Um poeta no guaporé espanhol - José Luis Peixoto

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osé Luís Peixoto nació en 1974 (Galveias, Ponte de Sor). Licenciado en Lenguas y Literaturas Modernas (inglés y alemán) por la Universidade Nova de Lisboa. En 2001, su primera novela Nadie nos mira(El Aleph, 2009) recibió el Premio Literario José Saramago. Una casa en la oscuridad (El Aleph, 2008) es su segunda novela y fue muy bien acogida por la prensa literaria y el público. Cementerio de Pianos (El Aleph, 2007) ha sido la novela que le ha dado mayor proyección internacional y se ha publicado en más en quince países. En España esta novela ha recibido el premio Cálamo - Otra mirada 2007. Figura en docenas de antologías de prosa y de poesía, traducidas a otras tantas lenguas. Colabora en diversas publicaciones nacionales y extranjeras. Es una de las figuras más destacadas de la narrativa contemporánea portuguesa.

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APRESENTAÇÃO

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a la hora de poner la mesa, éramos cinco: mi padre, mi madre, mis hermanas y yo. después, mi hermana mayor se casó. después, mi hermana pequeña se casó. después, mi padre murió. hoy, a la hora de poner la mesa, somos cinco, menos mi hermana mayor que está en su casa, menos mi hermana pequeña que está en la suya, menos mi padre, menos mi madre viuda. cada uno de ellos es un lugar vacío en esta mesa donde como solo, pero van a estar siempre aquí. a la hora de poner la mesa, seremos siempre cinco. mientras uno de nosotros esté vivo, seremos siempre cinco.

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ARTE POÉTICA el poema no tiene más que la sonoridad de su sentido la letra p no es la primera letra de la palabra poema poema no se lee poema, se lee pan o flor, se lee hierba fresca y tus labios, se lee sonrisa extendida en mil árboles o cielo de puñales, amenaza, se lee miedo y búsqueda de ciegos, se lee mano de niño o tú, madre, que duermes y me hiciste nacer de ti para ser palabras que no se escriben, se lee país y mar y cielo olvidado y memoria, se lee silencio, sí, tantas veces, poema se lee silencio, lugar que no se pronuncia y que significa, silencio de tu mirada de niña dulce, silencio de domingo entre conversaciones, silencio después de un beso o de una flor desmedida, silencio de ti, padre, que moriste en todo sólo para existir en este poema callado, ¿quién lo puede negar?, que escribes siempre y siempre, en secreto, dentro de mi y dentro de todos los que te sufren. el poema no es esta pluma de tinta negra, no es esta voz, la letra p no es la primera letra de la palabra poema, 6


el poema es cuando yo podía dormir hasta tarde en las vacaciones de verano y el sol entraba por la ventana, el poema es donde yo fui feliz y donde morí tanto, el poema es cuando no conocía la palabra poema, cuando no conocía la letra p y comía tostadas hechas en la lumbre de la cocina del patio, el poema es aquí, cuando levanto la mirada del papel y dejo que mis manos te toquen cuando sé, sin rimas y sin metáforas, que te amo, el poema será cuando los niños y los pájaros se rebelen y, hasta entonces, seguirá siendo siempre y todo. el poema sabe, el poema se conoce y, a sí mismo, nunca se llama poema, a sí mismo, nunca se escribe con p, el poema dentro de sí es perfume y es humo, es un niño que corre en el huerto para abrazar a su padre, es el agotamiento y la libertad sentida, es todo lo que quiero aprender si lo que quiero aprender es todo, es tu mirada y lo que imagino de ella, es soledad y arrepentimiento, no son bibliotecas que arden de versos contados porque eso son bibliotecas que arden de versos contados y no son un poema, no es la raíz de una palabra que juramos conocer porque sólo podemos conocer lo que poseemos y no poseemos nada, no es un 7


terrón de tierra para cantar himnos y para levantar murallas entre los versos y el mundo, el poema no es la palabra poema porque la palabra poema es una palabra, el poema es la carne salada por dentro, es una mirada perdida en la noche sobre los tejados a la hora en que todos duermen, es el último recuerdo de un ahogado, es una pesadilla, una angustia, esperanza. el poema no tiene estrofas, tiene cuerpo, el poema no tiene versos, tiene sangre, el poema no se escribe con letras, se escribe con granos de arena y besos, pétalos y momentos, gritos e incertidumbre, la letra p no es la primera letra de la palabra poema la palabra poema existe para no ser escrita como yo existo para no ser escrito, para no ser entendido, ni siquiera por mí mismo, aunque mi sentido esté en todos los lugares donde estoy, el poema soy yo, mis manos en tu cabello, el poema es mi rostro, que no veo, y que existe porque me miras, el poema es tu rostro, yo, yo no sé escribir la palabra poema, yo, yo sólo se escribir su sentido.

