Los instintos (una historia de amor distorsionada)

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.Los Instintos. (Una historia de amor distorsionada)



María Benítez Soldevila. 8 de septiembre de 2015.

Para Álvaro, que aulló en mis ojos sin borrar las motas blancas de mi lomo.



“Una mirada desde la alcantarilla, puede ser una visión del mundo la rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”. -

Alejandra Pizarnik.



En lo más profundo del negro líquido de sus ojos, (negro alquitrán negro tinta negro tiniebla) se rompe la luz blanca como hueso. Luna llena, cielo estrellado. La brisa se pasea suavemente entre las ramas de los árboles. Algunas, desnudas, tiritan; otras, revestidas de espinas, se clavan fuerte en el viento, hiriéndole profundo por tocar sin pedir permiso. La joven cierva, que aún no ha abandonado del todo la infancia, observa altas,

atenta, camuflada

escondida con

los

entre

los

arbustos

tonos

marrones

de

y

las

los

hierbas

troncos

y

cubierta por la oscuridad que proyectan las sombras en la luz tibia y mansa de esa noche de luna. Sabe que él no se ha percatado, y si lo hiciese sería el fin. Pero no le importa correr

el

riesgo.

Toda

su

existencia

está

fundada

en

la

temeridad de ese acto ritual que lleva a cabo todas las noches, tan extraño como extasiante. No sabe si es natural, no entiende la finalidad evolutiva del impulso que motiva su comportamiento, intenso, desesperado, urgente. Cuando el sol comienza a desangrarse desparramando luz malva por todo el cielo, al atardecer, ella baja hasta los bordes de la pradera,

y

se

queda

allí,

entre

los

últimos

árboles,

contemplándole quieta, cobijada entre las ramas. Él, un lobo, su mayor depredador, antes que el hombre. Ojos azules, (azul hielo azul charco) pelaje gris.


Avanza silencioso y audaz al otro lado del claro, también entre los

árboles.

Si

la

encontrase,

si

supiese

de

su

mirada

observadora, probablemente se lanzaría a por ella, con la única intención de devorarla, de acabarla hasta los huesos. Y ella, como muestra de que aún mantiene una pata en el suelo, guarda la distancia de seguridad. Sabe que podría salir corriendo, huir de él sin darle tiempo de alcanzarla. Ese no es el problema. Lo que le asusta de verdad es que si sus ojos se encontrasen, no sabe si podría huir; quizá se quedase petrificada, congelada en mitad del bosque y del tiempo, observándole avanzar rompiendo el aire a zancadas, esperando con ansia la dentellada letal.

No se ha sabido jamás de una cierva que se enamore de un lobo, y menos aún el caso contario. No tiene razón de ser, no puede ser algo sano, suena aberrante a cualquier oído cuerdo. A veces, en el agua de las charcas, cuando se mira a sí misma reflejada en la laguna, observa su cuerpo de cierva joven, su cabello marrón, castaño, suave, algunas manchas blancas (inmaculadas, niñadas) que todavía salpican su lomo, su cabeza fina y estilizada; es una cierva bella (cierva loca). Pero sólo puede centrarse en el negro brillante y oblícuo de sus ojos pensando en lo monstruoso de esa oscuridad turbia, en lo enfermo de sus aspiraciones. Sus sentimientos son, sin duda, un engendro de la naturaleza. Están desviados y siente cómo se retuercen en su abdomen, cómo le pellizcan los huesos haciendo chasquidos. Pero ninguna de esas sensaciones le impide seguir bajando a la pradera a contemplar al lobo con su oscura mirada, inocente de voluntad, pecadora de deseo. El

lobo,

por

su

parte,

se

pasea

sigiloso

al

otro

lado,

recorriendo más de la mitad del bosque en busca de presas. Nunca antes se había percatado de la presencia de la cierva, a pesar de que en ocasiones le ha seguido muy de cerca. Es desde hace tan sólo un par de días, que es consciente de que le vigila.


La luna brilla plena en el cielo oscuro, y él se encuentra especialmente

hambriento

eufórico

la

ante

luz

esta

noche.

Se

del

astro

brillante

siente

excitado

redondo,

y

y

camina

deprisa, exaltado, como en un estado subjetivo y abstracto de emoción. Frena en seco sus pisadas, y retoma el paso lentamente, moldeando la hojarasca bajo sus patas, para que no haga ruido. Divisa a una distancia media a una cierva madura con una cría a su lado. Comienza el acecho silencioso, agazapándose entre los arbustos; acelera el paso, y cuando está a tan sólo unos metros, la cierva comienza a correr. Se ha dado cuenta; huye de la muerte. La cría intenta seguir el paso de su madre, pero sus patas tropiezan torpemente con las irregularidades del terreno montañoso. Desorientada y asustada, comete el error de dirigirse cuesta abajo, hacia la pradera, desesperada. En claro abierto, bajo la luz lunar, al lobo no le cuesta alcanzarla, y finalmente se lanza mordaz sobre su cuello infantil. Sacude a la cría violentamente de un lado hacía otro, apretando firme la garganta entre los dientes, para desgarrarla por completo y herirla de muerte. A los pocos minutos, cuando él ya ha comenzado con el festín, la cría muere desangrada entre berridos lastimeros.

