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Rescatar el tiempo. A propósito de Philippe Garrel

Amante por un día · 2017

Extractos de un texto de Philippe Azoury Caimán Cuadernos de Cine, núm. 16 (67) España, mayo de 2013 Traducción: Natalia Ruiz

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La cicatriz interior · 1972

Pongamos una escena de Liberté, la nuit: Jean visita a una pareja de amigos marionetistas. Ha ido a anunciarles algo importante. Le cuesta mucho hablar. Su voz tiembla. «La última vez que nos vimos, les dije que íbamos a formar un movimiento. Pues bien, ya está… ¿siguen estando de acuerdo?». Liberté, la nuit es una película de Philippe Garrel de 1983. Cuenta la puesta en marcha desde París, en los primeros días de 1960, de una red de “portadores de maletas”, esos franceses que ayudaron a los argelinos en la lucha independentista. El movimiento del que se habla es, pues, un movimiento político, una organización clandestina.

Pero en la filmografía general de Garrel, este anuncio de que se va a formar un movimiento resuena también como una ruptura estética. Algo que ya anunciaba en 1972 con la emblemática La cicatriz interior. La cámara de Garrel no había filmado la fuga de un hombre ante el llanto de una mujer. Y optó por hacerlo con una magistral panorámica de 360°, un gran movimiento circular, una revolución en sí misma. En ella leíamos la atracción indefectible de los amantes. Uno cree alejarse, pero siempre vuelve a sus fantasmas, al eterno retorno de lo mismo en un círculo inerte en el que habría que reaprender a vivir. Si tuviéramos que resumir a grandes rasgos el amor según Garrel, no encontraríamos mejor definición.

A lo largo de los años setenta, la eternidad en Garrel tenía una especie de regusto químico. Su cine explora los poderes de lo inmóvil. Por eso, el anuncio de Jean en Liberté, la nuit de querer «formar un movimiento» tiene un significado no sólo político sino estético. Moverse, revivir, no quedarse congelado, desplegar sus propios fantasmas en el tiempo y ver cómo se desplazan, dibujar movimientos. Contemplar a lo largo de un tiempo prolongado los efectos de un instante de nuestra vida. Medir sus desplazamientos.

Para ello, el cineasta francés tuvo que encontrar una forma de cuadratura del círculo: ser a la vez él mismo (ardiente, mágico, frágil, consumido) y a la vez metamorfosearse, romper con la radicalidad loca del underground (de 1968 a 1979 hizo diez películas autoproducidas, a veces mudas, filmadas con celuloide caduco) para ir hacia un cine narrativo. Pero es una narración moderna que rompe con todo, hecha de silencio y de velocidad repentina, una narración agujereada que, como en los casos de Jean Eustache, Chantal Akerman y Michelangelo Antonioni, prefiere siempre el secreto, o la puesta en escena del secreto en la narración clásica. En esto siempre será hijo de Jean-Luc Godard. Uno nace moderno y sigue siéndolo. Garrel empezó a hacer películas en 1964, cuando tenía dieciséis años.

El hijo secreto · 1979

Sabemos ahora que este cine del relato (que empezó en 1979 con El hijo secreto, su obra maestra), lo salvó. Lo sacó de la pobreza más absoluta, de la pura locura (recordemos que sufrió electroshocks en Roma, en 1969, tras ser arrestado bajo los efectos del ácido), del dolor del amor (la disolución de su historia con Nico, la excantante de The Velvet Underground, y el suicido de Jean Seberg, la otra gran historia de amor de su juventud). Le salvó de un cine de los límites y del estancamiento. De una fatiga de fondo, tanto formal como emocional.

Después, el “método Garrel” pareció establecerse: vive intensamente las cosas en silencio y ve cómo el tiempo cambia la luz sobre sus recuerdos. A veces, de eso sale una película, en la que a la vez recuerda amores, amistades, ciertos lugares, pero el director sueña ese filme en presente. Les ofrece a sus actores (a menudo jóvenes, sus alumnos del conservatorio de arte dramático) sus memorias para que se apoderen de ellas, las cambien, las actualicen. Les brinda las imágenes de su vida y ellos las devuelven al presente.

Philippe Garrel y su hijo Louis Garrel

A la sombra de las mujeres · 2015

Es su manera de rescatar el tiempo, de revivirlo para medir los errores y los instantes de gracia. Películas como Ella ha pasado tantas horas bajo las lámparas solares [1985], Le vent de la nuit [1999], Los amantes regulares [2005], La frontera del alba [2008] o Un verano ardiente [2011] parecen arrancadas al abismo de su vida. Cada una de ellas viene a probar que Garrel es un cineasta de la repetición, alguien que trabaja una y otra vez sobre los mismos motivos y observa cómo evolucionan y cómo se mueven en la vida de un hombre a medida que envejece.

Desde el exterior, la treintena de filmes que componen la filmografía de Garrel aparece como una obra tan homogénea (marcada siempre por los amores desgraciados, la dependencia de la heroína, la separación de la mujer amada o la pulsión suicida) que parece fijada, de una solidez de mármol. Una fortaleza, inexpugnable y cerrada. Pero es falso: esta obra no es más que un gran signo abierto, que da al tiempo y la destrucción lo que tienen de punzante, pero también su dulzura. La fuerza de Garrel es creer siempre que el cine –como el sueño– producirá otro espacio/tiempo. Uno en donde encaja mejor el dolor y la ausencia, como no sabe hacerlo la vida.

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