La Soldadera, Nueva Época, Número 94

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Suplemento Cultural de “El Sol de Zacatecas”

Número 94 / Nueva Época / Año 5 / Domingo 5 de febrero del 2017

La S ldadera

E J E R C I C I O

P R O F U N D O

D E

L A

I D E N T I D A D

Obra reciente ALBERTO ORDAZ


La S ldadera

Mario Vázquez Raña Fundador Paquita Ramos de Vázquez Presidenta y Directora General

E J E R C I C I O

P R O F U N D O

D E

L A

I D E N T I D A D

Yolanda Alonso Coordinación editorial / Miguel Ángel Cid Edición y diseño

Contacto: policromia@sepolicromia.com

La Soldadera

Gerardo de Ávila Director Juan Francisco González Marín Jefe de Redacción Alondra Olguín Editora de Sociales

Imagen de portada Alberto Ordaz Este suplemento se produce como parte de las actividades de difusión de la cultura local y regional que realiza Policromía Servicios Editoriales.

No. 94 No sé

www.sepolicromia.com

Daniel MR

No sé a quién dedicarle esta noche No sé si entregarla a la luna a una canción a un poema

Quédate

No sé siquiera si esta noche es mía o de ti o de algún Dios o de nadie

Daniel MR

Entre piezas y pieles estoy aquí desde hace tanto tiempo estás lejos y la niebla mata el alma

No sé dónde estoy y ya pienso qué hacer con la noche No sé qué hacer de mí más que querer estar en ti

quédate una noche después [te dejaré]

No sé buscar caminos si no son en tu lienzo virgen tu mar azabache tu río dorado

la imagen y la sombra

No sé como volver a tenerte si te he perdido en cada segundo en cada noche en cada vida

sin tiempo sin aire quédate que ya mis labios sangran por la esperar por la ausencia de tu miel

Fotografía de Miguel Ángel Cid

entre días [te] espero solo a la sombra [de] tu fantasma

Y tú Pasos en desierto que rasgan acaricia

Respiración sumisa a latidos carentes de control Y tu pecho

vivos última vez

Daniel MR

Al borde del abismo jugueteando con mi voluntad

Y tu piel

en llano lecho se retuerce mi sonrisa con esperanza de encontrar [nos]

De miedo por el sueño de no despertar al lado

Y tus manos En color completo abren cielos

Y tu boca Con fuego que desprende llamas blancas

Y tus ojos

Y tu cuerpo


Tango Por Juan Carlos Escobar R.

M

e animé a volver a clases de tango en el Pasaje. El profe Alejandro era el mejor. Parado en el centro del gran salón agarró una chica que estaba en derredor para que fuera su pareja de baile en el momento justo en que atrapó una mosca que pasaba por su lado. ¡Impresionante! pensé, siempre hace cosas así, por eso estoy aquí, de nuevo. Comenzó diciendo: “deben ponerse erguidos, con la frente en alto, mirando hacia delante”, tal como me presenté ante Vanessa la vez que la conocí, le apreté la mano fuerte y no la dejé de mirar a los ojos ni un instante; “acérquense a ella, no les dé miedo, abrácenla”, y vaya que tuve vergüenza al principio, bailábamos separados guardando la distancia, le di una vuelta y deslicé mi mano por su cintura, ella se dejó; “den un paso hacia delante, el hombre siempre marca el paso”, así fue que me lancé sin salvavidas, se iba de mi casa después de haberla invitado a cenar, ya nos estábamos despidiendo y no sabía qué decirle, luego del abrazo de despedida le dije que me gustaba; “que su pareja sienta que la fuerza de su cuerpo la empuja, su cuerpo ocupando el espacio que antes era de ella”, me le acerqué a su cara, a su boca, la besé; “si su pareja no entiende la marca de su cuerpo, quizás se tropiece con usted”, ella dio un paso atrás, rió asustada, me dijo que la tomó por sorpresa; “regresen

