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Canción de la muerte José de Espronceda (1808-1842) Débil mortal no te asuste mi oscuridad ni mi nombre; en mi seno encuentra el hombre un término a su pesar. Yo, compasiva, te ofrezco lejos del mundo un asilo, donde a mi sombra tranquilo para siempre duerma en paz. Isla yo soy del reposo en medio el mar de la vida, y el marinero allí olvida la tormenta que pasó; allí convidan al sueño aguas puras sin murmullo, allí se duerme al arrullo de una brisa sin rumor. Soy melancólico sauce que su ramaje doliente inclina sobre la frente que arrugara el padecer, y aduerme al hombre, y sus sienes con fresco jugo rocía mientras el ala sombría bate el olvido sobre él. Soy la virgen misteriosa de los últimos amores, y ofrezco un lecho de flores, sin espina ni dolor, y amante doy mi cariño sin vanidad ni falsía; no doy placer ni alegría, más es eterno mi amor. En mi la ciencia enmudece, en mi concluye la duda y árida, clara, desnuda, enseño yo la verdad; y de la vida y la muerte
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al sabio muestro el arcano cuando al fin abre mi mano la puerta a la eternidad. Ven y tu ardiente cabeza entre mis manos reposa; tu sueño, madre amorosa; eterno regalaré; ven y yace para siempre en blanca cama mullida, donde el silencio convida al reposo y al no ser. Deja que inquieten al hombre que loco al mundo se lanza; mentiras de la esperanza, recuerdos del bien que huyó; mentiras son sus amores, mentiras son sus victorias, y son mentiras sus glorias, y mentira su ilusión. Cierre mi mano piadosa tus ojos al blanco sueño, y empape suave beleño tus lágrimas de dolor. Yo calmaré tu quebranto y tus dolientes gemidos, apagando los latidos de tu herido corazón.
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El caso de Charles Dexter Ward Lovecraft y Culbard «Se lo volveré a repetir: no evoque nada que no pueda dominar». Si este imperativo lo ubicas en el primer tercio del siglo XX, en una granja de Providence donde un joven con inquietudes por las ciencias oscuras y la nigromancia se dedica a
realizar
comprensión
conjuros humana,
que
escapan
el relato
a toda
no
puede
pertenecer a otro que a H. P. Lovecraft. Y de él es este siniestro caso de desaparición dentro de un cuarto cerrado; el clásico enigma policíaco que tanto gustaba a escritores como Arthur Conan Doyle o Edgar Allan Poe.
El caso de Charles Dexter Ward cuenta la historia de un suceso oscuro que se remonta a un pasado muy lejano y que ahora ha despertado. En un manicomio de Providence, Rhode Island, un peligroso paciente internado desaparece de su celda misteriosamente. El último hombre en haber tratado con el paciente es el Dr. Marinus Bickwell y ahora tiene la obligación de contar la verdad que rodeaba a este siniestro hombre. Lo que duda es que el mundo esté preparado para aceptar los hechos de cuanto consiguió investigar acerca del desaparecido Charles Dexter Ward tal y como sucedieron.
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Es este uno de los relatos escalofriantes de Lovecraft que se desarrollan con paciencia, desgranando poco a poco el entramado que incluye varios personajes en los que él mismo se veía reflejado en sus lacónicas y existenciales vidas, y a lo largo de diversas generaciones para enredar el asunto. Los elementos que caracterizan los relatos de Lovecraft se manifiestan en la narración a través de conjuros de indescifrables lenguas extraídos
de los oscuros libros del
Necronomicón para invocar de una larga letanía bestias desterradas. La influencia de Poe en el desarrollo policíaco y la ambientación también están presentes. Todo envuelto en una atmósfera tétrica, en un frío páramo donde los pocos vecinos cercanos escuchan alaridos de ultratumba y extrañas luces procedentes de una de las granjas. Dentro del género de intriga, el relato va dejando pistas a lo largo de sus páginas que hacen que intuyas por dónde pueden ir los tiros. La misión de los médicos del manicomio es descubrir la extraña desaparición de Charles Dexter y será su médico personal quien narre los terribles episodios que investigó sobre él. Hechos que se remontan a sus primeras sesiones en casa de Charles donde le reveló un cruento descubrimiento que afectaba al linaje de su familia; las misteriosas noches que su paciente se aislaba y asustaba a sus padres por extraños rituales que preparaba en soledad; la revelación que padeció en primera persona de eso que tanto aterraba a su paciente. El caso de Charles Dexter Ward lo he descubierto gracias a esta adaptación en cómic que ha editado Norma. El dibujante Culbard adapta este clásico del terror en cómic con un dibujo que a mí me recuerda mucho a las tiras de periódico. Nada criticable, por supuesto. Creo que ha sido una elección como dibujante excepcional. No es un gran arte estético o excesivamente expresivo, pero sí muy efectivo que, a mi parecer, hace más fluida la historia con viñetas muy narrativas que en ningún momento despistan y te sacan del argumento, y con una estructura básica de cómic de 3×3. Un argumento que tiene sus enredos temporales y trucos clásicos de novela de intrigas en la que se intenta mantener el suspense hasta el desenlace final. Es un detalle sensorial que solo puedes descubrir en su apogeo leyendo sus relatos originales. Las adaptaciones, por norma general, te alejan de esos
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elementos sensoriales por cuestiones de espacio y fluidez narrativa. Para eso emplean los dibujos como útil para el desarrollo. Me he encontrado el caso en este cómic de dar con un leal adaptador de cuentos. Cada viñeta, cada texto que la acompaña y cuando solo el dibujo narra el relato, han conseguido poseerme de tal modo que me sentía dentro de ella, dentro de esa granja donde se sucedían las siniestras evocaciones. Una formidable opción para leer y acercarse al vasto universo lovecraftniano.
Por Jonathan Mayorga
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Señoras y señores … ¡hay muerte más allá de los zombis! ¡Estamos aburridos con tanta no-muerte en el cine y en la literatura! A esto hay que sumar el hecho de que, además, ninguna lista con los mejores libros de terror incluye libros de género zombi en ella. O al menos, nunca lo hacen en las primeras 10 o 20 posiciones. Por algo será…
Mi intención es elaborar una lista un poco diferente al resto. Si de algo me he dado cuenta navegando por la red en búsqueda de joyas ocultas de la literatura de terror, es que el 95% de las listas con los mejores libros de terror repiten a los mismos autores y los mismos libros: Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft y Stephen King. ¡Ah sí! Perdonad, también se suelen incluir obras tan modernas como… Drácula, Frankenstein, El Extraño Caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde… Vais a permitidme una palabrota, pero… ¡Joder! ¿No se ha podido innovar un poco en los últimos… digamos… ¡¡100 años!!?
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Es verdad que hay alguna joya escondida, como La Chica de al Lado (de Jack Ketchum), alguno de los libros de Peter Straub, El Exorcista o… ¿Me seguís? Todos ellos publicados hace más de 20 años.
Me niego a creerlo. Pero hay que reconocer que el género de terror vive una paradoja temporal increíble: mientras en el cine proliferan las películas escalofriantes, en la literatura éstas han decaído hasta unos mínimos inaceptables para aquellos que amamos el género. Os pido perdón de antemano, porque me veo obligado a incluir a los autores antes mencionados. Esa paradoja temporal junto con lo buenos que son… hace que al menos una de sus obras deba aparecer en este listado. Pero voy a intentar extraer los que, para mí, son los 10 mejores libros de terror que he leído. Espero poder sorprenderos con alguno, aunque sobre todo espero que vosotros me sorprendáis a mí con más literatura de terror.
¡Qué difícil es encontrar algo que merezca la pena destacar! Es por eso voy a dividir los que considero que son los 10 mejores libros de terror en dos partes:
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Del 1 al 5 son mis favoritos. Los más destacados, aquellos que consiguieron tocar una fibra dentro de mí. Puede que no sean los mejores libros que existen, pero sin lugar a dudas han sido los mejores para mí (por el momento de lectura, por el propio texto, por lo que sea).
Del 6 al 10 os propongo 5 libros de terror muy buenos. Quizás no sean obras maestras, pero disfruté mucho con su lectura.
Y sin más preámbulos…
Con esta obra, llena de ficción, terror y mucho surrealismo estrambótico y macabro, Clive Barker nos cuenta la historia de un hombre que cree estar loco. Tiene unos sueños violentos hasta la saciedad y su psicólogo le convence de que realmente los ha cometido.
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Este intenta huir del mundo y termina encontrando Midian, un terrible lugar lleno de monstruosas criaturas. Y en medio de una fantástica narración de muerte, muertos y razas de noche, hay una mujer dispuesta a traspasar las fronteras de la humanidad para estar con el hombre al que ama.
Sé que no es el mejor de sus relatos, tiene otros mucho más aterradores o mucho más fantasiosos que este. De hecho, hay quien dice que ni siquiera es original, ya que el tema no proviene enteramente de su cerebro. Sin embargo, esta historia de esa expedición a la Antártida que
termina
descubriendo
una ciudad primigenia… fue para
mí
un
hito
en
mi
romance con la literatura. ¡Ah! Y para los más cinéticos, hay una película de los 80 que,
aunque
dice
estar
basada en otra novela (¿Who goes there?) de John W. Campbell, me recuerda de modo increíble a En las Montañas de la Locura. Es más, Lovecraft publicó la suya en 1936, y Campbell lo hizo en 1938. ¿Coincidencia? Y siguiendo con los clásicos…
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Un clásico aún más clásico que el anterior. El Pozo y el Péndulo me hizo sudar con menos de 15 años. Transmite una desesperación y un abandono que no sé si he vuelto a encontrar en un texto escrito. Es un relato corto, quizás uno de los mejores de Poe, que relata las torturas a las que somete la inquisición a un
pobre
hombre
que,
privado de luz, situado en una habitación en torno a un pozo en la que un péndulo con una guadaña le hacen sufrir lo indecible. Además, tiene una curiosa historia
(que
no
he
verificado) que dice que Poe, poco antes de tener que entregar el relato a su editor, seguía sin tener un final decidido. Y ni corto ni perezoso, redactó ese final en las puertas mismas de la editorial. Y… no digo más, si lo leéis, recordaréis esta
pequeña
historia
cuando terminéis El Pozo y el Péndulo.
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Si bien ahora Stephen King ha perdido mucha de esa aterradora fuerza que tenía hace más de 30 años, sus primeras novelas son unas de las mejores que existen en el género. Cualquier lista con los mejores libros de terror incluye al menos tres de sus obras. Y yo he incluido la primera de ellas.
Para mi Carrie fue un descubrimiento aterradoramente bello. Lo disfruté de un tirón y sentí verdadero placer conforme Carrietta White va… descubriendo quien es. Existen tres o cuatro adaptaciones cinematográficas, pero sin lugar a dudas, la novela es mucho mejor que cualquiera de ellas.
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El último de mis 5 mejores libros de terror se lo cedo a este autor moderno. El británico. Adam Nevill tiene tres novelas en castellano. De ellas, Apartamento 16 fue la que mejores sensaciones me produjo. Atrapándome dentro del edificio Barrington, en el barrio de Kensington de Londres. Es una asfixiante historia de una estadounidense que va a reclamar la herencia de una lejana tía abuela a la que no ve desde hace décadas.
En cuanto pone el pie dentro del apartamento, descubre que allí pasan muchas más cosas de las que parecen a simple vista. Hay algo en ese edificio que no es del todo terrenal. Y no quiere que ella se vaya.
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Vuelvo a los clásicos. No me gustaría decir nada de este relato, salvo que lo guardo en mi recuerdo aún más dentro que El Gato Negro. De hecho, he leído unas cuantas novelas que hacen referencia a él (directa o indirectamente) y de hecho actualmente estoy leyendo una
que
tiene
bastante
relación. Aunque mejor no diré por qué.
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Por fin un escritor español. Un libro que me cautivó desde su propia cubierta:
Terror es aquello que nos hace querer huir para alejarnos. Horror es aquello que nos paraliza y deseamos que no hubiese sucedido nunca. Del terror puedes huir. El horror penetra en tu interior y permanece ahí para siempre. Estás en tu casa. Bienvenido.
Interesante, ¿verdad? Aunque el libro explora más la brutalidad que el terror psicológico y su argumento (referente a los sueños) podrá enganchar a unos y no gustar nada a otros… creo que es una muy recomendable adquisición del género.
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De Cujo sólo diré lo siguiente: es un libro que me hizo sufrir. Aunque también debo decir que, según el propio Stephen King en su libro Mientras escribo, él ni siquiera se acuerda de haber escrito este libro…
Algo ha pasado en el mundo. Algo te vuelve loco y hace que mates y te mates. Pero solo si lo miras. Ese es el original argumento de la asfixiante y opresiva novela de Josh Malerman, A Ciegas. La protagonista tendrá que sobrevivir sin ver y conseguir encontrar un lugar seguro para sus hijos. Con los ojos tapados.
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Una muy buena reflexión sobre cómo dar miedo sin describir nada con la vista. Sólo mediante el oído y las sensaciones de sus protagonistas.
El último puesto, pero no menos importante, se lo lleva Guerra Mundial Z. Básicamente porque es un libro de zombis… sin zombis propiamente dichos. Lo que importan son las vivencias de quienes sobrevivieron. Eso amigos míos, podrían ser zombis o cualquier otra cosa. Y en este caso, está redactado de un modo envolvente y muy fácil de leer. Aunque claro, como todo son mini relatos… siempre es más cómodo para leer. Si alguno no te gusta, se termina rápido.
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Esta es mi lista con los mejores libros de terror de todos mis tiempos. Espero que os haya gustado, espero haber conseguido haceros recordar esos buenos y escalofriantes momentos de lectura nocturna con alguno de estos libros.
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Oceanus H.P. Lovecraft (1890-1937) A veces me detengo en la orilla, Donde las penas vierten sus flujos, Y las aguas turbulentas suspiran y se quejan De secretos incontables.
Desde las simas profundas de valles sin nombres, Y desde colinas y llanuras que ningún mortal ha hollado, La mística marejada y el áspero oleaje Sugieren como taumaturgos malditos Un millar de horrores, henchidos por el temor Que ya contemplaron épocas hace tiempo olvidadas.
¡Oh vientos salados que tristemente barréis Las desnudas regiones abisales;
Oh pálidas olas salvajes, que recordáis El caos que la Tierra ha dejado tras de sí;
Una sola cosa os pido:
Guardad por siempre oculto vuestro antiguo saber!
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Jikininki Lafcadio Hearn (1850-1904)
Una vez, Musõ Kokushi, sacerdote de la secta zen que viajaba solo por la provincia de Mino, se perdió en una comarca montañosa donde no había nadie que lo guiara. Erró sin rumbo durante largo tiempo; y ya desesperaba de hallar refugio durante la noche, cuando vislumbró, en lo alto de una colina iluminada por los últimos rayos del sol, una de esas pequeñas ermitas llamadas anjitsu, que suelen construir los monjes solitarios. Aunque parecía estar derruida, Musõ se apresuró a acercarse a ella; descubrió que la habitaba un anciano monje, a quien rogó que le concediera alojamiento por esa noche. El anciano rehusó con hosquedad, pero le indicó a Musõ la situación de una aldea, en un valle próximo, donde hallaría alojamiento y comida.
