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Todos los fanáticos de H.P. Lovecraft están familiarizados con su libro prohibido de cabecera: el Necronomicón, especie de biblia de los Mitos de Cthulhu. Y todos saben, además, que el Necronomicón es un libro apócrifo, es decir, que solo existe como herramienta literaria para enfatizar los Mitos de Cthulhu.
Ahora bien, incluso los libros que no existen fuera del orbe imaginario del autor poseen influencias. Y aunque no podamos leer el Necronomicón podemos, en cambio, rastrear los grandes libros que lo influenciaron. En cada una de las siguientes obras se encuentra un destello, un rastro, de lo que H.P. Lovecraft metabolizaría como el terrible Necronomicón de Abdul Alhazred.
15 grandes obras que influenciaron el Necronomicón.
Tierra de sueños (Dreamland, E.A. Poe). El noble Roland a la Torre Oscura llegó (Childe Roland to the dark tower came, Robert Browning) La balada del viejo marinero (The Rime of the Ancient Mariner, Samuel Coleridge) Ethan Brand (Ethan Brand, Nathaniel Hawthorne) El diablo y Tom Walker (The Devil and Tom Walker, Washigton Irving) El guardavías (The Signal-Man, Charles Dickens) El barco fantasma (The Phantom Ship, Frederick Marryat) El horla (Le Horla, Guy de Maupassant)
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Los ladrones de cadáveres (The Body-Snatcher, Robert Louis Stevenson) Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, Henry James) El signo amarillo (The Yellow Sign, Robert Chambers) La cosa maldita (The Damned Thing, Ambrose Bierce) La marca de la bestia (The Mark of the Beast, Rudyard Kipling) El entierro de las ratas (The Burial of the Rats, Bram Stoker) Bethmoora (Bethmoora, Lord Dunsany) Os dejamos a continuación algunos de los relatos mencionados:
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¡Ojalá mi joven vida fuese un sueño duradero! Y mi espíritu yaciera hasta que el rayo certero De la eternidad presagiara el nuevo día. ¡Sí! Aunque el largo sueño fuese de agonía Siempre sería mejor que estar despierto Para quien tuvo, desde su nacimiento En la frágil tierra, el corazón Prisionero del caos de la pasión. Mas si ese sueño persistiera eternamente, Como mis viejos sueños infantiles Solían persistir, si aquello ocurriese, Sería absurdo esperar un milagro. Pues he soñado que el sol resplandecía En la bóveda estival, lleno de luz tardía, Y que mi corazón vagaba Por climas remotos y creados, Junto a seres imaginarios, sólo pensados
Por mí, ¿qué más podría haber visto?
Pero una vez, una única vez, y ya no lo olvidaré, Aquel extraordinario momento, un poder o no sé qué, Me hechizó, o quizás fue que el viento helado Sopló de noche y al huir dejó marcado Su rastro en mi espíritu, o quizás fue la Luna Que brilló en mis sueños con particular fortuna, O bien las estrellas, en cualquier caso, El sueño fue como ese viento: dejémosle pasar. Yo he sido feliz, aunque fuera en sueños. Fui feliz, y los adoro: ¡Sueños!
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Tanto por su colorido intenso Que los oponen a lo real, y porque al ojo delirante Ofrecen los tesoros mĂĄs bellos y abundantes Del paraĂso y el amor, ÂĄy todos nuestros! Tal como la esperanza pertenece a la juventud.
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Este es, posiblemente, el poema más oscuro de Robert Browning. Claro que su oscuridad no reside en los versos, ya que la claridad del poeta es maravillosa, sino en el conjunto total del poema; del cual se han elaborado miles y a veces absurdas hipótesis. El título completo del poema ya plantea una dificultad: “Childe Roland to the dark tower came”, no significa “el niño Roland a la torre oscura llegó”, sino “El Noble Roland a la torre oscura llegó. La palabra Childe es un vocablo anglosajón arcaico, y simplemente
designa
un
título
de
nobleza. Curiosamente, el extraño y encantador título del poema está sacado de una balada perdida de Shakespeare, y su trama se desarrolla en una onírica edad media, más ligada a los libros de caballería que a la rigurosa verdad de este
enigmático
período
histórico.
Algunos han querido ver en La Torre Oscura
una
analogía
con
ciertos
procesos del estudio de la medicina, fundamentalmente con la vivisección de animales vivos, aunque la verdad es que nadie logra ponerse de acuerdo sobre casi ningún pasaje de la Torre Oscura. Supongo que esto es una de las cosas que convierten a este poema en una experiencia particularmente deseable; ya que el verso es de una claridad diáfana y sin embargo el sentido central del poema permanece en las penumbras. Comencemos con el texto:
Childe Roland a la Torre Oscura llegó. Childe Roland To The Dark Tower Came, Robert Browning (1812-1889)
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I. Mi primer pensamiento fue que él mentía con cada palabra, Aquel anciano decrépito, con ojos maliciosos observando con astucia el efecto de su mentira en los míos, y la boca que apenas disimulaba el júbilo, que deformaba sus labios, por haber atrapado otra víctima.
II. ¿Para qué no estaba él dispuesto con su cayado? ¿Para qué, salvo para acechar con sus engaños, para confundir a todo viajero que lo encontrase allí sentado y preguntase el camino? Conjeturé qué risa cadavérica brotaría, qué falacias escribiría en mi epitafio como pasatiempo en la polvorienta calzada.
III. Si por su consejo yo girase Hacia aquella ominosa región en la que, como todos saben, se esconde la Torre Oscura. Aun así, aceptándolo, torcí hacia donde él señalaba: no por vanidad, ni por la esperanza en el final señalado, sino por la alegría de que existiese algún final.
IV. Porque, a pesar de mis andanzas por toda la tierra, a pesar de mi camino que se alargaba en penosos años, mi esperanza era un fantasma nunca dispuesto ante ese turbulento regocijo que brindaría el éxito, apenas podía intentar reprimir la emoción que sintió mi alma, al hallar un fallo en su aptitud.
V.
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Al igual que un enfermo que se acerca a su muerte, parece efectivamente muerto, y empiezan las sensaciones y concluyen las lágrimas y recibe el adiós de cada amigo, y oye a uno proponer a otro marchar, para respirar libremente en el exterior, ("puesto que todo ha terminado, dijo él, y ningún lamento puede compensar la desgracia").
VI. Mientras unos discuten si cerca de otras tumbas habrá espacio suficiente para él, y qué momento del día es el mejor para trasladar el cadáver, poniendo empeño en los estandartes y pañuelos: el enfermo aún lo oye todo, y solamente anhela no deshonrar tan tierno amor, y permanecer.
VII. Así, he sufrido tanto en esta lúgubre búsqueda, He oído el fracaso tan a menudo anunciado, he sido incluido tantas veces en "El Grupo"- a saber, Los caballeros que al sendero de la Torre Oscura encaminaron sus pasos- que el sólo fallar como ellos parecía un triunfo, Y toda la duda ahora era- ¿sería digno?
VIII. Así, en silenciosa amargura, me alejé de él, De aquel odioso anciano, fuera de su camino, Hacia el sendero que él señalaba. Todo el día había sido tranquilo a lo sumo, y turbio se volvía hacia el final, y aún soltó una tétrica mirada roja y obscena para ver al llano atrapar al distraído caminante.
IX. ¡Por la marca! Apenas me hube
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internado en la planicie, tras un paso o dos, Al detenerme para echar una última mirada atrás, hacia el seguro camino, éste había desaparecido; gris llanura por todas partes: Nada salvo planicie hasta el fin del horizonte. Debía seguir; no había más que hacer.
X. Así continué. Creo que nunca antes vi tan yerma e impura naturaleza; nada prosperaba: Por flores- se podía esperar una arboleda de cedros! Pero la gramínea, el tártago podía, de acuerdo con su ley, Propagar su especie, sin nada que temer, Pensarías que uno cardo habría sido una joya invaluable.
XI. ¡No! Penuria, pereza y llanto, De alguna extraña manera, eran parte de la tierra. "Mira o cierra tus ojos," dijo Natura con mal talante, "Nada instruye, mi caso no tiene remedio; Es el fuego del Juicio quien debe sanar este sitio, calcinar sus suelos y liberar a mis prisioneros."
XII. Si algún rasgado tallo de cardo se elevara Sobre sus compañeros, le cortaban la cabeza, los torcidos Sentían celos sino. ¿Qué hizo esos agujeros y rasgaduras en las ásperas hojas de hierba del muelle, golpeadas como para impedir ¿Toda esperanza de verdor? Existe alguna bestia que debe andar destrozando sus vidas, con bestiales intentos.
XIII. En cuanto a la hierba, crecía tan exigua como el cabello en el leproso; delgadas hojas secas se alzaban en el lodo,
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Que por debajo parecía hecho de sangre. Un yerto caballo ciego, con cada hueso visible, permanecía estupefacto sobre cómo llegó allí, Expulsado de su anterior servicio en el establo del diablo.
XIV. ¿Vivo? Por lo que a mí concierne él podría estar muerto, con aquella roja delgadez y el cuello hundido por el esfuerzo, y los ojos cerrados bajo la pútrida crin; Raramente tal monstruosidad iba de la mano con semejante tristeza; Nunca vi una bestia a la que odiase tanto; Debía ser perversa para merecer tanto dolor.
XV. Cerré mis ojos y los volví hacia mi corazón. Como un hombre pide vino antes de luchar, clamé un sorbo de anteriores y más felices escenas esperando así cumplir bien mi cometido. Piensa primero, pelea después- el arte del soldado: Un saborear el pasado lo pone todo en orden.
XVI. ¡Eso no! Imaginé el enrojecido rostro de Cuthbert Bajo el adorno de sus dorados rizos, Querido amigo, hasta que casi pude sentirlo rodear su brazo con el mío para llevarme hacia el lugar, Como él solía hacerlo. ¡Ay! ¡La desgracia de una noche! Se apagó el nuevo fuego de mi corazón y lo dejó frío.
XVII. Luego a Giles, el espíritu del honor- ahí se yergue él, Leal como hace diez años recién armado caballero, a lo que cualquier hombre honrado se atreviera (dijo él) él se atrevió.
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Bien -pero la escena cambia - ¿Qué manos patibularias Clavarían un pergamino sobre su pecho? Sus propias manos lo leyeron. ¡Pobre traidor, escupió y maldijo!
XVIII. Es preferible este presente que un pasado así; ¡De vuelta hacia mi oscuro sendero otra vez! Ningún sonido, nada se ve hasta donde alcanza la vista. ¿Enviará la noche una lechuza o un murciélago? Pregunté, cuando algo en la lóbrega llanura Vino a interrumpir mis pensamientos y cambiar su curso.
XIX. Un repentino arroyo se atravesó en mi camino, Tan inesperado como la aparición de una serpiente. Corriente tumultuosa, discordante con las tinieblas; Ésta, tal como espumeaba, bien podría haber sido un baño para la ardiente garra del demonio- al contemplar la ira de su negro remolino salpicado de escamas y espuma.
XX. ¡Tan insignificante, y aún así tan malévolo! A todo lo largo, Los bajos y esmirriados alisos se arrodillaban ante él, Los empapados sauces se arrojaban a sí mismos de cabeza en un arranque de silenciosa desesperación; un suicidio en masa: El río que les había hecho tanto mal, Lo que quiera que ello fuese, se iba rodando, sin dejarse persuadir.
XXI. El cual, mientras vadeaba, - ¡Cielo Santo, cómo temí poner mi pie sobre la mejilla de un hombre muerto a cada paso, o sentir la lanza que introduje buscando agujeros, enredada en su cabello o su barba!
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- Pudo haber sido una rata de agua lo que ensarté Pero, ¡Ugh! Sonó como el chillido de un bebé.
XXII. Me sentí alegre al llegar a la otra orilla. en búsqueda de una tierra mejor. ¡Vano Augurio! ¿Quiénes eran los enemigos, qué guerra libraban, cuyas salvajes pisadas hollarían así el húmedo terreno y lo convertiría en un marjal? Sapos en un pozo envenenado, o gatos salvajes en una jaula de hierro ardiente.
XXIII. Así debió haberse visto la batalla en aquel claro. ¿Qué los acorraló allí, con toda la planicie a su disposición? No había huellas que condujeran hacia aquellos hórridos aullidos, Nada salvo eso. Loco brebaje elaborado para que sus cerebros piensen, sin duda, como los de los galeotes que el Turco enfrenta para su diversión, Cristianos contra Judíos.
XXIV. ¡Y más qué eso - una yarda adelante- por qué, ahí! ¿Para qué macabro uso serviría ese mecanismo, esa rueda, o freno, no rueda- ese filo listo para mutilar cuerpos de hombres como si fuesen seda? Con todo el aspecto de la herramienta de Tophet, abandonada inadvertidamente en la tierra, o traída para afilar sus enmohecidos dientes de metal.
XXV. Luego vino un tramo de tierra llena de tocones, otrora un bosque, Después una ciénaga, o así parecía, y entonces sólo tierra Desesperada y abandonada (al igual que un tonto halla regocijo, Hace una cosa y luego la estropea, hasta que su ánimo ¡Cambia y entonces se marcha!) durante un cuarto de acre-
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Lodo, arcilla y grava, arena y sombría desolación negra.
XXVI. Ora inflamadas erupciones, de colores vivos y horrendos, Ora terrenos donde la aridez del suelo Se volvía moho o una sustancia como forúnculos; Y apareció un roble paralítico, con una hendidura en él Como una boca angustiada que resquebraja su corteza Boqueando a la muerte, y muriendo mientras se repliega.
XXVII. ¡Y tan lejos como siempre del final! Nada en la distancia salvo la noche, nada ¡Hacia dónde dirigir mis pasos! Mientras lo pensaba, Un gran pájaro negro, el íntimo amigo de Apollyon, Pasó volando, sin batir sus amplias alas de pluma de dragón Que rozaron mi gorro- quizá era la guía que yo buscaba.
XXVIII. Pues, mirando hacia arriba, de alguna manera me di cuenta, A pesar del ocaso, de que la llanura había cedido su lugar En derredor a las montañas- por honrar con semejante nombre A los feos y apenas cerros y montículos que tapaban la vista. Cómo de tal modo me habían sorprendido, - acláralo, ¡Tú! Cómo salir de ellos no estaba muy claro.
XXIX. Sin embargo, una parte de mí pareció descubrir algún truco malévolo que me aconteció, Dios sabe cuándoEn alguna pesadilla tal vez. Aquí terminaba, entonces, Seguir por ese camino. Cuando, en el preciso momento De darme por vencido una vez más, escuché un chasquido ¡Como el de una trampa al cerrarse- te hallas en la guarida!
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XXX. Como en una llamarada comprendí todo súbitamente, ¡Éste era el lugar! Esas dos colinas a la derecha, Agazapadas como dos toros con las astas trabadas en pelea; Mientras a la izquierda, una alta y trasquilada montaña… tonto, Viejo senil, dormitando justo ahora ¡Tras pasar una vida adiestrándote para verla!
XXXI. ¿Qué se asentaba en el medio sino la Torre misma? La redondeada torreta achaparrada, ciega como el corazón del loco, Construida en piedra parda, sin parangón En el mundo entero. El burlón elfo de la tempestad Señala con el dedo al marinero, de este modo, el ser invisible Le ataca, solamente cuando el navío zarpa.
XXXII. ¿No ves? ¿Acaso por la noche?- por qué, el día ¡Regresó para eso! Antes de irse, El moribundo ocaso ardió en una fisura; Las colinas, como gigantes en cacería, yacen Con la barbilla en mano, para ver la caza acorralada"¡Ahora apuñala, y termina con la criatura- hasta el mango!"
XXXIII. ¿No escuchas? ¡Si hay ruido por todas partes! El tañido creciente de una campana. Escuchaba Los nombres de todos los aventureros desaparecidos, mis paresCómo tal era fuerte, y cual valeroso, Y el otro afortunado, sin embargo, cada uno de ellos de tiempos pasados ¡Perdidos, Perdidos! En un momento tocaba a muerto por años de tristeza.
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XXXIV. Ahí se encontraban, alineados a lo largo de las faldas de las colinas, reunidos Para verme por última vez, un marco viviente ¡Para un cuadro más! En un lienzo en llamas Les vi y les reconocí a todos. Y sin embargo, Impávido, llevé a mis labios el cuerno, Y toqué. "El noble Roland ha llegado a la Torre Oscura".
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La balada del viejo marinero. The Rime of the Ancient Mariner, Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) Un viejo marinero se encuentra con tres Galanes convidados a una fiesta de bodas, y detiene a uno. Es un viejo Marinero, Y detiene a uno de tres. "Por tu larga barba gris y tu brillante ojo, Ahora, dime, ¿por qué me detienes? Las puertas del Novio están abiertas de par en par; Y yo soy pariente cercano; Los invitados se encuentran; la fiesta comienza: Puedes oír el feliz clamor." Él lo detiene con su mano huesuda, "Había una vez un barco," cita él. "¡Suéltame! ¡saca tu mano, pajarraco-barba gris!" Rápido su mano deja caer. El Invitado-a-la-Boda queda hechizado por el ojo del viejo navegante, y obligado a oír su relato. Él lo detiene con su ojo brillanteEl Invitado a la Boda se queda quieto, Y escucha como un niño de tres años: El marinero hizo lo que quiso. El Invitado a la Boda se sentó en una piedra: No puede elegir sino oír; Y así le habla el hombre antiguo, El Marinero de ojos que brillan. "El barco saludado, el puerto despejado, tan felices pasamos frente a la iglesia, frente a la colina frente a la cima del faro. El Marinero cuenta cómo el barco navegó hacia el sur con buen viento y despejado clima, hasta que llegó a la Línea. "El Sol salió por la izquierda, ¡Fuera del mar salió él! Y rayó brillante, y a la derecha Se metió en el mar. "Alto y más alto cada día, hasta sobre el mástil a mediodía-"
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El Invitado a la Boda golpea aquí su pecho Pues ha escuchado el fuerte fagot. El Invitado a la Boda escucha la música nupcial; pero el Marinero continúa su relato. La novia ha entrado en el salón, Roja es ella como una rosa; Moviendo sus cabezas delante de ella van Los felices trovadores. El Invitado a la Boda golpea su pecho, Pero no puede elegir sino oír; Y así le habla el hombre antiguo El Marinero de ojos que brillan. El barco es arrastrado por una tormenta hacia el polo sur. "Y ahora vino el golpe de la Tormenta, y él Era fuerte y tiránico: Golpeó con sus alas que todo cubrían Y nos ahuyentó hacia el sur. "Con mástiles torcidos y proa sumergida, Como el perseguido a gritos y a golpes Aun pisa la sombra de su enemigo y hacia adelante dobla su cabeza, El barco iba rápido, fuerte rugía el estrépito Y hacia el ojo del sur escapábamos. "Y ahora vino la nube y la nieve, Y hubo un frío extraordinario: Y el hielo, alto como el mástil, vino flotando Tan verde como la esmeralda. La tierra de hielo, y de sonidos temibles, donde no había cosa viva para ver. "Y a través de las corrientes los riscos nevados que sí daban un desolado brillo: Ni formas de hombres ni bestias vimosEl hielo estaba entre todo. "El hielo estaba aquí, el hielo estaba allí, El hielo estaba todo alrededor: ¡Crujía y gruñía, y rugía y aullaba; Como ruidos en lo salvaje! Hasta que un gran pájaro de mar, llamado el Albatros, atravesó la niebla-denieve, y fue recibido con gran alegría y hospitalidad.
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"Al fin cruzó un Albatros A través de la niebla vino; Como si hubiera sido un alma Cristiana, Le gritamos en el nombre de Dios. "Comió la comida que nunca comiera; Y círculos y círculos voló. ¡El hielo se dividió con un ataque de trueno El timonel a través nos dirigió! ¡Y vean! el Albatros probó ser un ave de buen augurio, y siguió al barco mientras éste volvía hacia el norte a través de la niebla y el hielo flotante. "Y un viento bueno del sur se levantó detrás; El Albatros aún seguía, ¡Y cada día, por juego o comida, Venía al grito de los marineros! "En nube o bruma, en mástil o velas, Se posó durante nueve vísperas; Mientras toda la noche, a través del humo Brillaba la luna blanca. El viejo Marinero inhospitalariamente mató al ave piadosa de buen augurio. "Dios te salve, viejo Marinero, de los demonios que por esto serán plaga!¿Por qué miras así? Con mi ballesta Yo maté al Albatros.
