REVISTA MEXA Literatura mexicana

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Índice Editorial..............................................2 Dossier: Literatura mexicana Christopher Domínguez Michael, Poesía y crítica…..........4 Sergi Bellver, Cinco propuestas y una mirada extranjera sobre la nueva narrativa mexicana…...............................10 Heriberto Yépez, ¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)…............14

Miscelánea Narrativa: Franco Félix, Objeto A goza la muerte..................18 Poesía: Christian Peña, El síndrome de Tourette….................24 Ensayo: Valeria Luiselli, Mancha de agua…............................32 Poética: Luis Eduardo García, Fragmentos mutantes…..........38

Ilustración y portada: Israel Vargas

Reseñas Libros: Olegaroy de David Toscana…...................................42 Películas: Güeros de Alonso Ruizpalacios….........................43

Cómic De Edgar Camacho…...............................................................44

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Editorial La literatura mexicana actual es rica y diversa. La gran cantidad de textos que se producen al año es abrumante, aunado al inmenso número de premios en diversos géneros que sirven de apoyo en México, aumenta la cantidad de libros, así como los géneros y los estilos. En este primer número de mexa decidimos darle la importancia que se merecen las nuevas plumas en este país, con textos representativos de su propia obra. El dossier sobre literatura mexicana, con textos de críticos muy importantes como Christopher Domínguez Michael o Heriberto Yépez, genera un panorama de la poesía y del ensayo que se escriben en este contexto. Por igual, el texto del español Sergi Bellver habla de una perspectiva general de la narrativa mexicana en estos días. Las creaciones literarias son lo más importante en este número, las cuales muestran la calidad de las letras mexicanas en la actualidad. Por ello, la variedad de géneros es fundamental. Como cara en la narrativa, se seleccionó un texto de Franco Félix; en poesía, a Christian Peña; y en ensayo, a Valeria Luiselli. Por último, se incluye una poética propia realizada por Luis Eduardo García. Con estos autores, damos una muestra breve, pero que funciona como un inicio para todo lector interesado en las letras mexicanas y para conocer qué se ha estado escribiendo en este país en los últimos años. Por igual, destacamos la creación de otro tipo: la visual, la auditiva y la audiovisual. Por ello, presentamos un comic de Edgar Camacho, así como unas reseñas referentes a una banda joven mexicana, una película fundamental hoy en el cine nacional y una comediante que ha dado de qué hablar, al igual que una reseña al libro ganador más reciente del Premio Xavier Villaurrutia, el más importante del país: Olegaroy de David Toscana. En mexa queremos poner en sintonía este panorama actual en las letras que comparten el mismo contexto para, así, mostrar la tendencia en la literatura de estos días en México.

MEXA Producción, selección de textos, maquetación, consejo editorial: Magui Alonso Christian Anguiano Molina. Ilustraciones: Magui Alonso. Publicación de difusión educativa y cultural, sin fines de lucro. Mexa es una publicación única de la clase de Diseño Editorial y Multimedia generación 2018-A. Los textos firmados son responsabilidad de sus autores. Los editores no comparten necesariamente el punto de vista de los autores. Los títulos de los textos son responsabilidad de los editores. Periodo de exhibición: mayo-junio 2018. Domicilio: Guanajuato 1045, Artesanos, 44260 Guadalajara, Jal. Teléfono: 01 33 3819 3300. Correo electrónico: revistamexa@udg.com. mx. Editores responsables: Magui Alonso y Christian Anguiano. Publicación no registrada en la Dirección de Derechos de Autor de la Secretaría de Educación Pública, en Reserva de Derechos de Título núm. 042011-0512334342325453453-102. Certificado de Licitud de Contenido, número 7894, expedido, dizque, por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación, ISSN 0292-0322. Impresión y Encuadernadora: no existe. Bye. Bibliografía y webgrafía Christopher Domínguez Michael, Poesía y crítica en http://confabulario.eluniversal.com.mx/poesia-y-critica/ Sergi Bellver, Cinco propuestas y una mirada extranjera sobre la nueva narrativa mexicana en http:// www.avispero.com.mx/blog/articulo/cinco-propuestas-y-una-mirada-extranjera-sobre-la-nueva-narrativa-mexicana Heriberto Yépez, ¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago) en Revista Luvina “Contraensayo”. Número 63, 2011. Franco Félix, “Objeto A goza la muerte” en Mil monos muertos (BUAP, 2017). Christian Peña, “El síndrome de Tourette” en El síndrome de Tourette (Cuadrivio, 2015). Valeria Luiselli, “Mancha de agua” en Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Luis Eduardo García, “Fragmentos mutantes” en Revista Tierra Adentro. http://www.tierraadentro.cultura.gob.mx/fragmentos-mutantes/ Cómic de Edgar Camacho en Revista Tierra Adentro. Número 220. Enero-Febrero 2017.

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Dossier

Poesía y crítica Christopher Domínguez Michael Ilustración: Magui Alonso

El crítico mexicano dialoga sobre la poesía mexicana de estos días y da un panorama sobre el mundo editorial que convive a la par de los escritores actuales en el país.

POETAS AL AZAR Cuando a Marcelino Menéndez Pelayo le encargaron una Antología de poetas hispanoamericanos para festejar el IV Centenario del Descubrimiento de América, la Academia Mexicana se quiso pasar de lista y “normar” el criterio de quien entonces era uno de los grandes críticos literarios europeos –aunque la literatura española estuviese, previa al renacimiento modernista, de capa caída– mandándole a hacer una antología al gusto de los mexicanos e imprimiendo sólo seis ejemplares con la intención de cribarle los seleccionados al de Santander. El polígrafo se opuso también, nada tonto, a incluir a autores vivos en su selección. Don Marcelino rechazó las sugerencias y caso único en su Antología –que a partir de 1911 aparecerá como Historia de la poesía hispano–americana, publicó una postdata donde le decía, enfadado, a los mexi-

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canos que el conocimiento de su poesía “no es ninguna ciencia misteriosa y reservada para algunos privilegiados”, reafirmando su derecho a escudriñarla sin jueces ni tutores. La frase marcelinesca viene a cuento de la exclusividad que se arrogan los pocos críticos de poesía que tenemos, endogámicos al grado de nunca leer o comentar lo que de ellos (y por extensión de nuestra poesía) escribimos, rara vez, algunos otros. O quienes, como yo, estamos más interesados en la prosa y en la historia que en la poesía y el mito, no tenemos nada interesante que decir o ellos carecen de tiempo para leernos, perpetrados en una eterna batalla campal que rara vez tiene por motivo a la vieja lírica. Su asunto son los destinos del dinero público utilizado para publicar poemas aquí o en el extranjero, que excita, sobre todo, a los malos poetas y a los envidiosos. De los subgéneros de la familia literaria el más tiquismiquis es el poético. Los narradores, los ensayistas y


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los dramaturgos son más tratables. Si a un Vicente Leñero, caballeroso ante la crítica como pocos –al menos la literaria– se le decía que era más dramaturgo que novelista, antes de enojarse, se quedaba pensando. Semejante cosa ocurre cuando a un prosista uno le dice preferir a sus cuentos a sus novelas: el aludido argumenta en uno u otro sentido. Pero decirle a un poeta que no es poeta, es pecado mortal o decirle que tales versos no funcionan a diferencia de otros, es meterse en alguna herida profunda de la cual mana, casi siempre, sangre. Desde la comodidad que me da mirar con atención pero con la debida distancia a nuestra poesía contemporánea, decidí con jugar con lo aleatorio –lo cual de nuevo no tiene nada– y escoger, de las novedades poéticas que recibo, los primeros siete libros del bonche y leerlos para escribir estas páginas. Ordenados por orden alfabético salieron los siguientes títulos y autores: Hasta aquí (Almadía, 2014), de Hernán Bravo Varela, Borealis (FCE, 2016), de Rocío Cerón, Teoría de las pérdidas (FCE, 2015), de Jesús Ramón Ibarra, Acapulco Golden (ERA, 2012), de Jeremías Marquines, La imaginación pública (Conaculta, 2015), de Cristina Rivera Garza, Me llamo Hokusai (FCE, 2014), de Christian Peña y Deniz (Ediciones sin nombre, 2015), de Josué Ramírez. Casi la mitad de mis autores (Marquines, Ibarra, Peña), descubrí con cierto disgusto, han ganado recientemente el usualmente codiciado y respetado Premio Bellas Artes de Poesía de Aguascalientes, pero como los premios también hablan, bien o mal, del estado de una literatura, decidí mantenerlos. Es curioso, además, que pocos de los autores o editores de esos libros se les haya ocurrido enviarme previamente sus obras, lo cual recalca lo obvio: premio mata carita. Entro en materia. El libro de Bravo Varela (1979), a quien conozco, trato y respeto, me intrigó. Con el de Peña, es el más autobiográfico y cuenta, a ratos, la penosa enfermedad del hígado que el autor padeció, materia de un bondadoso ensayo previo, Historia de mi hígado y otros ensayos (2011). Me pregunté porque Hasta aquí insistía, ofreciéndonos una bitácora poética de lo

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que ya había sido previamente ensayado y bien ensayado en prosa. Además, Hasta aquí, recopila poemas viejos, de la estancia washingtoniana entre 2008 y 2009, de Bravo Varela y casi todos me parecieron inferiores al otro libro suyo que leí con atención, Sobrenaturaleza (2010). Disfruto lo mismo de la antes llamada “poesía existencial” de la que en mi juventud era símbolo Pessoa de aquella escrita para desafiar al lector mediante la dificultad, como es el caso de Góngora, Mallarmé, Pound o entre nosotros, Deniz. La primera es más cómoda pues el poeta arropa al lector y despliega un proceso de identificación bien estudiado. También, en mis años mozos, era imposible romper con una mujer y no lanzarse, lloroso, a recitar Cantata a solas, de Tomás Segovia, ni mandada a hacer para esos casos de desgarradura. La otra, la difícil, da al lector satisfacciones de otro orden. Lo cultiva, pero a menudo, lo deja pleno de sensación y no de sentimiento, como recuerda Luis Vicente de Aguinaga, uno de los críticos que examinaré, en su elogio de Ramón López Velarde contra Salvador Díaz Mirón. Pese al tono ligero, conversacional sin ser nunca callejero, de Bravo Varela, cuando trata de sentimientos, éstos no me conmueven, son demasiado generales, pertenecen a lo que David Huerta bautizó hace mucho como “las intimidades colectivas” (moscas, escenas de iniciación en el baño, busca del enigma del propio nombre a través de Google) y en Hasta aquí se abusa de ellas. Por ello, me interesan más los poemas de Bravo Varela donde predomina su sentido de lo visual, como ante un cuadro de Hooper e incluso, cuando abandona su ligereza un tanto comodina y se torna en vate, a la Lizalde: el engolamiento, entonces, gravita, como en el mejor poema de Hasta aquí, donde se llama a cuentas a Lupercio y se concluye así: “Lupercio, abre las fauces. Resume una vez más/tus egregias lecciones de retórica/en un bostezo que parece aullido;/ que quien anda contigo aprende el arte/de mamar en dos lenguas con la suya.” Sigue Rocío Cerón (1972), autora de Borealis y habitante notoria de la tierra experimental de nuestra poesía. Su proyecto “aeroestático” no me


interesó mucho en cuanto tal y me pregunté qué tanto le hubiese importado a un Marinetti o a los concretistas. Algo hay de la “descreación” de la enorme Anne Carson, sospecho, en este asunto. Pero la caja es difícil de abrir y una vez resuelto el embrollo, uno busca un manual de instrucciones que no existe dado que se trata de “poesía experimental”, es decir, creadora envidiosa de sus propias reglas. Sólo Gerardo Deniz (que tiene que ver mucho con este artículo gracias a Deniz a mansalva, 2008), tuvo el genio de “explicar” en Visitas guiadas su poesía una vez que le dijeron que ésta no era tal. Me pregunté, insidioso y sin saber la respuesta, qué haría Cerón si fuese encerrada, a pan y agua y obligada a escribir ese comentario o exégesis de su Borealis. Curiosamente, indiferente al artefacto, de todos los poemarios leídos para esta ocasión, el de Cerón fue el que más subrayé con palabras, líneas, expresiones o versos que me gustaron sin necesidad de compartir el supuesto credo de la poeta, como “guarda para sí el teatro del mundo”, “martillando se llega a Roma” o “satélites de Saturno en huella dactilar”. Acaso ello se deba a que como la artista del performance que ella también es escribe leyéndose en voz alta y el truco a veces funciona, incluso para mí, un lector agustiniano. En fin, deniziniamente, lo que de Cerón más me gusta es lo que tiene de antigua, de lectora de Jules Verne. Tres de los libros restantes son homenajes al padre poético, el de Ibarra, el de Marquines y el de Ramírez, así que los comentaré juntos. El más denso es el del sinaloense Ibarra (1965) cuya Teoría de las pérdidas es, en cierta medida, una laudatio de Álvaro Mutis (hay otras entre nosotros, la de María Baranda en sus primeros libros) y de La nieve del almirante, aquel soberbio poema en prosa que convenció al colombiano, divertido e irresponsable, de que podía ser novelista. Esta “niebla del almirante” es, desde luego, un buen pretexto, para que Ibarra haga poesía erótica, un tanto belicosa, acaso tradicional en el sentido más sobado de la palabra. Leo: “Al entrar en su cuerpo/ quema las naves./Deja ceniza a orillas del misterio,/un túmulo amansado/y la resignación/de quien sale da-

