de diez mil pesos cumple la misma función de una de cien mil pesos, esencialmente, entonces mejor la comida de diez mil pesos porque esa no lo obliga a uno a trabajar tanto a la sociedad. Eso en mi situación, porque hay gente que trabaja mucho para una comida de diez mil pesos.

–A veces da un poquito de frío, pero de día me deprime usar saco. Yo soy sapo de este pantano –dice. Luego sonríe y se va caminando por la carrera Quinta.

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La memoria tiene los suyos por Julián Andrés Llanos

Foto: Alejandro Gómez Dugand


G

iordano Bruno fue fraile, aunque su vida no tuvo propiamente la tranquilidad que podría esperarse de quienes se entregan a la oración y la meditación. Animado por el espíritu científico del Renacimiento, se adentró en la filosofía, las matemáticas y la astrología, e incluso escribió poesía. Sin embargo, todo ese conocimiento lo llevó a preguntarse y cuestionar los dogmas del catolicismo, algo arriesgado en su época. Cuando se leen sus biografías, el periodo comprendido entre su año de nacimiento (1548) y el de su muerte, da para pensar que no falleció a una edad muy avanzada. No fue víctima de una enfermedad letal sino de otra realidad igualmente implacable: la Inquisición lo encontró culpable de herejía y murió en la hoguera en 1600. 55


Guillermo Marconi tiene algo en común con Giordano Bruno: también es italiano. Pero a diferencia del incomprendido pensador, su paso por este mundo fue quizá más complaciente. Vivió entre 1874 y 1937, cuando la ciencia no era una osadía pagana y, por el contrario, se había consagrado como una verdad. Nunca fue perseguido por el clero a causa de sus hallazgos, de hecho, fue el fundador de la radio Vaticana, la emisora internacional de la Santa Sede inaugurada por el Papa Pío XI en 1931. No solo su trabajo en la radio sino también en la telegrafía inalámbrica lo hicieron merecedor del premio Nobel de Física, distinción a la que se sumó su dignificación de “Marqués”. Pudo hasta darse el lujo de acondicionar su yate privado como laboratorio y llevar a cabo allí varios experimentos.

una aclaración sino una inexcusable obligación) es ofrecida en arriendo. El “conocimiento de sí mismo” invita a conferencias gratuitas destinadas a responder los trascendentales enigmas de la humanidad: “¿De dónde vengo?”, “¿Hacia donde voy?”, “¿Cuál es la razón de mi existencia? Y por toda la superficie firmas, tal vez indescifrables para sus propios autores. Dos jóvenes se acercan y con inconfundible acento caribeño –la capital es multicultural– se interesan por uno de los carteles: –Mira Chepe, alquiler de Video Beam a veinte mil barras la hora, anota el celular para cuando no nos presten el de la U. – 321… ajá… 98. ¿Qué dice acá abajito? – Casi ni se ve… como que… Guillermo Maaar… con… ¡Mariconi! – ¡No joda! Tú siempre pensando en maricadas.

En la Bogotá del siglo XXI, estos dos italianos viven realidades distintas a lo que fueron sus vidas. Se les homenajeó con esculturas, pero en el caso de Marconi difícilmente se percibe algún indicio de ese tributo. En la calle 70 con carrera 11 una especie de mole sirve de soporte a una diversidad de carteles. Entre estos se descubren las antípodas de la música: el anuncio del recital de un grupo boliviano, que por medio del canto y la danza ritual busca la “desestigmatización de la planta sagrada de la coca”, aparece junto al del concierto de “Jose Andrea, Saurom y Gillman, los tres más grandes del metal”. Una habitación “Hamoblada o sin Hamoblar” (aquí el adverbio ‘Sic’ no es solo

El busto del ingeniero, empresario e inventor ya no está más en su pedestal. Solo su nombre, casi ilegible, intenta desahogarse en la pared frontal de la base. Según el libro Bogotá, un museo a cielo abierto, la obra fue donada por la colonia italiana en Colombia y conformó un monumento diseñado por Vicente Nasi, un arquitecto compatriota de Marconi que desarrolló su obra especialmente en la capital, donde falleció en 1992. Se inauguró el primero de diciembre de 1938 en el jardín oriental de la Biblioteca Nacional, pero de allí fue trasladado al parque del barrio Quinta Camacho, lugar de su desgracia. En vano, el Frente de Seguridad de la Calle setenta denunció a la Policía