Musõ se encaminó hacia la aldea, compuesta por menos de una docena de granjas; el jefe del villorrio lo recibió en su casa con suma afabilidad. A la llegada de Musõ había cuarenta o cincuenta personas reunidas en el aposento principal; a él lo guiaron hasta un cuarto pequeño y apartado, donde pronto le ofrecieron cama y alimento. Vencido por la fatiga, Musõ se acostó muy temprano; pero poco antes de medianoche su sueño se vio interrumpido por un llanto que provenía del aposento contiguo. Deslizáronse entonces las puertas correderas; y un joven, que llevaba una lámpara encendida, entró al cuarto, lo saludó con una reverencia y le dijo:
-Venerable señor, es mi penoso deber informaros que ahora soy el responsable de esta casa. Ayer no era sino el hijo mayor. Pero cuando vos llegasteis aquí, vencido por la fatiga, no queríamos incomodaros de ningún modo: no os anunciamos, pues, que mi padre había muerto hacía apenas unas horas. Aquellos a quienes visteis reunidos en el aposento contiguo son los habitantes de esta aldea; se han congregado aquí para rendirle al muerto un póstumo homenaje; y pronto se marcharán a otra aldea que dista tres millas de aquí,
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pues nuestra costumbre nos prohíbe permanecer en la aldea la noche que sucede a la muerte de alguien. Hacemos nuestras ofrendas, elevamos nuestras plegarias, y luego nos retiramos, dejando solo al cadáver. En la casa donde queda el cadáver suelen suceder cosas extrañas: pensamos, pues, que sería mejor que nos acompañarais. En la otra aldea hallaréis buen alojamiento. Aunque, quizá, siendo un sacerdote, no temáis a los demonios y a los espíritus malignos; y, si no os inquieta quedaros solo con el muerto, sois bienvenido a nuestro humilde hogar. No obstante, debo advertiros que nadie, salvo un sacerdote, se atrevería a pernoctar aquí.
Musõ respondió:
-Vuestras cordiales intenciones, así como vuestra generosa hospitalidad, merecen mi más profunda gratitud. Pero lamento que no me hayáis anunciado la muerte de vuestro padre en cuanto llegué, pues, aunque estaba algo fatigado, por cierto, que no lo estaba al punto de hallar dificultades en cumplir con mis deberes sacerdotales. Si me lo hubierais dicho, habría administrado el servicio antes de que todos partieran. Así las cosas, lo administraré una vez que os retiréis, y permaneceré con el cuerpo hasta la mañana. Ignoro a qué os referís al mencionar el peligro que entraña quedarse aquí a solas; pero no temo a demonios ni espectros: os ruego, por tanto, que no abriguéis temor alguno por mi persona.
Estas declaraciones parecieron regocijar al joven, quien manifestó su gratitud con las palabras pertinentes. Después, los otros miembros de la familia, así como los aldeanos reunidos en el aposento contiguo, enterados de las promesas del sacerdote, acudieron a darle las gracias, y luego dijo el dueño de la casa:
-Ahora, venerable señor, aunque mucho deploremos dejaros a solas, debemos despedirnos. Las normas de nuestra aldea nos impiden quedarnos aquí después de medianoche. Os imploramos, amable señor, que en todo punto cuidéis de vuestro honorable cuerpo mientras no estemos aquí para serviros. Y si acaso oyerais o escucharais algo extraño durante nuestra ausencia, no
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olvidéis referírnoslo cuando regresemos por la mañana.
Todos dejaron la casa salvo el sacerdote, quien se dirigió al aposento donde yacía el cadáver. Habían depositado ante éste las habituales ofrendas; ardía un tõmyõ, una pequeña lámpara budista. El sacerdote recitó las correspondientes plegarias, ejecutó las ceremonias fúnebres, y entró luego en profunda meditación. Así permaneció durante varias horas; ni un sonido alteró la paz de la aldea desierta. Pero en lo más hondo de la nocturna quietud, una Forma, vaga y de gran tamaño, entró sigilosamente; y en ese mismo instante Musõ se vio privado del habla y el movimiento. Vio que la Forma se apoderaba del cadáver, como si tuviera manos, y lo devoraba con más rapidez que un gato al comer una rata; comenzó por la cabeza y luego prosiguió por partes: el pelo, los huesos y aun el sudario. Y esa Criatura monstruosa, tras consumir el cadáver, se volvió hacia las ofrendas y también las devoró. Luego se fue tan misteriosamente como había venido.
Los aldeanos, al regresar por la mañana, hallaron al sacerdote ante las puertas de la casa. Todos lo saludaron; y al entrar y mirar en torno, nadie expresó sorpresa alguna ante la desaparición del cadáver y las ofrendas. Pero el dueño de la casa le dijo a Musõ:
-Venerable señor, acaso hayáis visto cosas desagradables durante vuestra estancia: temimos todos por vos. Pero ahora nos place hallaros sano y salvo. De buena gana nos habríamos quedado, de haber sido posible. Pero las leyes de nuestra aldea, según os informé anoche, nos ordenan abandonar las casas después de un fallecimiento y dejar el cadáver a solas. Cada vez que se infringió esta ley, sobrevino una enorme desgracia. Cada vez que se la obedece, hallamos que el cadáver y las ofrendas desaparecen durante nuestra ausencia. Acaso hayáis visto la causa.
Entonces Musõ le habló de la Forma tenue y horrible que había entrado en la cámara mortuoria para devorar el cuerpo y las ofrendas. A nadie pareció sorprender esta narración; y el dueño de la casa señaló:
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-Lo que nos acabáis de referir, venerable señor, coincide con cuanto se ha dicho al respecto desde antiguo. Musõ entonces preguntó:
- ¿El monje de la colina no suele realizar los servicios fúnebres para vuestros muertos? - ¿Qué monje? -preguntó el joven. -El monje que ayer por la noche me indicó esta aldea -respondió Musõ-. Llegué hasta su anjitsu, que está en la colina. Rehusó alojarme, pero me dijo cómo llegar aquí.
Todos se miraron entre sí con expresión atónita; y, tras un instante de silencio, el dueño de la casa declaró:
-Venerable señor, en la colina no hay monje ni anjitsu alguno. Hace muchas generaciones que ningún monje reside en esta comarca.
Musõ no dijo nada más al respecto, pues era evidente que sus amables anfitriones lo juzgaban víctima de alguna ilusión sobrenatural. Pero en cuanto se despidió, no sin procurarse la información necesaria para proseguir su camino, decidió buscar la ermita de la colina para confirmar si había sufrido o no un engaño. Halló el anjitsu sin dificultad; y esta vez el anciano lo invitó a acompañarlo. En cuanto Musõ entró, el eremita hizo una humilde reverencia y exclamó:
- ¡Ah! ¿Vergüenza de mí...! ¿Gran vergüenza sobre mí...! ¡Terrible vergüenza sobre mí! -No debéis avergonzaros por haberme negado alojamiento -dijo Musõ-. Me indicasteis la aldea vecina, donde fui recibido con suma amabilidad; y os agradezco ese favor. -A nadie puedo ofrecer alojamiento -respondió el recluso-, y no es mi negación lo que me avergüenza. Me avergüenza que me hayáis visto en mi verdadera forma... pues fui yo quien devoró el cadáver y las ofrendas ante vuestros propios ojos... Sabed, venerable señor, que soy un jikininki, un devorador de
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carne humana. Compadecedme y permitidme confesar la secreta falta que me redujo a esta condición. “Hace mucho, mucho tiempo, yo era sacerdote en esta desolada región. No había otro sacerdote en leguas a la redonda. De modo que, en esa época, los montañeses solían traer aquí los cuerpos de los que habían muerto (a veces desde parajes distantes) para que yo cumpliera con los servicios sagrados. Pero yo no cumplía estos servicios y no realizaba los ritos sino por afán de lucro; sólo pensaba en la comida y las vestimentas que podía obtener mediante mi sacra profesión. Y a causa de este impío egoísmo volví a nacer, inmediatamente después de mi muerte, como jikininki. Desde entonces estoy obligado a alimentarme de los cadáveres de la gente que muere en esta comarca: a todos debo devorarlos del modo que anoche presenciasteis... Ahora, venerable señor, permitidme que os ruegue que realicéis un sacrificio Ségaki para mí: ayudadme mediante vuestras plegarias, os lo imploro, para que no tarde en liberarme de esta espantosa existencia...”
En cuanto el eremita hizo esta solicitud desapareció; y también desapareció la ermita, en el mismo instante. Y Musõ Kokushi se halló a solas, de rodillas en el pastizal, junto a un sepulcro antiguo y enmohecido, con la forma que llaman gorin-ishi, que parecía ser la tumba de un sacerdote.
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Robert Bloch Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana
infancia
me
he
sentido
subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicableatractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles. En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y sueños. El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir
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una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir. Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito. Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina. Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido.Los vampiros, hombreslobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico, eran los
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principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble! Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas. Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa. Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus
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respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas…. ¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cultes des Goules. La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de la calle South Dearborn, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis, “Misterios del Gusano”. El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me despidió con amable satisfacción. Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían considerando como un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso
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caballero. Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por “compañeros invisibles” y “servidores enviados de las estrellas”. Los campesinos evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas… todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minucioso reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra. Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los “Misterios del Gusano”. Nadie se explica cómo pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por
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algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos. Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo. Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente. Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo… Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible
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también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible. Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos… y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al inglés. Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro.
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Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz chillona y excitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares,había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora lo iba a escuchar, él me lo leería. Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:
El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar. Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando
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un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería boca alguna alcanzaron la última quintaesencia del horror. Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación! Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor. Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por el vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué
entidad
del
espacio
había
sido
invocada
tan
repentina
e
inconscientemente? ¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver? Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo
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pavoroso. Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo… sangriento. Muy despacio, pero en forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible codicia… Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano. Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido. Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensangrentada vuelta hacia las estrellas. Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal. Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en
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la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su vivienda. Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí. Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del Gusano.
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SERIAL MIERCOLES Israel Santiago Velázquez
Día tras día, al comenzar el cotidiano paseo del sol, sueles jugar al azar del tiempo que ocurrirá en su caminar a través del pequeño fragmento de mundo en el cual vives; ofreces una sonrisa optimista y das por medio de tus palabras buenos deseos, así como frases optimistas, y cómo olvidarlo, recomendaciones para evitar las caricias del tiempo, la cual por medio de broma puede cambiar gracias a su humor cambiante y dispar. En una pequeña pantalla llena de nubes que simulan lluvias, tormentas y días nublados y soleados, realizas tu profecía científica sobre lo que ocurrirá en el transcurso del día, haciendo que muchos de tus fieles seguidores sigan tus recomendaciones sin importar si te equivocas o no, haciéndoles caer en la desesperación, burla y la negación; sin embargo, vuelven a escuchar tus palabras con fe y atención para prepararse de momentos espontáneos que las estaciones te regalan año tras año. Te preguntarás por qué te encuentras ahora en estas circunstancias, tu mente se preguntará qué es lo que ocurre y dentro de tu miedo, pánico y terror trataras de encontrar una explicación lógica para tranquilizarte. Te has convertido en un mercader del tiempo aprovechándote de las bondades que encierra las sorpresas que nos da la madre naturaleza; has convertido la lluvia en un monstruo indescriptible, al calor en un verdugo implacable, al frio en una
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amenaza constante y al viento en una daga cortante, es una tristeza que esto ocurra en estos días, nosotros como raza humana hemos aprendido a través de los años la forma en la cual debemos de protegernos de su temperamento, hemos olvidado las bendiciones que esta nos otorga. ¿Acaso no recuerdas que ella estaba antes de osáramos lastimar a la tierra con nuestra presencia? Mi piel siente el recorrido de la emoción alegre que mi corazón tiene en este momento; tú serás el instrumento para calmar la frustrante decepción que siente la naturaleza este momento, no tienes idea del honor al que fuiste asignado y sin embargo prostituiste tan solo tenías que seguir con el corazón y con tus instintos ayudado por tus conocimientos adquiridos la magia de decir aquello que podía decirnos el tiempo, pero al contrario aceptas la fama falsa y vacía de aquello que representaba tu bienestar y comodidad al jugar con Eolo, dejando en ridículo a los tlaloques y aquellas deidades que aún están presentes en nuestros tiempos modernos. Observa a lo lejos como las nubes se acercan dejando escuchar sus gritos de furia; haciendo estremecer el viento intangible a su alrededor, cuando ven que se acerca todos corren a refugiarse maldiciendo esta situación, la cual es una bendición para aquellos que esperan sus caricias con angustia y desesperación; observa como sus brazos llenos de luz recorren el cielo oscurecido por su fuerza. Es la presencia de aquel que ha sido olvidado en su esencia, visto por todos como una caricatura en revistas, televisión y cine. ¿Acaso no sabes lo ridículo que se siente? Ahora recibirás su bendición que te llevara a sus dominios; en el día de ho y honraras al dios del trueno, los relámpagos y las tormentas. Del cual diariamente te burlabas de su divina gracia con tus palabras necias, la ciencia del hombre ayudará a que él se acerque a ti y emita su juicio justo; estás desnudo y atado a una gran estaca de metal y sujeto con cuerdas del mismo material; ¿Cómo le dicen ustedes hombres de ciencia a este instrumento?; ahora lo recuerdo, ustedes le llaman pararrayos. No tiene caso que grites y supliques ayuda porque nadie podrá escucharte en este monte tan elevado, tu figura iluminada se pierde en la magnitud del lugar donde te encuentras atado, siente en tu cuerpo desnudo la caricia de la lluvia
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que cae lentamente lavándote de toda inmundicia, a la vez que tus pies se regocijan de la caricia de la tierra húmeda; ¡qué hermoso se ve en el cielo toda esta demostración de fuerza y bondad, estaré cercas de ti para acompañarte en tu viaje final! Debes estar orgulloso
porque conocerás el rostro del dios que has
menospreciado, la caricia del dios de las tormentas, las lluvias y el rayo.
©Israel Santiago Velázquez Cuernavaca Morelos México. 16 de abril del 1017.
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Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar en seguida su carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno inmediato se retraigan como ante un enfermo.
Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones perpetradas bajo un determinado
techo
—mucho
después
de
haber
desaparecido quienes las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le eriza el pelo y se le hiela la sangre. Se sobrecoge sin una causa aparente.
Nada había en el aspecto exterior de esta casa particular que apoyase los rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la
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misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas que las demás. Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta, espantosamente distinta.
Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido, visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que el ambiente del edificio les producía auténtico pavor; entretanto, los sucesivos inquilinos que habían intentado habitarla y tuvieron que abandonarla a toda prisa provocaron poco menos que un escándalo en el pueblo. Cuando Shorthouse llegó para pasar el fin de semana con su tía Julia —en la casita que ésta tenía junto al mar al otro extremo del pueblo—, la encontró rebosante de misterio y excitación. Shorthouse había recibido su telegrama esa misma mañana, y había emprendido el viaje convencido de que iba a ser un aburrimiento; pero en el instante en que le cogió la mano y besó su mejilla de manzana arrugada percibió el primer indicio de su estado electrizado. Su impresión aumentó al saber que no tenía más visitas, y que le había telegrafiado por un motivo muy especial.
Había algo en el aire; «algo» que sin duda iba a dar fruto. Porque esta vieja solterona, con su afición a las investigaciones metapsíquicas, tenía talento y fuerza de voluntad, y, de una manera o de otra, se las arreglaba normalmente para llevar a término sus propósitos.
Hizo su revelación poco después del té, mientras caminaba despacio junto a él, por el paseo marítimo, en el crepúsculo. —Tengo las llaves —anunció con voz embargada, aunque medio sobrecogida— . ¡Me las han dejado hasta el lunes!
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—¿Las de la caseta de baño, o…? —preguntó él con candor, desviando la mirada del mar al pueblo. Nada la hacía ir más deprisa al grano que aparentar estupidez. —No —susurró—. Son las de la casa de la plaza… Voy a ir allí esta noche.
Shorthouse sintió que le recorría la espalda un levísimo temblor. Abandonó su tonillo burlón. Algo en la voz y actitud de su tía le produjo un estremecimiento. Hablaba en serio. —Pero no puedes ir sola… —empezó. —Por eso te he telegrafiado —dijo con decisión.
Se volvió a mirarla. Su rostro, feo, arrugado, enigmático, rebosaba de excitación. El rubor del sincero entusiasmo producía una especie de halo a su alrededor. Le brillaban los ojos. Notó en ella otra oleada de emoción acompañada de un segundo estremecimiento, esta vez más acusado. —Gracias, tía Julia —dijo cortésmente—. Te lo agradezco muchísimo. —No sería capaz de ir sola —prosiguió, alzando la voz—; pero contigo disfrutaré lo indecible. Tú no te asustas de nada, lo sé. —Muchas gracias, de verdad —repitió él—. ¿Es que… es que puede pasar algo? —Ha pasado, y mucho —susurró ella—; aunque han sabido silenciarlo con mucha habilidad. En los últimos meses ha habido tres que la han querido alquilar y se han tenido que ir; y dicen que no podrán ocuparla nunca más.
A pesar de sí mismo, Shorthouse se sintió interesado. Su tía hablaba muy seria. —La casa es muy vieja, desde luego —continuó ella—; y la historia, de lo más
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desagradable, data de hace mucho tiempo. Se trata de un asesinato que cometió por celos un mozo de cuadra que tenía un lío con una criada de la casa. Una noche se escondió en la bodega, y cuando estaban todos dormidos, subió sigilosamente a los aposentos de la servidumbre, sacó a la muchacha al rellano y, antes de que nadie pudiese ayudarla, la arrojó por encima de la barandilla, al recibimiento. —¿Y el mozo…? —Le detuvieron, creo, y le ahorcaron por asesino; pero todo eso ocurrió hace un siglo, y no he podido saber más detalles del suceso.
A Shorthouse se le había despertado del todo el interés. Pero, aunque no se inquietaba especialmente por lo que a él se refería, vacilaba un poco por su tía. —Con una condición —dijo por fin. —Nada me va a impedir que vaya —dijo ella con firmeza—; pero no tengo inconveniente en escuchar tu condición. —Que me garantices que podrías conservar la serenidad, si ocurriese algo realmente horrible. O sea… que me asegures que no te vas a asustar demasiado. —Jim —dijo ella con desdén—, sabes que no soy joven, ni lo son mis nervios; ¡pero contigo no le tendría miedo a nada en el mundo!
Esto, como es natural, zanjó la cuestión, porque Shorthouse no tenía otras aspiraciones que las de ser un joven normal y corriente; y cuando apelaban a su vanidad no era capaz de resistirse. Accedió a ir. Instintivamente, a modo de preparación subconsciente, mantuvo en forma sus fuerzas y a sí mismo toda la tarde, obligándose a hacer acopio de autocontrol mediante un indefinible proceso interior por el que fue vaciando gradualmente todas sus emociones abriendo el grifo de cada una… proceso difícil de describir, pero asombrosamente eficaz,
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como sabe todo el que ha sufrido las rigurosas pruebas del hombre encerrado en sí mismo. Más tarde, le fue de mucha utilidad. Pero hasta las diez y media, en que se detuvieron en el recibimiento a la luz de las lámparas acogedoras y envueltos aún por los tranquilizadores influjos humanos, no necesitó echar mano de esta reserva de fuerzas acumuladas. Porque, una vez que cerraron la puerta, y vio la calle desierta y silenciosa que se extendía ante ellos, blanca a la luz de la luna, se dio cuenta claramente de que la verdadera prueba de esta noche sería hacer frente a dos miedos en vez de uno. Tendría que soportar el miedo de su tía y el suyo. Y al observar su semblante de esfinge, y comprender que no tendría una expresión agradable en un acceso de verdadero terror, pensó que sólo una cosa le consolaba en toda esta aventura: su confianza en que su propia voluntad y fuerza resistirían cualquier sobresalto.
Recorrieron lentamente las calles vacías del pueblo; la luna brillante del otoño plateaba los tejados, proyectando densas sombras; no se movía el más leve soplo de brisa, y los árboles del parque solemne del paseo marítimo les observaron en silencio al pasar.
Shorthouse no contestaba a los comentarios que su tía hacía de vez en cuando: se daba cuenta de que la anciana se estaba rodeando simplemente de parachoques mentales: hablaba de cosas ordinarias para evitar pensar en cosas extraordinarias. Veían alguna ventana con luz, y de alguna que otra chimenea salía humo o chispas. Shorthouse había empezado ya a fijarse en todo, incluso en los más pequeños detalles. Poco después se detuvieron en la esquina y miraron el nombre de la calle en el lado donde daba la luna; y de común acuerdo, pero sin decir nada, entraron en la plaza en dirección a la parte que quedaba en la sombra. —La casa es el trece —oyó Shorthouse; ni uno ni otro hicieron el menor comentario sobre las evidentes connotaciones: cruzaron la ancha franja de luz lunar y echaron a andar por el enlosado en silencio.
A mitad de la plaza notó Shorthouse que un brazo se deslizaba discreta pero
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significativamente por debajo del suyo; comprendió entonces que la aventura había empezado de verdad, y que su compañera estaba ya cediendo terreno, de manera imperceptible, a los influjos contrarios. Necesitaba apoyo.
Minutos después se detuvieron ante una casa alta y estrecha que se alzaba ante ellos en la oscuridad, fea de forma y pintada de un blanco sucio. Unas ventanas sin postigo ni persiana les miraron desde arriba, brillando aquí y allá con el reflejo de la luna. La lluvia y el tiempo habían dejado rayas y grietas en la pared y la pintura, y el balcón sobresalía un poco anormalmente del primer piso. Pero salvo este aspecto general de abandono, propio de una casa deshabitada, nada había a primera vista que delatase el carácter maligno que esta mansión había adquirido.
Tras mirar por encima del hombro para cerciorarse de que nadie les había seguido, subieron la escalinata y se detuvieron ante la enorme puerta negra que les cerraba el paso, imponente. Pero ahora les invadió la primera oleada de nerviosismo, y Shorthouse hurgó largo rato con la llave antes de conseguir meterla en la cerradura. Por un instante, a decir verdad, los dos abrigaron la esperanza de que no se abriese, presa ambos de diversas emociones desagradables, allí de pie, en el umbral de su espectral aventura. Shorthouse, que manipulaba la llave estorbado por el peso firme sobre su brazo, se daba cuenta de la solemnidad del momento. Era como si el mundo entero —porque en ese instante parecía como si toda la experiencia se concentrase en su propia conciencia— escuchara el arañar de esta llave. Un extraviado soplo de aire bajó por la calle desierta, despertando un rumor efímero en los árboles, detrás de ellos; por lo demás, el ruido de la llave era lo único que se oía; y finalmente giró en la cerradura, se abrió pesadamente la puerta, y reveló el abismo de tinieblas del interior.
Tras una última mirada a la plaza iluminada por la luna, entraron deprisa, y la puerta se cerró tras ellos con un golpe que resonó prodigiosamente en los pasillos y habitaciones vacías. Pero con los ecos se hizo audible otro ruido, y tía
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Julia se agarró súbitamente a él con tal fuerza que tuvo que dar un paso atrás para no caerse. Un hombre había tosido a su lado; tan cerca que parecía que había sido junto a él, en la oscuridad.
Pensando que podía tratarse de alguna broma, Shorthouse hizo girar su pesado bastón en dirección al ruido; pero no tropezó con nada más sólido que el aire. Oyó a su tía proferir una pequeña exclamación. —Aquí hay alguien —susurró—; le he oído. —Tranquilízate —dijo él con resolución—. Sólo ha sido el ruido de la puerta de la calle. —¡Oh!, enciende una luz… pronto —añadió ella, mientras su sobrino, manipulando la caja de cerillas, la abría del revés, y se le caían todas en el piso de piedra con leve repiqueteo.
El ruido, sin embargo, no se repitió; ni hubo indicio de pasos retirándose. Un minuto después tenían una vela encendida, utilizando una boquilla de cigarro vacía como palmatoria; cuando disminuyó la llama inicial, Shorthouse alzó la improvisada lámpara e inspeccionó su entorno. Y lo encontró bastante lúgubre, a decir verdad; porque no hay morada humana más desolada que la que está vacía de muebles, oscura, muda, abandonada, y ocupada no obstante por un rumor sobre sucesos malvados y violentos.
Se encontraban en un amplio vestíbulo; a la izquierda había una puerta abierta que daba a un espacioso comedor; enfrente, el recibimiento se prolongaba, estrechándose, en un pasillo largo y oscuro que conducía, al parecer, a la escalera que bajaba a la cocina. Una ancha escalera desnuda ascendía ante ellos describiendo una curva; estaba toda en sombras salvo un único rodal, en mitad, donde daba la luna que se filtraba por una ventana, creando una mancha luminosa sobre la madera. Este haz de luz difundía una tenue luminiscencia
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arriba y abajo, dotando a los objetos cercanos de una silueta brumosa infinitamente más sugerente y espectral que la completa oscuridad. La luz filtrada de la luna parece pintar siempre rostros en la penumbra que la rodea; y al asomarse Shorthouse al pozo de tinieblas y pensar en las innumerables habitaciones vacías y pasillos de la parte superior del viejo edificio, sintió deseos de encontrarse otra vez en la plaza, o en el confortable cuartito de estar que habían
dejado hacía
una
hora. Comprendiendo que estos
pensamientos eran peligrosos, los rechazó otra vez e hizo acopio de toda su energía para concentrarse en el momento presente. —Tía Julia —dijo en voz alta, con gravedad—; vamos a recorrer la casa de punta a cabo, y a hacer una inspección exhaustiva.
Los ecos de su voz se apagaron lentamente en todo el edificio; y en el intenso silencio que siguió, se volvió a mirarla. A la luz de la vela, notó que tenía ya el rostro mortalmente pálido; pero ella se soltó de su brazo un momento, y dijo en un susurro, colocándose frente a él: —De acuerdo. Tenemos que asegurarnos de que no hay nadie escondido. Eso es lo primero.
Habló con evidente esfuerzo; su sobrino le dirigió una mirada de admiración. —¿Estás completamente decidida? Aún no es demasiado tarde… —Sí —susurró ella, desviando los ojos nerviosamente hacia las sombras de atrás—. Completamente decidida; sólo una cosa… —¿Qué? —No tienes que dejarme sola ni un instante. —Pero ten presente que debemos investigar en seguida cualquier ruido o aparición; porque dudar significaría aceptar el miedo. Sería fatal.
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—De acuerdo —dijo ella, algo temblorosa, tras un momento de vacilación—. Procuraré…
Tomados del brazo, Shorthouse con la vela goteante y el bastón, y su tía con la capa sobre los hombros, perfectos personajes de comedia para cualquiera menos para ellos, iniciaron una inspección sistemática. Con sigilo, andando de puntillas y cubriendo la vela para no delatar su presencia a través de las ventanas sin postigo, entraron primero en el comedor. No vieron un solo mueble. Unas paredes desnudas, unas chimeneas feas y vacías les miraron. Todas las cosas parecieron ofenderse ante esta intrusión, y les observaron con ojos velados, por así decir; les seguían ciertos susurros; las sombras revoloteaban en silencio a derecha e izquierda; parecía que tenían siempre a alguien detrás, vigilando, esperando la ocasión para atacarles.
Tenían la irreprimible sensación de que habían quedado momentáneamente en suspenso, hasta que volvieran
a irse, actividades que habían estado
desarrollándose en la habitación vacía. Todo el oscuro interior del viejo edificio pareció convertirse en una Presencia maligna que se alzaba para advertirles que desistieran y no se metiesen donde nadie les llamaba; la tensión de los nervios aumentaba por momentos.
Salieron del oscuro comedor por dos grandes puertas plegables y pasaron a una especie de biblioteca o salón de fumar, igualmente envuelto en silencio, polvo y oscuridad; de él regresaron al vestíbulo, cerca del remate de la escalera de atrás. Aquí se abrió ante ellos un túnel de negrura que conducía a las regiones inferiores, y —hay que confesarlo— vacilaron. Pero fue sólo un momento. Dado que lo peor de la noche estaba por venir, era esencial no retroceder ante nada. Tía Julia tropezó en el peldaño que iniciaba el oscuro descenso, mal iluminado por la vela parpadeante, y al propio Shorthouse casi le dieron ganas de salir corriendo. —¡Vamos! —dijo en tono perentorio; y su voz se propagó y se perdió en los espacios vacíos y oscuros de abajo.
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—Ya voy —balbuceó ella, agarrándose a su, brazo con fuerza innecesaria.
Bajaron un poco inseguros por la escalera de piedra; un aire húmedo, frío, estancado y maloliente les dio en la cara. La cocina, a la que conducía la escalera a través de un estrecho pasillo, era amplia, de techo alto. Tenía varias puertas: unas eran de alacenas con jarras vacías todavía en los estantes, otras daban acceso a dependencias horribles y espectrales, todas ellas más frías y menos acogedoras que la propia cocina. Las cucarachas se escabulleron por el suelo; una de las veces, al tropezar con una mesa de madera que había en un rincón, algo del tamaño de un gato saltó al suelo, cruzó veloz el piso de piedra, y desapareció en la oscuridad. Todos los lugares producían la sensación de haber sido ocupados recientemente, una impresión de tristeza y melancolía.
Abandonaron la cocina, y se dirigieron a la trascocina. La puerta estaba entornada, la empujaron y la abrieron del todo. Tía Julia profirió un grito penetrante, que en seguida intentó sofocar llevándose la mano a la boca.
