Signos 49 Septiembre 2008

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La teología como carta de amor

Los latinoamericanos y la buena pobreza

¡La imaginación al poder! A 40 años del Mayo 68

¿Por qué Jesús no quiso tomar vino en la cruz? REVISTA CRISTIANA DE DIVULGACIÓN Y REFLEXIÓN

No. 49 ■ Septiembre 2008


SIGNOS DE VIDA Segunda época Nº 49 - Septiembre 2008 Signos de vida es una revista informativa y de análisis publicada trimestralmente por el Consejo Latinoamericano de Iglesias (CLAI). Las opiniones expresadas por los autores de los artículos son de su exclusiva responsabilidad y no reflejan necesariamente el punto de vista del Consejo. Prohibida la reproducción total o parcial de los textos e imágenes de esta publicación sin autorización expresa por escrito del Director. Comité Editorial: Dr. Plutarco Bonilla Dra. Susana Cordero Dra. Tirsa Ventura Lic. Leopoldo Cervantes Dr. Luis Rivera Pagán Rev. Rolando Calle Rev. Nilton Giese Rev. Harold Segura Rev. João Artur Muller da Silva Comité Consultivo: Julio César Holguín Noemí Espinoza Juan Schvindt Samuel Palma Magaly Cunha Elsa Tamez Ulises Muñoz Edelberto Behs Carlos Tamez Lauren Fernández Director: Nilton Giese

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¿por qué jesús no quiso tomar vino en la cruz? Ariel Álvarez Valdés Según los evangelios, cuando crucificaron a Jesús le ofrecieron de beber en dos oportunidades. La segunda vez, la más conocida, tuvo lugar cuando Jesús ya estaba colgado en la cruz, a punto de expirar.

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la teología como carta de amor Ángel Darío Carrero Pocos son los creadores de una ruptura epistemológica... La teología en América Latina y el Caribe se caracterizaba por repetir o sintetizar pensamientos foráneos. Gutiérrez crea, a fines de los años sesenta, un método teológico para América Latina.

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los latinoamericanos y la buena pobreza Inés Riego de Moine ¿No deberíamos, entonces, añadir la pobreza a nuestro inventario de identidades?

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História dos dogmas, história da teologia, história do pensamento cristÃo Joachim H. Firschel Há di­fe­ren­tes pro­pos­tas e ên­fa­ses de abor­da­gem des­sa his­tó­ria. As di­fe­ren­ças evi­den­ciam-se na es­col­ha dos con­cei­tos. En­con­tra­mos as ex­pres­sões “His­tó­ria dos dog­mas”, “His­tó­ria da dou­tri­na cris­tã”, “His­tó­ria da teo­lo­ gia” e “His­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão”. Po­de­ría­mos acres­cen­tar ain­da a ex­pres­são “His­tó­ria das idéias da re­li­ gio­si­da­de po­pu­lar cris­tã”.

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Dirección Gráfica: Iván Balarezo Pérez Corrección de textos: Susana Cordero Coordinación Editorial: Amparo Salazar Chacón Dirija su correspondencia a: Signos de Vida Departamento de Comunicaciones CLAI Inglaterra N32-113 y Mariana de Jesús Teléfonos: (5932) 2504377/2529933 Fax: (5932) 2553996 Casilla 17-08-8522 Quito, Ecuador E-mail: nilton@clailweb.org

O ARGENTINA: Rev. Juan Gattinoni Camacuá 282 1406 Capital Federal/ Bs.As. Argentina Telf. (5411) 46342886 / 46342885 E-mail: hansy@clairp.com.ar BRASIL: Rev. Luiz Caetano Grecco Teixeira Rua Ipora 64 / Jardim Santo Antonio 86060-470 Londrina, Pr Brasil Teléfono: (5543) 33272036 E-mail: claibr@gmail.com COLOMBIA: Rev. Jairo Barriga Carrera 46 No. 48-50 Barranquilla Colombia Teléfono: 575 3490798 E-mail: jairobarriga@epm.net.co COSTA RICA: Sergio Talero Cedros de Montes de Oca, de la Marsella 100 metros al Este 1000 San Jose, Costa Rica Teléfono: (506) 2801162 / 2712749 E-mail: claimesoamerica@racsa.co.cr

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Buenas Nuevas La

historia del ecumenismo en

Anúncio

de

Boas Novas

Ecumenismo Las La

de paz y derechos humanos

América Latina

e vida de amor

y pentecostalismo en

América Latina

iglesias pentecostales y las iglesias históricas: convivencias en el

imaginación al poder: a cuarenta annos del mayo

Carlos Monsiváis:

CLAI

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siempre ubicuo, nunca predecible

CUBA: Sr. Rodolfo Juárez Calle 14 No. 304 Entre 3era. y 5ta. Avenida Miramar Playa Ciudad Habana, Cuba E-mail: rodolfo@enet.cu Ecuador y otros países: Consejo Latinoamericano de Iglesias - CLAI Departamento de Comunicaciones Inglaterra N32-113 y Mariana de Jesús, Quito Casilla 17-08-8522 Tel./Fax: (593-2) 250-4377/255-3996/252-9933 E-mail: nilton@claiweb.org

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Apuntes del Director

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30 años de ecumenismo n septiembre de 2008 el Consejo Latinoamericano de Iglesias cumplió 30 años de manifestación ecuménica en América Latina y el Caribe. Desde Oaxtepec (México) en 1978 cuando se celebró una gran reunión de iglesias evangélicas, se planteó la necesidad de tener un organismo de consulta y de coordinación de actividades comunes, sin ningún tipo de autoridad sobre sus miembros para determinar cuestiones de doctrina, gobierno o práctica del culto. Con ese espíritu surgió el CLAI. Desde febrero de 2008 el CLAI entiende que la manera más acertada de desarrollar su misión es a través de la organización de mesas nacionales donde participan activamente no solamente personas sino las mismas iglesias y organismos ecuménicos, y no ecuménicos. La realidad política de las democracias pactadas en América Latina está cambiando de manera acelerada: ocho de diez países de América del Sur tienen gobiernos alternativos; en América Central de seis países, cuatro están en la misma línea, con la posibilidad de que el quinto gobierno alternativo sea el de El Salvador a inicios del 2009. Pero dicho proceso se llevó a cabo, en la mayor parte de estos países, sin la participación de las iglesias. Muchas iglesias de carácter ecuménico se mantienen indiferentes y algunas incluso toman posiciones bastante críticas frente a los horizontes de cambio. En el campo político, la victoria en las urnas no garantiza a estos gobiernos la autoridad para ejercer el poder. Para impedirlo se crean fuertes conflictos internos que polarizan a la sociedad; alrededor de un 70% de la población a favor de los cambios y un 30% en contra. Si bien en democracia la mayoría vence, en el ejercicio del poder esto no es necesariamente así. En este contexto las iglesias del CLAI reclaman un instrumento de análisis. Estamos viviendo una nueva época, identificada por algunos como el kairós de Dios. Nuevos tiempos que implican un logro o una conquista de mayor participación política y respeto a las autonomías; nuevos tiempos que vienen cargados de polarizaciones que paralizan la sociedad. De manera muy especial entendemos que como cristianos y cristianas nos es imperativo manifestarnos frente a esta realidad. En las reuniones con líderes religiosos son muchas las voces que dicen que las iglesias deben salir del silencio y exteriorizarse en gestos públicos, como ir a la plaza y orar por el país. La oración vuelve a reclamar su lugar en los hechos. Las iglesias ecuménicas entienden el deber de partir del principio teológico de que tenemos un compromiso con el Dios de la Vida y su deseo de que todos/as gocen de una vida plena. Y en ese sentido hay que crear nuevos espacios para visibilizar la presencia y manifestación ecuménica, vinculándonos a otros sujetos sociales para tratar temas como los conflictos de frontera, los conflictos por la polarización interna, la realidad de la migración que empobrece nuestros países de recursos humanos y que representa una salida particular a la falta de oportunidades de desarrollo en nuestras tierras, el desplazamiento forzado por conflictos de tierra y de guerra como el caso de Colombia, la defensa de los derechos humanos, el combate al trabajo infantil. El nuevo momento exige nuevos desafíos al ecumenismo. De él no se espera solamente declaraciones, sino que se oriente por ¿Cómo podemos ayudar a nuestra gente a salir de la pobreza? Lo que las iglesias reclaman es rescatar el Ecumenismo de Servicio, además de tener instrumentos de observación y análisis de la realidad, tomando en cuenta la reflexión científica y teológica acerca de temas importantes en la actualidad. Con ese espíritu de apoyo a la reflexión en tiempos de cambio, ofrecemos este ejemplar de la revista SIGNOS DE VIDA. Deseamos que esa revista no sea solamente un instrumento del emisor hacia los receptores/as, sino que pueda despertar también en ustedes reflexiones, y nos gustaría mucho recibirlas en un artículo (máximo 4 páginas A4) o en un comentario para nuestra página web (www. claiweb.org). Con el deseo de que Dios siga bendiciéndonos a todos y todas con paz y bien, P. Nilton Giese Director del Departamento de Comunicaciones del CLAI


F e y b i b lia ariel Álvarez valdés

¿Por qué Jesús no quiso tomar vino en la cruz? Se­gún los Evan­ge­lios, cuan­do cru­ci­fi­ca­ron a Je­sús le ofre­cie­ron de be­ber en dos opor­tu­ni­da­des. La se­gun­da vez, la más co­no­ci­da, tu­vo lu­gar cuan­do Je­sús ya es­ta­ba col­ga­do en la cruz, a pun­to de ex­pi­rar, y uno de los pre­sen­tes le acer­có a la bo­ca una ca­ña con una es­pon­ja em­be­bi­da en vi­na­gre.

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e dón­de sa­ca­ron ese vi­na­gre? San Juan nos da la res­pues­ta. Ex­pli­ca que cer­ca de la cruz “ha­bía una va­si­ja lle­na de vi­na­gre” (Jn 19,29). No se tra­ta del vi­na­gre que em­plea­mos no­so­tros co­mo ade­re­zo en nues­tras me­sas (que, sin du­da, es in­to­ma­ble), si­no de una es­pe­cie de mos­to áci­do y agrio, que los sol­ da­dos ro­ma­nos so­lían usar co­mo be­bi­da. La Bi­blia men­ cio­na va­rias ve­ces es­te vi­na­gre co­mo al­go de­li­cio­so (Nm 6,3; Rt 2,14). ¿Con qué in­ten­ción se lo die­ron a Je­sús? El tex­to bí­bli­co no lo di­ce. Qui­zás pa­ra rea­ni­mar­lo, al

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ver que se mo­ría tan rá­pi­da­men­te. O qui­zás pa­ra ace­le­ rar su muer­te, ya que se­gún una an­ti­gua creen­cia, la muer­te de un cru­ci­fi­ca­do se ace­le­ra­ba al dar­le de be­ber. O tal vez pa­ra mo­far­se de él. Pe­ro sea cual fue­re la ra­zón, lo cier­to es que se tra­tó de un ac­to hu­mi­llan­te y ofen­si­vo. An­tes de su­bir a la cruz Pe­ro hay otra be­bi­da an­te­rior que tam­bién le ofre­cie­ ron a Je­sús du­ran­te su pa­sión, cuan­do lle­gó a la co­li­na

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del Gól­go­ta acom­pa­ña­do por los sol­da­dos ro­ma­nos pa­ra ser cru­ci­fi­ca­do jun­to a los dos la­dro­nes. Mien­tras lo des­ ves­tían, di­ce San Mar­cos que “in­ten­ta­ron dar­le vi­no con mi­rra, pe­ro él no lo to­mó” (Mc 15,23). Ma­teo, en vez de mi­rra, di­ce que “le ofre­cie­ron vi­no mez­cla­do con hiel; pe­ro él, des­pués de pro­bar­lo, no lo qui­so to­mar” (Mt 27,34). Así pues, se­gún los evan­ge­lis­tas ci­ta­dos, dos di­fe­ren­ tes be­bi­das le fue­ron ofre­ci­das a Je­sús: una, an­tes de la cru­ci­fi­xión; y otra, cuan­do ya es­ta­ba cla­va­do en la cruz. La pri­me­ra era vi­no; la se­gun­da, vi­na­gre. No qui­so to­mar la pri­me­ra; la se­gun­da, no sa­be­mos si la to­mó o no (só­lo Juan 19,30 di­ce que sí la be­bió). De la que nos ocu­pa­re­mos aquí es de la pri­me­ra be­bi­ da: el vi­no. El vi­no de las se­ño­ras ¿Por qué le ofre­cie­ron vi­no a Je­sús? An­ti­gua­men­te, exis­tía la cos­tum­bre de dar de be­ber a los con­de­na­dos a muer­te un sor­bo de vi­no mez­cla­do con aro­mas, pa­ra anes­te­siar­los y dis­mi­nuir en par­te los te­rri­bles su­fri­mien­ tos que les es­pe­ra­ban. Ya en el An­ti­guo Tes­ta­men­to se de­cía: “Dad be­bi­das al­co­hó­li­cas al que es­tá por mo­rir, y vi­no al que vi­ve amar­ga­do; que be­ba, ol­vi­de su mi­se­ria y no se acuer­de más de su des­gra­cia” (Pro 31,6-7). Tam­ bién sa­be­mos que en Je­ru­sa­lén so­lía ha­ber un gru­po de mu­je­res pia­do­sas que, co­mo obra de ca­ri­dad, da­ban de be­ber a los con­de­na­dos a muer­te un va­so de vi­no fuer­te con gra­nos de in­cien­so, que ser­vía co­mo nar­có­ti­co. Es­to ayu­da a en­ten­der quién le ofre­ció el vi­no a Je­sús. A pri­me­ra vis­ta, pa­re­ce que hu­bie­ran si­do los sol­da­dos ro­ma­nos, pe­ro eso es im­po­si­ble, ya que és­tos no so­lían mos­trar cle­men­cia con los con­de­na­dos. Quie­nes lo hi­cie­ ron, pues, fue­ron las mu­je­res pia­do­sas de la ciu­dad que qui­sie­ron mi­ti­gar, al me­nos en par­te, sus pa­de­ci­mien­tos en la cruz. ¿Su­frir co­mo Dios man­da? Va­ya­mos aho­ra al te­ma que nos in­te­re­sa: ¿por qué, se­gún Mar­cos, Je­sús re­cha­zó el vi­no que le die­ron de be­ber an­tes de la cru­ci­fi­xión? Los es­tu­dio­sos de la Bi­blia han pro­pues­to va­rias ex­pli­ca­cio­nes. Unos pien­san que el vi­no que le ofre­cían era un ges­to de bur­la, y que por eso no qui­so pro­bar­lo. Pe­ro ya vi­mos que en la es­ce­na no hay nin­gún de­ta­lle que in­si­núe que se es­tén bur­lan­do de Je­sús. Otros opi­nan que, al re­cha­zar el vi­no, Je­sús qui­so de­jar es­ta­ble­ci­da pa­ra los cris­tia­nos la pro­hi­bi­ción de be­ber vi­no. Si­guien­do es­ta in­ter­pre­ta­ción, mu­chas igle­ sias y sec­tas cris­tia­nas pro­hí­ben ac­tual­men­te a sus fie­les be­ber al­co­hol, di­cien­do que se tra­ta de un man­da­to del Se­ñor. Sin em­bar­go, sa­be­mos que Je­sús du­ran­te su vi­da be­bía nor­mal­men­te, y que nun­ca re­cha­zó el vi­no que le ofre­cían cuan­do iba a co­mer a al­gún lu­gar (Mc 2,16). In­clu­so sus ene­mi­gos le ha­bían tra­ta­do de “bo­rra­cho” (Mt 11,19). Si Je­sús nun­ca des­pre­ció la ale­gría de be­ber un po­co de vi­no, ¿qué sen­ti­do te­nía que, unas ho­ras an­tes de mo­rir, se pro­nun­cia­ra a fa­vor de la “ley se­ca”?

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¿Por qué le ofre­cie­ron vi­no a Je­sús? An­ti­gua­men­te, exis­tía la cos­tum­bre de dar de be­ber a los con­de­na­dos a muer­te un sor­bo de vi­no mez­cla­ do con aro­mas, pa­ra anes­te­siar­los y dis­mi­nuir en par­te los te­rri­bles su­fri­mien­tos que les es­pe­ra­ban. Una ter­ce­ra opi­nión sos­tie­ne que, co­mo el vi­no que le ofre­cie­ron a Je­sús era pa­ra dis­mi­nuir los su­fri­mien­tos de la cruz, Él no qui­so be­ber­lo pa­ra po­der su­frir al má­xi­ mo ca­da de­ta­lle de su pa­sión. La pri­va­ción anun­cia­da Pe­ro es­ta in­ter­pre­ta­ción tam­po­co pa­re­ce acep­ta­ble. En efec­to, di­ce el Evan­ge­lio que an­tes de su muer­te, cuan­do Je­sús re­za­ba en el huer­to de Get­se­ma­ní, le pi­de a Dios: “Pa­dre, apar­ta de mí es­te cá­liz” (Mc 14,36). O sea que el mis­mo Mar­cos afir­ma que Je­sús no bus­ca­ba ni de­sea­ba los su­fri­mien­tos fí­si­cos. Na­da, pues, ha­ce pen­sar que Je­sús hu­bie­ra de­sea­do su­frir al má­xi­mo los tor­men­ tos de la cruz. Y es di­fí­cil ima­gi­nar que fue­ra su Pa­dre quien le exi­gie­ra ex­pe­ri­men­tar has­ta el fi­nal ca­da de­ta­lle del tor­men­to que le es­pe­ra­ba. Por lo tan­to, es im­pro­ba­ble pen­sar que Mar­cos con­tó el re­cha­zo del vi­no de par­te de Je­sús, pa­ra mos­trar que Él qui­so su­frir lo más po­si­ble en la cruz. ¿Cuál fue en­ton­ ces la ra­zón de su ne­ga­ti­va? Qui­zás la res­pues­ta se en­cuen­tre en un epi­so­dio de la úl­ti­ma ce­na. Se­gún Mar­cos, la no­che en que Je­sús ce­na­ba por úl­ti­ma vez con sus após­to­les, to­mó una co­pa con vi­no, y lue­go de dar gra­cias a Dios la pa­só a sus dis­cí­pu­ los pa­ra que to­dos be­bie­ran de ella, di­cién­do­les: “És­ta es mi san­gre de la Alian­za, que va a ser de­rra­ma­da por mu­chos”. Y agre­gó: “Les ase­gu­ro que ya no vol­ve­ré a be­ber del pro­duc­to de la vid has­ta el día en que lo be­ba de nue­vo en el Rei­no de Dios” (Mc 14,25). Por un com­pro­mi­so ad­qui­ri­do Es de­cir, que la no­che an­tes de mo­rir, Je­sús be­bió por úl­ti­ma vez vi­no con sus dis­cí­pu­los, y les di­jo que a par­tir de ese mo­men­to ya no vol­ve­ría a ha­cer­lo has­ta que el Rei­no de Dios lle­ga­ra. Aho­ra bien, sa­be­mos que el Rei­no de Dios que­dó inau­gu­ra­do a par­tir de la muer­te y re­su­ rrec­ción de Je­sús (Mc 8,31). Por lo tan­to, el pe­río­do en el que Je­sús se com­pro­me­tió a no be­ber vi­no es so­la­men­ te el que va des­de la úl­ti­ma ce­na has­ta su re­su­rrec­ción, es de­cir, el pe­río­do de su pa­sión y muer­te en la cruz. ¿Y por qué fue im­por­tan­te pa­ra Je­sús no be­ber vi­no du­ran­te es­ta eta­pa? Cree­mos que la res­pues­ta es: por­que se con­vir­tió en un na­zir.

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En efec­to, el An­ti­guo Tes­ta­men­to nos cuen­ta que en­tre los ju­díos exis­tía una ins­ti­tu­ción re­li­gio­sa, lla­ma­da na­zi­rea­to, gra­cias a la cual una per­so­na se con­sa­gra­ba a Dios de ma­ne­ra es­pe­cial (Nm 6,1-21). Quien lo ha­cía, que­da­ba con­ver­ti­do en na­zir (del ver­bo he­breo na­zar = “se­pa­rar­se”, “abs­te­ner­se”). El na­zir de­bía com­pro­me­ter­se a no in­ge­rir vi­no ni be­bi­das al­co­hó­li­cas du­ran­te cier­to tiem­po, ge­ne­ral­men­te el lap­so de un mes. Tam­bién se com­pro­me­tía a no cor­tar­se el pe­lo y a no acer­car­se a un ca­dá­ver. Así, el na­zir se con­ver­tía en una per­so­na es­pe­ cial, sa­gra­da, y se po­nía ca­si a la al­tu­ra del Su­mo Sa­cer­ do­te del Tem­plo, que du­ran­te su vi­da no be­bía vi­no (Lv 10,9), no se acer­ca­ba a ca­dá­ve­res (Lv 21,11), ni se cor­ta­ ba el ca­be­llo (Lv 21,5). Ter­mi­na­do el pe­río­do de su con­ sa­gra­ción, el na­zir ofre­cía un sa­cri­fi­cio en el Tem­plo, se cor­ta­ba el pe­lo y vol­vía a su vi­da nor­mal. Co­mien­zan con San­són A lo lar­go de la Bi­blia en­con­tra­mos mu­chos na­zi­res fa­mo­sos. El más an­ti­guo que co­no­ce­mos fue San­són (Jc 13,4-5; 16,17). Ya cuan­do su ma­dre es­ta­ba em­ba­ra­za­da de él, ella de­jó de be­ber vi­no y be­bi­das al­co­hó­li­cas pa­ra que su hi­jo que­da­ra con­sa­gra­do des­de el vien­tre ma­ter­no. Tam­bién Sa­muel pa­re­ce ha­ber si­do un na­zir. An­tes de que él na­cie­ra, su ma­dre lo con­sa­gró a Dios, y lue­go de ha­ber na­ci­do nun­ca se cor­tó la ca­be­lle­ra (1 Sm 1,11) ni be­bió vi­no (1 Sm 1,11, se­gún la ver­sión grie­ga). Un ter­cer na­zir que en­con­tra­mos en la Bi­blia es un tal Yo­na­dab, hi­jo de Re­kab (2 Re 10,15-17). Era un fa­ná­ti­co re­li­gio­so que lle­va­ba una vi­da es­pe­cial de con­sa­gra­ción a Dios y se abs­te­nía del vi­no. Su ce­lo y su ejem­plo de vi­da fue­ron tan gran­des que sus se­gui­do­res fun­da­ron una sec­ ta re­li­gio­sa ju­día lla­ma­da los re­ka­bi­tas. Si­glos más tar­de, en tiem­pos del pro­fe­ta Je­re­mías, se­guían exis­tien­do y abs­te­nién­do­se de be­ber vi­no (Jer 35,6-7). El pro­fe­ta Amós (Am 2,11-12) cuen­ta que en su épo­ ca tam­bién exis­tían na­zi­res, pe­ro que per­die­ron su con­ sa­gra­ción por­que las ten­ta­cio­nes del mun­do y las ma­las com­pa­ñías los ha­bían lle­va­do a be­ber al­co­hol. En tiem­po de los ma­ca­beos (si­glo II a.c.) vol­ve­mos a en­con­trar un gru­po de na­zi­res muy preo­cu­pa­dos: ha­bían cum­pli­do el pe­río­do de su con­sa­gra­ción y de­bían ir al Tem­plo de Je­ru­sa­lén pa­ra dar por fi­na­li­za­da su pro­me­sa, pe­ro co­mo di­cho Tem­plo ha­bía si­do pro­fa­na­do, no sa­bían qué ha­cer ni a dón­de ir (1 Mac 3,49-51).

Es po­si­ble, pues, pen­sar que cuan­do el evan­ge­lis­ta Mar­cos cuen­ta que Je­sús du­ran­te la úl­ti­ma ce­na hi­zo la pro­me­sa de abs­te­ner­se de vi­no, alu­día a que esa no­che Je­sús qui­so con­sa­grar­se co­mo na­zir. S i g n o s

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Pa­blo en la pe­lu­que­ría En tiem­pos de Je­sús el na­zi­rea­to se­guía vi­gen­te. Juan el Bau­tis­ta, por ejem­plo, es­tu­vo con­sa­gra­do a Dios des­de el vien­tre ma­ter­no, nun­ca be­bió vi­no ni li­cor (Lc 1,15; 7,33), y vi­vió en el de­sier­to ale­ja­do de to­da im­pu­re­za (Lc 1,80; 7,24). Tam­bién San Pa­blo pa­re­ce ha­ber he­cho un vo­to de na­zir al fi­nal de su se­gun­do via­je, cuan­do es­tu­vo en el puer­to grie­go de Cen­creas, cer­ca de Co­rin­to (Hch 18,18). Allí Pa­blo se cor­tó el pe­lo an­tes de con­sa­grar­se, qui­zás pa­ra evi­tar te­ner­lo des­pués de­ma­sia­do lar­go. Y me­ses más tar­de, al fi­nal de su ter­cer via­je, cuan­do lle­gó a Je­ru­ sa­lén se pre­sen­tó en el Tem­plo pa­ra pa­gar su ofren­da y dar por con­clui­da su con­sa­gra­ción. Ese día apro­ve­chó y pa­gó tam­bién las ofren­das de otros cua­tro na­zi­res, me­nos pu­dien­tes que él (Hch 21,23-24). Ve­mos, pues, que el na­zi­rea­to era una ins­ti­tu­ción co­no­ci­da y va­lo­ra­da en el An­ti­guo Tes­ta­men­to y tam­bién en la épo­ca de Je­sús. Con una fra­se so­lem­ne Es po­si­ble, pues, pen­sar que cuan­do el evan­ge­lis­ta Mar­cos cuen­ta que Je­sús du­ran­te la úl­ti­ma ce­na hi­zo la pro­me­sa de abs­te­ner­se de vi­no, alu­día a que esa no­che Je­sús qui­so con­sa­grar­se co­mo na­zir. De he­cho, la fór­mu­la que em­plea Je­sús es una afir­ma­ ción en­fá­ti­ca (“Yo les ase­gu­ro”), se­gui­da de una fra­se en pri­me­ra per­so­na (“que yo ya no be­be­ré”). Se tra­ta de una

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cons­truc­ción gra­ma­ti­cal úni­ca en to­do el Evan­ge­lio de Mar­cos, y ra­rí­si­ma en los otros Evan­ge­lios (só­lo Ma­teo la usa un par de ve­ces). Tal cons­truc­ción pa­re­ce, pues, te­ner un sen­ti­do muy es­pe­cial, co­mo si ex­pre­sa­ra un com­pro­mi­so so­lem­ne he­cho por Je­sús en ese mo­men­to. Ade­más, las pa­la­bras que Je­sús em­plea (“ya no be­be­ré del pro­duc­to de la vid”) son ca­si idén­ti­cas, en grie­go, a las que em­plea el li­bro de los Nú­me­ros pa­ra re­fe­rir­se a la con­sa­gra­ción del na­zir (6,3-4). Se­gún Mar­cos, pues, Je­sús ha­bría re­suel­to de­di­car las úl­ti­mas ho­ras que le que­da­ban de vi­da a con­sa­grar­se co­mo na­zir. Y co­mo las otras dos con­di­cio­nes de su vo­to (no cor­tar­se el ca­be­llo y no acer­car­se a un ca­dá­ver) po­día cum­plir­las fá­cil­men­te du­ran­te el tiem­po que iba a es­tar cru­ci­fi­ca­do, só­lo le fal­ta­ba avi­sar que se pri­va­ba del vi­no, co­sa que de­jó en cla­ro cuan­do pro­nun­ció su fra­se: “Les ase­gu­ro que ya no be­be­ré del pro­duc­to de la vid has­ta el día en que lo be­ba nue­vo en el Rei­no de Dios”. Por eso, Mar­cos cuen­ta que, cuan­do más tar­de Je­sús fue lle­va­do a la cruz pa­ra cru­ci­fi­car­lo y le ofre­cie­ron vi­no pa­ra re­du­cir sus do­lo­res, él lo re­cha­zó. Por su con­di­ción de na­zir no po­día to­mar­lo. La im­por­tan­cia de no be­ber Que­da por res­pon­der una pre­gun­ta: ¿por qué San Mar­cos qui­so con­tar que Je­sús ha­bía he­cho esa con­sa­gra­ ción ho­ras an­tes de su muer­te? Sa­be­mos que, de los cua­tro evan­ge­lios, el de Mar­cos es el que pre­sen­ta a Je­sús de ma­ne­ra más hu­ma­na. Mien­tras los otros evan­ge­lis­tas des­ta­can más la di­vi­ni­dad de Je­sús, lo ele­van, y lo des­cri­ben con más ras­gos glo­rio­sos, Mar­cos lo pre­sen­ta siem­pre con ca­rac­te­rís­ti­cas hu­ma­nas. A los lec­ to­res de Mar­cos les re­sul­ta­ba, pues, di­fí­cil en­te­rar­se de que Je­sús era al­guien es­pe­cial. Apa­re­ce co­mo un hom­bre que co­me y be­be (2,16), que se eno­ja (3,5), se duer­me (4,38), se asom­bra (6,6), so­llo­za (8,12), se in­dig­na (10,14), tie­ne ham­bre (11,12), ig­no­ra cier­tas co­sas (13,32). Es de­cir, Je­sús apa­re­ce en el evan­ge­lio de Mar­cos co­mo un hom­bre or­di­na­rio que ha­ce co­sas ex­traor­di­na­rias. Por es­to, Mar­cos qui­so in­cluir, al fi­nal de la vi­da de Je­sús, el de­ta­lle de que Él mu­rió pri­ván­do­se del vi­no, pa­ra de­cir­nos que ese hom­bre su­frien­te que col­ga­ba de un ma­de­ro no era un mor­tal cual­quie­ra, tor­tu­ra­do por la sa­ña de sus ene­mi­gos. Quien así mo­ría era un con­sa­gra­ do de Dios, un ser es­pe­cial, un hom­bre san­to, un pre­di­ lec­to del Se­ñor. Ese Je­sús que a lo lar­go del Evan­ge­lio de Mar­cos ha­bía apa­re­ci­do tan hu­ma­no y cer­ca­no a los hom­bres, aho­ra, en el mo­men­to cul­mi­nan­te de su exis­ ten­cia, se mos­tra­ba co­mo real­men­te era: al­guien de­di­ca­ do a Dios de ma­ne­ra es­pe­cial. Pe­ro, mien­tras los otros na­zi­res que se en­tre­ga­ban a Dios me­dian­te un vo­to, con­cluían su con­sa­gra­ción con el sa­cri­fi­cio de al­gún ani­ma­li­to, Je­sús con­clu­yó su con­sa­ gra­ción con el sa­cri­fi­cio más gran­de que se pu­do ofre­cer: el sa­cri­fi­cio de su pro­pia vi­da en la cruz. Fue el na­zir más gran­dio­so de to­dos. Más que un de­ta­lle his­tó­ri­co, el re­la­to de Je­sús que re­cha­za el vi­no es una idea teo­ló­gi­ca. Es de­cir, se tra­ta de un con­cep­to re­li­gio­so ex­pre­sa­do a tra­vés de una es­ce­na

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El de­ta­lle de la ne­ga­ti­va a be­ber el vi­no, con­ta­do por Mar­cos, que­ría ex­pre­sar que en el mo­men­to de su pa­sión, Je­sús se en­tre­gó a Dios, se con­sa­gró to­tal­men­te a Él, se pu­so ab­so­lu­ta­men­te en sus ma­nos, y que Dios lo acep­tó, lo acom­pa­ñó, y es­tu­vo con él to­do el tiem­po que du­ró su ago­nía. his­to­ri­za­da. Pe­ro ¿por qué Mar­cos qui­so con­tar es­ta idea a sus lec­to­res, que no eran de ori­gen ju­dío si­no pa­ga­no, y que no en­ten­dían de­ma­sia­das co­sas so­bre el na­zi­rea­to? Qui­zás por­que la en­con­tró en la tra­di­ción an­te­rior a él, y por eso la con­ser­vó. Re­nun­ciar al vi­no por amor a la vi­da Je­sús no re­cha­zó el vi­no an­tes de mo­rir pa­ra de­jar­nos la pro­hi­bi­ción de be­ber, co­mo pre­ten­den al­gu­nos; Él ama­ba la ale­gría y la fies­ta. Tam­po­co lo re­cha­zó pa­ra po­der su­frir más en la cruz; no era ma­so­quis­ta ni de­vo­to de los do­lo­res gra­tui­tos. El de­ta­lle de la ne­ga­ti­va a be­ber el vi­no, con­ta­do por Mar­cos, que­ría ex­pre­sar que en el mo­men­to de su pa­sión, Je­sús se en­tre­gó a Dios, se con­ sa­gró to­tal­men­te a Él, se pu­so ab­so­lu­ta­men­te en sus ma­nos, y que Dios lo acep­tó, lo acom­pa­ñó, y es­tu­vo con él to­do el tiem­po que du­ró su ago­nía. En las ho­ras do­lo­ro­sas de to­da vi­da hu­ma­na, los hom­bres so­le­mos eno­jar­nos con Dios por­que lo ima­gi­na­ mos le­ja­no o, cuan­do me­nos, in­di­fe­ren­te a nues­tro do­lor. Es di­fí­cil creer en Dios cuan­do uno tie­ne su pro­pia cruz y sien­te su car­ne des­ga­rra­da. Pe­ro si, a ejem­plo de Je­sús, en esos mo­men­tos apren­de­mos a ha­cer un ac­to de con­ sa­gra­ción a Dios, si nos aban­do­na­mos en sus ma­nos, si de­ci­di­mos con­fiar en Él con­tra to­das las apa­rien­cias, en­ton­ces uno se vuel­ve un na­zir, la vi­da de uno se ele­va, ad­quie­re una gran­de­za in­sos­pe­cha­da y ya nun­ca vuel­ve a ser co­mo an­tes. Cuan­do vi­vi­mos un do­lor con la men­te pues­ta en Dios, el do­lor no nos vuel­ve des­di­cha­dos, si­no con­sa­gra­ dos. Es el men­sa­je de Aquél que se abs­tu­vo del vi­no an­tes de mo­rir.SV

Ariel Álvarez Valdéz es sacerdote y biblista argentino.