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LA EDAD DE LAS MANOS El día en que vendió la burra, regresó a pie hacia el monte y creyó que nunca más volvería a la villa. Tenía más de ochenta años y esa es una edad de decisiones para toda la vida. Se llamaba Ana, pero toda la gente de la villa la llamaba con otro nombre. Sin embargo, ella casi nunca iba a la villa y, aquella tarde en que regresaba al monte, creía que nunca más allá volvería. Por eso su nombre era aquel que recordaba en la voz del de su padre cuando la llamaba desde el fondo de la huerta y desde el fondo de los años, el nombre que la madre decía despacito cuando estaban en el rincón de la lumbre y que parecía subir lentamente por la chimenea. Después de muchos pasos en los que no se había percatado, con más de ochenta años, en aquella tarde en la que regresaba al monte, se llamaba Ana. Atrás de ella, o

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al frente, u olfateando cualquier cosa, una piedra, un arbusto, iba la perra. Cuando Ana dejaba de verla, no se preocupaba. Sabía que podía pasar poco tiempo, o podía pasar mucho tiempo, pero la perra aparecía siempre siguiendo el camino con ella y mostrándole sus ojos grandes y castaños. Ana se detuvo bajo las ramas de un olivo, apoyó una mano en el tronco y dobló las rodillas lentamente. Se quedó sentada sobre una piedra descansando. La perra acercó la cabeza a las manos de Ana y bajó la mirada cuando sintió caricias deslizándose por el pelaje liso de su la cabeza. En silencio, el ángel de Ana también estaba bajo el árbol. Ana y el ángel miraban en el mismo sentido. A lo lejos, al final de un camino de tierra, estaba la prisión. Tanto Ana como el ángel, como la perra, sabían el tiempo que todavía les faltaba para llegar al monte. El rostro del ángel era lo contrario a los muros distantes de la prisión. Ana ya no recordaba si se lo habían dicho o si había sido ella quien lo descubrió sola. Bajo aquel olivo era el único lugar de donde se podía ver la prisión. A lo largo de todo el camino entre la villa y el monte siempre había un árbol o una colina escondiéndola. La prisión era un fuerte de muros gruesos y pesados asentado en sobre la tierra, como una montaña de piedra. Ana sabía que la prisión era más grande por dentro que por fuera porque estaba llena de hombres condenados a muchos años. El peso de los 10


muros y el interior de las piedras eran esos años. El rostro del ángel era limpio y la luz lo atravesaba de la misma manera en que pasaba por su cuerpo, dejando sus contornos como el color líquido de aquello que estaba atrás de sí, las ramas de un olivo o el cielo. Cuando Ana se levantó y continuó caminando, el cuerpo infantil del ángel se movió acompañándola. Tres palmos sobre el suelo, como una nube, pero aún más tenue que una nube. La perra tardó más en moverse, esperó el tiempo que necesitaba para dejar de sentir la última caricia en la cabeza. Pasó esa noche en la que Ana tomó sopa en la mesa de madera de la cocina, la perra comió sobras con pan y agua calentados en olla al calor de la lumbre y el ángel se quedó flotando en la cocina, iluminando un rincón donde la luz de la lámpara de petróleo no llegaba. Pasaron días que fueron iguales a muchos otros, excepto en la falta que hacía la burra debajo del árbol donde había estado siempre. En los momentos en que Ana se sentaba en la puerta y miraba el árbol vacío, todavía conseguía podía ver a la burra

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presa al tronco por una cuerda. Era una imagen que permanecía porque había sido así durante muchos años. Ana levantaba el rostro hacia el ángel porque sabía que él también veía el cuerpo pasado de la burra y su ausencia presente. Los días traían polvo y hierbas secas sobre la tierra que había sido siempre barrida por los cascos de la burra. El comedero, que había recibido baldes de agua y paja, se cubría con una capa de ese polvo fino de tierra. Ana se sentaba en la puerta en una silla baja que traía desde el rincón de la lumbre. Estiraba un brazo y sentía la cabeza de la perra en la palma de la mano, las orejas entre los dedos. Se acordaba también del camino que recorría hacia la huerta y se acordaba de envejecer. Las piernas no queriendo doblarse para subir al escalón del comedero y montarse en la burra. Se acordaba de muchas cosas cuando se sentaba en la puerta. Se acordaba de la huerta y miraba en su dirección como si otra vez fuera de madrugada y estuviera, otra vez, muy erguida, montada en la burra, con la perra husmeando todo por delante y el ángel, atrás, como un cuerpo de cielo sobre el camino. Y el sonido y el ritmo de los pasos de la burra en la tierra: el movimiento de las ancas balanceándola hacia para un lado, hacia para el otro. A veces, pensaba que en aquel instante en que estaba sentada, la huerta estaba sola, la tierra estaba sola y las hierbas que comenzaban a nacer no le pertenecían a nadie.

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Existía también la imagen de los árboles todos limpios de fruta el último día en que fue a trabajar en la huerta. Esa tarde, la burra caminó hasta el monte cargando un ramo enorme de hojas de col. Y se transformaron en sopas y fueron dadas a la creación hasta el día que Ana pospuso tanto y en (el) que recorrió el camino hasta la villa. Atravesó todas las calles para llegar al final de la última calle que era donde comenzaba el campamento de los gitanos. La perra esperó los pasos de Ana en la línea donde estaban montadas las dos primeras tiendas. Cuando la perra, Ana, el ángel y la burra entraron, había niños desnudos y zarrapastrosos que corrían y que quedaron casi inmóviles, había mujeres peinándose como si estiraran los cabellos al encuentro con la hoguera, había ollas de carbón y cuerdas extendidas y había burros, mulas y caballos. Ana quería hablar con el viejo Durico.