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el hurto, ocurrido en una noche de 2006 o 2007, pues el año del delito se tornó tan confuso como desconocido el destino de la efigie. El nombre de una universidad cercana podría servir para sintetizar en una frase esta pérdida: ni “Ideas” del paradero. A pocos pasos de allí, en la carrera novena con calle sesenta y nueve, Giordano Bruno, de dramática existencia, vive otro destino. Su escultura en bronce de cuerpo entero, encomendada al escultor Miguel Urrutia, lo deja ver vestido en su túnica, la mirada rígida y serena, sosteniendo en sus manos una esfera, quizá el universo que siempre consideró infinito. O tal vez sea el huevo cósmico, ese principio mitológico y cosmogónico recurrente en los mitos de creación de numerosas civilizaciones, símbolo del comienzo de todo. ¿Otro recuerdo de la memoria local? El parque donde se levanta la estatua era apodado “el huevo” en los años setenta, debido a su forma. Pero tras su remodelación fue rebautizado con el nombre del “Filósofo y Humanista – Mártir del Renacimiento”, según se lee en una de las placas que con claridad identifican al personaje. Su inauguración fue amenizada por la Banda Sinfónica de Bogotá, en una ceremonia celebrada el 29 de julio de 1990. Un cuarto de siglo después, Bruno sigue oteando desde la altura de su contundente pedestal esa porción urbana de la sabana perteneciente al planeta que al condenarlo, le confirió la

inmortalidad y lo fundió con la creación, insondable para él. El parque y la obra hicieron parte de un proyecto de recuperación del espacio público liderado por la Alcaldía Mayor, si bien fue Nueva Acrópolis la principal promotora del homenaje. A lo largo de los años, esta organización internacional de carácter filosófico y cultural ha sido una guardiana del monumento y ha propiciado que sea visto como un bien del sector. Por eso, además del recuerdo de un hombre, también se ha convertido en una pieza cuya estética ayuda a conferirle un aire de exclusividad al lugar. No está mutilada, ni rayada, ni sucia. A su alrededor, restaurantes de “gastronomía gourmet”, tiendas de ropa, algunas casas tradicionales de Quinta Camacho, con sus chimeneas, dos pisos y paredes de ladrillo. Clientes de los establecimientos comerciales o quienes transitan por el parque suelen detenerse para leer las leyendas y saber de quién se trata. Muchos aprovechan la particular ausencia del ruido de los motores, de los pitos y frenazos dominantes en las avenidas cercanas y se sientan en alguna de las plataformas circulares del pedestal o en las bancas próximas. Descansan, conversan, revisan sus mensajes. Incluso Lina, estudiante de Arquitectura, saca su cuaderno de gran formato y dibuja al sacrificado en su cúspide: “Me parece el mejor modelo para el ejercicio de mi clase de bocetación”. Las suertes opuestas de las representaciones de estos dos italianos ejemplifican la situación del arte público escultórico y monumental en la 57


ciudad. Por una parte, hay algunos programas de preservación y recuperación de monumentos. El 15 de agosto de 2014, el parque Guernica, localizado en la transversal 16 con calle 47, dio la bienvenida una vez más a uno de sus habituales pero maltratados residentes. El busto al ayudante de campo de Simón Bolívar, General Daniel Florence O’ Leary, elaborado en 1917 por Ugo Luisi (otro escultor con la misma nacionalidad de Marconi, Bruno y Nasi), fue presentado con su imagen restaurada. Con motivo de la ocasión, el alcalde local de Teusaquillo, Iván Marcel Fresneda, destacó este como un logro del programa “Intervención de territorios culturalmente significativos”, pues la obra, declarada bien de interés cultural nacional, volvía a estar en condiciones adecuadas. Otra iniciativa es “Adopta un Monumento”, desarrollada en 2014 por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural. En este caso se han buscado dolientes solidarios, fundamentalmente empresas privadas o asociaciones que, como explica María Eugenia Martínez, directora de la entidad, ejecuten sus planes de responsabilidad social al financiar la recuperación de piezas en el espacio público. El apadrinamiento se ha concentrado en el monumento a Cristóbal Colón e Isabel la Católica de la Avenida El Dorado, como también en las ocho esculturas de gran formato ubicadas a lo largo de este eje, entre el aeropuerto internacional y la carrera cincuenta, integrantes del “Museo Vial de la Calle 26”. Este museo al aire libre fue promovido por Ana Milena Muñoz 58