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entrevista Ángel darío carrero

Gustavo Gutiérrez

La teo­lo­gía co­mo car­ta de amor S i g n o s

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o­cos son los crea­do­res de una rup­tu­ra epis­te­ mo­ló­gi­ca. En el cam­po de la fi­lo­so­fía oc­ci­den­tal mo­der­na, fue­ron crea­do­res Des­car­tes, Kant, He­gel, Marx, Hei­deg­ger. En teo­lo­gía des­ta­ca­ron To­más de Aqui­no, Lu­te­ro, Bult­mann, Rah­ner. Gus­ta­vo Gu­tié­rrez abrió un ca­mi­no nue­vo y pro­me­te­dor pa­ra el pen­sa­mien­ to teo­ló­gi­co, des­cu­brió una nue­va ma­ne­ra de ha­cer teo­lo­ gía’. Son pa­la­bras cer­te­ras del teó­lo­go Leo­nar­do Boff. La teo­lo­gía en Amé­ri­ca La­ti­na y el Ca­ri­be se ca­rac­te­ri­ za­ba por re­pe­tir o sin­te­ti­zar pen­sa­mien­tos fo­rá­neos. Gu­tié­rrez crea, a fi­nes de los años se­sen­ta, un mé­to­do teo­ ló­gi­co des­de la Amé­ri­ca La­ti­na po­bre y opri­mi­da, y pa­ra ella. Dio a es­ta re­fle­xión de la fe des­de el re­ver­so de la his­to­ria, el nom­bre de teo­lo­gía de la li­be­ra­ción. Su ra­dio de pro­yec­ción ha si­do ver­da­de­ra­men­te im­pre­sio­nan­te: des­de la teo­lo­gía ne­gra, in­dia, asiá­ti­ca, fe­mi­nis­ta, eco­ló­gi­ca y de las re­li­gio­nes has­ta la teo­lo­gía ju­día y pa­les­ti­na de la li­be­ra­ción, Gus­ta­vo es el pri­mer la­ti­noa­me­ri­ca­no en si­tuar­se de tú a tú en­tre los gran­des crea­do­res de la his­to­ria de la teo­lo­gía. El pa­sa­do 28 de ma­yo, la Uni­ver­si­dad Cen­tral de Ba­ya­món que di­ri­gen los Pa­dres Do­mi­ni­cos unió su re­co­ no­ci­mien­to, al con­ce­der a Gus­ta­vo Gu­tié­rrez un Doc­to­ra­ do Ho­no­ris Cau­sa, a esa au­tén­ti­ca plé­ya­de de re­co­no­ci­mien­tos in­ter­na­cio­na­les re­ci­bi­dos por el teó­lo­go, en­tre ellos el pres­ti­gio­so Pre­mio Prín­ci­pe de As­tu­rias. El pa­dre Gus­ta­vo Gu­tié­rrez lle­gó así por pri­me­ra vez a Puer­ to Ri­co, en la an­te­sa­la de sus ochen­ta años de vi­da y del cua­ren­ta ani­ver­sa­rio del em­ble­má­ti­co do­cu­men­to ecle­sial la­ti­noa­me­ri­ca­no, Me­de­llín. ¿Cuán­do co­mien­za a asu­mir, co­mo pun­to de par­ti­ da de la teo­lo­gía, la rea­li­dad de la vio­len­cia y de la po­bre­za en La­ti­noa­mé­ri­ca y el Ca­ri­be? Co­men­cé a tra­ba­jar en mar­zo del 64. Hu­bo una reu­ nión con­vo­ca­da por Iván Illich. Lo co­no­cí cuan­do es­ta­ba to­da­vía en Puer­to Ri­co en el año 60. Fue Iván quien ci­tó a una reu­nión muy in­for­mal en Pe­tró­po­lis pa­ra que di­jé­ ra­mos có­mo veía­mos el tra­ba­jo de la teo­lo­gía en Amé­ri­ca La­ti­na. ¿Y cuál fue su apor­te? Ha­blé de teo­lo­gía co­mo una re­fle­xión so­bre la pas­to­ral y so­bre la vi­da cris­tia­na. Eso que for­mu­lé más tar­de co­mo re­fle­xión crí­ti­ca so­bre la pra­xis a la luz de la fe. ¿Lo pri­me­ro que sur­ge es el es­ta­ble­ci­mien­to de un mé­to­do que par­te de la vi­da real pa­ra ilu­mi­nar­la a la luz de la Pa­la­bra y abrir ca­mi­nos con­cre­tos de li­be­ra­ ción? Así es. Yo me pa­sé prác­ti­ca­men­te to­dos mis es­tu­dios de teo­lo­gía su­ma­men­te preo­cu­pa­do en la cues­tión del mé­to­do. De ahí la fra­se: ‘nues­tra me­to­do­lo­gía es nues­tra es­pi­ri­tua­li­dad’. S i g n o s

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El te­ma de la cer­ca­nía a los po­bres no es nue­vo, pe­ro sí lo es la in­da­ga­ción en las cau­sas de la po­bre­za y la lu­cha con­tra la po­bre­za co­mo par­te de la iden­ti­ dad cris­tia­na. ¿Cuán­do co­mien­za es­ta tran­si­ción? Me in­vi­ta­ron a ha­blar so­bre la po­bre­za en Mon­treal, en el año 67. Que­ría to­mar dis­tan­cia res­pec­to de Voi­llau­ me, el au­tor de En el co­ra­zón de las ma­sas, por­que él evi­ta­ba cual­quier pers­pec­ti­va de­ma­sia­do so­cial en tor­no a la po­bre­za; pe­ro la ver­dad es que no se pue­de evi­tar el he­cho so­cial. Ha­blé de tres no­cio­nes bí­bli­cas so­bre la po­bre­za: la pri­me­ra, la po­bre­za real o ma­te­rial, vis­ta siem­ pre co­mo un mal. La se­gun­da es la po­bre­za es­pi­ri­tual, co­mo si­nó­ni­mo de in­fan­cia es­pi­ri­tual: la po­bre­za es­pi­ri­ tual es po­ner mi vi­da en las ma­nos de Dios. El des­pren­di­ mien­to de los bie­nes es con­se­cuen­cia de la po­bre­za es­pi­ri­tual. Y la ter­ce­ra di­men­sión es la so­li­da­ri­dad con los po­bres con­tra la po­bre­za. Voi­llau­me ha­bla­ba de que ha­bía que ser po­bre. Sí, muy bien, ¿pe­ro pa­ra qué? ¿Qué sen­ti­ do tie­ne ser­lo? No es úni­ca­men­te pa­ra san­ti­fi­car­me yo. Ha­bía que plan­tear­se lo que es­te re­que­ri­mien­to sig­ni­fi­ca pa­ra el otro. ¿Al­gún otro ele­men­to im­por­tan­te de es­ta ar­qui­tec­ tó­ni­ca ini­cial? Una preo­cu­pa­ción: ¿có­mo anun­ciar el evan­ge­lio hoy? La teo­lo­gía se ha­ce pa­ra anun­ciar el evan­ge­lio, al ser­vi­cio de la Igle­sia, de la co­mu­ni­dad. De­ma­sia­das fa­cul­ta­des pien­san en la teo­lo­gía co­mo una me­ta­fí­si­ca re­li­gio­sa, no co­mo anun­cio his­tó­ri­co de li­be­ra­ción. ¿Cuán­do co­mien­za a lla­mar­se ‘teo­lo­gía de la li­be­ ra­ción’ a es­te nue­vo mo­do de pen­sar la fe des­de la pers­pec­ti­va del po­bre y del ex­clui­do? Es­to se­rá el 22 de ju­lio de 1968 en Chim­bo­te, Pe­rú. Me pi­die­ron ha­blar de ‘teo­lo­gía del de­sa­rro­llo’ y me ne­gué. Les di­je que ha­bla­ría de teo­lo­gía de la li­be­ra­ción, que era más per­ti­nen­te a nues­tro con­tex­to. Otra co­sa que es­ta­ba de mo­da era la ‘teo­lo­gía de la re­vo­lu­ción’, res­pec­to de la cual tam­bién to­mé dis­tan­cia. El pe­li­gro de es­ta teo­ lo­gía ra­di­ca­ba en que pre­ten­día cris­tia­ni­zar un he­cho po­lí­ti­co. A di­fe­ren­cia de otros, us­ted nun­ca es­tu­vo de acuer­ do con par­ti­dos o gru­pos co­mo la De­mo­cra­cia Cris­tia­ na ni con Cris­tia­nos por el so­cia­lis­mo, aun­que acen­tua­ba la di­men­sión po­lí­ti­ca de la fe. ¿Por qué? Nun­ca me gus­tó que se usa­ra lo cris­tia­no co­mo ad­je­ ti­vo. Lo cris­tia­no es un sus­tan­ti­vo. Siem­pre di­je: ‘soy cris­ tia­no por Cris­to, no por el so­cia­lis­mo’. Que co­mo cris­tia­no al­guien ha­ga una op­ción por el so­cia­lis­mo es otra co­sa, pe­ro no pue­do de­du­cir el so­cia­lis­mo por el ca­mi­no de la Bi­blia. Des­de la Bi­blia de­duz­co la op­ción por la jus­ti­cia, la op­ción por el po­bre. La gen­te, cuan­do no en­tien­de es­to, di­ce: ‘Oye, pe­ro tú nie­gas la po­lí­ti­ca, es­tás Septiembre 2008 • 7


del la­do con­tra­rio’. Yo res­pon­do que tam­bién creo en la au­to­no­mía de lo so­cial y lo po­lí­ti­co. ¿Cuán­do co­mien­za la idea de for­mar el li­bro que se con­ver­ti­rá en el tex­to fun­da­cio­nal de la teo­lo­gía la­ti­noa­me­ri­ca­na con­tem­po­rá­nea: Teo­lo­gía de la li­be­ra­ ción. Pers­pec­ti­vas? En rea­li­dad, no pen­sé pro­pia­men­te en es­cri­bir un li­bro. Uno tra­ba­ja en los te­mas que le in­te­re­san y po­co a po­co, el tex­to va sa­lien­do. Al co­mien­zo de1969, po­co des­pués de Me­de­llín, una co­mi­sión ecu­mé­ni­ca so­bre te­mas de de­sa­rro­llo me in­vi­tó a Gi­ne­bra. En­ton­ces re­tra­ ba­jé la po­nen­cia que ha­bía en­tre­ga­do en Chim­bo­te y así lo se­guí am­plian­do. ¿Tu­vo ofer­ta de al­gu­na edi­to­rial con­cre­ta? No, pe­ro pa­só Mi­guel d’Es­co­to, de Maryk­noll, que aca­ba­ba de fun­dar ‘Or­bis Books’. Vio el li­bro y me di­jo ‘lo pu­bli­co’. Fue el pri­mer li­bro pu­bli­ca­do por es­ta edi­to­rial. Lo hi­zo tra­du­cir y lo pu­bli­có en 1973, y ha si­do el li­bro más ven­di­do de esa edi­to­rial. Lue­go pa­sa el edi­tor de ‘Sí­gue­me’, en Es­pa­ña, y ocu­rre lo mis­mo. Otro que se in­te­re­só fue Gi­be­lli­ni. La edi­ción ita­lia­na es in­clu­so an­te­ rior a la es­pa­ño­la. Ya es­tá tra­du­ci­do co­mo a diez o do­ce len­guas, en­tre ellas tam­bién al viet­na­més y al ja­po­nés. ¿Cuál es la opo­si­ción prin­ci­pal que re­ci­be el li­bro? Yo di­ría que más que opo­ner­se al li­bro, se opo­nían ya a la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción. Mu­cha gen­te es­ta­ba es­cri­ bien­do. Se cri­ti­ca­ba el en­fo­que mar­xis­ta del aná­li­sis de la rea­li­dad, pe­ro yo no me sen­tía alu­di­do. Aho­ra bien, la opo­si­ción más fuer­te que he­mos te­ni­do no ha si­do la de la Igle­sia, si­no la de al­gu­nos com­po­nen­tes de la so­cie­dad ci­vil, la de los po­de­res fác­ti­cos, eco­nó­mi­cos, mi­li­ta­res, po­lí­ti­cos. La dis­cu­sión abier­ta es sig­no de una teo­lo­gía que di­ce al­go al hom­bre y a la mu­jer de hoy, que ge­ne­ra diá­lo­go crí­ti­co, no só­lo al in­te­rior de la igle­sia, si­no con la so­cie­dad. Bue­na par­te de las reac­cio­nes vie­nen de la aco­gi­da que tu­vo. Si me hu­bie­ra que­da­do en un am­bien­te de in­te­lec­ tua­les, mi obra no hu­bie­ra te­ni­do es­te im­pac­to. Hu­bo una aco­gi­da de la ba­se, in­clu­so con ex­pre­sio­nes que a mí nun­ ca me han con­ven­ci­do, pe­ro que na­cen de la bue­na vo­lun­tad, que di­cen: ‘yo soy de la teo­lo­gía de la li­be­ra­ ción’. Pe­ro la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción no era ni es un club en el que uno se ins­cri­be, ni un par­ti­do. Se can­ta­ban co­mo sus miem­bros y lue­go de­cían lo que que­rían y no siem­pre es­to co­rres­pon­día con lo que uno pen­sa­ba. Son co­sas ine­vi­ta­bles.

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Pe­ro tam­bién hay una ne­ce­si­dad de en­con­trar fa­llas a una teo­lo­gía que pro­ve­nía del Sur. Un pe­rio­dis­ta nor­tea­me­ri­ca­no me pre­gun­tó: ‘¿Qué pien­sa la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción de es­te pro­ble­ma mun­ dial?’. Le di­je: ‘¿Us­ted cree que es­to es un par­ti­do po­lí­ti­co y que yo soy el Se­cre­ta­rio Ge­ne­ral? Pues no’. Tam­bién le di­je: ‘A que us­ted no le pre­gun­ta a Metz (Juan Bau­tis­ta) qué pien­sa la teo­lo­gía po­lí­ti­ca eu­ro­pea de es­te pro­ble­ma mun­dial. A él no, pe­ro a es­ta teo­lo­gía, sí. Cla­ro, por­que aque­llo sí es teo­lo­gía, da­do que Metz es ale­mán’. Al­gu­nas per­so­nas reac­cio­na­ban de es­te mo­do por­que pen­sa­ban que al­go que pro­vie­ne de Amé­ri­ca La­ti­na tie­ne que te­ner fa­llos gran­des que de­ben en­con­trar­los a co­mo dé lu­gar. Si es la­ti­noa­me­ri­ca­no, tie­ne que ha­ber al­gu­na po­si­ción ra­ra. Lo que quie­ren es co­si­fi­car una teo­lo­gía. Si uno se de­ja lle­var só­lo por lo que es­tá es­cri­to en la pren­sa, tal pa­re­ce que us­ted ha si­do con­de­na­do por la Igle­sia. Y no es cier­to. Es cu­rio­so. En mi ca­so nun­ca hu­bo con­de­na, ni si­quie­ra hu­bo un pro­ce­so, pe­ro sí hu­bo un lla­ma­do diá­ lo­go, hu­bo pre­gun­tas que siem­pre es­tu­ve dis­pues­to a con­tes­tar. ¿Le pa­re­ce vá­li­do es­te ti­po de diá­lo­go? Siem­pre he creí­do que la teo­lo­gía se ha­ce al in­te­rior de la Igle­sia. En la Igle­sia hay ca­ris­mas dis­tin­tos. A uno que es­cri­be teo­lo­gía le pue­den pre­gun­tar que dé ra­zón de su fe, así co­mo da­mos ra­zón de nues­tra es­pe­ran­za. A es­te ni­vel de pre­gun­tas no hay que ofen­der­se.

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¿Cuán­to du­ró el diá­lo­go? Co­men­zó en 1983 y con­clu­yó de va­rias ma­ne­ras, pe­ro con pa­pel ofi­cial ha­ce cin­co años. Du­ran­te mu­cho tiem­po to­do es­tu­vo en si­len­cio. No hu­bo na­da con­mi­go. ¿Qué di­ce el tex­to ofi­cial? La ex­pre­sión es que to­do con­clu­yó sa­tis­fac­to­ria­men­ te. ¿Tu­vo va­rios en­cuen­tros ca­ra a ca­ra con el Car­de­ nal Jo­seph Rat­zin­ger? Sí, pa­ra gran par­te de en­cuen­tros no fui con­vo­ca­do, si­no que yo mis­mo to­mé la ini­cia­ti­va. Rat­zin­ger es un hom­bre in­te­li­gen­te, edu­ca­do y, den­tro de su pro­pia men­ ta­li­dad, ha evo­lu­cio­na­do, ha en­ten­di­do mu­chas co­sas. En una oca­sión en Ro­ma me di­jo que ha­bía leí­do mi li­bro so­bre Job. Yo mis­mo le en­via­ba mis li­bros. Siem­pre he creí­do que la dis­tan­cia crea fan­tas­mas. Me di­jo que le ha­bía gus­ta­do y que los teó­lo­gos del Sur te­nía­mos poe­sía, que la teo­lo­gía eu­ro­pea era más fría. Su mo­do de pro­ce­der ha si­do siem­pre po­co con­flic­ ti­vo, enor­me­men­te dia­ló­gi­co y ca­ren­te de dra­ma­tis­ mo. Al­gu­nos creen que co­rres­pon­de a su per­so­na­li­dad, pe­ro creo que hay aquí al­go pro­fun­da­men­te ecle­sial. Exac­to. To­do vie­ne de que el mun­do que más di­ce a mi vi­da no es el mun­do in­te­lec­tual. No es la de­fen­sa de mis ideas por­que son mis ideas. Me in­te­re­sa la vi­da de la Igle­sia, el anun­cio del Evan­ge­lio y la vi­da de las Con­fe­ren­ cias Epis­co­pa­les. La teo­lo­gía car­ga la hue­lla de su tiem­po. Es­ta­mos en­tran­do cla­ra­men­te en otro tiem­po, en el que no se sien­te la mis­ma ur­gen­cia y se abren otras ru­tas a la fe. Has­ta mis cua­ren­ta años nun­ca ha­blé de la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción y creo que era un cris­tia­no de ver­dad. Así que se­ré cris­tia­no des­pués de la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción. Cuan­do me ha­blan de que ya mu­rió la teo­lo­gía de la li­be­ ra­ción yo di­go: ‘pues mi­ra, a mí no me in­vi­ta­ron al en­tie­ rro y creo que te­nía al­gún de­re­cho’. Lue­go les di­go: ‘pues fí­ja­te, creo que un día sí va a mo­rir’. En­tien­do por mo­rir el he­cho de que no ten­ga la mis­ma ur­gen­cia que an­tes. Eso me pa­re­ce nor­mal, fue un apor­te a la Igle­sia en un de­ter­mi­na­do mo­men­to. Creo que se cui­da bien de no con­ver­tir la teo­lo­gía en un ído­lo, en una ideo­lo­gía a la de­fen­si­va. No hay que ha­cer de una teo­lo­gía una nue­va re­li­gión. Es la ten­den­cia de la so­cie­dad ci­vil. Al­gu­nos pien­san que la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción es una es­pe­cie de cris­tia­nis­mo dis­tin­to, el mío. Y has­ta lo di­cen elo­gio­sa­men­te, no por cri­ti­car. No creen en el cris­tia­nis­mo, pe­ro sí en la teo­lo­gía

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de la li­be­ra­ción. Pues lo sien­to, lo im­por­tan­te es el cris­tia­ nis­mo, no la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción. La teo­lo­gía de la li­be­ra­ción só­lo se en­tien­de al in­te­rior del cris­tia­nis­mo. ¿No cree que an­tes se ha­bla­ba de plu­ra­lis­mo teo­ló­ gi­co, pe­ro era en rea­li­dad un plu­ra­lis­mo li­mi­ta­do, es de­cir, den­tro de una men­ta­li­dad ca­si ex­clu­si­va­men­te eu­ro­pea? Sí, y to­da­vía en la aca­de­mia teo­ló­gi­ca se ha­bla de no­so­tros co­mo de teo­lo­gía con­tex­tual, un pen­sar que man­tie­ne es­tre­cha re­la­ción con la rea­li­dad. Cuan­do me di­cen es­to, yo les di­go pa­ra mo­les­tar: ‘¡Ay, us­ted tie­ne una idea muy ma­la de la teo­lo­gía eu­ro­pea. Me es­tá di­cien­do que no son con­tex­tua­les. Me es­tá di­cien­do que es una teo­lo­gía que no tie­ne re­la­ción con la rea­li­dad? ¿Una teo­ lo­gía en el ai­re? ¡Yo no creo eso!’ ¿Ha te­ni­do que lu­char con­tra cier­ta pre­ten­sión de su­pe­rio­ri­dad? Mu­chí­si­mo. Lla­mar con­tex­tual y no con­tex­tual a una y otra teo­lo­gía es un ejem­plo. To­do pen­sar co­rres­pon­de a un con­tex­to. Más que un re­cha­zo a la teo­lo­gía de la li­be­ ra­ción, es co­mo si la nues­tra fue­se una co­mu­ni­ca­ción con un pun­to me­nor, co­mo al­go su­bal­ter­no. Ha ha­bi­do mu­chas co­sas de es­te es­ti­lo. Se acep­ta­ban las ideas, pe­ro se cri­ti­ca­ba la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción. ¿Qué es eso? Es­tá­ba­mos acos­tum­bra­dos a que la teo­lo­gía só­lo dia­lo­ga­ra con la fi­lo­so­fía y no con las cien­cias so­cia­les. Es una no­ve­dad que cos­tó acep­tar al prin­ci­pio. Cu­rio­so, por­que hoy las cien­cias so­cia­les es­tán de lle­no den­tro de la teo­lo­gía. Esa crí­ti­ca a la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción ya pres­cri­bió. Y to­do es­to ocu­rre a pe­sar de que nun­ca di­ji­ mos que las cien­cias so­cia­les reem­pla­za­ban a la fi­lo­so­fía en la teo­lo­gía, si­no que am­pliá­ba­mos el aba­ni­co de lu­ces y dis­ci­ pli­nas hu­ma­nas pa­ra tra­ba­jar el mis­te­rio cris­tia­no. Ade­más, to­da teo­lo­gía ver­da­de­ra­men­te crea­do­ra ge­ne­ra re­sis­ten­cias. Es la prue­ba de fue­go de su va­lía. Evi­den­te. Mi­ra la reac­ción an­te el diá­lo­go de Teil­hard de Char­din con las cien­cias na­tu­ra­les. Y el ejem­plo clá­si­co de San­to To­más de Aqui­no. Ha­blo de un gi­gan­te fren­te a una teo­lo­gía tan ena­na co­mo la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción. Tu­vo re­sis­ten­cias enor­mes, fue con­de­na­do por la Uni­ver­ si­dad de Pa­rís y to­mó si­glos el que pu­die­ra ser re­co­no­ci­ do. Él in­cor­po­ró una fi­lo­so­fía que pro­ve­nía de un pa­ga­no, la re­pen­só, la re­to­mó, la mez­cló. ¿Cree que es­ta­mos ya en un nue­vo y me­jor mo­men­ to? Los mo­men­tos más du­ros y po­lé­mi­cos han que­da­do atrás. De­ben que­dar pa­ra los his­to­ria­do­res, y es muy bue­

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el po­bre era bue­no. Si hu­bie­sen en­tra­do por­que Dios es bue­no to­da­ vía es­ta­rían com­pro­me­ti­dos.

no de­cir que ya pa­só. Si al­go ha muer­to real­men­te es es­ta po­lé­mi­ca. Yo creo que ya es tiem­po de ba­jar el to­no. Hay un tex­to en el que us­ted se mue­ve re­fle­xi­va­ men­te ha­cia el con­tex­to ac­tual de la glo­ba­li­za­ción y de la post­mo­der­ni­dad y ha­cia los re­tos que plan­tea a la teo­lo­gía. Me re­fie­ro al en­sa­yo ‘¿Dón­de dor­mi­rán los po­bres?’. Allí co­mien­za a ha­cer una crí­ti­ca a la ten­ta­ ción de ha­cer de la teo­lo­gía mis­ma un ído­lo. Cuan­do ha­go de al­go que no sea Dios un ab­so­lu­to, cai­go en la ido­la­tría. He oí­do de­cir: ‘Teo­lo­gía de la li­be­ra­ ción o na­da’. Nun­ca he di­cho: ‘Si us­ted quie­re com­pren­ der a Cris­to lea la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción’. Aho­ra, si al­guien me pre­gun­ta si creo que le­yen­do so­bre teo­lo­gía de la li­be­ra­ción va a com­pren­der al­go im­por­tan­te del cris­tia­ nis­mo, pues res­pon­de­ré que sí. Es pro­vo­ca­dor de­cir­lo, pe­ro tam­bién la jus­ti­cia pue­de con­ver­tir­se en un ído­lo. He vis­to mal­tra­tar a los po­bres por per­so­nas que se creen mu­cho más cla­ras po­lí­ti­ca­men­ te que ellos. Es­toy muy mar­ca­do por una fra­se de Pas­cal que leí a los quin­ce años: ‘El abu­so de la ver­dad es peor que la men­ti­ra’. Uno pue­de te­ner la ver­dad y abu­sar de ella. La per­so­na es siem­pre lo más im­por­tan­te. Su re­fle­xión más re­cien­te ha ad­ver­ti­do tam­bién so­bre la ten­ta­ción de ha­cer del po­bre mis­mo un ído­lo. Eso vie­ne del ro­man­ti­cis­mo de al­gu­nos. Hay gen­te que me di­ce: ‘To­do lo he apren­di­do del po­bre, el po­bre es tan bue­no’... A ve­ces, bro­mean­do, les di­go: ‘Us­ted cree que to­dos los po­bres son bue­nos y ge­ne­ro­sos, pues yo no les acon­se­jo que va­yan a mi ba­rrio a las dos de la ma­ña­na, por­que se que­da­rán co­mo cuan­do na­cie­ron, só­lo que más vie­ji­tos’. Es una ma­ne­ra de ha­cer en­ten­der que la op­ción no se ha­ce por­que el po­bre sea bue­no, si­no por­que Dios es bue­no. Si el po­bre no es bue­no, pues tam­bién. Mu­cha gen­te se de­cep­cio­nó del com­pro­mi­so por­que creían que

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De he­cho, en un ar­tí­cu­lo su­yo ti­tu­la­do ‘San Juan de la Cruz en Amé­ri­ca La­ti­na’, de­ja apun­ta­do que lo que po­dría ayu­dar­nos a evi­ tar es­te ca­mi­no ido­lá­tri­co (que aun­que ha­bla de li­be­ra­ción, no li­be­ra) se­ría abrir­nos a la di­men­ sión más mís­ti­ca de la fe. Si al­go tie­ne la mís­ti­ca es la ca­pa­ ci­dad de ayu­dar­nos a de­pu­rar la no­ción de Dios. Si ve­mos el di­bu­jo de San Juan de la Cruz, hay un mo­men­to, a par­tir de la mi­tad de la fal­da del mon­te, en el que di­ce que a par­tir de ahí no hay ca­mi­no. Eso es la mís­ti­ca. Un ca­mi­nar ha­cia el Se­ñor. Se­guir ha­cien­do de Él, con­for­me avan­za nues­tra vi­da, nues­tro úni­co ab­so­lu­to. Sin es­ta di­men­sión mís­ti­ca no hay ver­da­de­ro com­pro­ mi­so con los po­bres. Aho­ra bien, hay que cam­biar la no­ción de mís­ti­ca. No es co­mo se di­ce por ahí, que con­ sis­te en sa­lir de es­te mun­do. No se tra­ta de trans­mi­tir un men­sa­je, si­no de ‘trans­mi­tir lo con­tem­pla­do’. A es­to hay que aña­dir la in­tui­ción de Na­dal: ser ‘con­tem­pla­ti­vos en la ac­ción’. Lo que a ve­ces se anun­cia co­mo mís­ti­ca, in­clu­so en im­por­tan­tes teó­lo­gos o es­tu­dio­sos, to­da­vía tie­ne ex­ce­ si­vas re­mi­nis­cen­cias neo­pla­tó­ni­cas ne­ga­do­ras del cuer­po de la his­to­ria. La mís­ti­ca no es un de­sin­te­re­sar­se de es­te mun­do. To­da­vía hay gen­te que en­cuen­tra muy mís­ti­co a al­guien que no pi­sa tie­rra. Si no le im­por­ta el po­bre, no es­toy se­gu­ro de que se tra­te de una ex­pe­rien­cia mís­ti­ca. Es in­te­ re­san­te que una mís­ti­ca, Te­re­si­ta de Li­sieux, sea pa­tro­na de las mi­sio­nes. Pa­re­ce que us­ted ha ido in­sis­tien­do pro­gre­si­va­ men­te en la poe­sía co­mo el me­jor len­gua­je pa­ra ha­blar de Dios. ¿Es así? La poe­sía es el me­jor len­gua­je del amor. Y Dios es amor. El me­jor len­gua­je pa­ra ha­blar de Dios es la poe­sía. Un len­gua­je pro­fun­do que ve el mun­do y ve la re­la­ción con el otro des­de una di­men­sión y una hon­du­ra que el con­cep­to no ofre­ce. Aun­que no es­cri­ba­mos poe­sía, la teo­ lo­gía mis­ma de­be ser siem­pre una car­ta de amor a Dios, a la Igle­sia y al pue­blo que ser­vi­mos.SV Án­gel Da­río Ca­rre­ro, ofm. El au­tor es poe­ta, pe­rio­dis­ta y teó­lo­go puer­to­rri­ que­ño. Es­ta en­tre­vis­ta fue pu­bli­ca­da ori­gi­nal­men­te en La Re­vis­ta del pe­rió­ di­co El Nue­vo Día (Puer­to Ri­co) el 22 de ju­nio de 2008

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derec h o s h u m an o s m i lt o n m e j í a

Buenas Nuevas de paz y derechos humanos D

u­ran­te mi tra­ba­jo pas­to­ral con co­mu­ ni­da­des po­bres y con vic­ti­mas de la vio­len­cia en Co­lom­bia, he bus­ca­do que el anun­cio del evan­ge­lio pro­ duz­ca la es­pe­ran­za en una vi­da jus­ta y más fe­liz en­tre las per­so­nas y co­mu­ni­da­des, pa­ra que pue­dan dis­fru­tar de la vi­da ple­na que anun­ció e hi­zo po­si­ble Je­sús, co­mo nos en­se­ñan los evan­ge­lios. Cuan­do bus­ca­mos que el evan­ge­lio pro­duz­ca es­pe­ ran­za en las per­so­nas, te­ne­mos la ten­ta­ción de ubi­car las po­si­bi­li­da­des de una me­jor for­ma de vi­da pa­ra el fu­tu­ro. Pen­sa­mos que so­lo es po­si­ble ali­viar el do­lor de los que su­fren y po­ne­mos én­fa­sis de la mi­sión de la igle­sia en la aten­ción de las ne­ce­si­da­des in­di­vi­dua­les de la per­so­na y en la ac­ción so­cial pa­ra ayu­dar a los más po­bres. Ge­ne­ ral­men­te no pen­sa­mos que co­mo igle­sia po­de­mos con­tri­ buir pa­ra ha­cer rea­li­dad la es­pe­ran­za de una so­cie­dad jus­ta don­de ha­ya vi­da abun­dan­te. En es­ta bús­que­da, he en­con­tra­do que los de­re­chos hu­ma­nos nos ayu­dan co­mo igle­sias pa­ra anun­ciar el evan­ge­lio des­de una pers­pec­ti­va don­de la es­pe­ran­za nos per­mi­te par­ti­ci­par en la cons­truc­ción de una so­cie­dad jus­ta en nues­tro tiem­po, vi­vir en so­li­da­ri­dad y ha­cer

po­si­bles la vi­da abun­dan­te y la paz en­tre los se­res hu­ma­nos y con la crea­ción de Dios. No es fá­cil en­ten­der que los de­re­chos hu­ma­nos nos ayu­dan a anun­ciar el evan­ge­ lio des­de una pers­pec­ti­va don­de la es­pe­ran­za de una vi­da jus­ta, dig­na y con paz es po­si­ble en nues­tro tiem­po, ya que, co­mo ex­pli­ca Da­vid Ho­llen­bach en la his­to­ria de la igle­sia, la tra­di­ción ca­tó­li­ca se opu­so de ma­ne­ra vi­go­ ro­sa a los lí­de­res y a las de­cla­ra­cio­nes que re­co­no­cen la con­quis­ta de los de­re­chos hu­ma­nos. Se­gún el mis­mo Da­vid Ho­llen­bach, en los úl­ti­mos años es­ta opo­si­ción ha cam­bia­do y va­rios gru­pos den­tro de la Igle­sia Ca­tó­li­ca se han con­ver­ti­do en vi­si­bles de­fen­ so­res del res­pe­to de los de­re­chos hu­ma­nos. Al res­pec­to, Ja­vier Gi­ral­do di­ce: Es un he­cho ino­cul­ta­ble que los úl­ti­mos Pa­pas han rea­li­ za­do la re­con­ci­lia­ción en­tre el len­gua­je cris­tia­no y el len­ gua­je de los de­re­chos hu­ma­nos, en un es­fuer­zo por sal­dar deu­das his­tó­ri­cas. El do­cu­men­to más ex­pli­ci­to en es­te as­pec­to fue la en­cí­cli­ca Pa­cem in Te­rris del Pa­pa Juan XXIII (11 de abril de 1963), se­gui­do por la cons­ti­tu­ción pas­to­ral Gau­dium et Spes del Con­ci­lio Va­ti­ca­no Se­gun­do (1965), do­cu­men­tos en los cua­les se asu­mió el cuer­po de

Los de­re­chos hu­ma­nos nos ayu­dan co­mo igle­sias pa­ra anun­ciar el evan­ge­lio des­de una pers­pec­ti­va don­de la es­pe­ran­za nos per­mi­te par­ti­ci­par en la cons­truc­ción de una so­cie­dad jus­ta en nues­tro tiem­po. S i g n o s

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Des­de que fue apro­ba­da la De­cla­ra­ción de los De­re­chos Hu­ma­nos por las Na­cio­nes Uni­das en 1948, el gran de­sa­fío ha si­do el de la de­fen­sa de la hu­ma­ni­dad con­tra quie­nes des­tru­yen la dig­ni­dad hu­ma­na y crean le­yes in­jus­tas. prin­ci­pios y nor­mas que la co­mu­ni­dad in­ter­na­cio­nal ha­bía san­cio­na­do has­ta en­ton­ces pa­ra la de­fi­ni­ción, de­fen­sa, pro­tec­ción y pro­mo­ción de los de­re­chos del ser hu­ma­no, in­cor­po­rán­do­los a la Doc­tri­na So­cial de la Igle­ sia. Des­de es­ta pers­pec­ti­va, creo que la Igle­sia Ca­tó­li­ca es­tá lo­gran­do su­pe­rar la con­tra­dic­ción que tu­vo res­pec­to de los de­re­chos hu­ma­nos, pe­ro su in­fluen­cia en las igle­ sias de tra­di­ción pro­tes­tan­te y evan­gé­li­ca fue tan fuer­te que es co­mún en­con­trar en nues­tras igle­sias, a per­so­nas que ven los de­re­chos hu­ma­nos co­mo un te­ma po­lí­ti­co de sec­to­res cer­ca­nos al co­mu­nis­mo que, por lo tan­to, es­tán en con­tra­dic­ción con el evan­ge­lio, y a otros sec­to­res más li­be­ra­les que lo ven co­mo un tra­ba­jo muy pe­li­gro­so en el cual la igle­sia no de­be par­ti­ci­par. Al igual que la Igle­sia Ca­tó­li­ca, no­so­tros los cris­tia­nos de tra­di­ción pro­tes­tan­te y evan­gé­li­ca te­ne­mos que su­pe­ rar es­ta con­tra­dic­ción en­tre el anun­cio del evan­ge­lio y los de­re­chos hu­ma­nos y en­ten­der que es­tos sur­gen en su for­ma mas ex­pli­ci­ta con la Re­vo­lu­ción Fran­ce­sa (1789) y con la De­cla­ra­ción de In­de­pen­den­cia de los Es­ta­dos Uni­ dos (1776). En es­tos he­chos es co­no­ci­do que li­de­res y pas­to­res pro­tes­tan­tes y de igle­sias re­for­ma­das par­ti­ci­pa­ ron y, co­mo afir­ma Ja­vier Gi­ral­do: ... allí hun­de sus raí­ces la con­cep­ción mo­der­na del De­re­cho y la pers­pec­ti­va de evo­lu­ción, al me­nos en el fu­tu­ro pró­xi­ mos, de los de­re­chos hu­ma­nos, si pres­ta­mos aten­ción al mo­vi­mien­to pro­gre­sis­ta de po­si­ti­va­ción de esos de­re­chos. Si su­pe­ra­mos es­ta con­tra­dic­ción, po­dre­mos anun­ciar el evan­ge­lio des­de la pers­pec­ti­va de una es­pe­ran­za don­de los de­re­chos hu­ma­nos nos ayu­dan a con­tri­buir co­mo cris­tia­nos con otros cre­yen­tes y sec­to­res so­cia­les, pa­ra ha­cer po­si­ble una so­cie­dad jus­ta don­de ha­ya paz. Por es­ta ra­zón, de­seo ex­pli­car por lo me­nos tres as­pec­tos de la re­la­ción en­tre el men­sa­je del evan­ge­lio y el con­te­ni­do de los de­re­chos, que nos per­mi­ten in­cluir la pers­pec­ti­va de los de­re­chos hu­ma­nos en la mi­sión de la igle­sia. En pri­mer lu­gar, Ge­ne­vie­ve Jac­ques nos di­ce que el Con­se­jo Mun­dial de Igle­sias (CMI) en su Asam­blea de Por­to Ale­gre, Bra­sil en fe­bre­ro de 2006, en­fa­ti­zó una vez más en la ne­ce­si­dad de pro­fun­di­zar la re­la­ción que hay en­tre vio­len­cia, ame­na­za con­tra la se­gu­ri­dad hu­ma­na por los efec­tos de la glo­ba­li­za­ción eco­nó­mi­ca, y la pro­tec­ción de la dig­ni­dad hu­ma­na, los de­re­chos hu­ma­nos y la de­fen­sa del bien co­mún. El Con­se­jo Mun­dial de Igle­sias hi­zo la si­guien­te de­cla­ra­ción, en es­te sen­ti­do: El res­pe­to por la dig­ni­dad hu­ma­na, la preo­cu­pa­ción por el bie­nes­tar de nues­tro pró­ji­mo y la ac­ti­va pro­mo­ción del bien co­mún son un im­pe­ra­ti­vo del evan­ge­lio de Je­su­cris­to.