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No fue necesario llamarlo. Cuando caminaba hacia su dirección, el viejo Durico revolvía una mano en el bolsillo y tenía una sonrisa de paz entre la barba blanca y el bigote amarillecido por los cigarros que escupía en medio de las conversaciones. Se sentaron sobre un tiempo tranquilo y grandioso. No comenzaron a hablar sobre dinero inmediatamente. Lanzaron palabras como si apenas se miraran. La perra acostó el cuerpo y dejó la cabeza levantada para ver a los otros perros. El ángel escuchó los pensamientos de Ana. La burra bajó los párpados sobre los ojos. Discutieron lo del dinero en dos frases. Ana sabía que la burra no valía mucho dinero. Las manos de Ana eran viejas. Los dedos eran gruesos y tenían surcos hechos por la hoja de la navaja para rebanar aceitunas. Las palmas de las manos eran gruesas y tenían el toque de la superficie serrada de un tronco. Las manos del viejo Durico eran delgadas y oscuras. Los dorsos de las manos, cuando las extendía debajo de una lámpara de petróleo, eran suaves. Las uñas eran parejas al por ser cortadas con una navaja, en la noche, cuando la hoguera le iluminaba el rostro. Las palmas de las manos olían a tierra castaña y a humo. Las manos de Ana le pasaron la cuerda a las manos del viejo Durico. Las manos del viejo Durico posaron dos billetes en las manos de Ana. La cuerda en la mano del viejo Durico era pesada y áspera, cuando la tiraba había un movimiento 14


del cuerpo de la burra que lo seguía. Con aquella cuerda, tiraba un cuerpo. Los billetes en la mano de Ana eran muy livianos, como si fueran hechos de telas de araña, como si fueran una capa de polvo o cualquier cosa invisible. Ana, el ángel y la perra entraron en las calles de la villa, las atravesaron y, cuando llegaron al camino del monte, sabían que había un lugar dentro de ellos, el interior de una gota de lluvia, donde faltaba algo que habían perdido para siempre. Ana, a veces, se sentía tan vieja como si hubiera nacido el primer día del mundo. Estaba sentada en la puerta, era de mañana, había pájaros que pasaban disparados y perdidos, cuando sintió que ese lugar que había perdido estaba siendo tocado por alguna cosa que no conocía. Miró al ángel y el rostro casi transparente del niño que flotaba sobre la tierra le dijo las mismas palabras que ella oía en su interior. Buscó un suéter, cerró las puertas y avanzó sobre el camino de la villa. Al final, tenía que volver. Hacía mucho que sabía que hay certezas que sustituyen a otras certezas. Sabia con

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naturalidad que, al final, tenía que volver. Delante de ella, hubo un cambio en el andar de la perra cuando dejó de pisar el camino de tierra y comenzó a caminar sobre las piedras de la villa. Apenas entró al inicio de la calle, una mujer comenzó a contar la historia que otra mujer, en otra calle, y que otra mujer, en otra calle, le siguieron contando hasta llegar al pajar del hombre que vivía delante del negocio del señor Heliodoro. Ahí estaba el señor Heliodoro al frente de su tienda de estampillas y tubos de pegamento; al frente de la vitrina donde tenía una muñeca con un ojo abierto y otro cerrado, sentada sobre papel de envolver de una navidad antigua pasada, daba pequeños pasos para darse cuenta de todo lo que pasaba. Ana llegó y entró directamente en la casa, pasando entre la multitud de hombres que cubría la puerta. Aquello que la primera mujer le comenzó a contar y que la segunda continuó contando y que la tercera terminó de contar, fue que

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el viejo Durico le había vendido una burra vieja al hombre que vivía frente a la tienda del señor Heliodoro. Cuando llegó a casa, la mujer lo miró de lado. En el pajar, el hombre se subió encima de un banco y, cuando montó, la burra tuvo un aire triste y cayó sobre las rodillas de las patas traseras. El hombre lo intentó otra vez y la burra casi se quebró una pierna. Esa noche, la mujer le dijo que era un inútil, que él era un don nadie, que había dado dinero por una burra que ni siquiera podía con él, él era un inútil y era un don nadie. El hombre intentaba hablar, pero no sabía decir mucho delante de esas palabras. Al día siguiente, colgó una cuerda en la viga del pajar. Fue la mujer quien lo encontró y se encogió en un rincón temblando y gritando con los ojos llenos de agua. Cuando se levantó, dio pasos por el corredor con pilas de leña como si se subiera a una montaña. Fueron los vecinos quienes cortaron la cuerda. Fue Maria Genoveva del Cristóvão quien abrazó a la mujer. Ana entró en la cocina y, dentro de la habitación estaban los rostros iluminados por una lámpara de petróleo y estaba el hombre vestido con un traje y calzado con unas botas, acostado sobre la colcha de la cama. Empujó la puerta vieja y atravesó el corredor, a su lado había pilas de leña de encino y, al fondo, había voces y sombras después de otra puerta. Todos los hombres voltearon el rostro hacia Ana cuando se detuvo en la cima de

