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LA EMOCIÓN DE LA CÁMARA

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ESTRENOS

ESTRENOS

Extractos de un texto de Quim Casas

Samuel Fuller

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Ed. Cátedra, Madrid, 2001

Los tópicos malentendidos e interpretaciones anacrónicas sobre la obra de Samuel Fuller no se han disipado con el paso del tiempo. El anticomunismo de algunas de sus películas pesa más que el feroz antirracismo de otras de sus propuestas, haciendo que el rechazo ideológico se imponga sobre la valoración cinematográfica, negándosele al menos la ambigüedad que a otros directores se les acepta. Pocos cineastas de los que trabajaron en el sistema de los estudios de Hollywood resultan tan atípicos como Fuller, pero al director de Dragones de la violencia (Forty Guns, 1957), película que puede considerarse la quintaesencia de su estilo individualista, instintivo y arrebatado, se le niega el beneficio de la duda que sí se otorga a otros directores menos innovadores pero políticamente más correctos.

Fuller, demócrata jeffersoniano, fascista, independiente, apólogo de la violencia o anarquista de derechas, que de todos los modos imaginables ha sido definido, nunca fue políticamente correcto. De hecho, la corrección, entendida como una cierta sumisión a las normas, nunca le interesó en lo más mínimo al periodista, guionista, novelista, realizador y ocasional actor. Fuller falleció en 1997, dejando tras de sí una estela de ira e independencia cinematográfica sobre la que se construyó una de las obras más personales y atípicas de la historia del cine norteamericano.

Todas las películas de Fuller, sin excepción, son eminentemente inconformistas, físicas y virulentas, libres de ataduras, independientes en el mejor y más amplio sentido del término, irrespetuosas con los códigos genéricos, turbadoras y arrolladoras, muy cinéticas. Curioso caso el de Fuller en el panorama cinematográfico de su tiempo, excelente dialoguista y constructor de historias, a la vez que innovador constante en los recursos técnicos y expresivos de la cámara. La puesta en escena de Fuller apela a un cierto barroquismo, fiel a la idea del exceso que siempre preside sus historias: los movimientos de cámara definen los estados paroxísticos tanto o más que la expresión de sus actores. Hijo en definitiva de la economía de medios de los filmes B, Fuller nunca abandonó del todo el estilo de las películas baratas en las que se formó, incluso cuando pudo rodar con ciertos medios y actores más conocidos.

Fuller pasó una larga temporada ligado a la Twentieth Century Fox y estableció una excelente relación con su propietario, Darryl F. Zanuck, uno de los magnates de Hollywood, pero varias de sus películas que hizo en este estudio las produjo él mismo, aceptando con ello presupuestos y decorados hoy irrisorios como los de Las puertas rojas (China Gate, 1957), para mantener así un mayor control sobre el resultado final del producto. Todo esto motivó que los cahieristas le tomaran como uno de sus modelos norteamericanos, el de la libertad dentro del férreo sistema de los estudios.

Que Fuller declarara que no concebía un director que no fuera responsable en solitario o parte activa en la confección del guion de sus filmes, lo convertía inexcusablemente en máxima representación y faro de la política de los autores propugnada por Cahiers du Cinéma, y de ahí la excelente relación de Fuller con la seminal revista francesa fundada por André Bazin, y la participación del director de Verboten! (1958) en algunas películas realizadas por Jean-Luc Godard, Luc Moullet y Claude Chabrol.

El director siempre intentó reelaborar los géneros clásicos utilizando muchas veces materiales de derribo, acentuando los aspectos folletinescos de las historias que se le ocurrían y anulando toda connotación heroica o épica en los diferentes tipos de acción que frecuentó con asiduidad. Fuller, como algunos de los cineastas de su misma generación (Robert Aldrich, Richard Fleischer, Nicholas Ray), trabajó generalmente en los llamados géneros de acción –western, policiaco y bélico–, pero su mirada denota una reconversión de los signos de identidad de estos modelos genéricos, neutralizando su esperada efectividad y desconcertando con ello a un público que, si reconoce los mecanismos de identificación, se siente extrañado ante la visión de Dragones de la violencia, La ley del hampa (Underworld, 1961) y Héroes en marcha (The Steel Helmet, 1951), tres de las fantasmagóricas aproximaciones fullerianas a esos géneros. El cine de Fuller sigue generando muchos interrogantes, fruto de sus métodos de trabajo, de su relación con los estudios, de sus historias alucinadas y de sus planteamientos completamente abiertos. Aún hoy, sigue sorprendiendo la modernidad de El beso amargo (The Naked Kiss, 1964), una película que lleva al límite, sin rubor, con esa sensación bien descrita por [el crítico Serge] Daney de que Fuller filmaba como si nadie lo hubiera hecho antes que él, las situaciones más extremas. De ahí, contemplándola mejor con la perspectiva que da el tiempo, su atipicidad y modernidad, los muchos interrogantes que continúa proporcionando como obra viva que es, la sensación de encontrarse ante un caso único en los anales cinematográficos, la definición de Godard: «El cine está en Samuel Fuller».