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Hom­bres y mu­je­res son crea­dos igua­les a ima­gen de Dios y jus­ti­fi­ca­dos por gra­cia. Por lo tan­to, los de­re­chos son ele­men­tos bá­si­cos de pre­ven­ción de la vio­len­cia a to­dos los ni­ve­les, in­di­vi­dual, in­ter-per­so­nal y co­lec­ti­va, es­pe­cial­ men­te con­tra las mu­je­res y los ni­ños. Es­te lla­ma­do del CMI tie­ne sus raí­ces en que la fe cris­tia­na y la op­ción por los de­re­chos hu­ma­nos es­tán en­tre­la­za­das en una es­pe­ra co­mún de va­lo­res éti­cos que sur­gen del sen­ti­mien­to de com-pa­sión y se ex­pre­san por me­dio de la bús­que­da de jus­ti­cia, li­ber­tad, so­li­da­ri­dad, fra­ter­ni­dad, igual­dad, el amor, la sin­ce­ri­dad, la trans­pa­ ren­cia y la co­he­ren­cia. Creo que uno de los teó­lo­gos que me­jor ex­pre­sa la re­la­ción en­tre los de­re­chos hu­ma­nos y la fe es Leo­nar­do Boff cuan­do di­ce: Los de­re­chos son pa­ra Kant «la ni­ña de los ojos de Dios» o «lo más sa­gra­do que Dios pu­so en la tie­rra». Res­pe­tar­ los ha­ce na­cer una co­mu­ni­dad de paz y de se­gu­ri­dad que po­ne un fin de­fi­ni­ti­vo «al in­fa­me ha­cer la gue­rra». En es­ta pers­pec­ti­va, los de­re­chos hu­ma­nos y el men­ sa­je del evan­ge­lio tie­nen una mis­ma raíz que es la com­ pa­sión por el ser hu­ma­no que su­fre in­jus­ti­cia y vio­len­cia, ya que se­gún el men­sa­je de la Bi­blia es lo que ha­ce in­ter­ ve­nir a Dios en la his­to­ria hu­ma­na, co­mo lo ve­mos con la li­be­ra­ción del gru­po de es­cla­vos en Egip­to y con la mis­ma pre­sen­cia de Dios en Je­sús, en su vi­da, muer­te y re­su­rrec­ción.

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En se­gun­do lu­gar, des­de que fue apro­ba­da la De­cla­ ra­ción de los De­re­chos Hu­ma­nos por las Na­cio­nes Uni­ das en 1948, el gran de­sa­fío ha si­do el de la de­fen­sa de la hu­ma­ni­dad con­tra quie­nes des­tru­yen la dig­ni­dad hu­ma­na y crean le­yes in­jus­tas. Es­te tra­ba­jo ha si­do po­si­ ble me­dian­te la crea­ción de re­glas y es­tán­da­res de le­yes in­ter­na­cio­na­les a par­tir de los de­re­chos hu­ma­nos que mar­can las fron­te­ras uni­ver­sa­les in­vio­la­bles de la dig­ni­ dad hu­ma­na. Al res­pec­to, Jac­ques Ge­ne­vie­ve ex­pli­ca que uno de los ob­je­ti­vos al­can­za­dos es el de que los de­re­chos hu­ma­ nos se han con­ver­ti­do en de­re­chos rea­les de­fi­ni­dos en có­di­gos in­ter­na­cio­na­les con obli­ga­cio­nes le­ga­les y mo­ra­ les, pri­me­ra­men­te pa­ra los Es­ta­dos que fir­man los pac­tos y con­ven­cio­nes in­ter­na­cio­na­les y tam­bién pa­ra otra cla­se de ac­to­res, co­mo las gran­des em­pre­sas y las ins­ti­tu­cio­nes fi­nan­cie­ras in­ter­na­cio­na­les. De es­ta for­ma, los de­re­chos hu­ma­nos se han con­ver­ ti­do en un mi­ni­no éti­co y le­gal de la for­ma en que de­ben vi­vir los se­res hu­ma­nos pa­ra ha­cer po­si­ble la jus­ti­cia y la con­vi­ven­cia en paz. Da­vid Ho­llen­bach com­pa­ra los de­re­ chos hu­ma­nos con los diez man­da­mien­tos y al res­pec­to afir­ma: El de­cá­lo­go es­pe­ci­fi­ca las exi­gen­cias del pac­to de so­li­da­ri­ dad de los is­rae­li­tas con Dios y en­tre sí. Los Diez Man­da­ mien­tos, por lo tan­to, pre­ci­san las con­di­cio­nes que de­ben es­tar pre­sen­tes pa­ra que to­dos los miem­bros de una ver­da­ de­ra co­mu­ni­dad pue­dan vi­vir. La fun­ción de los Man­da­ mien­tos es aná­lo­ga a la de la de­cla­ra­ción con­tem­po­rá­nea de los de­re­chos hu­ma­nos. De es­ta ma­ne­ra, po­de­mos ver que los de­re­chos hu­ma­nos nos ayu­dan a rea­li­zar la mi­sión de la igle­sia des­de una pers­pec­ti­va éti­ca que tie­ne sus raí­ces en el mis­mo lu­gar don­de na­ce nues­tra fe y, a la vez, nos ayu­da con un sis­te­ma le­gal que com­pro­me­te a los Es­ta­dos y a la so­cie­dad en ge­ne­ral pa­ra ha­cer po­si­bles unas con­di­cio­nes mí­ni­mas de vi­da que nos per­mi­tan en­con­trar la paz co­mo fru­to de la jus­ti­cia, co­mo lo di­ce la Bi­blia. Por úl­ti­mo de­seo re­sal­tar que los de­re­chos hu­ma­nos nos ayu­dan a man­te­ner y tra­ba­jar con la es­pe­ran­za de que la jus­ti­cia y la vi­da dig­na son po­si­bles en nues­tro tiem­po, ya que Hoy día, la im­pu­ni­dad es con­si­de­ra­da co­mo un fe­nó­me­no in­com­pa­ti­ble con las obli­ga­cio­nes in­ter­na­cio­na­les de los Es­ta­ dos y co­mo un obs­tá­cu­lo ma­yor pa­ra el ple­no go­ce de los de­re­chos hu­ma­nos y la vi­gen­cia del es­ta­do so­cial de de­re­ cho.

En los ac­tua­les tiem­pos, la co­mu­ni­dad in­ter­na­cio­nal y el mo­vi­mien­to de los de­re­chos hu­ma­nos vi­gi­lan a aque­ llos paí­ses don­de hay evi­den­cias de vio­la­cio­nes ma­si­vas y sis­te­má­ti­cas de los de­re­chos hu­ma­nos y se han crea­dos tri­bu­na­les ad hoc y la Cor­te Pe­nal In­ter­na­cio­nal que re­pre­sen­tan lo­gros his­tó­ri­cos en la de­ter­mi­na­ción de la res­pon­sa­bi­li­dad por in­frac­cio­nes gra­ves de los de­re­chos hu­ma­nos y del de­re­cho in­ter­na­cio­nal hu­ma­ni­ta­rio co­me­ ti­dos por au­to­ri­da­des ci­vi­les y mi­li­ta­res y re­fle­jan la cre­ cien­te ten­den­cia de la co­mu­ni­dad in­ter­na­cio­nal de pa­sar de la to­le­ran­cia de la im­pu­ni­dad y la am­nis­tía a un im­pe­ rio de la ley en el pla­no in­ter­na­cio­nal. Otro as­pec­to en que se ha avan­za­do es en el re­co­no­ ci­mien­to de que los de­re­chos hu­ma­nos son uni­ver­sa­les, in­di­vi­si­bles, in­ter­de­pen­dien­tes e in­te­rre­la­cio­na­dos, con lo cual se es­tá su­pe­ran­do el con­cep­to de que hay de­re­chos co­mo los ci­vi­les y po­lí­ti­cos, que de­ben ser ga­ran­ti­za­dos pa­ra to­dos los se­res hu­ma­nos y otros de­re­chos, co­mo los eco­nó­mi­cos, so­cia­les y cul­tu­ra­les que no se pue­den ga­ran­ ti­zar o que son de pro­gre­si­vo cum­pli­mien­to. Al res­pec­to, Jac­ques di­ce: Las lec­cio­nes que de­be­mos apren­der del jo­ven pe­ro cre­ cien­te cuer­po de ju­ris­pru­den­cia so­bre los de­re­chos eco­nó­ mi­cos, so­cia­les y cul­tu­ra­les a es­ca­la na­cio­nal y re­gio­nal de­mues­tran que es po­si­ble re­ci­bir y exa­mi­nar de­nun­cias re­la­ti­vas a es­tos de­re­chos en tri­bu­na­les, co­mo en el ca­so de los de­re­chos ci­vi­les y po­lí­ti­cos. Los tri­bu­na­les na­cio­na­ les ya han abor­da­do una se­rie de ca­sos de vio­la­cio­nes de de­re­chos eco­nó­mi­cos y so­cia­les. De acuer­do con es­ta ten­den­cia a ga­ran­ti­zar el ple­no cum­pli­mien­to de los de­re­chos hu­ma­nos, la bús­que­da de jus­ti­cia y nues­tra es­pe­ran­za de un cie­lo nue­vo y una tie­ rra don­de ha­ya vi­da dig­na y abun­dan­te pa­ra to­dos los se­res hu­ma­nos, te­ne­mos la po­si­bi­li­dad de ha­cer rea­li­dad un mun­do don­de los se­res hu­ma­nos de hoy y las fu­tu­ras ge­ne­ra­cio­nes po­da­mos vi­vir en paz. Es­tos as­pec­tos me han ayu­da­do a en­ten­der que las igle­sias te­ne­mos en los de­re­chos hu­ma­nos una pers­pec­ ti­va éti­ca y le­gal que nos ayu­da pa­ra que el anun­cio de las bue­nas nue­vas de paz y nues­tra es­pe­ran­za ten­gan sen­ ti­do y per­ti­nen­cia, y a fin de que po­da­mos par­ti­ci­par en con­tri­buir con otros sec­to­res so­cia­les a fin de ha­cer po­si­ ble un or­den so­cial jus­to pa­ra to­dos los se­res hu­ma­nos, es­pe­cial­men­te pa­ra quie­nes su­fren de po­bre­za, ex­clu­sión y vio­len­cia.SV Mil­ton Me­jía es co­lom­bia­no y pas­tor pres­bi­te­ria­no.

Los de­re­chos hu­ma­nos se han con­ver­ti­do en un mi­ni­no éti­co y le­gal de la for­ma en que de­ben vi­vir los se­res hu­ma­nos pa­ra ha­cer po­si­ble la jus­ti­cia y la con­vi­ven­cia en paz. Da­vid Ho­llen­bach com­pa­ra los de­re­chos hu­ma­nos con los diez man­da­mien­tos. S i g n o s

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sociedad inés riego de moine

Los

la­ti­noa­me­ri­ca­nos y la bue­na po­bre­za M

u­chas co­sas nos unen en­tre no­so­tros a los la­ti­noa­me­ri­ca­nos, a pe­sar de que la di­ver­si­ dad pa­re­ce ser nues­tro sig­no más no­to­rio. Co­mo ha es­cri­to el fi­ló­so­fo pe­rua­no Al­ber­to Wag­ner de Rey­na, nos une la len­gua —es­pa­ñol y por­tu­gués— que pe­se a ma­ti­ces de pro­nun­cia­ción, vo­ca­bu­la­rio y fle­xión, y zo­nas ais­la­das de idio­ma abo­ri­gen, te­ne­mos en co­mún con las an­ti­guas me­tró­po­lis; los usos y tra­di­cio­nes que sub­sis­ten ba­jo el bar­niz pa­ne­co­nó­mi­co de un way of li­fe fo­rá­neo; la re­li­gio­ si­dad po­pu­lar (un ca­to­li­cis­mo con con­ce­sio­nes a prác­ti­cas an­ces­tra­les) en­rai­za­do en la con­tra­rre­for­ma; la con­cien­ cia de per­te­ne­cer a una re­gión del glo­bo uni­da por sus orí­ge­nes cul­tu­ra­les ibé­ri­cos y ver­ná­cu­los.

No ca­be du­da: len­gua, tra­di­ción, re­li­gión y au­to­con­ cien­cia com­por­tan los có­di­gos co­mu­nes en que los la­ti­ noa­me­ri­ca­nos nos vin­cu­la­mos en uni­dad, con­for­man­do una iden­ti­dad más pre­sen­ti­da que sa­bi­da, en don­de la mis­ma bús­que­da nos une, pe­ro, a su vez, don­de la con­ cien­cia de las di­fe­ren­cias —de las bue­nas y de las que no lo son— se si­gue es­cri­bien­do con las le­tras de la ne­ce­si­ dad ma­te­rial y los sen­ti­mien­tos de im­po­ten­cia y zo­zo­bra que ella ge­ne­ra. Si es así, ¿no de­be­ría­mos, en­ton­ces, aña­ dir la po­bre­za a nues­tro in­ven­ta­rio de iden­ti­da­des? So­bra de­cir que a lo lar­go de nues­tra cor­ta his­to­ria he­mos co­bra­do con­cien­cia de lo que so­mos cuan­do el do­lor, la mi­se­ria y la in­jus­ti­cia nos han obli­ga­do a pi­sar el sue­lo de los pro­pios lí­mi­tes, en el ner­vio ca­si in­vi­si­ble del

¿No de­be­ría­mos, en­ton­ces, aña­dir la po­bre­za a nues­tro in­ven­ta­rio de iden­ti­da­des? S i g n o s

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po­der ser; y, por lo ge­ne­ral, ha si­do la com-pa­sión —el sen­tir con el otro, con el her­ma­no— lo que nos ha ur­gi­do a cues­tio­nar y bus­car res­pues­tas so­bre nues­tro ori­gen, iden­ti­dad o des­ti­no co­mún. En tal sen­ti­do, sa­be­mos que to­das las di­fe­ren­cias ha­cen a la iden­ti­dad, con­ver­gen en ella, pe­ro la rea­li­dad di­fe­ren­cial más pal­pa­ble en to­da La­ti­noa­mé­ri­ca si­gue sien­do el ver­gon­zo­so hia­to en­tre los que tie­nen de­ma­sia­do y los que tie­nen de­ma­sia­do po­co. No ha­ce mu­cho, el po­de­ro­so G-8, aler­ta­do por la rea­ li­dad afri­ca­na cu­yas le­ta­les po­lí­ti­cas eco­nó­mi­cas la han lle­va­do a una si­tua­ción in­sos­te­ni­ble, ha con­for­ma­do en 2005 un equi­po au­to­ti­tu­la­do “Ha­cer que la po­bre­za se con­vier­ta en al­go del pa­sa­do”, tí­tu­lo en ver­dad alen­ta­dor, al me­nos en el pla­no dis­cur­si­vo. Pe­ro ¿po­dre­mos te­ner fe en que los ri­cos Es­ta­dos pe­tro­le­ros de la re­gión sal­va­rán al Áfri­ca, tal co­mo se pro­po­ne el G-8? Has­ta aho­ra na­da de eso se ha vis­to. ¿Qué ti­po de ra­cio­na­li­dad se­rá és­ta que ha­ce del Áfri­ca sub­sa­ha­ria­na el lu­gar más po­bre del pla­ne­ta y, al mis­mo tiem­po, el más ren­ta­ble pa­ra las in­ver­sio­nes ex­tran­je­ras di­rec­tas en cual­quier re­gión del mun­do? ¿Ha­bre­mos de con­fiar en que fi­nal­men­te la ló­gi­ ca hu­ma­na se im­pon­ga so­bre la ló­gi­ca eco­nó­mi­ca in­hu­ ma­na y so­bre la mis­ma de­pau­pe­ra­da con­di­ción de las per­so­nas? El ca­so tam­bién sir­ve pa­ra re­tra­tar­nos por­que se­gún los úl­ti­mos in­for­mes del PNUD (Pro­gra­ma de la Na­cio­ nes Uni­das pa­ra el De­sa­rro­llo) pa­ra Amé­ri­ca La­ti­na y el Ca­ri­be las ta­sas de po­bre­za vie­nen au­men­tan­do des­de ha­ce tres dé­ca­das y si­gue sien­do ca­da vez más alar­man­te la re­la­ción de­si­gual­dad-po­bre­za. Y aun­que la nues­tra sea la más ri­ca de to­das las re­gio­nes de paí­ses en vías de de­sa­rro­llo, tam­bién es la que pre­sen­ta la bre­cha más ver­ gon­zo­sa en­tre ri­cos y po­bres. Pe­ro, a es­cu­char bien, lo que más preo­cu­pa al PNUD es que es­tas di­vi­sio­nes pue­ dan ser ‘fuen­tes de ines­ta­bi­li­dad’ en la re­gión, por lo cual

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¿Aca­so pa­ra el que la vi­ve no es la po­bre­za un mal, aun­que la su­ya no lle­gue al ba­jo ce­ro de la in­di­gen­cia? To­do de­pen­ de del ojo hu­ma­no, de la par­ti­cu­lar ac­ti­tud que ca­da cual asu­ma fren­te a la po­bre­za, y de có­mo se ha­ya pre­pa­ra­do pa­ra vi­vir­la. se­rá prio­ri­ta­ria su ayu­da pa­ra ‘for­ta­le­cer la go­ber­na­bi­li­ dad de­mo­crá­ti­ca y la par­ti­ci­pa­ción’. Fue­ra de to­da iro­nía, ¿có­mo se sal­va el ser hu­ma­no si pa­ra las mis­mas po­lí­ti­cas glo­ba­les des­ti­na­das al de­sa­rro­llo (¡hu­ma­no!) el bie­nes­tar del hom­bre se mi­de en pa­tro­nes de in­ci­den­cia so­bre la mis­ma ló­gi­ca eco­nó­mi­ca que ile­gi­ti­ma lo hu­ma­no? Los nú­me­ros son elo­cuen­tes por sí mis­mos: 222 mi­llo­nes de la­ti­noa­me­ri­ca­nos vi­ven en la po­bre­za, de los cua­les, 96 mi­llo­nes, es de­cir un 18,6 % de la po­bla­ción to­tal de Amé­ri­ca La­ti­na y el Ca­ri­be vi­ve en la in­di­gen­cia (con­for­me al In­for­me del CE­PAL del 15 de ju­nio de 2005). Pe­ro es­to ame­ri­ta ha­cer una cla­ra dis­tin­ción en­tre in­di­gen­cia, mi­se­ria y po­bre­za. La in­di­gen­cia “es al­go que se en­cuen­tra de­ba­jo del ce­ro en el ter­mó­me­tro de la vi­da. Su va­lor es ne­ga­ti­vo; su exis­ten­cia, un es­cán­da­lo, un cri­men so­cial”. Pe­ro mien­ tras la in­di­gen­cia pue­de ocul­tar­se, dis­fra­zar­se o ne­gar­se, la mi­se­ria no, “pues la con­mi­se­ra­ción im­pli­ca que al­guien la ad­vier­te; y esa per­so­na ha de ser mo­vi­da por un sen­ti­ mien­to de pe­na y so­li­da­ri­dad, lo que en sí es un va­lor po­si­ti­vo fren­te al va­lor ne­ga­ti­vo de la mi­se­ria mis­ma”. En cam­bio, la po­bre­za, en sen­ti­do es­tric­to, es, sin du­da, es­tre­chez eco­nó­mi­ca, pe­ro no im­pli­ca au­sen­cia de lo ne­ce­sa­rio pa­ra el sus­ten­to hu­ma­no, ella es “só­lo li­mi­ ta­ción, li­mi­ta­ción a los re­que­ri­mien­tos vi­ta­les, una au­sen­cia de lo su­per­fluo y aun a ve­ces de lo de­sea­ble. Es­ta po­bre­za es­pe­cí­fi­ca lle­va a la fru­ga­li­dad, que cons­ti­ tu­ye sin du­da al­gu­na un va­lor; el de la aus­te­ri­dad, la mo­de­ra­ción”. La pre­gun­ta re­sul­ta ine­vi­ta­ble: ¿aca­so pa­ra el que la vi­ve no es la po­bre­za un mal, aun­que la su­ya no lle­gue al ba­jo ce­ro de la in­di­gen­cia? To­do de­pen­de del ojo hu­ma­ no, de la par­ti­cu­lar ac­ti­tud que ca­da cual asu­ma fren­te a la po­bre­za, y de có­mo se ha­ya pre­pa­ra­do pa­ra vi­vir­la. Más allá de es­ta ine­vi­ta­ble sub­je­ti­vi­dad de las co­sas hu­ma­nas, lo cier­to es que po­de­mos y de­be­mos acep­tar la bue­na po­bre­za, por­que, bien en­ten­di­da, la po­bre­za es un va­lor: no só­lo es un ver­da­de­ro va­lor por­que ella se ins­cri­

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be en la je­rar­quía axio­ló­gi­ca de la tra­di­ción cris­tia­na en­sal­za­da por el mis­mo Je­su­cris­to, si­no tam­bién por­que se ne­ce­si­ta va­lor pa­ra vi­vir la po­bre­za, que cons­ti­tu­ye uno de los com­pa­ñe­ros más fie­les de la co­ti­dia­nei­dad de mu­chos her­ma­nos la­ti­noa­me­ri­ca­nos: va­lor pa­ra acep­tar­ la, va­lor pa­ra lu­char, va­lor pa­ra su­cum­bir, va­lor pa­ra mos­trar­se dé­bil, va­lor pa­ra vi­vir la des­po­se­sión en ale­ gría, lo cual no es po­co va­lor. Por al­go, la vi­da en­te­ra del hom­bre pue­de mi­rar­se des­de la re­sis­ten­cia a mos­trar­se mí­se­ro, fi­ni­to, des­nu­do, po­bre, y és­te ha si­do y se­gui­rá sien­do uno de los pri­me­ ros re­sor­tes de ac­ción del ser hu­ma­no. Ya en el re­la­to del Gé­ne­sis se cuen­ta que Adán, tras ha­ber pe­ca­do, co­no­ció su des­nu­dez y se re­co­no­ció ‘po­bre’. Ac­to se­gui­do se es­con­dió de Dios por te­mor a ver­se y a que le vean des­ nu­do. Ser po­bres nos pro­vo­ca una ver­güen­za si­mi­lar a la que nos pro­vo­ca el que nos vean des­nu­dos: “¡Oh po­bre­za, po­bre­za! an­tes que con­fe­sar­te pre­fe­ri­mos pa­sar por be­lla­cos, por du­ros de co­ra­zón, por fal­sos, por ma­los ami­gos y has­ta por vi­les. In­ven­ta­mos mi­se­ra­bles em­bus­tes pa­ra re­hu­sar lo que no po­de­mos dar, por ca­re­cer no­so­tros de ello”. ¿Por qué sen­tir ver­güen­za de ser po­bres?, ¿es aca­so el mie­do de mos­trar al otro la pre­ca­rie­dad de nues­tra vi­da?, ¿o es qui­zás la hu­mi­lla­ción pro­fun­da de la in­jus­ti­cia que ex­pre­sa, lo que pro­du­ce su re­pul­sa? Sin de­jar de re­co­no­ cer y pon­de­rar la in­jus­ti­cia glo­bal que la mi­se­ria en­cie­rra y la jus­ti­cia de la lu­cha con­tra ella, nues­tra com­pa­ñe­ra po­bre­za -ade­más de la en­fer­me­dad y de to­da for­ma de fra­gi­li­dad- vie­ne a ser al­go así co­mo el se­llo más pal­pa­ble

¿Por qué sen­tir ver­güen­za de ser po­bres?, ¿es aca­so el mie­do de mos­trar al otro la pre­ca­rie­ dad de nues­tra vi­da?, ¿o es qui­zás la hu­mi­lla­ción pro­fun­da de la in­jus­ti­cia que ex­pre­sa, lo que pro­du­ce su re­pul­sa? de la fi­ni­tud hu­ma­na, aque­lla de­bi­li­dad que cer­ti­fi­ca nues­tra in­di­gen­cia más pro­fun­da: la de ser me­ros pe­re­ gri­nos en la pa­tria te­rre­na, siem­pre ne­ce­si­ta­dos del otro, pa­ra ser. Pe­ro a la vez, y si la acep­ta­mos en su pu­re­za y ri­gor, ella pue­de trans­for­mar­se en ri­que­za y for­ta­le­za, por­que año­ran­do ser­lo to­do y po­seer­lo to­do, ella nos en­se­ña que so­mos pu­ra na­da, no la na­da del ni­hi­lis­ta va­cia­do de Dios, si­no la pe­que­ña na­da só­lo re­di­mi­da por una mi­ra­da que nos ama, co­men­zan­do por Dios que nos amó pri­me­ ro y nos en­vió a su hi­jo pa­ra sal­var­nos: só­lo el po­bre man­tie­ne su lám­pa­ra en­cen­di­da a la es­pe­ra de quien le tien­da su ma­no amo­ro­sa y lo in­vi­te a su me­sa. Por es­to mis­mo, y mi­ran­do a la hu­ma­ni­dad que ama­ba, el mís­ti­co e his­pá­ni­co San Juan de la Cruz es­cri­bió es­tos cé­le­bres con­se­jos que va­le la pe­na no ol­vi­dar: Pa­ra ve­nir a lo que no po­sees, has de ir por don­de no po­sees. Pa­ra ve­nir a lo que no eres, has de ir por don­de no eres. La apa­ren­te de­ca­den­cia y de­bi­li­dad de los la­ti­noa­me­ ri­ca­nos fren­te a la om­ni­po­ten­cia de los im­pe­rios has­tia­ dos del nor­te —es­ce­ni­fi­ca­da an­te los ojos del mun­do por la cru­da des­nu­dez de la po­bre­za que ago­bia y aho­ ga— es en ver­dad la for­ta­le­za y la es­pe­ran­za que ges­ta la bue­na po­bre­za, por­que nues­tro mo­do de ser, el de la Amé­ri­ca po­bre, es el que cons­tru­ye en si­len­cio quien sa­be y pue­de... - sa­be re­la­ti­vi­zar las ur­gen­cias ba­na­les y efí­me­ras fren­te a las exi­gen­cias ab­so­lu­tas y ver­da­de­ras, - sa­be vi­vir por­que sa­bo­rea del tiem­po y de las co­sas su lec­tu­ra eter­na, - pue­de trans­for­mar el do­lor de la mi­se­ria en sen­ti­do, y la des­po­se­sión, en es­pe­ran­za y dis­po­ni­bi­li­dad pa­ra el her­ma­no, - pue­de en­car­nar el man­da­to del Pa­dre eter­no que lla­ ma a los po­bres del mun­do a cons­truir su Rei­no, el Rei­no del pue­blo de Dios. “Bie­na­ven­tu­ra­dos los po­bres de es­pí­ri­tu, por­que de ellos es el Rei­no de los Cie­los”.SV Inés Rie­go de Moi­ne es doc­to­ra en Fi­lo­so­fía, Pre­si­den­ta del Ins­ti­tu­to Em­ma­ nuel Mou­nier, Ar­gen­ti­na

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iglesia y sociedad federico pagura

La his­to­ria del

Ecu­me­nis­mo en Amé­ri­ca La­ti­na

Pa­na­má: ini­cio de la Coo­pe­ra­ción Evan­gé­li­ca Con­ti­nen­tal e­mos juz­ga­do con­ve­nien­te re­mar­car el even­to que ins­ti­tu­cio­nal­men­te pu­so en mo­vi­mien­to la ca­mi­na­ta ecu­mé­ni­ca que pre­ten­de­mos eva­ luar, a sa­ber, el Con­gre­so que tu­vo lu­gar en Pa­na­má, en­tre los días 10 al 20 de Fe­bre­ro de 1916. Con­gre­so que el Dr. Wil­ton Kel­son, uno de los pri­me­ros di­rec­to­res del Se­mi­na­rio Bí­bli­co La­ti­noa­me­ri­ca­no, con­si­de­ra­ba más bien una con­fe­ren­cia mi­sio­ne­ra que una asam­blea ecle­ siás­ti­ca. Por la sen­ci­lla ra­zón de que de los 230 de­le­ga­dos ofi­cia­les, só­lo 149 eran de Amé­ri­ca La­ti­na, y de ellos, so­la­men­te 27 eran oriun­dos del Con­ti­nen­te o del Ca­ri­be. Por otra par­te, aun­que la pre­si­den­cia fue ejer­ci­da por el Prof. Eduar­do Mon­te­ver­de de Uru­guay, el pro­gra­ma

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ha­bía si­do pre­pa­ra­do por mi­sio­ne­ros, y el idio­ma en que se de­sa­rro­lló fue el in­glés. ¿Qué im­por­tan­cia tu­vo en­ton­ces es­te even­to pa­ra las co­mu­ni­da­des evan­gé­li­cas que só­lo ha­cia me­dio si­glo ha­bían co­men­za­do a or­ga­ni­zar­se en Amé­ri­ca La­ti­na? Pri­me­ro, que el Con­gre­so era con­vo­ca­do co­mo res­ pues­ta a la Pri­me­ra Con­fe­ren­cia Mi­sio­ne­ra Mun­dial aus­ pi­cia­da por to­das las Mi­sio­nes pro­tes­tan­tes eu­ro­peas y es­ta­dou­ni­den­ses, en la ciu­dad de Edim­bur­go, pa­ra tra­tar la obra mi­sio­ne­ra en Asia, Áfri­ca y Ocea­nía, con ex­clu­ sión de los pue­blos la­ti­noa­me­ri­ca­nos por con­si­de­rar­los no­mi­nal­men­te cris­tia­nos. Ya des­de 1818 y 1874, la So­cie­dad Bí­bli­ca de Gran Bre­ta­ña y la Aso­cia­ción Cris­tia­ na de Jó­ve­nes (YM­GA), res­pec­ti­va­men­te, ha­bían ini­cia­do