e inaugurado en 1994 durante la presidencia de su esposo, César Gaviria. Desde entonces, las piezas han sufrido los embates no solo del tiempo y de los agentes climáticos, sino también del vandalismo. Por eso, para la funcionaria, el programa es una forma de recuperar la memoria urbana de la importante vía y fortalecer la apropiación social del patrimonio capitalino mediante su reconocimiento y posicionamiento como elemento de la construcción de ciudad. Pero también está la otra cara de la moneda. Bogotá, un museo a cielo abierto da cuenta de diecinueve monumentos desaparecidos, además de Marconi. Muchos más, aún en pie, ven palidecer sus glorias y méritos plásticos. Así sucede con Américo Vespucio −para seguir con los italianos− situado en la carrera séptima con calle noventa y siete: su globo terráqueo ha sido robado, reincorporado y vuelto a robar, en tanto su cabeza y sus brazos han sufrido incontables averías. Las esculturas urbanas, salvo la extraordinaria excepción de Bruno, padecen denominadores comunes: rayones, grafitis, suciedad, su uso como orinales, o el hecho de quedar descolocadas, desubicadas ante nuevas obras de infraestructura. Esta es una realidad inocultable, correspondiente con lo dicho por el curador brasileño Gaudencio Fidelis al analizar las complejidades del arte público: “tendrá inevitablemente que confrontar e incluso competir con el mundo de los objetos establecidos por la cultura como ‘no artísticos’, derivados de las más amplias categorías de


definiciones, de funciones en el espacio público, tales como mercancía, elementos decorativos, paisaje e incluso peor, el actual individuo”.

Los días del arte ciudadano La memoria en la ciudad nunca está ausente. Las opciones artísticas para representar esa memoria son inacabadas. Lenguajes emergentes desplazan a sus predecesores, o bien los adoptan para generar nuevas propuestas. La historiadora del arte Carolina Vanegas ha estudiado la evolución de las creaciones artísticas en las áreas colectivas de la capital. Los cambios −cuenta la coordinadora adjunta del Grupo de Estudio de Arte Público en Latinoamérica− corresponden con procesos que han otorgado nuevos conceptos a la escultura, al espacio de las urbes y al papel del artista en la sociedad actual. Cuando en el siglo XX la producción escultórica se alejó de la alegoría conmemorativa, dio paso a obras modernas con un lenguaje autónomo que sustituyeron a la estatuaria pública en su función ornamental. Pero este modelo también fue cuestionado, en particular por su carácter permanente y su escasa vinculación con el entorno. Aparecieron entonces −puntualiza la investigadora− intervenciones efímeras, distanciadas de lo escultórico y más asociadas con acciones plásticas y performances. En esta dirección se realizan los Citizen Art Days. María Linares se graduó como Maestra de Artes

Plásticas y Filósofa en Bogotá, aunque fueron sus estudios de Arte en Espacio Público realizados en la Academia de Artes de Núremberg la puerta para adentrarse en este terreno. En Alemania conoció a dos arquitectos, Kerstin Polzin y Stefan Krüskemper, con quienes conformó Parallele Welten. Los propósitos de este grupo corresponden con su nombre en español: buscan potenciar prácticas artísticas contemporáneas que pongan en diálogo distintas memorias, “Mundos Paralelos”. Así, esperan acercar a su público a procesos artísticos asociados con situaciones locales pero que en definitiva cuestionan aspectos sociopolíticos del mundo global, como son la sostenibilidad, el consumismo y las problemáticas de la economía. ¿Y el monumento? ¿Y la escultura urbana? Para María es claro. Siguen siendo elementos importantes de las ciudades, pero ella y su colectivo, si bien se ocupan del espacio público, buscan un arte participativo, impulsador de dinámicas de intercambio que activen el diálogo y las iniciativas civiles. Es un arte gestado con y entre todos, a diferencia del esquema en que un artista pone algo para ser visto. Parallele Welten tiene su base en Berlín y allí ocurren la mayoría de sus acciones, principalmente los Días del Arte Ciudadano. Pero en 2014 estuvo en Bogotá. Primero, en el marco de la exposición “Campos de Memoria”, efectuada entre enero y febrero en la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, realizó el taller “Memoria Cooperativa” en el Centro de Memoria, Paz y 59