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los tres escalones que bajaban hacia el pajar. La burra continuó mirando su derrota. Los hombres se preparaban para llevarla al sitio donde sería sacrificada. El animal no tenía culpa alguna. Los hombres parecían no comprenderla. Nadie dijo nada o hizo nada cuando ella enrolló la punta de la cuerda alrededor de los dedos y salió, tirando el cuerpo de la burra, con la perra y el ángel acompañándola. Atravesaron la villa en un silencio que parecía antecederlos. En el camino del monte, pararon bajo el olivo y miraron hacia la prisión como si imaginasen la distancia entre la vida y la muerte y pensasen que el mundo es muy vasto. Las noches eran un tiempo que no conocía completamente hasta entrar en la prisión. Sus pensamientos pasaban por todas las partes de su vida. Había momentos en que creía que no había ningún momento de su vida fuera de la prisión en que no hubiese pensado dos veces desde que había entrado en ella. Pasaba las noches acostado, viendo un cuadrado negro de la ventana y esperando. A veces, había una estrella que brillaba dentro de aquel

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cuadrado. Él creía que, si pudiese ver el cielo entero, siempre lograría distinguir aquella estrella. Nacía el día y, después, volvía la noche. Nacía el día y, después, volvía la noche. Era así hacía treinta años. Ese había sido el tiempo que había tenido para conocerse a sí mismo. Había paseado cerrado en sí, mientras esperaba el día correcto, la hora correcta. Su espera había durado treinta años. Era de noche y todavía faltaban muchos años para terminar de cumplir su pena, pero él lo sabía. Conocía completamente las noches. Su espera había acabado. Ana salió por la puerta al inicio del nacer del día. El ángel quedó casi invisible cuando su cuerpo fue atravesado por la primera luz del sol. Ana se aproximó a la burra que estaba echada bajo el árbol. Le hizo una caricia y sus ojos se tocaron con la misma sinceridad. Eran dos mañanas que se mezclaban y se fundían. La claridad dibujaba las sombras de las ramas y de las hojas pequeñas en el rostro de Ana. La perra continuó echada al frente, del lavadero, indiferente, cuando Ana entró en el camino de la huerta, seguida por el ángel. A su paso, los árboles les mostraban que extrañaban verlos todos los días. Demoraron mucho tiempo en llegar a la huerta porque Ana y su ángel querían mostrarle a todos los árboles que extrañaban verlos todos los días. Ana no tocó la tierra. Se quedó en una punta de la huerta 19


solo observándola, y viendo todo aquello que recordaba. Pensaba: su vida. Delante de aquella tierra, pensaba que su vida era una cosa que podía ser tomada con una mano. Su vida no había existido ni antes de haber nacido, ni existiría después de morir. Delante de aquella tierra pensaba: su vida. Tal vez aquella tierra era la palma de la mano que sujetaba su vida. Los surcos que había cavado comenzaban a perder la forma. Había hierbas desconocidas cubriendo toda la superficie de la huerta. Ana se quedó sentada en una piedra. Su ángel se acercó para tocarle los hombros. Las manos del niño de luz tocaron los hombros de la anciana durante un tiempo. Cuando Ana se levantó y caminó hacia el monte, no miró hacia atrás. Creyó que nunca más volvería a la huerta. Tenía más de ochenta años y esa es una edad de decisiones para toda la vida. Ana y su ángel se acercaron a la casa. Ana le hizo una caricia a la burra. La perra continuaba echada frente al lavadero. Ana entró por la puerta abierta con la sensación de que la había dejado cerrada antes de salir. Prefirió olvidar de esa idea que le parecía imposible y aterradora. Llenó olla de barro con agua y la arrimó a las brasas de la lumbre. Iba a hacer una sopa. El ángel la acompañaba con una mirada sutil. Escuchó toser y mientras caminaba hacia la puerta pensaba que parecía una persona afligida tosiendo, 20


pero no había otras personas en el monte y Ana daba pasos rápidos sin saber lo que era. Con el hocico vuelto hacia la tierra, era la perra que estaba tosiendo. Estaba atragantada con alguna cosa. Ana se acercó para ayudarla. Le dio unas palmadas en el lomo, le dio unas palmadas suaves detrás de la cabeza y le dijo palabras. La tos de la perra hizo un ruido, al mismo tiempo sólido y líquido, y escupió algo sobre la tierra. Parecían dos huesos y Ana pensó que se trataba de huesos, pero cuando tomó las dos partes se dio cuenta de que se trataba de dos dedos humanos. Los arrojó al suelo en el mismo instante en el que se dio cuenta, pero guardó en la memoria la imagen de esos dos dedos viscosos, arrancados por la base, un poco masticados, con las uñas bien tratadas y limpias. Entró en la cocina y tomó un cuchillo grande. Con pasos silenciosos, buscó bien en todos los rincones de