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ñado de la guerra.” Estos versos me impresionan en principio, pues apelan a lo más primario en el lector de poesía, esa necesidad de identificarse, de la que ya hablamos, a la carta, con el poema. Pero leer poesía y leer crítica desengaña y no debe correrse el riesgo de impresión superflua. ¿Mi almirante es el de Ibarra? Sí, si es aquel quien en Teoría de las pérdidas, “Enseñó a las sombras todo lo que saben…” El de Marquines, dedicado explícitamente a Malcolm Lowry y su estancia, etílica desde luego, en el puerto de Acapulco entre octubre y noviembre de 1936, es el más literario de los poemarios y por ello el menos difícil. A diferencia de sus paisanos, los mexicanos tenemos a Lowry como uno de nuestros héroes culturales, un amante del México dizque surreal que nos dio fama y fortuna y turistas de postín, antes de la Segunda Guerra. Además, aunque no soy tabasqueño como Marquines (1968), si soy un chilango hijo de una generación para la cual el Acapulco de los años sesenta era el cosmopolitismo, el jipiteca y el otro, al alcance de casi todos los bolsillos, tan es así que una de las grandes novelas mexicanas del siglo pasado trata de eso: Se está haciendo tarde (final en Laguna), de José Agustín. A mí me tocó ver, entre la niñez y la adolescencia, la decadencia irremediable de ese puerto, hoy inhabitable. En 2010, estando en el hotel de La Quebrada donde se hospedó Lowry cayó aquel rayo que dividió la noche y parió Canción de tumba, de Julián Herbert, a su vez, el más intrépido de nuestros críticos de poesía, quien me-

jor ha integrado la dicotomía tradición y ruptura como se pudo leer en Caníbal (2010). Esta relectura acapulqueña de Lowry me fascinó, aunque abunden en ella versos censurables o inútiles, truncos y torpes. Da la impresión de que la doble columna, al dividir cada página de Acapulco Golden, en una columnita narrativa al lado de otra del orden poético, hubiera requerido de un artífice más dotado que Marquines para lograr un libro más potente. Se argumentará que semejante cosa se puede decir contra los Cantares, de Pound, donde no sólo abunda la mala poesía, si no la no– poesía, que ahora goza, en parte por la culpa del tío Ez, de gran predicamento. Pero tendría que releer a il miglior fabbro para encontrar una sincera confesión de impotencia como la de Marquines en Acapulco Golden: “Todo es cuestión de estilo, porque el amor es lenguaje/ y a veces, como en la literatura, mucha autenticidad suena falsa.” Más complejo de leer, dada la vastedad del horizonte es Me llamo Hokusai, de Peña, pleno en referencias geográficas y culturales. Siendo tan distinto a Borealis, de Cerón, los une la polisemia y la “descreación”, así como una novedad: lo tropical se ha vuelto ártico. El mundo de Peña, que parte con orgulloso conocimiento de causa del National Geographic, es una epifanía al padre perdido y reencontrado a través de la poesía, como la hace deliberadamente, Ramírez (1963), en su Deniz. Las referencias letradas abundan, desde el pintor Hokusai mismo y otros japonesismos hasta Shakespeare, Conrad, Onetti y Kurosowa, hábilmente

“Decirle a un poeta que no es poeta, es pecado mortal o decirle que tales versos no funcionan a diferencia de otros, es meterse en alguna herida profunda de la cual mana, casi siempre, sangre.”

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entreverados con experiencias oncológicas, desmesuradas como el accidente nuclear de Fukushima, ubicando cabalmente al autor en la segunda década del siglo en curso. Se me ocurre otra pregunta provocadora o ingenua, de esas que a todos los escritores nos sacan de quicio: ¿cómo habría sido valorado este libro de titulándose Me llamo González y borrado todo el armorial de glorias literarias y artísticas? Este corte de caja o cajón desastre en un poeta nacido en 1985, el año de Cantata a solas, no puede sino incluir a la mujer recién descubierta pues para Peña, aún, todo es iniciático y por ello recurre a las facilidades del poema en prosa con más frecuencia que a la versificación, que por fuerza depura o debería hacerlo. Siguiendo la práctica al uso, Peña confiesa sus “honrados hurtos”, como los llamaría don Marcelino. Van, nos dice, de Dante a Jorge Fernández Granados, pasando por Charles Simic. Este uso se ha vuelto ya un academicismo que a Aguinaga, en su reseña de Tríptico del desierto (2009), de Javier Sicilia, no le molesta, a diferencia de otros críticos que se preguntaron qué tan honrado, después de Pound, sigue siendo ese hurto. En todo caso, Peña trae encima demasiada literatura como para desaparecer del canon al que aspira. En su próximo libro, deberá ayudarse con tijeras y goma de borrar, para hablar de utensilios de antaño. Entonces, acaso, encontrará, al padre. De todos los libros el más desigual es Deniz, de Ramírez. Sabida es la devoción de este buen poeta por su maestro muerto en diciembre de 2014. Sobre todo Cerón, Ibarra y Piedra, mantienen un tono, a ratos hasta monótono en su prosodia, mientras que Marquines y Ramírez, batallan mucho. En el caso de Deniz me temo que Ramírez tomó una mala decisión: la primera parte (“Wicce o la noche del caos”) es decididamente parafrásica, pues Ramírez sabe a qué está jugando con su maestro, mientras que las últimas dos partes son solemnes, oficialescas (del oficio deniziano) y menudean confesiones que causan rubor al estilo de “me vienen a la memoria tantos poemas,/donde la vida ocurre cada vez que se leen,/ y quiero imitarlos…”

Termino esta revisión, sin aspirar a ningún juicio generalizador, con Rivera Garza (1964). Hace más de un año publiqué en Letras Libres una crítica de casi toda su narrativa y la manía teorética que de ello se desprende: nuestra época tendría, el monopolio de una necromemoria y de una necroescritura, ufanándose, ella y otros, en registrarla. Cuando el azar permitió que La imaginación pública apareciera en mis manos pudo más mi curiosidad que la consideración de que debería atreverme con un autor desconocido. No me equivoque. Como lo había escrito en abril de 2015, corroboré que el mérito mayor de la escritora tamaulipeca aunque ya muy hecha a los usos y costumbres del Resentimiento académico californiano, es que es casi la única que se atreve a ser consecuente con su prédica. Sus poemas, en la primera parte del volumen, derivan casi por complemento de lo escrito en la Wikipedia sobre las caries, la cefalopatía, la tos en todas sus variantes, el síndrome de Carpo y otras dolencias, síntomas o diagnósticos que remiten a la hipocondría de la autora o la transcriptora deseosa de una literatura posterior a la “autonomía del autor”. En la segunda parte de La imaginación pública mezcló con una máquina que para eso fue inventada un cuento de la mexicana Guadalupe Dueñas (1920–2002), a quien Rivera Garza quiere rescatar del olvido con traducciones suyas de Doddie Bellamy, una feminista hiperradical, según entiendo. El resultado, como el de todo cadáver exquisito, es chistoso. En todo caso, me parece más simpático aquello que Juan José Arreola me pidió de niño y ya he contado en otra página. Me dictó un poema de Bécquer y me dijo que recortara cada palabra. Con esas mismas palabras me ordenó que hiciese mi propio poema.

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Dossier

Cinco propuestas y una mirada extranjera sobre la nueva narrativa mexicana Sergi Bellver

Ilustración: Christian Cazares

Para un recién llegado al país, parece casi un acto de osadía plantearse siquiera escribir cualquier texto sobre lo último de la narrativa mexicana contemporánea que no empiece por rendir homenaje a sus grandes nombres del pasado siglo, los mismos que sonarían en boca de cualquier lector apercibido en la orilla europea de las letras hispanas. Pero toca callar ahora sobre Rulfo, Arreola, Fuentes, Ibargüengoitia y todos los demás para poder trazar un mapa urgente sobre el terreno, una cartografía útil que revele cuanto menos los principales accidentes y relieves de un paisaje, el de la nueva narrativa mexicana, que al día de hoy ofrece uno de los viajes más vastos y apasionantes de la literatura en castellano. Trae en la maleta el viajero lecturas de maestros en activo de generaciones posteriores en varias editoriales españolas: las novelas de Jordi Soler en Mondadori, los relatos y las novelas de Guillermo Fadanelli y Daniel Sada en Anagrama, las novelas de Cristina Rivera Garza en Tusquets y Mario Bellatín en Alfaguara, los cuentos de Enrique Serna y Guillermo Arriaga en Páginas de Espuma o el ensayo del también narrador Leonardo da Jandra, publicado por Atalanta, la misma editorial que ha

rescatado en los últimos años a escritores hasta entonces desconocidos en la península, como el singular Francisco Tario o el inclasificable Salvador Elizondo. Otros autores mexicanos como Juan Villoro, Jorge Volpi, Ana García Bergua, Ignacio Padilla o Rogelio Guedea han dejado su huella en las librerías españolas, pero llega uno a México y descubre que la talla de Villoro crece aún más entre sus compatriotas, que el institucional Volpi pierde fuelle en casa y en el boca a oreja, que Bergua es leída con cariño en su país o que Padilla y Guedea son aves raras en la narrativa mexicana actual, por su predilección —aunque no exclusiva— por el relato mínimo o, en el caso de Guedea, también por su feliz exilio en Nueva Zelanda y su obra poética. Por si fuera poco, a cada encuentro con escritores, editores y críticos mexicanos surgen narradores del siglo xx poco conocidos para el lector peninsular, quien apenas tenía acceso a sus libros, pero que todos los inter-locutores presentan como imprescindibles en las letras mexicanas: José Revueltas, Agustín Yáñez y José Agustín son sólo tres ejemplos tan palmarios como significativos, sin olvidar a autoras como Mónica Lavín o Inés

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Arredondo ni a autores de culto, dicen, como Pablo Soler Frost. Por todo ello, escribo este artículo sin que me abandone esa extraña sensación de osadía y casi de insolencia, al tener tantas lagunas en el conocimiento de la narrativa mexicana contemporánea, pero lo escribo con el honesto convencimiento de que las pistas finales pueden resultar útiles para los lectores, tanto a los mexicanos como, sobre todo, a los que tengan acceso a esta revista desde otros países, ya que merece la pena detenerse en varios hallazgos que hacen de la nueva narrativa mexicana ese paisaje del que cosechar unos frutos cada vez más maduros y con la capacidad de esparcir semillas en la literatura de toda América Latina. Sin embargo, tras dos meses en México, quien esto escribe ha observado con desencanto un muro invisible que parece mantener estabuladas todas las literaturas hispanoamericanas locales, como si en efecto fueran parques ajenos, vallados, y no árboles de una misma selva ingobernable: aparte de las previsibles vacas sagradas del canon editorial, apenas llegan títulos de autores emergentes españoles, argentinos, colombianos o chilenos a las librerías mexicanas, y no hay una permeabilidad real entre los espacios editoriales de los distintos países. Esa estrechez de miras hace cada vez más inaplazable superar prejuicios e inercias y poner en marcha una iniciativa editorial pan- hispana que le dé difusión y simultaneidad a los nuevos discursos éticos y estéticos expresados en nuestro idioma, con todos sus matices, pero enraizados en la misma cultura, tan esencialmente hispana como virtualmente condicionada por lo global. En ese sentido, cabe también sancionar cierta desconexión entre no pocos de los autores mexicanos nacidos, por marcar ya un corte desde este párrafo, a partir de los años 70. No hablaría de taifas ni bandos —aunque sí hay quienes parecen aglutinarse en torno a una u otra revista literaria o editorial— sino más bien de islas, un archipiélago disperso que la mirada extranjera contempla entre el asombro y el afán de descubrimiento, pero también libre de prejuicios y favores debidos. La impresión se me hace más sólida cuantos