Durante un segundo, Shorthouse se quedó petrificado, con el aliento contenido. Notó como si le vaciasen de pronto la espina dorsal y se la llenasen de hielo picado. Ante ellos, entre las jambas de la puerta, se alzaba la figura de una mujer.
Tenía el pelo desgreñado, la mirada fija y demente, y un rostro aterrado y mortalmente pálido.
Estuvo allí, inmóvil, por espacio de un segundo. Luego parpadeó la vela, y la mujer desapareció —absolutamente—, y la puerta no enmarcó otra cosa que una oscuridad vacía. —Sólo ha sido esta condenada llama saltarina —dijo él con rapidez, con una voz que sonó como de otra persona, y dominada sólo a medias—. Vamos, tía. Ahí no hay nada.
Tiró de ella. Con gran ruido de pisadas y aparente ademán de decisión, siguieron adelante; pero a Shorthouse le picaba el cuerpo como si lo tuviese cubierto de
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hormigas, y se daba cuenta, por el peso que notaba en el brazo, de que hacía fuerza para andar por los dos.
La trascocina estaba fría, desnuda, vacía: parecía más una gran celda de prisión que otra cosa. Dieron media vuelta; intentaron abrir la puerta que daba al patio y las ventanas, pero estaba todo firmemente cerrado. Su tía caminaba a su lado como sonámbula. Iba con los ojos cerrados, y parecía limitarse a seguir la presión del brazo de él. Shorthouse estaba asombrado de su valor. Al mismo tiempo, observó que su cara había experimentado un cambio especial que, de algún modo, escapaba a su poder de análisis. —Aquí no hay nada, tía —repitió en voz alta, con viveza—. Subamos a echar una mirada al resto de la casa. Luego escogeremos una habitación donde esperar.
Tía Julia le siguió obediente, pegada a su lado, y cerraron tras ellos la puerta de la cocina. Fue un alivio subir otra vez. En el recibimiento había más luz que antes, ya que la luna había bajado un poco en la escalera. Cautelosamente, empezaron a subir hacia la bóveda oscura del edificio, con el enmaderado crujiendo bajo su peso.
En el primer piso descubrieron el gran salón doble, cuya inspección no reveló nada: tampoco aquí encontraron signo alguno de mobiliario o de reciente ocupación; no había más que polvo, abandono y sombras. Abrieron las grandes puertas plegables entre el salón de delante y el de atrás, salieron otra vez al rellano, y continuaron subiendo.
No habrían subido más de una docena de peldaños cuando se detuvieron los dos a la vez a escuchar, mirándose a los ojos con un nuevo temor por encima de la llama temblona de la vela. De la habitación que acababan de dejar hacía apenas diez segundos les llegó un ruido apagado de puertas al cerrarse. No cabía ninguna duda: habían oído la resonancia que producen unas puertas pesadas al cerrarse, seguida del golpecito seco al encajar el pestillo.
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—Debemos volver, a ver qué ha sido —dijo Shorthouse con brevedad, en voz baja, dando media vuelta para bajar otra vez.
De algún modo, su tía se las arregló para seguirle, con el rostro lívido, pisándose el vestido. Cuando entraron en el salón delantero comprobaron que se habían cerrado las puertas plegables… medio minuto antes. Sin la menor vacilación, fue Shorthouse y las abrió. Casi esperaba descubrir a alguien ante él, en la habitación de detrás; pero sólo se enfrentó con la oscuridad y el aire frío.
Recorrieron las dos habitaciones, pero no descubrieron nada de particular. Probaron a hacer que las puertas se cerrasen solas, pero no había corrientes de aire ni siquiera para que oscilase la llama de la vela. Las puertas no se movían a menos que alguien las empujase con fuerza. Todo estaba en silencio como una tumba. Era innegable que las habitaciones se hallaban totalmente vacías, y la casa entera en absoluta quietud. —Ya empieza —susurró una voz junto a su codo que apenas reconoció como la de su tía.
Shorthouse asintió con la cabeza, sacando su reloj para comprobar la hora. Eran las doce menos cuarto; anotó en su cuaderno exactamente lo ocurrido hasta aquí, dejando antes la vela en el suelo. Tardó unos momentos en colocarla de pie, apoyándola contra la pared. Tía Julia ha dicho siempre que en ese momento no miraba, ya que había vuelto la cabeza hacia la habitación donde creía haber oído moverse algo; en cualquier caso, los dos coinciden en que sonaron pasos precipitados, fuertes y muy rápidos… ¡y al instante siguiente se apagó la vela!
Pero para Shorthouse hubo más cosas; y siempre ha dado gracias a su buena estrella de que le acontecieran a él solo, y no a su tía también. Porque, al incorporarse tras dejar la vela, y antes de que se apagara, surgió un rostro y se acercó tanto al suyo que casi podía haberlo rozado con los labios. Era un rostro dominado por la pasión: un rostro de hombre, moreno, de facciones torpes y ojos furiosos y salvajes. Pertenecía a un hombre ordinario, y tenía una expresión
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vulgar; pero al verlo encendido de intensa, agresiva emoción, le pareció un semblante malvado y terrible.
No hubo el más leve movimiento de aire; nada, aparte del rumor precipitado de pies… enfundados en calcetines, o en algo que amortiguaba las pisadas; de la aparición de ese rostro; y del casi simultáneo apagón de la vela.
A pesar de sí mismo, Shorthouse profirió un grito breve, y estuvo a punto de perder el equilibrio al colgarse su tía de él con todo su peso, en un instante de auténtico, incontrolable terror. Ella no dijo nada, aunque se agarró a su sobrino con todas sus fuerzas. Por fortuna no había visto nada: sólo había oído el ruido de pasos.
Recobró el dominio de sí casi en seguida, y él se pudo soltar y encender una cerilla. Las sombras huyeron en todas direcciones ante la llamarada, y su tía se inclinó y recogió la boquilla con la preciosa vela. Descubrieron que no había sido apagada de un soplo: habían aplastado el pabilo. Lo habían hundido en la cera, que estaba aplanada como por un instrumento liso y pesado.
Shorthouse no comprende cómo su compañera logró sobreponerse tan pronto a su terror; pero así fue, y la admiración que le inspiraba su autodominio se multiplicó por diez, al tiempo que avivó la llama agonizante de su ánimo… por lo que se sintió agradecido. Igualmente inexplicable para él fue la demostración de fuerza física que acababan de comprobar.
Reprimió al punto el recuerdo de las historias que había oído sobre los médiums y sus peligrosas experiencias; porque si eran ciertas, y su tía o él eran médiums sin saberlo, significaba que estaban contribuyendo a que se concentrasen las fuerzas de la casa encantada, cargada ya hasta los topes. Era como andar con lámparas sin protección entre barriles de pólvora destapados. Así que, pensando lo menos posible, volvió a encender la vela y subieron al siguiente piso.
Es cierto que el brazo que agarraba el suyo estaba temblando, y que sus propios
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pasos eran a menudo vacilantes; pero prosiguieron con minuciosidad, y tras una inspección infructuosa subieron el último tramo de escalera, hasta el ático.
Aquí descubrieron un verdadero panal de habitaciones pertenecientes a la servidumbre, con muebles rotos, sillas de mimbre sucias, cómodas, espejos rajados, y armazones de cama desvencijados. Las habitaciones tenían el techo inclinado, con telarañas aquí y allá, ventanas pequeñas, y paredes mal enyesadas: una región lúgubre y deprimente que se alegraron de poder dejar atrás.
Daban las doce cuando entraron en un cuartito del tercer piso, casi al final de la escalera, y se acomodaron en él como pudieron para esperar el resto de la aventura. Estaba totalmente vacío, y se decía que era la habitación —utilizada como ropero en aquel entonces— donde el enfurecido mozo acorraló a su víctima y la atrapó finalmente. Fuera, al otro lado del pasillo, empezaba el tramo de escalera que subía a las dependencias de la servidumbre que acababan de inspeccionar.
A pesar del frío de la noche, algo en el ambiente de esta habitación pedía a gritos que abriesen una ventana. Pero había algo más. Shorthouse sólo puede describirlo diciendo que aquí se sentía menos dueño de sí que en ninguna otra parte del edificio. Era algo que influía directamente en los nervios, algo que mermaba la resolución y enervaba la voluntad. Tuvo conciencia de este efecto antes de que hubieran transcurrido cinco minutos: en el corto espacio de tiempo que llevaban allí, le había anulado todas las fuerzas vitales, lo que para él constituyó lo más horrible de toda la experiencia.
Dejaron la vela en el suelo, y entornaron un poco la puerta, de manera que el resplandor no les deslumbrase, ni proyectase sombras en las paredes o el techo. A continuación, extendieron la capa en el suelo y se sentaron encima, con la espalda pegada a la pared. Shorthouse estaba a dos pies de la puerta que daba al rellano; desde su posición dominaba buena parte de la escalera principal que descendía a la oscuridad, así como de la que subía a las habitaciones de los criados; a su lado, al alcance de la mano, tenía el grueso bastón.
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La luna se hallaba ahora sobre la casa. A través de la ventana abierta podían ver las estrellas alentadoras como ojos amables que observaban desde el cielo. Uno tras otro, los relojes del pueblo fueron dando las doce; y cuando se apagaron los tañidos, descendió otra vez sobre todas las cosas el profundo silencio de la noche sin brisas. Sólo el oleaje del mar, lúgubre y lejano, llenaba el aire de murmullos cavernosos.
Dentro de la casa, el silencio se hizo tremendo; tremendo, pensó él, porque en cualquier instante podía quebrarlo algún ruido ominoso. La tensión de la espera se iba apoderando cada vez más de sus nervios. Cuando hablaban lo hacían en susurros, ya que sus voces sonaban extrañas y anormales. Un frío no totalmente atribuible al aire de la noche invadió la habitación, y les hizo estremecerse. Los influjos adversos, cualesquiera que fuesen, les minaban la confianza en sí mismos y la capacidad para una acción decidida; sus fuerzas estaban cada vez más debilitadas, y la posibilidad de un miedo real adquirió un nuevo y terrible significado.
Shorthouse empezó a temer por la anciana que tenía a su lado, cuyo valor no podría mantenerla a salvo más allá de ciertos límites. Oía latir su sangre en las venas. A veces le parecía que lo hacía tan fuerte que le impedía escuchar con claridad otros ruidos que empezaban a hacerse vagamente audibles en las profundidades de la casa.
Cuando
trataba
de concentrar
la
atención en esos ruidos, cesaban
instantáneamente. Desde luego, no se acercaban. Sin embargo, no podía por menos de pensar que había movimiento en alguna de las regiones inferiores de la casa. El piso donde estaba el salón, cuyas puertas se habían cerrado misteriosamente, parecía demasiado cercano; los ruidos provenían de más lejos. Pensó en la gran cocina, con las negras cucarachas escabullándose, y en la pequeña y lóbrega trascocina; aunque, en cierto modo, parecían no surgir de parte alguna. ¡Lo que sí era cierto es que no provenían de fuera de la casa!
Y entonces, de repente, comprendió la verdad, y durante un minuto le pareció
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como si hubiese dejado de circularle la sangre y se le hubiese convertido en hielo.
Los ruidos no venían de abajo ni mucho menos, sino de arriba, de alguno de aquellos horrorosos cuartitos de los criados, de muebles destrozados, techos inclinados y estrechas ventanas, donde había sido sorprendida la víctima, y de donde salió para morir.
Y desde el instante en que descubrió de dónde procedían, comenzó a oírlos más claramente. Era un rumor de pasos que avanzaban furtivos por el pasillo de arriba, entraban y salían de las habitaciones, y pasaban entre los muebles.
Se volvió vivamente hacia la figura inmóvil que tenía a su lado para ver si compartía su descubrimiento. La débil luz de la vela que entraba por la rendija de la puerta convertía el rostro fuertemente recortado de su tía en acusado relieve sobre el blanco de la pared. Pero fue otra cosa lo que le hizo aspirar profundamente y volverla a mirar. Algo extraordinario había asomado a su rostro, y parecía cubrirlo como una máscara; suavizaba sus profundas arrugas y le estiraba la piel hasta hacer desaparecer sus pliegues; daba a su semblante — con la sola excepción de sus ojos avejentados— un aspecto juvenil, casi infantil. Se quedó mirándola con mudo asombro… con un asombro peligrosamente cercano al horror. Era, desde luego, el rostro de su tía. Pero era un rostro de hacía cuarenta años, el rostro inocente y vacío de una niña.
Shorthouse había oído contar historias sobre el extraño efecto del terror, que podía borrar de un semblante humano toda otra emoción, eliminando las expresiones anteriores; pero jamás se le había ocurrido que pudiera ser literalmente cierto, o que pudiese significar algo tan sencillamente horrible como lo que ahora veía. Porque era el sello espantoso del miedo irreprimible lo que reflejaba la total ausencia de este rostro infantil que tenía al lado; y cuando, al notar su mirada atenta, se volvió a mirarle, cerró los ojos con fuerza para conjurar la visión.
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Sin embargo, al volverse, un minuto después, con los nervios a flor de piel, descubrió, para su inmenso alivio, otra expresión: su tía sonreía; y aunque tenía la cara mortalmente pálida, se había disipado el velo espantoso, y le estaba volviendo su aspecto normal. —¿Ocurre algo? —fue todo lo que se le ocurrió decir en ese momento. Y la respuesta fue elocuente, viniendo de esta mujer: —Tengo frío… y estoy un poco asustada —susurró.
Shorthouse propuso cerrar la ventana, pero ella le contuvo, y le pidió que no se apartase de su lado ni un instante. —Es arriba, lo sé —susurró, medio riendo extrañamente—; pero no me siento capaz de subir.
Pero Shorthouse opinaba de otro modo: sabía que la mejor manera de conservar el dominio de sí estaba en la acción. Sacó un frasco de coñac y sirvió un vaso de licor lo bastante abundante como para resucitar a un muerto.
Ella se lo tragó con un ligero estremecimiento.
Ahora lo importante era salir de la casa antes de que su tía se derrumbase irremediablemente; pero no dejaba de ser arriesgado dar media vuelta y huir del enemigo. Ya no era posible permanecer inactivo: cada minuto que pasaba era menos dueño de sí, y se hacía imperioso adoptar, sin demora, desesperadas, enérgicas medidas.
Además, debían dirigir la acción hacia el enemigo, y no huir de él; el momento crítico, si se revelaba inevitable y fatal, había que afrontarlo con valor. Y eso podía hacerlo ahora; dentro de diez minutos, quizá no le quedasen fuerzas para actuar por sí mismo, ¡y mucho menos por los dos!
Arriba, entretanto, los ruidos sonaban más fuertes y cercanos, acompañados de
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algún que otro crujido del entarimado. Alguien andaba con sigilo, tropezando de vez en cuando contra los muebles.