Contra El Murmullo

Ideol Gico Que Todav A Persigue A Samuel Fuller

Extractos de un texto de M. Vidal Estévez

Revista Cine Nosferatu, núm. 12

Donostia–San Sebastián, abril, 1993

Allá por los años 60 hubo un crítico entre nosotros que no dudó en expulsar a John Ford del olimpo de los directores americanos dignos de toda atención al anatematizarlo políticamente afirmando «nos repugna John Ford». Tan drástica expresión sería impensable hoy en día. Pero, entonces, una loable y legítima militancia política, endurecida en nuestro país debido a la crudeza de la dictadura franquista, propiciaba una hipersensibilidad ideológica, muy vehemente y proclive a sectarismos arrogantes, que daba lugar a opiniones sin matices, muy poco reflexionadas y peor informadas.

Y como a John Ford también a Samuel Fuller le pasó algo parecido. Su cine fue acusado de conservadurismo recalcitrante, rayando incluso en el fascismo, portador desde luego de sugerencias racistas y próximo a un belicismo apologético entregado a cantar las hazañas de la infantería americana en sus incursiones durante la Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra de Corea.

Un somero repaso a las críticas de la época indica que bastaron muy pocos indicios para establecer tan descabellado diagnóstico. Alguna que otra lectura poco contrastada de la crítica francesa; una pésima comprensión de las películas bélicas que nos llegaban, muy particularmente de Los invasores (Merrill's Marauders, 1962), dado su patriotero desfile final impuesto por la productora, y sobre todo una anécdota, según la cual, Fuller, al rodar, daba la voz de ¡Acción! disparando un revólver.

La obra de Fuller, sin embargo, nada tiene que ver con semejantes consideraciones. Se viene diciendo desde hace algún tiempo, en cada crítica de sus últimas películas estrenadas y en cada estudio global de su trabajo. Pero todavía no parecen haberse difuminado del todo.

Sólo una de las acusaciones de las que ha sido objeto el cine de Fuller responde a un cierto fundamento: la de anticomunista. Y aun así, tal y como se suele formular, contiene no poca mala entraña. Fuller, por supuesto, jamás ha sido comunista, ni fue acusado de tal por el maccarthysmo, ni ha dado nunca muestra alguna de interesarse por el marxismo. Pero de no ser comunista a ser anticomunista, en el sentido de identificarse y colaborar con los perseguidores, hay un amplio trecho que Fuller tampoco ha recorrido.

La película más explícita a este respecto es sin duda El rata (1953), un excelente thriller en el que amalgama el género negro con el cine social en el empeño de mostrar el clima político abiertamente anticomunista de la América de los años 50. En otros filmes aparecen también personajes comunistas, o giran en torno a unas indeterminadas "fuerzas rojas" o se lucha contra el comunismo, como sucede en Héroes en marcha (1951) del mismo modo que se combate contra el nazismo en Más allá de la gloria. Pero del mismo modo que no ser comunista no implica necesariamente ser anticomunista, describir el anticomunismo paranoide de la América de los 50 no conlleva obligatoriamente a asumir el punto de vista de quienes lo practican con las armas. La diferencia es sustancial, y está inscrita en la urdimbre misma de la película.

Si el comunismo no ha sido nunca santo de la devoción de Fuller, tampoco la guerra forma parte de sus diversiones favoritas. A la vista están sus películas de género bélico. En todas se nos muestra la guerra como un proceso de demolición. Ninguna complacencia en los combates, sino locura y confusión. Fuller no escamotea la realidad de la guerra. La muestra tal y como la ve; la vio al combatir en la Segunda Guerra Mundial. Y la ve como nos sugiere el sargento Zack (Gene Evans) en Héroes en marcha: inexorable, trágica, demencial. No hay sentido del humor, ni cinismo, que pueda frenar sus consecuencias. Se impone a la voluntad de los hombres para su desesperación. La guerra, en fin, es para Fuller el escenario en el que la violencia se despliega en todo su paroxismo, una tragedia sin vocación alguna de terminar. [...] De Héroes en marcha a Más allá de la gloria, la obsesión es la misma: mostrar la guerra en toda su dimensión destructora para que brote así el cuestionamiento de sus leyes.

Pese a ser el tema de la guerra muy importante en su filmografía, son las tensiones raciales el objeto de un mayor número de alusiones y reflexiones, hasta el punto de poder considerarlo el tema predilecto de Samuel Fuller. Las diferencias culturales entre razas dentro de una misma sociedad se hacen tangibles de muy distintas maneras, desde la presencia de soldados de color y niseis [estadounidense de ascendencia japonesa] en el ejército, como en Héroes en marcha, hasta películas que las abordan directamente, como El kimono escarlata (The Crimson Kimono, 1959), en la que, bajo el pretexto de una investigación policial, llevada a cabo por dos policías, uno americano y otro nisei, se nos habla en realidad de la confrontación de culturas en el seno de una misma sociedad. Para Fuller, el reconocimiento del otro forma parte de su mundo, es consustancial a la identidad nacional de su país, los Estados Unidos, y a una modernidad problematizada.