Parte Segunda "El Sol surgió ahora a la derecha: Fuera del mar salió él, Aún escondido en brumas; y a la izquierda Bajó dentro del mar. "Y el buen viento del sur aún soplaba detrás, Pero ningún dulce pájaro venía ¡Ni un solo día por juego o comida Vino al grito de los marineros! Sus compañeros de barco gritan contra el viejo Marinero por matar al ave de buena suerte. "Y yo había hecho una cosa infernal,
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Y tormento les traería Pues todos afirmaban que yo había matado al ave Que hacía soplar la brisa ¡Ah, miserable! dijeron ellos, matar al ave Que hacía soplar la brisa Pero cuando la niebla se disipó, lo justifican, y eso los hace a ellos mismos cómplices del crimen. "Ni pálido ni rojo, como la misma cabeza de Dios, El glorioso Sol se levanta: Entonces todos afirmaron que yo había matado al pájaro Que traía la niebla y bruma. 'Qué bien', dijeron ellos, 'matar a esos pájaros, Que traen la niebla y la bruma'. La brisa buena continúa; el barco entra al Océano Pacífico, y navega hacia el norte, hasta que éste alcanza la línea. "La brisa buena sopló, la espuma blanca voló, El surco seguía libre detrás; Éramos lo primero que alguna vez irrumpía Dentro de ese mar silencioso. El barco ha sido de repente encalmado "Abajo cayó la brisa, el velamen cayó abajo, Más triste no podía ser; Y hablábamos sólo para romper El silencio del mar. "Todo en un cielo caliente y cobrizo, El Sol sangriento, a mediodía, Justo arriba del mástil se paraba, No más grande que la Luna. "Día tras día, día tras día, Varados, sin aire ni movimiento Tan inerte como un barco pintado Sobre un océano pintado. Y el Albatros empieza a ser vengado. "Agua, agua, por todas partes, Y todas las tablas se achicharraban Agua, agua, por todas partes Ni una sola gota para tomar. "La misma profundidad se pudrió, ¡Oh Dios! ¡Que alguna vez esto fuera posible!
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Sí, cosas pegajosas reptaban con patas Sobre el mar pegajoso. "Alrededor, alrededor, por un lado y por el otro Los fuegos de la muerte bailaban a la noche; El agua, como óleos de una bruja Ardía verde, y azul, y blanco. "Un espíritu los había seguido, uno de los invisibles habitantes de este planeta, ni difuntas almas ni ángeles; en lo que concierne a éstos, el culto Judío, Josefo, y el Platónico de Constantinopla, Miguel Psellus, pueden ser consultados. Son muy numerosos, y no existe clima ni elemento sin uno o más. "Y algunos en sueños aseguraban era Del espíritu que nos plagaba así; Nueve brazas profundo él nos había seguido De la tierra de nube y nieve. "Y cada lengua, por tanta sed, Estaba reseca en la raíz; No podíamos hablar, no más que si Nos hubieran asfixiado con hollín. Los navegantes, en su dolorosa zozobra, querían echar toda la culpa al viejo Marinero: como señal de esto, colgaron el muerto pájaro-de-mar alrededor de su cuello. "¡Ah! ¡bueno el día! ¡qué malditas miradas Tuve yo de viejos y jóvenes! En lugar de la cruz, el Albatros Alrededor de mi cuello colgaba.
Parte tercera: Vino un tiempo agotador. Cada garganta Estaba reseca, y vidrioso cada ojo Un tiempo agotador! un tiempo agotador! Qué vidrioso cada ojo agotado, Cuando mirando al oeste, yo percibí Un algo en el cielo. El viejo Marinero percibe una señal en el elemento muy a lo lejos. "Al principio parecía un pequeño punto, Y luego parecía una nube; Se movía y se movía, y tomó al final Un cierta forma, deseé .
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"Un punto, una nube, una forma, lo comprendí! Y aún se acercaba y se acercaba: Como si esquivara un alma-del-agua Se hundía, y se iba, y giraba. En su mayor acercamiento, a él le parece que es un barco; y con un costoso sacrificio libera su habla de las ataduras de la sed. "Con gargantas desabridas, con negros labios cocidos, No podíamos ni reír ni gemir Por la extrema sed todos mudos quedamos Mordí mi brazo, chupé la sangre, Y grité, ¡Un barco! ¡un barco! Un resplandor de felicidad "Con gargantas desabridas, con negros labios cocidos, Maravillados me oyeron gritar ¡Gran merced! ellos de alegría sonrieron, Y todos de una vez tomaron aliento, Como si estuvieran tomándose todo. Y el horror viene. Porque ¿puede ser un barco que avance sin viento ni olas? "¡Miren! ¡miren! (grité) ¡ya no cambia su dirección! Hacia acá viene a ayudarnos; Sin una brisa, sin una ola, ¡Permanece con la quilla alzada! "La curva del oeste toda estaba en llamas. ¡El día estaba por poco terminado! Casi sobre la curva del oeste Descansaba un ancho, brillante Sol; Cuando esa extraña forma pasó de repente Entre nosotros y el Sol. A él le parece sólo el esqueleto de un barco. "Y enseguida el Sol fue rayado con barrotes (Madre del Cielo, ¡dadnos gracia!), Como si a través de una puerta-de-calabozo él espiara con ancha y ardiente cara. "¡Ay! (pensé, y mi corazón fuerte latía) ¡Qué rápido se acerca y se acerca! ¿Son esas sus velas que centellean en el Sol, como inquietos entramados? Y sus costillas se ven como barrotes sobre la cara del Sol poniente. "¿Son esas sus costillas a través de las que el Sol
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espía, como a través de una celda? ¿Y es esa Mujer toda su tripulación? ¿Es esa una Muerta? y ¿hay allí dos? ¿Es la Muerte pareja de esa mujer? La Mujer-Espectro y su Pareja-Muerte, y nadie más a bordo del barco de esqueleto. ¡A tal barco, tal tripulación! "Sus labios eran rojos, su apariencia era libre, Sus rizos eran amarillos como oro: Su piel era tan blanca como la lepra, La Pesadilla Vida-en-Muerte era ella, Que coagula con frío la sangre del hombre. La Muerte y la Vida-en-Muerte han tirado los dados por la tripulación del barco, y ella (la última) gana al viejo Marinero. "El desnudo barco ruinoso al lado pasó, Y las dos estaban tirando los dados; '¡El juego terminó! ¡Yo gané! ¡Yo gané!' Dijo ella, y silba tres veces. No hay crepúsculo en las cortes del Sol. "El borde del Sol se hunde; las estrellas se precipitaron: De un solo paso viene la oscuridad; Con susurro oído-lejos, sobre el mar, Disparó el barco-espectro. Al levantarse la luna "¡Escuchamos, y miramos a todos lados arriba! ¡Miedo en mi corazón, como en la taza, Mi vida-sangre parecía sorber! Las estrellas eran tenues, y cerrada la noche, La cara del timonel por su lámpara brillaba blanca; De las velas el rocío goteabaHasta que trepado sobre la barra del este La luna cornuda, con una estrella brillante En el arriba se inclinan. Uno tras otro. "Uno tras otro, ante la Luna colgada-de-estrella, Muy rápido para el quejido o la exhalación Cada uno giró su cara con horrendo espasmo Y me maldijo con su ojo.
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Sus compañeros caen muertos. "Cuatro veces cincuenta hombres vivos (Y yo no oí ni suspiro ni quejido) Con fuerte golpe, una masa sin vida, Caían uno por uno. Pero la Vida-en-Muerte comienza su trabajo en el viejo Marinero. "¡Las almas desde sus cuerpos volaron, Escaparon a la dicha o a la pena! Y cada alma, me pasaba al lado Como el silbar de mi ballesta!"
Parte cuarta: El Invitado a la Boda teme que un espíritu le esté hablando. "¡Miedo me das, viejo Marinero! ¡Miedo me da tu mano huesuda! Y eres largo, y flaco, y marrón, Como es la ribeteada arena-del-mar. Pero el viejo Marinero le asegura su vida corporal, y procede a relatar su horrible penitencia. "Miedo me das, y tu ojo brillante, Y tu mano huesuda tan marrón.""No temas, no temas, tú, Invitado-de-la-Boda! Este cuerpo no se cayó." "Solo, solo, completamente, solo, solo, Solo en un ancho, ancho mar! Y nunca un santo tuvo piedad de Mi alma en agonía." Él desprecia las criaturas de la calma. "Tales hombres, tan hermosos! Y todos ellos muertos yacían: Y miles de miles de cosas pegajosas Vivían aún, y yo también. Y envidia el que ellas vivieran, y tantos yacieran muertos. "Miré sobre el mar podrido Y aparté mis ojos lejos; Miré sobre la cubierta podrida Y allí los hombres muertos yacían.
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"Miré al Cielo, y traté de rezar; Pero cuando una plegaria había surgido, Un malvado susurro venía, y hacía Mi corazón tan seco como el polvo. "Cerré mis párpados, y los mantuve cerrados, Y los globos como pulsos latían; Porque el cielo y el mar, y el mar y el cielo, Eran como una carga en el ojo agotado, Y los muertos estaban a mis pies. Pero la maldición vive para él en el ojo de los hombres muertos. "El sudor frío corría de sus miembros, Ni se pudrieron ni emanaron olor: La mirada que ellos posaban en mí Nunca había de terminar. "La maldición de un huérfano arrastraría al Infierno Un espíritu de las alturas; Pero ¡oh! ¡más horrible que eso Es la maldición en el ojo de un hombre muerto! Siete días, siete noches, vi esa maldición, Y aún yo no podía morir. En su soledad e inmovilidad el añoraba la Luna viajante, y las estrellas que aún permanecían, aunque todavía más adelante; y en todas partes el cielo azul pertenece a ellas, y es su designado descanso y su país nativo y su propio hogar natural. En el que entran sin anunciarse, como señores que son seguramente esperados, y sin embargo hay un placer silencioso a su llegada. "La Luna moviente subió al cielo, Y en ninguna parte demoró Suavemente iba subiendo, Y una estrella o dos al lado"Sus rayos burlaban la abrasante inmensidad, como escarcha de Abril esparcida; Pero donde estaba la sombra del abrazo del barco El agua encantada quemaba Un quieto y terrible rojo. Por la luz de la Luna él contempla las criaturas de Dios en la gran calma. "Más allá de la sombra del barco, observé las serpientes marinas: Se movían en huellas de reluciente blanco, Y cuando se encabritaban, la luz élfica Caía en canosas escamas.
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"Entre la sombra del barco observé su rico atuendo: Azul, verde satinado, y negro de terciopelo, Serpenteaban y ondulaban; y cada huella era un resplandor de fuego dorado. Su belleza y su felicidad. Él los bendice en su corazón. "¡Oh felices cosas vivas! ninguna lengua su belleza podría declarar. Una fuente de amor fluyó de mi corazón, Y los bendije sin saber: Seguro mi buen santo tuvo piedad de mí, Y los bendije sin saber. El hechizo comienza a romperse. "En ese mismo momento pude rezar; Y desde mi cuello tan libre El Albatros cayó, y se hundió Como plomo en el mar.
Parte quinta: "¡Oh sueño! ¡Es una cosa suave, Amada de polo a polo! La Reina María alabada sea! Ella envió el suave sueño desde el Cielo, Que se deslizaba en mi alma. Por gracia de la sagrada Madre, el viejo Marinero es refrescado con lluvia. "Los tontos baldes en la cubierta, Que tanto tiempo habían permanecido, Soñé que se llenaban con rocío; Y cuando desperté, llovía. "Mis labios estaban mojados, mi garganta estaba fría. Mis ropas todas húmedas; Seguro había bebido en mis sueños, Y aún mi cuerpo bebía. "Me moví, y no pude sentir mis miembros: Estaba tan liviano -casi Pensé que había muerto en el sueño, Y era un fantasma bendecido.
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Él oye sonidos y ve extrañas vistas y conmociones en el cielo y el elemento. "Y pronto oí un viento rugiente: No vino de cerca; Pero con su sonido agitó las velas, Que eran tan finas y secas. "El aire de arriba explotó a la vida; Y el fulgor de cien banderas-de-fuego Adelante y atrás eran agitadas! Y adelante y atrás, y adentro y afuera, Entre las lánguidas estrellas. "Y el viento que se acercaba rugía más fuerte, Y las velas suspiraban como juncos Y la lluvía caía desde una nube negra; La Luna estaba en su borde. "La espesa nube negra se quebró, y aún La Luna estaba a su lado: Como aguas disparadas desde algún alto risco, El relámpago bajó como nunca su arpón Un río escarpado y ancho. Los cuerpos de la tripulación del barco son animados, y el barco se mueve. "El fuerte viento nunca alcanzó al barco, ¡Pero ahora el barco se movía! Bajo el relámpago y la Luna Los hombres muertos lanzaron un gruñido. "Gruñeron, se revolvieron, todos se levantaron, Ni hablaban, ni movían sus ojos; Había sido extraño, hasta en un sueño, Haber visto a esos hombres muertos levantarse. "El timonel condujo, el barco se movió; Pero nunca una brisa sopló; Los marineros todos ajustaron las cuerdas Donde acostumbraban hacer. Levantaron sus miembros como herramientas sin vida Éramos una horrenda tripulación. "El cuerpo del hijo de mi hermano Parado a mi lado, rodilla con rodilla: El cuerpo y yo tiramos de una cuerda, Pero nada él a mí me dijo. Pero no por las almas de los hombres, ni por los demonios de la tierra o del
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aire intermedio, sino por una bendita tropa de espíritus angélicos, enviados por la invocación del santo guardián. "¡Miedo me das, viejo Marinero!" "¡Ten calma, tú, Invitado-de-la-Boda! No eran esas almas que huían con dolor, A las que esos cuerpos volvían de nuevo, Sino una tropa de espíritus benditos. "Porque cuando atardeció -dejaron caer sus brazos, Y se amontonaron alrededor del mástil; Dulces sonidos subieron lentamente por sus bocas, Y desde sus cuerpos salieron. "Alrededor, alrededor, volaba cada dulce sonido, Luego se lanzaron al Sol; Lentamente los sonidos volvieron de nuevo, Ahora mezclados, ahora uno por uno. "Algunas veces goteando desde el cielo Oía cantar a la alondra; Algunas veces todas las pequeñas aves que hay, ¡Cómo parecían llenar el mar y el aire Con su dulce idioma! "Y ahora era como todos los instrumentos, Ahora como una flauta solitaria Y ahora es una canción de ángel, Que hace que el Cielo esté mudo. "Cesó; pero aún las velas hicieron Un ruido agradable hasta el mediodía, Un ruido como de arroyo escondido En el hojado mes de Junio, Que al durmiente bosque toda la noche Canta una suave canción. "Hasta el mediodía tranquilamente navegamos, Pero nunca una brisa respiró: Lentamente y suavemente iba el barco, Movido adelante desde abajo . El solitario espíritu del polo sur lleva al barco hasta la Línea, obediente de la tropa angélica, pero aún requiere venganza. "Bajo la quilla nueve brazas profundo, Desde la tierra de nube y nieve. El espíritu se deslizó: y fue él Quien hizo al barco andar. Las velas al mediodía abandonaron su canción,
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Y el barco permaneció quieto también. "El Sol, justo encima del mástil, Lo había pegado al océano: Pero en un minuto empezó a agitarse, Con un corto movimiento desparejo. Luego como un caballo alzado que se suelta, Dio un salto repentino: Subió la sangre a mi cabeza, Y caí al piso desvanecido. Los demonios compañeros del Espíritu Polar, los habitantes invisibles del elemento, toman parte en su daño. "Cuánto tiempo en el mismo estado permanecí, Yo no lo puedo afirmar; Pero antes de que vida vital regresara, Oí, y en mi alma distinguí Dos voces en el aire. Dos de ellos relatan, uno al otro, esa larga y pesada penitencia que para el viejo Marinero había sido acordada por el Espíritu Polar, que retorna al sur. " '¿Es él?' dijo uno, " '¿es éste el hombre?" Por Aquél que murió en la cruz, Con su arco cruel él tiró abajo Al inofensivo Albatros. "El Espíritu que esperaba a su lado En la tierra de nube y nieve, Amó al pájaro que amó al hombre Quien lo mató con su arco. "La otra era una voz más suave, Tan suave como rocío de miel Dijo, 'El hombre ha hecho su penitencia, Y más penitencia hará.'
Parte sexta: Primera Voz " Pero ¡dime, dime! habla de nuevo, Tu suave respuesta renueva¿Qué hace a ese barco andar tan rápido? ¿Qué está haciendo el Océano? Segunda Voz
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'Todavía como un esclavo ante su señor, El Océano no tiene su fuerza; Su gran ojo brillante muy silenciosamente Hacia la Luna se dirige. " 'Si él puede saber qué camino tomar; Porque ella lo guía suave o severa, ¡Mira, hermano, mira! Qué graciosamente Ella le concede su mirada." El Marinero ha estado sumido en un trance; Primera Voz " 'Pero ¿por qué anda ese barco tan rápido, Sin ola ni viento? ' Porque el poder angélico impulsa a la nave hacia el norte más rápido que lo que ninguna vida humana podría soportar. Segunda Voz " 'El aire es cortado por delante, Y se cierra desde atrás. " '¡Vuela, hermano, vuela! ¡más alto, más alto! O nosotros llegaremos tarde: Ya que lento y lento ese barco andará, Cuando el trance del Marinero se haya desvanecido. El movimiento supernatural es retardado; el Marinero despierta, y su penitencia comienza de nuevo. "Me desperté, y estábamos navegando Como en buen tiempo; 'Era noche, calma noche, la Luna estaba alta; Los hombres muertos juntos se pararon. "Todos juntos se pararon en la cubierta, Para un calabozo sepulcral mejor: Todos fijaron en mí sus ojos de piedra, Que en la Luna brillaban. "El espasmo, la maldición, con la que murieron, Nunca había de pasar: No podía apartar mis ojos de los suyos, Ni alzarlos para rezar. La maldición es finalmente expíada. "Y ahora este hechizo se rompió: una vez más
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Yo veía el océano verde, Y miraba adelante lejos, aunque poco veía De lo que había visto antes"Como alguien en una ruta solitaria Camina con miedo y terror Y habiendo mirado atrás una vez, camina Y su cabeza no vuelve a girar más. Porque sabe que un temible demonio Va cerca detrás de él. "Pero pronto respiró un viento sobre mí, Ni sonido ni movimiento hizo: Su paso no fue sobre el mar, En la onda o en la sombra. "Levantó mi pelo, aireó mi mejilla Como una prado -vendabal de primaveraSe enlazaba extrañamente con mis miedos, Sin embargo pareció una bienvenida. "Veloz, veloz volaba el barco, Pero navegaba suave también: Dulce, dulce soplaba la brisaEn mí solo soplaba. Y el viejo Marinero advierte su país natal. "¡Oh sueño de felicidad! ¿es esto en verdad La torre del faro que veo? ¿Es ésta la colina? ¿es ésta la iglesia? ¿Es éste mi propio país, el mío? "Pasamos por el puerto, Y con gemidos recé¡Oh déjame estar despierto, Dios mío! O déjame dormir para siempre. "El puerto era claro como el vidrio, ¡Tan suavemente se extendía! Y en la bahía la luz de luna, Y la sombra de la Luna. "El risco brillaba radiante, la iglesia no menos La que está sobre el risco La luz de luna mojaba en silencio El sereno campanario. Los espíritus angélicos dejan los cuerpos muertos, y aparecen en sus propias formas de luz.
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"Y la bahía era blanco con luz silenciosa Y levantándose de la misma, Muchas formas, que eran sombras, En colores carmín vinieron. "A poca distancia de proa Estaban esas sombras carmín: Giré mis ojos sobre cubierta¡Oh, Cristo! ¡lo que vi allí! "Cada cuerpo yacía aplastado, sin vida aplastado, Y, ¡por la santa cruz! Un hombre todo luz, un hombre-serafín En cada cuerpo se paraba. "Esta banda serafín, cada uno movió su mano: ¡Era una vista celestial! Se erguían como señales a la tierra, Cada uno, una luz hermosa. "Esta banda-serafín, cada uno movió su mano: Ninguna voz ellos impartieronNinguna voz; pero Oh, el silencio se hundió Como música en mi corazón. "Pero prontó oí el batir de remos, Oí el festejo del Piloto; Mi corazón por fuerza giró Y vi un bote aparecer. "El Piloto y el ayudante del Piloto, Los oí venir rápido: ¡Dios del Cielo! Era una felicidad Los hombres muertos no podían maldecir. "Vi a un tercero -oí su voz: ¡Es el buen Ermitaño! Él canta fuerte sus himnos divinos Que en el bosque compone. Él absolverá mi alma, él lavará La sangre del Albatros.
Parte séptima: El Ermitaño del Bosque. "Este Ermitaño bueno vive en ese bosque que desciende hasta el mar.