Tras esperar unos instantes a que hiciese efecto la tremenda dosis de licor, y consciente de que duraría sólo unos momentos, Shorthouse se puso de pie en silencio, y dijo con voz decidida: —Ahora, tía Julia, vamos a subir a averiguar qué es todo ese ruido. Tienes que venir también. Es lo acordado.
Tomó el bastón y fue al ropero por la vela. Una figura endeble, tambaleante, con la respiración agitada, se levantó a su lado; oyó que decía débilmente algo sobre que «estaba dispuesta». Le admiraba el ánimo de la anciana: era mucho más grande que el suyo; y mientras avanzaban, en alto la vela goteante, iba emanando de esta mujer temblorosa y de cara pálida que marchaba a su lado una fuerza sutil que era verdadera fuente de inspiración para él: tenía algo grande que le avergonzaba y le prestaba un apoyo sin el cual no se habría sentido en absoluto a la altura de las circunstancias.
Cruzaron el oscuro rellano, evitando mirar el espacio negro que se abría sobre la barandilla. A continuación empezaron a subir por la estrecha escalera, dispuestos a enfrentarse a los ruidos que se hacían más audibles y cercanos por momentos. A mitad de camino tropezó tía Julia, y Shorthouse se volvió para cogerla del brazo; y justo en ese instante se oyó un chasquido terrible en el corredor de los criados. Le siguió un intenso chillido agónico que fue grito de terror y grito de auxilio mezclados en uno solo.
Antes de que pudiesen apartarse, o retroceder siquiera un peldaño, alguien irrumpió en el pasillo, arriba, y echó a correr espantosamente con todas sus fuerzas, salvando los peldaños de tres en tres, hasta donde ellos se habían detenido. Las pisadas eran leves y vacilantes, pero tras ellas sonaron otras más pesadas que hacían estremecer la escalera.
Apenas habían tenido tiempo Shorthouse y su compañera de pegarse contra la
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pared, cuando oyeron junto a ellos el tumulto de pisadas, y dos personas, sin apenas distancia entre ambas, cruzaron a toda velocidad. Fue un completo torbellino de crujidos en medio del silencio nocturno del edificio vacío. Habían cruzado ante ellos los dos corredores, perseguido y perseguidor, saltando con un golpe sordo, primero el uno y luego el otro, al rellano de abajo.
Sin embargo, ellos no habían visto nada: ni mano, ni brazo, ni cara, ni siquiera un jirón revoloteante de ropa.
Sobrevino una breve pausa. Luego, la primera persona, la más ligera de las dos —la perseguida evidentemente—, echó a correr con pasos inseguros hacia la pequeña habitación de la que Shorthouse y su tía acababan de salir. Le siguieron los pasos más pesados. Hubo ruido de pelea, jadeos y gritos desgarradores; poco después, salieron unos pasos al rellano… los de alguien que caminaba cargado. Hubo un silencio mortal que duró el espacio de medio minuto, y luego se oyó el ruido de algo que se precipitaba en el aire. Le siguió un golpe sordo, tremendo, abajo en las profundidades de la casa, en el enlosado del recibimiento.
A continuación, reinó un silencio total. Nada se movía. La llama de la vela se alzaba imperturbable. Así había permanecido todo este tiempo: ningún movimiento había agitado el aire.
Paralizada de terror, tía Julia, sin esperar a su compañero, comenzó a bajar a tientas, llorando débilmente como para sus adentros; y cuando su sobrino la rodeó con el brazo y casi la llevó en volandas, notó que temblaba como una hoja.
Shorthouse entró en el cuartito, recogió la capa del suelo y, cogidos del brazo, empezaron a bajar muy despacio, sin pronunciar una sola palabra ni volverse a mirar hacia atrás, los tres tramos de escalera, hasta el recibimiento.
No vieron nada; aunque, mientras bajaban, tenían la sensación de que alguien les seguía paso a paso: cuando iban deprisa, se quedaba atrás; cuando tenían
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que ir despacio, les alcanzaba. Pero ni una sola vez se volvieron para mirar; y a cada vuelta, bajaban los ojos por temor al horror que podĂan sorprender en el tramo superior.
Shorthouse abriĂł la puerta de la calle con manos temblorosas; salieron a la luz de la luna, y aspiraron profundamente el aire fresco de la noche que venĂa del mar.
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Negotium Perambulans Posiblemente, el turista accidental que pase por el oeste de Cornualles, al atravesar la desolada llanura elevada que se extiende entre Penzance y el Finis Terrae, haya observado un cartel indicador muy viejo señalando un terreno difícil y que en el desgastado dedo que lo muestra lleva una inscripción medio borrada diciendo: Polearn 2 millas, aunque es probable que muy pocos hayan sentido la curiosidad de recorrer estas dos millas para ver un lugar al que las guías turísticas dedican un comentario tan superficial. Es descrito en un par de líneas muy poco sugestivas como un pequeño pueblo de pescadores con una iglesia sin ningún interés particular, excepto por los paneles de madera grabada y pintada que forman la baranda del altar y que originalmente pertenecían a otro edificio. Se recuerda al turista que en la iglesia de St. Creed existe una decoración parecida, pero muy superior a ésta en estado de conservación e interés, circunstancia que hace que incluso los más dispuestos a visitar iglesias no se sientan incitados para ir a Polearn. El señuelo es demasiado pobre para desear tragárselo, y una mirada a aquellas tierras difíciles, que cuando no llueve ofrecen un alfombrado de piedras puntiagudas y cuando llueve presenta un río de fango, seguro que le hará decidir no exponer el coche o la bicicleta a este tipo de riesgos en una región tan poco poblada como ésta. Desde Penzance sus ojos casi no han encontrado casa alguna y la posibilidad de un pinchazo al recorrer media docena de accidentadas millas parece un precio demasiado alto para ver unos paneles pintados.
Polearn, por tanto, incluso en el momento álgido de la estación turística, es poco propenso a la invasión y, durante el resto del año, no creo que haya más de un par de personas diarias que atraviesen estas dos larguísimas millas de
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cuestas rampantes y pedregosas. En este cálculo exiguo no olvido al cartero, siendo pocos los días que, dejando caballo y carro en la cima de la colina, se llega hasta el pueblo, porque a pocos centenares de metros cuesta abajo hay una gran caja blanca que parece un baúl de marinero, puesta al lado del camino, con una hendidura para tirar las cartas y una puerta cerrada con candado. Cuando lleva en la cartera una carta certificada o un paquete demasiado grande para meterlo en las casillas cuadradas del baúl de marinero, debe bajar la cuesta y entregar el enojoso envío personalmente a su propietario, recibiendo a cambio una moneda o algún refrigerio por su amabilidad; pero estas ocasiones son raras y la rutina general es sacar de la caja las cartas que se han depositado y dejar las que él trae. Estas serán recogidas, quizás aquel mismo día o al día siguiente, por un emisario enviado por la administración de correos de Polearn.
Respecto a los pescadores de la localidad, que con su comercio de exportación establecen el vínculo principal entre Polearn y el mundo exterior, nunca les pasaría por la cabeza el subir la pronunciada pendiente y recorrer las seis millas que los separan del mercado de Penzance. La ruta del mar es más corta y adecuada y pueden dejar el pescado en la punta de la escollera.
Así pues, aunque la única industria de Polearn es la pesca, no se puede disponer de pescado si no se encarga previamente a algún pescador. Cuando vuelven las barcas vienen más vacías que una casa encantada, ya que el pescado se ha cargado en los vagones que se dirigen rápidamente hacia Londres. Este aislamiento, durante siglos, de la pequeña comunidad produce igualmente el aislamiento del individuo y explica que no haya nadie tan individualista como la gente de Polearn. A pesar de todo, o así me lo ha parecido siempre, la gente está unida por una misteriosa comprensión, como si todos hubieran sido iniciados en algún antiguo rito, inspirado y compuesto por fuerzas visibles e invisibles. Las tempestades que atacan las costas en invierno, el hechizo de la primavera, los veranos cálidos y tranquilos, la estación de las lluvias y la putrefacción otoñal crean un sortilegio que, poco a poco, se transmite a los habitantes e influye en las fuerzas del bien y del mal que gobiernan el mundo, manifestándose de una manera que tanto puede ser
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benigna como terrible...
La primera vez que fui a Polearn contaba diez años y era un chiquillo débil y enfermizo, amenazado por dolencias pulmonares. Los negocios de mi padre lo retenían en Londres, pero se consideró que el abundante aire fresco y la benignidad del clima eran para mí condiciones esenciales si debía llegar hasta la edad adulta. La hermana de mi padre se había casado con el vicario de Polearn, Richard Bolitho, natural del lugar, hecho que me permitió pasar tres años en casa de mis familiares a cambio de pagar una pensión.
Richard Bolitho poseía en el pueblo una casa muy bonita, donde vivía más a gusto que en la vicaría, la cual tenía alquilada a un joven artista, John Evans, enamorado del lugar, razón por la que no se separara de él en todo el año. La casa tenía un sólido cobertizo provisto de tejado, abierto por uno de sus costados, que habían construido en el jardín especialmente para mí y donde yo vivía y dormía. Esto hacía que de las veinticuatro horas del día no pasara ni una tras paredes y ventanas. Siempre me hallaba en la bahía con la gente del mar o rondando por los acantilados cubiertos por aulagas que se alzan a derecha e izquierda de la profunda garganta donde se encuentra el pueblo o bien estaba ocupado en futilidades en la punta de la escollera o buscando nidos de pájaro en el bosque con chicos del pueblo. Salvo los domingos y durante las escasas horas del día que iba a la escuela, estaba autorizado a hacer todo lo que me pasara por la cabeza siempre que lo hiciera al aire libre. Las lecciones no eran pesadas, pues mi tío sabía acompañarme por los floridos atajos que atraviesan los matorrales de la aritmética, me llevaba a agradables excursiones a través de los elementos de la gramática latina y, por encima de todo, me forzaba a presentarle diariamente un informe, expuesto con frases claras y gramaticalmente correctas, de todo cuanto ocupaba mis pensamientos y movimientos. Si debía decirle que había corrido por los acantilados, la manera de expresarme debía ser ordenada, no difusa, y acompañada de notas exponiéndole mis observaciones. Esto me ayudaba a entrenar mis dotes de observación, ya que me inducía a explicarle cuales eran las flores que había encontrado y qué pájaros había visto planeando sobre el mar o construyendo el nido en el bosque. De esto debo estarle permanentemente agradecido, pues la
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observación y la descripción en un lenguaje expresivo de las cosas observadas se convertiría en mi profesión.
De todos modos, más importante aún que las tareas reservadas para los días de cada día era la rutina prescrita para el domingo. En el alma de mi tío incubaba el sombrío rescoldo del calvinismo y el misticismo, que convertía el domingo en el día del terror. En su sermón de la mañana nos chamuscaba con un avance de los fuegos eternos preparados para los pecadores impenitentes y se puede afirmar que no era menos aterrador cuando hablaba a los niños durante la ceremonia de la tarde. Recuerdo perfectamente su exposición de la doctrina del ángel de la guarda. Según afirmaba, un niño podía sentirse seguro amparado por aquella custodia angélica, pero que se guardara de cometer alguna de las numerosas ofensas que podían obligar a su ángel custodio a apartar de él su rostro, pues de la misma manera que había ángeles que nos protegían, también había presencias malignas y ominosas dispuestas a atacarnos. Le gustaba de forma particular entretenerse en éstas. También recuerdo su comentario en el sermón de la mañana sobre los paneles llenos de relieves de la baranda del altar, a los que ya he aludido anteriormente. Se veía en ellos al ángel de la Anunciación y al ángel de la Resurrección, pero también estaba presente la bruja de Endor y, en el cuarto panel, una escena que me inquietaba de manera particular. Aquel cuarto panel mi tío bajaba del púlpito para señalar los detalles trabajados por el tiempo representaba la puerta del cementerio de la misma iglesia de Polearn y, de hecho, el parecido era remarcable. En la entrada estaba la figura de un capellán vestido con una túnica y sosteniendo una cruz en la mano. Con aquella cruz se enfrentaba a una criatura terrible parecida a una babosa gigante y que retrocedía al encontrárselo delante.
Según la interpretación de mi tío, representaba algún ser de una maldad y de un poder casi infinitos, que sólo podía ser combatido con una fe firme y un corazón puro. Debajo se leía una leyenda que decía: «Negotium perambulans in tenebris», sacada del salmo noventa y uno. Habíamos hallado también la traducción: «la pestilencia que camina por las tinieblas», que sólo reproducía débilmente el latín. De hecho, era más mortal para el alma que cualquier
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pestilencia, que sólo puede matar el cuerpo: era la Cosa, la Criatura, el Asunto que traficaba en medio de las Tinieblas, un ministro de la ira de Dios entre los perversos...
Mientras él hablaba, yo me daba cuenta de las miradas que intercambiaban los feligreses y sabía que sus palabras evocaban algún supuesto, algún recuerdo. Movían la cabeza y murmuraban en voz baja, entendían las alusiones. Con aquel espíritu inquisitivo de los niños, no podía descansar hasta que arrancaba la historia a mis compañeros, hijos de los pescadores, cuando a la mañana siguiente nos tostábamos desnudos al sol tras haber tomado un baño. Uno sabía un fragmento, el segundo conocía otro más y, pegando unos con otros terminábamos formando una leyenda verdaderamente alarmante. En pocas líneas, se desarrollaba como sigue:
En otro tiempo hubo una iglesia mucho más antigua que aquella donde mi tío cada domingo nos aterrorizaba con sus palabras. Se alzaba a menos de trescientos metros de distancia, sobre la meseta de terreno llano que había bajo la cantera de la que se habían extraído las piedras. El propietario del solar la derruyó y se hizo construir una casa en el mismo lugar aprovechando los materiales de la ruina. Con un éxtasis de perversidad, conservó el altar, sobre el cual comía y jugaba a los dados. Pero he aquí que, cuando envejeció, se apoderó de él una especie de negra melancolía y quería tener velas encendidas ardiendo toda la noche, pues la oscuridad le causaba gran espanto. Una noche de invierno sobrevino una galerna tan intensa como nunca habíase visto otra, rompió las ventanas de la sala donde cenaba el hombre y apagó las luces. Los criados se presentaron profiriendo gritos de terror y lo encontraron tendido en el suelo en medio de un río de sangre que le salía de la garganta. En el momento de entrar les pareció ver una inmensa sombra negra que se apartaba de él y que, arrastrándose por el suelo y trepando por la pared, se escurría por la ventana rota. —Allí yacía bien muerto —explicó el último de mis informantes—, y él, un hombre fornido, quedó reducido a un saco de piel y huesos, al que aquella bestia había chupado toda la sangre. Su último suspiro fue un grito en el cual
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profirió las mismas palabras que pueden leerse en el panel. —Negotium perambulans in tenebris —me aventuré a decir con avidez. —Poco más o menos. En todo caso, latín. —¿Y después? —pregunté. —No había nadie que quisiera acostarse en aquel lugar. Aquella casa vieja se fue arruinando y hará cosa de tres años que se hundió. Pero, mira por dónde, entonces apareció el Sr. Dooliss, de Penzance, y volvió a reconstruir la mitad de ella. No quiso hacer caso de aquellos seres extraños, ni tampoco de latinajos. Un buen día cogió la botella de whisky y al llegar la noche llevaba encima una buena cogorza. Bien, me voy a casa a cenar. Prescindiendo de la autenticidad de la leyenda, me explicaron la verdad sobre el Sr. Dooliss de Penzance, quien desde aquel día se convirtió en el objeto de mi ávida curiosidad, especialmente porque la casa que se había construido en la cantera estaba situada al lado del jardín de mi tío. La Cosa que caminaba en medio de la Oscuridad no excitaba especialmente mi imaginación y yo ya estaba tan acostumbrado a dormir solo en el cobertizo que la noche no me inspiraba terror alguno. Pero habría sido muy excitante despertarme a cualquier hora y oír gritar al Sr. Dooliss, ya que esto indicaría que la Cosa lo había atrapado.