Reconciliación. Stefan cuenta: “En este proceso de una semana se dieron muchas acciones para volver el Centro un sitio vivo de la memoria colectiva. Fue un campo donde los ciudadanos podían presentar iniciativas para analizar lo que tiene que ver con la economía de mercado y la gestión ambiental y participar en un workshop que se llevó a cabo un fin de semana”. En esa jornada final, niños, artistas y líderes convirtieron botellas plásticas recicladas en materas que fueron pintadas y nombradas con los nombres de tantos caídos (Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo Leal…, otro Jaime, Garzón, más recordado). Retoños de plantas se cultivaron en los recipientes y estos se colgaron en el muro sur del centro, donde todavía son visibles las sombras de las antiguas bóvedas de sepultura, pues el espacio hoy dedicado al recuerdo y el entendimiento está situado en terrenos que pertenecieron al Cementerio Central. Con la acción artística de este huerto vertical, la vida germinó sobre la muerte. Después, Parallele Welten se fue al norte de Bogotá y el 14 de septiembre, durante el Festival Europeo, realizó un Art performance, como se leía en el anunció portado por uno de los acompañantes del grupo. En realidad, fue una “Excursión urbana en la creativa y sostenible Berlín”, un recorrido guiado por diferentes sitios del Parque de la 93, los cuales se asociaron con lugares –y sus realidades inherentes– de la capital alemana. Se trató de “una invitación a descubrir varios puntos de Berlín en 60

puntos que se encuentran en el Parque, haciendo uso de la capacidad imaginativa”, comenta María. Ciertamente, la memoria de dos ciudades distantes geográficamente fue convocada mediante una acción coordinada por artistas, quienes recurrieron a elementos del espacio público. Pero una vez más la duda recurrente: ¿esto es arte? Stefan zanja el asunto: “No se qué es arte, lo indefinido es lo que une el arte con el ser humano. No sabemos qué es el hombre menos vamos a saber qué es el arte. El arte es todo lo que nos compete alrededor, es inherente a nosotros. Como artistas, tenemos que ser capaces de comunicar, de intercambiar ideas. Con estas prácticas actuamos como mediadores”. Ensucaminata,losveinteexcursionistassedetienen frente al restaurante Estancia Chica, una de las ocho estaciones. María traduce la explicación en alemán de Stefan e incorpora sus propios comentarios: no solo en el supermercado o en los restaurantes se consigue comida. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Berlín debía reconstruirse, entonces comenzaron a llegar miles de trabajadores de otros países, especialmente de Turquía, quienes se establecieron en el barrio Kreuzberg. Como bien sabemos, la ciudad fue dividida por un muro desde 1961 pero cuando este cayó en 1989, se hicieron rediseños urbanos que dejaron lotes baldíos. Uno de ellos fue limpiado por los vecinos de Kreuzberg y se convirtió en una huerta que les sigue brindando alimentos. Además, los excedentes se reinvierten en la comunidad.


Al final del recorrido, el grupo pasa frente a un busto de reciente instalación. Todavía es un N.N., pues no se le ha puesto la placa con su reseña. La remodelación del Parque de la 93 fue entregada en mayo de 2014 y aún hay detalles por concluir. Viajeros y artistas participativos observan con fugacidad la obra: no es su mayor interés, pero merece una mirada. Por un instante, el espacio público de la ciudad plasma una vez más distintos modos de llegar a la memoria mediante el arte. Así, la memoria en la ciudad nunca está ausente. Relatos épicos camuflados en medio del frenesí diario, nombres prominentes, gestas decisivas para la construcción de naciones, para la humanidad misma, emergen de repente y se confunden con el vertiginoso ritmo urbano. Testimonios del pasado están allí, con la pretensión de inmortalidad que les ha otorgado la mano y el ingenio de un escultor, implantados en medio de avenidas y edificios, alternando con las desventuras y los logros de quienes a diario escriben sus propias historias. También para estas otras realidades, las de los no héroes, aquellas que no siempre quedan registradas en los libros oficiales, las carentes de panegíricos escritos por expertos en hacer de la palabra un manjar, hay expresiones. La memoria nunca está ausente, es un componente tan propio de la ciudad como lo son su infraestructura, sus discursos contradictorios, y por supuesto, sus habitantes. Desde siempre, el arte ha recreado y contado la memoria humana, como lo es aquella impresa en las ciudades. Tal vez no sea su función esencial