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más nombres anoto en mi lista de lecturas recientes, nombres de autores que, a menudo, no se conocen entre sí. Sus trayectorias son dispares, pero en algunos casos han logrado trascender el ámbito mexicano y ser publicados en España. Pienso por ejemplo en dos autores importados por la filial madrileña de Sexto Piso —esa editorial que siempre siento que podría hacer más en su papel de puente literario entre ambos países—: Valeria Luiselli (1983) con Los ingrávidos, novela que cruzó el Atlántico avalada por la crítica local a pesar de tratarse de una obra irregular que, eso sí, delataba la seria formación literaria de su autora; y, con Arrastrar esa sombra, Emiliano Monge (1978), autor que dio luego un salto de envergadura con la novela El cielo árido, publicada por Mondadori. Pienso en la sempiterna campaña de conquista del mercado mexicano por parte de Anagrama —acometida también por la todopoderosa Planeta con su espaldarazo a Jorge Zepeda—, que parece guardar a cada tanto un hueco en su premio Herralde para autores mexicanos y de la casa como Guadalupe Nettel (1973), que acaba de recibir el galardón por su novela Después del invierno —tomando además el relevo de un compatriota, Alvaro Enrigue—, tras publicar otros títulos en la editorial catalana. Precisamente uno de ellos, el magnífico libro de relatos Pétalos y otras historias incómodas, me parece hasta la fecha el mejor de la autora, por encima del apenas correcto El matrimonio de los peces rojos, que se hizo el año pasado con el pequeño “Planeta” del cuento, el premio Ribera del Duero, que publica el sello especializado en el género Páginas de Espuma. Un caso similar es el del zacatecano afincado en Oaxaca Tryno Maldonado (1977), finalista del Herralde en su día con Temporada de caza para el león negro, una de sus obras menos logradas, si la comparamos con dos trabajos publicados por Alfaguara en México y que reflejan mejor su pulso narrativo, como el interesante libro de relatos Metales pesados o la novela Teoría de las catástrofes, más ambiciosa en cuanto a fondo y forma. Y pienso también en dos autores destacables que llegaron a bordo de pequeñas editoriales independientes, como el original y


“Estas voces son los cinco colores más vivos que ha encontrado un lector extranjero para pintar su propio mural de la nueva narrativa mexicana” satírico Federico Guzmán (1977) en Lengua de Trapo, con los relatos de Los andantes y la novela Será mañana, o el prolífico Alberto Chimal (1970) y Siete, una selección de sus mejores cuentos en la editorial Salto de Página. Todos ellos ofrecen perfiles, temáticas, estilos y modos diferentes, incluso en su manera de estar y no estar en la sociedad mexicana: Luiselli en el ámbito académico de Estados Unidos; Monge plenamente consciente y activo frente a la difícil realidad mexicana; la nómada Nettel ya casi tan afrancesada como mexicana; Maldonado en su papel de agitador cultural en el margen desde Oaxaca; Guzmán de regreso a Coyoacán tras su aventura española y Chimal, militante de la narrativa breve y de género, como incansa-ble agente literario de sí mismo entre Ciudad de México y las redes sociales. Marcadas ya estas derivas generales y señaladas las inevitables limitaciones de este artículo, me detendré ahora en cinco autores que, aun a riesgo de olvidar o ignorar a otros muchos que también puedan serlo —en mi otra lista de lecturas pendientes se acumulan nombres como Fernanda Melchor (1982), Daniel Espartaco (1977) o Eduardo Rabasa (1978)—, me parecen tan representativos de la nueva narrativa mexicana como para justificar este texto, o al menos los hitos más relevantes con los que me he topado al comenzar a trazar este mapa de las historias contadas por los escritores mexicanos nacidos en el último tercio del siglo pasado.

Por sus motivos y temas, por su cercanía con el fragor de la realidad y su destreza al subvertirla, evocarla y convertirla en material de ficción, por sus variadas apuestas estéticas y por su iconoclasta genoma literario, tan diverso como genuino, estas cinco propuestas atesoran para quien esto escribe el mejor presente y futuro de la narrativa en este país, un presente marcado por la convulsión social, el descrédito del gobierno, la criminalización del estudiante insumiso y la violencia enquistada a todos los niveles. Pero, en una sociedad que precisamente por transitar tan a menudo junto a la muerte rezuma un vitalismo tremendo, también un futuro en manos de una ciudadanía cada vez más hastiada y consciente, en manos de una juventud cada vez más valiente y formada que permite, aun en este tiempo de penumbra y duelo, tener esperanza en un México mejor. En cierto modo, estas cinco voces son el reflejo de ese seísmo constante que todo lo cuestiona y promete un cambio. Estas voces son los cinco colores más vivos que ha encontrado un lector extranjero para pintar su propio mural —necesariamente inacabado— de la nueva narrativa mexicana.

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Dossier

¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago) Heriberto Yépez Ilustración: Coral Medrano

El ensayo hace mala obra a la prosa. El ensayo nos está perjudicando. La forma del ensayo mantiene controlado al pensamiento: lo polizontea. Escribo esto y pienso en David Antin. Pienso en sus observaciones sobre los márgenes paginales; la manera en que el libro controla la formade la prosa, inseparable de la estructura de la página, de la máquina del libro. El ensayo lo preinventó Gutenberg. ¿Estoy afirmando que el lenguaje es un flujo que la literatura o, para ser más preciso, el ensayo interrumpe? No lo he decidido. Y que lo sea o no, no depende de mis juicios sumarios (o mucho menos). ¿Quién me he creído? La respuesta es: ¡un ensayista! El ensayista es quien decide qué es el mundo. Mayra Luna le llama a eso hacer «psicópolis», inventarse un mundo en la mente; eso es lo que es el demiurgo ensayo. Por ende, me pregunto qué autocrítica tendría que acometer el ensayo. Y me respondo (no de inmediato, pero lo hago): el ensayo tendría que preguntarse lo que he preguntado al principio de este vericueto patizambo: ¿el ensayo controla? ¿El ensayo acota? ¿El ensayo acosa?

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Son tres y una misma cosa; y por supuesto que el ensayo lo hace, amigo. Y al decirme amigo, amigo a mí mismo, me recuerdo que el ensayo es una amabilidad montaraz, una montaignada; el ensayo es, ante todo, amistad. Y quizá bajo esta máscara de camaradería ha escondido su instinto policía. Hitler era ensayista. Lo que todo ensayista hace es su lucha. Cuando se desea mostrar aquello en lo que puede convertirse un artista fracasado se menciona al Führer. Pero aún no hemos advertido que cuando un sujeto absolutista es encarcelado su mente toma la forma de un ensayo. La finalidad metafísica (e inconsciente) del ensayo es reemplazar la realidad por un juego de delirios personales. Tlön es el ensayo. No me venga, pues, el ensayo, con que él sufre conflictos. Si la poesía está en crisis desde hace décadas y la novela ni se diga —desde la realista hasta la metadiscursiva—, ¿cómo se ha salvado el ensayo de la crisis? Creo que lo ha hecho convirtiéndose en juez del resto de los géneros. Se ha salvado, ha disimulado, volviéndose la parte analítica, la parte acusadora.


El ensayo es el dedo que señala o desmenuza. Ése es su primer truco. Volverse el ojo que no se mira. ¿Otro problema del ensayo? Ya lo he (medio) dicho al principio: el ensayo es policiaco. ¿Y no lo es el cuento? ¡Obviamente! Éste es el gran problema de nuestra literatura: buena parte de ella sigue criterios policiales. Quiere averiguar esto, quiere averiguar esto otro, nos tiene en suspenso, brinda pistas. Nuestra literatura se pasa de lista. Periodismo es peritaje; ensayística, literatura detectivesca. Es ésa su ruina. El ensayo y el cuento siguen paradigmas criminalísticos. Judicializamos. Y la novela y el poema posmoderno, ¡idéntico! Same all, señores. ¿Hay algo escrito que no sea policiaco? ¿Texto que no sea racional? Así se autocritica el ensayo: reconociendo que se trata de un género racionalista. En el fondo, el ensayo es un aforismo perorativo. Ya Torri lo ha escrito. Abundar es sospechoso. El ensayo prolonga explicaciones porque el martillo ya duda de sí mismo. No en balde, el ensayo agrada tanto a nuestra

época. ¡El ensayo es el crimen perfecto! Es miembro del gossip y, a la vez, miembro de la academia. En todo sentido, el ensayo es el más oxidental de los géneros. Podemos autoengañarnos y repetir la tradicional queja del crítico, la queja del ensayista, y decir que el poeta y el novelista tienen prestigio y que, en cambio, el pobrecito ensayista es de poca estatura y no lo persiguen fans, pero sería falso. La prueba de que el ensayo es el género más popular (a pesar de chaparro) es que inclusive ese monopolio de la ignorancia literaria que son las revistas mexicanas y norteamericanas están llenas de ensayos. ¿Otra prueba? A esa casta de frustrados profesionales que son los profesores universitarios y los lectores, les fascinan los ensayos. Si no fuera por dicha paragustia no existirían los journals, las mesas redondas y los asistentes mismos.

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“Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. El ensayo, no me cabe duda, es parte de la pestilencia.” Si se sostienen tales publicaciones y eventos, si convencen a sus anunciantes y promotores de su seriedad y prometen buenas ventas o público es porque todo esto está hecho, mayoritariamente, de prosa ensayística. Si las revistas o las lecturas estuvieran llenas de poemas, darían vergüenza. Y si estuvieran llenas de cuentos, les recomendaríamos que mejor se volviesen libros, antologías o algo peor todavía, y pediríamos que alguien las guardase para siempre en algún anaquel de alguna librería muy lejos de donde alguien las pudiese hallar, por ejemplo en alguna librería de Tijuana o Chula Vista. En una de esas librerías de literatura chicana, por ejemplo, en donde uno sólo se atreve a entrar portando una máscara del Rayo de Jalisco. ¿Qué hacen los poetas cuando han perdido la comunicación con los dioses? ¡Manufacturan ese género ensayístico llamado poéticas! Y las poéticas no son más que autopromoción. Y todas las revistas no son más que propaganda. Así que entre los ensayos de las revistas y los anuncios de cigarros hay plena continuidad. El ensayo es publicidad. Definitivamente, pues, el ensayo es un género popular. Un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más de-

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nigrante. Y me disculpan, porque sé que muchos de nosotros amamos el ensayo, nuestra vida depende del ensayo y depende de nuestra regular o buena ejecución de éste, digamos, que nos inviten a Encuentros y comamos comida de verdad, no la comida que acostumbramos, pero que el ensayo nos brinde grandes ventajas no significa que el ensayo sea un género rescatable. Sólo significa que compartimos con el ensayo una amistad. Y que sea nuestro amigo, si lo analizamos, habla muy mal del ensayo. Pero el ensayo no solamente es un género policiaco que nos persuade de la ilusión de que es posible encontrar soluciones a la existencia, resolver enigmas —la gran ilusión que Oxidente padece desde que a los grieguitos se les ocurrió inventar la patraña de que a la bestia esfíngica se le podía derrotar con un poco de ingenio racionalista—, sino que además el ensayo promueve el desvarío adicional de que el yo existe. No es casualidad tampoco que el ensayo haya sido inventado en la modernidad, precisamente en la misma epocalidad en que se inventaba la ilusión del sujeto, a manos de autómatas abstractos — hago aquí eco del corcovado Kierkegaard— como Descartes y Kant. No es que el ensayo sea escrito por un yo. El yo no existe. No se necesita ser Buda o Hume, Borges o Foucault para estar enterado de


esta inexistencia. Es claro que el yo es neurosis. Así, pues, no es que el ensayo sea escrito por un yo, sino que el ensayo construye la ilusión de la existencia de un yo emisor. Eso me parece nefasto. Me parece nefasto que el ensayo certifique al yo. Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. Hacer que estalle en él la heteroglotonería (para darle una manita de gato al célebre concepto de Bajtin). Aquí vuelvo, entonces, al inicio de este ensayo, de este ensayema, de esta autocrítica del ensayo: el ensayo está controlando a la prosa. Ya Baudelaire intuyó que en la prosa —en su caso, en el poema en prosa— podía ocurrir una convergencia de lo disímil, una pululación de las presencias. Ésta es mi tesis más ociosa, lo presiento: la prosa aún no existe. A eso alude la noción de ensayo. El ensayo es un ensayo hacia la explosión. Hacia la fisión del lenguaje. Me refiero a algo más allá de lo que los surrealistas aludían con la escritura automática, los neobarrocos con el exceso o Derrida con la descontrucción. La prosa, sin duda, está siendo filtrada. Y parte de ese embudo, buena parte de esa summa de restricciones imperceptibles, de vigilancias — llamadas estilo, llamadas temática, llamadas párrafos, llamadas título— es exacerbaba por el ensayo, el cual es contradictorio porque, por un lado, busca ir más allá del flujo, más allá de la fragmentación y, por otro, es el género más cuidado, es el género de mayor constricción, el más educado —el ensayo mayordomea lo literario— y por eso las revistas están llenas de ensayos y, si uno ve a los ensayistas, los ensayistas somos los escritores más cuadrados. ¿Y lo que más venden las editoriales? Son ensayos. No novelas. Son ensayos. Memorias de políticos, investigaciones coyunturales, ensayos. Los que juzgamos a otros. Los que nos convertimos en autoridades. Somos los gendarmes de la República de las Letras. Somos los judiciales del canon. No es casualidad, señores, señoras, transexuales, no es casualidad que yo sea parte del ensayo mexicano. Creo que esto lo dice todo. Si yo