Aquella historia se me fue borrando de la cabeza, ensombrecida por cosas más interesantes que pasaban durante el día y, en el transcurso de los dos últimos años de vida al aire libre en el jardín de la vicaría, rara vez pensé en el Sr. Dooliss y en el hado que podía corresponderle por la osadía de vivir en un lugar donde se movía aquella Cosa tenebrosa. Ocasionalmente lograba verlo por encima de la valla del jardín, un hombre que era como una gavilla desmadejada y amarillenta, que caminaba lentamente y vacilando, aunque nunca me lo encontré al otro lado de la reja de su casa, ni en calle alguna del pueblo, ni abajo en la playa. Nadie se metía en su vida y él no se metía en la vida de nadie.
Si quería arriesgarse a ser la víctima del legendario monstruo nocturno o beber tranquilamente en su casa hasta morir, era algo que a mí ni me iba ni me venía.
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Al parecer mi tío había hecho diversos intentos de visitarle cuando vino a instalarse en Polearn; pero se ve que al Sr. Dooliss no debían gustarle los vicarios, porque hacía decir que no estaba en casa y nunca le devolvió la visita.
Tras tres años de sol, viento y lluvia, yo había vencido completamente aquellos primeros síntomas y me había convertido en un chico de trece años fuerte y robusto. Me enviaron a Eton y Cambridge y, habiendo finalizado la preparación necesaria, me convertí en abogado. Ocho años más tarde ya ganaba un sueldo anual de cinco cifras y había invertido en determinados valores una suma que me podía reportar dividendos, que teniendo en cuenta mis gustos sencillos y mis costumbres frugales, me ofrecían todas las comodidades necesarias a este lado del sepulcro. Tenía al alcance los premios que otorga la profesión y no poseía ambición alguna que me espoleara ni deseaba tampoco esposa e hijos, por lo que me figuro debo ser un soltero natural. De hecho, sólo tenía una ambición que a lo largo de aquellos años de actividad me había estado tentando, como la visión de unas montañas azules y lejanas, y era regresar a Polearn y vivir aislado del mundo en compañía del mar y las colinas vestidas de aulagas, donde había jugado con los amigos, y explorar los secretos que ocultaban. Tenía metido aquel sortilegio en mi corazón y puedo decir sinceramente que casi no había pasado un solo día en todos aquellos años sin aquel pensamiento y aquel deseo presentes en mi cabeza. Por mucho que me comunicara frecuentemente con mi tío durante toda su vida y, tras su muerte, con su viuda —que aún vivía—, desde que me embarcara en mi profesión no había regresado nunca más, porque sabía que si volvía me costaría demasiado marcharme otra vez. Tenía decidido regresar tan pronto hubiera logrado mi independencia, y nunca más me iría de allí. Pero me marché y ahora no habría nada en el mundo que me hiciera desviar del camino que conduce de Penzance al Finis Terrae y contemplar aquellas paredes que cierran el valle y se alzan, abruptas, sobre los techos del pueblo y escuchar el chillido de las gaviotas que pescan en la bahía. Y todo porque una de las cosas invisibles que forman parte de las fuerzas oscuras salió a la luz y yo la vi con mis propios ojos.
La casa donde pasé aquellos tres años de mi infancia había sido cedida a mi
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tía con carácter vitalicio y, cuando le comuniqué mi intención de regresar a Polearn, me sugirió que, mientras no encontrara la casa adecuada, fuera a vivir con ella, siempre que yo no encontrara inconveniente en aquella proposición. La casa es demasiado grande para una vieja que vive sola —me comentó por carta— y con frecuencia pienso que no iría desencaminada si la dejase y me instalara en una casa más pequeña, suficiente para mí y mis necesidades. Ven a compartirla conmigo, querido sobrino y, si te molesto, que uno de los dos marche. Quizás te guste la soledad, como a la mayoría de la gente de Polearn, y entonces marcharás tú. O bien seré yo quien te deje. Una de las razones principales de haberme quedado todos estos años en esta casa ha sido el deseo de no dejarla arruinar. Las casas se arruinan, tú ya lo sabes, si no se vive en ellas.
Poco a poco se mueren, el alma se les debilita y termina abandonándolas. ¿No te explicaron estas simplezas en tus años de estudio en Londres?...
Como era natural, acepté entusiasmado aquel arreglo momentáneo y un atardecer de junio me encontré al inicio de aquella costa que bajaba hasta Polearn y nuevamente descendí hasta el profundo valle encastrado entre montañas. Parecía que el tiempo se hubiera detenido: aquel cartel indicador tan gastado —o su substituto— aún señalaba con el dedo delgaducho aquella bajada y, unos cuantos centenares de metros más allá, había aquella caja blanca donde se intercambiaban las cartas. Mis ojos topaban una a una con cosas recordadas y lo que veían no había empequeñecido, como suele pasar con los escenarios de la niñez al ser revisitados y meterlos en una escala más pequeña. Allá estaba la administración de correos, también la iglesia y, muy cerca de ella, la vicaría, y más allá, toda aquella vegetación que aislaba la casa a donde me dirigía desde el camino y, aún más allá, los techos grises de la casa de la cantera, húmedos y brillantes, barridos por la brisa mojada de la tarde que sopla desde el mar. Todo era exactamente como lo recordaba y, por encima de todo, aquella sensación de reclusión y aislamiento. En algún lugar más arriba de las copas de los árboles se encaramaba aquel sendero que unía la carretera a Penzance... pero todo estaba inconmensurablemente lejano. Los
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años transcurridos desde la última vez que aparecí en la famosa puerta se disipaban como el vaho del aliento en aquel aire caliente y suave. Había palacios de justicia en algún lugar del libro gris de la memoria y, si me entretenía girando las hojas, me dirían que me había hecho un nombre y una buena renta. Pero ahora el libro gris se había cerrado porque yo volvía a estar en Polearn y su hechizo me envolvía. Si Polearn no había cambiado, tampoco lo había hecho la tía Hester, que salió a la puerta a recibirme. Siempre había sido delicada y blanca como la porcelana y el paso de los años no la había envejecido sino sólo había servido para refinarla.
Mientras permanecíamos sentados hablando tras la cena, me informó de todas las novedades acaecidas en Polearn durante aquellos años. Los cambios de los que me habló solo sirvieron para confirmar la inmutabilidad de los hechos. Volviendo a recordar nombres, le pregunté por la casa de la cantera y por el Sr. Dooliss, y me di cuenta de que su rostro se oscureció un tanto, como si la sombra de una nube acabara de enturbiar un día de primavera. —Sí, el Sr. Dooliss —me dijo—, ¡pobre Sr. Dooliss! ¡Claro que lo recuerdo! Ya debe hacer diez años o más que murió. Nunca te lo comuniqué por carta porque fue terrible y no tenía ganas de entristecer tus recuerdos de Polearn. Tu tío siempre había pensado que podía suceder una cosa como ésta si continuaba bebiendo tan lamentablemente... ¡y aún peor! Aunque nadie supo exactamente qué sucedió, es lo que cabe suponer. —Pero, ¿cómo fue todo, más o menos, tía Hester? —Pues bien, como es natural no te lo puedo explicar con exactitud, y nadie podría hacerlo. Pero era un gran pecador y el escándalo que provocó en Newlyn fue una vergüenza. Además, vivía en la casa de la cantera... No sé si debes recordar un sermón que dio una vez tu tío, cuando bajando del púlpito explicó aquel panel de la baranda del altar. Quiero decir aquello de esa horrible criatura apostada en la puerta del cementerio. —Sí, lo recuerdo perfectamente —le respondí. —Supongo que debió impresionarte, como impresionó a todo el mundo que lo escuchó, una impresión que quedó grabada en todos nosotros cuando pasó
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aquella catástrofe. No sé cómo fue, pero el Sr. Dooliss se enteró del sermón de tu tío y, una vez que debía estar bebido, irrumpió en la iglesia y dejó el panel reducido a trocitos. Parece que pensaba que era mágico y que, si lo destruía, seguramente se libraría del hado terrible que ya lo amenazaba. Es necesario que te diga que, antes de cometer aquel terrible sacrilegio, había sido un hombre obsesionado: odiaba la oscuridad y la temía, pensando que aquella criatura representada en el panel lo perseguía, creía que si tenía las velas encendidas, se libraría. Pero estaba tan trastornado que le parecía que aquel panel era el causante de sus terrores y, como te he dicho, irrumpió en la iglesia e intentó destruirlo.
Y ahora te explicaré por qué he dicho que lo intentó. Cierto que a la mañana siguiente, cuando tu tío fue a la iglesia a decir maitines, lo encontró convertido en astillas y, sabiendo el miedo que provocaba el panel al Sr. Dooliss, se dirigió inmediatamente a la casa de la cantera y lo acusó de destructor. El hombre no lo negó; muy al contrario, se vanaglorió de lo hecho. Y aunque era temprano, continuó allí sentado bebiendo su whisky. —¡Ya puedes ver que se ha hecho de la Cosa de que hablabas —le dijo— y también de tu sermón! ¡Ya ves que caso hago de las supersticiones!
Tu tío se fue sin responder a aquella blasfemia, con intención de dirigirse derecho a Penzance e informar a la policía de aquel ultraje a la iglesia; sin embargo, al salir de la casa de la cantera se metió de nuevo en la iglesia para poder dar detalles sobre los desperfectos, y se encontró con el panel en su sitio, intacto e ileso. Él, no obstante, lo había visto destrozado y el mismo Sr. Dooliss le había confesado que la destrucción era obra suya. Pero era un hecho que estaba allí, ¿y quién habría podido decir si había sido el poder de Dios o algún otro poder el que lo había recompuesto?
Así era Polearn verdaderamente, y era el espíritu de Polearn el que me hacía aceptar todo lo que me decía mi tía Hester como hecho comprobado. Había pasado de esa manera.
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Y continuaba como si nada con aquella su voz tranquila: —Tu tío reconocía que allí había intervenido algún poder que estaba por encima del de la policía y ya no fue a informar del hecho a Penzance porque habían desaparecido todas las pruebas.
Me cayó encima un súbito raudal de palabras. —Debía haber algún error —dije— puesto que el panel no se había roto... Ella sonrió. —Has pasado mucho tiempo en Londres, querido sobrino...—me dijo—; déjame que te explique el resto de la historia. Aquella noche, por alguna razón, no pude dormir. Hacía mucho calor y parecía que me faltase aire. Supongo que debes pensar que el insomnio queda explicado con ese bochorno. De tanto en tanto me levantaba de la cama y me aproximaba a la ventana para intentar respirar un poco, y desde allí, la primera vez que me levanté de la cama vi que la casa de la cantera resplandecía. Pero la segunda vez me di cuenta de que estaba completamente a oscuras y, cuando me preguntaba cuál podría ser el motivo, escuché un grito terrible y, al poco, los pasos de alguien que caminaba muy deprisa por el camino que estaba al otro lado de la puerta. Mientras corría no paraba de chillar: «¡Luz, luz! ¡Dadme luz o me atrapará!». Era horrible el escucharlo y fui corriendo a despertar a mi marido, que dormía en el vestidor al otro lado del pasillo. No me demoré nada, si bien los gritos habían despertado todo el pueblo y, al llegar a la escollera, descubrió que todo había concluido. La marea se había retirado y, al pie de las rocas yacía el cuerpo del Sr. Dooliss. Seguramente debía haberse seccionado alguna arteria al chocar contra alguna de aquellas piedras tan angulosas. Se había desangrado hasta morir y, aunque era un hombre corpulento, su cuerpo parecía un saco de huesos. A pesar de todo, a su alrededor no había ningún charco de sangre, como sería de esperar. Solo la piel y los huesos, como si hubieran chupado hasta la última gota de sangre.
Me incliné hacia delante.
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—Tanto tú como yo sabemos qué pasó, querido sobrino —continuó ella— o, al menos, nos lo imaginamos. Dios dispone de instrumentos para vengarse de quienes traen la maldad a lugares que son sagrados. Sus caminos son oscuros y misteriosos.
Imagino fácilmente qué hubiera pensado de tal historia si me la hubieran relatado en Londres. Existía una justificación obvia: el hombre en cuestión había sido un bebedor y, por tanto, no es extraño que los demonios del delirio lo persiguieran. Pero aquí, en Polearn, la situación era diferente. —¿Y quién vive ahora en la casa de la cantera? —pregunté—. Hace muchos años los hijos de los pescadores me contaron la historia del hombre que la construyó y el espantoso fin que tuvo. Ahora ha sucedido lo mismo. No debe haber nadie que ose vivir allí de nuevo.
Le leí en la cara, incluso antes de formularle la pregunta, que sí existía tal persona. —Sí, vuelven a habitarla —contestó ella—, dado que la ceguera no conoce freno... No sé si te acuerdas de él. Hace muchos años ocupó la vicaría. —John Evans —dije yo. —Sí, un hombre agradable, por cierto. Tu tío estaba muy satisfecho por tener un inquilino tan buena persona como él. Y ahora... Se levantó. —Tía Hester, no deberías dejar las frases a medio decir —le recriminé. Ella negó con la cabeza. —Es una frase que se acabará sola —replicó—. ¡Qué noche! Debo retirarme a dormir y tú también deberías hacerlo o pensarán que queremos tener la luz encendida cuando oscurece. Antes de meterme en la cama, corrí las cortinas y abrí las ventanas de par en par para que así el aire tibio procedente del mar entrara en el dormitorio. Al contemplar el jardín, la luz de la luna iluminó el techo, brillante por el rocío, del cobertizo donde había vivido tres años. Como todo lo demás, me transportó a
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los viejos tiempos que ahora revivía, como si formaran una sola pieza con el presente y no existiera una laguna de más de veinte años separándolos. Estos dos espacios de tiempo se ajustaban como gomitas de mercurio que se reúnen para formar una luminosa esfera llena de misteriosas luces y reflejos.
Alzando un tanto los ojos, vi sobre la negra pared de la colina las ventanas de la casa de la cantera aún iluminadas.