pero lo ha hecho, empleando para ello una diversidad de formatos que pueden plasmar y referenciar mucho de cuanto sucede y ha sucedido en un lugar. Con las creaciones artísticas cuyo campo para evocar la memoria es el espacio público, se dan contrastes. Esculturas públicas y monumentos se debaten entre condiciones opuestas: deterioro y preservación; iniciativas de restauración y abandono crónico. Mientras algunas obras sostienen su estructura física y sus mensajes, otras apenas sobreviven, mutiladas, ocultas. Simultáneamente, han surgido otras expresiones, aquellas que también van a la calle e invocan la memoria, pero se distancian del formato escultórico y monumental. Su interés no es recurrir a una de las “artes mayores” −así era catalogada la escultura− para dejar marcas permanentes y recalcar lecciones de historia (“homenaje al prohombre…, comandante de las huestes inmarcesibles garantes de vuestra libertad”). Su principal propósito es explorar la urbe como un gran libro del que pueden extraerse las claves para propiciar el encuentro entre las personas y llevarlas a reflexionar sobre sí mismas, sobre sus experiencias y el significado de estas.

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Boga Bogotá por Ana María Trujillo

Foto: Creative Commons


E

s jueves y una llovizna casi imperceptible se revela ante las luces de los carros que entran a la Candelaria por la carrera cuarta. Cae la tarde; los andenes y las calles son prácticamente intransitables. Es una noche cualquiera en el centro de Bogotá hasta que, entre el sonsonete abrumador de bocinas y motores, las puertas abiertas de un bar dejan escapar un sonido apacible y cadencioso. Al asomarse, el curioso espectador encontrará en el escenario una marimba, acompañada por cununos, bombos y guasás. Es noche de currulaos en Holofónica. A eso de las diez y media, la veintena de espectadores recibe a los músicos con entusiasmo. La protagonista

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de la noche es la maestra Inés Granja, una cantaora y compositora oriunda de Timbiquí, en la costa caucana del Pacífico sur colombiano. Inés se para en la mitad del escenario con su largo vestido blanco y su amplia sonrisa. Quien la ve por primera vez no puede sino notar el contraste entre ella y los músicos que la acompañan, que se evidencia no sólo en las edades, sino en los rostros y la vestimenta. No se trata de un grupo tradicional, en el sentido estricto del término. Tocando la marimba está Juan David Castaño, a quien cualquier musicólogo o espectador atento de la escena bogotana identificaría como uno de los fundadores de La Distritofónica, e integrante de Comadre Araña, Primero mi tía y La Revuelta; el bombo lo toca Leonel Merchán, y en el cununo y el guasá están las hermanas Gabriela y Juanita Sossa, todos integrantes del grupo la Phonoclórica.

Aunque me saquen del campo yo no lo voy a olvidar Nosotros los campesinos allá tenemos hogar Recuerda que sangramos por nuestra libertad Ahora somos libres venimos a gozar Inés Granja canta al río, al mar, a la memoria de su pueblo. En el público, una rueda de rolos en Dr. Martens bailan currulao en Bogotá. Hablar de la influencia del folclor en la música

que se hace y se escucha en la capital ya no es nada nuevo; de hecho es un tema ampliamente documentado y reconocido entre músicos, públicos y medios. Bogotá es un escenario consolidado de ese proceso de experimentación e integración de ritmos e influencias tradicionales y foráneas. Aunque se suele marcar a Curupira como grupo pionero, su director, Juan Sebastián Monsalve, traza los orígenes en los años 80, con las familias Sossa y Lambuley en Nueva Cultura y la papayera del grupo de teatro La Papaya Partida. En esa misma década, Los Gaiteros de San Jacinto comenzaron a presentarse en el bar La Teja Corrida, inspirando a quienes, años después, impulsarían el fenómeno que hoy llamamos “Nuevas músicas colombianas”. Pero el disco que marcó un hito apareció en 1995: con La Tierra del Olvido, Carlos Vives popularizó el vallenato entre un público masivo apoyándose en grandes músicos tradicionales como Egidio Cuadrado y Maité, pero también en las influencias del rock y el funk, a través de músicos como Teto Ocampo, Iván Benavides y la producción de Richard Blair. Del grupo llamado la Provincia surgiría un año después El Bloque de Búsqueda, otro de los referentes del movimiento. Desde entonces los elementos del folclor han sido retomados y reinterpretados en un sinnúmero de proyectos musicales, en todos los géneros y con diversos resultados. Basta con salir una noche al bar Quiebracanto o a Casa de Citas, o estar 65