estoy aquí (y, de hecho, creo que protagonizo la ensayística, y no lo presumo, sino que lo aseguro), esto significa que el ensayo huele a podrido. El ensayo, no me cabe duda, es parte de la pestilencia. Retomo, como todo buen ensayista debe, retomo mis puntos casi al final de este ensayo: el ensayo promueve el control de la prosa, el ensayo promueve la ilusión de la existencia del yo, el ensayo promueve el racionalismo, el ensayo es policiaco, el ensayo es el más popular de los géneros, el más comercial y el ensayo es parte de la sociedad del juicio al otro. Si fuésemos coherentes, por ende, el ensayo debería ser asesinado. Pero no lo somos. Aunque el ensayo esté obsesionado con demostrar que el ser humano es coherente y prosísticamente bien portado, a final de cuentas, el ensayo es un gran fracaso. A pesar de su egolatría y su detectivismo y su lógica expositiva y su alto rating, el ensayo deja ver que el hombre está zafado. Y presiento que cuando el ensayo enloquezca de tanta coherencia, de tanta crítica literaria, de tanta reseñitis, de tanta tesis académica, de tanta recurrencia a sus mismas fuentes de siempre, el ensayo tendrá una existencia quijotesca. Lo confesaré, pues, de una vez por todas: soy un profeta. Y lo que he venido a profetizar en esta oportunidad es que en el futuro el ensayo será acompañado permanentemente en sus travesías racionalistas, en sus enormes grandilocuencias ridículas, por un paralelo género, fiel escudero del ensayo, cuyo nombre será Ensancho. Y Ensancho, lo siento, sustituirá al Ensayo.

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Cuento

Objeto A goza la muerte Franco Félix

Ilustración: Magui Alonso

En los últimos cuatro meses, la relación amorosa de Ailen y Édgar ha tomado rumbos inesperados, ha dado un salto cuántico en la fenomenología del romance: de los besos en la boca pasaron sin percibirlo a compartir el baño simultánea y paralelamente. No saben cómo pasó. Un día estaban los dos ahí adentro y ya. Él, bajo el chorro de agua. Ella, sobre el excusado. Descubrieron que es permisible que, mientras uno se ducha, el otro cague sin el menor asomo de vergüenza o de incomodidad. Separados por una cortina azul que no impide el paso de las flatulencias, el chico lava sus testículos con lentitud y mesura. Piensa que el vello genital también debe recibir los mismos cuidados que la barba y el cabello, así que masajea con parsimonia el escroto, haciendo pequeños círculos como si desvaneciera los nudos musculares de la espalda de dos pequeños duendes con estrés. La novia, por su parte, gana tiempo leyendo una revista psicoanalítica. Quiere desarrollar un ejercicio para perturbar la defensa, desbaratar el orden, desmontar ese edificio mental que se ha construido como abrigo en contra de las pulsiones. Piensa en el paciente que tiene que ver esta tarde, en su viñeta clínica. Ha comprendido, de manera superficial, que las interpretaciones pueden lograr molestar esta defensa, pero no todas inciden en lo Real. Mira el pantalón arrugado en los tobillos. Entre los pliegues de

tela, localiza el bolsillo trasero, extrae un pedazo de papel, un dibujo del nudo borromeo, una suerte de pauta metodológica que le permite concebir los conceptos de la extraña topología lacaniana. Un manotazo en la aspersión. Ailen deja caer su recorte con el sobresalto. Pregunta, tratando de ocultar su espanto: —¿Qué mierda fue eso? ¿Estás aplaudiendo? —No. Fue un mosquito. —No sonó como un mosquito —bromea y se cubre la boca, intentando contener la risa. —Es decir, maté un mosquito —limpia la sangre de su antebrazo—, con la palma de mi mano. Lo aplasté, fue asqueroso. «Asqueroso», piensa Ailen. Ha detectado un brillo de lo Real. «Aquí hay un sujeto que goza con la muerte». Lo imagina desnudo, con el pene expuesto, húmedo, embarrando al insecto sobre el antebrazo, la crema roja del asesinato. Vuelve a los pantalones, del otro bolsillo saca un bolígrafo y empieza a escribir preguntas en la página blanca para notas al final de la revista. Es hora de practicar con Édgar. Ya entrados en confianza. —¿Por qué matas a ese mosquito? —espera la respuesta con la pluma recargada sobre el papel que, a su vez, está recargado sobre sus piernas. —Porque era insignificante. Porque me moles-

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taba —ahora peina con espuma sus vellos púbicos de arriba hacia abajo. —Bueno, y tú ¿quién te crees? —¿Cómo quién me creo? —Pues sí, ¿quién te crees para matar a un mosquito? —¿Un humano? —deja de acariciar sus testículos y coloca sus manos sobre la cadera; mira la figura apelmazada sobre el excusado. El chorro de agua se desploma en la mollera, le entrecierra los ojos, se escurre por las mejillas y cae al piso desde la barbilla. —¡Vamos, qué clase de respuesta es ésa! ¿Eres mi tía hippie? —escribe, encoge la cabeza, sabe que la pregunta desconcertará a su amante. —Bueno, pues, no sé. ¿Nadie? —se vuelve y toma más champú. —Exacto, nadie. No eres nadie. Mira, asómate por la ventanita que tienes a un lado. ¿Ves? —Sí, ¿qué cosa? —con un ojo cerrado por la efervescencia y parándose de puntitas, echa un vistazo sobre las azoteas circundantes. —No ves ni un carajo, ¿verdad? —No, ¿qué, la luz? ¿Por qué me hablas así? — piensa que ella está en sus días, pero, como ha sido advertido por ella misma, es imposible preguntarlo, por más evidente que eso sea. Si no lo está, se pondrá histérica, si lo está, doblemente histérica. —Ajá. ¿Qué más? ¿Qué más ves, mi tesoro? — sus fosas nasales se dilatan, la risa se reprime con mayor maestría. —Pues nada más veo eso. —Exacto. Un punto insignificante en el universo. No ves los astros, ni los cometas, no hay hoyos negros, ¿verdad? ¿Por qué vales más que ese mosquito si tu visión es tan limitada, tan corta? ¿Qué te hace pensar que eres más importante que ese mosquito que se acaba de ir a la mierda por la coladera? —Bueno, no sé, porque soy una mierda —inclina la cabeza, mira el desagüe. —Así es. Sólo por eso. Porque eres una mierda. Ese mosquito vale más que tú. Ese mosquito es mejor persona que tú y él está muerto. —Es verdad. Soy una mierda. No volveré a

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matar mosquitos. Ella está satisfecha. Anota casi al borde de la página: «El significante uno se ha rasgado. El sujeto cayó en la vergüenza. Perturbado el acto, continúa la interpretación». Ailen está contenta con el desarrollo de su experimento psicológico. Édgar está pensativo. Busca en los linderos, en los rincones más iluminados de su profesión —es abogado— una respuesta, un motivo que explique el asesinato del mosquito. Ha sacado de peores líos judiciales a gente mezquina, miserable, vil. ¿Por qué no defenderse? Ella coloca la revista sobre el excusado y jala la palanca. Se asea en el bidé. Y avanza hacia la puerta. Él encuentra la salida. —Oye, tú, ven aquí. —¿Qué quieres, asesino? —Pues nada, mira, ahora tengo algo que decirte —se asoma por un lado de la cortina. —Dime, homicida —suelta el picaporte. —Imagina que el mosquito está vivo. Es decir, no vivo en el drenaje, sufriendo, agotado en la alcantarilla, abrazado al instinto de supervivencia en el agitado canal de mierda en el que se encuentra su cadáver real. No. Imagina que ese mosquito está libre. Volando, ufano, jactancioso. Y para eso tendremos que volver un poco en el tiempo. Viene de no sé dónde, atravesando las azoteas del barrio, entra por la ventana y entonces pasa junto a mí, huele mi carne, es atraído por la jugosidad de mi carne y no puede resistirlo. Ataca. Pero yo me inclino en ese preciso instante para lavar mis bolas y el chorro de agua me protege con sus pesadas gotas como si fuera un campo de fuerza. Se detiene en el acto y sale del trance. Prefiere salvar su vida. Digamos que elige volver sobre sus pasos, o sus aleteos, lejos de aquí, a continuar con su breve existencia. —Ok. Continúa —baja la tapa del váter y se sienta encima. —El mosquito va, avanza con esta hambre maniática y desaparece de aquí, escapa de la muerte. Yo, pues, como siempre, salgo reluciente al mundo. Bello, en pocas palabras.


—Sí, bello. Te he visto. —Bien. Pero, olvidémonos de mí. Sé que es difícil, porque llamo la atención. Mi barba, mi cabello, mi altura, mi blancura. Lo sé. Pero hagamos un esfuerzo: Olvidémonos de mí. ¿Vale? — Ok. —Sigamos al mosquito. Ahí va, alegre, alborozado, sin saber que, si yo fuera una persona más descuidada y no me lavara los testículos durante media hora en la regadera, habría muerto de un manotazo. A este mosquito no le importa eso. Es un mosquito, no sabe, pobrecito. Mis pelotas primero. Lavarlas. El mosquito sigue con vida y sale, feliz sobre su naturaleza. —Su naturaleza, sí. ¿Cuál? —Bueno, pues, ser atraído por el dióxido de carbono y el ácido láctico. —¿Y tú no tienes? —Sí, pero, vamos, estoy bajo la regadera, y huelo a Head & Shoulders. A mentol. Es divino. Huele aquí —se inclina hacia ella. —Ah, es verdad. Es divino —aspira largamente. —Pero continuemos —se sienta en la orilla de la tina. —Sí, adelante. El mosquito sigue y no sabe nada de esto. Él insiste, busca a quién picar. Continúa y entra en otra casa. Y es hechizado por el ácido láctico de un bebé. —¿De un bebé? —Pues claro, algunos bebés sólo se alimentan de leche materna. Una cosa asquerosa. Qué suerte tienes tú de no haber tomado esa mierda, de haberte nutrido artificialmente. Pero bueno, ahí está el bebé, el nuevo banquete. Dormido sobre su cuna. Mientras la madre está en la otra habitación, hecha pedazos. Su vida es un desastre, nunca se imaginó que tener un bebé fuera tan difícil. Es una patada en el trasero. Tener un bebé es lo peor. Es visitada por este pensamiento continuamente y se llena de culpabilidad. Jamás le ha dicho a su marido, pero en lo más profundo de su hueso espiritual experimenta un sentimiento deformado por la mezcla de rencor y cariño. Y sufre una crisis nerviosa. Pero jamás le diría a nadie lo que siente. Tanto tiempo

ha querido un hijo, tantos tratamientos para embarazarse, para ahora darse cuenta de que no era lo que se imaginaba. La crisis avanza sigilosamente y tiene los nervios de punta. Pero no se atreve a decirle a su esposo. No se atreve porque tendría que explicarle que en el fondo estaba equivocada, que ser madre no es lo que desea ahora, que las cosas han cambiado, que detesta al bebé. No duerme y está en cuarentena sexual. Y, ay, cómo le gusta follar. Sin embargo, además del hartazgo y la vehemencia sexual reprimida, tiene episodios de paranoia. Cualquier chasquido activa su alarma. En medio de esta confusión existencial está dedicada a satisfacer las necesidades del niño. De este pequeño huevón que ahora mismo está dormido sobre su cuna y que será embestido por... —¡Por el mosquito! —cierra la revista, esconde el bolígrafo, cruza las piernas: presta mayor atención al relato de su amante. —Estás aprendiendo, mi vida. Sí, por el jodido mosquito que yo dejé escapar. —Entiendo, creo que sé a dónde quieres llegar. —Pues bueno, el mosquito va y se posa sobre la pequeña planta del pie derecho. Esa piel tersa, suave, equilibrada en términos de textura. Ah, qué manjar. Qué territorios tan vírgenes. El mosquito, a quien de ahora en adelante llamaré Jerry, es asaltado por la misma alegría que habrán sentido los vikingos al descubrir que la carne que antes comían cruda tenía un mejor sabor cocinada al fuego. Es un gran descubrimiento. La rueda de los mosquitos. La era industrial de la sangre. Ah, la piel de un bebé, esa delicia. Qué suerte tiene el mosquito. —¡Mosquito hijo de puta! —le tira un puñetazo en el hombro a Édgar. —Y ahí está. Introduce esa inmundicia, los palpos maxilares, en la suave e inocente epidermis de ese bebito que ahora gimotea y después llora desesperado. —Mosquito, eres una mierda. —El bebé no entiende. Tendría que haber leído a Freud o a uno de tus psicólogos preferidos para entender que la vida es así. Que dentro de su madre, durante nueve meses, la existencia es pura

