LA NIÑA QUE NO COMIA
María Benítez Soldevila cuandoruth.blogspot.com
A los ni単os que no comen por propia voluntad, y a su huesos.
“Cuentan que hay una raza noble de caballos que, cuando se sienten muy sofocados y abatidos, se muerden ellos mismos, por instinto, una vena para recobrar el aliento. Lo mismo me ocurre a mĂ muchas veces: quisiera abrirme una vena que me procurase la libertad eternaâ€?.
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Las Desventuras del joven Werher
Tenía cuatro años la primera vez que escuché la historia de la niña que no comía. Pasé varios años de mi vida escuchándola, sin comprender por qué me la contaban. Recuerdo una tarde nublada, bochornosa y asfixiante por el pueblo, de la mano de mi madre y mi abuela, escuchando tediosamente harta, el mismo cuento por enésima vez. Érase una niña que vivía con sus padres, rodeada de juguetes y atenciones, colmada de todos los bienes. Era feliz y dichosa, hasta que un día decidió no comer más,
y poco a poco, las fuerzas la abandonaron, hasta el punto de no poder
levantarse del suelo, de no poder jugar con sus juguetes. La pobre niña se quedaba en los huesos, y yo me imaginaba su tripa hundida entre las costillas afiladas. La escena más macabra de la historia culminaba con el relato a todo detalle del momento en que la niña tenía que ser ingresada en el hospital, y allí le introducían toda la comida que necesitaba, tal como filetes, verduras y piezas de fruta, por las venas. Entonces mi madre me pedía que me imaginase el dolor que la niña tenía que sentir, y me decía que si no quería que me pasase lo mismo, tenía que comer. Pasé años creyendo que realmente podían introducirte un bistec por la vena, imaginando cómo la piel debía de ceder y estirarse hasta rasgarse cuando la pieza se abría paso por el estrecho conducto sanguíneo. Miraba mis venas violáceas recorriendo mi pálida piel y casi podía sentirlas desgarrándose. Nunca entendí por qué me contaban esa historia, ya que de niña siempre tuve una dieta equilibrada, no ponía problemas a la hora de comer.
Sin embargo, me mordía a menudo, a mí misma y a mis cosas. Cada vez que me enfadaba hincaba mis dientes en una de mis manos, y apretaba con fuerza, hasta que mi carne blanca comenzaba a adquirir un feo tono granate. A veces podía amoratarme la piel de un mordisco. Solía hacerlo cuando me enfadaba, lo que sucedía la mayor parte del tiempo. Otras veces, muñecas y peluches eran mis víctimas. Tenía dentro una ira que se filtraba al exterior por cada uno de mis poros, incontenible. También tenía terrores nocturnos que imposibilitaban mi descanso absolutamente todas las noches, y por ende, el de mis padres. Recuerdo que uno de los dos dormía conmigo en la cama, y dejábamos la puerta de la habitación abierta. Entonces yo abría los ojos en la oscuridad y miraba hacia el pasillo, donde podía ver sombras gigantescas avanzando hacia mí. Las veía todas las noches, a pesar de que ellos me prometían que no estaban allí. Yo me acurrucaba entre las sábanas blancas por las que se filtraba la luz de la ventana y apretaba fuerte los ojos hasta dormirme. Pero no dejaba que me tocaran. Nunca dejaba que me tocaran. Los ojos pueden llegar a doler mucho si uno los aprieta con ganas. Una noche dejaron de dormir conmigo, y yo huí de mi habitación, y dormí bajo su cama. Al día siguiente no supieron de mí hasta que me desperté y salí de la guarida, como un cordero asustado con cerebro de lobo. Pero nunca se preocuparon por las marcas de mis dientes, ni los enfados, ni el llanto, ni los terrores. Nunca me contaron un cuento sobre una niña que se mordía, o sobre una que veía sombras en la oscuridad.
Un fin de semana, un grupo de jóvenes del pueblo decidió llevarnos de excursión a mí y otros niños, a una casa rural, perdida en un bosque. Yo estaba emocionada, cautivada por los árboles y las hojas. La oscuridad y los filtros de luz. El moho en los troncos de los árboles,
la humedad lamiendo las piedras y
adentrándose profundo en la tierra. Los gusanos carcomiendo las entrañas. Al llegar y pisar el bosque, me convencí a mí misma y a otros niños de que había un lobo verde que sólo cazaba de noche, y de que había visto rastros sangre de sus presas. La historia del lobo verde nació una tarde en que mi tío me aseguró que había visto lobos verdes en un parque natural. La noche que me aterraba en casa, me fascinaba en las afueras, lejos de todos. Paseaba entre los árboles cuando atardecía con mi oso de peluche blanco de la mano. Otros niños correteaban entre los árboles. Los vestidos se me enganchaban en las ramas y no me importaba, sabía que el bosque me quería, que intentaba retenerme. Yo quería quedarme, hundirme para siempre entre las hojas caídas y mojadas, enredarme con los troncos y trepar por las ramas. Quería encontrar un lago y sumergirme en él, eructar las mariposas que se agitaban en mi vientre y ser tan real como entonces para siempre. Ya no me acordaba de la niña que no comía. Ya no estaba enfadada. Podría y quería haberme aislado en ese bosque para siempre, jugando a diario con mi soledad, recreándome en ella, exprimiéndola hasta que mi capacidad de supervivencia hubiese aguantado. Y cuando finalmente hubiese cedido a las leyes físicas, haberme descompuesto en el suelo acolchado, que la tierra húmeda hubiese alimentado conmigo el bosque eternamente. Y reencarnarme en lombriz, o en musgo, o en hongo.