¿POR QUÉ HACE CINE?: SAMUEL FULLER

Entrevista a Samuel Fuller incluida en el artículo “¿Por qué hace cine? 700 cineastas del mundo entero responden” para la revista Libération Francia, mayo de 1987, pp. 34

Traducción: Edgar Aldape Morales

Actor ocasional de [Jean-Luc] Godard y [Wim] Wenders, Samuel Fuller, quien nació en 1912, realizó su primer largometraje en 1949 (Yo maté a Jesse James) y ha firmado algunos de los más bellos y violentos thrillers (El rata de 1953 y La casa del sol naciente de 1955). Su proyecto más ambicioso (Más allá de la gloria) no se concretó hasta 1979. Cinco años más tarde, se estableció en París, donde dirigió Ladrones de la noche

[Para empezar], esto nos lleva de regreso a lo que le digo a [Jean-Paul] Belmondo en Pierrot el loco (1965) de Godard: «el cine es un campo de batalla…». Me encanta pelear, pero solamente si no hay una gota de sangre derramada.

Con humor, acción, amor, emociones incontroladas, el cine refleja a la humanidad más que todas las otras artes. La literatura, la pintura y la música cuentan todas nuestras historias, pero de aquí a un millón de años, los hechos y ficciones que contamos en imágenes en movimiento tendrán un valor inestimable.

En tanto que soy experiodista, puedo defender las historias impresas en papel, pero el cine captura expresiones con mucho más fuerza que las palabras. Es con esas risas, esas lágrimas y esos escalofríos que provoca la pantalla como las personas del siglo XX tienen un testimonio indiscutible sobre las actitudes, protestas, costumbres y culturas del propio siglo XX. Hago películas porque tengo en la sangre el desnudar a los hombres de mi época dentro de un zoológico cubierto de negativos. Si hubiéramos hecho cine hace 2,000 años, hoy en día tendríamos registros visuales de hombres luchando contra leones en una arena mientras se venden hot dogs y refresco Pepsi de la época. Tendríamos evidencia visual de espectadores apostando por el hombre o el animal que intentaban sobrevivir a esa lucha real dentro de ese circo del pasado. Si todos los grandes eventos hubieran sido captados por cámaras televisivas o cámaras de cine, qué tesoro representaría hoy en día poder ver la historia de la humanidad tal como se desarrolló realmente.

Hacer una película es ceder a la pasión de creer en los personajes y de dirigirlos, de registrar todas sus emociones. El cine es eso. Todos estamos llenos de emociones. El cine se ha revelado como el arte más fantástico para conmover a las masas. Cuando el público retiene su aliento puede pasar cualquier cosa. El propósito de compositores, poetas, escritores, escultores, inventores, es el de tocar a los espectadores. Pero dentro de la galaxia de las artes, el cine es la estrella más preciosa. Ha demostrado que el arte de divertir (al contrario que la propaganda pre-planificada) desvela el sentido de humanidad y lo hace aparecer sin pronunciar algún tipo de sermón. Es una experiencia visual que se replica en cada generación.

Hoy en día, se admite que la guerra, lo peor de la guerra, la criminalidad, la pobreza y el analfabetismo son igual de naturales que el hecho de respirar. Pero yo no lo creo. Creo que, lentamente, el cine está en proceso de cambiar el corazón del mundo, para bien y no para mal, para así no quedar atrapado en un vacío pesimista. Lentamente, el cine está en proceso de cambiar lo que sentimos respecto a la guerra, despojándola de su gloria y mostrando lo que verdaderamente es: una locura. El cine es el único medio para hacer decir a un hombre joven que mira una película de guerra: «No mataré jamás a un hombre por ningún motivo».

Durante nuestra Guerra de Secesión, el general Sherman dijo: «La guerra es el infierno». Pero las palabras no pueden detener una guerra. El cine puede impactar en los espectadores mostrando que matar es estúpido. El cine muestra que las conversaciones entre políticos tienen un carácter humano, pero la guerra no. Para demostrar ese único punto en este zoológico que es el mundo donde vivimos, he realizado un filme sobre la Segunda Guerra Mundial: Más allá de la gloria. Cuando se presentó a setecientos oficiales del Pentágono, uno de ellos, el general George S. Patton [hijo del general Patton], alabó mi película y concluyó con estas palabras: «En todo caso, no hay un solo joven norteamericano que querrá unirse al ejército después de ver su filme». Le dije que por eso lo había hecho. El bagaje cultural que transportamos es un modelo para que el cine y el mundo no dejen de mantener ese contacto. El cine es el mejor instrumento para mantener esa interacción. Como las emociones, el objetivo de una cámara es universal. Un objetivo que no tiene bandera. De la erección a la eyaculación, el cine es la más apasionante de todas las artes.

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