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¡Qué fuerte su dulce voz se eleva! Amás hablar con marineros Que vienen desde un país lejano. "Él reza a la mañana, a la tarde y a la nocheTiene un mullido almohadón: Es el musgo que sagradamente esconde La vieja y marchita raíz de un roble. "El bote se acercó: los oí hablar, 'Pero, ¡esto es extraño, me parece! ¿Dónde están esas luces tantas y tan claras, Que señales nos hacían recién? Se acerca al barco con asombro. " '¡Extraño, por mi fe! el Ermitaño dijo'¡Y no contestaron nuestro saludo! ¡Las maderas están carcomidas! y mira esas velas. ¡Qué finas son y secas! Nunca vi nada igual, A menos que así no sean. " 'Esqueletos marrones de hojas que detienen El correr de mi arroyo-del-bosque; Cuando la hiedra está llena de nieve Y el búho grita abajo al lobo, si come de la loba sus cachorros. " '¡Señor! tiene una mirada maligna(El Piloto dio una respuesta) Tengo miedo' -'¡Adelante, adelante! ' Le dijo alegre el ermitaño. "El bote se acercó más al barco, Pero yo no hablé ni me moví; El bote se acercó hasta el lado del barco, Y enseguida un sonido se oyó. El barco repentinamente se hunde. "Bajo el agua seguía gruñendo, Aún más fuerte y aterrador: Llegó al barco, se quebró el puente; El barco cayó como plomo. El viejo Marinero se salva en el bote del Piloto. "Turbado por el fuerte y terrible sonido, Que cielo y oceáno fustigó,
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Como quien ha estado siete días ahogado Mi cuerpo yacía a flote; Pero veloz como en sueños, me encontré Dentro del bote del Piloto. "En el remolino, donde se hundió el barco, El bote giraba y giraba; Y todo estaba quieto, excepto la colina que repetía el sonido. "Moví mis labios -el Piloto tembló Y se derrumbó de pronto; El Ermitaño sagrado elevó sus ojos, Y rezó en donde se sentaba. "Tomé los remos: el compañero del Piloto, Que ahora iba como loco, Fuerte y mucho reía, y mientras tanto Sus ojos se movían adelante y atrás. '¡Ja! ¡ja!' decía, 'ahora puedo ver Qué bien sabe remar el Diablo'. "Y ahora, ya sobre mi propio país, ¡Me paré en la tierra firme! El Ermitaño salió del bote, Y apenas se podía mantener. El viejo Marinero ruega con insistencia al ermitaño que lo confiese; y la expiación de por vida cae sobre él. " '¡Oh confiésame, confiésame, santo hombre!' El ermitaño frunció el ceño. 'Di rápido,' dijo, 'Te exijo que me digas¿Qué clase de hombre eres tú? Y desde aquel tiempo y a través de su vida futura una agonía lo obliga a viajar de tierra en tierra. "Desde entonces, en una hora incierta, Esa agonía regresa: Y hasta que mi horrible relato es contado, Este corazón dentro mío quema. "Paso, como la noche, de tierra en tierra; Tengo un extraño poder para hablar; En el momento en que veo su cara, Conozco al hombre que debe oírme: A él mi historia le enseño. "¡Qué fuerte alboroto estalla desde esa puerta!
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Los invitados a la boda están allí: Pero en el recóndito jardín la novia Y las damas de honor están cantando: Y escucha, ¡la pequeña campana de víspera, Que me lleva a la plegaria! "¡Oh Invitado a la Boda! esta alma ha estado Sola en un ancho, ancho mar: Tan solitaria estaba, que Dios mismo Apenas parecía estar allí. "Oh más dulce que la fiesta de bodas, Es aún más dulce para mí, Caminar juntos a la iglesia Con una buena compañía!"Caminar juntos a la iglesia, Y todos juntos rezar, Mientras cada uno a su gran Padre se inclina, ¡Ancianos, y niños, y amantes amigos, Y jóvenes y alegres doncellas! Y para enseñar, por su propio ejemplo, amor y reverencia a todas las cosas que Dios hizo y ama. "¡Adiós, adiós! pero esto te digo A ti, Invitado a la Boda Reza bien quien ama bien A todos, hombre y ave y animal. "Reza mejor, quien ama mejor A todas las cosas, grandes y pequeñas; Porque el querido Dios que nos ama, Él hizo y ama a todas ." El Marinero, el del ojo brillante, El de la barba con la edad agrisada, Se fue, y ahora el Invitado-a-la-Boda Se alejó de la puerta del novio. Se fue como alguien que ha sido turbado, Y es de una sensación desesperada: Un hombre más triste y más sabio Se levantó a la mañana siguiente. Samuel Coleridge (1772-1834)
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Como hemos visto, habían pasado muchos años desde la ominosa noche cuando por vez primera concibió la idea. Sin embargo, el horno seguía incólume en la ladera y en nada había cambiado desde que éste arrojara sus negros pensamientos en las candentes ascuas del crisol, fundiéndolos, por así decirlo, en la sola noción que se adueñó de su existencia. Se trataba de una estructura burda, redonda y semejante a una pesada torre de unos siete metros de altura, edificada con pedruscos y rodeada por un terraplén en casi toda su circunferencia, de modo que los bloques y pedazos de mármol se pudieran traer a carretadas para ser arrojados desde arriba. En la base había una abertura, similar a la boca de una estufa pero lo suficientemente alta como para que entrara un hombre agachado y dotada de una puerta de hierro macizo que parecía dar ingreso al interior del cerro. Con el humo y los chorros de fuego que escapaban por sus grietas y hendiduras, se asemejaba más que nada a la entrada secreta de las regiones infernales que los pastores de las Montañas Deleitosas solían enseñar al peregrino.
Ethan Brand. Ethan Brand, a chapter from an abortive romance, Nathaniel Hawthorne (1804-1864) Bartram el calero, un hombre rudo, corpulento y tiznado de carbón, vigilaba el horno a la caída de la noche y su pequeño hijo jugaba a hacer casas con trozos sueltos de mármol, cuando escucharon falda abajo una risa estentórea, no jubilosa sino lenta e inclusive solemne, como si el viento sacudiera las ramas del bosque. -¿Qué es eso, padre? -preguntó el niño, dejando el fuego para buscar refugio en las rodillas de su progenitor. -Oh, algún borracho, me figuro respondió el calero-. Algún achispado que no se atrevió a reírse bien duro dentro de la taberna por miedo de ir a volar el techo. De modo que ahí está, feliz desternillándose al pie del Graylock. -Pero, padre -insistió el niño, más sensible que el obtuso y no tan joven bromista-, él no se ríe como alguien contento. Ese ruido me asusta. -¡No seas tonto, niño! -gritó con aspereza el padre-. Nunca serás un hombre, ya lo creo. Has salido a tu madre en muchas cosas; he visto cómo te hace dar un bote el roce de una hoja. ¡Escucha! Ahí viene el borrachín. Ya vas a ver que no hace daño.
En aquella comarca hay muchas de estas caleras, levantadas con el fin de calcinar el mármol blanco que compone gran parte del material de las montañas. Algunas, construidas hace años y hace tiempo abandonadas, plagadas de malezas que crecen en el ruedo vacío del interior y de hierbas y flores silvestres que hunden las raíces en las grietas de las piedras, parecen ya reliquias de la antigüedad; y aún así podrá cubrirlas el liquen de siglos por venir. Otras, cuyo fuego el calero todavía alimenta día y noche,
Bartram y el niño hablaban frente al mismo horno que fuera el escenario de la solitaria y meditativa vida de Ethan Brand antes de que partiera en busca del pecado imperdonable.
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proporcionan lugares de interés al visitante de estos cerros, quien se sienta en un leño o en un trozo de mármol a charlar con aquel personaje apartado. Esta es una ocupación solitaria y, cuando el individuo es propenso a pensar, puede mover a intensas reflexiones; como se comprobó en el caso de Ethan Brand, quien meditara con tan raro propósito, en días ya pasados, mientras ardía el fuego en este mismo horno. El hombre que a la sazón cuidaba el fuego era de otra índole y no se apuraba con ningún pensamiento, salvo con los poquísimos indispensables en su oficio. A intervalos frecuentes abría de golpe la pesada y sonora puerta de hierro y, apartando la cara del resplandor intolerable, arrojaba adentro enormes leños de roble o removía con una pértiga los inmensos tizones. En el interior del horno se veían las llamas encrespadas y tumultuosas y el mármol en cocción, casi fundido por la violencia del calor; mientras afuera el reflejo del fuego reverberaba en la oscura maraña del bosque y presentaba en primer plano, ante una clara y rojiza miniatura de la cabaña y el manantial junto a la puerta, la figura atlética y tiznada del calero y la del niño medio aminalado que se encogía bajo la protección de la sombra paterna. Cuando otra vez se cerraba la puerta de hierro, entonces resurgía la blanda luz de la media luna, que en vano porfiaba por delinear los perfiles borrosos de las montañas circundantes. Alto en el cielo se veía una fugaz congregación de nubes, aún teñida levemente del rosado crepúsculo, aunque aquí abajo cerca del valle la luz del sol se había disipado hacía ratos.
El niño se arrimó más al padre cuando se oyeron pasos subiendo la cuesta. Una figura humana apartó el tupido matorral bajo los árboles. -¡Eh, quién vive! -llamó el calero, irritado con la timidez del hijo pero en parte contagiado de ella-. ¡Salga y déjese ver como un hombre, si no desea que le tire a la cabeza este trozo de mármol! -Me ofrece usted una ruda bienvenida -dijo una voz lóbrega a medida que el desconocido se acercaba-. Sin embargo, no pido ni deseo una más amable, aun junto a mi propio fuego.
Para verlo con más claridad Bartram abrió la puerta de la calera. Brotó al instante una violenta ráfaga de luz que dio de lleno contra el rostro y la figura del forastero. Para un observador descuidado no habría nada notable en su aspecto, que era el de un hombre alto y delgado en un terno marrón, burdo y de hechura rústica, con el bastón y los gruesos zapatos de los caminantes. Al avanzar no apartaba los ojos, que eran muy brillantes, del fulgor del horno, como si viera o esperara ver allí dentro algún objeto digno de atención. -Buenas noches, forastero -dijo Bartram-. ¿De dónde viene, ya tan tarde? -Regreso de mi búsqueda respondió el caminante-; ya que, por fin, ha concluido. -Borracho o loco -murmuró el calero para sí-. Voy a tener problemas con este sujeto. Tanto mejor cuanto más rápido lo aleje.
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El niño, todo tembloroso, le rogaba al padre entre susurros que cerrara la puerta del horno para que no saliera tanta luz; porque en el rostro de ese hombre había algo que lo asustaba pero que no podía dejar de mirar. En efecto, hasta el lerdo entendimiento del calero empezó a sentirse impresionado por algo indescriptible en aquel semblante enjuto, áspero y pensativo, el pelo encanecido colgando desgreñado alrededor, y esos ojos hundidos muy adentro que destellaban como hogueras a la entrada de una cueva misteriosa. Sin embargo, cuando Bartram fue a cerrar la puerta el forastero se dirigió a él y le habló en un tono tranquilo y natural que le hizo pensar que al fin y al cabo se trataba de una persona cuerda y razonable.
en el pueblo las buenas gentes todavía hablan de Ethan Brand y del curioso empeño que lo alejó de la calera. Bueno, ¿de modo que encontró el pecado imperdonable? -Cómo no -dijo serenamente el forastero. -Si no es mucha imprudencia prosiguió Bartram-, ¿en dónde sería? -Aquí -respondió Ethan Brand, poniéndose el dedo en el corazón. Entonces, sin alegría en la expresión, más bien como si se sintiera conmovido por un reconocimiento involuntario del infinito absurdo que fue buscar por todo el mundo la cosa más cercana y escudriñar todos los corazones, salvo el suyo, tras de lo que no estaba oculto en otro pecho, soltó una risotada desdeñosa. Era la misma risa lenta y grave que casi había pasmado al calero cuando anunció el arribo del caminante. La desierta ladera se entristeció con ella. La risa, cuando está fuera de tiempo o de lugar, bien puede ser la más terrible inflexión de la voz humana. La risa de un durmiente, así sea la de un niño, la risa de un loco, la risa descompuesta y estridente de un idiota de nacimiento, son sonidos que a veces nos ponen a temblar y que siempre olvidaríamos de buen grado. Los poetas no han imaginado para los demonios o los duendes una expresión más atrozmente propia que la risa. Hasta al rudo calero se le crisparon los nervios al ver cómo este hombre se examinaba el corazón y prorrumpía en una risa que se fue extinguiendo entre las sombras y que repercutió confusamente en las colinas.
-Veo que ya termina su tarea -dijo-. Este mármol lleva cociéndose tres días. En pocas horas la piedra será cal. -¿Cómo? ¿Quién es usted? exclamó el calero-. Parece que conoce mi oficio tanto como yo. -Tengo por qué hacerlo -contestó el forastero-, pues yo me dedicaba a lo mismo hace bastantes años; y aquí, además, en este mismo sitio. Pero usted es nuevo por estos lados. ¿Alguna vez oyó hablar de Ethan Brand? -¿El hombre que partió en busca del pecado imperdonable? -preguntó Bartram, con una carcajada. -El mismo -contestó el forastero-. Encontró ya lo que buscaba y por lo tanto ha vuelto. -¡Qué! ¿Entonces usted es Ethan Brand en persona? -exclamó el calero con sorpresa-. Como dice, soy nuevo aquí y cuentan que han pasado ya dieciocho años desde que usted dejó las faldas del Graylock. Pero, se lo aseguro, allá
-Joe -le dijo a su pequeño hijo-, corre a la taberna del pueblo y
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cuéntales a los juerguistas que Ethan Brand encontró el pecado imperdonable.
propio Satanás bajo el grotesco resplandor de ese horno. Hasta aquí la leyenda había sido causa de regocijo, pero ahora parecía espeluznante. Según la fábula, antes de partir en su cometido Ethan Brand acostumbraba invocar noche tras noche a un demonio del ígneo crisol de la calera, para tratar con él acerca del pecado imperdonable; empeñados el hombre y el demonio en formular la idea de algún tipo de culpa que no pudiera ser expiada o perdonada. Cuando el primer rayo de sol alumbraba la cumbre del monte, el demonio se escurría por la puerta de hierro para esperar allí, en el vivísimo elemento del fuego, mientras era llamado a tomar parte en la espantosa empresa de extender la posible culpa del hombre más allá del alcance de la por lo demás infinita clemencia celestial.
El niño voló a llevar el recado, a lo que Ethan Brand no hizo objeción. Ni siquiera pareció notarlo. Se sentó en un leño, mirando con fijeza la puerta del horno. Cuando el niño se perdió de vista y dejaron de oírse sus veloces y livianos pasos, que pisaron primero las hojas caídas y luego el sendero pedregoso que bajaba la montaña, el calero empezó a lamentar su partida. Se dio cuenta de que la presencia del niño servía de barrera entre el huésped y él y de que ahora tendría que habérselas de corazón a corazón con un hombre que, según su propia confesión, había cometido el único crimen hacia el cual el cielo no puede mostrar clemencia alguna. Aquel crimen, en su vaga negrura, parecía ensombrecerlo. Los propios pecados del calero resucitaron en su fuero interno y alborotaron su memoria con un tropel de imágenes malignas emparentadas con el pecado primordial, fuera este lo que fuera, cuya ambición y concepción estaban al alcance de la corrupta naturaleza humana. Todos componían una misma familia; iban y venían entre su pecho y el de Ethan Brand y llevaban siniestros saludos de uno a otro. Entonces Bartram recordó las anécdotas, tradicionales ya, respecto a este hombre que se le había aparecido por sorpresa como una sombra de la noche y que ahora se ponía cómodo en su antigua morada, después de una ausencia tan prolongada que los muertos, muertos y enterrados hacía tiempo, habrían tenido más derecho que él a estar en casa en cualquier paraje frecuentado en vida. Ethan Brand, decían, había departido con el
Mientras el calero luchaba contra el horror de estos pensamientos, Ethan Brand se levantó del leño y abrió la puerta del horno. Tan concordante era esta acción con la idea que Bartram tenía en mente, que éste casi esperó ver salir al Maligno, al rojo vivo, del horno crepitante. -¡Espere, espere! -gritó, emitiendo una risa entrecortada, pues sentía vergüenza de sus miedos, aunque lo dominaban-. ¡Por favor, no haga salir su diablo ahora! -¡Hombre! -le respondió severamente Ethan Brand-. ¿Qué necesidad tengo yo del diablo? Lo dejé atrás, sobre mi pista. Él se ocupa con los que pecan a medias, como usted. No tema que abra la puerta. Obro impulsado por la vieja costumbre y apenas voy a avivar el fuego, como el calero que una vez
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fui.
Con todo, se sentía incómodo en esta situación, a solas con Ethan Brand en la montaña agreste. Y se puso feliz de oír el ronco murmullo de las voces y las pisadas de lo que parecía ser una partida bastante numerosa, cuyos integrantes tropezaban con las piedras y hacían crujir la maleza a su paso. Pronto apareció el regimiento de holgazanes que solía infestar la taberna del pueblo, incluyendo tres o cuatro individuos que desde la partida de Ethan Brand habían pasado todos los inviernos bebiendo ponche de ron junto a la chimenea del bar y todos los veranos fumando pipa bajo el porche. Soltando carcajadas y mezclando las voces en una cháchara informal, de pronto aparecieron a la luz de la luna y de los delgados rayos de lumbre que iluminaban el espacio despejado frente al horno. Bartram entreabrió la puerta, inundando el lugar de claridad, de modo que el grupo tuviera una vista adecuada de Ethan Brand y él de ellos. Allí, entre otros viejos conocidos, se hallaba un personaje, anteriormente ubicuo y ahora casi extinto, con quien en otros tiempos de seguro nos habríamos tropezado en el hotel de cada población floreciente del país: un empresario de teatro. El presente ejemplar era un hombre marchito, como curado al humo, la nariz roja en el rostro arrugado, vestido con una chaqueta parda de elegante factura, cola corta y botones de cobre. Quién sabe cuánto hacía que la cantina le servía de despacho y refugio; y todavía chupaba lo que parecía ser el cigarro que encendiera veinte años atrás. Gozaba de gran fama por sus chistes secos, aunque tal vez menos debido a su humor intrínseco que a cierto aroma de brandy y de humo de tabaco que impregnaba
Atizó las enormes brasas, echó más leña y se inclinó para asomarse a la hueca prisión de la candela, a pesar del feroz reverbero que le teñía de rojo el rostro. El calero lo observaba y medio sospechaba que el raro huésped tenía el propósito, si no de invocar a un demonio, al menos de lanzarse a las llamas en persona y así esfumarse de la vista de la humanidad. Ethan Brand, sin embargo, retrocedió con calma y cerró la puerta. -He escrutado -dijo- más de un corazón humano que ardía de pasiones pecadoras siete veces más recio que este crisol de fuego. Pero no encontré allí lo que buscaba. No, al menos no el pecado imperdonable. -¿Qué es el pecado imperdonable? -preguntó el calero, aunque alejándose aún más de su interlocutor por miedo a que respondiera la pregunta. -Es un pecado que creció en mi propio pecho -respondió Ethan Brand, irguiéndose con el orgullo que distingue a los entusiastas de su laya-; un pecado que no germinó en ningún otro sitio. El pecado de una inteligencia que triunfó sobre los sentimientos de hermandad con los hombres y de respeto a Dios, y que lo sacrificó todo en aras de sus poderosas exigencias. El único pecado que merece la recompensa del tormento eterno. Si fuera a cometerlo otra vez, incurriría en la culpa con plena libertad; y acepto el justo castigo sin vacilaciones. -El hombre ha perdido la cabeza murmuró entre dientes el calero-. Puede ser pecador como todos nosotros, nada más probable. Pero, lo juro, es un loco también.
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todas sus ideas y expresiones, además de su persona. Otro rostro, claro en el recuerdo aunque ahora cambiado en forma extraña, era el del abogado Giles, como por cortesía seguía llamándolo la gente; un pelagatos entrado en años, en mangas de camisa -por lo demás mugrosas- y calzones de estopa. Este pobre sujeto había sido abogado en los que él llamaba sus mejores años, un diestro picapleitos de mucha acogida entre los litigantes del pueblo. Pero el ron, la ginebra, el brandy y los cocteles, que ingería a todas horas, mañana, tarde y noche, lo habían hecho rodar del trabajo intelectual a varias clases y grados de trabajo corporal, hasta que al fin, para adoptar su propia expresión, resbaló en una cuba de jabón. En otras palabras, Giles era ahora un jabonero en pequeña escala. Llegó a ser el mero recorte de un ser humano, habiéndose cercenado parte de un pie con un hacha y arrancado una mano entera por causa del agarrón endemoniado de una máquina de vapor. No obstante, aunque la mano material se había ido, le quedó un miembro espiritual; ya que, extendiendo el muñón, Giles no dejaba de afirmar que sentía un pulgar y unos dedos fantasmas con una sensación tan viva como antes de que le fueran amputados los reales. Sería un miserable lisiado, pero, a pesar de todo, uno que el mundo no podía pisotear y no tenía derecho a despreciar, tanto en esta como en cualquier etapa previa de sus desventuras, puesto que conservó el coraje y los ánimos de un hombre, no pedía nada por caridad y con la única mano -la izquierda por añadidura- libraba una batalla decidida contra la necesidad y las adversidades.