al lugar de antes, nivelen los pesos, abrácenla de nuevo”, superé el momento embarazoso, reí, le dije que no me había podido aguantar, quería estar con ella; “vuelvan a avanzar, esta vez con más decisión, marcando la caminata con el torso”, ella se relajó de nuevo, yo seguí hablando sin dejar de mirarla a los ojos, me fui acercando lentamente, la abracé otra vez; “cuando los dos cuerpos están coordinados, hay direccionalidad y decisión por parte del hombre, y apertura por parte de la mujer, comienza la caminata”, yo sonreía, ella también, sus ojos se iban iluminando a cada palabra; “la mujer igual debe oponer resistencia, moderada, para que sienta la fuerza del hombre”, la invité a seguir a mi casa, ella me dijo que mejor saliéramos a dar un paseo; “el abrazo no debe caer por un segundo, un brazo alrededor de su espalda, la otra mano sosteniendo su mano en alto”, caminábamos y me le iba acercando, le puse una mano en el hombro, le rocé sus dedos con los míos, me pegué a su cuerpo, caminaba junto a mí; “una vez que ha comenzado el baile los cuerpos unidos siguen su ritmo, pueden ir rápido o despacio, según la marca del hombre”, le pasé mi mano por su espalda, le toqué fugazmente las nalgas, le hablaba muy de cerca, para que no se me escapara; “la mujer sigue la marca del hombre, pero también pueden hacer una finta, un adorno con sus pies en el momento de dar algún paso”, ella me seguía

la conversación, me hacía insinuaciones también, no me rechazó más, su cuerpo me llamaba; “pueden hacer ochos, ochos invertidos, giros, sacadas, lo que quieran si hay una buena comunicación entre los dos cuerpos, si el hombre va siempre hacia delante”, pasamos por algunos moteles, yo miraba el cartel de entrada, ella lo miraba, reíamos, dijo que estaba sola en su apartamento, le dije que yo también, ahora estábamos solos en el ascensor de su edificio, el botón rojo del freno estaba justo frente a mí; “si no saben bien cómo hacer determinado paso, no se preocupen, sigan con la caminata inicial, hacia delante, hacia atrás, apertura hacia los lados”, sudé un poco, decidí mejor llegar hasta el octavo piso donde vivía; “ustedes son libres de hacer lo que quieran en el Tango, lo que se les imagine, siempre y cuando no dejen de marcarle con su cuerpo el paso a su compañera”, no me le despegué en toda la noche ni dejé de mirarla ni de decirle lo mucho que me gustaba, llegamos hasta su cama; “el Tango es un baile de a dos, mientras haya compenetración y entendimiento entre los bailarines, habrá baile”, apagamos la luz, la avasallé con mi cuerpo… Esos son los momentos en los que uno siente que se detiene el tiempo. Llamé a Alejandro con mi pensamiento pero no apareció, la clase ya había terminado. Lo último que nos dijo antes de despedirse y dejarnos bailando fue que improvisáramos.

Ágape insípido Por Juan Carlos Escobar R.