En esos tres días que pasé en la casa rural soñé en varias ocasiones que me encontraba con el lobo y nos mirábamos fijamente. Mis ojos le retaban, empoderados de una valentía irracional, como un cordero que se ríe ante el cuchillo. Era una cervatilla recién nacida, pero mis ojos oscuros amenazaban a aquel animal salvaje en mis sueños, como si las fauces más afiladas estuvieran en mi boca. Le enseñaba los dientes. El desafío me atraía de una forma extraña para una niña de cuatro años. No recuerdo un solo día en que no sintiese interés por el color de la sangre, las escenas grotescas y las historias macabras. Los acantilados me provocaban un cosquilleo bajo el estómago, y más si podía colgarme de ellos. Incluso la niña que no comía me interesó al principio. Pero tampoco reparó nadie en esa curiosidad peculiar y retorcida, que parecía acompañarme a todas partes. Mi oso blanco de peluche, al que me aferré férreamente durante todo el viaje,
sufrió un par de serios accidentes. Primero se me cayó por un barranco
cuando paseaba sola, y una de las muchachas mayores tuvo que bajar a recuperármelo. Otra vez, se perdió en la maraña de sábanas blancas de las literas en las que dormíamos, y acabó en la lavandería, de done fue rescatado por una señora de la limpieza. Al recuperarlo sentía un alivio inmenso y volvía a emocionarme estar en aquel lugar siniestro pero extraordinario. El último día, andando por el campo de vuelta a la estación, me senté en un lado del camino, entre las amapolas, para atarme un cordón de los zapatos. Dejé el oso blanco en el suelo un instante, o eso pretendía, y lo olvidé allí para la eternidad. Siempre me he preguntado si otra niña lo encontró y lo perdió una y otra vez entre las sábanas o barranco abajo. Siempre me he preguntado si fue a dar con una niña que no comía. De ser así habría sido muy triste, porque como explicaba el cuento, no habría podido jugar con él.
De vuelta al pueblo, el verano me asfixiaba pegajosamente entre las cuatro paredes de mi casa. Salíamos todos los días, pero ya no estaba en el bosque, ausente. Paseaba por el pueblo con mis padres o mis abuelos, con vestidos incómodos y picantes, que no hubiesen sido necesarios en el campo. A veces me llevaban por las afueras, donde había árboles y flores, pero tenía pánico de las avispas. En mi bosque no vi una jamás, y ese trozo de monte rodeado de edificios estaba plagado. Era escuchar el zumbido y echarme a correr como si llevase al diablo dentro. Pudiera ser que lo llevara.
Nunca me contaron ningún cuento sobre una niña con fobia a las avispas.
Dos años después nos mudamos, y pese a que yo no quería irme, mi nueva casa me gustó. Llegué a la ciudad una tarde gris en la que chillaba el viento y el cielo negro amenazaba con estallar y engullirnos a todos. Pero mi barrio era un pequeño mundo aparte, y encontré un patio alto con rosales viejos y bancos de piedra donde refugiarme. Todavía me refugio allí, de vez en cuando. Se convirtió en mi particular cementerio de animales. A lo largo de los años enterré un pájaro, un par de roedores, y una paloma moribunda que cayó en mis manos. Esos entierros fueron verdaderas tragedias en mi vida, y en mi aislamiento social inicial en aquella ciudad nueva en la que nunca he acabado de encajar ni acomodarme, lloraba todos los días. Pero tampoco me contaron ningún cuento sobre una niña que llorase todos los días.
Los terrores nocturnos volvieron, y fueron acompañados de unas extrañas y novedosas ansias de volver a no existir. Con menos de ocho años le hablaba a mi madre sobre la muerte, y le decía que sentía que todo lo que conocíamos podía acabarse en cualquier momento. Entonces tampoco hubo cuentos sobre niñas suicidas.