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satisfacción, pero que eso se acaba a la hora de venir al mundo. No entiende que, desde que sale de la panza de su madre, debe enfrentarse a esta horrible verdad: nos arrojan al mundo para estar solos y ahí, arrojados, eyectados al mundo, debemos aprender que existe esta cosa de la exterioridad. Y así lo experimenta el bebé en ese momento. ¿Qué mierdas es la punzada en mi pie? ¿Esto es el dolor? No, no puede preguntar eso, pero sí puede sentirlo. —¡Mosquito de mierda! ¡Deja a ese bebé en paz! —Sí. Entonces, el bebé pega un alarido. Abre su boquita, que no por ser pequeña es menos efusiva, y emite el llamado natural. Un disparo de ruido que taladra la conciencia atrofiada de su madre. Ella, adormilada, se levanta a toda velocidad y corre hacia el niño. Ah, ese pequeño que ha de cuidar durante los próximos años de su vida. Ahí va, pero se tropieza. No ha terminado de despertar. Con la esquina del mueble se golpea el meñique del pie izquierdo. Ese dolor. Ah, el dedo chiquito, ese hijo de puta. Y, bueno, se lastima brutalmente y encoge su cuerpo, hace un cuatro con las piernas, pero los músculos de la rodilla derecha no terminan de despabilar y ésta se desvanece, se flexiona. El peso, la fuerza de gravedad hace su trabajo. Cae. Su cuerpo cae, cansado, sobre la cuna. La camita se viene abajo y el bebé sale expulsado por los aires. —¡No! —se levanta y le tira otro puñetazo. —Sí. El niño vuela. No lo sabe, pero está volando, y mientras vuela, Jerry también vuela, junto a él, batiendo sus alas. Despegando, extirpando su pico de la piel. Jerry, gordo, inflado, abastecido, el muy hijo de puta, vuelve a escapar. El niño, preso de la gravitación se estrella contra el suelo y se parte la cabeza. —No —Ailen tiene los ojos llenos de lágrimas. —Sí. Se golpea. Y muere. Porque los niños son frágiles. Y mueren con estos traumas. Los cuerpos son blandengues y la presión sobre ellos los mata. —No —se cubre los ojos. —Sí. Y la madre abraza el cuerpo opaco, silencioso, exánime, callado por fin. Lo aprieta sobre su pecho. Y lo arrulla. Se rompe. Se colapsa y pierde

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la razón. Porque una parte de ella le explica, se explica, que quizá los actos fallidos no son sólo circunstanciales, sino que dejan ver el inconsciente, su deseo más primigenio: no haber sido madre. No hay accidente. Sólo un asesinato. —... —Por la noche, cuando por fin llega el marido del trabajo, la ve ahí, sobre el piso, acariciando y arrullando al bebé muerto. Y luego vienen los paramédicos, y éstos le marcan a la policía. Y la policía llama a los peritos expertos y determinan la causa del accidente. Lo explican todo, detalladamente, como yo te lo acabo de contar. Lo tienen que determinar ellos mismos y sin ayuda de la testigo porque no habla, no reacciona. Ella nunca más abrirá la boca. Se mece con el cuerpo inerte entre los brazos. Se consume en la culpa. Escapa. Desaparece del mundo racional. Un charquito de sangre se acumula en sus pies. —... —El juez Beltrán la declara inocente. Es decir, el cuerpo vaciado de ella es declarado inocente. Porque no hay manifestación de voluntad para llevar a cabo el delito y es impugnable por no detentar la capacidad de ejercicio, porque, claro, padece de sus facultades mentales. Por tanto, es homicidio culposo y vuelve a casa bajo la tutoría de su esposo. —... —A pesar de las recomendaciones, no es internada en un hospital psiquiátrico. Prefiere tenerla en casa. Él está intensamente enamorado de ella. El suceso, en vez de distanciarlo, lo ha acercado mucho más a su esposa. Y su optimismo crece. Piensa que con afecto podrá traerla de vuelta. Mira en YouTube varios tutoriales de psicología Gestalt y... —¡Qué error! —Sí, bueno, no sabe. Mira estos videos y siente una extraña determinación de rescatar su matrimonio y de devolver a su esposa a la vereda de la normalidad. Pero la mujer está ahí, en el mismo lugar, en la escena del crimen. Por recomendaciones de la terapeuta Gestalt, una mujer muy guapa que conduce estas cápsulas de psicología en inter-


net, sustituye el objeto de dolor. Así lo llama ella: «objeto de dolor». Dice a sus seguidores que deben suplir ese objeto de dolor por otro objeto muy parecido. Dice: «Por ejemplo, si tu hijo resiente la pérdida de un perro, no lo reemplaces por otro. Tu hijo se dará cuenta, corazón. Lo que tienes que hacer es comprar una mascota de peluche para que el pequeño acepte, despacio, la pérdida y active su flama de amor nuevamente». Entiende la analogía y compra una muñeca. —... —La mujer está echada ahí, en el punto exacto. No come, no duerme, no hace nada. Y el esposo intenta, todos los días, desesperadamente, sacarla del trance. Pero ella no responde. Está en otra galaxia. Lo intenta todo. Su familia, sus hermanos, su música favorita. Nada. Recurre a otro método, también respaldado por la psicóloga de internet, y trae a otra mujer a casa. Contrata a una puta, una chica que no se acobarde con el experimento. La desviste frente a ella. Un beso en las tetas, una caricia. No reacciona. La puta le saca la verga y la succiona, para eso fue contratada. Y él se entrega, en medio del llanto, y la penetra. Día tras día, eyacula distintos culos. El hombre también va perdiendo la razón, lentamente. No come, no vuelve al trabajo. Está desaliñado y sólo sale al cajero para pagar a la prostituta en turno. El esfuerzo sexual e involuntario empieza a hacer mella en su conciencia. El amor, esa descarga desfigurada de la pasión, se modifica intempestivamente. Lo invade la culpa. Se siente asqueado. Mira su pene marchito, manchado de semen. La última puta recoge su dinero y se marcha. El hombre sin pantalones se echa en el sillón y estalla la tristeza. Vomita sobre su panza. Mira alrededor. La casa oscura, sucia, echada abajo. La tristeza es el último suspiro mental. —No. —No puede hacer nada. Lo único que queda es pagar sus errores. ¿Cuáles? Nadie lo sabe, excepto nosotros. El hombre va y saca una corbata. Se cuelga en la habitación. A los días, el olor a putrefacción impregnará los pasillos del edificio. Los mismos policías y los mismos peritos descifrarán la nueva escena del crimen.

—No —Ailen se lanza sobre Édgar y llora sobre su pecho. —Por eso, tontita, por eso mato a ese mosquito de mierda llamado Jerry. Porque pienso que puedo salvar la vida de otro ser humano. ¿Qué te parece? —... Ailen no tiene palabras. Está muy conmovida. Édgar la consuela, le dice que sólo es una historia, que sólo es una hipótesis. Que no se preocupe, que el bebé, la madre y el esposo están con vida. Que lo mejor será comprar un insecticida. Ella se enjuga los ojos y lo apura para ir al supermercado a comprar diez latas de veneno contra insectos. Se ponen de pie y la revista cae al suelo, se moja. Adentro, en la última página, la tinta se derrama, el texto escrito con el bolígrafo se evanesce gradualmente: «el camino del analista es perturbar la defensa». Salen juntos del baño, pero ella regresa rápidamente, levanta sus cosas del suelo. Abre la cortinilla azul del baño y escupe sobre la coladera. Sus apuntes están arruinados.

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Ensayo

Mancha de agua Valeria Luiselli Ilustración: Donají Martínez

Río Churubusco No existe, para una persona impaciente, tortura más despiadada que la que hace tiempo se puso de moda en los vuelos transatlánticos, y que consiste en proyectar el mapa de una enorme porción del mundo sobre una pantalla donde un avioncito blanco avanza un milímetro cada sesenta segundos. Pasa media hora, una, dos, tres, y la figura se sigue arrastrando sobre el mismo plano azul, lejos ya de las dos costas continentales. Lo mejor sería dormirse o ponerse a leer algo, volver a mirar la pantalla una vez que se hayan conquistado otros dos centímetros del mapamundi. Pero los que carecemos de paciencia estamos condenados a seguir fijamente el avioncito, como si deseándolo con suficiente intensidad pudiéramos hacerlo avanzar un poco más. Ningún invento ha sido tan adverso al espíritu de los mapas como éste en donde se impone una trayectoria y no se pueden trazar rutas alternativas ni volver atrás. Un mapa es una abstracción espacial; imponerle una dimensión temporal -tenga la forma de un cronómetro o de un avión en miniatura- contradice su propósito mismo. Los planos son por naturaleza inmóviles, atemporales; y es por esta razón que no imponen nada a la facultad imaginativa de quien lo estudia. Antes bien, el espacio que un plano cartográfico despliega ante nosotros -silencio y quietud del territorio abstracto-, espolea a la imaginación. Sólo sobre una su-

perficie estática y sin tiempo puede andar la mente a sus anchas. Es sabido que nuestra capacidad de abstracción rebasa la habilidad que tenemos para imaginar lo concreto en su constitución detallada. Resulta imposible para el hombre común sostener la imagen de algo ilimitado; concebir, como Funes el memorioso, un objeto con infinitos detalles o uno que sufre transformaciones constantes. Pero a pocos les parece difícil trazar una gráfica y a muchos menos esbozar de memoria el croquis de una casa. Necesitamos del plano abstracto, de la bondad de las dos dimensiones, para deslizarnos a nuestra conveniencia, para tejer y destejer recorridos posibles, planificar itinerarios, desdibujar rutas. Un mapa, como un juguete, es una analogía de una porción del mundo hecha a la medida del ojo y de la mano. Los mapas, superposiciones fijas a un mundo en perpetuo movimiento, están hechos a la escala de la imaginación: 1cm=1km. Río Hondo La mapoteca de la ciudad de México está albergada, desde hace varios años, en el edificio del Servicio Meteorológico Nacional. Uno pensaría que un lugar que atesora los mapas, o al menos los clasifica y restaura, tendría una distribución del espacio más o menos ordenada. Pero no es así. Resulta difícil ubicarse en la mapoteca y, aunque el

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lugar es pequeño, es imposible no perder la noción de dónde se está con respecto a la entrada o, si lo hubiera, respecto de algún centro determinado. Si uno entra al cuarto donde antiguamente se llevaba a cabo la restauración, ya no sabe dónde quedó el pasillo de instrumentos cartográficos; si se encuentra en la pequeña unidad de mapas del Porfiriato, pierde por completo la ubicación de los planos de Norteamérica. En una serie de pasillos largos y estrechos, cuelgan mapas como sábanas perennemente húmedas, a la sombra de los siglos y al amparo relativo de años de burocracia. Para verlos hay que colocarse un tapabocas y guantes de cirujano. Los asistentes –alumnos de historia o geografía, ansiosos por terminar su servicio social– ayudan al visitante a descolgarlos cuidadosamente y luego a extenderlos sobre una de las amplias mesas cerca de la entrada. Se necesitan cuatro manos para pasar las grandes hojas: pesan los años y el polvo sobre el papel. El polvo atrae al polvo. Seguramente existe una explicación científica para esto, pero la desconozco. En la mapoteca se acumula todo el polvo del valle de México como si ése fuera su destino, su lugar natural. Si es cierto lo que dice el poeta Joseph Brodsky, “el polvo es la carne del tiempo”, la mapoteca es el espacio en donde se guarda y restaura el tiempo de esta ciudad. Los pasillos de la mapoteca desembocan en cuartos pequeños donde se agrupan mapas de acuerdo con regiones geográficas o épocas históricas. La sección del Porfiriato (1876-1910) es, naturalmente, la más ordenada y mejor clasificada:

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acaso algo nos legó el positivismo. El director me mostró ahí dos libros de proporciones guliverianas –al menos un metro y medio de largo por uno de ancho–, donde se registra el trazado de la frontera México-Guatemala en minucioso detalle. Al principio manifesté una emoción proporcional al tamaño de los libros cuando el director los sacó de las pesadas cajas, sarcófagos de caoba donde usualmente están guardados, a salvo del polvo y de la luz. Pero los dos volúmenes que atestiguan la delimitación de la frontera México-Guatemala resultan, tras un breve repaso, tristemente repetitivos: hojas y hojas en blanco, atravesadas por una franja azul, ya representando el río Suchiate, ya el Usumacinta, con algunas anotaciones incomprensibles que seguramente equivalen al número de pasos que unos de los miembros de la Comisión Mexicana de Límites (mejor nombre para una comisión no existe) daba a lo largo de la ribera. Este gran vacío es el testimonio de la línea que divide un país de otro, y que el Tratado de Límites llevó al papel por primera vez en 1882. Más que los dibujos, llaman la atención las fotos de los integrantes de la Comisión Mexicana de Límites, pegadas sobre la portadilla del primer tomo. En los retratos individuales, todos parecen una versión de Porfirio Díaz, unos más chatos y otros menos aliñados, pero todos serios, conscientes quizá de la gravedad de su asignatura: la definición de los límites de un país. Sólo una fotografía delata el espíritu que uno imaginaría en los cartógrafos. En la imagen, ocho miembros de la Comisión, como los ocho médicos


de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, se inclinan sobre un mapa con instrumentos de disección cartográfica alrededor de una gran mesa, no muy distinta de las mesas que ahora están frente a la entrada de la mapoteca o de aquellas donde los patólogos efectúan los cortes de un cadáver. La foto es casi una calca del cuadro de Rembrandt: el médico catedrático, con la autoridad que le da el bisturí, reclinado sobre el paciente; el paciente, muerto, irremediablemente pasivo, a merced del diagnóstico del especialista; los aprendices, que miran dispersos hacia cualquier otra dirección menos hacia el paciente y escuchan -algunos estupefactos, otros consternados y otros distraídos- lo que dicta el maestro. Así también los cartógrafos inclinados sobre el mapa de México; el país, como un cadáver a la espera de un diagnóstico. En el fondo un anatomista y un cartógrafo realizan una labor semejante: trazar fronteras ligeramente arbitrarias en un cuerpo cuya naturaleza se resiste a los bordes determinados, a las definiciones y límites precisos –¿o cómo sabe el médico dónde termina la lengua y dónde empieza en realidad la faringe? Dos de los miembros de la Comisión están acostados sobre la mesa. Uno de ellos sonríe a medias, cómplice de un descubrimiento o de una arbitrariedad: aquí México, allá Guatemala. Cuando le pregunté al director por los mapas de planeación de la ciudad de México se disculpó y me dijo que no existían. La leyenda cuanta que un tal Alonso García Bravo trazó la ciudad directamente sobre el terreno. Existen mapas de la ciudad del siglo XVI, por supuesto, pero ninguno precedió la planeación de la cuadrícula del centro histórico. El modesto soldado español García Bravo, “auxiliado por el ingenio, la experiencia y la sabiduría de los aztecas” -como reza la placa en su honor, enterrada entre lonas de puestos ambulantes en una plaza de La Merced-, hizo algunos surcos sobre la tierra húmeda del valle por ahí de 1522 y se convirtió en el primer urbanista de la gran capital de la Nueva España. No sorprende que así sea. Todos los habitantes de la ciudad de México intuyen que si alguna vez hubo un trazo para ella fue, acaso, una insinuación, y que lo que aho-

ra llaman los urbanistas “planificación urbana” es pura nostalgia del futuro. En todo caso, la ciudad de México fue su propio plano. Habitamos, como los descendientes de aquel Imperio que describía Borges, las “ruinas de un mapa desmesurado”. Río Magdalena Aterrizar en la ciudad de México siempre me ha producido una especie de vértigo al revés. A medida que el avión se acerca a la pista y los asientos comienzan a temblar un poco, cuando los ateos se persignan y la azafata hace su última ronda por la pasarela ingrávida, empiezo a sentir una fuerza que me tira hacia arriba, como si el centro de gravedad se hubiera desplazado hacia otra parte o si mi cuerpo y esa pista fuéramos polos idénticos de un imán. Algo en mí se resiste. En un avión, pocas personas pueden ser conscientes del hecho físico y concretísimo del vuelo. Los aviones comerciales, con sus diminutas ventanas e irreclinables asientos donde se postran los gordos, los insomnes, los niños con déficit de atención, las histéricas, todos, contradicen la naturaleza misma que el hombre vislumbró en el vuelo del pájaro. Tampoco se suele estar atento al inmenso paisaje que rodea la nave: empieza la película y la aeromosa pide que se bajen las persianas plásticas. Sólo si abrimos la persiana en un acto de rebeldía contra la dictadura de las azafatas, vemos allá abajo el mundo y por un instante comprendemos dónde estamos. Desde arriba, el mundo es inmenso pero asequible, como si fuera un mapa de sí mismo, una analogía más liviana y más fácil de aprehender. Río Chico de los Remedios Escribir sobre la ciudad de México es una empresa destinada al fracaso. Ignorante de esto, durante mucho tiempo pensé que para escribir sobre el DF debía imitar la tradición: convertirme, a la Walter Benjamin, en una connaisseuse de las banquetas, botánica de la flora urbana, arqueóloga amateur de las fachadas del centro y los anuncios espectaculares del Periférico. He intentado caminar como un petit Baudelaire por Copilco: imposible extraer

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una sola línea sobre el Eje 10. ¿Será culpa de Copilco? Oí a alguien decir, alguna vez, que Copilco venía del Nahuatl “lugar de las copias”. Tras repetidas caminatas por aquella zona, puedo concluir sin temor a equivocarme que con eso queda dicho lo único que se puede decir sobre esa feísima porción de ciudad, apéndice enfermizo de la Universidad Nacional, donde se reproducen masivamente los libros de sus bibliotecas a diez centavos por página. Quizá sí sea culpa de Copilco. Pero tampoco la libresca calle de Donceles, en el centro histórico, sugiere algo más que algún recuerdo preparatoriano de la primera lectura de Aura o de algún vagabundeo real visceralista. Explican y acompañan, pero no reconfortan, los versos de Quevedo: Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino! Y en Roma misma a Roma no la hallas. Río Ameca ¿A qué se asemeja la ciudad de México? Puedo conceder la analogía entre la bota e Italia, entre Chile y un chile, e incluso aquella entre Manhattan y un falo. Pero no sé por qué la gente compara la silueta de Venecia con la de un pez. Si se consulta un mapa detallado, Venecia podría parecerse al esqueleto de un molusco del Paleozóico. Pero incluso para esto se requiere una facultad imaginativa robusta. Tampoco es precisa la comparación de Pasternak con un pretzel henchido de agua: A mis pies, Venecia nadaba en agua, Un pretzel empapado, hecho de piedra. Habiendo estudiado durante varias horas el mapa de la isla en el volumen Maps of Venice puedo afirmar: más que a cualquier otra cosa, Venecia se asemeja a los pedazos de una rodilla fracturada. No ignoro que ésta, como todas las analogías, es tramposa porque encierra desde su inicio la idea que pretende explicar y, al mismo tiempo, se aleja de ella para alcanzar este fin. Pero ciertas cosas –un territorio, un mapa– eluden la observa-

ción directa, y a veces hace falta imaginar una analogía, luz oblicua que ilumina el objeto escapadizo, para fijar por un instante aquello que se nos va. Venecia, el mapa de Venecia, una rodilla: y en el abrazo de esas tres figuras, cierta claridad. Pero, ¿a qué se asemeja el mapa de la ciudad de México? Río de la Colmena Resulta imposible imaginar ahora lo que observó Bernal Díaz del Castillo cuando la tropa española caminaba por la calzada de Eztapalapa hacia la isla de Temistitán: “[viendo] aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto […]”. Sería imposible que alguien comparara ahora la ciudad con algo tan libresco. El DF carece de referencias; no hay analogía precisa que lo encierre. Es un hecho paradójico que la ciudad de México -una ciudad que, a diferencia de Berlín, París o Nueva York, tiene un centro preciso- haya perdido toda posible articulación y no se haya organizado en torno a ese centro. O quizá fue la confianza que generó aquel centro lo que le permitió a la ciudad expandirse indefinidamente, hasta perder todo contorno, hasta desbordarse fuera de la cuenca del valle de México. Río de la Piedad (Viaducto) Los primeros mapas que aún se conservan de la ciudad de México son el de Núremberg, de 1524, y el Plano de Uppsala, de 1555 (cómo llegaron a Alemania y Suecia es un misterio). Unos pocos trazos los componen –calles principales, grandes extensiones rectangulares, algunas casas dispersas, barcos y peces. Es difícil saber dónde está el norte y dónde el sur, pero importa poco; son transparentes a su manera, sencillos (que no simples) como haikus. Vistos con atención, los primeros mapas de la ciudad de México no son sino reducciones cartesianas del espacio, diagramas impuestos sobre un territorio que era, en su mayoría, sólo agua.

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La ciudad de entonces se parecía a algo: “En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra”, escribe Alfonso Reyes en su Visión de Anahuac. En el mapa de Núremberg, la ciudad parece un cráneo perfecto, semielíptico, sumergido en una gran tina. En el Plano de Uppsala, es claramente un corazón humano conservado en alcohol. Recuerda a los versos de Apollinaire: La ciudad, pensativa, con todas sus veletas Sobre el cuajado caos de las techumbres rojas Parece el corazón diverso del poeta Con las ruidosas vueltas de tantas sinrazones. El último mapa que conservamos de la ciudad de México (Guía Roji, 2008) no se parece a nada –a nada, al menos, que no sea una mancha, lejana reminiscencia de otra cosa. Fabio Morábito, en un ensayo sobre el río Spree de Berlín, escribe: “Un río tiende a contener la ciudad que atraviesa y a frenar sus ambiciones, recordándole su rostro; sin río, o sea sin rostro, una ciudad está abandonada a sí misma y puede convertirse, como la ciudad de México, en una mancha.” Quizá Morábito tenga razón; quizá todo se reduzca a un problema hidráulico. Hay quienes dicen que esta ciudad es como una Gran Pera -versión rarita de la Gran Manzana-; la parte más ancha de la fruta al sur y el palo de la rama por ahí donde está la Basílica de Guadalupe, en la delegación Gustavo A. Madero. Pero basta con mirar más de cerca para advertir que, en todo caso, la pulpa de la fruta se desborda mucho más allá de su perímetro. Como uno de esos contornos trazados en gis después de la escena de un crimen, cuyas consecuencias rebasan la pretendida contención de la silueta: pera caída sobre asfalto. Escribe Wallace Stevens: Las peras no son violas, ni desnudos ni botellas. A nada se asemejan.