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La Asam­blea de Pa­na­má dio un sen­ti­do de iden­ti­dad y de so­li­da­ri­dad a un pro­tes­tan­tis­mo emer­gen­te en el con­ti­nen­te. De ahí en ade­lan­te, las mi­sio­nes en Amé­ri­ca La­ti­na de­bían pro­cla­mar un evan­ge­lio de vi­da, y no so­la­men­te que­dar­se en ata­car la co­rrup­ción y los erro­res de la Igle­sia Ro­ma­na. tra­ba­jos en es­tos te­rri­to­rios; en Pa­na­má, di­ce don Wil­ton Kel­son “na­ce el mo­vi­mien­to ecu­mé­ni­co evan­gé­li­co en Amé­ri­ca La­ti­na”. Y Jean Pie­rre Bas­tian, no sin re­co­no­cer que a par­tir de Pa­na­má se ins­ta­la el con­cep­to del pro­tes­ tan­tis­mo co­mo “as­pec­to re­li­gio­so del pa­na­me­ri­ca­nis­mo” que Es­ta­dos Uni­dos de Nor­te Amé­ri­ca quie­re pro­mo­ver, eva­lúa en es­tos tér­mi­nos el sig­ni­fi­ca­do del Con­gre­so: “Sin du­da al­gu­na, el con­gre­so im­pul­só el arran­que de un mo­vi­mien­to evan­gé­li­co con­ti­nen­tal que mar­có los prin­ci­ pios de una obra pro­tes­tan­te con con­cien­cia de su fi­na­li­ dad. Se tra­ta­ba de “al­can­zar” ya no so­la­men­te a los po­bres, si­no tam­bién a las cla­ses di­ri­gen­tes, de pro­pi­ciar una evan­ge­li­za­ción de los in­dí­ge­nas y de res­pon­der al re­to de “la re­vo­lu­ción in­dus­trial que se apro­xi­ma a Amé­ ri­ca La­ti­na”, con un evan­ge­lio so­cial, de abrir un es­pa­cio pa­ra la mu­jer en la so­cie­dad y de de­sa­rro­llar igle­sias au­to-sos­te­ni­das, con un li­de­raz­go na­cio­nal”.’ ... La Asam­blea de Pa­na­má dio un sen­ti­do de iden­ti­dad y de so­li­da­ri­dad a un pro­tes­tan­tis­mo emer­gen­te en el con­ti­ nen­te. De ahí en ade­lan­te, las mi­sio­nes en Amé­ri­ca La­ti­ na de­bían pro­cla­mar un evan­ge­lio de vi­da, y no so­la­men­te que­dar­se en ata­car la co­rrup­ción y los erro­res de la Igle­sia Ro­ma­na. Te­nían que tra­ba­jar uni­dos pa­ra al­can­zar a to­das las cla­ses so­cia­les, sin des­pre­ciar las cos­tum­bres lo­ca­les”. A par­tir de ese Con­gre­so, co­mien­zan a ce­le­brar­se una se­rie de con­gre­sos re­gio­na­les en Li­ma, San­tia­go, Río de Ja­nei­ro, La Ha­ba­na y San Juan de Puer­to Ri­co; se or­ga­ni­ za el Co­mi­té de Coo­pe­ra­ción en Amé­ri­ca La­ti­na (CCAL), que va a cum­plir una la­bor muy efec­ti­va en la pro­mo­ción de tra­ba­jos in­ter­de­no­mi­na­cio­na­les de las Igle­sias Evan­gé­ li­cas; se fun­dan en Mé­ji­co y Bue­nos Ai­res, Se­mi­na­rios Teo­ló­gi­cos Uni­dos (1917); se con­vo­can dos nue­vos Con­ gre­sos In­te­ra­me­ri­ca­nos con cre­cien­te par­ti­ci­pa­ción y di­rec­ción de lí­de­res la­ti­noa­me­ri­ca­nos (Mon­te­vi­deo, 1925, ba­jo la pre­si­den­cia del Prof, Eras­mo Bra­ga de Bra­ sil; La Ha­ba­na, 1929, pre­si­di­do por el Prof. Gon­za­lo Báez Ca­mar­go, de Mé­ji­co). Se des­ta­can tam­bién en otra eta­pa el es­ta­ble­ci­mien­to en 1927, de la Mi­sión La­ti­noa­me­ri­ca­ na en Cos­ta Ri­ca, por Harry Stra­chan, que cum­pli­ría una vas­ta mi­sión en Cen­troa­me­ri­ca y otras re­gio­nes del con­ ti­nen­te; y la fun­da­ción de la Unión La­ti­no Ame­ri­ca­na de Ju­ven­tu­des Evan­gé­li­cas, en Li­ma, Pe­rú. To­do es­to acon­ te­ce en me­dio de una cre­cien­te dis­cu­sión so­bre te­mas so­cia­les (in­di­ge­nis­mo y pro­ble­mas in­dus­tria­les y ru­ra­les), so­bre la re­la­ción y los ro­les en­tre mi­sio­ne­ros y na­cio­na­ les, y so­bre los ries­gos de vin­cu­lar el pro­tes­tan­tis­mo con los pro­pó­si­tos del im­pe­ria­lis­mo nor­tea­me­ri­ca­no. Fi­nal­

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men­te, co­mo un sig­no pro­fé­ti­co, un pas­tor me­to­dis­ta cu­ba­no, Dr. Luis Alon­so, lan­za en La Ha­ba­na la idea de cons­ti­tuir una “Fe­de­ra­ción In­ter­na­cio­nal Evan­gé­li­ca” en el con­ti­nen­te y el Ca­ri­be. Se­mi­lla que so­lo em­pe­za­ría a ger­mi­nar 20 años más tar­de. Mul­ti­pli­ci­dad del Mo­vi­mien­to de Coo­pe­ra­ción Evan­ gé­li­ca: la co­rrien­te ecu­mé­ni­ca, el ala “evan­gé­li­ca” y sus pro­gra­mas o pro­yec­tos Evi­den­te­men­te, a pe­sar de que uno de los pro­pó­si­tos fun­da­men­ta­les del Con­gre­so de Pa­na­má fue la pro­mo­ ción de la uni­dad del pue­blo pro­tes­tan­te en Amé­ri­ca La­ti­na y el Ca­ri­be, a pe­sar de to­das las re­co­men­da­cio­nes apro­ba­das en tal sen­ti­do, y a pe­sar de las fun­cio­nes que el Co­mi­té de Coo­pe­ra­ción de­sa­rro­lla­ría en pro­cu­ra de una cre­cien­te co­la­bo­ra­ción y coor­di­na­ción en los tra­ba­jos de evan­ge­li­za­ción, edu­ca­ción y ser­vi­cio de los dis­tin­tos cuer­pos ecle­siás­ti­cos evan­gé­li­cos que ac­tua­ban en te­rri­ to­rio ame­ri­ca­no, la in­com­pa­ti­bi­li­dad en­tre las mi­sio­nes con ba­se ecle­siás­ti­ca y las lla­ma­das “mi­sio­nes de fe” no pu­do ser su­pe­ra­da. Y al­gu­nos cro­nis­tas co­men­tan que, a di­fe­ren­cia de la Con­fe­ren­cia de Edim­bur­go, que dio lu­gar a la for­ma­ción del mo­vi­mien­to de “Fe y Cons­ti­tu­ción” pa­ra exa­mi­nar, com­pren­der y su­pe­rar las di­fe­ren­cias en­tre las dis­tin­tas Igle­sias par­ti­ci­pan­tes, el Con­gre­so de Pa­na­má, aun­que cons­cien­te del pro­ble­ma y de las ten­sio­ nes que en­gen­dra­ba, no tu­vo la lu­ci­dez, la vi­sión ni el co­ra­je pa­ra apli­car la mis­ma fór­mu­la a la si­tua­ción la­ti­ noa­me­ri­ca­na, y de­jó un va­cío que nos ha acom­pa­ña­do has­ta tiem­pos bas­tan­te re­cien­tes. A ese he­cho, ha­bría que aña­dir las fuer­tes con­tro­ver­sias y mu­tuas agre­sio­nes con la je­rar­quía de la Igle­sia Ca­tó­li­co-ro­ma­na; así co­mo la pro­fun­da cri­sis eco­nó­mi­ca de los años 30, de ca­la­mi­to­sas con­se­cuen­cias pa­ra to­dos los pue­blos de Amé­ri­ca La­ti­na, y que avi­vó la lu­cha ideo­ló­gi­ca en­tre ca­pi­ta­lis­mo y mar­ xis­mo, en la que las fuer­zas cris­tia­nas se vie­ron atra­pa­ das, con­fun­di­das y, en mu­chos ca­sos, pro­fun­da­men­te di­vi­di­das. Mien­tras tan­to, al­go im­por­tan­te es­ta­ba acon­te­cien­do en el mun­do ecu­mé­ni­co en el ám­bi­to mun­dial que con­ du­ci­ría en 1948 a la fun­da­ción del Con­se­jo Mun­dial de Igle­sias en Ams­ter­dam, Ho­lan­da, so­bre la ba­se de un so­lo ar­tí­cu­lo de fe: a sa­ber, la acep­ta­ción por las igle­sias cons­ ti­tu­yen­tes, de “Je­su­cris­to co­mo Dios Sal­va­dor”. Al na­cien­ te Con­se­jo se ad­hi­rió el Con­se­jo In­ter­na­cio­nal Mi­sio­ne­ro (fun­da­do en 1921), y se creó un Co­mi­té Con­jun­to que ser­vi­ría co­mo se­ñal de la es­tre­cha re­la­ción en­tre la uni­ dad de la Igle­sia y la mi­sión, re­pre­sen­ta­das por las dos

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co­rrien­tes del mo­vi­mien­to ecu­mé­ni­co. Un im­por­tan­te pro­ta­go­nis­ta de es­te, en esos años, el Dr. Mac­kay, cuen­ta en una di­ser­ta­ción que pro­nun­ció en no­viem­bre de 1961 an­te el Co­mi­té de Coo­pe­ra­ción en Amé­ri­ca La­ti­na, que 20 años an­tes de esa his­tó­ri­ca Asam­blea de Ams­ter­dam, en abril de 1928, ha­bía te­ni­do lu­gar en Je­ru­sa­lén, más pre­ci­sa­men­te en el Mon­te de los Oli­vos, una reu­nión mi­sio­ne­ra mun­dial, que pa­ra él sig­ni­fi­có “una de las más gran­des ex­pe­rien­cias de su vi­da”. Tex­tual­men­te es­cri­be: “Tres miem­bros de la Con­fe­ren­cia ha­bían si­do se­lec­cio­ na­dos pa­ra des­cri­bir la si­tua­ción cris­tia­na en di­fe­ren­tes áreas del mun­do con­si­de­ra­das co­mo es­pe­cial­men­te im­por­tan­tes y di­fí­ci­les. El Obis­po Lint­con de Per­sia ha­bló so­bre el mun­do is­lá­mi­co, el Dr. Stan­ley Jo­nes ha­bló so­bre la In­dia, y yo ha­blé so­bre Amé­ri­ca La­ti­na. Tu­ve el pri­vi­le­gio de de­jar en cla­ro que aque­llos que es­tá­ ba­mos rea­li­zan­do tra­ba­jo mi­sio­ne­ro cris­tia­no en Amé­ri­ca La­ti­na, no es­tá­ba­mos allí co­mo fa­ná­ti­cos an­ti­ca­tó­li­cos. Es­tá­ba­mos allí por­que el pro­ble­ma bá­si­co de Amé­ri­ca La­ti­na, era el de la se­cu­la­ri­za­ción. Nues­tra ta­rea co­mo cris­tia­nos evan­gé­li­cos era la de dar sig­ni­fi­ca­do y per­ti­ nen­cia a las más ele­men­ta­les rea­li­da­des cris­tia­nas: la Bi­blia, Cris­to, la vi­da cris­tia­na y la con­duc­ta. Lo que di­je, aña­de Mac­kay, “fue apo­ya­do por ese gran hom­bre de Bra­ sil, Dr. Eras­mo Bra­ga, y por el Dr. Guy In­man, Se­cre­ta­rio del Co­mi­té de Coo­pe­ra­ción en Amé­ri­ca La­ti­na”. La aco­ge­do­ra ac­ti­tud de la Con­fe­ren­cia y la in­fluen­cia de dos gran­des an­gli­ca­nos evan­gé­li­cos, el Obis­po de Sa­lis­ bury y Wi­lliam Tem­ple, en­ton­ces Obis­po de Man­ches­ter y más tar­de Ar­zo­bis­po de Can­ter­bury, nos lle­vó a eli­mi­nar el mu­ro de se­pa­ra­ción que ha­bía si­do le­van­ta­do en Edim­ bur­go die­cio­cho años atrás. Amé­ri­ca La­ti­na fue re­co­no­ci­ da co­mo par­te de la “oi­kou­me­ne” mi­sio­ne­ra. Diez años más tar­de, la Con­fe­ren­cia Mi­sio­ne­ra de Ma­dras, In­dia (1958), re­ci­bió co­mo miem­bros, a una gran de­le­ga­ción ofi­cial de pro­tes­tan­tes la­ti­noa­me­ri­ca­nos. En el mis­mo año en que na­cía en Ams­ter­dam el Con­ se­jo Mun­dial de Igle­sias, ce­le­bra­ba en San Jo­sé de Cos­ta Ri­ca, su vi­gé­si­mo quin­to ani­ver­sa­rio el Se­mi­na­rio Bí­bli­co La­ti­noa­me­ri­ca­no (SBL), que ori­gi­nal­men­te ha­bía abier­to sus puer­tas en 1923 co­mo Es­cue­la Bí­bli­ca, ins­ti­tu­ción de­di­ca­da a la ca­pa­ci­ta­ción bí­bli­ca de mu­je­res. Men­cio­na­ mos esa fe­cha y esas dos or­ga­ni­za­cio­nes: la pri­me­ra, de ca­rác­ter mun­dial, co­mo fra­ter­ni­dad de Igle­sias que con­ fie­san a Je­su­cris­to; la se­gun­da, co­mo ins­ti­tu­ción in­ter­ con­fe­sio­nal y re­gio­nal de ca­pa­ci­ta­ción teo­ló­gi­ca, no só­lo por­que se yer­guen co­mo sig­nos de una mis­ma cau­sa: la uni­dad y la mi­sión de la Igle­sia en los co­mien­zos del

me­dio si­glo que aquí es­ta­mos con­si­de­ran­do y eva­luan­do, si­no por­que re­pre­sen­tan hoy una fe­liz con­fluen­cia de dos co­rrien­tes ecu­mé­ni­cas, en un pro­yec­to que es­tá pres­tan­ do un in­va­lo­ra­ble ser­vi­cio a la cau­sa del Rei­no, en nues­ tro con­ti­nen­te y en la re­gión ca­ri­be­ña. El pe­río­do que nos ocu­pa tie­ne lu­gar ba­jo los efec­tos de la Se­gun­da Gue­rra Mun­dial, en un con­ti­nen­te que se ha­lla a me­dio ca­mi­no en­tre una so­cie­dad ru­ral y una so­cie­dad ur­ba­na en pro­ce­so de in­dus­tria­li­za­ción. To­do es­to tie­ne su efec­to en las Igle­sias la­ti­noa­me­ri­ca­nas y ca­ri­ be­ñas, y es­pe­cial­men­te en una di­ri­gen­cia que se re­nue­va, se tor­na cre­cien­te­men­te au­tóc­to­na y va ad­qui­rien­do una ma­yor con­cien­cia crí­ti­ca so­bre la si­tua­ción y los pro­ble­ mas rea­les que aque­jan a sus pue­blos. An­te la im­po­si­bi­ li­dad de en­trar en de­ta­lles, ape­la­mos a la sín­te­sis que el pas­tor Car­los Duar­te nos ofre­ce en uno de sus va­lio­sos es­cri­tos: Los cam­bios po­lí­ti­cos su­fri­dos en el mun­do lue­go de la se­gun­da gue­rra mun­dial fue­ron enor­mes e in­flu­ye­ron so­bre las igle­sias que te­nían cam­pos mi­sio­ne­ros. Un ele­ men­to de­ci­si­vo fue el cie­rre de las zo­nas de mi­sión en el Le­ja­no Orien­te, fun­da­men­tal­men­te en Chi­na. Es­to pro­vo­ có que mu­chas igle­sias pu­sie­ran nue­va­men­te su mi­ra so­bre Amé­ri­ca La­ti­na. Es­tas, con un dis­cur­so po­lí­ti­co nue­ vo y agre­si­vo, fue­ron re­ci­bi­das co­mo una com­pe­ten­cia des­leal y una ame­na­za con­tra las igle­sias ya es­ta­ble­ci­ das. La trans­for­ma­ción de las so­cie­da­des la­ti­noa­me­ri­ca­nas que, gra­cias a la gue­rra, de­bie­ron in­dus­tria­li­zar­se, in­tro­ du­jo en las igle­sias la te­má­ti­ca del de­sa­rro­llo y el cre­ci­ mien­to eco­nó­mi­co. Las pri­me­ras res­pues­tas a es­tas cues­tio­nes fue­ron el asis­ten­cia­lis­mo y los pro­yec­tos de de­sa­rro­llo. Len­ta­men­te, el ob­je­ti­vo de la mi­sión cam­bia­ ba del pro­se­li­tis­mo a la asis­ten­cia so­cial. Es­te fue el pri­ mer con­tac­to con los sec­to­res mar­gi­na­dos de las so­cie­da­des de Amé­ri­ca La­ti­na. El mo­vi­mien­to ecu­mé­ni­co se in­ten­si­fi­ca y las igle­sias des­cu­bren que mu­chos de sus lo­gros y fra­ca­sos eran co­mu­nes y com­par­ti­dos. Con es­te tras­fon­do, tie­nen lu­gar en Amé­ri­ca La­ti­na y el Ca­ri­be una se­rie de im­por­tan­tes reu­nio­nes con­ti­nen­ta­les o re­gio­na­les que pro­cu­ran ofre­ cer es­pa­cios de en­cuen­tro, in­ter­cam­bio y coo­pe­ra­ción en­tre las dis­tin­tas Igle­sias y or­ga­ni­za­cio­nes con­fe­sio­na­les o in­ter­con­fe­sio­na­les que ac­túan en la re­gión. Jean Pie­rre Bas­tian, que en su Bre­ve His­to­ria del Pro­ tes­tan­tis­mo en Amé­ri­ca La­ti­na ha­ce un buen aná­li­sis de es­te pe­río­do des­de una pers­pec­ti­va so­cio­ló­gi­ca y teo­ló­gi­ ca, se­ña­la que la dé­ca­da de los 50 mues­tra el pro­tes­tan­

El mo­vi­mien­to ecu­mé­ni­co se in­ten­si­fi­ca y las igle­sias des­cu­bren que mu­chos de sus lo­gros y fra­ca­sos eran co­mu­nes y com­par­ti­ dos. Con es­te tras­fon­do, tie­nen lu­gar en Amé­ri­ca La­ti­na y el Ca­ri­be una se­rie de im­por­tan­tes reu­nio­nes que pro­cu­ran ofre­cer es­pa­cios de en­cuen­tro, in­ter­cam­bio y coo­pe­ra­ción. S i g n o s

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tis­mo la­ti­noa­me­ri­ca­no di­vi­di­do en dos lí­neas de ac­ción: una, con acen­to en la ci­vi­li­za­ción y la cul­tu­ra y en es­tre­ cha re­la­ción con el Con­se­jo Mun­dial de Igle­sias; la otra, cen­tra­da en la evan­ge­li­za­ción (con­ver­sio­nis­ta), a pru­den­ te dis­tan­cia de Gi­ne­bra y con fir­mes la­zos con aso­cia­cio­ nes evan­gé­li­cas con­ser­va­do­ras, co­mo la Co­mu­nión Evan­gé­li­ca Mun­dial (ICCC) cons­ti­tui­da en 1951 en Wouds­cho­ten, Paí­ses Ba­jos. De la pri­me­ra ver­tien­te na­cen tres Con­fe­ren­cias Evan­ gé­li­cas La­ti­noa­me­ri­ca­nas que se rea­li­zan su­ce­si­va­men­te en Bue­nos Ai­res (Ju­lio de 1949 - 1ª. CE­LA; en Li­ma, Pe­rú (Ju­lio-Agos­to 1961 - 2a CE­LA) y en Ra­mos Me­jía, Prov. de Bue­nos Ai­res (Ju­lio de 1969 - 3a CE­LA), con bue­na re­pre­sen­ta­ción de las Igle­sias pro­tes­tan­tes his­tó­ri­cas, y en me­nor pro­por­ción, de la co­rrien­te evan­gé­li­ca y del mo­vi­ mien­to pen­te­cos­tal que ya da­ba evi­den­cias de no­ta­ble cre­ci­mien­to en el con­ti­nen­te. La pri­me­ra CE­LA se con­cen­tró en el es­tu­dio de “la rea­li­dad la­ti­noa­me­ri­ca­na y la pre­sen­cia de las igle­sias evan­gé­li­cas” así co­mo del “men­sa­je y mi­sión del Cris­tia­ nis­mo evan­gé­li­co pa­ra Amé­ri­ca La­ti­na’”, pe­ro se­gún el jui­cio crí­ti­co de Bas­tian, aun­que los lí­de­res del mo­men­to te­nían con­cien­cia na­cio­na­lis­ta “no en­con­tra­ron un dis­ cur­so y un pro­yec­to de evan­ge­li­za­ción que res­pon­die­ra a los de­sa­fíos de las ma­sas mi­se­ra­bles”. Y en ese sen­ti­do, más que el prin­ci­pio de un pro­tes­tan­tis­mo la­ti­noa­me­ri­ ca­no, la CE­LA I ex­pre­só el fin del pro­yec­to evan­gé­li­co li­be­ral pa­ra el con­ti­nen­te”. La 2a CE­LA que in­clu­yó en su te­ma­rio “La si­tua­ción ac­tual de la obra evan­gé­li­ca en Amé­ri­ca La­ti­na - Nues­tro Men­sa­je y nues­tra ta­rea in­con­clu­sa”, se­ña­la en sus con­ clu­sio­nes se­gún Daf­ne Sa­ba­nes Plou, “la ma­yor in­ser­ción en la rea­li­dad so­cial del con­ti­nen­te que van te­nien­do las igle­sias y el mo­vi­mien­to ecu­mé­ni­co”... exi­ge “un es­fuer­zo se­rio por des­cu­brir las con­se­cuen­cias del men­sa­je del Evan­ge­lio en la vi­da glo­bal de nues­tros pue­blos”. Y por úl­ti­mo, la 5a CE­LA, que con­tó pri­mor­dial­men­ te con de­le­ga­dos de Con­se­jos o Fe­de­ra­cio­nes de Igle­sias, sal­vo en aque­llos paí­ses don­de no exis­tie­ran, re­ci­bió por pri­me­ra vez a dos ob­ser­va­do­res de­sig­na­dos por la Igle­sia Ca­tó­li­ca Ar­gen­ti­na, co­mo ges­to de re­co­no­ci­mien­to por la par­ti­ci­pa­ción de ob­ser­va­do­res pro­tes­tan­tes en la Asam­ blea de Me­de­llín (1968). Tan­to Or­lan­do Cos­tas co­mo Jo­sé Mí­guez Bo­ni­no que par­ti­ci­pa­ron en to­da la Con­fe­ ren­cia, re­co­no­cen el re­sur­gi­mien­to de una nue­va con­ cien­cia pro­tes­tan­te, pe­ro so­bre to­do que se ma­ni­fies­tan tres lí­neas en esa con­cien­cia que son to­tal­men­te nue­vas. El re­co­no­ci­mien­to de la si­tua­ción re­vo­lu­cio­na­ria que se mue­ve en el con­ti­nen­te y de las jus­tas de­man­das de los opri­mi­dos; la afir­ma­ción de que el Evan­ge­lio no se re­fie­ re úni­ca­men­te a la vi­da per­so­nal, si­no a las es­truc­tu­ras mis­mas de la so­cie­dad, y la po­si­bi­li­dad de un com­pro­mi­

so re­vo­lu­cio­na­rio de los cris­tia­nos. CE­LA III in­tro­du­jo una nue­va pers­pec­ti­va so­cioa­na­lí­ti­ca, con la po­si­bi­li­dad con­co­mi­tan­te de un nue­vo cur­so de ac­ción. Den­tro de es­ta mis­ma co­rrien­te que re­ci­be su ins­pi­ra­ ción del Con­se­jo Mun­dial de Igle­sias, sur­gen el Mo­vi­ mien­to Es­tu­dian­til Cris­tia­no (MEC-1954); Igle­sia y So­cie­dad en Amé­ri­ca La­ti­na (ISAL-1961), más tar­de con­ ver­ti­do en ASEL (Ac­ción So­cial Ecu­mé­ni­ca La­ti­noa­me­ri­ ca­na); la Co­mi­sión Evan­gé­li­ca La­ti­noa­me­ri­ca­na de Edu­ca­ción Cris­tia­na (CE­LA­DEC-1962); Mi­sión Ur­ba­na y Ru­ral (MI­SUR) y Uni­dad Evan­gé­li­ca La­ti­noa­me­ri­ca­na (UNE­LAM-1964) que se­rá la en­car­ga­da de con­vo­car la Asam­blea de Oaxt­ce­pec, en 1978. To­dos con sus res­pec­ ti­vos ór­ga­nos de co­mu­ni­ca­ción es­cri­ta. El pas­tor Zwin­glio M. Díaz, en un va­lio­so en­sa­yo que ti­tu­la “Eva­lua­ción Crí­ti­ca de la prác­ti­ca Ecu­mé­ni­ca La­ti­ noa­me­ri­ca­na” afir­ma: La ver­dad es que los mo­vi­mien­tos ecu­mé­ni­cos van a co­brar fuer­za y sig­ni­fi­ca­ción, en el pa­no­ra­ma ecle­siás­ti­co con­ti­nen­tal, a par­tir de la dé­ca­da del 60... te­nien­do su pe­río­do de es­plen­dor des­de 1965 a 1975”. Y lue­go aña­de, Sal­ta a la vis­ta, por lo tan­to, que el de­sa­rro­llo de los es­fuer­zos ecu­mé­ni­cos co­rrie­ron pa­ra­le­los con el des­per­tar po­lí­ti­co de las ma­sas la­ti­noa­me­ri­ca­nas y van a re­fle­jar, con ma­yor o me­nor in­ten­si­dad, la mis­ma pro­ble­má­ti­ca vi­vi­da por to­dos aque­llos com­pro­me­ti­dos con los es­fuer­zos de trans­for­ma­ción de la rea­li­dad, so­cial del con­ti­nen­te. Ca­si pa­ra­le­la­men­te, du­ran­te es­te mis­mo pe­río­do, el ala evan­gé­li­ca que po­dría­mos lla­mar con­ser­va­do­ra (ecu­ mé­ni­ca­men­te in­de­pen­dien­te) y que en un prin­ci­pio tu­vo uno de sus cen­tros más im­por­tan­tes en San Jo­sé de Cos­ ta Ri­ca, se­de de la Mi­sión La­ti­noa­me­ri­ca­na, hi­zo sen­tir su pre­sen­cia, a tra­vés de cam­pa­ñas ma­si­vas de evan­ge­li­za­ ción co­mo la que Billy Gra­ham de­sa­rro­lló en el Ca­ri­be, Cen­troa­mé­ri­ca y Mé­xi­co en 1958, o a tra­vés de la Ca­de­na Cul­tu­ral Pa­na­me­ri­ca­na (DIA) que des­de 1959, lle­ga a aglu­ti­nar y coor­di­nar más de 75 ra­dio­di­fu­so­ras en el con­ ti­nen­te; o de “Evan­ge­lis­mo a Fon­do” (EVAB), que or­ga­ni­ za­do en 1960 por la Di­vi­sión de Evan­ge­li­za­ción de la Mi­sión La­ti­noa­me­ri­ca­na, y es­truc­tu­ra­da en seg­men­tos na­cio­na­les, de­sa­rro­lló su pro­gra­ma du­ran­te apro­xi­ma­da­ men­te una dé­ca­da y per­du­ró co­mo CE­LEP (Cen­tro Evan­ gé­li­co La­ti­noa­me­ri­ca­no de Es­tu­dios Pas­to­ra­les) y del Ins­ti­tu­to de Evan­ge­li­za­ção em Pro­fun­di­da­de do Bra­sil. Fi­nal­men­te, de­be­mos men­cio­nar el tra­ba­jo con es­tu­ dian­tes uni­ver­si­ta­rios “Cru­za­da Es­tu­dian­til y Pro­fe­sio­nal, pa­ra Cris­to”; LEAL (Li­te­ra­tu­ra Evan­gé­li­ca pa­ra Amé­ri­ca La­ti­ na) or­ga­ni­za­do en 1955, y los Con­gre­sos La­ti­noa­me­ri­ca­nos de Evan­ge­li­za­ción (CLA­DE I, Bo­go­tá 1969; CLA­DE II, Huam­pa­ní, 1982; y CLA­DE III, Qui­to 1992) or­ga­ni­za­dos por la Fra­ter­ni­dad Teo­ló­gi­ca La­ti­noa­me­ri­ca­na.

La pri­me­ra CE­LA se con­cen­tró en el es­tu­dio de “la rea­li­dad la­ti­noa­ me­ri­ca­na y la pre­sen­cia de las igle­sias evan­gé­li­cas” así co­mo del “men­sa­je y mi­sión del Cris­tia­nis­mo evan­gé­li­co pa­ra Amé­ri­ca La­ti­na”. S i g n o s

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“Por­que cree­mos en la im­por­tan­cia de la ta­rea que Dios asig­na a su Igle­sia en sus pla­nes de li­be­ra­ción de la hu­ma­ni­dad, en su plan re­den­tor pa­ra Amé­ri­ca La­ti­na, que nos atre­ve­mos a so­ñar en crear un or­ga­nis­mo de re­la­ción ecu­mé­ni­ca que pue­da ayu­dar en al­gu­na me­di­da a cum­plir esa ta­rea”. Am­bas co­rrien­tes han to­ma­do con­tac­to en dis­tin­tos even­tos, han he­cho in­ter­cam­bio de lí­de­res, de tra­ba­jos y pu­bli­ca­cio­nes y los que tu­vi­mos oca­sión de par­ti­ci­par al me­nos en par­te del Con­gre­so de CLA­DE, en Ecua­dor, no pu­di­mos me­nos que dar gra­cias a Dios, no só­lo por la aco­gi­da re­ci­bi­da, si­no por el fe­cun­do li­de­raz­go de teó­lo­ gos co­mo Re­né Pa­di­lla, Gui­ller­mo Cook, Sa­muel Es­co­ bar, Val­dir Steuer­na­gel y mu­chos otros, que abrie­ron sur­cos y sem­bra­ron se­mi­llas, pa­ra que hoy un va­lio­so li­de­raz­go jo­ven se le­van­te más que co­mo pro­me­sa, co­mo rea­li­dad al ser­vi­cio del Rei­no y de la cau­sa ecu­mé­ni­ca en es­tas in­men­sas tie­rras de Ab­ya Ya­la. El CLAI En 1978 na­ce el Con­se­jo La­ti­noa­me­ri­ca­no de Igle­sias. Re­co­no­ce­mos que en nues­tra ca­mi­na­ta ecu­mé­ni­ca de las úl­ti­mas dé­ca­das, he­mos de­ja­do de la­do, o só­lo men­cio­ na­do muy fu­gaz e in­jus­ta­men­te, a ins­ti­tu­cio­nes, pro­yec­ tos y tra­ba­jos ecu­mé­ni­cos de cual­quie­ra de las co­rrien­tes del Pro­tes­tan­tis­mo o los Pro­tes­tan­tes La­ti­noa­me­ri­ca­nos (co­mo pre­fie­re lla­mar­los Bas­tián), que han cum­pli­do o si­guen cum­plien­do ro­les im­por­tan­tes en la his­to­ria re­li­ gio­sa de nues­tro con­ti­nen­te y el Ca­ri­be. Nos re­fe­ri­mos a las So­cie­da­des Bí­bli­cas, las Aso­cia­cio­nes de Ins­ti­tu­cio­nes de Edu­ca­ción Teo­ló­gi­ca, las Aso­cia­cio­nes Cris­tia­nas de Jó­ve­nes y de Se­ño­ri­tas, al SER­PAJ (Ecua­dor), AL­FA­LIT (Cos­ta Ri­ca), or­ga­ni­za­cio­nes de apo­yo a co­mu­ni­da­des in­dí­ge­nas, a cen­tros de es­tu­dio y pu­bli­ca­cio­nes co­mo el DEI (Cos­ta Ri­ca), el Cen­tro Die­go de Me­de­llín (Chi­le), el CEC (Ar­gen­ti­na), el Cen­tro An­to­nio Val­di­vie­so (Ni­ca­ra­ gua), CE­DI y CE­SEP (Bra­sil) y mu­chos otros se­me­jan­tes, así co­mo las nu­me­ro­sas or­ga­ni­za­cio­nes ecu­mé­ni­cas de Re­fu­gia­dos o de De­re­chos Hu­ma­nos que vie­ron la luz en los tiem­pos más te­ne­bro­sos de las dic­ta­du­ras mi­li­ta­res, y más re­cien­te­men­te ALC, la Agen­cia de Co­mu­ni­ca­cio­nes pa­ra Amé­ri­ca La­ti­na y el Ca­ri­be. Con mo­ti­vo del tér­mi­no de mi man­da­to co­mo pre­si­ den­te del CLAI des­de la Asam­blea de Oax­te­pec (1978) pa­san­do por la Asam­blea Cons­ti­tu­ti­va de Huam­pa­ní (1982), la de In­daia­tu­ba (1988) y con­clu­yen­do con la Asam­blea ce­le­bra­da en Con­cep­ción, Chi­le (1995), me vi obli­ga­do a re­vi­sar, re­me­mo­rar y eva­luar es­ta par­te de la his­to­ria del ecu­me­nis­mo evan­gé­li­co o pro­tes­tan­te de nues­tra Amé­ri­ca y el Ca­ri­be, en la que me vi per­ma­nen­ te­men­te com­pro­me­ti­do. Y al ha­cer­lo tu­ve no só­lo un pro­fun­do sen­ti­mien­to de gra­ti­tud y hu­mil­dad por el pri­ vi­le­gio y la res­pon­sa­bi­li­dad que me fue­ron con­fia­dos, si­no tam­bién por las fuer­zas y el áni­mo que Dios nos dio