E

se gesto, sin duda, llamó la atención: la nueva ayudante de cocina, que servía el arroz y el pollo en las bandejas metálicas del comedor, dejó caer sin decoro el cucharón con la mezcla amarillenta y aguada, y ya estando a punto de venirse la bandeja que él sostenía encima de su delantal, con habilidad prodigiosa nuestro comensal de hoy la equilibró y de un lenguetazo se llevó un resquicio de arroz que había quedado en los guantes de la ayudante a su boca. Sonrió de oreja a oreja y dijo “Gracias”. Al ver que lo seguían mirando segundos después se volvió y dijo, “es una pena desperdiciar”, dejando ver esta vez una larga fila de dientes pulidos mitad ámbar, mitad amarillos. - No es muy grande para comer así – dijo para sí una primera chica- ¿Será estudiante? – pensó la que estaba al lado al tiempo que limpiaba con una servilleta la comisura de sus labios-. Nuestro protagonista devoraba a manos llenas. Comía con gusto, con ambición. Agarraba la cuchara como quien tiene un mazo entre sus manos y quiere echar a pique una gruesa pared de adobe. Bocado tras bocado se convertía en el centro de atención. No usaba tenedor y cuchillo para comer el pollo. Lo comía con la mano. Y si tuviera rayos X en los ojos hubiera fundido la charola que rápidamente iba desocupando, alivianando. Sus compañeros de mesa se intimidaron un poco. La primera en atreverse a hablar fue una chica de rulos negros y ojos grisáceos que, anonada y disimulando a la vez el gran espectáculo de mirarlo comer, le ofreció antes de irse, no sin miedo a que la fuera a mordisquear, medio trozo de pechuga que había dejado. Le agradeció y de inmediato agarró la presa de su bandeja y la puso sobre los huesos que aún quedaban en la suya. ¡Crick! ¡crack! se escuchaba en la pequeña sala del comedor. Poco a poco las risas, las charlas y todo lo que se escucha cuando la gente come (y ellos parecían

hablar mucho y comer poco), enmudecieron. Nuestro amigo comensal, que en esta oportunidad se llamará Iván, no podía comer sin abrir un poco la boca mientras masticaba. Le faltaba aire para mantener vivo el fuego de esas calderas. ¡Crick! ¡crack! se escuchaba al mascar los huesos finos, las coyunturas, el cartílago; parecía una máquina trituradora. Un ¡ssshhhhuuubbbb! irritable retumbaba en los tímpanos cercanos cuando ponía un extremo de la piel del pollo en sus labios y chupaba con fuerza, como si fuera un sorbete o un té helado. Sin saber cómo, Iván - el terrible le llamaban sus cercanos - se vio inundado de bandejas a medio comer con, casi todas, generosas pechugas por delante. A no más de una estudiante del comedor le llamó la atención. Ellas se saciaban de forma muy rápida con su viva presencia, les crecía en cambio un hambre en otra parte. Dejaban sus cubiertos, sin los que no podían comer, sobre la mesa verde de plástico y se acercaban, temerosas y curiosas a la vez, a dejarle una ofrenda: su presa de pollo. A ninguna le decía que no, daba las gracias y acomodaba las bandejas aún por comer -las evacuadas yacían apiladas a su izquierda- en fila india, una tras de otra hasta que ya no hubiera más lugar en la mesa y les decía que aguardaran, que pronto iba a dejar un espacio. Ellas se quedaban paradas, de pie esperando. Todo esto lo decía con señas pues no dejaba de comer, de masticar y seguir tragando con fruición, casi atormentado. No daba muestras de cansancio, aunque ya harto de tener que pararse tantas veces a llenarse su taza de agua, o de pedirle el favor a alguna nueva amiga que le hacía corrillo a su lado, obedeció los guiños y los gatillazos hacia arriba con el dedo índice que le hacía la cocinera para que fuera al baño. A los 8 minutos volvió, se subió la cremallera mientras iba a su mesa, sin apuros, estiró un poco sus brazos para hacerle campo a la comida que seguiría entrando y se dispuso a continuar, con una botella esta vez de agua gasificada a su lado.