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la cocina, antes de entrar en la habitación. El ángel andaba detrás de ella y tenía las mismas líneas de tiempo y de aprehensión paradas en el rostro. Los sonidos de la casa eran nítidos sobre el silencio. En la habitación, Ana no necesitó buscar mucho. El armario escurría sangre por el fondo de la puerta del espejo. Ana se acercó sin pensar en aquello que era estar realmente acercándose, sabiendo que hay cosas que tienen que ser hechas, sin pensar realmente. Abrió repentinamente la puerta del armario y apuntó el cuchillo hacia la mirada asustada de un hombre ya mayor, vestido con un uniforme de la prisión, que sostenía una mano ensangrentada dentro de la otra mano. La sangre corría entre los dedos de esa mano y goteaba hacia una poza de sangre que había en el interior del armario. La perra entró a la casa y, al lado de Ana, se paró ladrando furiosa. Ana le ordenó al hombre salir y no necesitó amenazas amenazarlo, porque el hombre dio un paso fuera del armario y se desplomó. Ana le dijo dos palabras a la perra que la hicieron parar de ladrar. Fue como si hubiese pasado solo un instante cuando Ana salió y volvió con toallas blancas y con elbarreño esmaltado lleno de agua. Con los rostros del ángel y de la perra sobre sus hombros, Ana mojó una toalla en el recipiente y envolvió la mano del fugitivo en donde faltaba el dedo del medio y el índice. Había manchas rojas que se extendían por el color blanco

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de la toalla. La sangre tocaba las manos de Ana y era un líquido espeso y caliente. En la piel, la sangre era más clara que en la toalla. En la toalla, tenía el color de un grito de sangre. En su la piel, era como si fuese la memoria de la sangre. Ana pasó una toalla por el rostro del hombre para limpiarle el sudor. En ese momento, el hombre abrió los párpados débiles y, cuando iba a decir una palabra, Ana le pidió que no hablara. Le enrolló una toalla limpia alrededor de la mano que erguía sin fuerza y que sostenía entre sus dos manos. El hombre desvió la mirada como si no tuviera ninguna esperanza y como si aceptase todo el sufrimiento. Los ojos de Ana no tenían edad y, cuando se dio cuenta de que también los ojos de aquel hombre no tenían edad, la sangre paró de embeber empapar la toalla. Ana le puso la mano sobre el recipiente y la lavó con una toalla limpia. Con mucho cuidado, pasó una puntita mojada de la toalla por la herida y enrolló una venda firme que

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sujetó con un imperdible alfiler . Sostuvo al hombre por la mano que estaba buena y lo levantó para ayudarlo a acostarse sobre la cama. Él se dejó caer. Esperó un momento y un peso le cerró los ojos. Ana le descalzó las botas y, a lo largo del día, entró muchas veces a la habitación para llevarle agua y comida. Esa noche, durmió encima de los brazos doblados sobre la mesa de madera de la cocina. A la mañana siguiente, cuando el hombre despertó, distinguió el rostro de Ana apoyado en el umbral de la puerta. Atrás de la imagen del rostro de Ana estaban muchas preguntas y estaban todas las respuestas que su cabeza podía imaginar, pero, cuando se dio cuenta de que el hombre había despertado, transformó ese rostro de preguntas en un rostro irritado y apretó aún más el mango del cuchillo grande. El rostro desinteresado, débil y cansado

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del hombre hizo que el rostro de ella se transformara, nuevamente, en un rostro preocupado de preguntas. Ana dio algunos pasos, se acercó a la mesa de noche y le extendió un vaso con agua. El hombre levantó lentamente la mano izquierda y tomó el vaso con todos los dedos. La mano derecha permaneció acostada sobre la cama. Las vendas continuaban envolviéndola y moldeaban la forma extraña que tenía. La mano derecha del hombre era de dos extremos: de un lado, el pulgar; del otro, el anular y el meñique. Mientras el hombre bebía, miraba por encima del vaso en dirección al ángel. El ángel estaba detenido en la mirada del hombre. Después de beber, el hombre alejó el vaso de los labios, respiró y le entregó el vaso a Ana. Al recibirlo, Ana reparó que el hombre había quedado mirando fijamente la puerta de la habitación. En la otra punta de esa mirada, el hocico de la perra podría haber sido más feroz, pero era manso. El hombre volvió a dejar caer la cabeza sobre los cojines. Ana posó el vaso sobre la mesa de cabecera mesa de noche, el vidrio sobre la madera, y salió de la habitación con el ángel y la perra. Los tres se quedaron en la puerta de la casa como si no supieran que hacer. Pasó esa mañana, pasó esa tarde y, durante la noche, Ana fue despertada por la burra rebuznando desesperada. Corrió hacia la puerta y, bajo la claridad de la luna, vio a la burra y al hombre caídos en el suelo. Sus 25


pasos se enfurecieron hasta llegar debajo del árbol, apuntar con el cuchillo al hombre, decirle dos palabras brutas y amarrar de nuevo la burra al árbol. El hombre regresó para la casa con la cabeza gacha, frente al cuchillo grande, bajo las amenazas de Ana. Durante esos pasos, creyó que no volvería a huir y que desistía de su futuro. El hombre tenía más de ochenta años. Desde que nació que lo llamaban con nombres que no eran de él. Nunca necesitó tener un nombre. Para sí mismo, no tenía nombre. Cuando pensaba en sí mismo, no pensaba en ningún nombre. Durante los días que pasaron, Ana nunca necesitó llamarlo. En pequeños detalles, gestos, el tono de voz, distinguía sus mejorías. Con el tiempo, la perra entraba en la habitación y recostaba la cabeza sobre la alfombra. Ana dejaba el cuchillo grande en la cocina y los días eran cada vez más grandes. Comenzaba el mes de julio. El hombre estaba casi recuperado y, una tarde en que nadie los esperaba, llegaron los guardias. Preguntaron a Ana si había visto un fugitivo que era igual al hombre que estaba acostado en su cama. Ana dijo que no. Dijo que