La mañana, como suele pasar tantas veces, no rompió la ilusión. Cuando comencé a recobrar la consciencia, me imaginé que volvía a ser un niño y despertaba en el cobertizo del jardín y aunque, al despertarme completamente, aquella ilusión me hizo reír, el hecho en el que se basaba era real. Ahora como entonces, solo, era necesario hallarse aquí, recorrer de nuevo los acantilados y escuchar el estallido de las vainas entre los arbustos; pasearse por la costa hasta la cueva donde tomar el baño, flotar, dejarse llevar por el agua, nadar en la marea caliente y tostarse sobre la arena, contemplar las gaviotas que van pescando, vagar por la punta de la escollera con los pescadores, ver en sus ojos y escuchar en sus tranquilas palabras que hay cosas secretas que, sin ellos saberlo, forman parte de sus instintos y de su propia esencia. Había en mí poderes y presencias; los blancos chopos erguidos junto al riachuelo que borboteaba por el valle lo sabían y de tanto en tanto soltaban un centelleo, como la chispa de blancura que se observaba bajo las hojas, que lo demostraba; incluso las piedras que pavimentaban la calle estaban impregnadas de ello...
Yo no quería otra cosa que tenderme allí e impregnarme. Ya lo había hecho, de niño, de una manera inconsciente, pero ahora el proceso debía ser consciente. Debía saber qué sacudida de fuerzas, fructíferas y misteriosas, hervían al mediodía en las laderas de la colina y centelleaban de noche sobre el mar. Era factible conocerlas, incluso era posible dominarlas por quienes eran maestros en sortilegios, pero nunca podía hablarse de ellas, porque habitaban la parte más interior, estaban injertadas en la vida entera del mundo.
Existían oscuros secretos del mismo modo que hay poderes claros y amables,
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y sin duda pertenecía a esos aquel «Negotium perambulans in tenebris» que, aunque poseedor de una mortal malignidad, no podía ser considerado únicamente como un mal, sino como vengador de hechos sacrílegos e impíos... Todo esto formaba parte del hechizo de Polearn, y sus semillas hacía mucho tiempo que residían, aletargadas, en mí interior. Ahora, empero, rebrotaban. ¿Quién podía pronosticar qué extraña flor se abriría en sus tallos? No tardé mucho en encontrar a John Evans. Una mañana, mientras estaba tumbado en la playa, se me acercó arrastrando los pies por la arena un robusto hombre de mediana edad con rostro de Sileno. Al estar más cerca se paró, frunció las cejas y me miró fijamente. —Vaya, ¿no eres aquel chico que vivía en el jardín del vicario? —me preguntó—.¿No sabes quién soy?
Lo supe al escuchar su voz. Esta fue la que me informó y, al reconocerla, vi los rasgos de aquel chico fuerte y despierto convertidos en grotesca caricatura. —Sí, tú eres John Evans —le respondí—. Eras muy amable conmigo, solías hacerme dibujos. —Así es y ahora te los volveré a hacer. ¿Te has bañado? Es algo arriesgado. Nunca se sabe qué anida en el mar, ni tampoco en tierra, la verdad sea dicha. No es que yo haga caso de esto. Me dedico sólo al trabajo y al whisky. ¡Ay, Dios mío! Desde la última vez que te vi he aprendido bastante a pintar, y también a beber, si te soy franco. Ya sabes que vivo en la casa de la cantera y debo decir que es un lugar que te provoca sed. Vente y le echarás un vistazo, si te parece bien. Te has instalado con tu tía, ¿no?. Podría pintarle un buen retrato, posee una cara interesante, y sabe un montón de cosas. Quienes viven en Polearn deben saber muchas cosas, aunque yo no haga demasiado caso de este tipo de asuntos.
No sabría decir si alguna vez había sentido repulsión y atracción al mismo tiempo como en esa ocasión. Tras aquel grosero rostro se escondía algo que horrorizaba y fascinaba a la vez. Con su hablar ceceante sucedía lo mismo. En cuanto a sus pinturas, ¿cómo debían ser éstas?
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—Justamente pensaba en regresar a casa —le comenté—. Gustosamente me pasaría por allí, si no te importa.
A través del jardín descuidado y rebosante de vegetación me hizo entrar en aquella casa donde no había puesto los pies en toda mi vida. Un gato gris muy grande tomaba el sol en la ventana y una vieja servía la comida en un rincón de la helada estancia situada tras la puerta de entrada. Sus paredes eran de piedra, y unas molduras llenas de relieves se engastaban en los muros, fragmentos de gárgolas e imágenes escultóricas que testificaban su procedencia de la iglesia derruida. En un rincón se hallaba una tabla de madera oblonga y decorada con relieves, cargada con toda la parafernalia del oficio de pintor y, apoyadas en las paredes, un grupo de telas.
Acercó su dedo gordo a la cabeza de un ángel que formaba parte del anaquel de la chimenea y, riéndose dijo: —Un aire de santidad, por eso intentamos atenuarlo por lo que respecta a los propósitos ordinarios de la vida con un arte de un tipo muy distinto. ¿Quieres beber algo? ¿No? Entonces puedes ir repasando mis pinturas mientras me acicalo un poco.
Tenía motivos para sentirse orgulloso de su talento: sabía pintar y, por lo que se veía, pintaba cualquier tema, pero no había visto yo nunca pinturas tan inexplicablemente malévolas. Había estudios exquisitos de árboles, pero te dabas cuenta que algo acechaba desde sombras temblorosas. Había un dibujo del gato tomando el sol en la ventana, tal como antes lo había visto y, a pesar de todo, no era un gato sino una bestia de espantosa malignidad. Había un chico desnudo tumbado en la arena y no era un ser humano, sino una ser maligno recién salido del mar. Había sobre todo pinturas del jardín rebosante de plantas, aquel jardín que parecía una selva, y vislumbrabas entre los arbustos presencias preparadas para arrojarse sobre ti... —Bien, ¿te gusta mi estilo? —me preguntó levantándose con el vaso en la
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mano. No había diluido el vaso de alcohol que se había servido—. Intento captar la esencia de lo que veo, no simplemente la piel y la envoltura, sino la naturaleza, el centro de donde sale y aquello que lo origina. Tienen mucho en común un gato y una fucsia, si los observas con atención. Todo surgió del limo del pozo y todo retornará allí. Me gustaría pintar tu retrato algún día. Como dijo el loco, nada más debes sonreír al espejo porque en él se refleja la Naturaleza.
Tras aquel primer encuentro, lo vi de tanto en tanto durante los meses de aquel maravilloso verano. A menudo se encerraba en su casa y pintaba durante días y días; otras veces lo encontraba algún atardecer vagando por la escollera, siempre solo, y aquella repulsión y aquel interés que me inspiraba crecían a cada encuentro. Parecía avanzar más y más por aquel camino de conocimientos secretos que lo conducía al santuario del mal donde lo esperaba la iniciación completa... Y de pronto llegó el final.
Me tropecé con él un atardecer de octubre en los acantilados, cuando el sol de la tarde aún brillaba en el cielo, pero con sorprendente rapidez llegó desde el Oeste la negrura de una nube tan espesa como nunca nadie había visto. El cielo absorbió la luz, y la oscuridad cayó en capas cada vez más espesas. Súbitamente, él se dio cuenta. —Debo volver tan rápido como pueda —me dijo—. Dentro de unos minutos será de noche y la criada esta fuera. No encenderá las luces.
Y marchó con una extraordinaria agilidad tratándose de una persona que camina arrastrando los pies y que a duras penas puede levantarlos. No tardó nada en ponerse a correr atropelladamente. En medio de la creciente oscuridad pude observar que tenía la cara húmeda por el sudor de un inexplicable terror. —Debes acompañarme —me dijo jadeando—, porque cuanto antes encendamos las luces, mejor. No puedo permanecer sin luz.
Me esforcé en seguirlo, pues parecía que el terror le diera alas. A pesar de todo, fui tras él y, cuando llegué a la puerta del jardín, ya había recorrido la
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mitad del camino que conducía a la casa. Lo vi entrar, dejar la puerta bien abierta y hurgar en las cerillas. Pero la mano le temblaba de tal modo que era incapaz de trasladar la llama a la mecha de las luces. —Pero, ¿por qué tienes tanta prisa? —le pregunté. De pronto observó la puerta abierta detrás mío y saltó de la silla que tenía al lado de la mesa —aquella mesa que en otro tiempo fuera altar de Dios— dejando escapar un bufido y un grito. —¡No, no! —exclamó—. ¡Vete!...
Al girarme, vi lo que él estaba contemplando. La Cosa había entrado y ahora reptaba por el suelo dirigiéndose hacia él, como una oruga gigante. Emanaba una luz fosforescente y fría, y aunque la oscuridad exterior se había convertido en negrura, podía ver claramente a aquel ser gracias a la luz terrible de su propia presencia. Salía también de ella un olor de corrupción y putrefacción, de limo que ha permanecido largo tiempo bajo el agua. Parecía no tener cabeza, si bien delante se le apreciaba un orificio de piel arrugada que se abría y cerraba, todo lleno de babas en derredor. No tenía pelo y, respecto a la forma y la textura, parecía una babosa.
Cuando avanzaba, la parte delantera se alzaba del suelo, como una serpiente que se prepara a atacar, y se aprestaba a dirigirse hacia él...
Al ver aquello y al oír los alaridos agónicos que profería, el pánico que se había apoderado de mí se transformó en una valentía sin esperanza y, con manos impotentes y paralizadas, quise coger la Cosa. Pero no me fue posible: aunque allí había un elemento material, resultaba imposible sujetarlo y las manos se me hundían en un fango espeso. Era luchar contra una pesadilla.
Me parece que sólo transcurrieron escasos segundos antes de que todo terminara. Los gritos de aquel desgraciado se volvieron gemidos y murmullos cuando la Cosa le cayó encima. Todavía jadeó una o dos veces antes de quedar inmóvil.
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Durante un momento más largo aún escuché ruidos de chapoteo y de sorber, hasta que la Cosa se deslizó silenciosamente por el suelo de la misma manera que había entrado. Encendí aquella luz donde había visto al hombre hurgando y allí en el suelo lo encontré: tan sólo un arrugado saco de piel que contenía unos puntiagudos huesos.
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“Por un Alma” … “Los hombres de ciencia sospechan algo sobre este mundo, pero lo ignoran casi todo. Los sabios interpretan los sueños, y los dioses se ríen.” H. P. Lovecraft
<<De ningún modo olvidaré el funeral de mi viejo amigo y camarada Alexander Pickmon. La tarde anterior, Alexander y yo habíamos compartido un magnífico brandy de Charente. Nadie como
los
holandeses
para elaborar
“Brandewijm”. >>Coincidimos en el club social, tras una larga temporada sin noticias el uno del otro. Aunque éramos ya viejos y destartalados jinetessiempre que podíamos y nuestras respectivas vidas lo permitían- asistíamos con gusto a los tediosos y largos partidos de Polo. He de reconocer que era solo una mera excusa para mantenernos informados de las ocupaciones de cada uno, por lo que los primeros chukkers casi siempre, los pasábamos en plenas discusiones sobre cuestiones metafísicas o dogmáticas. >>Alexander era un hombre muy devoto. Prácticamente, su vida se movía entorno a las ocupaciones que su comunidad religiosa le imponía. Jamás pude entender cómo una persona tan marcadamente sensata e inteligente, era manipulado por otro hombre, que se otorgaba a sí mismo, la absurda rareza de ser elegido místicamente por un ente creador. Yo, al contrario que mi amigo, había adquirido con los años un juicio empírico y escéptico, claramente
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cartesiano: solo era cierto aquello que podía reconocer con la mayor y absoluta racionalidad. >>Trataba de evitar todo perjuicio o daño que pudiera insuflarle a mi vida pragmática, y en la que las faltas se contaban por decenas. Imponía pues a mi esencia, una duda metódica, haciendo de las cuestiones un método. Mi viejo camarada era mi antagonismo calcado.
>>Su fervor religioso se desató combatiendo en las trincheras durante la gran guerra, cuando las tropas alemanas irrumpieron en la ciudad de Londres y la sometieron a constantes y devastadores bombardeos. El terrible Blitz o relámpago alemán, trajo muerte y desolación. Por millares se contaban los cadáveres desperdigados por las calles, y ni los bunkers, ni los muros de contención, ni siquiera los globos antiaéreos sirvieron para frenar la embestida nazi… >>En este colapso existencial, en esta amalgama de dolor y muerte, Alexander descubrió el sentido de la Fe. >>En medio de tan herrumbroso escenario, en medio de tanta devastación y caos en donde el género humano muestra su auténtica naturaleza depredadora, mis dengues creencias se extinguieron. >>Alexander se convirtió en un hombre de Dios…Yo, solamente en un hombre.
-Mi querido amigo Thomas… ¡ya estamos viejos! -dijo mientras paladeaba el incitante vaso de alcohol y contemplaba con ojos cansados las alicaídas hojas de los castaños. -Quería verte. ¡Tenía que verte!
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- ¡Viejo carcamal! ¡Tan solo tenías que llamarme! Francamente, creí que habías decidido prescindir de mi amistad. - ¡No digas eso! -se incorporó sobre el respaldo de la mecedora de teca blanca. -Sabes que nos une una dilatada amistad. Juntos hemos hecho y visto tantas cosas…Algunas, ¡horrendas! Otras, francamente hermosas… - ¡Cierto! mas, como te conozco bien sé que te estás mostrando conmigo algo reservado. ¿Qué te ocurre? ¿Todo bien por casa? -pregunté en tono incisivo. - ¡Sí! ¡Sí! Doris está bien…Sigue siendo la chica más guapa del baile y recuerda que… ¡me eligió a mí! - ¡Cómo olvidarlo! - ¡En fin! Quería verte con el propósito de anunciarte algo que es importante para mí, y para Doris. -La mueca de una débil sonrisa desapareció de repente de su cara. - ¡Ya sé! ¡Te marchas a vivir a Australia! -bromeé. - ¡No! ¡No! Me marcho, pero algo más lejos…Me estoy muriendo, Thomas.
>>Alexander me refirió que hacía apenas tres meses que lo sabía. Aquellos dolores de cabeza que heredó de su madre y que se acentuaron tras sufrir la experiencia de vivir en primera línea de combate la detonación incesante de las bombas, los gritos desgarradores de los niños perdidos entre los escombros de las casas, el olor ácido de la sangre magenta esparcida por entre charcos de orín y miedo, el chirrido espeso de las sirenas anunciando un nuevo envite de los alemanes… Todo aquello produjo un daño irreparable en su cerebro. El tumor se encontraba alojado en los lóbulos parietales. La pérdida de movilidad y la dificultad para reconocer a sus propios nietos, lo pusieron sobre aviso. >>Los médicos no permitieron que prendiera en ellos un hálito de esperanza. No tenía ninguna posibilidad. Esta batalla, la había perdido.