pendiente de la programación de Holofónica, de Matik- Matik o del bar La Negra para encontrarse con estos sonidos. Pero este ejercicio, mercantilizado y popularizado al extremo, no es solo una cuestión de moda; es un proceso que habla de migraciones, intercambios y encuentros entre saberes que tienen impacto en las regiones y en la ciudad misma. Normalmente, cuando se habla de “música de las costas” se tiende a reunir en una misma categoría dos regiones que, aunque guardan algunas similitudes, son inmensamente diferentes en sus tradiciones e idiosincracias. La costa Atlántica, con Carlos Vives, Totó la Momposina, Los Gaiteros de San Jacinto y todo su imaginario caribe, ha sido mucho más visible en la capital que la costa Pacífica, cuyo boom fue más reciente. El “rezago” podría explicarse por varias razones: la primera y más evidente es geográfica. El Pacífico colombiano se configura entre los departamentos de Nariño, Cauca, Valle del Cauca y Chocó; su accidentada geografía comprende grandes cadenas montañosas hacia el interior y un nudo de mar y selva hacia las costas. Eso, en parte, ha hecho a la región particularmente densa y de difícil acceso. Por otro lado, es una de las regiones con menor grado de mestizaje: el pasado minero le da la mayor concentración de población afrodescendiente del país, pero

también hay una presencia importante de los pueblos indígenas Embera, Awa, Waunaan, Cuna y Paeces. Las tradiciones culturales de cada grupo poblacional se han mantenido mucho más circunscritas en el tiempo, teniendo en cuenta la carga discriminatoria y peyorativa que pesó sobre ellas largos años. Cuando se habla de las músicas del Pacífico se suele decir que de Buenaventura para arriba, en el Pacífico norte, predomina la música de Chirimía y en el Pacífico sur la música de Marimba. Esta es una clasificación muy básica que esconde otras tantas tradiciones, de menor visibilidad y circulación en el resto del país. La música de Marimba es la que se ha destacado, en gran parte por la particularidad del instrumento, pero también por ser declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad en 2010. La popularización creciente del imaginario del Pacífico da pie para analizar, a través de algunos casos representativos, las articulaciones e influencias mutuas que Bogotá entabla con las regiones a través de su música.

Río arriba: el nacimiento El anzuelo fue la presencia de los maestros que venían a la capital desde la década de los ochentas y el interés que despertaron en los músicos locales: jóvenes que crecieron con la influencia del rock y el jazz, que se formaron en


academia bajo la tradición europea y occidental y que, desde ese trasfondo, intuyeron la enorme riqueza de esas otras tradiciones locales. Inyectar esas sonoridades a sus exploraciones le daba un sello distintivo a la música del país. Pero se podía ir más allá: esas formas que se presentaban “primitivas”, “libres” y “autóctonas” al músico citadino cargaban consigo la evidencia de otras realidades, otros saberes, otras condiciones más allá de la música. Bogotá, bajo esta perspectiva, fue el lugar de reconocimiento y valoración de lo diferente. Además de ser la capital que todo lo engulle, la posibilidad de reunir lo aparentemente remoto era también una invitación para salir a explorarlo. “Prácticamenteelnoventaporcientodelaspropuestas musicales están echándole mano a las músicas regionales del país, pero casi ninguna mantiene una relación con los músicos. Es una cosa súper utilitaria”, señalaba Urián Sarmiento hace unos meses en una entrevista. Él puede enorgullecerse de hacer parte -y mejor aún, de ser pionero- del diez porciento restante. Desde 1999, cuando conoció al gaitero Encarnación Tovar, Urián y algunos de sus compañeros en Curupira se dedicaron a recorrer varias regiones investigando, documentando y aprendiendo sobre sus tradiciones musicales. Lo que comenzó como un proyecto personal para Urián ha desembocado en un proyecto formal de trabajo con Lucía Ibáñez. Se llama Sonidos Enraizados.