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a los que du­ran­te tan­tos años nos com­pro­me­ti­mos en es­ta di­fí­cil, pe­ro pre­cio­sa cau­sa ecu­mé­ni­ca. Por otra par­te, pu­de to­mar con­cien­cia de lo que el Após­tol Pa­blo sen­tía, cuan­do es­cri­bien­do a los cris­tia­nos de Co­rin­to les de­cía: A fin de cuen­tas, ¿quién es Pa­blo?, ¿quién es Apo­lo? Sim­ ple­men­te ser­vi­do­res, por me­dio de los cua­les us­te­des han creí­do en el Se­ñor. Ca­da uno de no­so­tros hi­zo el tra­ba­jo que el Se­ñor le se­ña­ló; yo sem­bré y Apo­lo re­gó, pe­ro Dios es quien hi­zo cre­cer la plan­ta. De ma­ne­ra que ni el que siem­bra ni el que rie­ga son na­da, si­no que Dios lo es to­do, pues él es quien, ha­ce cre­cer la plan­ta. (I Cor 3:5-7) Esa ha si­do nues­tra ex­pe­rien­cia y nues­tra his­to­ria, al re­pa­sar las dis­tin­tas eta­pas que nues­tros pre­de­ce­so­res de­bie­ron re­co­rrer pa­ra abrir sur­cos y plan­tar se­mi­llas, de las cua­les nues­tra ge­ne­ra­ción ha po­di­do re­co­ger pre­cio­ sos fru­tos. Es­pe­cial­men­te creo que de­be­mos sen­tir­nos deu­do­res a ese gru­po de her­ma­nos y her­ma­nas del con­ti­nen­te y el Ca­ri­be, que en días muy di­fí­ci­les y pe­li­gro­sos, cuan­do las Igle­sias se de­ba­tían en­tre la cri­sis del ca­pi­ta­lis­mo de­pen­dien­te, los de­sa­fíos de la re­vo­lu­ción cu­ba­na, la ca­de­na de dic­ta­du­ras mi­li­ta­res que iban im­po­nien­do el ne­fas­to pro­yec­to cu­yos amar­gos fru­tos se­gui­mos co­se­ chan­do, y una po­la­ri­za­ción so­cio­po­lí­ti­ca de la que prác­ ti­ca­men­te na­die pu­do es­ca­par, se lan­za­ron a in­ter­pre­tar una nue­va aven­tu­ra por la uni­dad y la mi­sión li­be­ra­do­ra a que el Evan­ge­lio nos con­vo­ca. Me re­fie­ro a ese gru­po de her­ma­nos de UNE­LAM que en­tre 1964 y 1978, lan­ zan su pro­cla­ma; “Es por­que cree­mos en la im­por­tan­cia de la ta­rea que Dios asig­na a su Igle­sia en sus pla­nes de li­be­ra­ción de la hu­ma­ni­dad, en su plan re­den­tor pa­ra Amé­ri­ca La­ti­na, que nos atre­ve­mos a so­ñar en crear un or­ga­nis­mo de re­la­ ción ecu­mé­ni­ca que pue­da ayu­dar en al­gu­na me­di­da a cum­plir esa ta­rea”. Y a pe­sar de to­dos sus in­ten­tos, en los que se des­ta­ca la bri­llan­te per­so­na­li­dad del que más tar­de se­ría Se­cre­ta­ rio Ge­ne­ral del Con­se­jo Mun­dial de Igle­sias, pas­tor Emi­ lio Cas­tro, se sien­ten con­de­na­dos, di­ce la Sra. Sa­ba­nes Plou “co­mo súb­di­tos de ecle­siás­ti­cos reac­cio­na­rios” por los pro­gre­sis­tas, y “co­mo alia­dos de seu­do-cris­tia­nos mar­xis­tas”, por los con­ser­va­do­res. Así nau­fra­ga un es­fuer­zo bie­nin­ten­cio­na­do, en me­dio de un en­car­ni­za­do con­flic­to ideo­ló­gi­co apo­ya­do so­bre ba­ses muy en­de­bles, co­mo lo eran los con­ci­lios, fe­de­ra­cio­nes y alian­zas ecle­ siás­ti­cas de aque­llos días, y sin el apo­yo de las Igle­sias y de gran par­te del li­de­raz­go ecu­mé­ni­co pre­do­mi­nan­te en

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UNE­LAM de­sa­rro­lló un in­ten­so pro­gra­ma de en­cuen­tros re­gio­na­les y con­ti­nen­ta­les so­bre te­mas de im­por­tan­cia co­mo el rol po­lí­ti­co de la Igle­sia, la ac­ción no-vio­len­ta fren­te al cam­bio so­cial, el rol de la mu­jer en la Igle­sia y la so­cie­dad, el ecu­me­nis­mo, el mo­vi­mien­to pen­te­cos­tal, y el te­ma cris­to­ló­gi­co “¿Quién es Je­su­cris­to hoy en Amé­ri­ca La­ti­na?”, que cons­ti­tuía una preo­cu­pa­ción en el mun­do ecu­mé­ni­co de aque­llos días. la dé­ca­da del 60. Y sin em­bar­go, no só­lo de­be­mos re­co­no­cer que en esos diez años UNE­LAM de­sa­rro­lló un in­ten­so pro­gra­ma de en­cuen­tros re­gio­na­les y con­ti­nen­ta­les so­bre te­mas de im­por­tan­cia co­mo el rol po­lí­ti­co de la Igle­sia, la ac­ción no-vio­len­ta fren­te al cam­bio so­cial, el rol de la mu­jer en la Igle­sia y la so­cie­dad, el ecu­me­nis­mo, el mo­vi­mien­to pen­te­cos­tal, y el te­ma cris­to­ló­gi­co “¿Quién es Je­su­cris­to hoy en Amé­ri­ca La­ti­na?”, que cons­ti­tuía una preo­cu­pa­ ción en el mun­do ecu­mé­ni­co de aque­llos días, si­no que tam­bién su­po per­ci­bir a tiem­po cuán­do sus re­cur­sos y po­si­bi­li­da­des se ha­bían ago­ta­do, y pre­pa­rar el ca­mi­no pa­ra que otra or­ga­ni­za­ción u otro equi­po hu­ma­no to­ma­ ra la pos­ta a fin de lle­var ade­lan­te la cau­sa de re­no­va­ción y uni­dad por la que ha­bían es­ta­do tra­ba­jan­do. Y lo hi­cie­ ron con tan­ta no­ble­za y dig­ni­dad, que re­nun­cia­ron a par­ti­ci­par en to­do nue­vo pro­yec­to, y a pre­ten­der in­fluen­ ciar en cual­quier de­ci­sión que las Igle­sias qui­sie­ran to­mar en esa en­cru­ci­ja­da. Así fue con­vo­ca­da la Asam­blea de Oax­te­pec, en 1978, y así na­ció CLAI, “en­tre el re­ce­lo y la es­pe­ran­za” co­mo “bien lo ex­pre­sa­ra el Dr. Mí­guez Bo­ni­no. Así lo sen­tía yo mis­mo, co­mo lo ex­pre­sé en un ar­tí­cu­lo que me fue so­li­ci­ta­do al tér­mi­no de la Asam­blea: De pron­to, ca­si sin dar­me cuen­ta, me sen­tí arran­ca­do de mi mu­lli­do asien­to del au­di­to­rio, pa­ra ver­me en­vuel­to, a pe­sar de mis te­mo­res y tem­blo­res, en una de las aven­tu­ras más apa­sio­nan­tes del mo­vi­mien­to ecu­mé­ni­co en Amé­ri­ca La­ti­na. No voy a en­trar en los de­ta­lles de ese lar­go ca­mi­no re­co­rri­do, ya que en Con­cep­ción pre­sen­ta­mos el li­bro Ca­mi­nos de Uni­dad que los re­gis­tra am­plia­men­te. Por otra par­te, en es­tos mis­mos días ha­rá su apa­ri­ción en Qui­to el Li­bro de la III Asam­blea Ge­ne­ral en Con­cep­ción, don­de mi úl­ti­mo in­for­me pre­si­den­cial se ocu­pa ex­ten­sa­men­te del te­ma, pen­san­do en la nue­va ge­ne­ra­ción que de­be­rá ir asu­mien­do la res­pon­sa­bi­li­dad de la con­duc­ción del Con­ se­jo. Só­lo me re­duz­co a enu­me­rar al­gu­nos de los lo­gros de es­ta ri­ca ex­pe­rien­cia ecu­mé­ni­ca que ha sig­ni­fi­ca­do la mar­cha del CLAI, y lue­go a se­ña­lar al­gu­nos de los de­sa­ fíos que nos pre­sen­ta el ter­cer Mi­le­nio. Creo que el pas­tor Car­los Duar­te ha per­ci­bi­do muy bien el sen­ti­do del ecu­me­nis­mo que des­de el co­mien­zo fue ins­pi­ran­do la mar­cha de nues­tro Con­se­jo La­ti­noa­me­

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ri­ca­no de Igle­sias, y por eso me per­mi­to trans­cri­bir uno de los pá­rra­fos de su li­bro El otro ros­tro de la ‘Re­li­gión que he­mos pu­bli­ca­do y di­fun­di­do en nues­tro con­ti­nen­te: El gru­po de igle­sias que com­po­nen el CLAI es tan he­te­ro­ gé­neo que re­sul­ta im­po­si­ble des­ta­car la ecle­sio­lo­gía pre­do­ mi­nan­te en el or­ga­nis­mo. Sin em­bar­go, es­ta ri­que­za y di­ver­si­dad ex­pre­sa real­men­te el pun­to de par­ti­da de es­te or­ga­nis­mo ecu­mé­ni­co: la rea­li­dad la­ti­noa­me­ri­ca­na. Des­ de los ini­cios de su his­to­ria, el CLAI ha de­fi­ni­do dos prin­ ci­pios en su com­pren­sión de la ta­rea ecu­mé­ni­ca: en pri­mer lu­gar, es po­si­ble la di­ver­si­dad en la uni­dad. Uni­ dad no es si­nó­ni­mo de uni­for­mi­dad, no es el pre­do­mi­nio de una ex­pre­sión que anu­le y su­pe­re a to­das las de­más. La uni­dad en la di­ver­si­dad es la acep­ta­ción ac­ti­va de las ten­sio­nes que las igle­sias vi­ven en­tre sí y es, tam­bién, la acep­ta­ción de rea­li­da­des di­ver­sas. Es el re­co­no­ci­mien­to de que si bien el Evan­ge­lio es uno, su trans­for­ma­ción y di­fu­ sión ne­ce­si­ta en­car­nar­se en una de­ter­mi­na­da ex­pre­sión de igle­sia y cul­tu­ra. Es el re­co­no­ci­mien­to, en el otro, de una pre­sen­cia di­vi­na co­mún. Re­co­no­ci­mien­to que va más allá de una me­ra to­le­ran­cia pa­ra trans­for­mar­se en fra­ ter­ni­dad ac­ti­va. En se­gun­do lu­gar, las raí­ces del CLAI es­tán en el pue­blo la­ti­noa­me­ri­ca­no, en su di­ver­si­dad po­li­ cro­ma­da, en sus his­to­rias lo­ca­les, en sus tra­di­cio­nes se­cu­ la­res, en la mú­si­ca de sus pue­blos y ra­zas. Las raí­ces del CLAI se hun­den en la tie­rra fe­cun­da de las ne­ce­si­da­des de los pue­blos la­ti­noa­me­ri­ca­nos. Por­que un prin­ci­pio fun­da­ men­tal de las igle­sias que con­for­man el CLAI es que el ver­da­de­ro es­cán­da­lo de la di­vi­sión en Amé­ri­ca La­ti­na, más que la di­vi­sión de­no­mi­na­cio­nal es Ia di­vi­sión en­tre aque­llos que pue­den sa­tis­fa­cer sus ne­ce­si­da­des bá­si­cas y de los que no lo pue­den. En­tre los que co­men y los que no; los que tie­nen ro­pa y vi­vien­da y los que no; en­tre los que leen, es­cri­ben y tra­ba­jan, y los que no. Es­ta di­vi­sión en­tre los que pue­den vi­vir dig­na­men­te y los que ape­nas so­bre­ vi­ven en me­dio de un cla­mor con­ti­nen­tal de ne­ce­si­da­des in­sa­tis­fe­chas es mu­cho más es­can­da­lo­so y de­sa­fian­te que las pro­pias di­fe­ren­cias doc­tri­na­les. SV

Fe­de­ri­co Pa­gu­ra es ar­gen­ti­no, obis­po me­to­dis­ta (em) y fue pre­si­den­te del CLAI de 1978 has­ta 1995.

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ecu m enis m o g e r s o n m e y e r

Anúncio de Boas Novas e vida de amor P

as­tor Mor­ti­mer Arias, Bis­ po da Igre­ja Me­to­dis­ta, do Uru­guay, Se­cre­tá­rio de Mis­são e Evan­ge­li­za­ção do CLAI e edi­tor da Car­ta de Evan­ge­li­za­ção do CLAI em seu liv­ro A Gran­de Co­mis­ são, edi­ta­do pe­lo CLAI, cha­ma a nos­sa aten­ção que há qua­tro man­ da­tos de Cris­to pa­ra o anún­cio das boas no­vas: Ma­teus 28: “Ide, por­tan­to, fa­zei dis­cí­pu­los de to­das as na­ções...”. Mar­cos 16:15: “Ide por to­do o mun­ do e pre­gai o Evan­gel­ho...”. Lu­cas 24:47: “Que em seu no­me se pre­gas­se arre­pen­di­men­to­...pa­ra re­mis­são de pe­ca­dos... vós sois tes­ te­mun­has des­tas coi­sas”. João 20:21: “As­sim co­mo o pai me en­viou , eu tam­bém vos en­vio”. Os tex­tos aci­ma in­di­ca­dos de­vem ser com­bi­na­dos com Gá­la­tas 6:2, que diz­:”Le­vai as car­gas uns dos ou­tros e, as­sim, cum­pri­reis a Lei de Cris­to”. “O CLAI se or­ga­ni­za —e es­te é a nos­sa gran­de es­pe­ ran­ça— pa­ra ser­vir às Igre­jas e ao po­vo la­ti­no-ame­ri­ca­no. O CLAI de­ve­rá ser sem­pre um mi­nis­té­rio (dia­co­nia) em fa­vor de to­do o po­vo de Deus, den­tro e fo­ra das igre­jas e orien­ta­rá as suas ações com ob­je­ti­vo ex­clu­si­vo de ser­vir a to­dos in­dis­tin­ta­men­te, mas es­pe­cial­men­te aos mais ne­ces­si­ta­dos e mar­gi­na­li­za­dos da so­cie­da­de. Não tem sen­ti­do criar uma es­tru­tu­ra a mais na Amé­ri­ca La­ti­na e no Ca­ri­be, se não é com o pro­pó­si­to ele­va­do de con­tri­ buir pa­ra a uni­da­de dos la­ti­no-ame­ri­ca­nos, seu bem-es­ tar fí­si­co, es­pi­ri­tual, mo­ral e cul­tu­ral. Não tem sen­ti­do criar um or­ga­nis­mo que não es­te­ja a ser­vi­ço dos po­bres, e que não de­fen­da seus di­rei­tos ou­tor­ga­dos por nos­so Cria­dor, por­tan­to, sa­gra­dos. Não tem sen­ti­do criar um no­vo or­ga­nis­mo que não es­te­ja aber­to ao diá­lo­go com to­dos e ao amor fra­ter­no, fa­zen­do ger­mi­nar en­tre os cris­tãos de Amé­ri­ca La­ti­na (e do mun­do) a ver­da­dei­ra fra­ter­ni­da­de que Cris­to de­se­ja­va pa­ra os seus se­gui­do­res (João 13:31, 17:1-26 e

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I Co­rín­tios 13) e não tem sen­ti­do que es­te mi­nis­té­rio não ten­ha cons­ ciên­cia do dra­ma que vi­vem nos­so Con­ti­nen­te e Il­has do Ca­ri­be, e que não se­ja fir­ma­do em seus sen­ti­men­ tos mais pro­fun­do pe­lo tes­te­mun­ho con­cre­to do po­der do Evan­gel­ho atra­vés do amor, ser­vi­ço e sa­cri­fí­cio” (De “Oax­te­pec a Huam­pa­ni” re­la­tó­ rio da Di­re­to­ria e do Se­cre­ta­ria­do do CLAI, l982). Re­pi­to: “Não tem sen­ti­do criar um or­ga­nis­mo que não es­te­ja a ser­ vi­ço dos ne­ces­si­ta­dos. Há mais de vin­te anos ti­ve­mos um te­rrí­vel te­rre­ mo­to no Mé­xi­co. O Se­cre­tá­rio Ge­ral do CMI, me en­viou ao Mé­xi­co com uma men­sa­gem pas­to­ral e ofer­ta por meio de pro­je­tos que os me­xi­ca­nos pre­pa­ra­riam pa­ra re­ce­ber aju­da. Min­ha sur­pre­sa: o CLAI já es­ta­va pre­sen­te na pes­soas do se­cre­tá­rio da Pas­to­ral de Con­so­la­ ção e So­li­da­rie­da­de. O Rev. Juan Mar­cos Ri­ve­ra que le­va­va tam­bém uma men­sa­gem pas­to­ral e o que con­se­guiu das igre­jas por­to­ri­quen­has al­guns re­cur­sos em din­hei­ro. No­tem que o CLAI che­gou pri­mei­ro acom­pan­han­do os que so­fre­ ram com o te­rre­mo­to. O CLAI pre­sen­te no so­fri­men­to do po­vo me­xi­ca­no. Con­ta­ram-me de uma igre­ja na Ca­pi­tal que ha­via trans­for­ma­do o seu Tem­plo em Hos­pi­tal. O vi­si­ tan­te foi ver de per­to es­se tem­plo-hos­pi­tal. Col­chões no chão on­de ha­via de­ze­nas de pes­soas dei­ta­das e o es­cri­tó­rio do pas­tor fo­ra trans­for­ma­do em um con­sul­tó­rio mé­di­co... Anun­ciar e vi­ver a men­sa­gem O CLAI pre­sen­te no so­fri­men­to do po­vo... O Pro­fes­sor NEW­TON FLEW, no seu liv­ro a NA­TU­ RE­ZA DA IGRE­JA, nos diz que a pre­ga­ção da Igre­ja Pri­ mi­ti­va e era mais vi­da cris­tã do que a pre­ga­ção em pa­lav­ras. A Igre­ja Pri­mi­ti­va tes­te­mun­ha­va a res­pei­to do Sen­hor Res­su­rre­to de va­ria­das ma­nei­ras, mas es­pe­cial­ men­te no es­ti­lo de vi­da dos seus mem­bros. Em l978 em Oax­te­pec, on­de o CLAI foi cria­do (em

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Não tem sen­ti­do criar um or­ga­nis­mo que não es­te­ja a ser­vi­ço dos po­bres, e que não de­fen­da seus di­rei­tos ou­tor­ga­ dos por nos­so Cria­dor, por­tan­ to, sa­gra­dos. Não tem sen­ti­do criar um no­vo or­ga­nis­mo que não es­te­ja aber­to ao diá­lo­go com to­dos e ao amor fra­ter­no, fa­zen­do ger­mi­nar en­tre os cris­tãos de Amé­ri­ca La­ti­na. for­ma­ção) , os par­ti­ci­pan­tes da As­sem­bléia de Igre­jas da Amé­ri­ca La­ti­na e do Ca­ri­be, en­via­ram uma men­sa­gem ao di­ta­dor Anas­tá­cio So­mo­sa pa­ra de­man­dar-lhe, em no­me do po­vo evan­gé­li­co la­ti­no-ame­ri­ca­no, que ces­sas­se a per­ ver­sa re­pres­são con­tra o po­vo ni­ca­ra­güen­se. Tam­bém en­viou men­sa­gem ao se­cre­tá­rio ge­ral das Na­coes Uni­das pa­ra que usas­se a sua in­fluên­cia pa­ra aca­bar com o de­rra­ ma­men­to de san­gue e es­ta­be­le­cer a paz em jus­ti­ça nes­se país. Re­pe­tin­do: “Não tem sen­ti­do que o mi­nis­té­rio do CLAI não ten­ha cons­ciên­cia do dra­ma que vi­vem nos­so con­ti­nen­te e il­has do Ca­ri­be...” Anún­cio de boas no­vas e mi­nis­té­rio do amor Ler Isaias 65:20 a 23. Não ha­ve­rá ne­la crian­ças pa­ra vi­ver pou­cos días. Edi­fi­ ca­rão ca­sas e ne­las ha­bi­ta­rão... Não edi­fi­ca­rão pa­ra que ou­tros ha­bi­tem, não plan­ta­rão pa­ra ou­tros co­mam; Não tra­bal­ha­rão de­bal­de, nem te­rão fil­hos pa­ra a ca­la­mi­da­de... CLAI orien­ta­rá suas ações pa­ra ser­vir aos mais ne­ces­ si­ta­dos e mar­gi­na­li­za­dos da so­cie­da­de. Em uma fa­ve­la mui­to po­bre e tris­te, o se­cre­tá­rio da Pas­to­ral che­gou e lhe dis­se­ram que te­ria que pre­gar em um cul­to pa­ra con­sa­grar um “ban­hei­ro” ao ar liv­re. He­si­ tou, mas de­pois re­sol­veu acei­tar o con­vi­te e di­ri­giu o cul­to e pre­gou, di­zen­do que, da­que­le mo­men­to em dian­ te, aque­la gen­te po­bre te­ria um ban­hei­ro ao ar liv­re. Quan­do me con­vi­da­ram pa­ra de­di­car es­se ban­hei­ro, eu o fiz com to­da so­le­ni­da­de. Aque­le ban­hei­ro era uma ga­ran­ tia de que des­se mo­men­to em dian­te mo­rre­riam me­nos crian­ças com lom­bri­gas na­que­la fa­ve­la... Sen­hor, Tu que amas tan­to às crian­ças, ser­vis­tes de ins­pi­ra­ção pa­ra aque­la de­di­ca­ção. (Car­tas a Je­sús, Pas­to­ ral de Con­so­la­ção e so­li­da­rie­da­de do CLAI).

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“Que na­da fal­te ao João” João es­tá en­fer­mo. Ra­pi­da­men­te o bai­rro se mo­bi­li­za em so­li­da­rie­da­de. Não po­de­mos dei­xar que lhe fal­te al­go pa­ra a sua re­cu­pe­ra­ção. Nos­sos ma­ri­dos es­tão sem tra­bal­ho, pois es­tão des­pe­din­do os em­pre­ga­dos es­tão sen­do de­mi­ti­ dos... Is­so não im­por­ta. João não foi sem­pre fiel quan­do pre­ci­sá­va­mos de­le? Ago­ra é o mo­men­to de fa­zer­mo-nos pre­sen­tes. Vá­rias ir­mãs da co­mu­ni­da­de do bai­rro La Pri­ma­ve­ra em Trin­da­de, Uru­guay se mo­vi­men­ta­ram e co­me­ça­ram a che­gar em ca­sa do João, do­ces, ver­du­ras, co­mi­da e tam­ bém vi­si­tas de to­do o bai­rro Mas co­mo po­de fa­zer is­so um bai­rro tão po­bre? O amor e o com­pro­mis­so de que nos fa­la Je­sus foi um lin­da rea­li­da­de na­que­la co­mu­ni­da­de La Pri­ma­ve­ra em Trin­da­de, Uru­guay. Sen­hor que lin­da rea­li­da­de: a fra­ter­ni­da­de de uma co­mu­ni­da­de po­bre! (Da Se­cre­ta­ria Re­gio­nal do CLAI) Em um cer­to país de Amé­ri­ca Cen­tral, al­guns jo­vens me so­li­ci­ta­ram uma en­tre­vis­ta. Pen­sei que nos­so en­con­ tro se­ria no ho­tel on­de es­ta­va hos­pe­da­do, ou em al­gu­ma igre­ja, mas não, foi em um es­ta­cio­na­men­to de ca­rros. Os jo­vens le­va­vam do­cu­men­tos que es­cre­ve­ram, e es­tes não po­diam cair nas mãos das au­to­ri­da­des. O pe­di­do dos jo­vens era: O sen­hor po­de­ria le­var es­tes do­cu­men­tos pa­ra o Mé­xi­co? (Eu es­ta­va a ca­min­ho do Mé­xi­co, pas­san­do pe­la Gua­te­ma­la). Se não pu­der, en­ten­ de­mos... Es­con­di aque­le en­ve­lo­pe co­mo pu­de den­tro de min­ha rou­pa, mas eu me sen­tia in­co­mo­da­do com tan­tos po­lí­cias an­dan­do pe­lo ae­ro­por­to. Gra­ças a Deus, che­gan­ do ao Mé­xi­co, en­tre­guei aque­le en­ve­lo­pe ao ad­vo­ga­do, e sen­ti-me ali­via­do. E que alí­vio! Vá­rios pro­je­tos do liv­ro Col­hei­ta de Es­pe­ran­ça (re­pi­to, pre­pa­ra­do pa­ra a As­sem­ bléia de In­daia­tu­ba em 1988). O in­for­me que es­cre­vi pa­ra Huam­pa­ni em 1982, ter­ mi­na as­sim: “... as pa­lav­ras da úl­ti­ma Car­ta Pas­to­ral da Di­re­to­ria do CLAI em Fe­ve­rei­ro de 1982 di­ziam: “En­quan­to is­so, ami­gos e ir­mãos, si­ga­mos na pre­pa­ra­ção do en­con­tro que o Sen­hor nos faz em Huam­pa­ni, Li­ma, pa­ra que re­no­ve­ mos em Je­sus Cris­to e com Je­sus Cris­to nos­sa vo­ca­ção de com­pro­mis­so com o Rei­no nes­ta ho­ra cru­cial pa­ra nos­sa Amé­ri­ca La­ti­na, na qual co­mo nun­ca pa­re­cem ter vi­gên­ cia as pa­lav­ras do pro­fe­tas Isaias 21:11 e 12: “Guar­da, a que ho­ras es­ta­mos da noi­te? Res­pon­deu o guar­da: Vem a man­hã...”. Que a es­pe­ran­ça de um no­vo aman­hã que a sen­ti­ne­la nos trans­mi­te e que o Sen­hor Je­sus Cris­to nos ga­ran­te por sua pa­lav­ra e por sua res­su­rrei­ção, ilu­mi­ne nos­sa sen­da e di­ri­ja o nos­so CLAI e nos­so tes­te­mun­ho pe­lo seu Es­pí­ri­to San­to. Que as­sim se­ja.SV

Rev. Ger­son Me­yer é bra­si­lei­ro, da Igre­ja Pres­bi­te­ria­na Uni­da e foi o pri­mei­ ro se­cre­ta­rio ge­ral do CLAI.

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iglesia h é c t o r p e t r e c c a

Ecu­me­nis­mo y pen­te­cos­ta­lis­mo en Amé­ri­ca La­ti­na

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l cre­ci­mien­to se da es­pe­cial­men­te en­tre los pen­ te­cos­ta­les que re­pre­sen­tan ca­si el 13% de los 560 mi­llo­nes de ha­bi­tan­tes de nues­tro Con­ti­nen­te. Es­te fe­nó­me­no no es nue­vo. Se ini­ció len­ta­men­te a prin­ci­pios del si­glo XX, pe­ro a tra­vés de los úl­ti­mos 50 años el rit­mo de su cre­ci­mien­to ha to­ma­do pro­por­cio­nes muy sig­ni­fi­ca­ti­vas. Ca­be en es­te con­tex­to men­cio­nar un es­tu­dio rea­li­za­ do ha­ce cin­cuen­ta años y que hoy si­gue vi­gen­te en mu­chas so­cie­da­des de Amé­ri­ca La­ti­na. La in­ves­ti­ga­ción so­cio­ló­gi­ca se de­sa­rro­lló en Nue­va York (sec­tor del Bronx), en los cen­tros de cul­to ubi­ca­dos en ca­lles de sec­ to­res po­bres, don­de vi­vían los puer­to­rri­que­ños de la

ciu­dad. La in­ves­ti­ga­ción es­tu­vo ba­sa­da en el es­tu­dio de ca­sos y en­tre­vis­tas in­for­ma­les. Los re­sul­ta­dos eran en cier­tas me­di­das es­te­reo­ti­pa­das, los tes­ti­mo­nios ya co­mu­nes: “Me gus­ta­ba be­ber... lle­va­ba una vi­da pe­ca­mi­no­sa con mu­je­res... es­ta­ba des­via­do... pe­ro un día re­ci­bí el Es­pí­ri­tu, co­no­cí la pa­la­bra...” Ex­pre­san las per­ so­nas con es­tas pa­la­bras su con­ver­sión en pa­sos sim­ples. Con­cien­cia de pe­ca­do-con­ver­sión-re­ge­ne­ra­ción. La vi­da del que se con­vier­te es afec­ta­da des­de lo más pro­fun­do de su ser a lo más su­per­fi­cial y vi­si­ble. Es un ejem­plo vi­vo del po­der de Dios. La pre­gun­ta que se hi­zo al fi­nal fue la si­guien­te: ¿Por qué se fue acer­can­do a la Igle­sia?... “La pri­me­ra vez que

Cual­quier per­so­na se­ria­men­te in­te­re­sa­da en es­tu­diar la si­tua­ción re­li­gio­sa en Amé­ri­ca La­ti­na ob­ser­va­rá un in­cre­men­to en la can­ti­dad de pro­tes­tan­tes evan­gé­li­cos. S i g n o s

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vi­ne aquí me lla­mó la aten­ción que me die­ran la ma­no y me sa­lu­da­ran... Un ami­go me in­vi­tó y la gen­te me lla­mó her­ma­no...”. Un pas­tor da­ba co­mo gran ar­gu­men­to de su con­ver­ sión el he­cho de que en la Igle­sia Ca­tó­li­ca nun­ca le di­je­ ron “Dios lo ben­di­ga”. La pre­sen­cia del sen­ti­mien­to “no­so­tros” era evi­den­te al com­pro­bar el mo­do en que sus miem­bros ha­bla­ban de su Igle­sia. To­dos se co­no­cen por su nom­bre: “her­ma­no Juan”, “her­ma­na Ma­ría”, etc. Rei­ na­ba en la Igle­sia el sen­ti­do de per­te­nen­cia, de iden­ti­fi­ ca­ción con el gru­po. Co­mo co­men­ta­mos an­te­rior­men­te, el cre­ci­mien­to más ex­ten­so en el mo­vi­mien­to pen­te­cos­tal ha si­do en el mun­do en de­sa­rro­llo y, so­bre to­do en los años re­cien­tes, ha lle­ga­do a ser una par­te sig­ni­fi­ca­ti­va del en­tor­no re­li­ gio­so y po­lí­ti­co de Amé­ri­ca La­ti­na. Des­de la dé­ca­da de los años 60, es­ta re­gión ha vis­to un cre­ci­mien­to sus­tan­ti­ vo en el nú­me­ro de pen­te­cos­ta­les, que ya al­can­za al 13% o al­re­de­dor de 75 mi­llo­nes de los 560 mi­llo­nes de ha­bi­ tan­tes, co­mo ya se­ña­la­mos al prin­ci­pio. Ca­be men­cio­nar y no ol­vi­dar que los pen­te­cos­ta­les no son los úni­cos “evan­gé­li­cos” en la re­gión. Ade­más, los miem­bros ca­ris­ má­ti­cos de de­no­mi­na­cio­nes no-pen­te­cos­ta­les (ma­yo­ri­ta­ ria­men­te ca­tó­li­cos en Amé­ri­ca La­ti­na) aña­den 80 mi­llo­nes más a las ci­fras. Sin em­bar­go, la cre­cien­te pre­sen­cia del pen­te­cos­ta­lis­ mo en la so­cie­dad le­van­ta mu­cha crí­ti­ca y su in­fluen­cia ha sig­ni­fi­ca­do le­ña pa­ra el con­flic­to po­lí­ti­co. Mien­tras al­gu­nos ob­ser­va­do­res in­sis­ten en que el pen­te­cos­ta­lis­mo si­gue un pa­trón esen­cial­men­te mo­no­lí­ti­co de quie­tud y pa­si­vi­dad po­lí­ti­ca, in­cli­nán­do­se ha­cia la de­re­cha, otros su­bra­yan su ac­ti­vis­mo po­lí­ti­co en Bra­sil y Gua­te­ma­la. Los he­chos de­mues­tran que ha ha­bi­do di­fe­ren­tes pa­tro­nes de cre­ci­mien­to, én­fa­sis teo­ló­gi­co y con­tex­tos po­lí­ti­cos en ca­da una de es­tas co­mu­ni­da­des pen­te­cos­ta­les na­cio­na­les y la rea­li­dad ac­tual lo re­fle­ja. Es­ta di­ver­si­dad ha­ce sos­pe­ cho­sos co­men­ta­rios ge­ne­ra­les so­bre el pen­te­cos­ta­lis­mo en el Con­ti­nen­te.