Los años pasaron y no perdí mi palidez, pese a que mi pelo y mis ojos se aclararon mucho con el paso del tiempo, volviéndose castaños como mi bosque. El sol los decoloró igual que a mí, toda yo desgastada bajo sus rayos de bestia feroz. Nunca he podido con él. Mi bosque filtraba su luz en pequeñas dosis soportables. Mi bosque alejaba las migrañas. Tampoco perdí mi incomodidad hacia los humanos, ni mis ansias de árboles y lobos verdes. Los terrores fueron atenuándose, y aunque todavía hay noches en las que no me atrevo a cerrar los ojos, he aprendido a dormir sola. Así nadie me toca. Nadie me toca. Sigo mordiendo mi carne, y a veces me comería a mí misma.
Pero sólo a veces.
Cuando tenía diez años, mi madre había dejado de contarme la historia de la niña que no comía. Yo observaba mi tripa redonda como si un monstruo horroroso hubiese puesto sus huevos en ella. Una tarde, una chica joven que no conocía apareció paseando por mi barrio. Mi madre conocía a su madre, y cuando la vio llegar me susurró que me fijase en sus huesos, como si sólo fuese eso. Entendí que ella sólo podía ofrecer sus huesos. La chica me abrazó y pude notar bajo mis dedos cada una de las vértebras punzando la piel de su espalda, sus costillas en mis hombros, como cuchillas. Era hueso y nada más, una cierva moribunda que cualquiera de mis lobos podría haber partido en dos con apretar un poco los dientes. La habrían quebrado como a un palillo. Podía imaginarme el sonido de su columna rompiéndose como finas ramas, resonando en mi cabeza. Chasquidos en el vacío. Mi corazón latía con ruido de hueso roto. Ahí la tenía, la niña de mi historia. Sin embargo no estaba tirada en el suelo sin fuerzas, sino que caminaba y saludaba altiva a todo el mundo. Y no era una niña. Mi madre decía que estaba enferma. Vi sus brazos, carecían de marca alguna. Le aseguré a mi madre que era imposible que le hubiesen introducido trozos de comida por la vena, y ella tuvo que callarse y asentir. Me sentí engañada como una boba.
A partir de entonces, comencé a tensar el abdomen a todas horas. Fuese a dónde fuese, mantenía la tripa apretada para que no me abultase tanto. Quería vomitar
las
mariposas.
considerablemente.
A
los
doce
años
había
reducido
su
volumen
Entonces ya era tarde. Y nunca se dieron cuenta. Cuando quise dejar de comer, la palidez de mi mente, las dimensiones extrañas y mi dificilísimo carácter llevaban tiempo echando raíces en mí. No se podía parar el desastre. No recuerdo exactamente el día en que comencé a notar malestar cuando comía, pero los demonios nunca me han abandonado. Convivo con ellos y a veces pienso que si no fuese por el resto de personas, nos llevaríamos genial. Una ama sus propios monstruos, las sombras que avanzan por los pasillos. Pero antes o después nos enseñan a tenerles miedo. A mí me lo enseñaron. Si no entendían lo que pasaba entonces lo temían, y acabé asustándome yo también.
El miedo devora mis huesos y mis bosques, el miedo es el cielo negro del primer día de la ciudad, engulléndome en adultez, cuando no pudo hacerlo con mi infancia.
Sigo soñando con los bosques y sus habitantes, que me hacen libre. Sigo hablándole de cerca a la muerte, para que no se olvide de mí. La sangre todavía me fascina, a pesar de que me marean los huesos rotos. Los huesos rotos. Los huesos. Los abismos aún me producen un inquietante pero especial cosquilleo. Sobre todo si alguien cuelga de él.
No hay cuentos de niñas psicópatas.
Hubo una época en la que comía sin pensar en los huesos, pero eso fue ya hace mucho. Cuando voy por la calle y veo a las niñas con sus madres, imagino que le cuentan la misma historia, que les hablan de mí sin conocerme, la niña que no comía, creyendo que las previenen de los demonios. Quizá no están todavía en sus cabezas. Las miro y me imagino a esas niñas pensando en mí, tirada sin fuerzas en el suelo, pálida y escueta, hundiéndome en la tierra húmeda. Algunos días podría ir y enseñarles mis brazos, mi carne amoratada a mordiscos, las muescas de mis dientes hundidos en la piel, y ellas sí se creerían la historia de la comida por vena. Pero no lo hago. La niña de los bosques y los lobos verdes, me pide que no lo haga.
Mantengo así un triste ápice de ternura, recuerdo de las mariposas en el estómago, que ahora vomitaría sin duda alguna, pero que en su día fueron la sensación más extraordinaria, cuando la pureza de mi ser salvaje y libre se enamoraba fuerte de los demonios de mi cabeza. Cuando los insectos cubrían mi cuerpo y lo acariciaban y esa era la máxima felicidad. Y no como. No como.
Nota de la autora: Nada de esto es inventado, pero no podría decir que es real. Da igual si fue sólo en mi mente o también pasó fuera, lo único que importa es que fue. Niños, contadle este cuento a vuestros padres.
María .Rth