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no mientras daba un salto en dirección a la puerta de casa porque iba atrás de dos guardias que habían entrado sin pedirlo. Bajo la respiración de Ana, los guardias miraron la cocina y entraron en la habitación. Ana se aproximó para ver que no repararan en la cama hecha y vacía. Cuando se alejaron del camino de tierra de la villa, Ana levantó el mentón para tener más certeza. Entró a la casa, entró en la habitación y, cuando abrió el armario, encontró al hombre sentado, con los brazos alrededor de las rodillas. Por encima de él, la vara de hierro suspendía dos faldas y muchas perchas vacías. El hombre levantó la cabeza y, a partir de ese instante, nunca más volvió a la cama. Caminó lentamente por la habitación, delante del cuerpo fijo de Ana, entró en la cocina y se sentó en la esquina de la lumbre apagada. Ana miró a su ángel y, de esa manera, dijeron aquello en que pensaban. Los pies de Ana eran silenciosos en el barro gastado del suelo. Llenó un lavatorio con agua y se acercó a la lumbre. Llevaba la tijera en el bolsillo del delantal. Se agachó a los pies del hombre y le sostuvo la mano derecha. Colocó la punta de la tijera por debajo de la venda y comenzó a cortar. Desenrolló la venda en vueltas cada vez más largas. Había costras secas en el dorso de la mano y, en el lugar donde faltaban los dedos, había una costra sólida y dura y negra. Ana le lavó la mano sobre el recipiente. Cuando vació el lavatorio en la pila,

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el agua tenía el color castaño de la sangre. Ana escuchó la voz del hombre por primera vez en un sarao en que, sin razón aparente, el hombre se levantó, la tocó con la mirada y atravesaron juntos la puerta abierta. El hombre miró hacia el cielo, y Ana, su ángel y la perra miraron hacia el cielo. Fue en ese momento que el hombre apuntó hacia una estrella y dijo aquella es mi estrella. Después de decir esto, con el brazo todavía estirado en el aire, bajó el rostro y Ana pudo ver el resto de una estrella brillando en sus ojos. Pasó un instante en el cielo y sobre todos los árboles de los campos. Entraron en la casa y se quedaron juntos y callados. Cuando el sarao se acabó, fue como si la llama de la lámpara de petróleo se debilitara y muriera. Ana dormía en su cama. El hombre dormía encima de los brazos doblados sobre la mesa de madera de la cocina. A la mañana siguiente, Ana salió con el hombre y con su ángel. Quería mostrarle la huerta. Cuando Ana se quedó parada delante

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de una extensión de tierra y hierbas secas, como si estuviese parada delante de un precipicio, y dijo esta es mi huerta, el hombre las miró, como si mirase dentro de sí, y percibió el tamaño de las palabras que ella le decía. Los días pasaron por la mano derecha del hombre. A veces, Ana iba a colgar ropa, o dar de comer a la creación, y el hombre la ayudaba. Cuando no estaba partiendo ramas secas con la mano izquierda o mirando fijamente hacia un punto como si pensara solo en ese punto, el hombre andaba atrás de Ana ayudándola. Hubo algunas veces que sonreían: cuando la perra pasó con un pollito en la boca y, a pesar de intentarlo, ni Ana, ni el hombre, consiguieron lograron atraparla; cuando se quebró la pata de un banco y el hombre se cayó; cuando comenzaba la última luz del día. Era verano y Ana no le pedía o preguntaba nada al hombre. Era una noche de agosto. Se quedaron sentados en la puerta de la casa recibiendo una brisa que solo sólo ellos lograban sentir. El ángel miraba a Ana y entendía el mundo. Ana miraba al hombre y entendía los pormenores: los labios. Pero Ana sabía que el hombre era viejo como ella. El también debía sentir los dolores dentro de la carne que ella sentía en la espalda. Él también debía sentir el peso de los brazos y de las piernas. Eran dos ancianos. Cuando pensaba así, Ana apretaba más las arrugas de la frente. Pero la noche era joven cuando tocaba la 29


piel de Ana. El hombre, a veces, levantaba el rostro para ver su estrella y para encerrarla en el corazón. Ana intentó varios movimientos, pero fue con el más descuidado que le preguntó al hombre por qué había huido. Cuando el hombre dijo que no había huido, Ana no lo entendió de inmediato y, con la voz muy baja y hecha de terciopelo negro, le preguntó cuál era el crimen que él había cometido. Él la miró con ojos molestos y hechos de plomo. Después de apartar la mirada, el hombre dejó un silencio que pareció definitivo. Pasaron días dentro de ese silencio. El hombre continuaba andando atrás de Ana y ayudándola, continuaban sonriendo a veces, pero ese silencio permanecía debajo de las pocas palabras que intercambiaban y en todo, todo lo que decían. Hubo ocasiones en que el hombre lo intentó. Al final de una mañana, Ana encontró una flor dispuesta sobre la mesa de la cocina. El hombre nunca actuó como si hubiese sido él quien dejó la flor, pero Ana sabía que solo podía haber sido él. Él pasaba cerca de ella, o estaba en el mismo lugar que ella, y ella sabía que sólo podía haber sido él, pero él no decía nada. Él no decía nada, pero sabía que ella sabía que solo podía haber sido él, sabía que, en medio de la mañana, había escogido la flor más bonita que encontró y la había posado sobre la cubierta de la mesa de la cocina, colocada para quien entrara por la puerta de calle. Ese día, después de la línea

