La Soldadera, Nueva Época, Número 79

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La S ldadera

E J E R C I C I O

P R O F U N D O

Suplemento Cultural de “El Sol de Zacatecas”

D E

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I D E N T I D A D

Número 79 / Nueva Época / Año 4 / Domingo 1 de octubre del 2016

Habitué SAÚL DE HARO MARTÍNEZ


Mario Vázquez Raña Fundador Paquita Ramos de Vázquez Presidenta y Directora General

La S ldadera

E J E R C I C I O

P R O F U N D O

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I D E N T I D A D

Yolanda Alonso Coordinación editorial / Miguel Ángel Cid Edición y diseño

Contacto: alonsyolanda@gmail.com

La Soldadera

Gerardo de Ávila Director Juan Francisco González Marín Jefe de Redacción Roxana Herrera Editora de Sociales

Imagen de portada Saúl de Haro Martínez (Saúl Draco)

No. 79

Este suplemento se produce como parte de las actividades de difusión de la cultura local y regional que realiza Policromía Servicios Editoriales.

Pesadilla Por Arturo Aguilar Hernández

Me enteré que Sandra se iba a casar. Tomé mi bicicleta y salí como rayo de mi casa para pedir una explicación. Llegué al bordo de la colonia Pámanes. En cuanto le comencé a gritar. — ¡Sandra!— ladraba montado en cólera— ¡Sal de ahí y dame la cara! ¡Sandra! Mientras más se elevaba mi tono de voz más me daba cuenta de no gritarle a nada. Grité hasta perder por completo la cabeza, acto seguido derribé la puerta de madera color café oscuro de una patada. — ¡Dónde estás! ¡Sal… cobarde! ¡Sandra! La casa era como la recordaba. Había muchas fotos en las paredes y las puertas de sus cuartos estaban cerradas. Nada aparecía: ninguna persona, ninguna mascota, nada de nada. Lo primero que se me ocurrió fue que en verdad se casó y decidió huir de mí. Caí. Estaba sentado en el suelo del pasillo mirando, y al mismo tiempo no mirando, el piso. El cataclismo fue tan grande que no fui capaz ni de reaccionar cuando unos pasos se hacían más sonoros. Estaba ensimismado en su recuerdo. —Ella no está aquí— dijo una mujer de playera naranja y short rojo que parecía trapear. La vi con ojos anonadados, no fui capaz de sonreírle, ella con mueca de ternura o de lástima se apiadó de mí y habló: —No está aquí. Salió por su vestido de novia— al momento de decir eso mientras estaba arrodillada ante mí y me palmeaba el hombro, la sangre se me bajó a los pies—. Yo le diré que estuviste aquí, pero vete ya, por favor. Me levanté, no miré a la muchacha y cabizbajo salí de su casa. En la acera se hallaba mi transporte, lo vi unos segundos y sin fuerza lo tomé para irme. Llegué a mi destino, con la mirada perdida y mi alma triste entré a casa sin hacer ruido, subí a mi cuarto y cerré la puerta con llave. Me recosté y luego una lágrima comenzó a rodar de mi ojo izquierdo, eventualmente la siguieron más de ellas… Dormí. Era borroso —entre el sueño y la vigilia—, no recuerdo el motivo, pero salí a la calle y en cuanto fuera estuve de mi puerta vi un carro blanco. Todo era blanco. Al inicio lo ignoré, pero luego se fue acercando hasta quedar frente de mí y ver un par de piernas lindas y bellas color nieve me hicieron poner las manos en la parte superior de la puerta para poco a poco bajar mi cabeza y ver a Sandra. Llevaba una blusa veraniega, un short y zapatos descubiertos. No tuve ni tiempo, ni intención de mirar quiénes la acompañaban. Ella iba en el asiento del copiloto. Sandra se bajó del coche y con cara triste y contrita se acercó a mí. Caminamos unos metros a una banca a la derecha de mi casa, nos sentamos. Le tenía clavada mi pupila en sus ojos, ella me esquivaba. — ¿Ni siquiera pensabas decirme?— interrogué. — ¿Cómo supiste?— alcanzó a balbucear. — ¡No me ibas a decir!— prorrumpí. — N o l o t o m e s a s í p o r f a v o r— d i j o e l l a acariciándome la mejilla. — ¡Y cómo quieres que lo tome! ¿Quieres que felizmente vaya a tu boda y te vea de la mano de otro maldito imbécil? ¿O quieres que te siga amando? Es una pesadilla. ¿Sueño? ¿Morí? — ¿Amando? ¿Bestialidad?— dijo ella frunciendo su seño ¿De qué hablas? Una vez escuchado eso tomé su mano que aún me acariciaba y con todas mis fuerzas se la arrojé. Ella me miró con ternura. —Eres una maldita cobarde…, te odio— le dije

enfurecido—, te odio. Te aborrezco. Ella bajó la cabeza y se quedó pasmada y tácita. —Pues yo te quiero. Te amo y contigo me quería casar. No podía entender qué era lo que ella deseaba de mí, ¿era acaso más destrucción? ¿Era acaso mi suicidio? ¿Le gustaba que le rogara? ¿O sólo le gustaba confundir mis sentimientos como desde el principio de esa relación hacía? Hizo que mi ritmo cardíaco reventara mis venas e hizo que mis puños se cerraran tan fuertemente enrojeciéndose de sangre. — ¡Quién te crees que eres!— vociferé rabioso—, ¡no me avisas que te vas a casar con otro cabrón, y ahora vienes a decirme que me quieres a mí! ¿Por qué eres tan cruel? —No es eso, te quiero, sólo que— torció la boca y se frotó la cabeza con una mano , bueno, no sé cómo decirte, es que no sé, pero estoy confundida… Es que yo lo amaba a él antes de conocerte, luego llegas tú, y, ¡todo esto es mucho para mí, es muy confuso y complicado! Yo lo amaba antes que a ti. Cuando la oí mi corazón se detuvo, mi ira se fue, mi tristeza murió, mi rencor cambió. Me sequé las lágrimas, me senté apropiadamente, miré un momento la calle, mis ojos eran hielo. —Eres increíble— le dije mientras bajaba mi cabeza con los ojos cerrados—, “lo amaste antes que a mí” ¿eh?... — proseguí calmado, luego al fin estallé— ¡Entonces por qué decidiste darte otra oportunidad conmigo! ¡Por qué me dijiste que me querías! ¡Por qué me diste los mejores besos que me han dado! ¡Por qué! ¡Dímelo! ¡Por qué te burlaste así de mí! ¡Por qué de ti me enamoré si tú no puedes olvidar a ese fracasado que sólo llorar te hace! No lo entiendo. Traté de hacer las cosas bien, creí que sí me estaba ganando tu corazón. Creí que me amabas. Mis lágrimas se escapaban sin causar mutación en mi cara, de vez en vez levantaba la parte de mi brazo en la que se hace escuadra y me limpiaba los pómulos. Sandra derramó una lágrima. —Te quiero tanto— dijo ella acariciándome y perdiendo sus dedos en mi cabello. — ¡Sandra! ¡No te cases! ¡Por favor no unas tu vida a la de un hombre que no amas! ¡No te cases, por favor! ¡Te amo, te amo, te amo! Acto seguido me dejé ir a su regazo y ahí me acurruqué a llorar como un bebé en manos del cariño. La abracé con todas mis fuerzas, con mis manos la atenacé. La apreté para expresarle que la amaba. Años luego supe que me despedía. —¿Recuerdas cuando nos conocimos?— interrogó Sandra y abrí mis ojos ahogados en lágrimas para que a mi mente vinieran esos hermosos recuerdos que se estimulaban por la semejanza en las caricias que ella me daba a las de aquel entonces. Once de mayo, dos mil doce, 11:30 am. Bajé en la Bicentenario. Mi teléfono sonó, con desesperación lo tomé y leí el texto. Preguntaba por mí diciendo que estaba a un costado de la fuente. Levanté mi mirada entre mucha gente. En la fuente, con una mano recargada en el concreto y aislada de un grupo de adolescentes vi a una mujer con complexión similar a la de ella, conforme me acercaba mi corazón latía más y más. Blusa rayada de colores negro y blanco, pantalón azul marino de mezclilla con tenis blancos, bolso morado y chamarra de cuero café. Su pelo suelto, rubio castaño. Tez blanca como nube. Caminamos a la Alameda. No sabía cómo tomarle la mano, pero los dioses me favorecieron y en una barda algo altita una luz cayó como halcón a su presa.

Brinqué de inmediato esa bardita y extendí mi mano derecha para que me tomara con su brazo izquierdo, así la ayudé a pasar y luego no nos quisimos separar. Nos sentamos, platicamos, después un impulso me dominó y me hizo acercar a su lindo rostro para susurrarle al oído: “Me fascinas. Me encanta tu piel, tu pelo, tu hermosa cara, tus labios.” Le di un beso en la mejilla, luego un rubor de apoderó de los dos y ella s i n t i ó c o s a s e n s u i n t e r i o r, y o t a m b i é n . Paulatinamente se fue dando vuelta con mis labios aún en su mejilla derecha. Ella cerró sus ojos, yo la imité. Nuestros labios se buscaron hasta encontrarse. ¡Cuánto placer, cuánta armonía, cuánta belleza sentí en mis labios! Era el placer manifestándose cada vez que sentía su boca en la mía, a cada beso, a cada caricia que ella me daba con sus manos yo caía muerto de un placer infinito que ya no puedo olvidar. Era delicioso sentir sus enormes labios rosas en los míos. Instante perpetuo. La abracé, ella corrió sus manos a mi cuello y me acarició. Ambos tocábamos el cielo en ese instante. Su piel, sus labios, su cuerpo, su cabello, todo yo le besaba, no quería dejar de hacerlo. Sentíamos nuestros alientos en los labios y eso nos daba más fuerzas y deseos de seguir besándonos. Nunca paré de besarla, de acariciarla. Muchos minutos después, poco a poco nuestros labios muy despacio se separaron, a milímetros de distancia abrimos los ojos sin quitarnos las manos de nuestros cuerpos. Me observaba de una manera tan linda y tierna que me hacía amarla más, duramos minutos mirándonos sin perder la conexión. Tomó mi otra mano y la unió a la suya para pasarlas por encima de su cabeza y colocarlas en su pecho: yo la abrazaba estando ella de espalda sentada. Mujer apasionada pero tímida. Cada vez que me tocaba y me besaba perdía más la noción de la realidad. Un sueño en un sueño. Luego nos despedimos. —Te voy a extrañar tanto— le dije. —También yo mijo. Cuando terminó mi regresión y volví a mi realidad de ensueño, ésta me aniquiló. Yo seguía llorando en su regazo y ella me acariciaba. — ¡Por qué me dices que lo recuerde! ¿Por qué? Suspiró, me miró y luego me besó. Me transportó una vez más a aquel hermoso día. Nuestros labios eran mojados por la corriente salada de tristeza y dolor que manaba de las ventanas de nuestra faz. “No te cases, yo te amo”, “no lo hagas”, “ámame como aquella mañana, ámame como yo lo hago” le decía en cada segundo que sus labios se despegaban de los míos. Ambos llorábamos, amargamos el beso. No me pudo engañar: ella sí me amaba. «Te quiero tanto mijo» confesó con sus bellos, carnosos, carmines y enormes labios. Me llenó de alegría. Luego ella se levantó. —No te merezco, no soy lo que crees. Ten un lindo recuerdo de mí— dijo para darme la espalda y luego caminar. Traté de pararla, fue inútil. Esa tarde mi corazón se rompió y arrodillado quedé con un mar de lágrimas y un halo de dolor infernal alrededor mío, mientras mis ojos bañados en lágrimas veían cómo se iba y cómo la luz del crepúsculo la iluminaba. Vi cómo se perdía junto con la caída del sol y con la entrada de los rayos del sol en mis pupilas. A partir de ese día me visitaría en mi inconsciencia, como pidiéndome que la detuviera, como pidiéndome que evitara su muerte, todos los días.


Fotografía: Miguel Ángel Cid

Una noche en el hotel

Por Fátima Olvera

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lguien llora en la habitación contigua. El llanto es tan quedito, que me imagino las lágrimas rodando de a poco sobre las mejillas, deteniéndose en cada poro, dejándo un poco de sí en cada poro para terminar cayendo como un hilo muy, muy delgado de agua. Me imagino que hasta se evapora antes de caer al piso o a la ropa, o a los hombros desnudos, o al pecho desnudo, porque ese llanto me suena a alguien que debe estar sin alguna prenda que le cubra, debe ser de una mujer desnuda, desprotegida hasta del viento que entra por la ventana. Varias veces me he propuesto no pensar, no escuchar, no hacer caso de aquel sollozo y quedarme dormido de una vez por todas, pero no he podido, mientras mis pensamientos van callándose poco a poco, el llanto va cobrando más fuerza, el sonido se hace más agudo, y mejor me pongo a adivinar cómo será esa mujer que no deja de llorar, qué debió haber pasado para que fuera incesante su sufrir nocturno, para que le arrebatara el sueño y también a mí, y seguramente a quien está en la habitación del otro lado. Me dan ganas de llamar o ir yo mismo a la recepción para que me den otro cuarto, mañana tengo que trabajar y por estar pensando no voy a pegar los ojos ni una hora. Al mismo tiempo que pienso cómo hacer para alejarme de ese ruido, tengo la esperanza de que alguien llegue a consolar esa tristeza tan profunda y constante, y no me lo quiero perder. Tal vez alguien cercano murió y ella no pudo despedirse, o no tuvo el valor de acercarse al cementerio y ahora se arrepiente. Porque llora como si alguien se le hubiera muerto, no es un llanto de abandono, de amor o de cualquiera de esas nimiedades por las que lloran sólo los que no han tenido la dicha de vivir de verdad. Alguien ha muerto y alguien debe venir a consolarla, a abrazarla hasta acallar los sollozos, y no me lo quiero perder. Acaso vendrá la madre, el padre o el novio de aquella muchacha, o el hermano, aunque con el hermano tal vez llore más y quizá al rato ya tenga yo dos llantos de los que preocuparme. Ojalá que no venga su hermano a consolarla. Son las tres de la mañana y, suponiendo que él llegara en media hora, los tendría a los dos llorando hasta las cinco, y ya no de manera tímida como ella lo hace, sino con toda la confianza de tener a alguien que la acompañe, que sienta lo mismo que ella siente. Tal vez en ese caso tendría que ir yo, tocar a su puerta y decirles que más tarde tengo que ir a trabajar, que mi trabajo requiere de mi total concentración y que sin dormir tal vez ni siquiera me podría presentar. Ellos

me contarían de la muerte, de la enfermedad o del accidente y de todo por lo que han tenido que pasar, y yo terminaría ahí, charlando con ellos sobre el día en que murió mi madre, sobre el día en que, cuando pequeño, me avisaron que había muerto mi abuelo el que me había enseñado a jugar al trompo, o a lanzar las piedras haciendo patitos sobre el agua del estanque. Ojalá que no venga su hermano, o seguramente yo no iría a trabajar. Espero que venga su mamá y le invente una historia, que le diga que ella sabe que las personas muertas lo perdonan todo, o que le diga que nadie murió y que sólo se adelantó a abrir las puertas del cielo, adonde lo acompañará toda la familia reunida; o que la acurruque en su regazo y le acaricie el cabello hasta hacerla dormir. Seguramente la muchacha se dormiría, sollozando cada vez más bajito y lento, mientras toda la tristeza la absorbe su madre, como si fuera un agujero negro adonde se van todos los problemas de toda la familia, todas las muertes, todas las tristezas, todo el tiempo, y que nadie sabe dónde quedan porque en la mañana, así sin descansar, ya tendría el desayuno listo, con todo y una carita feliz formada por unos huevos, tocino y tomate, y un beso muy reconfortante en la mejilla. Porque yo aún recuerdo a mi madre aquel día en que papá se fue y la dejó con todos mis hermanos y yo a cuestas, con todo el trabajo por delante, y que siempre fue demasiado fuerte como para percatarnos de su tristeza y abrazarla, y apoyarla. Nunca lo notamos y así se fue. Pero no es tiempo de ponerme a llorar también, porque estoy lejos de casa, en esta habitación de hotel, en esta ciudad donde casi nadie me conoce, donde llevo quince días y me resta una semana más, una semana más de estar en la oficina todo el día. Esto es a lo que llamo “un viaje de trabajo”. Recuerdo que cuando me contrataron me dijeron que tendría que tener la disponibilidad de viajar y que la paga era buena, y no lo pensé dos veces. Tendría dinero suficiente para escaparme al terminar la jornada, conocer, probar y ver paisajes hermosos. Y heme aquí, cansado y sin poder dormir. Y no me estoy quejando, porque estoy muy apasionado por aquel llanto, esperando la catársis, el consuelo aquel que seguramente está por llegar. Si llegara el novio, sería menos interesante pero más rápido el remedio, y yo podría dormir pronto. Sería más rápido, porque la muchacha tiene la sensibilidad a flor de piel. Él llegaría, la abrazaría, comenzaría a besarla, y ella terminaría con gran cansancio, habiendo agotado en

el sexo todos sus alientos, hasta que no quedara uno más ni siquiera para llorar tantito. Y dormiríamos los tres, extasiados, felices, olvidándonos de la tristeza. Quizá yo dormiría tres horas completas, me daría una ducha rápida y desayunaría en la oficina. No creo que venga su padre, o hasta quizá sea él quien murió. Pero si él viniera sería un consuelo bastante extraño. Digamos que su padre llega, quiere abrazarla pero no sabe qué decirle, a ella le da pena por él, por no poder expresarse ni desahogarse a pesar de estar tan triste también, quizá ella diga la primera palabra y él rompe el nudo que ha tenido todos estos días en su garganta, sin poder llorar, y ahora lo hace y se disculpa, se apena y se va porque no soporta llorar delante de su hija y ella se queda desconcertada. En ese momento yo pensaría que ella duerme, pero después de unos minutos volvería a ponerse a llorar, aunque tal vez para ese entonces yo ya estaré en una etapa profunda de sueño y ya no la escucharía. En la mañana la vería salir a recepción a pagar un día más de hotel, la vería por fin, viva, alta, real, con los ojos hinchados y la nariz roja, pero sin perder una pizca de belleza, de clase, de elegancia. Alguien murió y su llanto es real, irreprochable. No pude dormir por escucharla pero ella ninguna culpa tiene, una muerte se llora, y su llanto era quedito, doloroso, constante, y yo le sonreiría un poco como diciéndole “estoy contigo”. Ojalá pudiera verla aunque sea un momento. Quizá por la forma de su cara, por el color de su piel podría adivinar mejor su historia; tal vez por su manera de andar podría yo imaginarme todo el cansancio que pasó durante el día, en el cementerio, entre el papeleo y la burocracia que conlleva el morirse, entre las miradas de la gente que va por morbo a los velorios. Ojalá pudiera verla y quizá regalarle una palabra de consuelo. Ojalá haya muerto alguien y ese sea el motivo de su incesable llanto, porque si no todo mi desvelo habrá sido en vano, todas las hipótesis que me he planteado habrán sido meras fantasías y, si nadie murió, si no hay un difunto, si no hay algo en ella que me recuerde mis propios muertos, quiere decir que toda esta noche pasé pensando quién podría venir a consolarla, cuando pude haberlo hecho yo mismo. Debería ir a preguntarle, a ofrecerle un café, a ofrecerle mis besos, decirle que yo nunca la abandonaría como otros lo han hecho. Sin embargo es hora de levantarme e irme a la oficina. Si la escucho llorar esta noche, iré a hablarle.


Habitué SAÚL DE HARO MARTÍNEZ

Escaparate

Por Saúl de Haro Martínez (Saúl Draco)

L

a fotografía para mí es un estilo de vida, no

concibo un día sin un “click” o la edición de una imagen tomada por mí, siempre he dicho

que: “El artista es un ser jugando a ser Dios con permiso de Dios”. ¿Por qué digo esto? Porque Dios creó seres y

mundos, criaturas y escenarios habitados por ellas, el artista puede hacer lo mismo en una obra, el artista puede plasmar en un lienzo rostros inexistentes, lugares imaginarios o melodías que jamás han sido escuchadas. En la fotografía uno capta lo que está ahí pero nadie ve de la misma forma que uno lo ve, entonces de cierta forma hace una recreación de lo existente, congela un instante único en una imagen creando una atmósfera inédita. Yo no sé si tengo el derecho de llamarme a mí mismo de una u otra forma, sólo sé que me gusta tomar fotos para compartirlas, a muchas personas les gustaran a otras no tanto pero de eso se trata la vida, de aventurarse, de exponerse, de tomar riesgos, no se puede permanecer en la luz o en la sombra todo el tiempo, así como hay un día existe una noche, así como hay alegría hay tristeza,

en

esta ocasión comparto algunas tomas que van del blanco al negro dejando a su paso tonalidades de grises así como el atardecer aparece entre el sol y la luna, como los sentimientos cuando se van degradando de amor a odio o viceversa, tratando de no llegar a la apatía, porque la apatía es un blanco o un negro absoluto sin nada en el lienzo, es por esto que considero importante la imagen diga algo, que al verla el receptor recuerde algún lugar, alguna experiencia de infancia, que se transporte a escenografías donde no ha podido estar o perciba seres que no habría podido contemplar. Y como “una imagen dice más que mil palabras”, me despido de usted no sin antes desear que disfrute mi trabajo.


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