En Sonidos Enraizados estàn interesados en un tipo de músicos, los grupos de músicas tradicionales que se asumen como tal, que son conscientes de que guardan una memoria de algo que está desapareciendo, que también se dan cuenta de que están en un contacto lejano o particular con las dinámicas cotidianas de la modernidad y que generalmente son marginados precisamente por eso. No es el bullerengue que suena en la radio -porque lo hay; es el bullerenguero que toca los ritmos como se tocaban antes, que es consciente de eso y que no lo va a cambiar, no lo quiere cambiar. En Sonidos Enraizados se cristaliza una concepción muy urbana de la música rural: música que se valora y debe ser protegida, o cuanto menos, preservada. Esta conciencia y apreciación es algo desconcertante para los mismos pobladores que cohabitan con los Maestros y no ven en ellos nada fuera de lo común. Los intereses son otros, la música hace parte del ambiente y, en definitiva, ser músico no exime a nadie de sus demás labores y oficios cotidianos, como la agricultura o la pesca. La valoración social del músico como artista y del aprendizaje o el legado es muy distinta. Además, disponerse a ser pupilo de estos Maestros es, en palabras de Lucía, cuestión de temple. Cuando uno se asume como alumno de estas personas no es lo mismo que ir a una clase de armonía, tiene otras lógicas. Asumir esa posición


implica ubicarlo geográficamente, conocer la casa, la comida, la gente que lo rodea… para algunos, incluso, tirar azadón… eso hace que se entienda por qué la música es así. La experiencia de aprendizaje que personas como Urián han emprendido ha generado un proceso de intercambio cultural más amplio. Esa estrecha relación que tuvo él con Paíto, el gaitero de las islas del Rosario, es la que tuvo Juan David Castaño con Gualajo, el máximo exponente de los marimberos del Pacífico, que lo llevó después a conocer a Inés Granja, y por el inicio de este texto ya conocemos el resultado. La música le abrió el país al espejismo de la ciudad que cree contenerlo pero en el fondo es tan profundamente diferente. Entonces se revelaron no sólo pueblos recónditos, prácticas ancestrales y costumbres milenarias, sino un país diverso, desigual y en guerra. Esos Maestros tan celebrados en Bogotá suelen vivir en condiciones precarias. Su saber, tan ajeno a la industria musical que sin embargo alimenta, no tiene una remuneración equivalente a su aporte, y sigue siendo un saber en riesgo. Por eso, además de grabar la música y documentar festivales, Sonidos Enraizados incluye entre sus líneas de trabajo la divulgación y la circulación de estos artistas. Es apenas la retribución justa del intercambio, porque Bogotá da unas herramientas y posibilidades que ellos no tienen. 68

El contacto con la ciudad entraña esa promesa siempre vigente de las múltiples oportunidades, y las prácticas culturales pueden acceder al carácter de oficio.

Río Abajo: la desembocadura 9:30 de la mañana. Ríos humanos se entrecruzan en el costado sur de la Avenida Chile, a unos metros de la estación de Transmilenio. Entre vendedores ambulantes, peatones afanados y un par de curiosos, Iber Gómez inclina su más de metro ochenta de estatura para hacer sonar su marimba. Enlaza un tema con otro sin interrupciones; en el tarro que pone en frente se escucha el tintineo de las monedas que, cada tanto tiempo, un paseante le ofrece. “En Cali nos pusimos así, tres, cuatro marimbas, y el que recogía el dinero, y en un momentico reunimos bastante. Entonces yo pensé: en Bogotá hay más gente…” La frase queda como en suspenso, mientras Iber va dibujando una sonrisa, con la mirada siempre esquiva. Iber tiene 29 años y hace 3 vive en Bogotá. Llegó a la ciudad desde Timbiquí, por unos supuestos contratos para tocar que al final nunca se concretaron. Sin embargo decidió quedarse. Desde entonces reparte su tiempo entre las grabaciones de su próximo disco y los contratos


esporádicos para tocar en reuniones familiares, inauguraciones y eventos de todo tipo. Todos los días se despierta entre las 4 y las 5 de la mañana y sale de Patio Bonito a trabajar, porque nunca ha dejado de tocar en la calle. “Allá no me dejaban expresar todo lo que sé, acá me lo piden todo”. Cuenta que, además de trabajar en su disco Iber y su lluvia de Marimba, está en conversaciones con algunos músicos guapireños, tumaqueños y timbiqueños que conoció acá para grabar otro tipo de músicas, “una especie de reggaetón”. “La competencia en los pueblos es muy dura”, me confirma Lucía Ibáñez unos días después. Casos como el de Iber son consecuencia de esa nueva valoración de las músicas regionales, particularmente de las del Pacífico en los últimos años. El embrujo de la marimba es impresionante: son realmente pocas las personas que siguen de largo cuando se topan con ella. Como se mueve en diferentes espacios (suele rotar entre Las Aguas y el Museo del Oro, la Calle 72, la 85 y la estación de Marly), Iber ya se va haciendo parte del paisaje urbano, como parte de una afortunada y refrescante banda sonora. Quizá sean pocos quienes conozcan su nombre, pero él sigue en lo suyo, y poco a poco va abriéndose espacio en los circuitos culturales. El 1 de octubre, por ejemplo, presentará su disco en la Biblioteca Nacional. Esto no quiere decir que la migración sea un fenómeno reciente, pero sí que particularmente