La cierva joven contempla la sucesión de los hechos sin apenas pestañear.

Siente

algo

en

el

estómago,

aunque

no

sabe

identificar si es bilis o si ha tragado mariposas. La escena es cruda y ella está fría, gélida de insensibilidad o de temor, pero de amor loco en cualquier caso. Después le escucha aullar a la luna el resto de la noche, deleitándose en la música como si cantase para ella. Conoce la naturaleza depredadora del lobo, y la acepta sin indigestión. Le quiere puro y letal, le ama hasta desintegrarse en sus dientes afilados. Piensa que el lobo, en cierto modo, no es tan diferente de sí misma. Quizá físicamente sean incapaces de burlar ciertas leyes de

la

conducta

naturaleza podría

que

hacer

impedirían que

se

su

reproducción,

encontrasen

en

un

pero

su

millón

de

dimensiones. Ambos vagan solitarios, sin manada, sin compañía, sin lazos ni preocupaciones. Ambos se regodean en su absoluta y


peligrosa

libertad.

Porque

sí,

lo

saben,

la

libertad

tiene

dientes afilados, lleva por sombra la silueta del riesgo, pero han comprendido que la gracia reside en

la dualidad de las

cosas, han escuchado el equilibrio del bosque; sólo ella está a punto de romperlo, a pesar de estar guardándolo: vuelta a la ambivalencia universal. Sus sentimientos son encontrados, y ella no lo sabe, pero ambos están

confundidos.

Si

no

es

natural,

¿por

qué

les

está

sucediendo? El lobo pasa unos treinta minutos devorando a la cría, mutilando bestialmente su abdomen, arrancando la carne y mojando su morro en la sangre joven e inocente, relamiéndose los dientes. Cuando se siente lo suficientemente saciado, del cuerpo de la cría sólo queda un agujero oscuro y enredado, nudos de carne ensangrentada que unen la cabeza pequeña y las patas finas. Sus ojos han quedado abiertos, manchados de tierra, en una expresión resignada, perdidos para siempre. La cierva joven siente el impulso de dejarse ver, de exponerse, de avanzar bajo la luz de la luna y descubrirse ante los ojos azul gélido del lobo, para que choquen contra su negro y pongan algo de luz; aunque sea la última que le ilumine. Pero no lo hace y finalmente, él se aleja de la pradera, para adentrarse nuevamente al otro lado del bosque. Ella, loca y febril de amor, pasa la noche sin comer nada, y sólo al amanecer pasta un poco para no dormirse con el estómago vacío. Después regresa a la madriguera y sueña largo con el lobo; rompiendo las leyes de la naturaleza, él toma su joven cuerpo y termina con los resquicios de niñez de la cierva, y ella observa cómo se borran las manchas que quedaban sobre su lomo, convirtiéndose en la hembra del lobo. Despierta varias veces, con el corazón latiendo, y un hormigueo intenso y crudo recorre todo su abdomen.


Los días continúan su curso, cotidianos; el sol mantiene su recorrido, y la luna sigue saliendo al encuentro de la noche. Todo se mantiene inalterado, como si la naturaleza no se hubiese roto en los instintos de la cierva, en la consciencia inhibidora del lobo. Empiezan a creer que más que una rotura, se trata de una distorsión. Y eso puede ser también una percepción válida de la realidad. Siguen constantes. Ella le observa y él hace como que no sabe de su existencia. Todas las noches el mismo cuento silencioso. Él mata

y mutila,

enfermizo,

que

y ella mira el espectáculo. podría

decirse

incluso,

Tal es su amor

que

en

ocasiones

disfruta. Tanto se ha acostumbrado el lobo a su atenta mirada, que si no la siente clavada en la nuca, la comida se vuelve insípida en su boca, y no llena su estómago cuando la traga.

La noche en que la luna decide no salir a sustituir al sol, los impulsos

reprimidos

de

la

cierva

se

precipitan

como

si

la

ausencia de luz le hubiese arrebatado la última gota de cordura. Al principio de la noche, baja tranquila hasta el borde de la pradera y permanece camuflada entre los troncos, esperando la llegada del lobo. Pero las horas se suceden y él no da señales de vida, provocando que las entrañas de la cierva hiervan como brasas. Finalmente, resuelve su angustia cruzando el claro, más sombrío que

en

las noches de luna,

hasta

el

otro

lado

del

bosque. Busca al lobo desesperada, olvidando por completo que a pesar de todo sigue siendo la presa. Atraviesa desbocada las montañas, a punto de vomitar el corazón; busca entre los árboles, en madrigueras, en la laguna, pero ni rastro del lobo. Cuando está al borde de caer presa del

pánico, escucha aullidos

a lo lejos, en la dirección de la que ha venido. Sin pensárselo dos veces echa a correr hacia ellos. Cada vez están más cerca, y su corazón rebota entre las costillas, presa de la emoción. Descubre que los aullidos provienen del claro, y decidida como


las

balas

de

los

hombres,

salta

directa

a

la

pradera,

desprotegida y desquiciada. Consigue detenerse en la llanura desierta, cuando se da cuenta de que los aullidos han cesado. Él no está en el claro. Pretende retroceder,

darse

la

vuelta

silenciosa,

por

si

acaso

los

aullidos eran de otro lobo, pero el miedo le chilla en los oídos, y pisa demasiado fuerte. Una figura oscura se abalanza sobre

ella

y

muerde

su

lomo.

Cae

al

suelo

automáticamente,

paralizada y rígida como si le hubiesen inoculado un veneno. Entonces el lobo gris, muerde su cuello estrecho, que cruje entre sus dientes. Ella siente como la sangre caliente mana de la

herida,

y

también

puede

percibir

como

él

se

la

traga,

mientras con sus fuertes patas delanteras inmoviliza el resto de su cuerpo. No puede centrarse en el dolor de las mordeduras, tan sólo le escuece la herida interna de saber que es su lobo quién traga de su sangre y se alimenta de ella. Es ese dolor lo que realmente le desgarra, lo que está matándola en el claro sin luna, y a su vez, lo que la mantiene viva para siempre. Ella sabía de los instintos y la naturaleza del lobo, había aceptado el final, antes siquiera de encontrarle. En esos momentos, sus ojos consiguen moverse hasta chocar de lleno con el azul gélido de los ojos del lobo gris. Es como otro desgarro. Él se detiene, desconcertado al reconocer a la joven cierva bajo sus propios los dientes. La oscuridad de la noche sin luna ha cegado su mente y confundido sus sentidos, dando rienda suelta a sus más oscuros instintos contra su más preciada reliquia. Que no es él; pero sí. Que se la ha arrebatado a sí mismo para siempre. Aúlla

como

un

loco,

y

sus

ojos

azules

parecen

partidos

de

repente. El lobo tiembla ante el olor de la sangre de la cierva, y la observa con los ojos desorbitados y el hocico manchado de rojo.


Malherida. Moribunda. La

herida

del

lomo

no

es

demasiado

profunda,

pero

el

desgarramiento del cuello es irreparable. Su garganta palpita emanando sangre como si fuese una cascada de aguas cálidas. La cierva se desangra irremediablemente, y él quiere desintegrarse también. Le acaricia la cabeza suavemente con el hocico, y ella responde incorporándola en medida de lo que puede, elevándola sobre la herida. Sus alientos se mezclan en vahos que rompen el frío invisible de la noche hibernal, y se lamentan de haber permanecido al margen todo el tiempo. Si se hubiesen dejado enfermar. Si se hubiesen nunca

podrán

romper

el

retorcido. Pero es tan tarde, que ya equilibro

de

la

naturaleza,

ni

recomponerlo tampoco. La cierva lo supo desde el principio, y le mira compasiva, haciéndole saber que no hay nada que perdonar, porque las cosas son como son y no pueden ser de otra manera. Aunque a veces, y sólo a veces, la distorsión puede ser también una visión válida de la realidad. Quizá en otra vida, piensa la cierva; quizá en otra vida habré de encontrarle sin tragedia; quizá será posible, que me muerda y sobreviva. El lobo no puede sino emitir aullidos desconsolados, vertiendo lágrimas sobre las heridas de la cierva, que mantienen la sangre caliente aun estando fuera de su cuerpo. Recuesta la cabeza de la cierva sobre su regazo, y la acurruca contra su cuerpo, acunándola en su pelaje gris mientras aúlla para ella, perdido en

sus

ojos

oscuros.

En

ese

instante

se

queda

la

cierva,

congelada cálidamente para la eternidad, escurriéndose de la vida para romper las leyes físicas entre ellos.


Y ĂŠl, a partir de esa noche, deja de aullar a la luz de la luna para

aullar

al

negro

turbio

del

cielo,

un

negro

inmenso, (un negro alquitrĂĄn, negro tinta, negro tiniebla) negro oblĂ­cuo y brillante que penetra en su azul, (azul hielo azul charco azul roto) en nombre de los ojos de la cierva.

lĂ­quido

e




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