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Río Santo Desierto-Mixcoac No es posible extraer ninguna idea comprehensiva de la ciudad de México con sólo caminarla. Los paseos solitarios de Rousseau, los vagabundeos de Walser o Baudelaire, las Bildergänge o las caminatas-imagen de Kracauer y las flâneries de Benjamin fueron una manera de entender y retratar la nueva estructura de las ciudades modernas. Pero a los habitantes de la ciudad de México no les está concedido el punto de vista de la miniatura ni del pájaro porque carecen de todo punto de referencia. Se perdió, en algún momento, la noción de un centro, de un eje articulador. Es lugar común: la ciudad de México tiene que ser vista desde arriba. Lo he intentado: el Segundo Piso del Periférico no ofrece más que un breve salir a respirar a la superificie, en medio de nuestras cotidianas pataditas de ahogado. Desde muy arriba: acaso sobrevolando la ciudad de México se puede, de alguna manera, volver a observarla. De noche y visto desde lo alto, el valle recupera su pasado líquido: lago sobrepoblado de lanchas pesqueras. También en un día claro, desde la ventanilla de un avión, la ciudad de México es casi comprensible –representación más sencilla de sí misma, a escala de la imaginación humana. Pero a medida que la nave se acerca a tierra, uno descubre que la cuadrícula flota como sobre una extensión indeterminada de aguas grises. Los pliegues del valle son amenazas de una ola de mercurio que nunca termina de reventar contra la cordillera; las calles y avenidas, pliegues petrificados en un lago fantasma que se desborda. Río Tacubaya Es normal que algunos pasajeros lloren cuando los aviones despegan –la gente viene de separaciones y al abrocharse el cinturón siente una última sacudida del desprendimiento–, pero imagino que no es usual ver semejante espectáculo cuando por fin aterriza el vuelo. A mí me ha dado por llorar en algunas llegadas a la ciudad de México. En cuanto veo el Nabor Carrillo -ese lago imposible, perfectamente cuadrado- me desmorono; nada estruen-


doso, sólo un par de lágrimas sueltas. No dudo que más de una vez haya sido esta escena patética motivo de la más sincera compasión de mis compañeros de fila (qué pena, pensarán, ha de ser muy infeliz aquí esta pobre). Pero puedo asegurar que ese llanto ridículo que me viene en los aterrizajes no tiene nada que ver con la infelicidad. Durante mucho tiempo se lo adjudiqué al cansancio -lágrimas: secreción de la fatiga y el hastío. Con el paso del tiempo he comenzado a creer, más bien, que se trata de una simple respuesta húmeda al hecho concretísimo de hacer tierra en este gran lago desierto; mera resistencia a la caída hacia un mundo futuro que, mientras se acerca, se vuelve otra vez inconmensurable; o como escribe Galway Kinnell, imponderable: …a todos nosotros, pequeños caviladores que entretienen pensamientos similares sobre el aterrizaje en un mundo imponderable,

el avión transoceánico devuelve a casa, apoyando su enorme peso, entrando casi delicadamente, al lugar donde -soltando nubes pequeñas, abruptas, y largas manchas negras de hulereconoce el suelo de su origen. Ahora puedo asegurar que ese llanto ridículo que me viene en los aterrizajes no tiene nada que ver con la infelicidad ni con el miedo al futuro. Es una simple respuesta húmeda al hecho concretísimo de hacer tierra un lago desierto, cuajad de tiempo y polvo de ríos que ahora son sólo avenidas de cemento y palabras baldías: Churubusco, Hondo, Magdalena, Piedad, Mixcoac, Tacubaya, Colmena, Chico, Ameca.

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Poesía

Síndrome de Tourette Christian Peña Ilustración: Magui Alonso El síndrome de Tourette [...] se caracteriza por un exceso de energía nerviosa y una gran abundancia y profusión de ideas y movimientos extraños: tics, espasmos, poses peculiares, muecas, ruidos, maldiciones, imitaciones involuntarias y compulsiones de todo género. [...] El paciente de síndrome de Tourette´ constituye (tanto clínica como patológicamente) una especie de “eslabón perdido” entre el cuerpo y la mente. Oliver Sacks

En el principio fue el verbo y luego nadie supo qué decir. O quizá todos dijeron tanto que era imposible entender, prestar oído a la voz ajena. Alguien dijo: Mi virtud es errar. Otro dijo: La coz del caballo me destrozó el pecho y vació mi corazón. Uno más, envuelto en una fiebre oscura, hincado ante el retrato de algún santo, juró que rasgaría el cielo con un aullido igual o parecido al de un lobo de monte. Alguien fue cacofónico. Alguien amenazó de muerte a su esposa. Alguien lloró. Yo estuve en el principio, por lo que he escuchado. Yo dije: Nada es relevante. Luego me contradije: Todo tiene un valor. Luego mentí y quise contárselo a los otros. Luego me arrepentí. Alguno más dijo tres veces: Lengua, lengua, lengua. Luego, alguien le dijo que estaba enfermo. Otro preguntó: ¿Acaso no estamos enfermos todos? A mí me gusta oler las manos de la gente, a él le gusta comer moscas, ése prefiere limpiarse las orejas hasta encontrar la sangre; a ese otro le encantan las puertas giratorias, aquél no deja de encoger los hombros. ¿Acaso no es eso estar enfermo?

Yo nací un día que Dios estuvo enfermo. César Vallejo

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Lengua larga. Lengua, otra lengua. Por qué todo se repite. En el principio fue el verbo y luego nadie supo qué decir. Por lo que sé, yo estuve en ese principio, pero quizás estuve en otro. En ese principio alguien dijo: Hay quienes piensan que soy un farsante, que mi enfermedad no existe; que me encuentro cómodo gritando obscenidades a los cuatro vientos. Hay quienes piensan que sólo hablo el lenguaje de cantina y que no es cierto que la coprolalia sea un síntoma del síndrome de Tourette. Otro dijo: Todos tenemos Tourette. Vallejo estuvo ahí y dijo: Yo nací un día que Dios estuvo enfermo. Vallejo dijo: Golpes como del odio de Dios. Vallejo dijo: El suicidio monótono de Dios. Yo lo sé, porque estuve en ese principio. Lengua, lengua, otra lengua. Desde hace días tengo ganas de gritarle a alguien: Malnacido. Un malnacido dijo en ese principio en el que estuve, y que no recuerdo ya si ocurrió de noche o al amanecer, que su ingle olía al sudor del mundo; que su mujer era la mejor amante del mundo; que su dolor era humano y de este mundo; que él había creído en el mundo hasta que cayó enfermo. Otro más dijo: A mí me duele el mundo, pero no me quejo. Otro lo interrumpió y dijo: Yo nací mal: mi cuerpo sepuso en mi contra desde el principio. Dentro de mí hay más de un centro, una cadena de mundos que chocan entre sí. Digo cosas que no pienso. Me muevo sin querer. Nací mal, seguramente un día que Dios estuvo enfermo. Yo fui el dolor de cabeza del mundo, el malestar de Dios. Yo soy el accidente. Puterías. Muerdealmohadas. Soplanucas.

Alguien dijo ese día: Qué vergüenza escribir malas palabras en un poema; y más aún en un poema aislado, un poema como una isla donde el lector no entiende lo que pasa y sólo desespera e intenta en vano atravesar el mar. Muchos le dijeron a ese alguien que estaba equivocado. Otro le dijo que lo que había dicho era cacofónico, que rimaba. Tal vez alguno estuvo de acuerdo. Yo no. Yo estaba ocupado, diciendo: Nada es relevante. Alguien, uno del que ya hablé, ese día, o noche del principio del que hablo, dijo: Lo que yo tengo fue descrito por Georges Gilles de la Tourette, un neurólogo amigo de Freud. Lo que yo tengo, según Tourette, se caracteriza por tics compulsivos, repetición de las palabras o los actos de los demás (ecolalia y ecopraxia), y por pronunciar de una manera involuntaria o compulsiva maldiciones u obscenida-

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des. Lengua larga. Lengua, otra lenguaTengo un conejo gris que baño en leche. Por qué todo se repite. Ese día, o noche, del que aún no puedo contar todo, yo dije: Todo tiene un valor. Hubo alguien más que dijo: Mi mujer tiene las piernas más duras de toda la ciudad; sus pezones se erizan si acaricio su pelo o si escucha, de pronto, un silbato en la oscuridad; sus ojos negros muestran la pasión de un perro atropellado. Alguien le contestó: Eso que dices me hace ruido: oscuridad y ciudad riman. Otro dijo: Yo tengo un amigo al que le gusta perseguir ambulancias en su auto. Hubo otro que escupió su rostro en el espejo. Otro se mordió la lengua. Otro gritó el nombre de su esposa. Otro más, cansado de escuchar a todos, se encogió de hombros. Vallejo dijo: El traje que vestí mañana no lo ha lavado mi lavandera. Otra, otra, otra lengua. ¡Cuidado con el perro!

No sé si fue ese día, o noche, cuando le lancé un guiño a la muerte, y otro, y otro. Pero la muerte no quiso coquetear conmigo y le grité hasta que los labios me dolieron y fue en vano. La muerte sólo vino por los otros, yo conocí a alguno, que sí murieron y ahora me llevan ventaja. Uno de ellos, antes de morir, dijo: La muerte es una señorita de escote pronunciado. La muerte cobra por hora y no da besos en la boca. La muerte es blanca; tiene la piel de gallina, y cuando no está matando a alguien, se mira en el espejo y se arranca las canas y los pelos de la nariz. Otro, señalando al cielo, dijo: Al amanecer el sol hará polvo las tumbas. Otro más, dijo: En una urna de mármol tendrá lugar el desierto de mi piel y huesos. Vallejo dijo: ¡Hoy he muerto qué poco en esta tarde! Vallejo dijo: No temamos. La muerte es así. Yo escuché lo que dijeron, aunque estaba ocupado diciendo: Sé de memoria la fecha de mi muerte. Nada es relevante. Alguien más, inmerso en su discurso, dijo: Hay quienes piensan que hay algo primitivo en mí, que el síndrome de Tourette libera lo que habita en lo más hondo de mi inconsciente. Pero lo que yo tengo es un trastorno neurobiológico de tipo hiperfisiológico; una excitación subcortical y un estímulo espontáneo de muchos centros filogenéticamente primitivos del cerebro.

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Ramera, golfa, zorra, perra, puta. Quiero tomar agua de alfalfa a medianoche. Por qué en el principio fue el verbo, por qué si nadie sabía qué decir. Por qué nada es relevante. Por qué alguien dijo que estaba a punto de rendirse. Por qué otro aulló. Por qué otro apuntó con un arma a su esposa. Por qué otro encogió sus hombros. Por qué otro insistió y dijo: Mi virtud es errar. Por qué Vallejo dijo: Tengo fe en ser fuerte. Por qué alguien más repitió: Todos tenemos Tourette. Por qué alguien dijo: A veces lanzo cosas que terminan por romperse en la pared. Otras relaciono extrañamente a un perro con mi madre. Mi atención y mi oído son llamados por lo raro, lo inusual. Hay momentos en que comienzo a escribir obsesivamente, ¿por qué?, ¿acaso escribir es sólo un padecimiento?, ¿la escritura es una consecuencia de la enfermedad? No lo sé. La enfermedad podría ser, en todo caso, un síntoma de la escritura. ¿Escribir es un acto involuntario, un reflejo crónico? Lo ignoro. Por qué alguien comenzó a aullar después de lo que se dijo. Por qué todos nos creímos enfermos en ese momento, en ese principio del que hablo. Quiero comprar una dentadura postiza. Quiero otra lengua, una larga.

Por qué el principio fue contradicción. En ese principio era de día porque los árboles tendían sus sombras al descanso, las aves recogían migajas de la mano abierta de las banquetas y una anciana llevaba lentes de sol. Era noche, quiero decir, por qué todo es contradictorio. Era de noche en ese principio porque mi corazón estaba oscuro y los ciegos atenuaban su tiniebla, pasaban desapercibidos entre la oscuridad de los otros, y alguien quiso encender la luz, prender una vela, y todos corrimos confundidos y alertas y nadie supo qué hacer ni qué decir. Por qué todo inicia con el caos. Por qué la luz necesita la sombra. Por qué no logro recordar si ese día era noche. Por qué alguien preguntó si escribir es un acto involuntario. Por qué dije: Escribir no es relevante, nada es relevante. Por qué otro dijo: Lo que yo escriba quedará impreso en la noche como una prueba de que siempre estuve solo. Mi amor renacerá en cada palabra, alguien escuchará ese canto afilado a la luz de una lámpara; alguien dirá que era hermoso como el nacimiento de un leopardo; otros dirán que era en verdad horrible como una mujer amarilla de hepatitis;

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otros dirán que nunca lo escucharon; y alguien más, alguno, acaso, dará la vida por él. Por qué los aullidos de alguien rasgaron el cielo e interrumpieron intempestivamente lo que se decía. Por qué Vallejo dijo: ¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra!, por qué dijo: Esperaos. Ya os voy a narrar todo, por qué dijo: ¡hay ganas de quedarse plantado en este verso! Por qué quiero otra lengua. Por qué el mismo del que hablé hace un momento, dijo: Lo que yo tengo puede ser utilizado creativamente. Cuando los tourétticos nos exponemos a la música o a una actividad rítmica, puede producirse una transición instantánea de los tics descoordinados y convulsos a la capacidad de moverse de manera perfectamente orquestada. Lo que yo tengo puede darme paz a ratos. Lo que yo tengo puede olvidarse, pero no sanar. Quiero otra lengua. Quiero correr hasta borrar mi sombra. En ese principio en que fue el verbo, alguien dijo: A veces me imagino, encerrado en un cuarto, con otros como yo: somos un griterío de personas a un mismo tiempo; una persona que lanza diferentes gritos. Comenzamos a hablar sin ningún orden, a emitir sonidos extraños, a articular una lengua ininteligible, a tratar de decir lo que no puede decirse; a repetirnos, una y otra vez, lo que no puede decirse; a atropellar lo que no alcanza a decirse; a dar la vida por oír lo que no puede decirse. Por qué alguien le gritó a ese hombre: Malnacido. Por qué alguien insistía en matar a su esposa. Por qué alguien encogió sus hombros. Por qué Vallejo dijo: ¡Y si después de tantas palabras, no sobrevive la palabra! Por qué otro dijo: Se trataba de reunirlo todo en una sola voz, de conjugar un verbo en un tiempo estático; de hablar otra lengua, una larga, una estática; de formular entre el ruido una voz para todos. Se trataba de tejer una red de lenguaje, una red donde la palabra estuviera al alcance de la sed de todos, de tener por siempre un verbo en la punta de la lengua. Se trataba de tener qué decir, de tener qué contar en el filo de un grito, se trataba de un enjambre de gritos, de gritar al unísono. Se trataba, más que de una cascada, de un despeñadero de sonidos. Y luego ese alguien se detuvo. Por qué, por qué demonios se calló. Por qué demonios el aullido de alguien interrumpió lo que decía. Y yo por qué demonios dije: Nada es relevante. Sé de memoria la fecha de mi muerte Por qué empecé diciendo: En el principio. Si no sé en qué principio era, ni de qué hablaba.

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Poética

Fragmentos mutantes Luis Eduardo García Ilustración: Magui Alonso

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Escribir poemas es tener pocas certezas. Aceptar lo indeterminado. No saber con seguridad lo que es un poema; de saberlo se llegaría a un punto muerto, el final de la carretera. Es posible, claro, guardar nociones, exigencias; cuidar que algunos elementos estén presentes en la escritura, pero tiene que quedar lugar para lo inesperado. Las poéticas que buscan delimitar lucen desfasadas con respecto al tiempo que corre, ignoran el devenir de las sociedades y del lenguaje mismo. Se rompen la cadera y se pudren lentamente en el suelo. ■ Los imperativos marcan un círculo de tiza en el suelo del que escribe. Afuera está “lo que no es”, dentro “lo que sí es”. A mayor cantidad de imperativos, más pequeño será el círculo. ¿En dónde habrá más espacio para maniobrar? ■ Una estructura de corales. Peces amarillos rodeándola. Se mueven con gracia de arriba hacia abajo. Luego de observarlos por algunas horas, es posible adivinar cuáles serán sus próximos movimientos. También hay peces rojos. Nadan en zigzag horizontal. Algunos brillan. Bajando algunos kilómetros, habitan criaturas de grandes colmillos. Su apariencia es monstruosa. A diferencia de los peces que viven cerca de la superficie, su comportamiento es inesperado (para nadie es un secreto que la luz determina la conducta de todas las especies). ¿Qué quiere decir esto acerca de la profundidad? ¿Qué sobre la escritura? ■ Lo vivo está en constante cambio. El poeta que se aleja de lo abierto se convierte en taxidermista. Sus materiales son cadáveres. ■ ¿Es naturaleza muerta? ¿Es decorativa? ¿Es inservible? ¿Es similar a alguno de los siguientes objetos? 1. Ciruelas. 2. Flores de plástico. 3. Una concha espiral. 4. Piedras. 5. Un cuadro en el que un rectángulo gris y dos líneas negras representan un paisaje desolado. 6. Troncos medianos. 7. Una cabeza de ciervo. 8. Fetos en formol. ¿Es posible que un dron haya tomado una fotografía de estos objetos cuidadosamente ordenados formando una enorme letra P sobre un terreno agreste? ■ La poesía no es si no es peligrosa, dice Bonnefoy. Limitarse a contar anécdotas, a describir estados de ánimo y a fingir que el poeta es una pira que arde arroja poemas tan peligrosos como conejos bebés. Hay que


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fabricar minas con el lenguaje. Elaborar estructuras conceptuales que luego sostengan construcciones complejas. Ensuciar las formas. ■ ¿Traen la presencia de una ausencia? Entonces son fantasmas. Entonces gritaré cuando los vea. Sus ojos de círculo. Sus túnicas blancas. Voces. Me cierran la puerta. Me tocan los pies. Entran a mi cerebro a bailar. Cavo un hoyo en el jardín. Los guardo en una caja. ■ El poema no tiene que ser entendido forzosamente como un objeto monolítico, acabado, intocable. Mucho menos, creo yo, como un espacio sagrado. Me gusta pensar en él como una zona para realizar pruebas nucleares, aunque por lo general se parezca más a una sala de estar en la que todo está acomodado de forma aburrida, y el único riesgo posible es el de quedarse dormido en un sillón. Para muchos poetas la corrección y edición del poema se trata de un ejercicio de perfeccionamiento y domesticación: pulir los filos, ocultar la estructura, meter todo a la máquina de endecasílabos, etc. La mayoría de los textos resultantes de este tipo de procesos me parece poco interesante. Tal vez se me acuse de consumidor de basura, pero prefiero siempre poemas imperfectos, ásperos, inestables. Prefiero esbozos y tachaduras. Palimpsestos. ■ ¿Qué ocurre cuando llevamos a cabo un ejercicio de manipulación sobre algún poema que no es de nuestra autoría? ¿Arruinamos o enriquecemos? ¿Destruimos o hablamos de una versión distinta a la que podríamos añadir nuestro nombre? Pound juega a ser Li Bai. Spicer a ser Lorca. Daniel Durand y Matías Heer traducen al rioplatense a John Berryman. Todos ellos entendieron que el poema es potencia, posibilidad. ■ Un término muy utilizado en nuestros tiempos: actualización. ¿Podríamos aplicarlo a un poema? ¿Sería posible actualizar poemas para que recibieran dentro de sí algunos elementos que no estuvieron disponibles en el momento de su construcción? ■ Me comí el polonio que estaba en el congelador y que probablemente

guardabas para envenenarte perdóname, estaba delicioso tan áspero y frío

■ Alterar el poema de otro es explorar sus latencias. Poner en él una fuerza extraña. En algunos casos, estropearlo todo. ■ Existe, por supuesto, la poesía fuera de la página. La poesía no escrita. Pienso en Jaap Blonk y en Arnaldo Antunes. En Ricardo Castillo. Pienso en impurezas. Poesía que en algún momento salió de sus supuestos márgenes y se (re)encontró con materiales y medios que en apariencia le correspondían a otras disciplinas (experimentación visual, vuelta a la oralidad y al movimiento, apertura a los recursos tecnológicos). Los que busquen sólo belleza en su sentido más convencional es posible que no queden satisfechos. Los que busquen fuerza, extrañamiento y densidad tendrán más posibilidades. ■ Una pesadilla: Me doy cuenta de que efectivamente la poesía se trata de una forma estática —y armoniosa— cuyo único objetivo es alcanzar lo bello y lo sublime. Entonces la mando a la mierda y declaro mi amor a la no-poesía. Gnomos de jardín eléctricos emitiendo sonidos guturales: no-poesía. Cráneos animales atados entre sí con hilos de seda: no-poesía. Estructuras metálicas gigantes que cambian de color siguiendo los patrones rítmicos ocultos en los Cantos de Pound: no-poesía. La no-poesía es al comienzo algo marginal, pero conforme pasan los años surgen miles de no-poetas que invaden las calles con sus artefactos y sus representaciones delirantes. Incluso un armadillo en un zoológico de Inglaterra hace no-poesía. Decido entonces escribir sonetos.

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CON OLEGAROY, EL ESCRITOR DAVID TOSCANA

BUSCA INDAGAR EN CONDICIÓN HUMANA Un hombre introvertido que comienza a desarrollar pensamientos filosóficos debido a su miedo a la muerte es el hilo conductor de la novela “Olegaroy”, en la que el escritor David Toscana da rienda... Un hombre introvertido que comienza a desarrollar pensamientos filosóficos debido a su miedo a la muerte es el hilo conductor de la novela “Olegaroy”, en la que el escritor David Toscana da rienda suelta a su inquietud por escribir sobre un accidente aéreo que acabó con el equipo de futbol de Turín, Italia, en 1949. En entrevista con Notimex, el autor de “Lontananza” comentó que siempre dio vueltas “a ver si podía escribir una novela al respecto y sin encontrar el modo, después surgió un interés por la filosofía y las matemáticas por lo que se me ocurrió un personaje que diciendo cosas muy sencillas, sus diálogos fueran relevantes”. “Olegaroy”, expuso, retrata la vida de un adulto insomne de 53 años sobreprotegido por su madre, que debido a una serie de circunstancias sale por las noches a un mundo que no conoce, por lo que al poseer un alma infantil comienza a preguntarse respecto a lo que ve y lee en los periódicos. Al momento de contestarse dichos cuestionamientos retoma pensamientos desde el punto de vista de algunos pensadores y filósofos para convertirlas en algo más grande. Todo se desarrolla a partir de la pregunta “¿Cómo hacer para que un personaje sencillo se convierta en un pensador que puede influir en el pensamiento de su época?”. La novela adopta un tono complicado al momento de tratar de convertir al personaje principal en una especie de filósofo, lo cual requirió documentación basada en libros de filosofía, que tomó unos cinco años, tiempo en el que también escribió y publicó otra novela. “Para mí, el placer de escribir esta novela fue que me obligó a leer libros que quería leer de filósofos como Nietzsche, Heidegger, entre otros; me dio la excusa y la disciplina de por fin obligarme a leerlos”, confesó Toscana. Por lo que parte de la ficción, son los filósofos que se ven influidos en el personaje; mientras que toma parte de la realidad al retratar una relación enfermiza con la

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madre, a lo que mencionó la semejanza con la novela “La conjura de los necios”, de John Kennedy Toole. Aunque la construcción del protagonista se debe en mayor parte a la influencia de la novela checa “El buen soldado Švejk”, de Jaroslav Hašek, cuyo personaje principal, al asistir a la Primer Guerra Mundial cuestiona al mundo de una forma un tanto infantil pero profunda. Contextualizada en la ciudad de Monterrey, en 1949, en “Olegoroy”, Toscana señaló vuelve a tratar el tema de la muerte, el cual aborda en casi todas sus novelas, debido a que el protagonista tiene mucho temor a morir en un accidente. Entonces empieza a escribir un libro titulado “Enciclopedia de la desgracia humana”, en el que compila todas las formas posibles de morir, derivado de su inquietud por leer en el periódico en el que encuentra diversos accidentes, entre ellos el de Turín, antes señalado. Por otra parte, explicó que con “Olegaroy” trata de huir de la novela de género, pues a pesar de que la historia comienza con un crimen que el protagonista trata de resolver, conforme avanza la trama el lector puede darse cuenta de que la novela no pertenece a dicho género. Y es que para el escritor oriundo de Monterrey, su reciente publicación es una novela para lectores que no están buscando un género en específico, sino que quieren encontrar simplemente una novela, con personajes que indagan en el misterio de la condición humana, a través de la ironía y humor negro.


Crítica

GÜEROS Soledad Torrero

Si hay algo que no le falta a esta historia es ritmo. Desde la primera escena, cuando una madre nerviosa sale a la calle con su bebé que no para de llorar, seguido de una bombita de agua que cae desde el balcón, empapando al bebé en su cochecito. El culpable es Tomás, un adolescente conflictivo, al que luego de este incidente, su madre lo manda a vivir con su hermano Sombra, que está estudiando en la ciudad de México DF. El apartamento que Sombra comparte con su amigo Santos es de un desorden total; los estudiantes están de huelga en huelga, ocupando la Universidad Nacional de México. En este ambiente de caos, Tomás termina conduciendo a los dos amigos por un viaje en búsqueda de Epigmenio Cruz, una leyenda del rock nacional venida a menos. El film es una road movie sin salir de México DF, lo cual nos muestra la complejidad y recovecos con los que cuenta esta gran ciudad. Cuando al final de la proyección, en Berlín, le preguntaron al director por qué decidió filmar la película enteramente en blanco y negro, una de las razones fue el querer darle al espectador la oportunidad de completar los colores de la ciudad. Fue una buena decisión el no intensificar la película con colores variados, ya que el sonido, estridente por momentos, y la cámara, que se mueve a gran velocidad, le dan al espectador una buena cuota de agresividad. Este es el primer largometraje del joven director mexicano, quien sin disponer de demasiados recursos económicos filmó esta película con amigos y con su esposa en el rol femenino principal. Esta interacción entre los actores se nota y le da una atmósfera de naturalidad y frescura difícil de lograr. El film se llevó el Best First Feature Award, en dónde participaron 18 películas de las distintas secciones del festival de Berlín. Este premio lo otorga GWFF, asociación dedicada a los derechos del cine y la televisión, y consiste en €50.000 para el director y el productor. Güeros, a pesar que intenta ambientarse en el año 1999, cuando sucedieron hechos similares en la Universidad, indaga sobre problemáticas actuales de los jóvenes. Se habla de sus sueños, ansiedades, ideales, su soledad, y también sobre qué lugar tiene el amor en sus vidas.

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Cรณmic

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