Entre el gentío venía también otro personaje que, si bien se parecía en ciertos puntos al abogado Giles, exhibía muchos más de diferencia. Se trataba del médico del pueblo, un hombre de unos cincuenta años a quien ya presentamos haciendo una visita profesional a Ethan Brand durante la supuesta locura de este último. Se había convertido en un sujeto de rostro purpurino, grosero y brutal y, sin embargo, medio caballeroso. En su hablar y en todos sus gestos y modales había algo de arrebato, ruina y desesperación. El brandy poseía a este hombre como un espíritu maligno y lo ponía tan arisco y salvaje como una fiera montaraz y tan miserable como un ánima en pena; pero se suponía que estaba dotado de una destreza tan maravillosa, de tales poderes naturales de curación, superiores a los que podía impartir la ciencia médica, que la sociedad le echó mano y no permitía que se hundiera fuera de su alcance. Así pues, balanceándose en el caballo y gruñendo con acentos espesos al pie del lecho, recorría leguas a la redonda visitando cada cuarto de enfermo en las poblaciones de aquellas montañas. A veces, como por milagro, levantaba a un moribundo. Y con igual frecuencia, no cabe duda, enviaba al paciente a una tumba cavada muchos años antes de lo debido. El doctor mordía una pipa perpetua que, como decía alguien aludiendo a su hábito de anclar soltando juramentos, mantenía prendida con chispas del infierno. Los tres prohombres se adelantaron y cada uno a su manera saludó a Ethan Brand, brindándole con toda seriedad el contenido de una botella negra en la que, aseguraban, encontraría algo mucho más digno
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de buscarse que el pecado imperdonable. Ningún intelecto, elevado a un alto grado de entusiasmo por medio de la meditación intensa y solitaria, puede soportar la clase de contacto con modos vulgares y rastreros de pensar y sentir que se le presentaba a Ethan Brand. Lo hacía dudar -y, cosa rara, era una duda dolorosa- si de veras había encontrado el pecado imperdonable y si lo había encontrado en su interior. La cuestión por la que había agotado su vida entera, y aún más que la vida, parecía ser cosa de ilusión.
aparición a lomo de caballo por la pista o ejecutando fantásticas proezas en la cuerda floja. El padre encanecido se acercó a Ethan Brand y lo escrutó con ojos vacilantes. -Dicen que usted ha recorrido el orbe entero -dijo, retorciéndose con ansiedad las manos-. Tiene que haber visto a mi hija, porque ha logrado descollar en el mundo y todos van a verla. ¿Le envió a su viejo padre algún mensaje o dijo cuándo pensaba regresar? Ethan Brand no pudo sostenerle la mirada. Aquella hija, de quien con tanta avidez anhelaba un saludo, era la Esther de nuestra historia, la misma joven que con intención tan fría y despiadada él había sometido a un experimento sicológico y cuya alma había devastado, absorbido y acaso aniquilado en el proceso. Mientras ocurrían estas cosas, una animada escena tenía lugar en el área de la luz alegre, cerca del manantial y frente a la puerta de la cabaña. Un buen número de jóvenes del pueblo, muchachos y muchachas, habían subido la cuesta a toda prisa, impulsados por la curiosidad de ver a Ethan Brand, el héroe de tantas leyendas conocidas desde la infancia. Ahora bien, no habiendo encontrado nada notable en su persona -tan sólo un caminante tostado por el sol, de traje sencillo y zapatos polvorientos, que estaba sentado mirando al fuego como si viera imágenes entre los carbones- los muchachos pronto se cansaron de observarlo. Dio la casualidad de que había a mano otra diversión. Un viejo judío alemán, que viajaba con un diorama2 a la espalda, pasaba rumbo al pueblo justo cuando el grupo se desvió del camino; y, con
-Déjenme en paz -dijo con amargura-, bestias, que en eso se han convertido consumiendo sus almas con licores ardientes. Ya acabé con ustedes. Hace años de años que hurgué en sus corazones y no encontré allí nada para mi propósito. Ahora lárguense. -¡Cómo, pícaro descortés! -bufó iracundo el médico-. ¿Es ese el modo de corresponder la gentileza de sus mejores amigos? Permita entonces que le diga la verdad. Usted no ha encontrado el pecado imperdonable más que aquel niño allí, Joe. Usted no es más que un loco, se lo dictaminé hace veinte años ni mejor ni peor que cualquier loco y digna compañía del viejo Humphrey, aquí presente. Señaló con el dedo a un anciano zarrapastroso de pelo largo y blanco, rostro macilento y mirada insegura. Hacía algunos años que vagaba por los montes, preguntando por su hija a todos los viandantes que encontraba. La muchacha al parecer se había fugado con una compañía circense. De cuando en cuando llegaban al pueblo noticias de ella. Corrían bonitas historias sobre su rutilante
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miras a ajustar las ganancias del día, el presentador los había seguido hasta la calera.
lentes de aumento el semblante redondo y sonrojado del niño asumía el más extraño aspecto que quepa imaginarse, el de un niño titánico, con la boca sonriendo ampliamente y los ojos y todas las facciones colmadas de alegría por la broma. De repente, empero, aquel rostro feliz palideció y su expresión pasó a ser de terror. Pues este niño fácilmente excitable se dio cuenta de que Ethan Brand le había clavado la mirada a través del vidrio.
-¡Venga acá, viejo alemán! -llamó uno de los jóvenes-. Muéstrenos sus vistas, si es que puede jurar que valen la pena. -Claro, capitán -contestó el judío, quien, fuera por cuestión de cortesía o de marrulla, llamaba "capitán" a todo el mundo-. Voy a mostrarles, ya lo creo, algunas vistas excelentes.
-Asusta al niño, capitán -dijo el judío, enderezando el oscuro y anguloso perfil-. Pero mire otra vez que, por casualidad, tengo para mostrarle algo muy lindo, le doy mi palabra.
Así que, colocando la caja en posición correcta, invitó a los jóvenes a que miraran por los orificios del aparato y procedió a exhibir, como modelos de las bellas artes, una sucesión de los más chocantes garabatos y pintarrajos con los que nunca un artista itinerante tuviera el descaro de embaucar al corro de sus espectadores. Es más, los lienzos estaban raídos, deshilachados, llenos de quiebres y arrugas, manchados de humo de tabaco y, aparte de eso, en la más deplorable condición. Algunos pretendían representar ciudades, edificios públicos y ruinosos castillos europeos. Otros reproducían las batallas de Napoleón y los combates navales de Nelson. En medio de éstos aparecía una mano gigantesca, morena y velluda -que podría haber sido tomada por la Mano del Destino, pero que en realidad pertenecía al presentadorseñalando con el índice las variadas escenas del conflicto mientras su dueño aportaba explicaciones históricas. Cuando, tras mucho regocijo por la abominable ausencia de méritos, la exhibición se dio por terminada, el alemán le pidió al pequeño Joe que metiera la cabeza en la caja. Visto a través de los
Ethan Brand se asomó a la caja por un instante y luego, retrocediendo bruscamente, se quedó mirando al alemán. ¿Qué vio? Nada, parece; pues un joven curioso que echó un vistazo casi al mismo tiempo sólo atisbó un pedazo de lienzo sin pintar. -Ahora lo recuerdo a usted murmuró Ethan Brand al artista. -Ah, capitán -dijo en un cuchicheo el judío de Nuremberg, esbozando una sonrisa siniestra-, encuentro que este asunto pesa mucho en mi caja de espectáculos, el tal pecado imperdonable. A fe mía, capitán, que me molió la espalda atravesar el monte con él a cuestas todo el santo día. -¡Silencio -lo conminó Ethan Brand secamente-, si no quiere que lo meta en el horno que ve allá! Apenas concluía la exhibición del judío cuando un mastín grande y viejo, que parecía ser su propio amo puesto que nadie entre los asistentes lo reclamaba, tuvo a bien
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ser objeto de la atención pública. Hasta entonces se había comportado como un perro manso y apacible, rondando de una persona a otra y, para ser sociable, ofreciendo la cabeza rasposa para que le diera palmaditas cualquier mano amable que se tomara la molestia. Pero ahora, de súbito, el grave y venerable cuadrúpedo, por su propia cuenta y sin la más leve sugerencia de parte de nadie más, empezó a perseguirse la cola, que, para subrayar lo absurdo del acto, era harto más corta de lo que debería. No se vio nunca empeño más tozudo en pos de un objeto imposible de alcanzar; no se oyó nunca tan tremenda explosión de gruñidos, resuellos, ladridos y mordiscos, como si un extremo del cuerpo del ridículo animal mantuviera un antagonismo mortal e imperdonable con el otro. Más y más rápido corría en redondo el can, más y todavía más rápido huía la inaccesible brevedad de la cola, y más y más fuertes eran los aullidos de rabia y de rencor. Hasta que, completamente exhausto y tan distante de la meta como siempre, el necio perro terminó su actuación tan repentinamente como la había iniciado. Al momento siguiente era tan dócil, sosegado, sensato y respetable en su comportamiento como cuando trabó conocimiento con la concurrencia.
Impresionado, podría ser, por haber percibido una remota analogía entre su propio caso y el del perro a la caza de sí mismo, de nuevo prorrumpió en esa risa atroz que más que cualquier otra señal expresaba el estado de su ser interior. A partir del momento el regocijo de los presentes tocó a su fin. Quedaron espantados, temerosos de que el nefasto sonido repercutiera por todo el horizonte y que tronara de montaña en montaña, prolongándose así el horror en sus oídos. Entonces, susurrándose que se había hecho tarde, que la luna casi se había puesto, que la noche de agosto se hacía fría, se marcharon veloces a sus casas, dejando que el calero y el pequeño Joe se las hubieran como fuera posible con el huésped indeseable. Salvo por estos tres seres humanos, el claro en la ladera era un desierto engastado en la vasta penumbra del bosque. Más allá del límite sombrío, la lumbre proyectaba su luz tenue sobre los majestuosos troncos y el follaje casi negro de los pinos, entreverado con el verdor de robles, arces y álamos más jóvenes, mientras aquí y allá yacían los colosales cadáveres de árboles que se pudrían en el suelo cubierto de hojarasca. Al pequeño Joe, niño imaginativo y tímido, le parecía que el bosque silencioso contenía el aliento hasta que sucediera alguna cosa horrible.
Como es de suponerse, la exhibición fue recibida con risas generales, aplausos y gritos de "otra vez", a los que respondió el acróbata canino meneando lo que tenía para menear de cola. No obstante, parecía por completo incapaz de repetir el exitoso intento de divertir a los espectadores. Mientras tanto Ethan Brand había vuelto a tomar asiento en el leño.
Ethan Brand arrojó más leña al fuego, cerró la puerta del horno y, mirando por encima del hombro al calero y el niño, les ordenó, más bien que aconsejarles, que fueran a dormir. -En cuanto a mí, no puedo hacerlo dijo-. Tengo asuntos que me incumbe meditar. Voy a cuidar el
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fuego como en los viejos tiempos. -Y a llamar al diablo a que salga del horno y le haga compañía, me figuro -murmuró Bartram, que había entablado relaciones íntimas con la botella negra arriba mencionada-. Pero cuide si quiere y llame cuantos demonios guste. Por mi parte, me caería muy bien un sueñecito. Vamos, Joe.
como algo sagrado; con qué imponente miedo condenaba un eventual triunfo de su búsqueda e imploraba para que el pecado imperdonable jamás le fuera revelado. Más tarde vino el vasto progreso intelectual que en su transcurso perturbó el equilibrio de mente y corazón. La idea que se adueñó de su existencia obró como aliciente para su educación; cultivó sus facultades hasta el más alto grado de que eran susceptibles; lo encumbró del nivel de un trabajador analfabeta hasta una eminencia que iluminaban las estrellas, adonde los filósofos de la tierra, agobiados por el saber de las universidades, en vano tratarían de subir para alcanzarlo. Eso en cuanto al intelecto. Pero, ¿en dónde quedaba el corazón? Este, a decir verdad, se había marchitado, se había endurecido, se había encogido, ¡había perecido! Ya no participaba en el latido universal. Ethan Brand se había desprendido de la cadena imantada de la humanidad. Dejó de ser un hermano del hombre, que abre las cámaras o los calabozos de nuestra común naturaleza con la llave de la sagrada compasión, la cual le confería el derecho de compartir todos sus secretos. Ahora era un frío espectador que consideraba a la humanidad como el objeto de su experimento y que a la postre convirtió en marionetas a hombres y mujeres, tirando de los hilos para conducirlos a los extremos criminales que precisaba su investigación.
Mientras seguía al padre a la cabaña, el niño se volvió a mirar al viajero. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pues su alma tierna intuía la inconsolable y terrible soledad en la que este hombre se había emparedado. Ethan Brand se quedó escuchando los chasquidos de la leña encendida y observando los menudos espíritus de fuego que salían por las hendiduras de la puerta. Sin embargo, estas fruslerías, antes tan familiares, retenían su atención del modo más superficial, mientras en las profundidades de la mente repasaba el cambio gradual pero maravilloso que la búsqueda a la cual se consagró había operado en su persona. Recordaba cómo lo salpicaba el rocío de la noche, cómo le susurraba el bosque, cómo rielaban las estrellas sobre él, un hombre sencillo y henchido de amor, mientras vigilaba el fuego en años idos, embargado en sus meditaciones. Recordaba con cuánta ternura, con cuánto amor y conmiseración por la humanidad y compasión por la culpa y el infortunio ajenos había comenzado a contemplar las ideas que después fueron la inspiración de su existencia; con cuánta reverencia escrutaba entonces el corazón del hombre, considerándolo como un templo de origen divino que, por más que fuese profanado, todo hermano debía siempre valorar
Fue así como Ethan Brand llegó a ser un desalmado. Comenzó a serlo desde que su carácter moral dejó de seguirle el paso al perfeccionamiento de su intelecto. Y ahora, como máximo esfuerzo y consecuencia inevitable, como la
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flor colorida y espléndida, como el suculento fruto de sus trabajos, había engendrado el pecado imperdonable.
estrellas de los cielos, que arrojaban antaño su luz sobre mi ruta como para alumbrarla adelante y arriba! ¡Adiós a todos, para siempre! ¡Ven, elemento mortífero del fuego, en lo futuro amigo inseparable! ¡Abrázame, igual que yo a ti!
-¿Qué más puedo buscar? ¿Qué más puedo alcanzar? -se decía Ethan Brand-. Está cumplida mi tarea. Y bien cumplida.
Aquella noche el eco de un espeluznante estampido de risa cruzó pesadamente por los sueños del calero y su hijo. Y los rondaron opacas sombras de horror y de angustia que parecían seguir presentes en el tosco cobertizo cuando abrieron los ojos a la luz del día.
Se levantó del leño y, con cierta presteza en el andar, escaló el terraplén que se apoyaba contra el círculo de piedra del horno, alcanzando así la parte superior de la estructura. Ésta abarcaba un vacío de unos tres metros de borde a borde, que permitía ver la superficie de la enorme masa de mármol quebrado que atestaba la calera. Los innumerables bloques y fragmentos de este material ardían al rojo, expeliendo altas llamaradas azulosas que flameaban en el aire y danzaban locamente, como en el interior de un círculo mágico, y se hundían para alzarse de nuevo en una agitación profusa e incesante. Cuando aquel hombre solitario se inclinó sobre el terrible mar de fuego, el calor sofocante pegó contra su cuerpo, en una bocanada que, era de suponerse, debería haberlo chamuscado y abrasado en el instante. Ethan Brand se enderezó y levantó los brazos al cielo. Las llamas azuladas le retozaban en la cara y lo bañaban con la única luz, salvaje y espectral, que se ajustaba a su expresión. Esta era la de un demonio a punto de precipitarse en este golfo del más vivo tormento.
-¡Levántate niño, levántate! -gritó el calero, mirando en derredor-. Gracias al cielo se terminó por fin la noche. En vez de pasar otra igual, preferiría cuidar la calera todo un año sin pegar el ojo. El tal Ethan Brand, con el embuste del pecado imperdonable, no es que me hiciera tamaño favor reemplazándome. Salió de la cabaña seguido por el pequeño Joe, que le apretaba con fuerza la mano. La luz del alba ya vertía su oro en las cumbres. Y los valles, aunque seguían en sombras, sonreían alegremente ante la promesa del claro día que se avecinaba. El pueblo, rodeado por completo de colinas que se iban elevando gradualmente hacia la lejanía, parecía como si hubiera dormido un sueño plácido en el hueco de la mano de la Providencia. Cada vivienda se distinguía con claridad; las torrecillas de las dos iglesias apuntaban hacia arriba, atrapando en las veletas de metal visos anticipados del brillo de los cielos dorados por el sol. La taberna estaba en pleno movimiento y la figura del curtido empresario teatral, cigarro en boca, se veía en el
-¡Oh, madre tierra -exclamó-, que no es más mi madre y en cuyas entrañas este cuerpo no ha de descomponerse! ¡Oh, raza humana, a cuyo parentesco he renunciado y cuyo excelso corazón pisoteé! ¡Oh,
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porche. Una nube áurea glorificaba la cabeza del viejo monte Graylock. Esparcidos también por los estribos de los montes circundantes se veían blancos rimeros de neblina de fantásticas formas, algunos bajos cerca del valle y otros altos cerca de las cimas; y otros más, del mismo linaje de neblina o nube, flotando en la dorada resplandecencia de la atmósfera. Parecía como si, saltando de una a otra de las nubes que reposaban en las pendientes y de allí a la más elevada cofradía que surcaba por los aires, cualquier mortal podría ascender a las regiones celestiales. Era un ensueño ver cómo la tierra se confundía con el cielo.
Con la pértiga en la mano se encaramó al horno. Tras una breve pausa llamó al hijo. -Sube acá, Joe -dijo. Así que Joe escaló el terraplén y se paró al lado de su padre. Todo el mármol se había incinerado y era ya cal, pura y blanca como la nieve. Pero en la superficie, en medio del ruedo, de igual manera blanco como la nieve y por completo reducido a cal, reposaba un esqueleto humano. Tenía la postura de alguien que tras arduos trabajos se recuesta a tomar un largo descanso. Entre las costillas, cosa extraña, se distinguía el contorno de un corazón humano. -¿Era de mármol el corazón de este sujeto? -exclamó Bartram, algo perplejo ante el fenómeno-. En todo caso, se ha convertido en lo que tal parece es una cal especialmente buena. Y, considerando los huesos en conjunto, mi horno es media carga más rico, todo gracias a él.
Para suministrar el encanto de lo familiar y doméstico que la naturaleza fácilmente asimila en una escena como ésta, la diligencia bajaba traqueteando por la cuesta cuando el cochero sonó el cuerno, cuyas notas fueron arrebatadas por el eco, que las conjugó en una armonía rica, variada y compleja, en la que el ejecutante original podía reclamar escasos méritos. Los montes tocaban entre ellos un concierto, contribuyendo cada uno con un acorde de dulzura etérea. La cara del pequeño Joe se iluminó de inmediato.
Diciendo esto, el rudo calero levantó la pértiga, la descargó sobre el esqueleto y los despojos de Ethan Brand se hicieron trizas. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
-Querido padre -exclamaba, brincando de un lado a otro-, el forastero se marchó y parece que el cielo y las montañas se alegraron por eso. -Sí -gruñó el calero, soltando un juramento-, pero dejó que se apagara el fuego y no hay por qué agradecerle si no se echaron a perder quinientas cargas de cal. Si pillo al tipo rondando otra vez por estos lados, voy a tener ganas de arrojarlo a la candela.