Cuan­do dia­lo­go con un her­ma­no de otra con­fe­sión, cuan­do oro con él o tra­ba­jo a su la­do, mu­chas ve­ces me sien­to in­va­di­do por el mis­te­rio que se ma­ni­fies­ta a tra­vés de es­te in­te­rro­gan­te: ¿por qué es­ta­mos tan le­jos ha­llán­do­nos tan cer­ca? ¿Por qué es­tan­do tan cer­ca con­ti­nua­mos ale­ja­dos? S i g n o s

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Hoy ve­mos, por un la­do, el cre­ci­mien­to del mo­vi­ mien­to pen­te­cos­tal en Amé­ri­ca La­ti­na y, por otro, la Igle­ sia Ca­tó­li­ca se ve a sí mis­ma co­mo la igle­sia to­tal, en vir­tud de la su­ce­sión apos­tó­li­ca de Pe­dro en la per­so­na del Pa­pa; en es­to di­ver­gen los pro­tes­tan­tes que nie­gan va­lor a di­cha tra­di­ción. A pe­sar de las di­fe­ren­cias, sin em­bar­go, po­co a po­co se fue dan­do lu­gar a una nue­va en­ti­dad que nos aú­na, de­no­mi­na­da ecu­me­nis­mo. La re­la­ción con el ecu­me­nis­mo El na­ci­mien­to del ecu­me­nis­mo dio que ha­blar des­de su co­mien­zo. Si bien hay un re­co­no­ci­mien­to en la ne­ce­ si­dad de unir al “Pue­blo de Dios” hay erro­res en la apre­ cia­ción que ha­cen dis­tin­tos di­ri­gen­tes a me­di­da que pa­sa el tiem­po, y que ge­ne­ra di­ver­sos sen­ti­mien­tos de unión y re­cha­zo en­tre los hom­bres que pro­fe­san su bús­que­da. Des­de los ini­cios, la se­pa­ra­ción de las igle­sias se pro­ du­jo, prin­ci­pal­men­te, por mo­ti­vos teo­ló­gi­cos y cues­tio­ nes doc­tri­na­les pre­sen­tes to­da­vía en­tre las di­fe­ren­tes igle­sias. Pa­ra in­ten­tar sal­var esas di­fe­ren­cias se han sus­ci­ ta­do in­nu­me­ra­bles co­lo­quios, en­cuen­tros y diá­lo­gos a di­fe­ren­tes ni­ve­les, que pre­ten­den dar ver­da­de­ros pa­sos ha­cia la uni­dad cris­tia­na en ple­ni­tud. Es in­ne­ga­ble que exis­ten otras di­men­sio­nes ecu­mé­ni­cas no es­tric­ta­men­te doc­tri­na­les y que, si no se re­suel­ven, di­fí­cil­men­te se ha­rá po­si­ble, ni si­quie­ra creí­ble, la even­tual uni­dad cris­tia­na. En mu­chos ca­sos, ca­da uno de los in­ter­lo­cu­to­res en­via­do a los co­lo­quios y en­cuen­tros por el diá­lo­go cree que no pue­de dar nue­vos pa­sos en el te­rre­no de las con­ce­sio­nes por im­pe­dír­se­lo la leal­tad que de­be a su pro­pia Igle­sia y cree ha­ber­se to­pa­do con­tra un mu­ro in­fran­quea­ble, por lo que po­de­mos de­cir cla­ra­men­te que asis­ti­mos a una lu­cha en­tre las con­ce­sio­nes y las leal­ta­des.... Por aho­ra, la uni­dad ecle­sial es so­lo un mis­te­rio que lle­va­rá si­glos re­sol­ver.... Mis­te­rio ya en el mo­men­to de las rup­tu­ras. ¿Có­mo pue­de en­ten­der­se que per­so­nas rec­ta­ men­te in­ten­cio­na­das, al me­nos al­gu­nas de en­tre ellas, ha­yan pro­vo­ca­do las se­pa­ra­cio­nes en la Igle­sia? ¿Có­mo pue­de ex­pli­car­se que esas se­pa­ra­cio­nes con­ti­ núen a tra­vés de los si­glos? ¿Qué ex­pli­ca­ción pue­de dar­ se al he­cho de que, ha­bien­do rea­li­za­do el ecu­me­nis­mo tan­tos es­fuer­zos a lo lar­go del tiem­po, sus fru­tos sean tan men­gua­dos? Cuan­do dia­lo­go con un her­ma­no de otra con­fe­sión, cuan­do oro con él o tra­ba­jo a su la­do, mu­chas ve­ces me sien­to in­va­di­do por el mis­te­rio que se ma­ni­fies­ta a tra­vés de es­te in­te­rro­gan­te: ¿por qué es­ta­mos tan le­jos ha­llán­do­ nos tan cer­ca? ¿Por qué es­tan­do tan cer­ca con­ti­nua­mos ale­ja­dos? Si la au­ten­ti­ci­dad de fe que hay en mí la su­pon­go tam­bién en él, ¿por qué con­ti­nua­mos de­su­ni­dos? No ha­llo res­pues­ta a es­ta pre­gun­ta. Ver­da­de­ra­men­te, la uni­ dad, más que un pro­ble­ma, es un mis­te­rio de la Igle­sia. No se pue­de avan­zar si en el li­de­raz­go de la Igle­sia per­sis­te la sos­pe­cha y la des­con­fian­za... ¿Cuál se­ría la di­fe­ren­cia en­tre la po­lí­ti­ca de los go­bier­nos y la Igle­sia del Se­ñor? Res­pues­tas pro­ce­den­tes de to­dos los con­ti­nen­tes alu­ den a la per­sis­ten­cia de ac­ti­tu­des mar­ca­das por el mie­do,

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la sos­pe­cha y la des­con­fian­za re­cí­pro­cos. Otros cris­tia­nos al­ber­gan el te­mor de que pue­den ser ab­sor­bi­dos por la co­mu­ni­dad ca­tó­li­ca, más fuer­te. Al­gu­nos ca­tó­li­cos con­si­de­ran que el ecu­me­nis­mo po­ne en pe­li­gro su fe y equi­va­le a ad­mi­tir la in­su­fi­cien­cia de la Igle­sia ca­tó­li­ca. En re­su­men, per­sis­ten aún mu­chas sos­pe­chas acer­ca de las rea­les in­ten­cio­nes mu­tuas y de las mo­ti­va­cio­nes evan­gé­ li­cas de los pro­gra­mas y las ac­ti­vi­da­des de unos y otros. Ha­cia una es­pi­ri­tua­li­dad vi­ven­cial Así co­mo la his­to­ria de la Igle­sia es la his­to­ria de la in­ter­pre­ta­ción de las Sa­gra­das Es­cri­tu­ras que se ha­ce igle­ sia, el pen­te­cos­ta­lis­mo es una pá­gi­na de la Es­cri­tu­ra que se trans­for­ma en Igle­sia. La pri­me­ra res­pues­ta a las ex­pec­ta­ti­vas de las ma­sas tie­ne que ver con la es­pi­ri­tua­li­dad “vi­ven­cia!”, es Él. El pen­te­cos­ta­lis­mo rei­vin­di­ca, en pri­mer lu­gar, el va­lor de es­ta ex­pe­rien­cia. La ex­pe­rien­cia de la sa­na­ción —emo­ cio­nal y fí­si­ca— que pa­re­ce es­tar co­nec­ta­da con los sen­ti­ mien­tos de “bien­ve­ni­da”. La bien­ve­ni­da y la hos­pi­ta­li­dad pen­te­cos­tal pa­re­cen te­ner un efec­to cu­ra­ti­vo o sa­na­dor. Quienes lle­gan sien­ten que la co­mu­ni­dad en­te­ra pi­de a Dios por ellos, ma­ni­fies­ta in­te­rés en su sal­va­ción y se po­ne fe­liz al ver­los. La per­so­na so­li­ta­ria, an­gus­tia­da o en­fer­ma con su au­toes­ti­ma se­ria­ men­te de­te­rio­ra­da, ex­pe­ri­men­ta un enor­me cam­bio en su au­to­per­cep­ción. De re­pen­te se sien­te im­por­tan­te, sien­te que su vi­da tie­ne va­lor y que Dios la ama de ver­dad por­que la co­mu­ni­dad lo ex­pre­sa en for­ma con­cre­ta. Re­cu­pe­ra el sig­ni­fi­ca­do en su vi­da, ven­ce la so­le­dad y an­gus­tia y con fre­cuen­cia ve su ex­pe­rien­cia con­fir­ma­da con el ali­vio de su do­lor fí­si­co. En mu­chas par­tes es tam­bién un he­cho que el tra­ba­jo con los pen­te­cos­ta­les es una ayu­da po­de­ro­sa pa­ra ir apar­tán­do­se del al­co­ho­lis­mo y de otros fla­ge­los si­mi­la­res. En­tre otras co­sas, apren­de­mos que el éxi­to de su evan­ge­li­za­ción sur­ge de la par­ti­ci­pa­ción de los lai­cos,

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gen­te or­ga­ni­za­da en ta­reas es­pe­cí­fi­cas, con res­pon­ sa­bi­li­da­des. Se sien­ten par­te ne­ce­sa­ria en la ac­ción de su igle­sia. Tam­bién apren­de­mos la ne­ce­si­dad de mul­ti­pli­ car lu­ga­res de cul­to más mo­des­tos. Los pen­te­cos­ ta­les só­lo tie­nen es­pa­cios pe­que­ños al­qui­la­dos o com­pra­dos a ba­jo cos­to, mien­tras que otras Igle­ sias gas­tan a ve­ces mi­llo­nes de pe­sos en edi­fi­car gran­des tem­plos pa­ra sus li­tur­gias. Fi­nal­men­te, mu­chas Igle­sias asig­nan gran­des su­mas de di­ne­ro y mu­chos años a la for­ma­ción y pre­pa­ra­ción de su per­so­nal, tan­to cle­ri­cal co­mo lai­cal. Los pen­te­cos­ta­les, por otro la­do, tie­nen un pas­tor en­tre­na­do en unos po­cos años. Sa­be­mos que nues­tro mun­do pos­mo­der­no ha de­mos­tra­do su sed de ex­pe­rien­cia re­li­gio­sa en va­ria­das for­mas, a ve­ces erra­das. Es po­si­ble que el éxi­to ac­tual del pen­te­cos­ta­lis­mo y de mu­chos gru­pos ca­ris­má­ti­cos se ex­pli­que, en gran par­te, por su ten­den­cia a acen­tuar la ex­pe­rien­cia re­li­gio­ sa in­di­vi­dual, vi­ven­cial, con to­dos sus as­pec­tos emo­cio­na­les; una dis­po­si­ción pre­sen­te tam­bién en las pe­que­ñas co­mu­ni­da­des de ba­se. Aquí te­ne­ mos una di­men­sión pas­to­ral que qui­zás re­quie­re nues­ tra aten­ción y re­fle­xión en el fu­tu­ro. La re­for­ma del si­glo XVI pro­cla­mó, en­tre otras co­sas, el sa­cer­do­cio de to­dos los cre­yen­tes; no obs­tan­te, la Igle­ sia en­fren­tó el te­mor de la pér­di­da de uni­for­mi­dad teo­ló­ gi­ca y es­truc­tu­ral (sta­tu quo), li­mi­tó el ac­cio­nar de los lai­cos y dio lu­gar, in­vo­lun­ta­ria­men­te, a que se creen una in­fi­ni­dad de con­gre­ga­cio­nes in­de­pen­dien­tes que pro­pi­ cian la li­ber­tad de los cre­yen­tes-lai­cos en el ser­vi­cio a Dios y la Igle­sia. Es­tas con­gre­ga­cio­nes, al cre­cer, se trans­ for­man en nue­vas de­no­mi­na­cio­nes. Qui­zás los pen­te­cos­ta­les en­con­tra­ron un ca­mi­no que per­mi­te li­be­rar a los cre­yen­tes-lai­cos pa­ra que pue­dan uti­li­zar to­do su po­ten­cial. Ca­be men­cio­nar que los es­ta­dis­tas mo­der­nos de la Igle­sia de­fi­nen cua­tro eta­pas de cre­ci­mien­to y de­cai­mien­ to de la Igle­sia. 1. Los “bár­ba­ros”: son los que co­mien­zan una obra nue­ va, sin di­ne­ro, pa­san­do ne­ce­si­da­des, su­frien­do per­se­ cu­cio­nes, po­nien­do al Se­ñor an­tes que to­do. Hu­bo mu­chos mi­sio­ne­ros que hi­cie­ron es­to vi­nien­do de paí­ses le­ja­nos. 2. Los “ad­mi­nis­tra­do­res”: son los que si­guen a los “bár­ ba­ros”. Ge­ne­ral­men­te son los pas­to­res que vie­nen a se­guir la obra. Al­guien que fue al se­mi­na­rio y que ya vie­ne con un sa­la­rio y co­mien­za a or­ga­ni­zar la Igle­ sia. 3. Los “bu­ró­cra­tas”: la Igle­sia co­mien­za a cre­cer nu­mé­ ri­ca y eco­nó­mi­ca­men­te, se ha­cen edi­fi­cios, se em­plean pro­fe­sio­na­les pa­ra di­ri­gir dis­tin­tos mi­nis­te­rios. En es­ta eta­pa, ya los pues­tos de la Igle­sia son una es­pe­cie de em­pleos. Se si­gue con las ac­ti­vi­da­des, pe­ro sin pa­sión, y la Igle­ sia es di­ri­gi­da por una bu­ro­cra­cia que es ca­da vez me­nos es­pi­ri­tual. Los pas­to­res via­jan, son ad­mi­ra­dos, pe­ro la Igle­sia en­tra en una me­se­ta, no au­men­ta ni

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de­cre­ce. 4. Los “aris­tó­cra­tas”: es­te es el pe­río­do en el cual la Igle­ sia co­mien­za a de­cli­nar. Los cre­yen­tes son gen­te bue­ na, da­di­vo­sa, pe­ro han per­di­do el ce­lo evan­ge­li­za­dor. Los di­ri­gen­tes son ad­mi­ra­dos y res­pe­ta­dos, pe­ro son aris­tó­cra­tas de la Igle­sia. Eso no es ma­lo, pe­ro ya no pro­du­ce. Hoy en día hay me­nos “bár­ba­ros”. Se me ocu­rre que la ma­ne­ra de pro­du­cir “bár­ba­ros” es pro­pi­ciar el ser­vi­cio y mi­nis­te­rio de los cre­yen­tes-lai­cos cuan­do es­tán lle­nos de fue­go; cuan­do no sa­ben to­da­vía las po­lí­ti­cas de las de­no­mi­na­cio­nes e igle­sias, cuan­do leen el evan­ge­lio y los he­chos de los após­to­les, lo creen y lo imi­tan. Mi tes­ti­mo­nio per­so­nal Yo na­cí en un ho­gar evan­gé­li­co. Nos reu­nía­mos con mis pa­dres en lo que fue la pri­me­ra igle­sia pen­te­cos­tal en Bue­nos Ai­res. Cuan­do era ni­ño era pa­ra mí una in­co­mo­di­dad ser pen­te­cos­tal, era co­mo un pe­so, y me de­cía a mí mis­mo: “que lás­ti­ma que no soy co­mo los de­más ve­ci­nos, ellos pue­den ha­cer lo que quie­ren”. Mis pa­dres eran rí­gi­dos y na­da per­mi­si­vos. Lue­go, a la edad de 13 años, to­mé de­ci­sión de acep­tar a Je­su­cris­to co­mo mi sal­va­dor y me bau­ti­cé. Mu­chos otros jó­ve­nes ami­gos tam­bién lo hi­cie­ron y co­men­za­mos a pre­di­car en las ca­lles acer­ca de Je­su­cris­to. Más ade­lan­te, a mis 15 años de edad, en una vi­gi­lia de ora­ción re­ci­bí la ex­pe­rien­cia del “bau­tis­mo en el Es­pí­ ri­tu San­to” y co­men­cé ha­blar en nue­vas len­guas. En aque­llos años, los gru­pos pen­te­cos­ta­les eran mi­no­ri­ta­rios en Ar­gen­ti­na. Yo fui en­via­do por mi Igle­sia a co­la­bo­rar en una con­gre­ga­ción nue­va en la zo­na del gran Bue­nos Ai­res (Bi­llin­gursth). Pre­di­cá­ba­mos, y la gen­ te se con­ver­tía. Yo co­men­cé sien­do un “bár­ba­ro”. Por otro la­do, mi pa­dre que era pas­tor, co­men­zó a re­la­cio­nar­se con her­ma­nos y pas­to­res de otras de­no­mi­ na­cio­nes. Él lle­gó a ser par­te de la FAIE en sus co­mien­

Los pen­te­cos­ta­les cree­mos que la uni­dad de la igle­sia es po­si­ble, pe­ro en una uni­dad del es­pí­ri­tu, no en la uni­dad de es­cri­to­rio. El diá­lo­go ecu­mé­ni­co tie­ne que ser in­ten­si­fi­ca­do, de­be ser lle­va­do ade­lan­te con co­ra­je con el tes­ti­mo­nio de to­dos. Te­ne­mos el du­ro y obs­ti­na­do tra­ba­jo de jun­tar to­das las ho­jas de las ra­mas ro­tas. S i g n o s

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zos, e igual­men­te man­te­nía re­la­ción con al­gu­nos sa­cer­do­tes ca­tó­li­cos. En los pri­me­ros años de nues­tra ex­pe­rien­cia to­do eso nos ale­jó un po­co de los mis­mos pen­te­cos­ta­les que no veían muy bien nues­tro acer­ca­mien­to con los ca­tó­li­cos y con otros her­ma­nos que no te­nían, se­gún es­tos, lo que se lla­ma­ba, el “evan­ge­lio com­ple­to”. Dios es ma­ra­vi­llo­so y tie­ne su agen­da. Una de las co­sas que apren­di­mos fue que Dios no es pen­te­cos­tal evan­gé­li­co tam­po­co es ca­tó­li­co. Dios es san­to. Dios es uno y Él quie­re un so­lo pue­blo. San Pa­blo di­ce que no­so­ tros es­ta­mos bau­ti­za­dos en el Es­pí­ri­tu co­mo jus­tos pa­ra for­mar la uni­dad de la Igle­sia. Un so­lo cuer­po. Es­te es el Es­pí­ri­tu Pen­te­cos­tal, la igle­sia in­di­vi­sa. Pen­te­cos­tés es la re­ve­la­ción del Dios de las Na­cio­nes, co­no­ci­do co­mo el Sal­va­dor. Por lo tan­to yo creo que es la ex­pe­rien­cia del Bau­tis­ mo en el Es­pí­ri­tu San­to: El don por la ex­ce­len­cia de la uni­dad de los cris­tia­nos. El don por la ex­ce­len­cia de la Igle­sia uni­da, y es­ta ex­pe­rien­cia vie­ne trans­ver­sal­men­te vi­vi­da por to­das las de­no­mi­na­cio­nes cris­tia­nas: pro­tes­tan­tes, or­to­do­xos, ca­tó­ li­cos, es ló­gi­co que es­ta gra­cia del Es­pí­ri­tu San­to sea el ve­hí­cu­lo de la uni­dad. El ecu­me­nis­mo ba­sa­do en la jus­ti­cia so­cial, en la bús­ que­da de la paz, por cier­to, mues­tra gra­cia de Dios y es vá­li­do pa­ra las Igle­sias, pe­ro pa­ra los pen­te­cos­ta­les el bau­tis­mo del Es­pí­ri­tu San­to es la gra­cia por ex­ce­len­cia. Los hi­jos de una fa­mi­lia no son igua­les, uno es me­jor, el otro más dís­co­lo, pe­ro son to­dos, hi­jos ama­dos. Ama­ mos a pe­sar de las di­fe­ren­cias y ama­mos con las di­fe­ren­ cias. He­mos de apren­der a ver la di­ver­si­dad, no ne­ce­sa­ria­men­te co­mo una di­vi­sión. A vi­vir la di­ver­si­dad con un co­ra­zón cu­ra­do. Cris­to fue a la cruz por el ecu­ me­nis­mo, por la uni­dad de sus dis­cí­pu­los. Los pen­te­cos­ta­les cree­mos que la uni­dad de la igle­sia es po­si­ble, pe­ro en una uni­dad del es­pí­ri­tu, no en la uni­ dad de es­cri­to­rio. El diá­lo­go ecu­mé­ni­co tie­ne que ser in­ten­si­fi­ca­do, de­be ser lle­va­do ade­lan­te con co­ra­je con el tes­ti­mo­nio de to­dos. Te­ne­mos el du­ro y obs­ti­na­do tra­ba­jo de jun­tar to­das las ho­jas de las ra­mas ro­tas. Pa­ra que el ár­bol ma­jes­tuo­so de la igle­sia que es­ta des­trui­do por los ra­yos de la de­su­nión se tor­ne más al­to, más her­mo­so, más fuer­ te. Ya que hu­bo un len­gua­je im­pues­to en el pa­sa­do: he­re­jes, her­ma­nos se­pa­ra­dos, sec­tas, etc., es ne­ce­sa­ria una re­con­ci­lia­ción que tie­ne que ver con el des­ti­no de la igle­sia, por­que Dios tie­ne un pro­yec­to: es­te pro­yec­to se lla­ma UNI­DAD. El Se­ñor no tie­ne un ha­rem. El Se­ñor no es po­lí­ga­mo. Tie­ne es­po­sa, una so­la: la Igle­sia. La igle­sia tie­ne que ser una, aun en la di­ver­si­dad; y la di­ver­si­dad tie­ne que ve­nir con un co­ra­zón re­con­ci­lia­ do, y la re­con­ci­lia­ción tie­ne que ver con una obra del es­pí­rit que es­tá sien­do de­rra­ma­do so­bre to­dos los que le aman. SV Pas­tor Hec­tor Pe­trec­ca, ar­gen­ti­no, de la Igle­sia Cris­tia­na Pen­te­cos­tal.

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ecu m enis m o c a r m e l o Á l v a r e z

Las igle­sias pen­te­cos­ta­les

y las igle­sias his­tó­ri­cas Con­vi­ven­cias en el CLAI Agra­dez­co la opor­tu­ni­dad de com­par­tir en es­te fo­ro de fa­mi­lias con­fe­sio­na­les del CLAI al­gu­nas de mis pro­pias ex­pe­rien­cias y vi­ven­cias des­de que se co­men­zó a for­mar el or­ga­nis­mo en 1978. S i g n o s

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gra­dez­co la opor­tu­ni­dad de com­par­tir en es­te fo­ro de fa­mi­lias con­fe­sio­na­les del CLAI al­gu­nas de mis pro­pias ex­pe­rien­cias y vi­ven­ cias des­de que se co­men­zó a for­mar el or­ga­nis­mo en 1978. Voy a re­fe­rir­me par­ti­cu­lar­men­te a las re­la­cio­nes en­tre igle­sias pen­te­cos­ta­les e igle­sias his­tó­ri­cas, en­fa­ti­ zan­do en cuál ha si­do nues­tra ex­pe­rien­cia, los de­sa­fíos des­de un prin­ci­pio, los acier­tos y de­sa­cier­tos, y al­gu­nas ta­reas pen­dien­tes du­ran­te es­te im­por­tan­te acer­ca­mien­to. An­tes que na­da, ca­be ubi­car­nos co­rrec­ta­men­te en lo que es­ta­ba su­ce­dien­do en La­ti­noa­mé­ri­ca y el Ca­ri­be pa­ra com­pren­der lo acon­te­ci­do en la Asam­blea de Igle­sias con­vo­ca­da por UNE­LAM en 1978 en el bal­nea­rio de Oax­te­pec, Es­ta­do de Mo­re­los, Mé­xi­co. El es­ce­na­rio eran las dic­ta­du­ras fé­rreas en Amé­ri­ca del Sur, una gue­rra cruen­ta en Cen­troa­mé­ri­ca, un en­tor­no de vio­la­cio­nes a los de­re­chos hu­ma­nos, tor­tu­ras, de­sa­pa­ri­cio­nes for­za­das, des­pla­za­mien­tos, des­tie­rros y una “gue­rra su­cia” con­tra la ma­sa del pue­blo ino­cen­te. Fue uno de los pe­río­dos más vio­len­tos y crue­les de la his­to­ria la­ti­noa­me­ri­ca­na y ca­ri­be­ña de los úl­ti­mos cin­co si­glos. Se su­ma­ban en­ton­ces a es­tos fac­to­res po­lí­ti­cos y mi­li­ ta­res una olea­da de ru­mo­res in­fun­da­dos y mu­chas ve­ces uti­li­za­dos por la pren­sa pa­ra crear su­ges­tión e his­te­ria, dos ver­sio­nes con­tra­pues­tas que pre­ten­dían con­fun­dir y pro­ba­ble­men­te des­pres­ti­giar la in­ten­ción de for­mar un con­se­jo de igle­sias. De un la­do se de­cía que es­te era un pro­yec­to ma­ni­pu­la­do por la Agen­cia Cen­tral de In­te­li­ gen­cia de los Es­ta­dos Uni­dos (co­no­ci­da por sus si­glas en in­glés co­mo CIA). Del otro la­do se pre­go­na­ba que Fi­del

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Mi per­cep­ción era y es que el CLAI no pre­ten­día ha­blar por to­das las igle­sias pro­tes­tan­tes del con­ti­nen­te; tam­po­co se as­pi­ra­ba a que el ca­mi­no de la vo­ca­ción ecu­mé­ni­ca fue­ra fá­cil, pe­ro sí que se op­ta­ra por un ca­mi­no de com­pro­mi­so y ser­vi­cio. Cas­tro y la re­vo­lu­ción cu­ba­na es­ta­ban apo­yan­do fi­nan­ cie­ra­men­te el pro­ce­so, y que era vi­si­ble con una de­le­ga­ ción nu­me­ro­sa de las igle­sias cu­ba­nas. El he­cho de que Mon­se­ñor Ser­gio Mén­dez Ar­ceo fue­ra el Obis­po de Cuer­ na­va­ca, don­de ju­ris­dic­cio­nal­men­te nos en­con­trá­ba­mos en el es­ta­do Mo­re­los, com­pli­ca­ba las co­sas. Él era vis­to co­mo un obis­po muy pro­gre­sis­ta, cer­ca­no a la teo­lo­gía de la li­be­ra­ción. El pro­pio Obis­po de ma­ne­ra en­tu­sias­ta sa­lu­dó al ple­na­rio de la Asam­blea y di­ri­gió un emo­ti­vo sa­lu­do a la de­le­ga­ción cu­ba­na allí pre­sen­te. Hay que des­ta­car va­rios ele­men­tos que con­tri­bu­ye­ron pa­ra crear un cli­ma de con­fian­za. Fue un gran acier­to ele­gir al Obis­po Fe­de­ri­co Pa­gu­ra de la Igle­sia Me­to­dis­ta Ar­gen­ti­na co­mo pre­si­den­te de la Asam­blea; pos­te­rior­ men­te se­ría elec­to co­mo nue­vo pre­si­den­te del CLAI (en for­ma­ción). És­te mos­tró aplo­mo y fle­xi­bi­li­dad, crean­do un cli­ma ne­ce­sa­rio de dis­ten­sión. Re­cuer­do ha­ber es­cu­cha­do a lí­de­res de dis­tin­ tas con­fe­sio­nes pro­tes­tan­tes pre­sen­tes en la Asam­blea re­fe­rir­se a es­te he­cho con gran sa­tis­ fac­ción. Las igle­sias pen­te­cos­ta­les pre­sen­tes en Oax­ te­pec ve­nían con mu­chas ex­pec­ta­ti­vas, y con no po­cas pre­gun­tas, pe­ro de­ter­mi­na­das a im­pul­sar un con­se­jo de igle­sias que las re­pre­ sen­ta­ra. Ha­bían te­ni­do una reu­nión en la ciu­ dad de Mé­xi­co an­tes de lle­gar a Oax­te­pec pa­ra bus­car un con­sen­so y acla­rar sus pro­pias du­das. Allí coin­ci­die­ron los obis­pos Ga­briel Vac­ca­ro de Ar­gen­ti­na y En­ri­que Chá­vez de Chi­le, Exea­rio So­sa Lu­ján de Ve­ne­zue­la, Ro­ger

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Ca­be­zas y Raúl Ca­be­zas de Cos­ta Ri­ca, y de otros paí­ses co­mo lí­de­res de un pen­te­cos­ta­lis­mo ecu­mé­ni­co la­ti­noa­ me­ri­ca­no y ca­ri­be­ño. Ya des­de la dé­ca­da del 60 hu­bo acer­ca­mien­tos en­tre es­tas igle­sias pen­te­cos­ta­les que bus­ ca­ban ma­yor pro­xi­mi­dad y co­la­bo­ra­ción en­tre ellas pa­ra pro­pi­ciar un en­cuen­tro y diá­lo­go con las igle­sias his­tó­ri­ cas. Una prue­ba fe­ha­cien­te de ello es que en 1961 la Igle­sia Pen­te­cos­tal de Chi­le y la Igle­sia Mi­sión Pen­te­cos­ tal del mis­mo país pi­die­ron su in­gre­so al Con­se­jo Mun­ dial de Igle­sias en su Asam­blea en Nue­va Del­hi, In­dia. Al lle­gar a Oax­te­pec el de­sa­fío ra­di­ca­ba en de­cir sí; y lo asu­ mie­ron. El de­sa­fío de for­mar un con­se­jo de igle­sias es­ta­ba pla­ ga­do de in­cer­ti­dum­bres y cues­tio­na­mien­tos. Pa­ra na­die era un se­cre­to que mu­chas igle­sias evan­gé­li­cas ob­ser­va­ ban con sos­pe­cha to­do lo que im­pli­ca­ba una pers­pec­ti­va ecu­mé­ni­ca. De he­cho, ha­bía ru­mo­res de que un pro­yec­to al­ter­na­ti­vo es­ta­ba en ca­mi­no. Se tra­ta­ba de lo que lue­go se de­no­mi­nó CO­NE­LA (Con­fra­ter­ni­dad Evan­gé­li­ca La­ti­ noa­me­ri­ca­na) y que se cons­ti­tu­yó en Pa­na­má. Mi per­cep­ción era y es que el CLAI no pre­ten­día ha­blar por to­das las igle­sias pro­tes­tan­tes del con­ti­nen­te; tam­po­co se as­pi­ra­ba a que el ca­mi­no de la vo­ca­ción ecu­ mé­ni­ca fue­ra fá­cil, pe­ro sí que se op­ta­ra por un ca­mi­no de com­pro­mi­so y ser­vi­cio con per­fil pro­fé­ti­co que his­tó­ ri­ca­men­te ha si­do re­pre­sen­ta­do por mi­no­rías que bus­can pro­fun­di­zar y avan­zar ha­cia la uni­dad que ya te­ne­mos en Je­su­cris­to. Es un pro­ce­so tra­ba­jo­so que va for­jan­do ins­ tan­cias y es­pa­cios des­de el con­sen­so y el acer­ca­mien­to sin mi­ni­mi­zar las di­fe­ren­cias.

Ha­ce fal­ta pro­fun­di­zar el diá­lo­go en­tre las igle­sias his­tó­ri­cas y las igle­sias pen­te­cos­ta­les. El fo­ro del CLAI es un es­pa­cio im­por­tan­te que pue­de fa­ci­li­tar ese en­cuen­tro. Hay va­rios te­mas que po­drían be­ne­fi­ciar mu­tua­men­te a am­bos sec­to­res. S i g n o s

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Es a par­tir de ese com­pro­mi­so que las igle­sias pen­te­ cos­ta­les han asu­mi­do su pa­pel en el CLAI. En el pro­ce­so de in­te­grar­se más al pro­yec­to CLAI, es­tas igle­sias han ex­pe­ri­men­ta­do en oca­sio­nes el dis­tan­cia­mien­to y el re­cha­zo de al­gu­nas igle­sias his­tó­ri­cas. La pro­pia Igle­sia Ca­tó­li­ca Ro­ma­na y su ex­pre­sión re­gio­nal en el CE­LAM, que ha si­do fuen­te de al­gu­nos cues­tio­na­mien­tos y pre­jui­ cios, mu­chas ve­ces fru­to de la ig­no­ran­cia, la in­di­fe­ren­cia y el mie­do. Ello en par­te se de­be al im­pre­sio­nan­te cre­ci­ mien­to del mo­vi­mien­to pen­te­cos­tal la­ti­noa­me­ri­ca­no y ca­ri­be­ño con to­da su di­ver­si­dad, com­ple­ji­dad y con­fu­ sión. No es ta­rea fá­cil dis­cer­nir to­das las fuer­zas y las pos­tu­ras pre­sen­tes en un es­pec­tro tan am­plio. Ade­más, las igle­sias pen­te­cos­ta­les es­ta­ble­ci­das, que nor­mal­men­te lla­ma­mos pen­te­cos­ta­lis­mo clá­si­co, el que tie­ne sus raí­ces en los mo­vi­mien­tos del Es­pí­ri­ tu a ni­vel mun­dial en­tre 1901 y 1910, de­ben ser dis­ tin­gui­das de otras ma­ni­fes­ta­cio­nes más re­cien­tes que in­c lu­y en pen­t e­c os­t a­l is­m os in­d e­p en­d ien­t es, mo­v i­ mien­tos ca­ris­má­ti­cos de to­do ti­po y las nue­vas ex­pre­ sio­nes co­mo el neo­pen­te­cos­ta­lis­mo con sus me­ga igle­sias y la teo­lo­gía de la pros­pe­ri­dad, y los mo­vi­ mien­tos lla­ma­dos “apos­tó­li­cos” con sus re­des in­ter­na­ cio­na­les, y re­gio­na­les. Ha­ce fal­ta pro­fun­di­zar el diá­lo­go en­tre las igle­sias his­tó­ri­cas y las igle­sias pen­te­cos­ta­les. El fo­ro del CLAI es un es­pa­cio im­por­tan­te que pue­de fa­ci­li­tar ese en­cuen­tro. Hay va­rios te­mas que po­drían be­ne­fi­ciar mu­tua­men­te a am­bos sec­to­res. Pa­ra tra­tar de ilus­trar al­gu­nos po­si­bles te­mas, plan­teo al­gu­nos que po­drían

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ser ur­gen­tes: 1. Mi­sión y evan­ge­li­za­ción: Las igle­sias pen­te­cos­ta­les traen al diá­lo­go su fer­vor evan­ge­lís­ti­co, las igle­sias his­tó­ri­cas la re­fle­xión bí­bli­coteo­ló­gi­ca so­bre la mi­sión de Dios. 2. Cre­ci­mien­to: Las igle­sias pen­te­cos­ta­les com­par­ten su ex­pe­rien­cia de éxi­to en el cre­ci­mien­to nu­mé­ri­co y su pre­sen­cia en am­plios sec­to­res so­cia­les. Las igle­sias his­tó­ri­cas ofre­cen la pers­pec­ti­va del dis­ci­pu­la­do y la for­ma­ción in­te­gral. 3. Éti­ca: Am­bas tra­di­cio­nes de­ben pro­pi­ciar un acer­ca­mien­ to pa­ra de­ba­tir te­mas co­mo la co­rrup­ción, la vio­len­ cia, la po­lí­ti­ca y lo po­lí­ti­co, el ejer­ci­cio del po­der y la di­men­sión de la jus­ti­cia, paz e in­te­gri­dad de la crea­ ción, des­de un en­fo­que que in­clu­ye lo per­so­nal, lo co­mu­ni­ta­rio y lo cós­mi­co. 4. Her­me­néu­ti­ca bí­bli­ca: Las igle­sias his­tó­ri­cas traen al diá­lo­go su en­fo­que con­tex­tua­li­za­dor con el avan­ce de los es­tu­dios bí­bli­cos y las igle­sias pen­te­cos­ta­les el apre­cio por la Pa­la­bra co­mo por­ta­do­ra de bue­nas nue­vas a tra­vés del Es­pí­ri­tu.