para los músicos la ciudad es cada vez más atractiva para desarrollar un horizonte profesional. Los músicos que se integran al formato de fusión tienen un despliegue mucho mayor. Al analizar la red de la música en Bogotá, el escenario de fuerte competencia de los pueblos se desdibuja. En Bogotá, y en estas “nuevas músicas colombianas”, las colaboraciones son constantes, los músicos participan de diferentes proyectos y dan más solidez al trabajo que se viene haciendo. La valoración que ahora se tiene de los ritmos regionales da más garantías y posibilidades de integración a los músicos que llegan con esos conocimientos, con esa tradición, con ese flow en la sangre. La escena de la fusión acapara gran parte de la atención, pero los formatos de músicas, llamémoslas, “puras”, o “tradicionales” también se van abriendo espacio. El resultado de estos cruces es una efervescencia que no distingue orígenes ni destinos, sino un estado de cocción constante. Bogotá, en todo caso, es el caldero, porque tiene las estructuras físicas y simbólicas para potenciar los intercambios y asimilar de manera más fluida lo nuevo y lo milenario. Son cuestiones de tamaño, de densidad poblacional, de lógicas urbanas, de patrones de consumo. Curiosamente, este epicentro de la mezcla contiene también a los más puristas: mientras en Guapi, en Timbiquí y en Tumaco se integra cada vez más la influencia urbana, en Bogotá se crean pequeños nichos 69


dedicados a preservar esas formas más puras. El público para estos formatos todavía es relativamente especializado, aunque está en proceso de crecimiento. Sobre el trabajo de circulación que adelanta Sonidos Enraizados, Lucía asegura que es muy difícil, porque realmente no es lo mismo que mover rock o pop. La gente cree que estas cosas se pagan menos. La gente compra un taller de un jazzero norteamericano en 10 millones de pesos y le paga todos los viáticos -que vienen a ser otros 8- para que esté acá un mes dictando un taller, pero las venidas de alguien de Tumaco son consideradas de menor valor económico… y traer 8 personas del Pacífico no es nada barato.

Bogotá: río revuelto Larry Ararat es un gran representante del encuentro entre la tradición y la experimentación. Sus padres llegaron a Bogotá de Puerto Tejada, Cauca, y él y sus hermanos nacieron acá. Larry aprendió desde muy temprano a tocar marimbas y tambores en la Fundación de Mujeres Negras en Bogotá a la que pertenecía su madre, y aunque se siente heredero de la tradición musical del Pacífico, su interés no es reproducirla en formatos tradicionales, sino experimentar con ella, integrarla a nuevas posibilidades que la ciudad provee y reclama. Hace 10 años Larry es el percusionista de 70

Chocquibtown, la banda-hito que movilizó el imaginario del Pacífico por el mundo, y que, curiosamente, se conformó en la capital. Hoy en día en Bogotá, varias universidades tienen semilleros, ensambles y talleres de músicas tradicionales; jóvenes de Buenaventura se suben a Transmilenio a bailar salsa choque y las marimbas repican en la carrera séptima; hay innumerables conciertos y festivales, talleres y seminarios; hay rueda de Bullerengue y encuentro de marimberos cada dos o tres meses. En Bogotá el folclor ha trascendido el espectáculo y la rumba para formar comunidades alrededor del aprendizaje y la valoración de las herencias locales. Si Buenos Aires suena a tango, New Orleans a Big Band y la Habana a Son, ¿a qué suena Bogotá? A mass media, a bambuco, a rock, a música llanera, a jazz, currulao y gaita. Bogotá no tiene un sonido propio, pero es el lugar donde se puede -se podría- acceder a todos y crear con ellos marcas identitarias nuevas, fluidas, inclasificables. La música es una vía de reconocimiento cultural de las diferentes regiones, y la invitación constante a salir del monstruo urbano para encontrarnos en ellas.



Bogotรก, Colombia 2014




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