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>>Sin embargo, en lugar de encontrar a mi amigo destrozado y sin apenas consuelo, me topé de bruces con un hombre especialmente sereno y frío. Se enfrentaba a la muerte cara a cara. No tenía miedo. Su Fe era férrea, indestructible. Había encontrado en la religión, el bote salvavidas que todo náufrago necesita en mitad de una tormenta terrible. La creencia en otra vida más allá de la existencia terrena, era el axioma al que fuertemente se agarraba. >>Me pidió que acompañara a Doris en el funeral, que no la dejara solaella era más frágil de lo que aparentaba-pues mi amigo conocía la especial fobia que yo sentía por estos actos, considerados por mí como meramente sociales. Aun así, confiaba en mi asistencia. >>Juré que iría, mas no pude contener el llanto ni el avance a pasos agigantados de una lividez mortecina que me cubrió el rostro. >>Alexander agarró una de mis manos y aproximando su silla a la mía, trató de darme algo de consuelo. Me sentí entonces, no solo preocupado por él sino también por mí. >> ¿Qué clase de persona soy? ¿En qué me he convertido? ¡Yo!, tengo la obligación de sobreponerme al dolor y al pesar que siento. ¡Yo!, tengo el deber de insuflar esperanza y ánimo en el amigo que se marcha. ¡Yo! ¡No él a mí! Soy un ser sin rumbo. Una criatura sin alma, atado a la cadena de un racionalismo pragmático…
-Querido Thomas, no debes estar así por mí-, sus palabras disiparon el letargo acuoso en el que me encontraba sumergido. -Yo voy a estar bien. ¡Lo sé! No necesito ninguna clase de consuelo. Además, tu coherencia y carácter incrédulo no me serviría de apoyo en este trance. Sólo quiero que cuides de Doris. Ella es quien lo va a necesitar. -Admiro tu optimismo amigo, pero… -Thomas, he de confesarte algo, pero he de pedirte un último favor antes de ser completamente sincero contigo… -Lo que sea.
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-Prométeme que en el transcurso de lo que voy a referirte, ni una sola vez interrumpirás mi narración para interferir en ella con tu metodología racional. >>Traté de mirar más allá, pero, me topé de bruces con unos ojos suplicantes. -Cuando quieras-respondí. Y Alexander comenzó su exposición: <<Al principio me costó asimilar la noticia. Tanto luchar y sufrir para disponer de unas buenas rentas, para conseguir sacar a mis hijos adelante otorgándoles un futuro digno, enseñándoles valores tales como la humildad, el apego a la familia, la misericordia hacia los demás…Ahora que Doris y yo, empezábamos a gozar de los pocos regalos que da la vida, ésta me era cercenada de un mazazo. >>Comencé a sentirme airado con Dios y con el mundo. Mi carácter se agrió y las malas palabras hicieron acto de presencia en mi matrimonio. Incluso más de una vez, llegué a pensar en golpear a Doris… ¿Te imaginas? Ella que es mi universo y mi único refugio. >>Pasaba los días, acurrucado en el balancín del jardín, y ni siquiera mis nietos conseguían sacarme una sonrisa. En realidad, era un muerto que respiraba, pero un muerto, al fin y al cabo. De madrugada, despertaba sobresaltado e iracundo, empapado en un sudor frío que me helaba el alma. Pero hace cosa de dos semanas, ¡todo cambió! Una noche… ¡todo cambió! >>Desperté encharcado y confuso. El reloj de la mesita marcaba las 03:30 h. de la madrugada. Doris dormía a mi lado, plácidamente. Tenía frío, así que me levanté para entornar las hojas de la ventana…De repente, ¡lo vi! >>Sumidos en un rincón entre penumbras, unos grandes ojos luminosos… me miraban fijamente.
Me quedé quieto, ¡paralizado! Parpadeé insistente,
tratando de disipar una posible pareidolia que se hubiera formado por el reflejo de las luces de la calle. >>Pero no. ¡Estaba allí! Ese algo o ese alguien ¡estaba allí!, y me contemplaba. Aquellos ojos fijos, igual que dos faros amarillentos en mitad de una oscuridad densa y despoblada, parecían rellenar de vida la soledad y la angustia ácida que embargaban a mi pobre alma… ¡Olvidé mi muerte! ¡Desterré
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mis miedos!, y comencé a sentir el corazón bombeando mi sangre nuevamente caliente. >>Entonces, di mis primeros pasos en dirección a aquellos ojos y sentí mi gesto correspondido pues aquel ser-que me observaba en la penumbra-, avanzó hasta quedar iluminado por la luz de la lámpara. Dios me había concedido la gracia de enviarlo… - ¿Quién?, amigo… ¿A quién?... - ¡Oh, mi incrédulo Thomas! ¡Al ángel Ashriel! El Creador lo condujo hasta mí para ayudarme en este difícil tránsito que ha de experimentar mi alma…En realidad, todas las almas. ¡La tuya también!, querido amigo. Dios ha confiado en Ashriel el propósito de otorgarme una comprensión sabia y profunda de la muerte. Su misión es la de servirme de sostén en el momento en que abandone los elementos transitorios y perecederos, triunfando sobre el vacío de la disolución en virtud de aquello que hay de eterno en mí. La crisis existencial en la que me encontraba, ¡se esfumó!… ¡desapareció al contemplar su esbelta figura! Y ¡esos ojos, amigo mío!, son los que me liberaron del dolor, de la ira acumulada, del sentimiento de soledad y confusión en el que me hallaba. ¡Él es el conocedor de todo lo que ha acaecido desde el inicio de los tiempos!… ¡Él reconoce las almas de los hombres justos y honestos!… ¡Oh, amigo! ¡Jamás experimenté tanta dicha! ¡Tanta felicidad!... Mi muerte amigo, ¡sólo es el principio!…
>>Me despedí en la puerta del club, de un Alexander Pickmon irreconocible para mí. Marchaba alegre, sanguíneo… ¡hasta parecía haberse recompuesto! >> Sin embargo, el relato que acababa de narrarme con tanta intensidad, no había servido más que para confirmarme el estado de alta gravedad en el que su enfermedad se hallaba. Probablemente, el tumor había comenzado a despedazar sus conexiones neuronales, e intensificar la presión intracraneal
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hasta el punto de generar graves alucinaciones que él experimentaría como hechos reales. ¡Pobre amigo!... Y ¡pobre Doris!
>>Aquella madrugada, desperté tiritando por el frío que comenzaba a proyectarse en las calles. Cerré los postigos de la ventana del dormitorio y volví a sumergirme bajo el edredón de lana. La mente voló hacia atrás en el tiempo. Apenas unas horas habían pasado desde el encuentro con mi amigo. Traté de dormir, pero el recuerdo de sus palabras horadaba mi cerebro. >>Encendí la luz y observé el reloj de la mesita de noche. Las 03.30. De repente, el teléfono sonó. - ¿Dígame? - ¡Oh, Thomas!... -¡¡ ¿Doris?!!...
>>De ningún modo olvidaré el funeral de mi viejo amigo y camarada Alexander Pickmon. Doris me confesó entre sollozos que se lo encontró muerto en un rincón de la habitación. Habría ido al baño y no pudo llegar hasta la cama. Ella, despertó tiritando por el frío…>>
<<Reconozco que ahora mi vida es un infierno. ¡Tengo miedo! Un miedo cruento e indescriptible. Me aterra dormirme y no volver a despertar. Sumirme en un sueño eterno. Un sueño de pesadillas y demonios que me arrebaten la débil esperanza con la que trato de asirme a la vida, pero, tampoco la vigilia me otorga paz, una paz que apenas ya rememoro…
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>>Intuyo que todo responde a un patrón, a un truculento canon, a una rutina demoniaca: las 03:30 h. de la madrugada, y el mensajero de la muerte se hace presente, helando tus huesos… ¡llegando incluso hasta los tuétanos! >> ¡Lo veo en todas partes!: escondido por entre los rincones húmedos de la casa; acechando encubierto en los arbustos de los jardines; camuflado como un mortal viandante… pero, ¡a mí no me engaña! ¡Es Él! ¡Lo sé!, y sé que me contempla con esos ocelos impíos, turbadores…, llenos de oscuridad ocre y de nauseabunda miseria. >>Mi querido amigo Alexander, murió creyendo que el ser que cada noche lo visitaba y lo contemplaba en el más absoluto de los silencios, era un ser de Dios; una llama divina que lo acomodaría sobre sus alas y se mostraría piadoso mientras esculpía su nombre en el Libro de los Muertos. ¡Qué equivocado estaba! ¡No existe divinidad en eso!... ¡No es más que una cadavérica sombra arcana, una pesadilla horrenda!…
>>El destino inexorable aguarda a mi estéril alma, el alma de un pobre hombre atormentado, que dedicó por completo su vida al estudio y a la lógica pero, no descubrió lo esencial… ¡¡¡no aprendió a rezar!!!…
Thomas H. Ludowich.
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Documento manuscrito extraído de la carpeta F-u2820 hallada en el escritorio del ingeniero Ludowich H. Thomas, fallecido en su domicilio el 20 de Marzo de 1.989, por causas que aún se desconocen. Sirva lo expuesto como prueba pericial en la derogación de las últimas voluntades del testamento del señor Ludowich H. Thomas modificado con carácter ológrafo en fecha del 13 de Marzo del corriente, al considerarse que éste no se hallaba en pleno poder de sus facultades mentales. Sus herederos legítimos: el Sr. Ludowich Clarke, Alba y la Srta. Ludowich Clarke, Mary Jane, impugnan el testamento de su padre, al concederles sólo la parte correspondiente de la legítima. Empero, otorgando el resto de sus ahorros, casas y propiedades en manos de asociaciones benéficas y de caridad. El proceso es admitido a trámite.
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Compendium Maleficarum El Compendium Maleficarum es uno de los tratados demonológicos más interesantes, no tanto por su faceta enciclopédica, sino por sus descripciones sobre el culto a los demonios y espíritus en general.
Compendium Maleficarum significa Compendio de las brujas. Fue escrito por el sacerdote italiano Francesco María Guazzo, y su aparición oscila en torno a los primeros años del siglo XVII, para algunos, en 1608. Guazzo pertenecía a la orden de los
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Ambrosianos, una de las más herméticas de su época.
Utilizando una cita del propio Guazzo, El Compendium Maleficarum puede describirse en los siguientes términos: ...aquí se detallan las viles artes y la enemistad de las brujas contra toda la raza humana. Y en el que, además, se anexa un muy salutario y poderoso Exorcismo para disolver y disipar todas las inquidades y engaños del diablo...
Sin embargo, el contenido del Compendium Maleficarum excede la introducción de su autor. El libro reúne todo el vasto, ridículo y distorsionado material sobre brujería y satanismo del período. Describe con macabra precisión las once ceremonias o rituales previos a la iniciación satánica; las cuales, se decía, eran necesarias para participar del aquelarre o fiestas satánicas.
Francesco María Guazzo, como si lo anterior no fuese suficiente, agregó al Compendium Maleficarum un detallado informe de las relaciones sexuales
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entre hombres y demonios, súcubos, íncubos y vampiros.
Muchos ven en el Compendium Maleficarum una especie de arma siniestra, de un verdadero látigo contra las mujeres y hombres con ideas y creencias diferentes. Ciertamente, el libro sirvió como material de consulta inevitable por los inquisidores; y no es alocado afirmar que sus páginas, aún las más abstrusas, sirvieron como elementos de prueba contra diversos acusados de brujería.
Por el otro lado tenemos al Compendium Maleficarum como libro: una obra monolítica, impresionante por su erudición, incluso en cuestiones ridículas, pero que necesariamente debieron provenir de un hombre sumamente ilustrado. En sus páginas hay referencias a más de doscientas obras y autores, muchas de las cuales son verdaderas rarezas bibliográficas.
Como dato a favor de Guazzo, diremos que gran parte del Compendium Maleficarum se dedica a la descripción del comportamiento de las brujas, de su técnica y práctica; pero nunca utiliza ejemplos de los juicios que el propio Guazzo había encabezado. El Compendium Maleficarum es un libro fundamental para aquellos que quieran profundizar en el estudio del ocultismo, pero más aún para aquellos otros, tal vez menos afines a lo fantástico, que rastrean en la literatura una forma de signar las formas incorpóreas de sus propios demonios.
Pueden leer o descargar gratis el Compendium Maleficarum, de Francesco María Guazzo, aquí:
Compendium Maleficarum.
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Nota de la Directora Queridas “Hordas del Horror”, como diría mi amigo Antonio Reverte (TyNM): nuevamente aquí con todos vosotros, en este nuevo y espectacular nº 3 de la revista Círculo de Lovecraft. Ya os dijimos que necesitábamos un descanso, necesario para que las ideas se condensen y fluya el pensamiento; pues bien, en estos días de semi-relax hemos conseguido finalizar esta belleza de la que me siento una madre orgullosa-pues con cada número, el equipo de Circulo de Lovecraft se supera-… al menos, a mi parecer, creo que estamos ante el mejor magazine que hemos confeccionado hasta el momento. Se os dijo: << ¡volveremos con más y mejor! >> y creo que lo hemos hecho una realidad. En él, encontraréis textos de autores de estilo depurado y trazo romántico: el gran Espronceda con su Oda a la Muerte; Algernor Blackwood, con Casa Vacíainquietantemente exquisito-, o el maravilloso espectro de Lafcadio Heard, que al igual que La familia del Vurdalak de Tolstoi, nos adentra en ese miedo primigenio de antiguas civilizaciones que poblaron la tierra, y que trataron de sobrevivir a los fantasmas de los muertos, ambulantes en un plano físico que no les correspondía… En esta línea, me he permitido incluir uno de mis relatos, Por un Alma, que espero que os introduzca aún más en ese universo metafísico, oscuro y cóncavo que resulta de la escisión entre Fe y Ciencia- con escabrosas consecuencias-. También el tema vampírico se da la mano con el gran Benson y su increíble relato Negotium Perambulans, que seguro que arrancará vuestra imaginación a un vuelo en caída libre. Lovecraft se presenta con Oceanus y con la reseña que hace Mayorga sobre Lovecraft y Culbard en El extraño caso de Charles Dexter Ward. Navegaremos por el espacio con El Vampiro Estelar de Bloch; descubriremos el que sería un ranking bastante aceptable de los diez mejores libros de terror, y ahondaremos en aquellas obras que forman parte de la historia occidental-no tan lejana-con el Compendium Maleficarum.
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Mención especial haremos del relato de uno de nuestros editores, Israel Santiago que nos trae un relato corto, pero cargado de filosofía existencialista… Como veis, ¡mucho, muy bueno y muy variado! Queridos amigos: ¡leed!; ¡leed y disfrutad!, pues el arte es el único legado que se perpetua en el tiempo; autores perennes y otros nuevos, que se abren al mundo del terror cargados de una emoción sincera, para darnos y provocarnos: horror, miedo…, pero siempre, siempre, ganas de pensar y descubrir el mundo siguiendo nuestras reglas, sin cortapisas…, tratando de andar nuestro propio camino. Saludos e infinitas pesadillas.
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