¿Po­drán las igle­sias pen­te­cos­ ta­les apor­tar el ím­pe­tu re­no­ va­dor y la fuer­za del Es­pí­ri­tu que le die­ron su im­pul­so a prin­ci­pios del si­glo XX en las con­di­cio­nes ac­tua­les de prin­ci­pios del si­glo XXI? Yo com­par­to la in­quie­tud y es­pe­ro que am­bos sec­to­res ha­gan el es­fuer­zo de se­guir jun­tos co­mo igle­sias que bus­can ser­vir me­jor a un con­ti­nen­te que lo ne­ce­si­ta. 5. Lo ecu­mé­ni­co: Co­mo ex­pe­rien­cia de con­vi­ven­cia y coo­pe­ra­ción, in­te­gran­do la dia­co­nía y la koi­no­nía, des­de un ecu­me­ nis­mo del Es­pí­ri­tu que con­vo­ca a la uni­dad en la di­ver­ si­dad. Com­pren­der lo ecu­mé­ni­co des­de la di­men­sión bí­bli­ca y teo­ló­gi­ca es un de­sa­fío pa­ra mu­chas igle­sias pen­te­cos­ta­les; rom­per las ba­rre­ras de pre­jui­cios y los es­te­rio­ti­pos ca­ri­ca­tu­res­cos es un de­sa­fío pa­ra mu­chas igle­sias his­tó­ri­cas. Jo­sé Mí­guez Bo­ni­no ha in­ter­ve­ni­do en dis­tin­tos con­ tex­tos con pre­sen­cia de igle­sias his­tó­ri­cas y/o igle­sias pen­te­cos­ta­les, dos de­sa­fíos que a él le pa­re­cen cru­cia­les. Por un la­do, le pre­gun­ta a las igle­sias his­tó­ri­cas: ¿Qué ha­rán en el fu­tu­ro de Amé­ri­ca la­ti­na y el Ca­ri­be? Por otro la­do, le pre­gun­ta a las igle­sias pen­te­cos­ta­les: ¿Po­drán las igle­sias pen­te­cos­ta­les apor­tar el ím­pe­tu re­no­va­dor y la fuer­za del Es­pí­ri­tu que le die­ron su im­pul­so a prin­ci­pios del si­glo XX en las con­di­cio­nes ac­tua­les de prin­ci­pios del si­glo XXI? Yo com­par­to la in­quie­tud y es­pe­ro que am­bos sec­to­res ha­gan el es­fuer­zo de se­guir jun­tos co­mo igle­sias que bus­can ser­vir me­jor a un con­ti­nen­te que lo ne­ce­si­ta. En ello el CLAI se­rá un ins­tru­men­to va­lio­so si se lo pro­po­ne.SV Carmelo Álvarez es teólogo y biblista puertorriqueño.

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s o ciedad v í c t o r r e y

¡La ima­gi­na­ción al po­der! A 40 años del Ma­yo 68

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cua­tro dé­ca­das de es­tos acon­te­ci­mien­tos, los pro­ta­go­nis­tas de ma­yo del 68 ex­pe­ri­men­tan, en ge­ne­ral, un sen­ti­mien­to de sa­tis­fac­ción: los ob­je­ti­vos se al­can­za­ron glo­bal­men­te en las so­cie­da­des oc­ci­den­ta­les. Pe­ro los ene­mi­gos de ese pro­ce­so no se rin­ den; con­si­de­ran que la ci­vi­li­za­ción oc­ci­den­tal se vi­no aba­jo du­ran­te esas tres se­ma­nas. De es­ta ma­ne­ra, du­ran­ te su cam­pa­ña, el Pre­si­den­te Ni­co­lás Sar­kozy ata­có vio­ len­ta­men­te la he­ren­cia de ma­yo del 68, acu­sán­do­la de ser ma­triz del re­la­ti­vis­mo mo­ral que se ha­bría apo­de­ra­do del Oc­ci­den­te. “Ma­yo del 68” ha de­ve­ni­do en un mo­vi­mien­to le­gen­ da­rio de la his­to­ria de Fran­cia: las mu­je­res se li­be­ra­ron, el se­xo pa­só a ser al­go nor­mal, la edu­ca­ción se abrió y el cen­tro de tra­ba­jo se hu­ma­ni­zó. Pe­ro co­mo to­dos los mi­tos, és­te cla­ma por ser de­sa­fia­do. Ya son cua­ren­ta años de es­te he­cho que mar­có la his­ to­ria de Fran­cia y el mun­do. Hoy, los de ma­yo del 68 son hom­bres y mu­je­res con po­der en el go­bier­no fran­cés y en la pren­sa pa­ri­si­na. Los con­ser­va­do­res los han odia­do siem­pre, pe­ro in­clu­so los jó­ve­nes iz­quier­dis­tas los es­tán ata­can­do. Sus crí­ti­cos de­nun­cia­ron su in­di­vi­dua­lis­mo he­do­nis­ta, ale­gan­do que des­tru­yó el sen­ti­do del de­ber cí­vi­co del fran­cés. Cul­pan a sus ex­ce­sos por la reac­ción de la de­re­cha que aho­ra es­tá cre­cien­do en el país. Se pre­ gun­tan si los es­tu­dian­tes que co­men­za­ron sus ca­rre­ras co­mo los após­to­les del cam­bio, no se han con­ver­ti­do hoy en sus ene­mi­gos. Más allá de es­tas cir­cuns­tan­cias lo­ca­les, el ba­lan­ce de ma­yo del 68 se tra­du­ce, an­tes que na­da, en una trans­for­ma­ción con­si­de­ra­ble de las cos­tum­bres de Oc­ci­den­te, de los va­lo­res y de las re­la­cio­nes so­cia­les: en

“Ma­yo del 68” ha de­ve­ni­do un mo­vi­mien­to le­gen­da­rio de la his­to­ria de Fran­cia: las mu­je­res se li­be­ra­ron, el se­xo pa­só a ser al­go nor­mal, la edu­ca­ción se abrió y el cen­tro de tra­ba­jo se hu­ma­ni­zó. Pe­ro co­mo to­dos los mi­tos, és­te cla­ma por ser de­sa­fia­do. S i g n o s

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Edwy Plenel

Da­niel Cohn-Ben­dit

sus­tan­cia, una so­cie­dad in­di­vi­dua­lis­ta su­plan­tó a la so­cie­dad je­rár­qui­ca. Es­te in­di­vi­dua­lis­mo se ma­ni­fies­ta en la vi­da pri­va­da: ma­yo del 68 ini­ció una li­be­ra­ción se­xual que coin­ci­dió con la píl­do­ra an­ti­con­cep­ti­va. Es­ta li­be­ra­ción se­xual lle­vó, por su la­do, a la re­la­ti­vi­za­ción del ma­tri­mo­nio: se for­ma­ ron otros ti­pos de pa­re­jas, y el di­vor­cio se vol­vió co­mún. El au­to­ri­ta­ris­mo tam­bién se vi­no aba­jo en las em­pre­ sas, don­de los mo­dos de ges­tión más par­ti­ci­pa­ti­vos sus­ ti­tu­ye­ron a la je­rar­quía pa­tro­nal. Las igle­sias cris­tia­nas evo­lu­cio­na­ron en la mis­ma di­rec­ción, lo que am­pli­fi­có la li­be­ra­li­za­ción que ha­bía si­do es­bo­za­da por el Con­ci­lio Va­ti­ca­no II. En el ám­bi­to de las so­cie­da­des oc­ci­den­ta­les y en di­fe­ren­tes gra­dos, pe­ro so­bre to­do en las uni­ver­si­da­des fran­ce­sas, nun­ca más vol­vió a exis­tir una je­rar­quía au­to­ri­ta­ria y ab­so­lu­ta; en to­das par­tes hu­bo que per­mi­ tir una en­se­ñan­za más par­ti­ci­pa­ti­va, y con­sul­tar a los es­tu­dian­tes.

La vi­da po­lí­ti­ca, por úl­ti­mo, su­frió el te­rre­mo­to adop­ tan­do un es­ti­lo más re­la­ja­do, más cer­ca­no a las preo­cu­pa­ cio­nes co­ti­dia­nas. El gau­llis­mo, he­ren­cia de la tra­di­ción mo­nár­qui­ca fran­ce­sa, no so­bre­vi­vió a la sa­cu­di­da de ma­yo del 68: el mis­mo De Gau­lle se de­ci­dió a re­nun­ciar un año más tar­de. En el mun­do ideo­ló­gi­co, la víc­ti­ma más ob­via de ma­yo del 68 fue el mar­xis­mo: los lí­de­res de ma­yo del 68 eran anar­quis­tas y por lo tan­to, an­ti­co­mu­nis­tas. Más sig­ ni­fi­ca­ti­vas que es­te de­ba­te teó­ri­co, las re­vuel­tas de Eu­ro­ pa del Es­te anun­cia­ban tam­bién el es­ta­do ca­la­mi­to­so del mar­xis­mo tan­to co­mo ideo­lo­gía co­mo en su prác­ti­ca del ejer­ci­cio del po­der. En la prác­ti­ca, se ne­ce­si­ta­rían aún vein­te años pa­ra que los par­ti­dos co­mu­nis­tas de­sa­pa­re­ cie­ran de ver­dad; pe­ro la se­mi­lla de su muer­te ha­bía si­do sem­bra­da ya en el año 68. El ver­da­de­ro pro­ble­ma es que aque­llos vo­ci­fe­ran­tes jó­ve­nes de ma­yo de 1968 han cre­ci­do. En­con­tra­ron tra­ ba­jos, ini­cia­ron ca­rre­ras, com­pra­ron ac­cio­nes y asu­mie­

El au­to­ri­ta­ris­mo tam­bién se vi­no aba­jo en las em­pre­sas, don­de los mo­dos de ges­tión más par­ti­ci­pa­ti­vos sus­ti­tu­ye­ron a la je­rar­quía pa­tro­nal. Las igle­sias cris­tia­nas evo­lu­cio­na­ron en la mis­ma di­rec­ción, lo que am­pli­fi­có la li­be­ra­li­za­ción que ha­bía si­do es­bo­za­da por el Con­ci­lio Va­ti­ca­no II. S i g n o s

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Es­tos acon­te­ci­mien­tos de ma­yo del 68 se apa­ga­ron de ma­ne­ra de ma­ne­ra tan ines­pe­ra­da co­mo aque­lla en que ha­bían sur­gi­do: en tres se­ma­nas, to­do vol­vió al or­den an­te­rior, apa­ren­te­men­te. Los es­tu­dian­tes vol­vie­ron a la uni­ver­si­dad, los obre­ros a sus fá­bri­cas, los cu­ras, a sus pa­rro­ quias y el ge­ne­ral De Gau­lle, a la pre­si­den­cia. En rea­li­dad, to­do ha­bía cam­bia­do. ron hi­po­te­cas, y se con­vir­tie­ron en par­te de la cla­se po­de­ro­sa a la que una vez qui­sie­ron des­truir. El au­to­pro­ cla­ma­do “por­ta­voz del mo­vi­mien­to re­vo­lu­cio­na­rio”, Da­niel Cohn-Ben­dit, co­no­ci­do co­mo “Danny el Ro­jo”, es hoy miem­bro del Par­la­men­to Eu­ro­peo por los Eco­lo­gis­ tas Ale­ma­nes. Jac­ques Sau­va­geot, ex di­ri­gen­te del sin­di­ ca­to de es­tu­dian­tes, es di­rec­tor de la Es­cue­la de Be­llas Ar­tes de Ren­nes. El ex mar­xis­ta Edwy Ple­nel es edi­tor del prin­ci­pal dia­rio de la na­ción, Le Mon­de. Los del 68 pa­re­cen ha­ber he­cho rea­li­dad la pro­fe­cía del in­te­lec­tual con­ser­va­dor Ray­mond Aron, he­cha po­cas se­ma­nas des­pués de que las ba­rri­ca­das fue­ran le­van­ta­das: “To­das las re­vo­lu­cio­nes fran­ce­sas han re­for­za­do al fi­nal al Es­ta­do, y han de­te­rio­ra­do la cen­tra­li­za­ción de la bu­ro­cra­ cia”. “To­da la ima­gi­na­ción al po­der”, so­lían de­cir, pe­ro cuan­do fue­ron pues­tos a prue­ba, la ima­gi­na­ción les fa­lló. “A fi­na­les de 1968, Fran­cia era el país más ac­ti­vo, cam­ bian­te y cre­cien­te del mun­do”, di­jo el so­ció­lo­go Em­ma­ nuel Todd. Es­tos acon­te­ci­mien­tos de ma­yo del 68 se apa­ga­ron de ma­ne­ra de ma­ne­ra tan ines­pe­ra­da co­mo aque­lla en que

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ha­bían sur­gi­do: en tres se­ma­nas, to­do vol­vió al or­den an­te­rior, apa­ren­te­men­te. Los es­tu­dian­tes vol­vie­ron a la uni­ver­si­dad, los obre­ros a sus fá­bri­cas, los cu­ras, a sus pa­rro­quias y el ge­ne­ral De Gau­lle, a la pre­si­den­cia. En rea­li­dad, to­do ha­bía cam­bia­do. Y no só­lo en Fran­cia. Ca­da país ha­bía vi­vi­do, en efec­ to, un ma­yo del 68 a su ma­ne­ra: en los Es­ta­dos Uni­dos, el pa­ci­fis­mo de los es­tu­dian­tes con­tra la gue­rra de Viet­ nam lle­va­ría tar­de o tem­pra­no al re­ti­ro es­ta­dou­ni­den­se. En Var­so­via y Pra­ga, los le­van­ta­mien­tos es­tu­dian­ti­les con­tra la ocu­pa­ción so­vié­ti­ca re­ve­la­ban has­ta qué pun­to el co­mu­nis­mo en Eu­ro­pa del Es­te no era más que un frá­ gil bar­niz. En Amé­ri­ca La­ti­na, es­tu­dian­tes y obre­ros y ve­te­ra­nos de Pa­ris 68 vol­vie­ron a sus paí­ses a fo­men­tar re­vo­lu­cio­nes so­cia­les.SV

Víc­tor Rey es chi­le­no y pas­tor bau­tis­ta.

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literatura leopoldo cer vantes-ortiz

Carlos Monsiváis:

Siempre ubicuo, nunca predecible

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n el pro­tes­tan­tis­mo me­xi­ca­no del si­glo XX, al­gu­nos nom­bres han tras­pa­sa­do los lí­mi­tes de lo me­ra­men­te ecle­siás­ti­co pa­ra ocu­par es­pa­cios en el ám­bi­to cul­tu­ral. Al­ber­to Rem­bao y Gon­za­lo BáezCa­mar­go per­te­ne­cie­ron a una ge­ne­ra­ción en la que es­ta co­rrien­te re­li­gio­sa no te­nía mu­cha acep­ta­ción. A pe­sar de ello, am­bos se ga­na­ron un lu­gar im­por­tan­te en diá­lo­go con los es­cri­to­res de su tiem­po, mien­tras tra­ba­ja­ban ar­dua­men­te por de­mos­trar la for­ma en que el pro­tes­tan­ tis­mo se ha­bía in­cul­tu­ra­do en el país. Báez-Ca­mar­go, quien pre­si­dió muy jo­ven el Con­gre­so Evan­gé­li­co de La Ha­ba­na en 1929, co­la­bo­ró en al­gu­nos de los pe­rió­di­cos más im­por­tan­tes y lle­gó a pu­bli­car in­clu­so en la edi­to­rial

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ca­tó­li­ca Jus. Cul­ti­vó afa­no­sa­men­te el en­sa­yo y es­cri­bió poe­mas du­ran­te to­da su vi­da, ade­más de que fue un bi­blis­ta co­su­ma­do. Al fi­nal de su vi­da, ocu­pó un si­llón en la Aca­de­mia Me­xi­ca­na de la Len­gua. He­re­de­ro di­rec­to de esa tra­di­ción, el nom­bre de Car­ los Mon­si­váis es, des­de ha­ce mu­cho tiem­po, si­nó­ni­mo de ubi­cui­dad y hu­mor au­to­con­te­ni­do. Su om­ni­pre­sen­cia real o vir­tual, en cuan­ta ac­ti­vi­dad cul­tu­ral, su­ce­so po­lí­ti­ co o pre­sen­ta­ción de li­bro lo ame­ri­te, ates­ti­gua su avi­dez, no só­lo por es­tar al día, si­no por ca­li­brar los he­chos pa­ra con­si­de­rar su po­si­ble in­clu­sión en una cró­ni­ca o en una co­lum­na des­per­di­ga­da en el pe­rió­di­co o re­vis­ta más im­pre­de­ci­ble.

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Adol­fo Cas­ta­ñón lo ve co­mo una ciu­dad, y lo de­fi­ne en los si­guien­tes tér­mi­nos: “Es un Mar­co Po­lo de la mi­se­ria y de la opu­len­cia, un agen­te via­je­ro de la crí­ti­ca que vi­ve atra­ve­san­do las fron­te­ras so­cia­les, des­de los ba­jos fon­dos has­ta la iz­quier­da ex­qui­si­ta pa­san­do por las ma­sas y las es­tre­llas, las fi­gu­ras le­gen­da­rias y las tra­ge­dias, las más­ca­ras y las fies­tas...”. Dar cuen­ta de la tras­cen­den­cia de lo co­ti­dia­no, pa­ra de­cir­lo con un cli­ché más o me­nos acep­ta­ble, es su ob­se­ sión. Por lo tan­to, lo cro­ni­ca­ble no ne­ce­si­ta ser un pro­ duc­to cul­tu­ral de gran al­cur­nia, bas­ta con que exis­ta co­mo ob­je­to de in­te­rés pú­bli­co, y no im­por­ta­rá si se tra­ ta de un con­cier­to de Glo­ria Tre­vi, de una ex­po­si­ción de fo­to­gra­fías de lu­cha­do­res o del más re­cien­te li­bro de Car­ los Cuauh­té­moc Sán­chez. So­bre su ca­rác­ter de es­cri­tor pro­tei­co se han pu­bli­ca­ do mu­chas pá­gi­nas. De­fi­ni­do por Ser­gio Pi­tol, com­pa­ñe­ ro de ge­ne­ra­ción su­yo, Mon­si­váis es un hom­bre lla­ma­do le­gión: “A su mo­do, Car­los Mon­si­váis es un po­lí­gra­fo en per­pe­tua ex­pan­sión, un sin­di­ca­to de es­cri­to­res, una le­gión de he­te­ ró­ni­mos que por ex­cen­tri­ci­dad fir­man con el mis­mo nom­ bre. Si a us­ted le sur­ge una du­da so­bre un tex­to bí­bli­co, no tie­ne más que lla­mar­lo; se la acla­ra­rá de in­me­dia­to; lo mis­mo que si ne­ce­si­ta un da­to so­bre al­gu­na pe­lí­cu­la fil­ ma­da en 1924, 1935 o el año que se le an­to­je; quie­re sa­ber el nom­bre del re­gen­te de la ciu­dad de Mé­xi­co o el del go­ber­na­dor de So­no­ra en 1954, o las cir­cuns­tan­cias en que Die­go Ri­ve­ra pin­tó un mu­ral en San Il­de­fon­so en 1931, y que Jo­sé Cle­men­te Oroz­co ca­li­fi­có de ‘nal­ga­to­rio’, o la fi­de­li­dad de un ver­so que le es­té bai­lan­do en la me­mo­ria [...] de cual­quier gran poe­ta de nues­tra len­gua, y la res­pues­ta sur­gi­rá de in­me­dia­to: no só­lo el ver­so, si­no la es­tro­fa en la que es­tá en­gar­za­do. Es Mr. Me­mory”. (“Con Mon­si­váis, el jo­ven”, en El ar­te de la fu­ga. Mé­xi­co, Era, 1996, pp. 50-51.) Adol­fo Cas­ta­ñón lo ve co­mo una ciu­dad, y lo de­fi­ne en los si­guien­tes tér­mi­nos: “Es un Mar­co Po­lo de la mi­se­ria y de la opu­len­cia, un agen­te via­je­ro de la crí­ti­ca que vi­ve atra­ve­san­do las fron­ te­ras so­cia­les, des­de los ba­jos fon­dos has­ta la iz­quier­da ex­qui­si­ta pa­san­do por las ma­sas y las es­tre­llas, las fi­gu­ras le­gen­da­rias y las tra­ge­dias, las más­ca­ras y las fies­tas. Va en bus­ca del pre­sen­te per­di­do en la ba­su­ra de los pe­rió­di­ cos. Es un pa­sean­te y un pa­sa­je­ro del tren de la vi­da que aso­ma la ca­be­za pa­ra asis­tir al pai­sa­je cam­bian­te del sta­tus”. (“Car­los Mon­si­váis: un hom­bre lla­ma­do ciu­dad”, en Ar­bi­tra­rio de li­te­ra­tu­ra me­xi­ca­na. Pa­seos I. Mé­xi­co, Vuel­ta, 1993, p. 368.) No fal­tan per­fi­les más po­lé­mi­cos y su­ma­rios, aun­que no por ello me­nos cons­cien­tes de la im­por­tan­cia del au­tor en cues­tión. Evo­dio Es­ca­lan­te ha es­cri­to: “Mon­si­váis emer­ge a la es­ce­na li­te­ra­ria co­mo un po­lí­gra­

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fo in­cla­si­fi­ca­ble, no só­lo por la enor­me va­rie­dad de sus te­mas y sus re­gis­tros, de sus in­te­re­ses y pro­pues­tas, en los que ca­be to­do Mé­xi­co, si­no por el ca­rác­ter li­mí­tro­fe y has­ ta ca­ma­leó­ni­co de sus tex­tos”. (“La di­si­mu­la­ción y lo pos­ na­cio­nal en Car­los Mon­si­váis”, en Las me­tá­fo­ras de la crí­ti­ca. Mé­xi­co, Joa­quín Mor­tiz, 1998, p. 74.) La pa­la­bra po­lí­gra­fo no es gra­tui­ta. Al la­do de Jo­sé Emi­lio Pa­che­co, Mon­si­váis ha si­do vis­to co­mo he­re­de­ro de la tra­di­ción de Al­fon­so Re­yes, aun­que tam­bién se acep­ta que am­bos han ido más le­jos que el en­sa­yis­ta re­gio­mon­ta­no. La vas­te­dad de sus in­te­re­ses es ina­go­ta­ble y tal vez por ello bus­que es­tar pre­sen­te en cuan­ta opor­ tu­ni­dad le sur­ge de en­con­trar ma­te­rial de tra­ba­jo. La apa­ri­ción del to­mo V del Dic­cio­na­rio de es­cri­to­res me­xi­ca­nos de la UNAM vi­no a cons­ta­tar nue­va­men­te has­ta dón­de lle­gan su vo­ra­ci­dad y pro­duc­ti­vi­dad: su fi­cha es la más ex­ten­sa, pe­ro se­gu­ra­men­te han que­da­do sin re­gis­trar mu­chos tex­tos que se­gui­rán dis­per­sos to­da­ vía, has­ta que al­guien em­pren­da la oceá­ni­ca ta­rea de or­de­nar­los y re­co­pi­lar­los. So­lo la ca­ta­lo­ga­ción te­má­ti­ca plan­tea­ría ya un pro­ble­ma di­fí­cil de re­sol­ver, da­do que la me­ra enun­cia­ción de los tí­tu­los no se­ría de nin­gu­na ma­ne­ra una cla­ve pa­ra afron­tar tal ta­rea. Es­to se ex­pli­ca­

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Si a to­do eso agre­ga­mos la in­fluen­cia de la Bi­blia en su vi­da y obra, de­bi­da a su for­ma­ción pro­tes­tan­te, se des­cu­bri­rá un sus­tra­to pro­fun­do que, mu­chas ve­ces, no se to­ma muy en se­rio a la ho­ra de plan­tear­se el pro­ble­ma de su es­cri­tu­ra. ría, en par­te, por la con­fluen­cia y la si­mul­ta­nei­dad de ideas y ob­ser­va­cio­nes que ma­ne­ja en ca­da ar­tí­cu­lo, pró­ lo­go, en­sa­yo o cró­ni­ca. Des­de su muy tem­pra­na au­to­bio­gra­fía, Mon­si­váis mos­tra­ba ya los sín­to­mas de la ele­fan­tia­sis li­te­ra­ria que aca­ba­ría por do­mi­nar­lo. Sir­va de ejem­plo la si­guien­te ci­ta, en la que da tes­ti­mo­nio de sus nue­vas lec­tu­ras en la épo­ca en que in­gre­só a la uni­ver­si­dad: “Gra­cias a Ser­gio Pi­tol me exi­lié de las lec­tu­ras a que Vi­cen­te Mag­da­le­no —el úni­co maes­tro que ha­bía co­no­ci­ do— me lle­vó. Bor­ges, Al­fon­so Re­yes, Faulk­ner, Dos Pas­ sos, Scott Fitz­ge­rald, Ni­cho­las Bla­ke, Tho­mas Mann, Gi­de, He­ming­way, Nat­ha­niel West, E.M. Fors­ter, sus­ti­tu­ ye­ron de gol­pe a Hes­se, Eh­ren­burg, los bie­na­ven­tu­ra­dos es­cri­to­res es­pa­ño­les y de­más ído­los de mi pri­me­ra ado­les­ cen­cia. En la li­te­ra­tu­ra nor­tea­me­ri­ca­na ha­llé la vi­va con­cien­cia de un país en ple­no mo­vi­mien­to, mu­cho más allá de su tiem­po. Veía en Nor­tea­mé­ri­ca el lu­gar don­de la li­te­ra­tu­ra trans­for­ma al país y don­de el país se ha­cía vi­si­ ble, in­ten­so en la no­ve­la. La ge­ne­ra­ción per­di­da me sa­cu­ día y los com­pro­me­ti­dos (Cald­well, John Stein­beck, Ja­mes T. Fa­rrell, Ro­bert Penn Wa­rren) me ab­sor­bían. Por la li­te­ra­tu­ra in­gle­sa y a tra­vés de mi re­go­ci­ja­da lec­tu­ra de Cuer­pos vi­les y De­ca­den­cia y caí­da, las no­ve­las de Waugh, des­cu­brí la sá­ti­ra, los lí­mi­tes del chis­te y el hu­mor de Jar­diel Pon­ce­la. De pron­to, Waugh me re­ve­ló, al bur­ lar­se de las pre­ten­sio­nes so­cia­les de la In­gla­te­rra de los vein­tes, la fa­li­bi­li­dad ab­so­lu­ta de un neo­por­fi­ris­mo que en­ton­ces ini­cia­ba su mar­cha triun­fal”. (Car­los Mon­si­váis. Mé­xi­co, Em­pre­sas Edi­to­ria­les, 1966, pp. 48-49.) Su eclec­ti­cis­mo co­mo lec­tor le per­mi­tió arri­bar, en el mo­men­to de to­mar la plu­ma, a un es­ti­lo en cu­ya for­ma­ ción in­flu­yó de ma­ne­ra de­ter­mi­nan­te la obra de Sal­va­dor No­vo. Él mis­mo se re­fie­re a ello cuan­do afir­ma: “Mis pri­me­ras in­ci­ta­cio­nes al pla­gio se lla­ma­ron Al­fon­so Re­yes y Sal­va­dor No­vo [...] Por No­vo en­tien­do que el es­pa­ñol no es na­da más el idio­ma que los aca­dé­mi­cos han re­gis­tra­do a su nom­bre, si­no al­go vi­vo, útil, que me per­te­ ne­ce. Por No­vo apren­dí que el sen­ti­do del hu­mor no di­fa­ ma­ba la esen­cia na­cio­nal ni mor­ti­fi­ca­ba ex­ce­si­va­men­te a la Ro­ton­da de los Hom­bres Ilus­tres; en No­vo he es­tu­dia­do la iro­nía y la sá­ti­ra y la sa­bi­du­ría li­te­ra­ria, y si no he apren­di­do na­da, don’t bla­me him”. (Ibid., pp. 49-50.) Si a to­do eso agre­ga­mos la in­fluen­cia de la Bi­blia en su vi­da y obra, de­bi­da a su for­ma­ción pro­tes­tan­te, se des­ cu­bri­rá un sus­tra­to pro­fun­do que, mu­chas ve­ces, no se to­ma muy en se­rio a la ho­ra de plan­tear­se el pro­ble­ma de su es­cri­tu­ra. So­bre es­te as­pec­to, y ca­si de ma­ne­ra co­la­te­ ral, Em­ma­nuel Car­ba­llo, su edi­tor, de­cía que era un “lec­tor que lo mis­mo tran­si­ta por los do­mi­nios de la eco­

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no­mía, la so­cio­lo­gía y la po­lí­ti­ca que por los ca­mi­nos si­nuo­sos de la li­te­ra­tu­ra, las re­vis­tas [...], los co­mics y las ho­jas sub­ver­si­vas de di­fu­sión mi­no­ri­ta­ria [...], sec­ta­rio en cues­tio­nes de co­mi­da y co­mo buen hi­jo de fa­mi­lia pro­tes­ tan­te, ene­mi­go del al­co­hol y de los ine­vi­ta­bles pla­ce­res ad­ya­cen­tes”. (Ibid., pp. 5-6.) Jo­sé Emi­lio Pa­che­co tam­bién ha ha­bla­do acer­ca de la for­ma en que Mon­si­váis com­par­tía sus lec­tu­ras bí­bli­cas a quie­nes, co­mo Pa­che­co, ha­bían es­ta­do ale­ja­dos de di­cha in­fluen­cia: “En la fe­liz ig­no­ran­cia del por­ve­nir com­bi­na­mos sin sa­ber­lo al­ta cul­tu­ra y cul­tu­ra po­pu­lar: pro­gra­mas tri­ples en vie­jos ci­nes ya tam­bién de­sa­pa­re­ci­dos, lec­tu­ra de la Bi­blia en la ver­sión de Rei­na y Va­le­ra que yo ig­no­ra­ba co­mo buen ni­ño ca­tó­li­co, del mis­mo mo­do que me ha­bía man­te­ni­do a dis­tan­cia de los poe­tas ro­jos co­mo Ne­ru­da y Va­lle­jo”. (“Car­los Mon­si­váis, 35 años des­pués”, en La Jor­ na­da, 17 de ene­ro de 1993, p. 38). Ha­ce fal­ta, a es­tas al­tu­ras, un buen es­tu­dio que di­lu­ ci­de los in­men­sos y pro­fun­dí­si­mos va­sos co­mu­ni­can­tes que exis­ten en­tre la li­te­ra­tu­ra bí­bli­ca y la obra de Mon­si­ váis, por­que las es­ca­sas ob­ser­va­cio­nes en es­te sen­ti­do só­lo han to­ca­do de ma­ne­ra tan­gen­cial el asun­to. Cas­ta­ ñón, muy jus­ta­men­te, se ex­pre­sa al res­pec­to de la si­guien­te ma­ne­ra: “La pre­des­ti­na­ción aflo­ra tam­bién en otro de los re­cur­sos pre­fe­ri­dos del cro­nis­ta: la ci­ta, la pa­ro­dia o la pa­rá­fra­sis bí­bli­ca, la re­fe­ren­cia ine­vi­ta­ble al An­ti­guo Tes­ta­men­to, el pe­rio­dis­mo co­mo evan­ge­li­za­ción dan a la des­crip­ción mon­si­vaí­ti­ca la fi­je­za de una com­pro­ba­ción. En la con­sis­ ten­cia re­li­gio­sa de es­te na­cio­na­lis­mo, los tiem­pos per­fec­tos

de las ci­tas bí­bli­cas con­tras­tan con el pre­sen­te, con el ob­se­si­vo in­di­ca­ti­vo de lo efí­me­ro, en­ce­rrán­do­lo en un mar­co de le­yen­da fa­laz y de sa­ga ins­tan­tá­nea, pre­fa­bri­ ca­da por la voz que, des­de la ra­dio, agi­ta las pá­gi­nas”. (A. Cas­ta­ñón, op. cit., pp. 374-375.) Otro as­pec­to des­ta­ca­ble es la ine­xis­ten­cia de lí­mi­tes, en sus en­sa­yos, en­tre cul­tu­ra cul­ta y po­pu­lar, un asun­to del que se ha ocu­pa­do va­rias ve­ces De ahí su avi­dez por to­do lo que se mue­va, sea ci­ne, mú­si­ca, no­ve­la, poe­sía... Jo­sé Mi­guel Ovie­do re­su­me muy bien la ac­ti­tud de Mon­ si­váis con res­pec­to a la cul­tu­ra po­pu­lar y a la for­ma en que és­ta apa­re­ce en su obra: “Per­te­ne­cien­te a una ge­ne­ra­ción que ma­du­ró con Tla­te­ lol­co y to­do el es­pí­ri­tu de re­vuel­ta y ne­ga­ción de la épo­ca, Mon­si­váis es un crí­ti­co per­ti­naz de la cul­tu­ra ‘ofi­cial’. [...] Más que a los li­bros e ins­ti­tu­cio­nes cul­tu­ra­les del es­ta­ blish­ment, el au­tor de­be su cul­tu­ra a los men­sa­jes y sím­ bo­los del ci­ne co­mer­cial, la ra­dio y la te­le­vi­sión, el len­gua­je de la ca­lle y las mi­to­lo­gías ins­tan­tá­neas de la ju­ven­tud [...] Con una pro­sa sar­cás­ti­ca, lle­na de co­lor y di­na­mis­mo, Mon­si­váis mues­tra al­go im­por­tan­te: có­mo el Mé­xi­co pro­fun­do ha evo­lu­cio­na­do por su cuen­ta, al mar­ gen de las pre­vi­sio­nes del Es­ta­do y la re­tó­ri­ca del go­bier­ no”. (Bre­ve his­to­ria del en­sa­yo his­pa­noa­me­ri­ca­no. Ma­drid, Alian­za Edi­to­rial, 1991, p. 145.) Se­me­jan­te am­pli­tud de gus­tos e in­te­re­ses pro­pi­cia una dis­per­sión ma­yor, que al­gu­nos ven co­mo una ac­ti­tud ve­lei­do­sa y po­co con­cen­tra­da. Sin em­bar­go, y a des­pe­cho de ta­les crí­ti­cas, con el pa­so de los años, el es­ti­lo Mon­si­ váis se ha im­pues­to de ma­ne­ra irre­fu­ta­ble co­mo una es­pe­cie de es­cri­tu­ra ri­tual, iden­ti­fi­ca­ble se­gún el me­dio im­pre­so don­de apa­rez­can pu­bli­ca­dos. En unos, po­de­mos en­con­trar al Mon­si­váis más di­rec­ta­men­te in­te­re­sa­do en to­mar el pul­so de la vi­da na­cio­nal, aun­que sin ex­cluir la re­vi­sión de asun­tos li­te­ra­rios; en otros, pue­den dar­se ci­ta co­lum­nas po­lí­ti­cas de alien­to más am­plio, pues­to que ca­li­bran los su­ce­sos con ma­yor pers­pec­ti­va; y en unos más, aun cuan­do sus co­la­bo­ra­cio­nes sean po­co fre­cuen­ tes, se pu­bli­can tex­tos di­sím­bo­los so­bre ma­te­rias de más am­plio re­gis­tro, re­vi­sio­nes o ac­tua­li­za­cio­nes de te­mas tra­ta­dos pre­via­men­te. Des­de los tiem­pos de La Cul­tu­ra en Mé­xi­co, de la re­vis­ta Siem­pre!, Mon­si­váis no ha que­ri­ do que­dar­se re­za­ga­do en la au­to­com­pla­cen­cia de quien ya do­mi­na una ac­tua­li­dad y pue­de es­tar en ries­go de per­ der­se en la si­mul­ta­nei­dad de su­ce­sos que de­man­dan aná­li­sis pun­tua­les por su im­por­tan­cia.SV Leo­pol­do Cer­van­tes-Or­tiz es me­xi­ca­no, pres­bi­te­ria­no.

Mon­si­váis es un crí­ti­co per­ti­naz de la cul­tu­ra ‘ofi­cial’. [...] Más que a los li­bros e ins­ti­tu­cio­nes cul­tu­ra­les del es­ta­blish­ment, el au­tor de­be su cul­tu­ra a los men­sa­jes y sím­bo­los del ci­ne co­mer­cial, la ra­dio y la te­le­vi­sión, el len­gua­je de la ca­lle y las mi­to­lo­gías ins­tan­tá­neas de la ju­ven­tud [...] S i g n o s

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p ensa m ient o joachim h. fischerl

His­tó­ria dos dog­mas, his­tó­ria da teo­lo­gia, his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão Con­si­de­ra­ções so­bre al­guns con­cei­tos da his­to­rio­gra­fia ecle­siás­ti­ca

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er­gun­ta­do por um pro­fes­sor da lei (es­cri­ba) qual era o mais im­por­tan­te de to­dos os man­da­men­tos di­vi­ nos, Je­sus ci­tou, na pri­mei­ra par­te de sua res­pos­ta, o iní­cio do fa­mo­so Sch­’ma, a con­fis­são da co­mu­ni­da­de ju­dai­ ca. As pri­mei­ras pa­lav­ras do Sch­’ma re­zam: “Es­cu­te, po­vo de Is­rael! O Eter­no, e so­men­te o Eter­no, é o nos­ so Deus. Por­tan­to, amem o Eter­no, o nos­so Deus, com to­do o co­ra­ção, com to­da a al­ma e com to­das as for­ças.” (Dt 6.4-5). Na bo­ca de Je­sus, es­sas pa­lav­ras, se­gun­do Mar­cos, re­ce­ bem um acrés­ci­mo sig­ni­fi­ca­ti­vo: “Ame o Sen­hor seu Deus com to­do o co­ra­ção, com to­da a al­ma, com to­da a men­te, e com to­das as for­ças.” (Mc 12.30). O re­la­cio­na­men­to com Deus in­clui tam­bém a es­fe­ra da men­te, da ra­zão, do pen­sar. O mes­mo po­de­mos cons­ta­tar em Lu­cas, on­de o man­da­men­to é ci­ta­do pe­lo pró­prio pro­fes­sor da lei; a “Bí­blia na Lin­gua­gem de Ho­je” tra­duz a res­pec­ti­va pa­lav­ra gre­ga, a mes­ma usa­da por Mar­cos, por “in­te­li­gên­

cia”: “Ame o Sen­hor seu Deus com to­do o co­ra­ção, com to­da a al­ma, com to­das as for­ças e com to­da a in­te­li­gên­cia.” (Lc 10.27). Em am­bos os lu­ga­res, a tra­du­ção de Al­mei­da tem “en­ten­ di­men­to”. Se­gun­do Atos, Fi­li­pe, um dos au­xi­lia­res ad­mi­nis­tra­ti­vos dos após­to­los, viu o ad­mi­nis­tra­dor de fi­nan­ças da rain­ha Can­da­ce ler o liv­ro do pro­fe­ta Isaías, na via­gem de vol­ta de Je­ru­sa­lém pa­ra a Etió­pia. Per­gun­tou-o: “O sen­hor en­ten­de o que es­tá len­do?” De­pois, con­vi­da­do a sen­tar na ca­rrua­ gem, Fi­li­pe ex­pli­cou ao fun­cio­ná­rio “aque­la par­te das Es­cri­ tu­ras” pa­ra que en­ten­des­se seu sen­ti­do, anun­ciou-lhe “a Boa No­tí­cia a res­pei­to de Je­sus” e o ba­ti­zou. Quan­do al­guém se tor­na cris­tão, um dos ele­men­tos es­sen­ciais des­se pro­ces­so é o en­ten­di­men­to das Sa­gra­das Es­cri­tu­ras e de sua men­sa­gem.

Há di­fe­ren­tes pro­pos­tas e ên­fa­ses de abor­da­gem des­sa his­tó­ria. As di­fe­ren­ças evi­den­ciam-se na es­col­ha dos con­cei­tos. En­con­tra­mos as ex­pres­sões “His­tó­ria dos dog­mas”, “His­tó­ria da dou­tri­na cris­tã”, “His­tó­ria da teo­lo­gia” e “His­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão”. Po­de­ría­mos acres­cen­tar ain­da a ex­pres­são “His­tó­ria das idéias da re­li­gio­si­da­de po­pu­lar cris­tã”. S i g n o s

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Na Ida­de Mé­dia, An­sel­mo de Can­tuá­ria (1033-1109) de­sen­vol­veu o pro­gra­ma de uma teo­lo­gia ri­go­ro­sa­men­te cien­ tí­fi­ca, —cien­tí­fi­ca se­gun­do os pa­drões de seu tem­po—. O pro­gra­ma po­de ser ca­rac­te­ri­za­do pe­la ex­pres­são la­ti­na “fi­des quae­rens in­te­llec­tum”, a fé que quer (de­se­ja) com­preen­der sua pró­pria “ra­tio” (ra­zão), a fé que quer cap­tar es­sa “ra­zão” com a in­te­li­gên­cia. Es­se que­rer é es­pon­tâ­neo, ine­ren­te à fé. Que­rer tal com­preen­são faz par­te da na­tu­re­za da fé. Não há, pois, an­ta­go­nis­mo en­tre crer e com­preen­der­/pen­sar. Ao con­ trá­rio, quem crê quer pen­sar pa­ra en­ten­der o que crê, se­gun­ do o pro­gra­ma de An­sel­mo. A fé que quer com­preen­der sua pró­pria ra­zão in­ter­na es­tá lo­ca­li­za­da no tem­po e no es­pa­ço, ou se­ja, em de­ter­mi­na­do con­tex­to. A fé e o que lhe é ine­ren­te não po­dem ser se­pa­ra­dos do con­tex­to em que es­tão in­se­ri­dos. A fé quer com­preen­der sua pró­pria ra­zão in­ter­na pa­ra que os cren­tes “es­te­jam sem­pre pron­tos pa­ra res­pon­der a qual­quer pes­soa que pe­dir que ex­pli­quem” sua fé, quer que tais pes­soas se­jam cris­tãs ou nãocris­tãs, quer que ten­ham ou não for­ma­ção eru­di­ta. Ao que­rer com­preen­der sua pró­pria ra­zão in­ter­na, a fé res­pon­de às pe­soas que lhe di­ri­gem suas per­gun­tas; res­pon­de aos de­sa­fios que lhe vêm de den­tro ou de fo­ra da co­mu­ni­da­de cris­tã. Tal que­rer da fé exis­te des­de o iní­cio do cris­tia­nis­mo. É uma ati­vi­da­de da nos­sa ca­pa­ci­da­de de pen­sar, em­bo­ra a ver­ da­dei­ra com­preen­são se­ja mais do que o re­sul­ta­do de um es­for­ço me­ra­men­te ra­cio­nal. Em to­dos os tem­pos, cris­tãos e cris­tãs re­fle­ti­ram so­bre sua fé e a ra­zão in­ter­na da mes­ma. Es­sa ati­vi­da­de cons­ti­tui um dos as­pec­tos da vi­da do po­vo de Deus no mun­do atra­vés dos tem­pos. Nes­se sen­ti­do há uma his­tó­ria des­sa ati­vi­da­de. Con­cei­tua­ção Há di­fe­ren­tes pro­pos­tas e ên­fa­ses de abor­da­gem des­sa his­tó­ria. As di­fe­ren­ças evi­den­ciam-se na es­col­ha dos con­cei­ tos. En­con­tra­mos as ex­pres­sões “His­tó­ria dos dog­mas”, “His­ tó­ria da dou­tri­na cris­tã”, “His­tó­ria da teo­lo­gia” e “His­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão”. Po­de­ría­mos acres­cen­tar ain­da a ex­pres­ são “His­tó­ria das idéias da re­li­gio­si­da­de po­pu­lar cris­tã”. A se­qüên­cia cons­ti­tui, ao mes­mo tem­po, uma es­ca­la de di­fi­cul­ da­de cres­cen­te quan­to à de­fi­ni­ção do ob­je­to da res­pec­ti­va abor­da­gem. É fá­cil di­zer o que são dog­mas. Mas é di­fí­cil cap­ tar o pen­sa­men­to cris­tão —qual? de quem?— ou as idéias da re­li­gio­si­da­de po­pu­lar cris­tã. Exis­te o pen­sa­men­to cris­tão? Não de­ve­ría­mos fa­lar, an­tes, de inú­me­ros pen­sa­men­tos cris­ tãos ou pen­sa­res cris­tãos? His­tó­ria dos Dog­mas. Dog­mas são de­fi­ni­ções teo­ló­gi­cas for­mais de enun­cia­dos fun­da­men­tais da ver­da­de cris­tã, pro­ cla­ma­das por con­cí­lios uni­ver­sais ou, na Igre­ja Ca­tó­li­ca Ro­ma­na, des­de mea­dos do sé­cu­lo XIX, tam­bém por pa­pas. Tra­ta-se de enun­cia­dos fun­da­men­tais nor­ma­ti­vos que com­ pro­me­tem a to­do­s/as, den­tro da pró­pria igre­ja. São ver­da­des dou­tri­ná­rias de­fi­ni­das pe­la igre­ja co­mo ex­pres­sões le­gí­ti­mas e ne­ces­sá­rias da fé. Nes­se sen­ti­do, o con­cei­to de “dog­ma” tem seu lu­gar apro­pria­do nas igre­jas que re­pre­sen­tam o cris­ tia­nis­mo dog­má­ti­co, ou se­ja, as Igre­jas Or­to­do­xas e a Ca­tó­ li­ca Ro­ma­na. No sé­cu­lo XIX, a co­rren­te de pen­sa­men­to cha­ma­da de his­to­ri­cis­mo (ou his­to­ris­mo) afir­ma­va o ca­rá­ter his­tó­ri­co de tu­do

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que exis­te no mun­do hu­ma­no. Mos­tra­va o con­di­cio­na­men­to his­ tó­ri­co dos fe­nô­me­nos hu­ma­nos, in­clu­si­ve de ver­da­des e dou­tri­ nas da fé cris­tã ti­das co­mo in­dis­cu­tí­veis, co­mo os dog­mas. Nes­se con­tex­to sur­gi­ram as obras clás­si­cas so­bre a his­tó­ria dos dog­mas. A mais fa­mo­sa é a de Adolf von Har­nack (1851-1930), pu­bli­ca­da pe­la pri­mei­ra vez en­tre 1885 e 1889. Har­nack de­fi­niu os dog­mas co­mo dou­tri­nas de fé cris­tãs for­ mu­la­das me­dian­te con­cei­tos e ela­bo­ra­das pa­ra o uso cien­tí­fi­coapo­lo­gé­ti­co. São as dou­tri­nas que cons­ti­tuem “o con­teú­do ob­je­ti­vo da re­li­gião”. Abran­gem o con­he­ci­men­to e re­con­he­ci­ men­to da re­den­ção efe­tua­da por Je­sus Cris­to, de Deus e do mun­ do. São con­si­de­ra­das co­mo con­ti­das nas Sa­gra­das Es­cri­tu­ras. São ofi­cial­men­te acei­tas pe­la igre­ja. Cons­ti­tuem o “de­pó­si­to da fé” (em la­tim: de­po­si­tum fi­dei). Seu re­con­he­ci­men­to é a con­di­ção da par­ti­ci­pa­ção na sal­va­ção e bem-aven­tu­ran­ça. O pró­prio Har­nack vi­sa­va à su­pe­ra­ção do cris­tia­nis­mo dog­má­ti­co. De­fen­deu um cris­tia­nis­mo não-dog­má­ti­co que ele iden­ti­fi­ca­va com a re­li­gião sim­ples de Je­sus. Ten­ta­va mos­trar que a con­cep­ção do dog­ma e sua ela­bo­ra­ção acon­te­ce­ram no so­lo do evan­gel­ho, mas co­mo obra do es­pí­ri­to gre­go. Pa­ra a fé, afir­ma­va Har­nack, dog­mas não são ne­ces­sá­rios. His­tó­ria da Teo­lo­gia. A teo­lo­gia é mais am­pla do que os dog­mas. Es­ses pres­su­põem o tra­bal­ho teo­ló­gi­co. São, his­to­ri­ ca­men­te, re­sul­ta­dos des­se tra­bal­ho, fru­tos da teo­lo­gia, em­bo­ ra o pró­prio cris­tia­nis­mo dog­má­ti­co os con­si­de­re co­mo ver­da­des re­ve­la­das e, por con­se­guin­te, ba­se e li­mi­te da teo­lo­ gia. Nem tu­do que é teo­lo­gia tor­nou-se dog­ma. Mas o sur­gi­ men­to e o de­sen­vol­vi­men­to dos dog­mas não po­dem ser en­ten­di­dos nem apre­sen­ta­dos sem que se con­he­ça a teo­lo­gia ou as teo­lo­gias que le­va­ram à sua ela­bo­ra­ção. Por is­so, dis­se Har­nack, o ho­ri­zon­te da his­tó­ria dos dog­mas de­ve ser o mais am­plo pos­sí­vel. De fa­to, sua “His­tó­ria dos Dog­mas” é uma mo­nu­men­tal his­tó­ria da teo­lo­gia das épo­cas ca­rac­te­ri­za­das pe­lo cris­tia­nis­mo dog­má­ti­co. Em ou­tros mo­men­tos e lu­ga­res his­tó­ri­cos e ou­tros con­ tex­tos, ou­tros au­to­res não se con­cen­tra­ram mais, co­mo Har­ nack, no es­for­ço de mos­trar o ca­rá­ter his­tó­ri­co dos dog­mas. Con­se­qüen­te­men­te, pu­bli­ca­ram suas obras sob o tí­tu­lo “His­ tó­ria da Teo­lo­gia”. As­sim o fez, por exem­plo, Bengt Häg­ glund. Pa­ra ele, “a ex­pres­são ‘his­tó­ria do dog­ma’” é um “tí­tu­lo pou­co sa­tis­fa­tó­rio”. Ele cons­ta­ta que as “His­tó­rias dos dog­mas” clás­si­cas são, na ver­da­de, his­tó­rias da “teo­lo­gia cris­ tã em ge­ral”. Häg­glund não tem, co­mo Har­nack, a in­ten­ção de cri­ti­car os dog­mas e de su­pe­rar o cris­tia­nis­mo dog­má­ti­co. Quer abs­ter-se cons­cien­te­men­te de quais­quer jul­ga­men­tos, em­bo­ra no seu tex­to, de­pois, apa­re­çam tam­bém al­gu­mas ava­ lia­ções. Afir­ma, por exem­plo, que o “sis­te­ma de dou­tri­na” do teó­lo­go ale­mão Frie­drich Da­niel Ernst Sch­leier­ma­cher (17681834) “era es­sen­cial­men­te al­heio à dou­tri­na evan­gé­li­ca da fé”, com “rein­ter­pre­ta­ção e de­tur­pa­ção de ele­men­tos es­sen­ciais da fé cris­tã”. Häg­glund tam­pou­co es­ca­pa da ne­ces­si­da­de de de­li­mi­tar a área de abran­gên­cia de sua obra. Seu cri­té­rio de de­li­mi­ta­ção é a as­sim cha­ma­da “re­gra de fé”, o re­su­mo dos as­pec­tos prin­ ci­pais da ver­da­de cris­tã. En­ten­de a teo­lo­gia co­mo “ex­pli­ca­ção da re­gra de fé ori­gi­nal”. Em sua “His­tó­ria da teo­lo­gia”, quer ana­li­sar “co­mo a re­gra de fé cris­tã tem si­do in­ter­pre­ta­da na his­tó­ria e no con­tex­to de di­fe­ren­tes gru­pos”.

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His­tó­ria da Dou­tri­na Cris­tã. O con­cei­to de “His­tó­ria da Dou­tri­na Cris­tã” pa­re­ce-me ocu­par um lu­gar in­ter­me­diá­rio en­tre os con­cei­tos de “His­tó­ria dos Dog­mas” e “His­tó­ria da Teo­lo­gia”. Con­for­me o di­cio­ná­rio, “dou­tri­na” sig­ni­fi­ca, en­tre ou­tros, o “con­jun­to de prin­cí­pios que ser­vem de ba­se a um sis­te­ma re­li­gio­so”. Em par­te, tais prin­cí­pios tor­na­ram-se dog­ mas, em par­te, não. Nes­sa con­cep­ção, a “dou­tri­na cris­tã” é mais am­pla do que o cam­po dos dog­mas, mas não tão am­pla co­mo o cam­po da teo­lo­gia. En­tre os/as que pre­ten­dem apre­ sen­tar a his­tó­ria da teo­lo­gia, há a ten­dên­cia de se con­cen­trar nos as­pec­tos prin­ci­pais da fé. Nes­se par­ti­cu­lar, os con­cei­tos de “His­tó­ria da Dou­tri­na Cris­tã” e “His­tó­ria da Teo­lo­gia” não fi­cam mui­to dis­tan­tes um do ou­tro. Tal­vez o con­cei­to de “His­ tó­ria da Dou­tri­na Cris­tã” des­ta­que mais o as­pec­to do en­si­no, da trans­mis­são das ver­da­des da fé. Cer­ta­men­te su­ge­re a idéia de tra­tar-se da­qui­lo que va­le ofi­cial­men­te na igre­ja, ou se­ja, de seus prin­cí­pios bá­si­cos. His­tó­ria do Pen­sa­men­to Cris­tão. Al­guns au­to­res usam os ter­mos “teo­lo­gia” e “pen­sa­men­to cris­tão” pra­ti­ca­men­te co­mo si­nô­ni­mos. Quan­do foi pro­pos­ta a Paul Ti­llich (18861965) a pu­bli­ca­ção das au­las que mi­nis­tra­ra na pri­ma­ve­ra de 1962 na Es­co­la de Teo­lo­gia da Uni­ver­si­da­de de Chi­ca­go, ele in­sis­tiu no tí­tu­lo “Pers­pec­ti­vas da teo­lo­gia pro­tes­tan­te nos sé­cu­los de­ze­no­ve e vin­te”. Mas na in­tro­du­ção ele lo­go dei­xa cla­ro que se tra­ta da “his­tó­ria do pen­sa­men­to”. E as au­las que pro­fe­riu em 1953, no Se­mi­ná­rio Teo­ló­gi­co Uni­do de No­va Ior­que, fo­ram pu­bli­ca­das sob o tí­tu­lo “His­tó­ria do pen­sa­men­ to cris­tão”. A ri­gor, o pen­sa­men­to cris­tão é mais abran­gen­te do que a teo­lo­gia cris­tã. Eti­mo­lo­gi­ca­men­te, “teo-lo­gia” é a fa­la a res­pei­ to de Deus. A pa­lav­ra de­sig­na qual­quer fa­la des­sa na­tu­re­za, não ape­nas aque­la que sur­ge de uma re­fle­xão me­tó­di­ca e sis­ te­má­ti­ca so­bre as ver­da­des fun­da­men­tais da fé em de­ter­mi­na­ do con­tex­to. Tal re­fle­xão se­ria teo­lo­gia no sen­ti­do res­tri­to e es­pe­cí­fi­co da pa­lav­ra, teo­lo­gia eru­di­ta, às ve­zes cha­ma­da, ho­je em dia, de teo­lo­gia cien­tí­fi­ca ou aca­dê­mi­ca. O pen­sa­men­to cris­tão, no en­tan­to, não se re­fe­re ape­nas a Deus. In­clui um sem-nú­me­ro de as­sun­tos e te­mas. Pen­sa­men­to cris­tão é tu­do o que foi pen­sa­do por cris­tãos e cris­tãs nos mais di­ver­sos mo­men­tos e lu­ga­res. En­ten­di­do des­sa ma­nei­ra, o cam­po do con­cei­to tor­na-se ili­mi­ta­do e seu con­teú­do, va­go; tal­vez nem se­quer pos­sa ser cap­ta­do. Co­mo pos­so sa­ber o que bil­hões de cris­tãos e cris­tãs pen­sa­ram ao lon­go da his­tó­ria do cris­tia­nis­ mo? Pa­re­ce que são so­bre­tu­do his­to­ria­do­res ecle­siás­ti­cos nor­ te-ame­ri­ca­nos que pre­fe­rem a ex­pres­são “his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão”. Quem fi­zer is­so, pre­ci­sa es­col­her um te­ma ou te­mas de re­fe­rên­cia pa­ra de­li­mi­tar ra­zoa­vel­men­te seu cam­po de tra­bal­ho. Abor­da, en­tão, o pen­sa­men­to cris­tão a res­pei­to dos te­mas es­col­hi­dos. O his­to­ria­dor ecle­siás­ti­co nor­te-ame­ri­ca­no Ro­land Her­ bert Bain­ton (1894-1984) de­fi­ne a his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão co­mo “o tes­te­mun­ho do es­for­ço hu­ma­no pa­ra com­preen­der e es­cla­ re­cer as im­pli­ca­ções da au­to-re­ve­la­ção de Deus no ho­mem Je­sus Cris­to”. Jus­to L. Gon­za­lez apon­ta pa­ra o fa­to de que é ine­vi­tá­vel fa­zer-se uma se­le­ção do ma­te­rial his­tó­ri­co exis­ten­te. Os cri­té­ rios da se­le­ção de­pen­dem da op­ção teo­ló­gi­ca do his­to­ria­dor,

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op­ção es­ta que até cer­to pon­to é sub­je­ti­va. Ne­la trans­pa­re­cem as pres­su­po­si­ções teo­ló­gi­cas do pró­prio his­to­ria­dor. Elas, por sua vez, le­vam-no a de­ter­mi­na­da ava­lia­ção, a de­ter­mi­na­do juí­zo so­bre a his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão. Gon­za­lez de­fen­de uma po­si­ção teo­ló­gi­ca que ad­mi­te o as­pec­to his­tó­ri­co dos dog­mas, e uma po­si­ção his­tó­ri­ca que ad­mi­te o va­lor teo­ló­gi­co dos mes­mos. Os dog­mas não são ver­da­des da­das uma vez por to­das, imu­tá­veis, não sub­me­ti­ das ao pro­ces­so his­tó­ri­co. Tam­pou­co são afir­ma­ções his­tó­ri­ cas, re­la­ti­vas, sem va­lor teo­ló­gi­co. Gon­za­lez par­te de um con­cei­to teo­ló­gi­co de ver­da­de que se en­con­tra na dou­tri­na da en­car­na­ção, que é uma das dou­tri­nas cris­tãs fun­da­men­tais. A ver­da­de “acon­te­ce” “on­de o eter­no se une ao his­tó­ri­co, on­de Deus se faz car­ne, on­de um ho­mem con­cre­to po­de di­zer, nu­ma si­tua­ção con­cre­ta: ‘Eu sou a ver­da­de.’” Pa­ra Gon­za­lez, “os dog­mas são pa­lav­ras hu­ma­nas com as quais a Igre­ja pre­ ten­de tes­te­mun­har a pa­lav­ra de Deus”. São “ins­tru­men­tos” da pa­lav­ra de Deus. Sua ver­da­de con­ sis­te no fa­to de que ne­les a ver­da­de, a pa­lav­ra de Deus, con­ fron­ta a igre­ja com a exi­gên­cia de obe­diên­cia ab­so­lu­ta.. A Sa­gra­da Es­cri­tu­ra é o cri­té­rio pa­ra ava­liá-los. Qual é a re­la­ção dos dog­mas com o pen­sa­men­to cris­tão? Gon­za­lez afir­ma que os dog­mas “fa­zem par­te” do pen­sa­men­to cris­tão. Sur­gem do mes­mo e lhe ser­vem, mais tar­de, co­mo pon­to de par­ti­da. Gon­za­lez acres­cen­ta ain­da que ja­mais hou­ve con­sen­so en­tre os cris­tãos so­bre “co­mo e quan­do uma dou­tri­na qual­quer vem a ser dog­ma”. Por is­so op­tou pe­lo tí­tu­lo “His­tó­ria do Pen­sa­men­to Cris­tão”, em vez de “His­tó­ria dos Dog­mas”. As­pec­tos la­ti­no-ame­ri­ca­nos Eduar­do Hoor­naert (nasc. em 1930) deu à sua his­tó­ria da Igre­ja Cris­tã nos três pri­mei­ros sé­cu­los o tí­tu­lo sig­ni­fi­ca­ti­vo “A me­mó­ria do po­vo cris­tão”. Seu pon­to de par­ti­da, de re­fe­ rên­cia e de che­ga­da é o po­vo cris­tão com sua me­mó­ria his­tó­ ri­ca. A his­tó­ria da Igre­ja é, sem dú­vi­da, uma ciên­cia. Mas não é, pa­ra Hoor­naert, uma ciên­cia de eru­di­tos pa­ra eru­di­tos, e, sim, uma ciên­cia a ser­vi­ço da me­mó­ria his­tó­ri­ca do po­vo cris­ tão. Nes­sa con­cei­tua­ção, a his­tó­ria da igre­ja in­clui a his­tó­ria da teo­lo­gia ou do pen­sa­men­to cris­tão. Hoor­naert afir­ma que “o ju­daís­mo e o cris­tia­nis­mo são por ex­ce­lên­cia re­li­giões da me­mó­ria, fun­da­men­ta­das na re­cor­da­ção de fa­tos his­tó­ri­cos”. As duas re­li­giões têm es­sen­cial­men­te “ca­rá­ter me­mo­rial”. Ao con­trá­rio do “pen­sa­men­to gre­go que era es­sen­cial­men­te an­ti-his­tó­ri­co”, ju­daís­mo e cris­tia­nis­mo con­ce­bem a his­tó­ria co­mo um pro­ces­so que tem uma fi­na­li­da­de; es­tá “di­ri­gi­da pa­ra um fim” e é, por is­so, “irre­ver­sí­vel”. Os cris­tãos e as cris­ tãs crêem na se­gun­da vin­da de Cris­to. Es­sa es­pe­ran­ça es­tá li­ga­da à me­mó­ria: “a me­mó­ria ca­rre­ga a es­pe­ran­ça, sem me­mó­ria cris­tã des­va­ne­ce a es­pe­ran­ça”. Daí, a lem­bran­ça tor­ na-se uma “ta­re­fa re­li­gio­sa fun­da­men­tal”. Nos três pri­mei­ros sé­cu­los, es­sa ta­re­fa foi cum­pri­da em cir­cuns­tân­cias bem es­pe­cí­fi­cas, a sa­ber, num am­bien­te de hos­ti­li­da­de, opres­são, per­se­gui­ção e, mui­tas ve­zes, ma­tan­ça de cris­tãos e cris­tãs. Des­de aque­les tem­pos, a me­mó­ria cris­tã pos­sui um “ca­rá­ter pe­cu­liar”: “Ela foi e con­ti­nua sen­do fre­qüen­te­men­te uma me­mó­ria de ven­ci­dos e hu­mil­ha­dos, mar­gi­na­li­za­dos e des­pre­za­dos.”

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Ela é, “an­tes de mais na­da”, me­mó­ria co­le­ti­va de “co­mu­ ni­da­des de ba­se”. Pa­ra des­cre­ver o tra­bal­ho do his­to­ria­dor, tam­bém do his­to­ria­dor ecle­siás­ti­co, Hoor­naert ci­ta uma pa­lav­ra do his­ to­ria­dor fran­cês Jac­ques Le Goff (nasc. em 1924), da co­rren­ te his­to­rio­grá­fi­ca re­pre­sen­ta­da pe­la re­vis­ta An­na­les (Anais) e cha­ma­da, mui­tas ve­zes, de “no­va his­tó­ria”: “A ta­re­fa do his­ to­ria­dor é a de trans­for­mar a me­mó­ria do po­vo em ciên­cia”. O his­to­ria­dor ecle­siás­ti­co, por­tan­to, pre­ci­sa “cap­tar a me­mó­ria” do po­vo e trans­for­má-la “em dis­cur­so coe­ren­te, ba­sea­do em do­cu­men­tos ob­je­ti­vos, num dis­cur­so in­te­li­gí­ vel”. Não po­de apre­sen­tar ape­nas “os as­pec­tos en­tu­sias­man­ tes” da his­tó­ria, “mas tam­bém as lu­tas, os pe­ca­dos, as fal­sas alian­ças que o cris­tia­nis­mo his­tó­ri­co [in­clu­si­ve sua teo­lo­gia] co­me­teu por in­te­res­ses nem sem­pre evan­gé­li­cos”. Num Sim­pó­sio so­bre His­tó­ria da Teo­lo­gia na Amé­ri­ca La­ti­na, rea­li­za­do em Li­ma (Pe­ru), em 1980, Ot­to Ma­du­ro apre­sen­tou im­por­tan­tes re­fle­xões epis­te­mo­ló­gi­cas re­fe­ren­tes a uma his­tó­ria es­pe­ci­fi­ca­men­te da teo­lo­gia na Amé­ri­ca La­ti­na. Creio que suas re­fle­xões pos­suem maior abran­gên­cia; po­dem ilu­mi­nar o em­preen­di­men­to de uma his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão (ou: da teo­lo­gia cris­tã) em ge­ral. Pa­ra Ma­du­ro, es­cre­ver his­tó­ria da Igre­ja é, co­mo es­cre­ver his­tó­ria em ge­ral, “uma ta­re­fa si­tua­da ob­je­ti­va­men­te (in­de­pen­den­te, pois, da von­ta­de do his­to­ria­dor), tan­to den­tro co­mo fo­ra da Igre­ja. (...) é uma ta­re­fa si­tua­da his­tó­ri­ca, so­cial, po­lí­ti­ca e in­te­lec­tual­ men­te tan­to na so­cie­da­de glo­bal, quan­to no seio da ins­ti­tui­ção ecle­siás­ti­ca”. A ta­re­fa é de­sen­vol­vi­da “a par­tir de um mo­men­to his­tó­ri­co” com sua “pers­pec­ti­va his­tó­ri­co-con­cre­ta so­bre a rea­li­da­de”, “a par­tir de uma po­si­ ção so­cial es­pe­cí­fi­ca em con­fli­to com ou­tras”, “a par­tir de um pro­je­to his­tó­ri­co em con­fli­to com ou­tros” e “a par­tir de uma co­rren­te de pen­sa­men­to opos­ta a ou­tras”. A ca­rac­te­rís­ti­ca fun­da­men­tal des­sa con­cep­ção é a “per­cep­ ção” do “ca­rá­ter ra­di­cal­men­te con­fli­ti­vo da si­tua­ção só­cioecle­sial [!] la­ti­no-ame­ri­ca­na con­tem­po­râ­nea”. Ma­du­ro e a Co­mis­são de Es­tu­dos de His­tó­ria da Igre­ja na Amé­ri­ca La­ti­na (CE­HI­LA) op­ta­ram, em suas pu­bli­ca­ções, pe­lo con­cei­to de “his­tó­ria da teo­lo­gia”. Mas Ma­du­ro pa­re­ce ter cons­ciên­cia da dis­tin­ção en­tre teo­lo­gia e pen­sa­men­to cris­ tão ao fa­lar de “teo­lo­gia e (...) pen­sa­men­to cris­tão” co­mo “ob­je­tos de es­tu­do his­tó­ri­co”. No en­tan­to, não re­fle­te so­bre es­sa dis­tin­ção nem es­tá in­te­res­sa­do em de­ter-se nes­se pon­to. Es­tá in­te­res­sa­do, nes­te lu­gar, em es­cla­re­cer o con­cei­to de teo­ lo­gia co­mo “ob­je­to da his­tó­ria”: “a teo­lo­gia é o pro­du­to de um tra­bal­ho so­cial­men­te si­tua­do”. O tra­bal­ho teo­ló­gi­co —se­gun­ do Ma­du­ro: “ler, es­cu­tar, re­fle­tir, dis­cu­tir, es­cre­ver e ex­por”— e o pro­du­to des­se tra­bal­ho, “a teo­lo­gia pro­pria­men­te di­ta”, “es­tão am­bos —em ca­da ca­so es­pe­cí­fi­co de es­tu­do— si­tua­dos em um con­tex­to só­cio-his­tó­ri­co pe­cu­liar”. Is­so sig­ni­fi­ca “que o con­tex­to so­cial es­pe­cí­fi­co (...) for­ma par­te in­te­gran­te, cons­ti­tu­ti­va, subs­tan­cial da pró­pria teo­lo­ gia”. Em ou­tras pa­lav­ras: “não se po­de en­ten­der um tex­to teo­ló­gi­co fo­ra do con­tex­to so­cial de sua pro­du­ção e di­fu­são”. Ao con­trá­rio, “pa­ra en­ten­der um tex­to teo­ló­gi­co em sua

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di­men­são exa­ta, faz-se ne­ces­sá­rio con­he­cer o con­tex­to so­cial de sua pro­du­ção e di­vul­ga­ção”. Res­si­tuar “a pro­du­ção teo­ló­gi­ca no seio” de seu con­tex­to so­cial é um de­sa­fio gi­gan­tes­co. Mas va­le co­mo ad­ver­tên­cia que quer im­pe­dir que iso­le­mos as idéias e os pen­sa­men­tos teo­ló­gi­cos da rea­li­da­de ma­te­rial, so­cial, cul­tu­ral e ecle­sial na qual sur­gi­ram e à qual ori­gi­nal­men­te per­ten­cem. Ma­du­ro men­cio­na ape­nas o con­tex­to so­cial da teo­lo­gia. Co­mo ele fa­la da his­tó­ria da teo­lo­gia na Amé­ri­ca La­ti­na, seu en­fo­que se jus­ti­fi­ca em vis­ta da con­jun­tu­ra es­pe­cí­fi­ca do con­ ti­nen­te na épo­ca. No que diz res­pei­to ao to­do da his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão de 2000 anos, creio que não se po­de sus­ ten­tar a con­cen­tra­ção ex­clu­si­va nos ele­men­tos so­ciais do con­tex­to. De­vem ser to­ma­dos em con­si­de­ra­ção tam­bém os ele­men­tos ma­te­riais, cul­tu­rais e ecle­siais. Is­so po­de ser ilus­ tra­do pe­lo se­guin­te exem­plo. Na aná­li­se da Re­for­ma re­li­gio­sa do sé­cu­lo XVI até his­to­ria­do­res mar­xis­tas ad­mi­ti­ram, ex­pres­ sa­men­te, que as ca­rac­te­rís­ti­cas pre­do­mi­nan­tes do con­tex­to da épo­ca eram ques­tões de fé, ou se­ja, ele­men­tos cul­tu­rais, no sen­ti­do am­plo da pa­lav­ra, e não ques­tões so­ciais. