La Soldadera, Nueva Época, Número 90

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La S ldadera

E J E R C I C I O

Suplemento Cultural de “El Sol de Zacatecas”

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Número 90 / Nueva Época / Año 5 / Domingo 18 de diciembre del 2016

Año de adioses HOMENAJE


La S ldadera

Mario Vázquez Raña Fundador Paquita Ramos de Vázquez Presidenta y Directora General

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Yolanda Alonso Coordinación editorial / Miguel Ángel Cid Edición y diseño

Contacto: policromia@sepolicromia.com

La Soldadera

Gerardo de Ávila Director Juan Francisco González Marín Jefe de Redacción Alondra Olguín Editora de Sociales

Imagen de portada Miguel Ángel Cid

No. 90

Este suplemento se produce como parte de las actividades de difusión de la cultura local y regional que realiza Policromía Servicios Editoriales.

Luis Alberto Arellano (1976-2016) fue uno de los colaboradores más activos durante la primera época de La soldadera, en conjunción con las ilustraciones de Susana Salinas, publicamos prácticamente en su totalidad el libro La materia del lamento seguido del bestiario doméstico. Mantuvimos correspondencia frecuente durante los primeros tres años del suplemento, hay que decir que nuestra comunicación siempre fue virtual. Nuestros caminos nunca coincidieron en México sino en Valencia, España, con el poeta Joan Navarro. Fue un encuentro de lo más divertido, con paseo por la playa, tapas y el estreno de una película de Almodóvar. En esta edición lo recordamos con una tríada de sus textos. Buen viaje Alberto.

La materia del lamento seguido del bestiario doméstico Luis Alberto Arellano

Delfín El delfín es un ave que gusta del nado bajo la superficie del mar. Narra Herodoto una travesía a lomos de un delfín y funda en este hecho la amistad perenne entre hombres y aves. En realidad los delfines protegen a los náufragos con el fin de devorarlos llegando a la costa. La única forma de evitar esto es obligando al animal a virar cada vez que la costa sea presente, así nadará de manera perpetua y morirá dejando al náufrago libre del peligro de ser devorado por un ave sin alas pero con gran agilidad para el nado.

Anfisbena Hay en la tierra del sol flotante, una variedad de sierpe que cuenta con dos cabezas, una en el de natural para ese fin y otra en la cola. Ambas cabezas pueden entablar conversaciones entre sí que provocan carcajadas entre los sirios, de donde es originaria esta bestia. El anfisbena, como los caldeos siguiendo el uso griego llamaron a este prodigio, puede tomar una cabeza por el cuello de la otra y formar un aro mientras rueda por las arenas del desierto. Este acto, que el profeta (Dios se complazca con él) calificaba de instrumento de perdición para los niños, comenzó a ejecutarlo en la corte del imán Shaf-i (Dios es el señor de todo lo creado), durante una sequía que los cronistas recuerdan como de cien años. En la corte del imán Shaf-i es lícito comer la carne del anfisbena pero antes despojándola de toda su sangre. Se cree que la sangre está contaminada por la falta de un orificio excretor. Aunque Solio demostró que los vapores que produce la anfisbena por ambos rostros, cumplen la función de vaciarlo de lo que devora. Avicena narra que el secreto es que la sierpe solo ingiere aire. Se dice que es incapaz de matar al hombre por voluntad, aunque puede devorarlo lamiendo su cuerpo hasta consumirlo. Bernacha En las costas de la madre Erin existe un árbol parecido en todo al peral, pero cuyos frutos son pájaros similares a las ocas. Estos frutos nacen de las ramas y el pájaro vegetal cuelga del pico hasta que contempla madurez. Cuando su plumaje ha tornado de un color cercano al que tienen las doncellas cuando pierden su recato, abre el pico y lanza el único graznido que emitirá en toda su vida. Este graznido ha sido tema de discusión por varios siglos. Charlton Banks, consejero de la reina para los asuntos de las islas, considera que simulan el graznido con el fin de renunciar a su origen de flor convertida en ave. Otto Waidder, alumno de Marsilio Gubbio, cree que el origen del grito es el terror ante la inminencia de la Ilustraciones de Susana Salinas

putrefacción. Lord Alfred Eitington, de quien se presume sea un lejano ancestro de Borges, es el único que asegura haber estado en presencia del árbol en el momento del desprendimiento de tan preciados frutos. Afirma Lord Alfred que aquellos que graznan entonado caen al mar y viven, mientras que quienes mitigan su grito sólo alcanzan la tierra y mueren en el acto. Las druidas se permiten la degustación de estas ocas, y aseguran que su sabor es similar en todo al del cordero.


A propósito de Samperio “Guillom” Por Samuel R. Escobar

“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio” canta el poeta, y su canto es lento y raspa un poco la garganta y los oídos, no pasa de largo. Y jamás hubo, creo, mejor dirección para que cobre peso la melódica sentencia, y menos si nos arriesgamos a creer que la muerte es la única verdad sin remedio que hasta ahora y desde siempre ha avasallado a nuestra especie, que la circunstancia que hoy enluta a las letras mexicanas. No nos confundamos ni anticipemos, aquí no habrá apología a la muerte en abstracto, no se sacará ventaja oportunista ante el inagotable dolor que causa, al menos a los espectadores, ni se actuará de manera recalcitrante sobre la muy particular muerte de Guillermo Samperio, o “Guillom”, como pedía, no sé si todo mundo que conocía, que le dijeran. A mí me lo pidió, y nada me cuesta. Le alcanzó ya tal verdad, esa que no tiene remedio. Para ser franco les comento que no hicimos una gran amistad, salvo la que puede incubarse en un lapso de una semana, bajo la dinámica de anfitrión e invitado, no más. Pero tiempo y situación suficientes para no compenetrarse ni perder el tiempo compartiendo penas; y sí para regalarse un trozo de los mundos vividos, intercambiar voluntaria e involuntariamente memorias y olvidos, entre sorbos de tintos, y bocados de pizza y espagueti en un restaurante de corte italiano que él quiso visitar. Además de lo que pudo aprovecharse del curso de cuento que nos brindó. Y de todo ello, hoy le apostamos a la memoria para que la volatilidad de lo vivido se retrase. Samperio llegó al aeropuerto de Zacatecas una tarde de finales de mayo de 2014, yo no le conocía en

persona, y las imágenes que tenía como referencia para reconocerle eran de alguien de aspecto más joven, y de un corte y porte más a la Al Pacino, pero llegó alguien a quien los años parecían estárselas cobrando todas juntas. Sin embargo, en menos de treinta segundos que transcurrieron entre la nada protocolaria presentación de nuestras personas, y los saludos y gestos espontáneos que catalizan logros y fracasos en las relaciones humanas, el velo de los años acumulados se diluyó, apareció entonces un hombre más apuesto, más lúcido y más ameno que Pacino, supongo, nunca he tratado al actor. Íbamos un compañero y yo como representantes del Área de Arte y Cultura de la Universidad Autónoma de Zacatecas a recibirlo, él, mi compañero, había obtenido la información de que a través de un convenio con el extinto CONACULTA, casi bastaba con estar dispuestos a ser sede para que el maestro viniera a impartir un curso-taller de cuento, y se llevó a cabo sin vacilar, no había manera de dejar pasar tal oportunidad, y reitero: sucedió. En fin, en aquellos treinta segundos se desmoronaron, para beneplácito de mi persona, todos los protocolos, cargos y pesos institucionales: “deben estar acostumbrados a recibir puros pinches artistas pedantes” –nos dijo Samperio- Asentimos, pero con la mirada en la duda, terminé diciéndole que no, al menos no todos. Le dio risa. “Pues yo no soy de esos –profirió con soltura- “a mí no me hablen de “usted”, y díganme Guillom, así Guillom”. Fuimos, a petición de él, “a cualquier otro lugar divertido antes de ir a dejarme al hotel”, y deambulamos un buen rato, y entonces nos sentimos ya como amigos, o al menos en confianza, en esa que daban sus pláticas y su estilo. Y de la nada, la lucidez

aquella se mostraba intermitente, Guillom perecía olvidar lo sucedido a corto plazo, un poco, al menos. Decidimos llevarlo al hotel suponiendo que el cansancio provocaba tal intermitencia en la memoria. Le instalamos esperando tuviera un descanso y sueño reparadores porque al día siguiente habría que comenzar el mencionado curso, además de que su visita tenía una doble intención: haría la presentación de su libro Historia de un vestido negro, para lo que ya todo estaba puesto y dispuesto. Había bastante trabajo por delante. Podemos decir de manera un poco melosa, aunque cierta, que tanto la presentación como el curso transcurrieron de la mejor manera, no sé si decir que fueron un éxito o si eso raye en la pedantería que no parecía sentarle bien a Samperio, el asunto es que tanto lo uno como lo otro gozaron de una concurrencia nutrida y atinada. De un curso corto y sencillo surgieron productos bastante interesantes, escritos que bien pudieron ser el germen de algo de mayor responsabilidad a futuro. Una semana de mayo de 2014 pasó en un parpadeo, y hoy entramos en el juego del “estira y afloja” de la memoria y el olvido. No recordamos este curso sólo a causa de la partida de Guillom, es una constante porque nos quedamos esperando el siguiente, quienes asistimos esperábamos la secuela. Guillom quedó de volver para hacernos observaciones de lo que entonces entregamos como trabajos del taller. Quiero pensar que entre esas intermitencias mencionadas nos olvidó, al menos por un rato, y quiero creer también que ya habrá de acordarse, donde sea, en esa verdad sin remedio, mas nunca triste. Abrazo fuerte de despedida, Guillom, estamos pendientes. ¡Gracias!

Nacho Padilla en trilogías “La trascendencia del relato encuentra en la obra de Padilla un cómplice y un motor. A meses de su muerte, cualquier apología termina siendo apenas un pálido reflejo del valor creativo de quien, sin duda, es el mejor intelectual narrador de nuestro tiempo.” Por Alberto Ortiz

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omo toda disciplina, la literatura puede, y en ocasiones debe, rozarse con miserias y contradicciones, aunque tales vínculos en absoluto definan su movedizo objeto de estudio. La cercanía con el abismo, la vacuidad y la futilidad parecen contrastar mejor su justificación teleológica, sin comprometer su sentido. Al final el ruido de fondo que acompaña a la trascendencia literaria, no es más que eso, una comparsa que —gracias a su propia identidad de utilería sobre el escenario cultural— aprende a balancear sus escuálidas caderas al ritmo de la semántica. Por otro lado, de vez en cuando la literatura nos sorprende con representantes de pulso tan firme que sus dardos exquisitos dan justo en el centro de la diana. Entonces vale la pena tolerar con una sonrisa escéptica las menudencias y las sinrazones que una sociedad escasamente alfabetizada, poco ilustrada y mucho menos humanística, produce obsesa. ¿Qué o quién (porque en asuntos de creación literaria, la obra suplanta al lector y éste sólo puede llamarse tal a medida que permanece fiel a su estilo) merece trascender? No aquel que engrosa la banalidad social mediante el aplauso a los cíclicos fenómenos mediáticos de la popularidad. Si bien nuestra actualidad, apegada a los convencionalismos del espectáculo, dirigida por la tecnología masificada y ajena a los tartamudeos casi inaudibles de la crítica especializada, le concede más probabilidades de difusión, la oquedad de su manifestación pública termina saturando contenido y contenedor. El tedio, tan olvidado como factor lírico, pero tan presente como angustia contemporánea, más temprano que tarde, desborda la novedad, y el foco de atención se apaga de la misma manera en que surgiera, intempestivamente, y alimentado y sofocado a la vez, con una energía que a todos simpatiza o repulsa pero a nadie transforma. Sujeto y objeto de mejor elegía que la derivada de este sencillo comentario, la vida y la obra de Ignacio Padilla, cuya prematura muerte lamentamos este año de 2016, cuentan con la fortuna de exorcizar la intrascendencia. Sus vigorosos párrafos, expresados mediante un léxico amplísimo y cargado de polisemia, sostienen un estilo en plena ruptura contra la bagatela, la superficialidad y la falta de compromiso estético. No hay en su escritura espacio para lo superfluo. El lector de Padilla quiere ser inteligente, ansía serlo,

tal vez la única concesión a esta necesidad consiste en el permiso de saberse ignorante para releer los textos que no hemos comprendido a primera lectura, pero de los cuales intuimos que guardan algo muy importante y digno de apropiación. Él escribió para lectores aventajados, aunque los ingenuos pueden seguir impunemente las voces de la comedia ramplona, la violencia verbal, el tremendismo y los mandamientos seudo filosóficos. Al menos dos trilogías ejemplifican el grave peso de la obra de Padilla, la primera de ellas, la «triada diabólicocervantina», está formada por los libros: El diablo y Cervantes (FCE, 2005), Cervantes en los infiernos (Fundación José Manuel Lara, 2011) y Los demonios de Cervantes (FCE, 2016). Estos sendos ensayos, por separado y en conjunto, nos adentran al escrutinio crítico de los ejes que impulsan la valoración y la exégesis de la escritura moderna, al tiempo que revelan el profundo conocimiento que el autor tenía respecto a la tan estudiada obra del egregio Cervantes. Hay dos claves para seguir su pensamiento: la crítica acerca de la producción cervantina, ya señalada, y la búsqueda por definir el papel del demonio en la literatura occidental. El interés de Ignacio alrededor de la Edad de Oro es un tópico constante en su labor difusora y académica, esa identificación incluso fue instalada como herencia de su propia narrativa. Pero su opinión demonológica era menos conocida, y sin embargo, resulta igual de intensa que el resto de sus preocupaciones exegéticas. Para llegar al diablo y a los demonios del genio cervantino, Padilla hubo de recorrer el intrigante camino de la escolástica demoniaca, el discurso erudito que inventó a la bruja, empoderó a Satán y reforzó el mito de la secta diabólica. Y ese recorrido, que algunos investigadores y curiosos hemos hecho mediando fines diversos, resultó ser, en sus manos, una excelente guía para entender ya no únicamente los sentidos de la generación artística del autor, sino incluso desmenuzar el imaginario colectivo que generó tales sentidos. El riesgo del ensayista frente a la genialidad cervantina sólo es comparable con las posibilidades de fracasar en las hipótesis propuestas para proponer renovadas lecturas de obras como El ingenioso hidalgo… Padilla corrió el riesgo y su aguda inteligencia le permitió aportar a la historia de la literatura en la medida del reto que emprendió. No discutió asuntos baladíes, dialogó con el más grande de la literatura castellana.

La segunda trilogía podría armarse por los textos: La vida íntima de los encendedores. Animismo en la sociedad ultramoderna (Páginas de espuma 2009), La industria del fin del mundo (Taurus, 2012) y El legado de los monstruos. Tratado sobre el miedo y lo terrible (Taurus, 2013). Si en la primera el tópico central está enclavado en la fantástica pero dinámica figura occidental del mal preternatural, en esta tercia ensayística Padilla explora ni más ni menos que la ontología del mundo cultural contemporáneo, es decir, pasa de los demonios del Renacimiento y el Barroco a las no menos fantásticas perturbaciones de la vida actual. El autor nos aclara cómo las circunstancias de nuestra vida están más cerca de la superstición, la magia, el imaginario colectivo y las inercias enigmáticas que hacen de la realidad una fantasía casi comercial, siempre perturbadora. Así, aprendemos que no hemos cambiado mucho desde la salida de las cuevas hasta la renovación de los mitos, pasando por la oración exorcizante de la Edad Media. Como todos los lectores saben, Ignacio Padilla fue y es eminentemente un narrador de altos vuelos y compromiso semiótico. A título personal agrego un tríptico de cuentos y propuestas narrativas que podemos llamar «trilogía del gabinete de maravillas», porque en conjunto muestran y actualizan para las letras aquellas viejas alacenas atiborradas de curiosidades, misterios inexplicables, objetos anti natura y sujetos peculiares, dignos de estudio y exposición pública, a saber: El androide y las quimeras (Páginas de espuma, 2008), Los reflejos y la escarcha (Páginas de espuma, 2012) y Las fauces del abismo (Océano, 2014). Aquí el enigma del tópico, propuesto como maravilla, se regodea en la construcción de mundos cercanos a la relevancia ontológica mediante episodios fantásticos de apariencia híper real. La trascendencia del relato encuentra en la obra de Padilla un cómplice y un motor. A meses de su muerte, cualquier apología termina siendo apenas un pálido reflejo del valor creativo de quien, sin duda, es el mejor intelectual narrador de nuestro tiempo. Su mérito estriba en la búsqueda irrenunciable de abatir la superficialidad en la cultura, de combatir, armado con la sapiencia y la erudición compartida, a la banalidad. Sus trilogías, y su obra en general, constituyen guías para encontrar explicitud dentro y fuera del microcosmos literario.


Fotografía de Miguel Ángel Cid

David Ojeda: Una más de zorros y erizos Por Alejandro García

I En una de mis primeras sesiones del Taller Literario de la Casa de la Cultura de San Luis Potosí, muy probablemente en 1974, recuerdo que llegué ya iniciada la sesión y el Maestro Miguel Donoso Pareja hacía el comentario, tallereaba (se diría después) un cuento de David Ojeda en el que criticaba de manera central su cercanía con “Un señor muy viejo con unas alas enormes” de Gabriel García Márquez. Salvaba el ritmo narrativo de Ojeda, la voluntad de contar, ciertos juegos estilísticos que daban densidad a un lenguaje aparentemente coloquial, pero señalaba los riesgos de acercarse a una narrativa tan exitosa, hasta ese momento con “Cien años de soledad” y tan dispareja en sus productos anteriores y posteriores, como en el caso de este cuento datado en 1968 e incluido en la edición de 1972 de Editorial Hermes de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Donoso Pareja pensaba en una caída del llamado realismo mágico que hacía poca gracia a sus obras cumbre y que al replicarse nos ponía en el camino de la facilidad y de una literatura muerta. Concluía, además, con el final del cuento donde Ojeda escribía algo parecido a “Armando tenía muchas ganas de cagar”. La referencia a personas, un integrante del taller, era evidente y había causado una risa generalizada, según me contaron, y Donoso concluía que eso le daba todavía más en la torre al cuento y corría doble riesgo facilón. Remataba con una llamada de atención a los lectores que habían encontrado frescura en la referencia y lo mostraba como evidencia de un pobre ejercicio decodificador en que predominaba la calca y cierto morbo. II En 1988, yo viajé a Culiacán, Sinaloa, a estudiar una maestría. Varias veces al semestre venía a Zacatecas a reportarme, pues era becario de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Realmente no recuerdo en qué año se regresó David Ojeda a San Luis Potosí, mas no es esto lo que quiero compartir con ustedes en esta evocación, sino el hecho de que algunas de las veces que conversé con él, me comentó que estaba escribiendo una novela en que aparecía un personaje llamado la Doctora Hopelessness (Desesperanza), que era terrible y hacía la vida imposible a otros personajes. Alguna vez me leyó fragmentos, otras me contó en qué etapa estaba, pero lo curioso es que ese personaje era plenamente identificable con alguien que había hecho pasar malos ratos a David Ojeda. Había trasladado una serie de requerimientos burocráticos y de cierta mano torva a un personaje que le permitía drenar toda esa bilis y ese sinsabor que abunda en personas no muy acostumbradas al curriculum, a la siembra y cultivo de méritos. La mujer le pedía un informe, que probablemente a su vez le era pedido por otra instancia, y Ojeda entraba en pánico, en estrés y simplemente o

no lo hacía o lo realizaba con desgano o no lo entregaba de acuerdo a las reglas de los departamentos de investigación. Había otros personajes, creo que por allí andaba yo o un tal Alex García, que nunca me aclaró quá papel jugaba. Se divertía Ojeda en ese momento angustioso que seguramente fue fundamental para regresar a su tierra natal y emprender las cosas que bien sabía: escribir, traducir, editar, asesorar, formar escritores. El caso es que nunca supe qué pasó con esa novela. Lo más probable es que la haya tomado como una terapia, como un ejercicio estilístico y como un juego de palabras que se retira, porque si bien corresponde a un ejercicio literario, no es para tanto. Ojeda siempre tuvo muy claro el papel ético de los escritores, más allá de sus riñas, más allá de sus filias, de sus fobias, de modo que una vez que la escritura se armonizaba, retiraba esas fases de tiros al aire, club de la pelea, bravatas con el espejo, y escribía con otros fines y otras búsquedas, donde cualquier semilla de ruindad había desaparecido. Yo, de cualquier, manera pienso que habrá muchos escritos de Ojeda que deben localizarse y publicarse, si los hay. III En La Santa de San Luis los personajes que se alternan a lo largo de la novela nos son muy conocidos: Juan José Macías y Emilio Carrasco. Periodistas los dos, Emilio vive en el siglo XIX. Macías en el siglo XX. También me ocuparé sólo de uno de ellos en este bloque. Se trata de un periodista que llega a San Luis Potosí en octubre de 1999, a realizar un reportaje sobre la actualidad política de esta entidad. Entre los nombres de personajes a entrevistar por su importancia en el ámbito social, está el de un clérigo que será la bisagra entre el mundo civil y religioso de San Luis. Juan José, periodista en un diario nacional, se enfrenta a los enjambres del poder político, a los vericuetos del dominio; pero pronto se da cuenta de que allí hay también la causa para santificar a una dama, la creadora de dos órdenes religiosas. Macías va de uno a otro plano y a veces se deslumbra con uno o con otro o se desencanta de los dos a la vez. Vamos, no es que sea inocente, es que descubre una trama peculiar en esa ciudad a 400 kilómetros al norte de la capital. Al contrario de los dos ejemplos anteriores en que, a menos que no esté lo suficientemente informado, la obra no se realiza o no se termina o se deja por allí en alguna carpeta, en esta primera novela de David Ojeda está el nombre de una persona conocida (Macías) como parte de un dúo, pero que permite vislumbrar una galería de personajes potosinos y a la misma ciudad como cobijo o como escenario donde se dan todas las luchas y se esconden por lo general las armas. El camino ha sido largo, pero en realidad una característica que no había en esos dos intentos que he señalado antes es la de la proyección de David Ojeda en esos dos personajes. Potosino por nacimiento y por residencia, a pesar de numerosos viajes al norte a coordinar talleres y una estancia de

casi una década en Zacatecas, el personaje Macías le permite tomar distancia y acogotar a la ciudad que conoce y que es necesario escribir a los demás, y en primer lugar para sí mismo: en lo político, el control provinciano de los regímenes posrevolucionarios a unos meses de que se dé la hoy sabemos fracasada opción del cambio; en lo religioso, los caminos de la fe y los excesos, vía control, vía causas de santificación. En medio, esos testigos: el canónigo, hombre piadoso y bueno, el periodista, con una mirada torcida, o salvada, por el mundo moderno o posmoderno. IV Desde hace algunos años he traído en la mente esa fábula del erizo y el zorro que restablece Isaiah Berlin para la visión de los escritores rusos, tomada del poeta griego Arquíloco: el zorro sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una importante” y me he preguntado si David Ojeda es un erizo o un zorro. A primera impresión es un zorro, alguien que tiene que saber muchas cosas, escribir, traducir, enseñar, tallerear, editar, asesorar, no le quedó otra, tuvo que pelear contra ese provincianismo que tan bien señaló Ezra Pound, y cómo hacerlo para no morir en el intento, justamente moviéndose, dando vueltas de zorro. Pero también es cierto que conforme pasan los años, Ojeda se queda casi fijo, como un erizo que sabe esa cosa y que sabe que la obra fundamental es la propia, lo demás es cosa de tragar mucho y saber cernir pinole. Es cuando produce las dos novelas, en un lapso de más o menos 10 años, la novela inédita que algunos conocemos y otra que yo no conozco, el libro de cuentos sobre los perros y la antología de novelas revolucionarias. De modo que el zorro parece convertirse en erizo o mostrar su verdadera identidad. Creo que no, creo que cuando Ojeda se entrona como el erizo, trae ya la experiencia del zorro y entonces recurre a amados auxiliares que le permitan ese seguir afuera sin distraerse de la magia del mundo interno. En lo propiamente vivencial, su movilidad la marca Laura, es ella la que lleva sobre sus hombros algunos pasos y movimientos estratégicos. Allí se hace más complejo el análisis, porque no es una vida al servicio del erizo, es una vida compartida con él y re trazada de acuerdo a nuevos requerimientos. En el terreno literario David recurre a Macías porque es esa extensión que le permite escapar del determinismo potosino, esa cuchilla que silenciosamente aterroriza a los hombres libres y los somete. Ojeda no tiene contemplaciones y eso le permite escapar a la siega y reconciliarse con sus afectos. Hablar del Maestro Donoso Pareja aún me produce respeto y atención. Lo sigo percibiendo como aquella vez en que ironizaba sobre un hombre con alas enormes. Con Ojeda siempre me llega la risa, las grandes complicidades y travesuras, las grandes carcajadas, más de zorro que de erizo.

Texto leído en el homenaje que se brindó a David Ojeda en la pasada edición del Festival Internacional de Poesía “Ramón López Velarde”.


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