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El diablo y Tom Walker. The devil and Tom Walker, Washington Irving (1783-1859) En Massachusetts, a unos pocos kilómetros de Boston, el mar penetra a gran distancia tierra adentro, partiendo de la Bahía de Charles, hasta terminar en un pantano, muy poblado de árboles. A un lado de esta ría se encuentra un hermoso bosquecillo, mientras que del otro la costa se levanta abruptamente, formando una alta colina, sobre la cual crecían algunos árboles de gran edad y no menor tamaño. De acuerdo con viejas leyendas, debajo de uno de estos gigantescos árboles se encontraba enterrada una parte de los tesoros del Capitán Kidd, el pirata. La ría permitía llevar secretamente el tesoro en un bote, durante la noche, hasta el mismo pie de la colina; la altura del lugar dejaba, además, realizar la labor, observando al mismo tiempo que no andaba nadie por las cercanías, y los corpulentos árboles reconocer fácilmente el lugar. Además, según viejas leyendas, el mismísimo diablo presidió el enterramiento del tesoro y lo tomó bajo su custodia; se sabe que siempre hace esto con el dinero enterrado, particularmente cuando ha sido mal habido. Sea como quiera, Kidd nunca volvió a buscarlo, pues fue detenido poco después en Boston, enviado a Inglaterra y ahorcado allí por piratería. Por el año 1727, cuando los terremotos se producían con cierta frecuencia en la Nueva Inglaterra, y hacían caer de rodillas a muchos orgullosos pecadores, vivía cerca de este lugar un hombre flaco y miserable, que se llamaba Tomás Walker. Estaba casado con una mujer tan miserable como él: ambos lo eran tanto, que trataban de estafarse mutuamente. La mujer trataba de ocultar cualquier cosa sobre la que ponía las manos; en cuanto cacareaba una gallina, ya estaba ella al quién vive, para asegurarse el huevo recién puesto. El marido rondaba continuamente, buscando los escondrijos secretos de su mujer; abundaban los conflictos ruidosos acerca de cosas que debían ser propiedad común. Vivían en una casa, dejada de la mano de Dios, que tenía un aspecto como si se estuviera muriendo de hambre. De su chimenea no salía humo; ningún viajero se detenía a su puerta; llamaban suyo un miserable caballejo, cuyas costillas eran tan visibles como los hierros de una reja. El pobre animal se deslizaba por el campo, cubierto de un pasto corto, del cual sobresalían rugosas piedras, que si bien excitaba el hambre del animal no llegaba a calmarla; muchas veces sacaba la cabeza fuera de la empalizada, echando una mirada triste sobre cualquiera que pasase por allí, como si pidiera que le sacase de aquella tierra de hambre. Tanto la casa como sus moradores tenían mala fama. La mujer de Tomás era alta, de malísima intención, de un temperamento fiero, de larga lengua y fuertes brazos. Se oía a menudo su voz en una continua guerra de palabras con su marido: su cara demostraba que esas disputas no se limitaban a simples dimes y diretes. Sin embargo, nadie se atrevía a interponerse entre ellos. El solitario viajero se encerraba en sí mismo
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al oír aquel escándalo y rechinar de dientes, observaba a una cierta distancia aquel refugio de malas bestias y se apresuraba a seguir su camino, alegrándose, si era soltero, de no estar casado. Un día, Tomás Walker, que había tenido que dirigirse a un lugar distante, cortó camino, creyendo ahorrarlo, a través del pantano. Como todos los atajos, estaba mal elegido. Los árboles crecían muy cerca los unos de los otros, alcanzando algunos los treinta metros de altura, debido a lo cual, en pleno día, debajo de ellos parecía de noche, y todas las lechuzas de la vecindad se refugiaban allí. Todo el terreno estaba lleno de baches, en parte cubiertos de bejucos y musgo, por lo que a menudo el viajero caía en un pozo de barro negro y pegadizo; se encontraban también charcos de aguas obscuras y estancadas, donde se refugiaban las ranas, los sapos y las serpientes acuáticas, y donde se pudrían los troncos de los árboles semisumergidos, que parecían caimanes tomando el sol. Tomás seguía eligiendo cuidadosamente su camino a través de aquel bosque traicionero; saltando de un montón de troncos y raíces a otro, apoyando los pies en cualquier precario pero firme montón de tierra; otras veces se movía sigilosamente como un gato, a lo largo de troncos de árboles que yacían por tierra; de cuando en cuando le asustaban los gritos de los patos silvestres, que volaban sobre algún charco solitario. Finalmente llegó a tierra firme, a un pedazo de tierra que tenía la forma de una península, que se internaba profundamente en el pantano. Allí se habían hecho fuertes los indios durante las guerras con los primeros colonos. Allí habían construido una especie de fuerte, que ellos consideraron inexpugnable y que utilizaron como refugio para sus mujeres e hijos. Nada quedaba de él, sino una parte de la empalizada, que gradualmente se hundía en el suelo, hasta quedar a su mismo nivel, en parte cubierto ya por los árboles del bosque, cuyo follaje claro se distinguía nítidamente del otro más oscuro de los del pantano. Ya estaba bastante avanzada la tarde, cuando Tomás Walker llegó al viejo fuerte, donde se detuvo para descansar un rato. Cualquier otra persona hubiera sentido una cierta aversión a descansar allí, pues el común de las gentes tenía muy mala opinión del lugar, la que provenía de historias de los tiempos de las guerras con los indios; se aseguraba que los salvajes aparecían por allí y hacían sacrificios al Espíritu Malo. Sin embargo, Tomás Walker no era hombre que se preocupara de relatos de esa clase. Durante algún tiempo se acostó en el tronco de un árbol caído, escuchó los cantos de los pájaros y con su bastón se dedicó a formar montones de barro. Mientras inconscientemente revolvía la tierra, su bastón tropezó con algo duro. Lo sacó de entre la tierra vegetal y observó con sorpresa que era un cráneo, en el cual estaba firmemente clavada un hacha india. El estado de arma demostraba que había pasado mucho
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tiempo desde que había recibido aquel golpe mortal. Era un triste recuerdo de las luchas feroces de que había sido testigo aquel último refugio de los aborígenes. -Vaya -dijo Tomás Walker, mientras de un puntapié trataba de desprender del cráneo los últimos restos de tierra. -Deje ese cráneo -oyó que le decía una voz gruesa. Tomás levantó la mirada y vio a un hombre negro, de gran estatura, sentado en frente de él, en el tronco de otro árbol. Se sorprendió muchísimo, pues no había oído ni escuchado acercarse a nadie; pero más se asombró al observar atentamente a su interlocutor, tanto como lo permitía la poca luz, y comprender que no era negro ni indio. Es cierto que su vestido recordaba el de los aborígenes y que tenía alrededor del cuerpo un cinturón rojo, pero el color de su rostro no era ni negro ni cobrizo, sino sucio obscuro, y manchado de hollín, como si estuviera acostumbrado a andar entro el fuego y las fraguas. Un mechón de pelo hirsuto se agitaba sobre su cabeza en todas direcciones; llevaba un hacha sobre los hombros. Durante un momento observó a Tomás con sus grandes ojos rojos. -¿Qué hace usted en mis terrenos? -preguntó el hombre tiznado, con una voz ronca y cavernosa. -¡Sus terrenos! - exclamó burlonamente Tomás. Son tan suyos como míos; pertenecen al diácono Peabody. -Maldito sea el diácono Peabody -dijo el extraño individuo-; ya me he prometido que así será, si no se fija un poco más en sus propios pecados y menos en los del vecino. Mire hacia allí y verá cómo le va al diácono Peabody. Tomás miró en la dirección que indicaba aquel extraño individuo y observó uno de los grandes árboles, bien cubierto de hojas, por su parte exterior, pero cuyo tronco estaba enteramente carcomido, tanto que debía estar enteramente hueco, por lo que lo derribaría el primer viento fuerte. Sobre la corteza del árbol estaba grabado el nombre del diácono Peabody, un personaje eminente, que se había enriquecido mediante ventajosos negocios con los indios. Tomás echó una mirada alrededor y notó que la mayoría de los altos árboles estaban marcados con el nombre de algún encumbrado personaje de la colonia y que todos ellos estaban próximos a caer. El tronco sobre el cual estaba sentado parecía haber sido derribado hacía muy poco tiempo; llevaba el nombre de Growninshield; Tomás recordó que era un poderoso colono, que hacía gran ostentación de sus riquezas, de las cuales se decía que habían sido adquiridas mediante actos de piratería. -Está pronto para el fuego -dijo el hombre negro, con aire de triunfo-. Como usted ve, estoy bien provisto de leña para el invierno.
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-¿Pero qué derecho tiene usted a cortar árboles en las tierras del diácono Peabody? -preguntó Tomás asombrado. -El derecho que proviene de haber ocupado anteriormente estas tierras respondió el otro-. Me pertenecían antes de que ningún hombre blanco pusiera el pie en esta región. -¿Quién es usted, si se puede saber? -preguntó Tomás. -Me conocen por diferentes nombres. En algunos países soy el cazador furtivo; en otros, el minero negro. En esta región me llaman el leñador negro. Soy aquel a quien los hombres de bronce consagraron este lugar, y en honor del cual alguna que otra vez asaron un hombre blanco, puesto que gusto del olor de los sacrificios. Desde que los indios han sido exterminados por vosotros, los salvajes blancos, me divierto presidiendo las persecuciones de cuáqueros y anabaptistas. Soy el protector de los negreros y Gran Maestre de las brujas de Salem. -En pocas palabras, si no estoy equivocado -dijo Tomás audazmente-, usted es el mismísimo demonio, como se le llama corrientemente. -El mismo, a sus órdenes -respondió el hombre negro, con una inclinación de cabeza que quería ser cortés. Así empezó esta conversación de acuerdo con la antigua leyenda, aunque parece demasiado pacífica para que podamos creerla. Uno se siente tentado a pensar que un encuentro con tal personaje, en un lugar tan desolado y lejos de toda habitación humana, era para hacer saltar los nervios de cualquier hombre, pero Tomás era de temple férreo, no se asustaba fácilmente, y había vivido tanto tiempo con una harpía, que ya no temía ni al mismo diablo. Se cuenta que después de estas palabras iniciales, mientras Tomás seguía su camino hacia su casa, ambos personajes mantuvieron una larga y seria conferencia. El hombre negro le habló de grandes sumas de dinero, enterradas por Kidd el pirata bajo los árboles de la colina, no lejos del pantano. Todos estos tesoros estaban a disposición del hombre negro, quien los había puesto bajo su custodia. Ofreció dárselos a Tomás, por sentir una cierta inclinación hacia él, pero sólo en determinadas condiciones. Es fácil imaginarse qué condiciones eran éstas, aunque Tomás nunca se las confesó a nadie. Deben haber sido muy duras, pues pidió tiempo para pensarlas, aunque no era hombre que se detuviera en niñerías tratándose de dinero. Cuando llegaron al límite del pantano, el extraño individuo se detuvo. -¿Qué prueba tengo yo de que usted me ha dicho la verdad? -dijo Tomás. -Aquí está mi firma -repuso el hombre negro, poniendo uno de sus dedos sobre la frente de Tomás. Dicho esto dio vuelta, dirigiose a la parte más espesa del bosque y pareció, por lo menos así lo contaba Tomás, como si se hundiera en la tierra, hasta que no se vio más que los hombros y la cabeza, desapareciendo
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finalmente. Cuando llegó a su casa, encontró que el dedo del extraño hombre parecía haberle quemado la frente, de manera que nada podía borrar su señal. La primera noticia que le dio su mujer fue acerca de la repentina muerte de Absalón Crowninshield, el rico bucanero. Los periódicos lo anunciaban con los acostumbrados elogios. Tomás se acordó del árbol que su negro amigo acababa de derribar y que estaba pronto para arder. «Que ese filibustero se tueste bien -dijo Tomás-. ¿A quién puede preocuparle eso?» Estaba ahora convencido de que no era ninguna ilusión todo lo que había oído y visto. No era hombre inclinado a confiar en su mujer, pero, como éste era un secreto malvado, estaba pronto a compartirlo con ella. Toda la avaricia de su mujer se despertó al oír hablar del oro enterrado; urgió a su marido a cumplir las condiciones del hombre negro y asegurarse un tesoro que los haría ricos para toda la vida. Por muy dispuesto que hubiera estado Tomás a vender su alma al diablo, estaba determinado a no hacerlo para complacer a su mujer, por lo que se negó rotundamente por simple espíritu de contradicción. Fueron numerosas y graves las discusiones violentas entre ambos esposos acerca de esta materia, pero cuanto más hablaba ella, tanto más se decidía Tomás a no condenarse por hacerle el gusto a su mujer. Finalmente ella se decidió a hacer el negocio por su cuenta, y si lograba éxito, a guardarse todo el dinero. Como tenía tan pocos escrúpulos como su marido, una tarde de verano se dirigió al viejo fortín indio. Estuvo ausente muchas horas. Cuando volvió no gastó muchas palabras. Contó algunas cosas acerca de un hombre negro, a quien había encontrado, a media luz, dedicado a derribar árboles a hachazos. Sin embargo se mantuvo bastante reservada, sin acceder a contar más; debía volver otra vez con una oferta propiciatoria, pero se negó a decir lo que era. Al otro día, a la misma hora, se dirigió al pantano, llevando fuertemente cargado el delantal. Tomás la esperó muchas horas en vano; llegó la medianoche, pero no apareció; llegó la mañana, el mediodía, y nuevamente la noche, pero ella no volvía. Tomás empezó a tranquilizarse, especialmente cuando observó que se había llevado consigo un juego de té de plata y todo artículo portátil de valor. Pasó otra noche y otro día, y su mujer seguía sin aparecer. En una palabra, nunca más volvió a oírse hablar de ella. Son tantos los que aseguran saber lo que le ocurrió que, en resumidas cuentas, nadie sabe nada. Es uno de los tantos hechos que aparecen confusos por la enorme variedad de opiniones de los historiadores que se han ocupado de ello. Algunos aseguran que se perdió en el pantano, y que dando vueltas vino a caer en un pozo; otros, menos caritativos, suponen que huyó con el
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botín y se dirigió a alguna provincia; según otros, el enemigo malo la atrajo a una trampa, en la cual se la encontró después. Esta última hipótesis se confirma por la observación de algunos pobladores del lugar, según los cuales aquella misma tarde se vio a un hombre negro, con un hacha, que salía del pantano, llevando un atadillo formado por un delantal, y con el aspecto de un altivo triunfador. La versión más corriente afirma, sin embargo, que Tomás se puso tan nervioso por el destino de su mujer, que finalmente se decidió a buscarla en las cercanías del fortín indio. Permaneció toda una larga tarde de verano en aquel tétrico lugar, sin poder encontrarla. Muchas veces la llamó por su nombre, sin obtener ninguna respuesta. Sólo los pájaros y las ranas respondían a sus gritos. Finalmente, en la hora del crepúsculo, cuando empezaban a salir las lechuzas y los murciélagos, el vuelo de los caranchos le llamó la atención. Miró hacia arriba y observó un objeto, en parte envuelto en un delantal y que colgaba de las ramas de un árbol. Un carancho revoloteaba cerca, como si vigilara su presa. Tomás se alegró, por reconocer el delantal de su mujer y suponer que contuviera todos los objetos valiosos que se había llevado. «Recupere yo lo mío -dijo, tratando de consolarse-, y ya veré cómo me las arreglo sin mi mujer». Al subir por el árbol, el carancho extendió las alas y huyó a refugiarse en lo más sombrío del bosque. Tomás se apoderó del delantal, pero, con gran desesperación suya, sólo encontró dentro de él un hígado y un corazón. Según las más auténticas historias, eso es todo lo que se encontró de la mujer de Tomás. Probablemente intentó proceder con el diablo como estaba acostumbrada a hacerlo con su marido; pero, aunque una harpía se considera generalmente como un buen enemigo del diablo, en este caso parece que la mujer de Tomás llevó la peor parte. Debió haber muerto con las botas puestas, pues Tomás notó numerosas huellas de pies desnudos, alrededor del árbol, como si alguien hubiera tenido que afirmarse bien; encontró además un montón de negros e hirsutos cabellos, que indudablemente procedían del leñador. Tomás conocía por experiencia la habilidad de su mujer para el combate. Se encogió de hombros al observar señales de garras. «Por Dios -se dijo-, hasta él ha debido pasar trabajos por ella». Como era un hombre estoico, Tomás se consoló de la pérdida de sus objetos de plata, con la de su mujer. Hasta sintió un poco de gratitud por el leñador negro, considerando que le había favorecido. En consecuencia, trató de seguir cultivando su amistad, aunque durante algún tiempo sin éxito; el hombre negro parecía sufrir ahora de timidez, pues, aunque la gente piense lo contrario, no aparece en cuanto se le llama: sabe cómo jugar sus cartas cuando está seguro de tener los triunfos. Finalmente, se cuenta que cuando la inútil búsqueda había cansado a Tomás, hasta el punto de estar dispuesto a acceder a
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cualquier cosa antes que renunciar al tesoro, una tarde encontró al hombre negro, vestido como siempre de leñador, con el hacha al hombro, recorriendo el pantano y silbando una melodía. Pareció recibir los saludos de Tomás con gran indiferencia, dando cortas respuestas y prosiguiendo con su música. Poco a poco, sin embargo, Tomás llevó la conversación adonde le interesaba, empezando en seguida a discutir las condiciones dentro de las cuales Tomás obtendría el tesoro del pirata. Había una condición, que no es necesario mencionar, pues se sobreentiende generalmente en todos los casos en los que el diablo hace un favor; a ella se agregaban otras, en las que el hombre negro insistía tercamente, aunque fueran de menor importancia. Pretendía que el dinero encontrado con su auxilio se emplease en su servicio. En consecuencia, propuso a Tomás que lo dedicara al tráfico de esclavos, es decir, que fletara un barco dedicado a ese negocio. Sin embargo, Tomás se negó resueltamente a ello: su conciencia era bastante elástica, pero ni el mismo diablo podía inducirle a dedicarse al tráfico del ébano humano. El hombre negro, al ver que Tomás estaba tan decidido en este punto, no insistió, proponiendo en su lugar que se dedicara a prestar dinero, pues el diablo tiene gran interés en que aumente el número de usureros, considerándolos muy particularmente como hijos suyos. Tomás no hizo a esto ninguna objeción, ya que, por el contrario, era una proposición muy de su gusto. -El mes próximo usted abrirá sus oficinas en Boston -dijo el hombre negro. -Lo haré mañana mismo, si usted lo desea -repuso Tomás. -Usted prestará dinero al dos por ciento mensual. -Como que hay Dios, que cobraré cuatro -replicó Tomás. -Usted se hará extender pagarés, liquidará hipotecas y llevará los comerciantes a la quiebra. -Los mandaré... al d... o -gritó Tomás, entusiasmado. -Usted será usurero con mi dinero -añadió el hombre negro, agradablemente sorprendido-. ¿Cuándo quiere usted el dinero? -Esta misma noche. -Trato hecho -dijo el diablo. -Trato hecho -asintió Tomás. Se estrecharon las manos y quedó finiquitado el negocio. Pocos días después, Tomás se encontraba sentado detrás de su escritorio, en una casa de banca, en Boston. Pronto se esparció su reputación de prestamista, que entregaba dinero por pura consideración. Todos se acuerdan de los tiempos del gobernador Belcher, cuando el dinero era particularmente escaso. Eran los tiempos de los asignados. Todo el país estaba sumergido bajo un diluvio de papel moneda: se había fundado el Banco Hipotecario y producido una loca fiebre de especulación; la gente desvariaba con planes de
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colonización y con la construcción de ciudades en la selva. Los especuladores recorrían las casas con mapas de concesiones, de ciudades que iban a ser fundadas y de algún El Dorado, situado nadie sabía dónde, pero que todos querían comprar. En una palabra, la fiebre de la especulación, que aparece de vez en cuando en nuestra patria, había creado una situación alarmante; todos soñaban con hacer su fortuna de la nada. Como ocurre siempre, la epidemia había cedido; el sueño se había disipado, y con él las fortunas imaginarias; los pacientes se encontraban en un peligroso estado de convalecencia y por todo el país se oía a la gente quejarse de los «malos tiempos». En estos propicios momentos de calamidad pública se estableció Tomás como usurero en Boston. Pronto a su puerta se agolparon los solicitantes. El necesitado y el aventurero, el especulador, que consideraba los negocios como un juego de baraja; el comerciante sin fondos, o aquel cuyo crédito había desaparecido, en una palabra, todo el que debía buscar por medios desesperados y por sacrificios terribles, acudía a Tomás. Este era el amigo universal de los necesitados, sin perjuicio de exigir siempre buen pago y buenas seguridades. Su dureza estaba en relación directa con el grado de dificultad de su cliente. Acumulaba pagarés e hipotecas, esquilmaba gradualmente a sus clientes, hasta dejarlos a su puerta corno una fruta seca. De esta manera hizo dinero como la espuma y se convirtió en un hombre rico y poderoso. Como es costumbre en esta clase de gentes, comenzó a edificar una vasta casa, pero de puro miserable no acabó ni de construirla ni de amueblarla. En el colmo de su vanidad rompió coche, aunque dejaba morir de hambre a los caballos que tiraban de él; los ejes de aquel vehículo no llegaron nunca a saber lo que era el sebo y chirriaban de tal modo que cualquiera estaría tentado a tomar ese ruido por los lamentos de la pobre clientela de Tomás. A medida que pasaban los años empezó a reflexionar. Después de haberse asegurado todas las buenas cosas de este mundo comenzó a preocuparse del otro. Lamentaba el trato que había hecho con su amigo negro y se dedicó a buscar el modo y la manera de engañarle. En consecuencia, de repente se convirtió en asiduo visitante de la iglesia. Rezaba en voz muy alta y poniendo toda su fuerza en ello, como si se pudiera ganar el cielo a fuerza de pulmones. Del elevado tono de sus oraciones dominicales, podía deducirse la gravedad de sus pecados durante la semana. Los otros fieles, que modesta y continuamente habían dirigido sus pasos por los senderos de la rectitud, se llenaban a sí mismos de reproches al ver la rapidez con que este recién convertido los sobrepasaba a todos. Tomás mostrábase tan rígido en cuestiones de religión como de dinero; era un estricto vigilante y censor de sus vecinos y parecía creer que todo pecado que ellos cometieran era una partida a su favor. Llegó a hablar de la necesidad de reiniciar la persecución de los cuáqueros y los anabaptistas. En una palabra, el celo religioso de Tomás era
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tan notorio como sus riquezas. A pesar de todos sus ahincados esfuerzos en pro de lo contrario, Tomás temía que al fin el diablo se saliera con la suya. Se dice que para que no lo agarrara desprevenido, llevaba siempre una pequeña biblia en uno de los bolsillos de su levitón. Además, tenía otra de gran formato encima de su escritorio; los que le visitaban le encontraban a menudo leyéndola. En esas ocasiones, ponía sus lentes entre las páginas del libro, para marcar el lugar y se dirigía después a su visitante para llevar a cabo alguna operación usuraria. Cuentan algunos que a medida que envejecía, Tomás empezó a ponerse chocho y que suponiendo que su fin estaba cercano, hizo enterrar uno de sus caballos, con herraduras nuevas y completamente ensillado, pero con las patas para arriba, puesto que suponía que el día del Juicio Final todo iba a estar al revés, con lo cual tendría una cabalgadura lista para montar, pues estaba decidido, si ocurría lo peor, a que su amigo corriera un poco si quería llevarse su alma. Sin embargo, esto es probablemente sólo un cuento de viejas. Si realmente tomó esa precaución, fue completamente inútil, por lo menos así lo afirma la leyenda auténtica, que termina esta historia de la siguiente manera: Una tarde calurosa, en la canícula, cuando se anunciaba una terrible tormenta, Tomás se encontraba en su escritorio, vestido con una bata mañanera. Estaba a punto de desahuciar una hipoteca, con lo que acabaría de arruinar a un desgraciado especulador en tierras, por el que había sentido gran amistad. El pobre hombre pedía un par de meses de respiro. Tomás se impacientó y se negó a concederle ni un día más. -Eso significa la ruina de mi familia, que quedará en la miseria -decía el especulador. -La caridad bien entendida empieza por casa -objetó Tomás-. Debo preocuparme por mí mismo, en estos tiempos duros. -Usted ha ganado mucho dinero conmigo -dijo el especulador. Tomás perdió su paciencia y su piedad. -Que el d....o me lleve si he ganado un ochavo. En aquel momento se oyeron tres golpes dados en la puerta. Tomás salió a ver quién era. En la puerta, un hombre negro mantenía por la brida a un caballo del mismo color, que bufaba y golpeaba el suelo con impaciencia. -Tomás, ven conmigo -dijo el hombre negro secamente. Tomás retrocedió, pero era demasiado tarde. Su Biblia pequeña estaba en el levitón y la grande debajo de la hipoteca, que estaba a punto de liquidar; ningún pecador fue tomado más desprevenido. El hombre le puso en la silla, como si fuera un niño, fustigó al caballo y se alejó a galope tendido con Tomás detrás de él en medio de la tormenta que acababa de desencadenarse. Sus empleados se pusieron la pluma detrás de la oreja y a través de las ventanas le vieron alejarse. Así desapareció Tomás Walker a través de las calles, flotando al aire su traje mañanero, mientras su caballo a cada salto
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hacía brotar chispas del suelo. Cuando los empleados volvieron la cabeza para observar al hombre negro, éste había desaparecido. Tomás nunca volvió a liquidar la hipoteca. Una persona que vivía en el límite del pantano contó que en el momento de desencadenarse la tormenta oyó ruido de herraduras y aullidos, y cuando se asomó a la ventana vio una figura como la descripta, montada en un caballo que galopaba como desbocado, a través de campos y colinas, hacia el oscuro pantano, en dirección al derruido fuerte indio; poco después de pasar por delante de su casa cayó en aquel sitio un rayo que pareció incendiar todo el bosque. Las buenas gentes sacudieron la cabeza y se encogieron de hombros, pero estaban tan acostumbradas a las brujas, los encantamientos y toda clase de triquiñuelas del diablo, que no se horrorizaron tanto como hubiera debido esperarse. Se encargó a un grupo de personas que administraran las propiedades de Tomás. Nada había que administrar, sin embargo. Al revisar sus cofres, se encontró que todos sus pagarés e hipotecas estaban reducidos a cenizas. En lugar de oro y plata, su caja de hierro sólo contenía piedras; en vez de dos caballos, medio muertos de hambre en sus caballerizas, se encontraron sólo dos esqueletos. Al día siguiente su casa ardió hasta los cimientos. Este fue el fin de Tomás Walker y de sus mal habidas riquezas. Que todas las personas excesivamente amantes del dinero se miren en este espejo. Es imposible dudar de la veracidad de esta historia. Todavía puede verse el pozo, bajo los árboles de donde Tomás desenterró el oro del capitán Kidd; en las noches tormentosas alrededor del pantano y del viejo fortín indio, aparece una figura a caballo vestida con un traje mañanero, que sin duda es el alma del usurero. De hecho, la historia ha dado origen a un proverbio, a ese dicho tan popular en la Nueva Inglaterra, acerca de «El Diablo y Tomás Walker». En cuanto puedo acordarme, esta es la esencia del relato del ballenero del Cabo Cod. Estaba adornado de diversos detalles triviales que he omitido, pero los cuales nos sirvieron de alegre esparcimiento toda la mañana, hasta dejar pasar la hora más favorable para la pesca, por lo que se propuso que volviéramos a tierra y permaneciéramos bajo los árboles, hasta que cediera el calor del mediodía. Conformes con esto, tomamos tierra en una agradable parte de la costa de la isla de Manhattoes, llena de árboles y que antiguamente perteneció a los dominios de la familia Hardenbroocks. Era un lugar que conocía bien por las excursiones de mi mocedad. Cerca del sitio de nuestro desembarco se encontraba un antiguo sepulcro holandés, que inspiró gran terror y dio pábulo a numerosas fábulas entre mis compañeros de colegio. Durante uno de nuestros viajes costeros habíamos entrado a verlo, encontrando féretros recargados de adornos y muchos huesos; pero lo que lo hacía más interesante a nuestros
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ojos es que existía una cierta relación con el casco del barco pirata, que se pudría entre las rocas de Hell-Gate. También se decía que tenía mucho que ver con los contrabandistas, lo que debía ser cierto cuando este apartado lugar pertenecía a uno de los notables burgers, un tal Provost, al que se le conocía por el sobrenombre de «el aventurero del dinero pronto» y del que se murmuraba que tenía numerosos y misteriosos negocios de ultramar. Sin embargo, todas estas cosas habían formado un buen revoltillo en nuestras juveniles cabezas, de esa misma vaga manera como tales temas se entrelazan en los cuentos de la mocedad. Mientras yo reflexionaba sobre estas cosas, mis compañeros habían extendido un almuerzo sobre el suelo, sacándolo de una canasta muy bien provista, y colocando todo bajo los árboles, cerca del agua. Allí pasamos las horas calurosas del mediodía. Mientras me encontraba tirado sobre la hierba, entregado a esa ensoñación que tanto me gusta, pasé revista a los débiles recuerdos de mi mocedad, y se los relaté a mis compañeros como me venían a la memoria: incompletos recuerdos de un sueño, que divirtió a mis acompañantes. Cuando terminé, uno de los burgers, hombre de edad avanzada, llamado Juan José Vandermoere, rompió el silencio y nos observó que él también recordaba una historia acerca de un tesoro, suceso que había ocurrido en su vecindario y que podía explicar algunas de las cosas que había oído en mi mocedad. Como sabíamos que era uno de los más veraces hombres de la provincia, le rogamos que nos contara esa historia, lo que hizo de muy buena gana, mientras fumábamos nuestras pipas.
Washington Irving (1783-1859)
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El guardavías. The Signal Man; Charles Dickens (1812-1870) -¡Hola, el de ahí abajo! Cuando escuchó una voz que lo llamaba estaba de pie en la puerta de la caseta, con una bandera en la mano enrollada alrededor de un palo. Teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, cualquiera hubiera pensado que no podía dudar con respecto al lugar del que procedía la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, donde estaba yo, de pie sobre un empinado monte situado justo encima de su cabeza, se dio la vuelta y miró hacia la vía. Había algo especial en la forma en que lo hizo, aunque yo no pudiera captar de que se trataba exactamente. Lo que sí se es que fue lo bastante notable como para llamar mi atención, a pesar de que su figura, situada abajo, en la profunda zanja, se encontraba un tanto lejana y ensombrecida, y yo me hallaba muy por encima de él, tan de cara al resplandor de un furioso ocaso que tuve que protegerme los ojos con la mano antes de poder verlo. -¡Hola, ahí abajo! Él seguía mirando la vía, pero volvió a darse la vuelta y, al levantar la vista, me vio allí arriba. -¿Hay algún camino por el que pueda bajar para hablar con usted? Miró sin responder y yo le contemplé sin querer presionarle repitiendo mi tonta pregunta. En ese preciso momento se produjo una vaga vibración en la tierra y el aire, que se convirtió rápidamente en una pulsación violenta, en una embestida que me obligó a retroceder para no caer abajo. Cuando se deshizo el vapor que se había elevado hasta mi altura desde el tren que pasó velozmente, y empezó a desvanecerse en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y pude verle enrollar en el Palo la bandera que había extendido durante el paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa durante la cual pareció contemplarme con gran atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unos doscientos o trescientos metros de distancia. -¡Entendido! -le grité dirigiéndome hacia ese lugar. Allí, a fuerza de examinar cuidadosamente la zona, encontré un tosco camino que descendía en zigzag, en el que habían excavado una especie de escalones, y bajé por él. La zanja era profunda e inusualmente inclinada. Había sido excavada en una piedra viscosa que se iba volviendo más rezumante y húmeda conforme bajaba. Por ese motivo el camino se me hizo lo bastante largo para recordar la sensación singular de desgana y obligación con la que me había indicado donde estaba. Cuando bajé por el camino, vi que estaba de pie entre los raíles por los que
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acababa de pasar el tren, en actitud de estar aguardando mi aparición. Con la mano izquierda se tocaba la barbilla y descansaba el codo de ese brazo sobre su mano derecha, cruzada junto al pecho. Su actitud me pareció tan expectante y vigilante que me detuve un momento, extrañado. Reanudé mi avance, llegué a la altura de la vía y al acercarme más vi que era un hombre de tez pálida y pelo oscuro, de barba negra y cejas bastante pobladas. Su puesto se encontraba en el lugar más solitario y triste que yo hubiera contemplado nunca. A ambos lados, un muro hecho de piedra mellada que goteaba humedad, impedía toda vista salvo la de una franja de cielo; por un lado, la perspectiva sólo era una prolongación curva de aquel calabozo enorme; la perspectiva por la otra dirección, mas corta, terminaba en una sombría luz rojiza y en la entrada, todavía más sombría, de un túnel negro, cuya arquitectura maciza creaba una atmósfera bárbara, deprimente y repulsiva. Era tan escasa la luz del sol que llegaba hasta allí que producía un olor terroso y letal, y tanto el frío viento que corría por la zanja que llegué a estremecerme, como si hubiera abandonado el mundo natural. Me acerqué hasta él lo suficiente para tocarle antes de que se moviera. Ni siquiera entonces apartó su vista de la mía, pero dio un paso atrás y levantó una mano. Le dije que ocupaba un puesto bastante solitario, y que había llamado mi atención cuando le vi desde allá arriba. Añadí que suponía que le resultaría raro tener visitantes, pero esperaba no obstante ser bienvenido. Que en mí debía ver simplemente a un hombre que habiendo estado toda su vida encerrado en unos límites estrechos, y sintiéndose libre por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras. Le hablé en ese sentido, aunque estoy lejos de encontrarme seguro de que fueran ésos los términos utilizados; pues aparte de que no se me da muy bien iniciar una conversación, había en aquel hombre algo que me intimidaba. Dirigió una curiosísima mirada hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la vista fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a mirarme. Le pregunté que si la luz formaba parte de sus obligaciones. -¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja. Contemplando su mirada fija y aquel rostro melancólico pasó por mi mente el pensamiento monstruoso de que se trataba de un espíritu, y no de un hombre. Desde entonces he pensado muchas veces si no habría algún problema en su mente. En ese momento fui yo el que retrocedió, pero al hacerlo detecté en su mirada un miedo latente hacia mí y con él desapareció mi pensamiento monstruoso. -Me está mirando como si me tuviera miedo -le dije, obligándome a sonreír. -Estaba pensando si lo había visto antes -replicó él. -¿Dónde? Señaló hacia la luz roja que había estado mirando.
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-¿Allí? -volví a preguntar yo. Respondió afirmativamente (aunque sin emitir sonido alguno) mientras me miraba con intensidad. -Mi buen amigo, ¿qué podía hacer yo allí? No obstante, puedo jurarle en cualquier caso que nunca he estado en ese lugar. -Así lo creo. -replicó él- Sí, estoy seguro. Su actitud se volvió entonces más tranquila. Contestó a mis observaciones con prontitud y con palabras bien elegidas. ¿Tenía mucho trabajo allí? Sí; bueno, era una forma de decirlo, tenía desde luego una gran responsabilidad; pero lo que se requería de él era exactitud y vigilancia, mientras que trabajo de verdad, es decir, trabajo manual, apenas existía. Lo único que tenía que hacer era cambiar la señal, arreglar las luces y girar la manivela de hierro de vez en cuando. Con respecto a las largas y solitarias horas que tan pesadas me parecían a mí sólo podía decirme que se había adaptado a la rutina de esa vida y se había acostumbrado a ella. Allí abajo había aprendido una lengua, aunque sólo a leerla, haciéndose alguna idea aproximada de su pronunciación, si es que a eso podía llamarse aprender lenguas. Había trabajado también en fracciones y decimales y probado un poco con el álgebra, pero era, igual que había sido de niño, bastante torpe para las cifras. Cuando estaba de servicio era necesario que permaneciera siempre en aquel canal de aire húmedo y no podía subir nunca hasta donde lucía el sol, por encima de aquellos elevados muros de piedra? Bueno, eso dependía de los momentos y las circunstancias. En ci ertas ocasiones había menos movimiento en la vía que en otras, y lo mismo podía decirse de ciertas horas del día y de la noche. Cuando el tiempo era bueno, elegía esos momentos para elevarse un poco por encima de las sombras inferiores, pero como en cualquier momento podían llamarle con la campana eléctrica, y en esas ocasiones prestaba atención para escucharla con renovada ansiedad, el alivio que obtenía era menor del que yo podía suponer. Me condujo hasta su caseta, donde había una chimenea, una mesa para un libro oficial en el que tenía que anotar determinadas entradas, un instrumento telegráfico con su dial, cristal y agujas, y la pequeña campana de la que había hablado. Al confiarle yo, rogándole que me excusara el comentario, que me había parecido muy bien educado, y quizás (y esperaba decirlo sin ofenderle), educado por encima de su posición, observó que no era raro encontrar ejemplos de ligeras incongruencias en ese aspecto dentro de los grandes grupos humanos; que había oído que así sucedía en los talleres, en las fuerzas de policía, a incluso en el último recurso de los desesperados, el ejército; y que sabía que también sucedía así, en mayor o menor medida, en cualquier importante estación de ferrocarril. De joven había sido estudiante de filosofía natural y había asistido a conferencias (si podía yo creerle al verlo sentado en aquella cabaña, pues él apenas podía); pero se había desencadenado, había utilizado mal sus oportunidades, y había caído para no volverse a levantar de nuevo. No tenía queja alguna al respecto. Él mismo había hecho la cama sobre la que se había acostado, y era ya demasiado tarde para hacer otra. Todo lo que acabo de condensar lo explicó de una manera tranquila, repartiendo por igual entre el fuego y mi persona unas miradas oscuras y graves. De vez en cuando dejaba caer la palabra señor, y especialmente
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cuando se refería a su juventud, como si me pidiera que entendiera que él no reivindicaba ser otra cosa que el hombre al que encontré en aquella cabaña. En varias ocasiones le interrumpió la campanilla y tuvo que leer mensajes y enviar respuestas. En una ocasión tuvo que salir para mostrar una bandera a un tren que pasaba y comunicar algo verbalmente al maquinista. Observé que en el cumplimiento de sus deberes era especialmente exacto y vigilante, interrumpiendo su discurso en una sílaba si era preciso y manteniendo silencio hasta que hubiera cumplido su deber. En resumen, habría considerado que era el hombre que con mayor seguridad podía ejercitar ese cargo de no ser por la circunstancia de que en dos ocasiones, mientras me estaba hablando, perdió el color, volvió el rostro hacia la campanilla cuando ésta NO había sonado, abrió la puerta de la cabaña (que estaba cerrada para que no penetrara la insalubre humedad) y miró hacia la luz roja cercana a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó con la actitud inexplicable que ya había observado yo, sin ser capaz de definirla, cuando nos vimos por primera vez desde lejos. -Casi me hace pensar que he encontrado a un hombre feliz. -le dije cuando me levantaba para despedirme. (Me temo que he de reconocer que se lo dije para impulsarle a que siguiera hablando) -Creo que solía serlo.. -replicó con la voz baja con la que me habló por primera vez- Pero me siento atribulado, señor, me siento atribulado. Habría borrado esas Palabras de haber podido hacerlo. Pero ya estaban dichas y me referí a ellas inmediatamente. -¿Por qué? ¿Cuál es su problema? -Es muy difícil de explicar, señor. Es verdaderamente difícil hablar de ello. Pero si vuelve a visitarme, intentaré contárselo. -Me comprometo expresamente a visitarle de nuevo. ¿Cuándo podré hacerlo? -Salgo de servicio por la mañana y volveré a entrar mañana por la noche a las diez, señor. -Vendré entonces a las once. Me dio las gracias y salió de la cabaña conmigo. -Le iluminaré con mi linterna, señor, hasta que haya encontrado el camino de ascenso. -me dijo con su peculiar voz baja- Pero cuando lo haya encontrado, ¡no grite para decírmelo! Y cuando esté ya arriba, ¡no me llame! Aquella actitud me pareció bastante fría, pero me limité a responderle un «de acuerdo». -Y cuando venga mañana por la noche, ¡no me llame! Permítame una pregunta antes de partir: ¿por que esta noche gritó ¡hola, ahí abajo!? -Quién sabe. -respondí yo- Debí gritar algo parecido... -No algo parecido, señor. Exactamente esas mismas palabras. Las conozco muy bien. -Admito que fueran esas mismas palabras. Sin duda las dije porque le vi a usted aquí abajo. -¿Por ningún otro motivo? -¿Qué otra razón podría haber tenido?
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-¿No tuvo la sensación de que le eran transmitidas de una manera sobrenatural? -En absoluto. Me deseó buenas noches y mantuvo en alto su linterna. Caminé junto a la vía del ferrocarril (con la sensación muy desagradable de que venía un tren a mis espaldas) hasta que encontré el camino. La subida fue más fácil que la bajada, y llegué a mi posada sin mayores aventuras. Puntual a mi cita, cuando unos relojes distantes daban las once a la noche siguiente puse el pie en el primer escalón de la bajada en zigzag. Él me aguardaba abajo con la linterna blanca encendida. -No he llamado. -le dije en cuanto estuvimos juntos- ¿Puedo hablar ahora? -Por supuesto que sí, señor. Buenas noches, y aquí está mi mano. -Buenas noches, señor, y aquí está la mía. Tras esa introducción caminamos uno junto a otro hasta su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego. -Señor, he decidido que no tenga que preguntarme dos veces que es lo que me preocupa -dijo nada más sentarse, inclinándose hacia delante y hablándome en un tono que apenas era más elevado que un susurro- Ayer por la noche le confundí con otro. Eso es lo que me turba. -¿Ese error? -No. Ese Otro. -¿De quién se trata? -No lo sé. -¿Se parece a mí? -Tampoco sé eso. Nunca le vi el rostro. Se cubre la cara con el brazo izquierdo y mueve el derecho... lo agita violentamente, así. Seguí sus movimientos con atención y me pareció la gesticulación de un brazo con el máximo de pasión y vehemencia, queriendo expresar este significado: ¡en nombre de Dios, despeje el camino! -Una noche estaba sentado aquí, bajo la luz de la luna, cuando oí una voz que gritaba: « ¡Hola, ahí abajo!» Me levanté, miré desde la puerta y vi a ese Otro de pie junto a la luz roja que hay cerca del túnel, moviendo el brazo de la manera que le acabo de explicar. La voz parecía áspera pero sin estridencias, y gritaba: ¡Cuidado! ¡Cuidado! Tomé la lámpara, la puse en luz roja y corrí hacia la figura preguntándole que qué pasaba, qué había sucedido, dónde. Estaba ligeramente fuera del túnel. Avancé hasta acercarme tanto que pensé que iba a chocar con la manga de su brazo. Corrí hasta allí y ya había extendido mi mano Para apartarle el brazo cuando desapareció. -¿Se metió en el túnel? -pregunté. -No. Fui yo el que entró corriendo en el túnel, hasta casi quinientos metros. Me detuve, levanté la lámpara por encima de la cabeza pero sólo vi las cifras que indican la distancia y las manchas de humedad que se deslizaban por las paredes y goteaban desde el arco. Salí corriendo a mayor velocidad de la que había entrado (pues me sentía sobrecogido por un horror mortal) y miré por todas partes junto a la luz roja con mi propia lámpara, subí por la escalera de
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hierro hasta la galería que hay encima, volví a bajar y regrese aquí corriendo. Telegrafié en ambas direcciones: «He recibido una alarma. ¿Hay algún problema?» Desde ambas llegó la misma respuesta: «Todo está bien». Venciendo la sensación de que un dedo helado estaba recorriendo lentamente mi columna vertebral, le dije que aquella figura debió de ser un engaño de su vista; y que es bien sabido que esas figuras, cuyo origen está en la enfermedad de los delicados nervios que rigen el funcionamiento de los ojos, a menudo han inquietado a los pacientes, algunos de los cuales han tomado conciencia de la naturaleza de su aflicción a incluso se lo han demostrado a sí mismos por medio de experimentos. -En cuanto a lo del grito imaginario, -seguí diciéndole- escuche por un momento el viento en este valle artificial mientras hablamos en voz tan baja, y el sonido que provocan los cables del telégrafo. Me contestó que todo aquello estaba muy bien, después de que hubiéramos estado sentados un tiempo en silencio y escuchando, pero que él debía saber algo sobre el viento y los cables, pues con frecuencia había pasado allí largas noches de invierno a solas y vigilante. Añadió que me rogaba que tuviera en cuenta que no había terminado su historia. Le pedí excusas y lentamente, tocándome el brazo, añadió estas palabras: -Seis horas después de la Aparición sucedió el conocido accidente de esta vía, y diez horas más tarde sacaban los muertos y los heridos a través del túnel por el lugar en donde había estado la figura. Me recorrió un desagradable estremecimiento, pero hice los mayores esfuerzos para sobreponerme. Repliqué que no podía negar que se trataba de una coincidencia notable, bien calculada para impresionarme. Pero era incuestionable que continuamente se producen notables coincidencias y que deben tenerse en cuenta al tratar temas semejantes. Aunque debía admitir a buen seguro, añadí (pues creí ver que iba a oponerme esa objeción), que los hombres con sentido común no tienen en cuenta esas coincidencias al analizar de manera ordinaria la vida. De nuevo me hizo cortésmente la observación de que no había terminado. Por segunda vez le supliqué que me perdonara por la interrupción. -Esto sucedió hace exactamente un año. -dijo poniendo de nuevo la mano en mi brazo, y mirando por encima de su hombro con ojos huecos- Pasaron seis o siete meses, y ya me había recuperado de la sorpresa y el shock cuando una mañana, al despuntar el día, me encontraba de pie en la puerta mirando hacia la luz roja y vi de nuevo al espectro. Se detuvo ahí y permaneció mirándome fijamente. -¿Gritó algo? -No. Guardaba silencio. -¿Movía el brazo? -No. Estaba apoyado sobre el haz de luz, con las dos manos ante el rostro, puestas así.
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Seguí sus movimientos con la mirada y vi una acción de dolor. Ya había visto esa actitud en las esculturas que hay sobre las tumbas. -¿Subió hasta allí? -Entré y me senté, en parte para pensar en ello, pero también en parte porque me sentía débil. Cuando volví a salir, la luz del día lo iluminaba todo y el fantasma había desaparecido. -¿Y no pasó nada? ¿La aparición no tuvo consecuencias? Me tocó el brazo con el dedo índice dos o tres veces asintiendo fúnebremente cada vez: -Aquel mismo día, cuando un tren salía del túnel me di cuenta al mirar hacia una ventanilla que en el interior había una confusión de manos y cabezas, y que algo se movía. Lo vi durante el tiempo necesario para pedir al maquinista que se detuviera. Puso el freno, pero el tren se deslizó hasta unos ciento cincuenta metros de aquí, o más. Corrí hasta allí y al llegar escuché terribles gritos y lamentos. Una mujer joven y hermosa había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos y la trajeron hasta aquí, colocándola en este suelo que hay ahora entre nosotros. Involuntariamente, eché hacia atrás mi silla y miré las tablas que él me señalaba. -Así fue, señor. Ciertamente. Sucedió exactamente tal como se lo cuento. No se me ocurría nada que decir, en ningún sentido, y tenía la boca muy seca. El viento y los cables siguieron la historia con un gemido prolongado. -Y ahora, señor, -siguió- medite en ello y juzgue hasta qué punto está conturbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha aparecido allí, una y otra vez, sin seguir pauta alguna. -¿Junto a la luz? -Junto a la luz de peligro. -¿Y qué es lo que parece hacer? Repitió, si ello es posible con mayor pasión y vehemencia, la misma gesticulación cuyo significado había interpretado como: ¡por Dios, despejen el camino! Y luego siguió hablando. -Por eso no tengo ni paz ni descanso. Durante muchos minutos seguidos, y de una manera dolorosa, me grita: ¡cuidado ahí abajo! Y sigue haciéndome señas. Hace que suene la campanilla... Esa última frase me hizo pensar algo. -¿Sonó la campanilla ayer por la noche cuando yo estaba aquí y usted salió hasta la puerta? -Por dos veces. -Bien, ya veo que su imaginación le está desorientando. Yo tenía la vista fija en la campanilla, y los oídos bien abiertos a su sonido, y tan seguro como de que estoy vivo que NO sonó en esas ocasiones. No, ni en ningún otro momento, salvo dentro del curso natural de las cosas físicas, cuando la estación
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comunicaba con usted. -Todavía no he cometido nunca un error, señor, -añadió agitando la cabezajamás he confundido la llamada del espectro con la del hombre. La llamada del fantasma es una extraña vibración en la campana que no viene de parte alguna, y no he afirmado que la campana se mueva delante de los ojos. No me extraña que usted no la oyera. Pero yo sí la escuché. -¿Y estaba el espectro allí cuando miró? -Allí estaba. -¿Las dos veces? -Las dos. -repitió con firmeza. -¿Querría venir conmigo hasta la puerta y mirar ahora? Se mordió el labio inferior, como si lo que yo le había propuesto le desagradara, pero se levantó. Abrí la puerta y salí hasta el primer escalón, mientras él permanecía en el umbral. Estaba allí la luz de peligro. También la boca tenebrosa del túnel. Los altos muros de piedra húmeda de la zanja. Y por encima, las estrellas. -¿Lo ve? -le pregunte fijándome especialmente en su rostro. Sus ojos estaban tensos, pero no mucho más, quizá, de lo que habrían estado los míos de haberlos dirigido tan ansiosamente hacia ese lugar. -No. -respondió- No está allí. -Estamos de acuerdo -repliqué. Volvimos a entrar, cerré la puerta y ocupamos nuestros asientos. Me concentré en encontrar el mejor modo de aprovechar aquella ventaja, si así podía llamársele, cuando él reanudó la conversación de una manera casual, como suponiendo que no podía existir entre nosotros ninguna cuestión seria, hasta el punto de que me sentí en la posición más débil. -Ahora ya habrá entendido plenamente, señor, que lo que me turba de un modo tan terrible es la cuestión de cuál es el significado del espectro. Le contesté que no estaba seguro de entenderle plenamente. -¿Contra qué advierte? -dijo él pensativamente, con la mirada puesta en el fuego, y mirándome sólo de vez en cuando- ¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está? Sé que hay peligro en algún lugar de la vía. Que va a suceder alguna calamidad terrible. No puedo dudar de ello en esta tercera ocasión, después de lo que ha sucedido con anterioridad. Pero seguramente se trata de algún cruel aviso dirigido a mí. ¿Qué puedo hacer? Sacó su pañuelo de bolsillo y se limpió las gotas de sudor que cubrían su frente. -Si telegrafío diciendo que hay peligro en alguna de las direcciones, o en ambas, no puedo explicar el motivo. -siguió diciendo al tiempo que se secaba las palmas de las manos- Tendría problemas y no serviría de nada. Las cosas sucederían así: Mensaje: ¡Peligro! ¡Tengan cuidado! Respuesta: ¿Qué peligro? ¿Dónde? Mensaje: No lo sé, pero por el amor de Dios, ¡tengan cuidado! Me despedirían. ¿Qué otra cosa podrían hacer?
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Sentí una enorme piedad ante su dolor. Era la tortura mental de un hombre consciente oprimido más allá de lo que era capaz de soportar por una responsabilidad ininteligible que significaba riesgo para alguna vida. -Cuando apareció por primera vez bajo la luz de peligro -siguió diciendo al tiempo que se echaba hacia atrás los cabellos oscuros y se frotaba las sienes con las manos, con la agitación del dolor- ¿por qué no me dijo dónde iba a producirse ese accidente... si iba a producirse? ¿Por qué no me dijo cómo podía evitarse... si es que podía evitarse? Cuando en la segunda ocasión ocultó el rostro, ¿por qué en lugar de hacer eso no me dijo que ella iba a morir y que les dejáramos llevarla a casa? Si en aquellas dos ocasiones sólo vino para mostrarme que sus advertencias eran ciertas, y prepararme así para la tercera, ¿por qué no me advierte ahora claramente? ¡Que el Señor me ayude! ¡Sólo soy un pobre guardavías en este puesto solitario! ¿Por qué no advierte a alguien que pueda ser creído y tenga capacidad de actuar? Cuando le vi en aquel estado entendí que por su propio bien, y por la seguridad pública, estaba obligado por el momento a tranquilizarle. Por ello, dejando a un lado toda cuestión de realidad o irrealidad que hubiera entre nosotros, le manifesté que cualquiera que cumpliera plenamente con su deber tenía que hacerlo bien por fuerza, y que al menos tenía el consuelo de que entendía cuál era su deber, aunque no pudiera entender aquellas confusas apariciones. En este sentido tuve más éxito que en el intento de razonar con él para que abandonara sus convicciones. Se tranquilizó; las ocupaciones de su cargo empezaron a exigir más su atención conforme avanzaba la noche, y lo abandoné a las dos de la mañana. Me había ofrecido a permanecer con él la noche entera, pero no quiso ni oír hablar de ello. No veo razón alguna para ocultar que en más de una ocasión me volví para mirar la luz roja mientras subía las escaleras, que no me gustaba esa luz roja, y que habría dormido muy mal de haber tenido mi cama debajo de ella. Tampoco me gustaban las dos secuencias del accidente y de la joven muerta. No veo razón tampoco para ocultar ese hecho. Pero lo que más ocupaba mi pensamiento era la consideración de cómo debería actuar una vez que había recibido tales revelaciones. Tenía pruebas de que aquel hombre era inteligente, vigilante, laborioso y exacto, pero ¿cuánto tiempo seguiría siéndolo en aquel estado mental? Aunque su posición fuera subordinada, seguía confiándosele una importantísima responsabilidad, ¿y me gustaría a mí, por ejemplo, que mi vida estuviera sometida a la posibilidad de que siguiera cumpliendo su deber con precisión? Incapaz de superar la sensación de que habría algo de traición si comunicaba a sus superiores de la compañía ferroviaria lo que el guardavías me había dicho, sin habérselo aclarado a él primero, proponiéndole otra salida, finalmente decidí ofrecerme a acompañarle (guardando el secreto por el momento) al médico que supiéramos de mejor reputación que ejercía en aquella zona para conocer su opinión. A la noche siguiente iba a terminar su guardia, tal como me había dicho, y estaría libre una o dos horas después del amanecer, teniendo que reanudarla poco después del ocaso. Decidí por ello regresar en ese
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momento. A la noche siguiente el tiempo era muy bueno y salí a pasear temprano para disfrutarlo. El sol no estaba todavía demasiado bajo cuando crucé el campo cercano a la parte superior de la profunda zanja. Decidí ampliar el paseo durante una hora, media hora en una dirección y otra media de regreso, para llegar a tiempo a la caseta del guardavías. Antes de proseguir el paseo, me apoyé en el borde y miré mecánicamente hacia abajo situado en el mismo lugar desde el que lo había visto por primera vez. No puedo describir la conmoción que sentí cuando vi que cerca de la boca del túnel aparecía un hombre que se tapaba los ojos con la manga izquierda y agitaba vehementemente el brazo derecho. El horror inexpresable que me oprimió pasó en un momento, pues enseguida vi que se trataba realmente de un hombre y que a su alrededor había un pequeño grupo de personas, a escasa distancia, a las que el primero estaba haciendo aquel gesto. Todavía no se había encendido la luz de peligro. Junto al palo que la sujetaba había como una cabaña pequeña y baja, que no había visto antes, hecha con soportes de madera y lienzo encerado. No era más grande que una cama. Con una sensación irresistible de que algo iba mal, acusándome y reprochándome por un momento que había cometido una acción fatal al dejar solo allí a aquel hombre, sin enviar a nadie que vigilara o corrigiera lo que él hacía, bajé por la escalera a toda la velocidad de la que fui capaz. -¿Qué sucede? -pregunté a los hombres. -El guardavías murió esta mañana, señor. -¿No será el hombre que vivía en esa caseta? -Así es, señor. -¿Pero no el hombre al que yo conozco? -Podrá reconocerlo si lo ha visto antes, señor, -dijo el hombre que hablaba en nombre de los demás, quitándose con solemnidad el sombrero y levantando un extremo del lienzo- pues su rostro está entero. -¡Ay! ¿Y cómo sucedió esto? -pregunté cambiando mi mirada de uno a otro mientras volvían a cubrirlo. -Fue atropellado por una máquina, señor. Ningún hombre en Inglaterra conocía mejor su trabajo. Pero, aunque no sabemos por qué, no se apartó del raíl exterior. Era a plena luz del día. Había apagado la lámpara y la llevaba en la mano. Cuando la máquina salió del túnel, le estaba dando la espalda, y la máquina le atropelló. Aquel hombre la conducía y podrá decirle cómo sucedió. Cuéntaselo al caballero, Tom. El hombre, vestido con un arrugado traje oscuro, se acercó al lugar que ocupaba anteriormente junto a la boca del túnel. -Al coger la curva del túnel, señor, le vi al final, como a través de unas gafas para ver de lejos. No tenía tiempo para cambiar la velocidad, pero sabía que él era muy cuidadoso. Como no parecía prestar atención al silbato, dejé de pitar
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cuando nos abalanzábamos sobre él y grité tan fuerte como pude. -¿Y qué le dijo? -Le dije: ¡El de ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Por Dios, despeje el camino! Me sobresalté. -¡Ay! Fue un momento terrible, señor. No dejé de gritarle. Me llevé el brazo ante los ojos para no verlo y agite el otro hasta el final, pero no sirvió de nada. Sin prolongar la narración en ninguna de sus curiosas circunstancias más que en otra, antes de terminar debo sin embargo señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor de la máquina no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavías me había repetido que le acosaban, sino también las palabras que yo mismo, no sólo él, había asociado, y eso en mi propia mente, a los gestos que el guardavías había imitado. Charles Dickens (1812-1870)
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Especial:
Saco de Huesos Ediciones En este número, deseábamos traeros relatos de autores modernos enfocados al terror. Son muy pocas editoriales las encargadas de presentar a esos autores al mundo, pero aquí hay una: Saco de Huesos Ediciones. Un equipo de expertos dentro de esta materia, que desean que tengamos pesadillas eternas, famélicas…, al leer en las noches sombrías. Por ello, nos gustaría dejaros con un texto editado por ellos, y si lo deseáis, el enlace a su página oficial para que podáis seguir atormentándoos: Web de “Saco de Huesos Ediciones”: http://sacodehuesos.com/
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Hijos de Lug
Por David Marugán Cuando se escucharon los sonidos de las piedras arañando las tejas metálicas del arado, Eulogio frenó el Massey Ferguson, que se detuvo perezosamente —a trompicones—, lanzando estertores en medio de las tierras rojizas. Las bandadas de aves que se arremolinaban picoteando los gusanos que descubría el apero emprendieron el vuelo al percibir el brusco cambio en el sonido del motor. Su edad ya no le permitía saltar desde el tractor con la agilidad de antes, por lo que descendió poniendo mucho cuidado: sujetándose entre la carrocería roja y el enorme neumático cuarteado, hasta dar un saltito final y hundir sus botas de trabajo en la tierra. No quería romperse la cadera en dos; le asaltó la idea de morir allí, en medio de la era, retorciéndose de dolor mientras se desataba la inminente tormenta. Después, se encendió un Ducados arrugado que sacó del bolsillo superior del mono y bajó la vista hacia el suelo. La monotonía de los surcos se rompía a sus pies dejando ver una serie de cascotes dispersos, algunos partidos, emergiendo de la tierra recién roturada. Se agachó con dificultad y recogió un objeto que destacaba entre pedernales y terrones. Lo golpeó contra el apero con la intención de quitar el barro seco que se había adherido a su superficie formando una fina costra y luego levantó la figura hacia el cielo negruzco, abriendo los ojos exageradamente, forzando la vista y lamentando no haberse operado ya de las malditas cataratas. —Coño —se dijo Eulogio sujetando la figura con curiosidad por encima de su cabeza. El humo del cigarrillo que apretaba entre los dientes hizo que se le humedecieran un poco los ojos, que se esforzaban por determinar la extraña naturaleza de aquella forma. Parte de la ceniza del cigarro se desprendió sobre su pecho. Dos cuervos que aguardaban el festín dando saltitos cerca de la linde levantaron el vuelo en silencio y decidieron esperar el momento propicio para continuar con la rapiña tras el arado. La silueta del ábside medio derruido de la antigua iglesia de Villavieja se recortaba a lo lejos — todavía orgulloso— en el centro del pequeño caserío. El tractorista anduvo trastabillando por las tierras de labor
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hacia el camino principal. Se sentó en el primer peldaño de un crucero de piedra torcido que desde hacía siglos protegía el cruce de caminos y se entretuvo unos minutos mientras terminaba de fumar jugueteando con la figura, cavilando sobre su posible significado. Hubiese preferido encontrarse unas monedas de oro, como le ocurrió a Gabriel un par de años atrás. Desde entonces mostraba su tesoro a la escasa clientela de su bar, como una extraña ceremonia que se repetía una y otra vez ante los atónitos parroquianos. «Creo que es romana» les decía en tono misterioso mientras desdoblaba el pañuelo donde estaban envueltas meticulosamente. El viejo usurero disfrutaba percibiendo el brillo de la envidia en los ojos de sus vecinos. El primer relámpago le avisó de que era la hora de marcharse a casa. Eulogio miró la estatuilla por última vez, se encogió de hombros y caminó lo más rápido que pudo hacia el tractor. Sobre su gorra verde —que lucía el logotipo de una marca de fertilizantes— comenzaron a caer los primeros goterones de la tormenta. Respiró el olor a tierra mojada y el motor del tractor rugió ahogando los gorjeos sostenidos de las golondrinas. Se sintió reconfortado al pensar que a su edad todavía seguía en el tajo, que no estaba pudriéndose al calor del brasero, viendo la televisión y esperando que sus hijos vinieran a visitarle, a verle un rato solo por pena, dedicándole unas pocas horas de sus ocupadísimas vidas por pura compasión. Hasta su muerte. Aquel verano había sido sin duda el peor que se recordaba en Villavieja. Las cosechas estaban totalmente arruinadas sin motivo aparente —no fue el año más lluvioso, pero tampoco puede decirse que hubo sequía—, no hubo plaga de topillos como el año anterior, ni ninguna otra calamidad evidente. Fue a comienzos del otoño cuando empezó a escucharse el zumbido, y también cuando desaparecieron todos los perros vagabundos y los gatos asilvestrados que poblaban las calles. Los perros llegaban a Villavieja sobre todo durante el verano, y los que no eran atropellados en la comarcal días después de ser abandonados por sus dueños, vagaban por las puertas de las casas con mirada asustadiza hasta el invierno; los más afortunados eran rescatados por algún veraneante compasivo antes de que la temida «helada negra» los dejara acartonados en alguna calle sombría y empedrada sin haber conseguido colarse en algún zaguán. Los gatos siempre se las apañaban para buscar refugio en los lugares más insospechados, ellos no tenían esa clase de problemas. La Guardia Civil había estado por las tierras de labor intentando detectar si algún cazador había puesto cebos con estricnina para terminar con los zorros, pero no
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encontraron nada, ni siquiera los cuerpos hinchados y con signos de hemorragia interna de los animales. Luego estaba lo del zumbido, eso sí era algo realmente extraño. Ni los más viejos habían escuchado nada parecido. El ruido (el «arrullo» le comenzaban a llamar con cierta sorna los lugareños) se hacía más notorio al anochecer, pero lo habían escuchado a diferentes horas del día. Al principio pensaron que se trataría de la bomba de extracción del pozo principal, que abastecía de agua el enorme depósito cerca del cementerio, pero poco a poco las más peregrinas explicaciones corrieron de boca en boca en las tertulias del bar, a la hora de la partida y en las reuniones espontáneas de las viejas enlutadas en torno a la furgoneta de reparto del pan. Poco después llegaron los arqueólogos. Gabriel fue el primero en verlos, aunque no supo hasta más adelante quieres eran realmente. Aparcaron frente a su bar, mientras él todavía se desperezaba viendo salir el vapor a presión por los tubos de la máquina de café. —Buenos días —saludaron los extraños casi al unísono. A Gabriel no le gustaban demasiado los forasteros, pero estos al menos parecían tener dinero para gastar en su local. Estudió sin disimulo su indumentaria mientras se acodaba en la barra forzando una sonrisa. Vestían ropa informal de marca y lucían un buen corte de pelo. Las miradas frías de aquellos hombres mientras dejaban atrás la cortinilla de la entrada no le gustaron lo más mínimo. —Muy buenas, señores. ¿Qué será? —contestó intentando disimular una mueca de disgusto. No recordaba cuándo vio una cara que por lo menos no le sonase de algo. Guardaba en un rincón de su memoria los rostros de todos sus clientes, hasta de los veraneantes que no se dejaban ver más que un par de noches calurosas durante sus días de vacaciones tenían un lugar en alguna parte del cerebro de Gabriel. Podía recordar incluso lo que habían pedido la última vez que estuvieron allí con sus estúpidos pantalones cortos y sus chanclas. —Dos cafés solos, por favor —dijo el más alto sin apenas mirarle. El otro le preguntó por el cuarto de baño y desapareció por un pasillo subiéndose el pantalón. Concluyó que sin duda venían de Madrid; no tenían pinta de vendedores, ni representantes de ninguna marca de abonos o pesticidas. Por alguna extraña razón pensó que eran sacerdotes. —¿Conoce usted al señor Eulogio Retama? —preguntó el más alto removiendo el café con una cucharilla que parecía ridículamente pequeña entre sus manazas. —Eulogio… Eulogio. ¿El tío «vinagre»? El extraño asintió antes de que terminara la frase como si le dijera «por favor, sabes de sobra quién es ese fulano, sois cuatro gatos en este pueblucho de mierda. No
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me hagas perder mi precioso tiempo». Gabriel pensó que ningún forastero podría conocer el mote familiar de Eulogio, pero en ese momento no había sabido muy bien qué responder y había decidido dar ese rodeo. A decir verdad se sentía intimidado por la mirada acerada de aquel hombre. —Y si es tan amable, ¿sabría decirme dónde vive ese caballero? —interrogó sin girarse a mirar a su acompañante, que regresaba del baño con una sonrisa de oreja a oreja que le heló la sangre. —Alquila habitaciones, ¿verdad? —preguntó el recién llegado aunque, más que preguntar, sus ojos parecían estar afirmando, dándole una orden tajante, sin una alternativa posible. Gabriel asintió sumiso y buscó casi a tientas las llaves en el estante superior. La posibilidad de darles la espalda le aterraba. El alcalde no supo cómo aquellos arqueólogos se habían enterado de lo de las figurillas de Eulogio. Aunque no le costó mucho entregarles aquellas extrañas tallas que había ido recopilando —al fin y al cabo no eran de oro como las monedas de Gabriel—, lo hizo con la promesa de que su nombre figuraría en la urna del Museo Provincial como descubridor del yacimiento. Eulogio imaginó su nombre y apellidos en un marco dorado: «Eulogio Retama Estévez, agricultor» y sonrió para sus adentros. Sus hijos verían que no era un viejo inútil, que todavía podía hacer cosas importantes en la vida. —Vacceos o vetones, algo así me dijeron —repitió de memoria. Lo tengo apuntado en casa. Se las llevan para estudiarlas —continuó diciendo despreocupado—. En el bar, Santos —el alcalde—, movía la cabeza en señal de desaprobación. —Eran tuyas ¿no?, estaban en tus tierras, ¿sí o no? Joder, me quemas la sangre —rugió enfurecido, haciendo aspavientos delante de Eulogio, que soportaba de forma estoica las provocaciones del edil—. ¡Como las monedas de Gabriel! —continuó con la cara enrojecida por la ira. —Esos paisanos, los arqueólogos, o lo que coño sean, son muy raros. Me han alquilado una habitación. No son buena gente, Santos, ojo con ellos —advirtió Gabriel alternando una mirada de preocupación entre sus dos únicos clientes. Eulogio apenas prestaba atención al alcalde, que aprovechaba cualquier ocasión para increparle por lo que consideraba una actitud ingenua; «Te podrías haber ganado unas buenas perras», repetía. Él permanecía absorto, viendo la televisión; en ese momento retransmitían un partido de fútbol con un volumen casi inaudible. —Y… ¿Cómo eran las figuras de marras? —le preguntó desde detrás de la barra Gabriel cogiéndole del antebrazo para llamar su atención. El zumbido se coló por un momento y
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luego se disipó, mezclándose con el ruido de fondo del televisor y la humareda de tabaco. —¿Cómo eran? —repitió zarandeándole un poco. —Eh… eran horribles, muy feas. Por eso se las di —les dijo justificándose, con la mirada perdida—. Eran como demonios. —¡¿Demonios?! ¿Qué nos estás diciendo? —interrumpió de nuevo Santos sin darle tregua. —Algunas llevaban un traje como esos que se meten en el mar. Otras parecían alacranes, arañas con cabeza de mujer… qué sé yo, cogí muchas roturando. Eran feas, muy feas. Eso sí lo sé —continuó Eulogio sin encontrar las palabras adecuadas para describir aquellas formas. Sonreía sin apartar la vista del televisor, con una sonrisa lunática y tensa. El zumbido apareció de nuevo con mayor intensidad y por unos instantes las imágenes de la pantalla se desvanecieron dejando paso a una siluetas oscuras que se adivinaban a través del grano provocado por la interferencia. —La que más miedo me daba era la del alacrán —les dijo para finalizar. Los tres permanecieron callados durante unos minutos. Luego Santos y Eulogio apuraron sus vinos y se marcharon sin despedirse, cada uno en una dirección, caminando cabizbajos por las callejuelas desiertas del pueblo. Gabriel se percató mientras daba la vuelta a los taburetes de que el reloj del ayuntamiento se había detenido. Los dos forasteros que habían alquilado la habitación le saludaron desde los soportales. Creyó que le sonreían y un escalofrío le recorrió la columna vertebral hasta los testículos. Esa noche el zumbido se dejó escuchar por todos los rincones del pueblo. La televisión dejó de verse por completo hacia la medianoche; únicamente aparecían unas formas geométricas sin sentido en todos los canales, moviéndose de un extremo a otro de las pantallas, a veces entrelazándose sin ningún orden, aumentando o disminuyendo su tamaño según unas leyes gravitatorias desconocidas para Eulogio. «Están vivas, palpitan», pensó apoyando los codos en la mesa del salón. Una baba que se escurría por su barbilla cayó formando unos goterones en el mantel de hule estampado. «ESTÁN VIVAS», se repitió ausente. Al día siguiente ningún vecino comentó nada en la tienda o en el bar. Simplemente habían observado hipnotizados las evoluciones de las formas a través de los televisores. El pastor dijo haber visto a los arqueólogos en las tierras de Eulogio. Acudió de madrugada ante los desesperados balidos de los animales. Las ovejas estaban aterrorizadas. Se habían apretado contra el redil de madera hasta que algunas perecieron por asfixia. Fue entonces cuando se percató de la presencia de aquellos hombres y las luces. Estaban allí
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en medio de la noche, con los brazos estirados hacia el cielo, cantando algo que le estremeció y que no pudo —o no quiso— recordar mientras viviese. Laslucernas eran tan fuertes que le cegaron; de unos colores que aseguraba jamás haber visto en toda su vida de pastor trashumante. «Eran como arcoíris que salían de sus cabezas» aseguró luego en el bar balbuceando ante un chato de vino. Gabriel decidió poner un cartel con la leyenda «NO FUNCIONA» pegado con tiras de celofán al sucio cristal de la pantalla. Así evitaría tener que dar una explicación lógica que él desde luego no tenía. A veces el repetidor de la montaña se estropeaba con los rayos durante las tormentas de verano. Estaban sin televisión unos días, hasta que venía el técnico y lo arreglaba en un abrir y cerrar de ojos. Pero desde luego no era verano y nunca habían visto esas formasinvadiendo sus televisores. Y luego estaban aquellos hombres, aquellos forasteros que parecían salidos de un seminario, deambulando por el pueblo. Gabriel lo decidió de inmediato, lo tuvo muy claro. Se dirigió al teléfono y marcó un número. Cuando escuchó una voz masculina al otro lado sonrió con cierto alivio. —Buenos días, Soy Gabriel el del bar de Villavieja. ¿Está Sanz? ¿el comandante de puesto? —preguntó en tono cordial a su interlocutor. El camarero le contó todo con pelos y señales. Lo de las figuras de Eulogio, lo de los arqueólogos de Madrid y las luces del pastor. El zumbido volvió con más fuerza. La línea de teléfono crepitaba en su oído. Se despidió y colgó el auricular satisfecho. No quiso mencionar el problema con los televisores todavía por temor a que su viejo amigo le tomara por loco, pero ya se lo diría, vaya que si se lo diría. Tampoco le contaría que había estado echando un vistazo en la habitación mientras ellos estaban fuera. No le contaría nada de los pesados maletines metálicos con cerradura de seguridad que habían escondido debajo de las camas, ni de los dibujos arrugados que encontró hechos un ovillo en la papelera… Eran horribles. Levantó el auricular de nuevo y escuchó crepitar la línea sin recibir señal de tono. Gabriel supo entonces que no tendría más clientes durante el resto de la jornada. Una extraña opresión se fue apoderando de los pocos vecinos de la aldea. Las ancianas que rezaban cada tarde el rosario atisbaban por las ventanas el cielo —de donde provenía el zumbido—, buscando una amenaza que presagiaban en lo más profundo de sus almas, y que aun siendo terrible y evidente, no acertaban a dar forma. Nadie se atrevió a encender el televisor ni la radio: a través de los transistores empezaron a escucharse unas letanías indescifrables y horrendas desde el amanecer. Todos los relojes, incluso los de cuerda, se detuvieron a diferentes horas.
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El sacristán accedió a la petición de los forasteros. Era un hombrecillo canoso y rechoncho que parecía haber envejecido de forma prematura. Les abrió la pesada puerta dejándolos pasar con una reverencia exagerada. Uno de los hombres —el más alto—, le mostró un documento que los acreditaba como investigadores de una prestigiosa universidad. Lo cierto es que el sacristán poco sabía de universidades, lo que si sabía a ciencia cierta era que aquellos hombres le causaban temor y repulsión. Había oído hablar a sus vecinos de sus investigaciones sobre los dioses celtas o algo parecido, y sobre todo de su extraño comportamiento durante los días anteriores. —Ya ven… está casi en ruinas la pobre. —El sacristán se apresuró a encender una bombilla que creó un halo débil que apenas podía alumbrar la inmensa nave. —Y, díganos, ¿dónde están las pinturas, buen hombre? — intervino el más bajo sonriéndole. El sacristán les invitó a seguirlo con un movimiento de su mano regordeta y los condujo hasta el altar mayor. Una vez debajo les señaló la bóveda con el haz de una pequeña linterna a pilas de color naranja que se había sacado del chubasquero. —Ahí las tienen. Del pantocrátor1 por desgracia no queda casi nada. La parte central de los frescos había desaparecido por el paso del tiempo y la humedad. Apenas se intuían los extremos de un compás en la parte inferior. En ambos flancos unos seres espantosos y deformes parecían amenazar a la desaparecida figura que en otros tiempos ocupaba la parte central. —Dicen que son demonios… Eso dicen. Pueden tomar fotos — aclaró el sacristán temeroso. Los hombres asintieron de forma mecánica ajenos al ofrecimiento del hombrecillo y siguieron examinando las pinturas durante unos minutos. Uno de ellos tomaba notas en una libreta grande con las tapas de piel y le cuchicheaba frases ininteligibles al otro, que le escuchaba con los ojos entreabiertos y el gesto grave. Al cabo de un rato de ir y venir por la nave central, repasando los capiteles y las figuras geométricas que salpicaban las columnas («Las espirales son marcas de cantero», apostilló el sacristán con cierto orgullo) se despidieron agradeciéndole su atención. El hombrecillo, ahora sudoroso a pesar del frío húmedo del edificio, rechazó una propina moviendo la mano y cerró de nuevo la puerta girando una llave enorme llave que colgaba de su cuello con un cordel negro. Se alegró de que la visita terminara. —Id con Dios —masculló al ver desaparecer a los forasteros camino del pueblo. Miró al cielo negruzco y se
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santiguó muy deprisa. Presintió que se iba a desatar una gran tormenta. El alcalde reunió a casi todos en la humilde sala de juntas del consistorio. Destacaba entre los presentes el uniforme verde e inmaculado del sargento Sanz que había venido de Ávila para la ocasión. El murmullo cesó cuando Santos carraspeó con fuerza para pedir la palabra. —Vecinos. Todos sabemos que la última semana han estado pasando cosas. El escaso auditorio se revolvió y al edil le pareció que el rumor corroboraba de sobra su comentario. —A ver, a ver… un momento por favor. —Alzó las manos intentando infundir serenidad y continuó—. Decía que han pasado cosas,cosas extrañas. No es momento de repetir lo que todos sabemos: lo del zumbido, los animales y todo eso. A ninguno nos gustan esos forasteros que se hospedan en casa de Gabriel, pero Sanz ha comprobado que son quienes dicen ser y está aquí para dar fe de ello. Son científicos, estudiosos que investigan nuestra riqueza arqueológica, no hay más misterio, señores... Hasta es posible que nos beneficie en un futuro atrayendo el turismo. Los reunidos, visiblemente escépticos, volvieron a murmurar esta vez más alto. —¡¿Qué pasa con las teles?! ¡¿Y con los teléfonos?! —dijo el panadero reforzado a continuación por el griterío del resto. —Llamaremos al técnico, no hay más que hacer —repuso el alcalde sin darle mayor importancia. Por un momento se hizo el silencio. Bajo el quicio de la puerta aparecieron los dos forasteros, que sonreían con displicencia. Nadie se atrevió a decir nada. El más alto hizo ademán de tomar la palabra y ocupó la parte central de la sala con parsimonia. A través de la ventana principal del salón pudieron ver cómo el cielo otoñal adquiría un color tan rojizo que dañaba la vista si se miraba fijamente. —Señores —comenzó diciendo con una voz hipnótica—. No les voy a negar lo que es evidente: hay un problema. Un grave problema, si me permiten decirlo así. Vinimos con la intención de solucionarlo. Sé que será muy difícil, por no decir imposible, comprender lo que les voy a explicar a continuación; y créanme que en cierta forma lo lamento casi tanto como ustedes. El zumbido demencial se apoderó de la sala con más fuerza que nunca, como subrayando las afirmaciones del hombre. Ahora parecía incluso más alto. Los espectadores no podían articular palabra, parecían en trance mirando al extraño con los ojos desorbitados, sin apenas pestañear. El sargento, de forma instintiva, intentó abrir su pistolera sin éxito: tenía los dedos agarrotados y el corazón le
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latía sin control. «Un infarto, joder, ahora no, por Dios» se dijo cuando su frente se perló de un sudor frío y pegajoso. —Somos los Mensajeros —aseveró mientras el auditorio permanecía inmóvil, con un rictus de terror atávico deformando sus rostros—. Intentamos ayudarles discretamente desde tiempos remotos, cuando les enseñábamos a construir dólmenes y edificios de carácter sagrado que en cierta forma les mantenían protegidos —pensando que guardarían el Equilibrio Original—. Hemos atravesado eónes para impedir el Gran Sacrificio; hemos intentado todos los ritos arcanos para sellar la Puerta, pero ya no hay vuelta atrás. Zumbido. —Hemos visto las señales, y son inconfundibles —continuó con la mirada extraviada en el techo. Las palabras les llegaban directamente al cerebro, como puñaladas frías. Su compañero permanecía impertérrito bajo el quicio de la puerta. Un cuervo se posó graznando sobre su hombro, pero él ya no guardaba ninguna similitud con un ser humano. El suelo del ayuntamiento retembló y algunos trozos de cal se desprendieron de las paredes desconchadas, llenando de polvillo el suelo de terrazo. La vieja lámpara de latón con velas falsas osciló en su cadena emitiendo un leve chirrido y el crucifijo —que presidia la sala— se descolgó de una de las escarpias, volteándose para quedar en una posición grotesca y blasfema. —Sé que no lo entienden, está en su condición, y créanme: no nos importa. Hanvuelto y esa es ahora es la única Verdad —bramó el ser informe en que se había convertido el hombre alto. Un hilillo de saliva comenzó a escurrirse por la barbilla de algunos de los presentes. Otros se mordieron los labios con tal fuerza que rompieron a sangrar con profusión. El zumbido cesó de inmediato cuando el ente terminó de pronunciar la frase. Las tierras de labranza en las afueras vomitaron un grito agudo que inundó cada rincón de Villavieja. El cielo castellano pareció arder y todos los asistentes se postraron obedeciendo a una poderosa fuerza que crecía en su interior, esperando su llegada, entonando un cántico execrable y nefando que les brotaba como dictado por aquella fuerza invisible. Una miríada de seres comenzó a emerger de las tierras, de las acequias verdosas, de pozos y albercas; caían lentamente del cielo, como una lluvia imposible. Reptando, extendiendo sus tentáculos, sus apéndices informes y su gorjeo apocalíptico por las callejuelas vacías, dirigiéndose al ayuntamiento como una riada monstruosa. Eulogio no pudo moverse de su casa aquella tarde. Sabía que tarde o temprano vendrían,y los esperaba arrodillado en el suelo del salón, ausente, mordiéndose las uñas hasta
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hacer sangrar los dedos y mirando fijamente su televisor, escuchando el griterío que venía de la plaza mientras convulsionaba y emitía unos gruñidos ahogados. Algo enorme se detuvo frente a su ventana dejando toda la habitación a oscuras. Eulogio se quedó muy quieto, sin respirar, intentando reprimir los temblores mientras giraba la cabeza lentamente hacia los cristales. Entonces, cuando vio aquello, le embargó una horrible certeza: a partir de ese momento nada sería igual bajo el sol. Después comenzó el tiempo del Gran Sacrificio. La nueva era de los Hijos de Lug.
Relato perteneciente a:
Comprar número: http://sacodehuesos.com/calabazas-en-el-trastero/12-horrorcosmico
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“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”.-H. P. Lovecraft.
El pollo que llamó Peepo a Josepo
Por Sandra Rius Mondejar
Érase una vez, un cuento que no resultó ser para nada un cuento. Josepo se puede decir que es uno de esos hombres que más se parece a un gorila mongol, consecuencia del incesto, la monogamia y toda esa aberración consanguínea de genes en exceso repetidos en un ser humano-en el más amplio y noble sentido de la palabra-. Raza pura, ¡una auténtica atrocidad! Era realmente, uno de esos casos en los que su apariencia lo delataba como a un monstruo titulado y con máster en degeneración. Hijo de dos primos por parte de una hermana y hermano, y con un mismo abuelo. No tuvieron más hijos, ya que el médico ya les avisó que ese niño nunca sería normal y que su inteligencia y capacidades de raciocinio, jamás sobrepasarían los límites de desarrollo de un niño de 5 años). La criatura fue creciendo en un hogar donde no se esperaba nada nuevo: un vivir por vivir; un vivir para trabajar, camuflado de decepción; un moverse en lo inerte ya que no sólo no mostraron afecto por ese niño inexpresivo, sino que además, la pasión que ambos sentían como pareja, se heló en sus entrañas. En esa profunda soledad, tan sólo mantenían contacto con su suegra-tía y madre al mismo tiempo-. Fue la única persona que mostró a Josepo algo de afecto (quizá le recordara a algún antepasado de la raza de auténticos “leñadores paletos”), y que tan sólo les recriminó el haber traído al mundo, a una criatura tan inocente y asilvestrada.
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Al cabo de cinco años, una disentería se llevó al otro lado de la tierra de los vivos, a los dos progenitores de Josepo. Éste apenas lloró. La tía se trasladó a vivir con él, ayudándole con el sepelio de sus padres y aportando un montante económico para que Josepo pudiese comprar más gallinas y pollos con los que poder subsistir. Lo cuidó como si fuera una criatura de Dios, e incluso llegó a llamarlo cariñosamente Peepo. Pronto, comenzó a observar en él, un comportamiento un tanto extraño: gustaba de ver morir a las gallinas e incluso llegó a mutilar a los pollos cortándoles patas y alas. Él jamás lo admitió, echando siempre la culpa a inexistentes roedores. Uno de esos pobres animales mutilados, pasó a ser el protegido de la buena mujer (incluso lo bautizó con el nombre de Pepo) y Josepo sintió hacia él, unos celos enfermizos que le hicieron dar caza, estrangularlo y enterrarlo bajo la casa-a unos dos metros de profundidad-. La tía-imaginando lo que le habría pasado al ave-comenzó a tratarlo con un cierto resentimiento: lo miraba fijamente, levantando altiva la cabeza e incluso, dejó de hablarle…Peepo se desesperó. Ese violento silencio y la indiferencia hicieron que Josepo la viera como una gallina más del corral. Ahora debía hacer lo mismo que había hecho con las otras: sentirse poderoso con el destino de su vida; con sus manos en su cálido y fino cuello, con sus venas que se inflaban con la presión… la misma que tuvo el pollo al que su tía llegó incluso a llamar Pepo. Al parecer no la mató del todo, pues durante días oyó bajo el cobertizo, arañazos y lamentos entremezclados de mujer, gallinas y pollos. Su inteligencia no daba para más, pero sí su eterna impasibilidad, pues era un espíritu sin alma y monstruoso. Lo mismo acabó haciendo con toda la granja al completo; con todas sus gallinas y con todos sus pollos…él-exaltado por el orgullo-era ajeno a las emociones y sentimientos de esos pobres seres, que lo habían martirizado con su sola existencia; no obstante y por alguna extraña razón, los echaba en falta. Un día, un inspector que encontró la granja vacía, informó a Josepo de que bajo los cimientos de la granja, se encontraban bolsas de gas tóxico. Acudió con operarios que trajeron maquinaria; excavando en la tierra se toparon con un maremágnum de plumas y huesos de aves. Consternados, llamaron a la
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policía, pues también hallaron al pollo Pepo y a su tía-que tenía al pollo agarrado entre sus manos, con una expresión que jamás olvidarían en la vida: una mezcla de pena, compasión y desesperación. Su boca se encontraba inimaginablemente abierta y descompuesta-. Cuando levantaron a la mujer no pudieron sacarle-lo que ahora era pellejo-de sus manos, y como sí de una gaita bromista se tratase, éste musicalizó: -“Peepo”.
Todos los pacientes del manicomio iban cantando al unísono el estribillo de esta canción, con la que este
loco trovador-que presenció y les cuenta tal
veraz y atroz no cuento: "El pollo fue mucho más listo que Josepo, pues aún muerto lo confesó profeso… el pollo que llamó Peepo a Josepo".
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Queridos amigos de lo Oscuro: Nuevamente con vosotros…, y sumamente emocionada. Dicen que segundas partes nunca fueron buenas pero, creo que no es así en nuestro caso; esta segunda entrega de la revista “Círculo de Lovecraft” es, a mi parecer, aún más fascinante que la primera-nos pusimos el listón mucho más alto y debíamos, por tanto, construirla medianamente mejor-: en ella encontraréis relatos cortos de autores que por contemporaneidad o temática influyeron en el Pater del Horror Cósmico: Nathaniel Hawthorne, Irving, Dickens e incluso, el relato de una de las seguidoras de nuestra página que ha tenido a bien dejárnoslo exponer... Inestimable la colaboración de Saco de Huesos Ediciones, permitiendo que uno de los textos incluidos en “Calabazas en el Trastero”, vea la luz desde nuestro Magazine. Esta revista no sería nada sin la ayuda desinteresada de “El Espejo Gótico”. Gracias a ellos, podemos ofreceros amplia y metódica información acerca del Maestro. Y como cabe esperar, reiterar la gratitud que sentimos por todos vosotros; sois el motor de nuestro trabajo, el acicate continuo para mejorar y superarnos… Amigos del terror, lo paranormal…, de la densa oscuridad…; aquí seguimos; aquí estamos y estaremos-si así lo deseáis-, para continuar amenizando vuestras noches más lóbregas y vuestros sueños neblinosos y ajados… Saludos: Amparo Montejano.
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