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que marca el inicio de las horas frescas del final de la tarde, Ana apareció en la cocina con una camisa doblada, unos pantalones planchados, calcetines y todo. Era ropa que había pertenecido a su padre. El uniforme de la prisión ya no tenía los mismos colores que cuando había llegado. Ana lavaba el uniforme en las mañanas que el hombre quedaba en calzoncillos, sentado en el rincón de la lumbre que, a veces estaba apagada, a veces muy débil entibiando el fondo de una olla con agua. Se puso de espaldas y, durante ese tiempo, escuchó los ruidos de la ropa y del cuerpo del hombre, la hebilla del cinturón, las piernas entrando dentro de los pantalones, el silencio de los botones. Y tenía la cabeza levantada para mirar al ángel y fue como si viera al hombre en sus ojos transparentes de niño. Ese momento terminó cuando el hombre terminó de vestirse, y el ángel y la mujer lo vieron con las ropas que todavía olían a la caja donde habían estado guardadas durante más de cuarenta años. Parecía otro hombre cuando sonrió. Ana sonrió también y puso el uniforme a un lado para, más tarde, hacer estropajos. Era ya des-

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pués de los primeros días de septiembre y estaban terminando las noches de verano. Se quedaron sentados en la puerta, viendo la luna llena sobre los campos, sobre toda la distancia de la tierra, y fueron a acostarse temprano. Ana despertó con los ladridos y las patas de la perra arañando la puerta. Cuando entró en la cocina, con una combinación de tela blanca y levantando la lámpara de petróleo con una mano, el hombre ya estaba despierto y la miraba sin saber. Ana posó la lámpara sobre la mesa y abrió la puerta. La perra comenzó a rodearla afligida y salió. Ana corrió con sus piernas lo mejor que pudo tras la perra. Iba en sentido al árbol donde estaba amarrada la burra. Cuando llegó, su respiración seca existía bajo el árbol. La burra estaba echada sobre las patas. Tenía los ojos pesados y, a veces, casi dejaba caer la cabeza. Ana se arrodilló en la tierra y le abrazó la cabeza. Había rayos de luz de luna que atravesaban el cielo entero, que se dividían en las ramas del árbol y que caían en líneas rectas alrededor de Ana, de la burra, de la perra y del ángel. Los pasos de las botas del hombre se acercaron, lentamente. Tierra y polvo. En silencio, se agachó al lado de Ana. La burra respiraba muy larga y lentamente. Hacía un ruido que era como si la respiración tuviese que atravesar una mano llena de paja en la garganta. Todos sabían que la burra estaba muriendo de vieja. Aquellos eran los últimos momentos. 32


Estaba muriendo cansada del tiempo y de la edad. Las piernas ya no tenían fuerza. Dentro de su cuerpo grande, debajo de su piel, debajo de los arcos largos de las costillas, había un corazón que ya no tenía fuerza. Dentro de los brazos, Ana sintió la cabeza de la burra perder completamente toda la voluntad y toda la fuerza. Ese fue un momento en que la noche y el pecho de Ana fueron negros. Cerró los ojos y, dentro de ese negro opaco, sintió las manos del hombre pasar por su rostro. Había lágrimas y Ana sintió las manos del hombre, la mano hecha de tres dedos, las cicatrices y las costras pasar por sus lágrimas. Cuando se detuvieron sobre los labios, Ana las besó. Existió un instante. Después, Ana sintió un movimiento de la cabeza de la burra entre sus brazos. Ana abrió los ojos y la boca. El hombre sonrió casi sin saber si podía sonreír. Ana apartó los brazos, y la burra, sola, mantuvo

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la cabeza levantada y firme. La claridad de la luna era un milagro sobre la tierra. La voz de las cigarras, extendida por los campos, era un milagro. Ana continuaba de manos dadas con el hombre y mostraba con una sonrisa un entusiasmo adolescente. Con la otra mano hacía caricias en el pescuezo de la burra. La perra andaba alrededor de ellos como si buscara el mejor lugar para estar, pero como si ese lugar no existiera. El ángel sonreía. Se levantaron y se alejaron dos pasos. Se quedaron apoyados. El árbol, debajo del cielo era como un pequeño cielo sobre la burra. Fue de repente, no podría haber sido de otra manera, que la burra levantó una pata, después otra y, después, todos vieron y compartieron el esfuerzo que hizo la burra para levantarse completamente. El silencio de un momento detenido. Cuando volvieron a la casa, la estrella del hombre brillaba en los ojos de todos. Al día siguiente, el hombre despertó más liviano. Después de levantar-

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se y estirar los brazos y las piernas, sintió vagamente que su cuerpo no le dolía en las partes donde acostumbraba a dolerle todas las mañanas. Ana se levantó poco después y comenzó a organizar todo en la cocina. Abrió la ventana y vio a la burra de pie, con la cabeza inclinada hacia el comedero. El hombre sostenía dos platos y su voz asustó a Ana cuando le dijo dos palabras por encima del hombro. En su mano derecha, la costra se había caído durante la noche y las cicatrices eran rosadas. Aunque nadie se hubiera percatado, en las manos de Ana se habían borrado algunos de los surcos hechos por la navaja de rebanar aceitunas. Ese día, sonrieron más que en todos los días hasta entonces. Comenzaban a trabajar un poco como si estuvieran jugando, intercambiaban sonrisas atrás de la ropa tendida y, cuando se percataban, el trabajo ya estaba hecho. Fue así que cortaron una pila de leña y que recogieron un saco de setas. Al final del día, estaban más cansados de lo que acostumbraban estar al inicio de la mañana. Esa noche, antes de dormir, Ana se quedó acostada con los ojos abiertos, pensando. Su ángel flotaba en un rincón de la habitación y, cada vez que Ana lo miraba, era como si le dijera palabras susurradas dentro de una sonrisa, era como si le sonriera un secreto. Pasó esa noche en que dormían tranquilos. Cuando Ana se levantó, extendió los cabellos antes de peinarlos, abrió la boca

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de admiración y pasó los dedos por los cabellos como si no lo creyera. El hombre levantó los brazos y la cabeza de la mesa. Llenó la vasija del lavatorio con agua. En la punta de la estructura de hierro del lavatorio había un pequeño espejo comido por el tiempo. Fue en ese espejo que el hombre vio y no logró creer. Pasó la mano por la cabeza, volvió a verse en el espejo y no logró creerlo. Gran parte de sus cabellos blancos habían vuelto a ser castaños. Ana entró en la habitación y se quedó parada delante del hombre que quedó parado también y, sin decir ninguna palabra, hicieron todas las expresiones que habrían utilizado para hablar de la sorpresa que tuvieron. Esa mañana, el hombre fue a ver el estado de todas las azadas y azadones que había en el monte y decidió que comenzaría a encargarse de la huerta. Sus manos, mientras evaluaban un azadón, apretaban el mango con firmeza. Al

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saber esta decisión, Ana sonrió y juntó las manos al frente del delantal. La perra estaba al lado de Ana pero, a veces, se lanzaba a correr persiguiendo a algún animal. Seguía el olor del sudor de las perdices y liebres. La burra, presa al árbol, daba pequeños pasos, levantando al mismo tiempo las dos patas del frente. En la mesa, Ana y el hombre conversaban después de que él descascaró y comió cubos de pera cortados con el cuchillo grande. Se estaban poniendo más jóvenes. Ana habló de las rodillas y de la espalda, el hombre habló de la fuerza de los brazos, rieron, pero, cuando el hombre repitió que estaban rejuveneciendo, se pusieron súbitamente serios. La piel de los dorsos de las manos de Ana era otra vez viva y suave. El hombre tenía las manos sobre la mesa y miraba la mano en la que faltaban dos dedos. La piel de sus manos era como la recordaba hacía más de cuarenta años, pero continuaban faltando los dos dedos que había perdido. Esa noche, cuando fueron a acostarse, tenían esperanza y tenían miedo. Cuando despertaron a la mañana siguiente, dieron un salto hacia el espejo y fueron a verse. Ni el hombre ni Ana tenían un solo cabello blanco y sus facciones eran aquellas de cuando todavía tenían treinta años e imaginaban muchas cosas en el momento en que decían para toda la vida. El hombre dio un paso en dirección a la puerta de la habitación. Dentro de la habitación, Ana dio un paso hacia 37


la cocina. Ana miró a su ángel. El hombre pasó la mano por el rostro. Sus cuerpos quedaron de pie con la puerta de la habitación separándolos. Las manos de Ana eran finas. Los dedos eran largos y elegantes. Faltaban dos dedos en la mano derecha del hombre, sin embargo, sus manos eran fuertes. Fue Ana quien abrió la puerta. Cuando se miraron a los ojos, Ana sintió que sus manos eran envueltas por las del hombre. Una certeza inmensa, un abismo, les decía que aquel era el momento en que podían comenzar a vivir. Fueron felices en aquel momento y, en la tierra, en la sangre y en la verdad de sus manos, creyeron que podrían ser felices para toda la vida.

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EXPLICAÇÃO DA ETERNIDADE devagar, o tempo transforma tudo em tempo. o ódio transforma-se em tempo, o amor transforma-se em tempo, a dor transforma-se em tempo. os assuntos que julgámos mais profundos, mais impossíveis, mais permanentes e imutáveis, transformam-se devagar em tempo. por si só, o tempo não é nada. a idade de nada é nada. a eternidade não existe. no entanto, a eternidade existe. os instantes dos teus olhos parados sobre mim eram eternos. os instantes do teu sorriso eram eternos. os instantes do teu corpo de luz eram eternos. foste eterna até ao fim.

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