Las mujeres más coquetas le acariciaban la espalda, le susurraban en las orejas; otras le hacían preguntas, le pedían de forma ingeniosa su “watsap” pero él no daba muestras de prestarles atención. Seguía devorando. Algunas se fueron, tenían clase, otras más obstinadas se mantuvieron firmes cerca de él, esperando que terminara de comer. Querían saber a cuál de ellas tomaría como postre. ¡No puedo más! – dijo de pronto, abriendo mucho la boca, exhalando, y se echó con fuerza hacia el respaldo de su silla. Había evacuado 9 bandejas a medio comer, fuera de la suya. Aún quedaban 8 más sobre la mesa. Estaba repleto y los botones de su camisa, tensos. No hubo un solo murmullo alrededor, quizás por eso su frase retumbó con tanta fuerza entre los presentes. Una súbita descarga de desánimo y desilusión recorrió los cuerpos de las participantes a este ágape pues aunque no comieran como él ni a su lado, se sentían más que comidas con cada ¡crick! ¡crack! que salía de su boca. La sorpresa dio paso a un deseo de linchamiento, ¡cuán estafadas se sentían las pobres estudiantes! Ahora de nuevo les volvió el hambre. Comenzaron a abuchearlo, a tirarle pedazos de pan que no se había comido, huesos que por poco lo dejan tuerto, vasos de agua y todo lo que encontraban a su paso. Él no tenía ni aliento para responder, solo agachó la cabeza, se cubrió con los brazos. Un rato después y cuando iban a cerrar el comedor, se levantó convertido en una porquería de residuos. A pesar de su aspecto, se sentía contento, saciado. No tenía ganas de vomitar. Fue a pedir otro litro más de agua, no parecía haber gente en la cocina, ya estaban cerrando. Una voz de mujer le dijo que pasara. Al cerrar la puerta del depósito, dar media vuelta y encender la luz, lo esperaban la ayudante de cocina, la cocinera que había quedado iniciada con él en el baño y otra más. Ellas aún no habían almorzado. Habían estado todo este tiempo, esperándolo.

Juan Carlos Escobar, nacido hace 32 años en Tuluá (Colombia). Realizó estudios de Comunicación Social en Colombia y posgrado en Ciencias sociales en Argentina. Su primer libro de relatos fue publicado en 2013 en Colombia con el nombre Gente de mucho querer. Ha participado en grupos de escritura creativa de Colombia y Argentina, y actualmente coordina un taller de lectura en un centro cultural de su ciudad natal.


Obra reciente ALBERTO ORDAZ

Escaparate

Por Nelson Guzmán Ladies & Gentlemen We Are Floating In Space

T

odo héroe anónimo encara el fantasma de lo universal. Todos o ninguno son lo mismo. Un héroe sin rostro nos da la facultad de poner en él nuestra propia fisonomía y jugar a creer que somos él. Un rostro velado es así el espejo en que, de cierta forma, todos se reflejan y se miran a sí mismos. Sólo en la medida en que una obra extiende la superficie dónde aparecen una multitud de rostros que se miran a sí mismos es que el artista envía desde la distancia —como una voz en off emitida desde Houston— señales que se envían al espacio ilimitado. Sin casco no hay astronauta. El traje es prescindible. Pero en la superficie cristalina de su visera es donde aparece el reflejo del niño que, querámoslo o no a todos nos habita. El astronauta es karateka, vaquero, superhéroe, novio de la muerte o solitario acodado y pensativo en la barra de un café, el astronauta es el niño que no se detiene y brinca de un planeta a otro, o que simplemente viaja a bordo de esa nave espacial que gira y gira bajo nuestros pies suspendida en el vacío, pues no reparamos que en todo momento vamos flotando en el espacio. Si algo tiene la serie que aquí se muestra es que es profundamente narrativa. Pero todo relato tiene un protagonista, una singularidad, una estrella en torno a la que gira el escenario. Pudiera preguntarse uno por el rostro que se esconde bajo el casco. Pudiera arriesgarse a creer que el astronauta es Alberto Ordaz, en cuya obra irrumpen aquí y allá signos que denotan su vocación por emprender la fuga, como aquellos velices que registra continuamente en sus grabados o como la nave aeroespacial de su ventana abierta al cielo. Quizás bajo el casco se podría encontrar al niño que fuimos y somos. O imaginar que tras el casco hay otro casco y como las esferas chinas, debajo de él una serie infinita. En todo caso la pregunta es ociosa y es mejor dejarlo en libertad para que flote, lejos de la Tierra azul y a veces triste. Sólo porque somos todos y ninguno es que podemos con vértigo y júbilo disfrutar un relato que no está tejido por palabras, que probablemente, como el universo en expansión, ni siquiera le importa estar tejido.


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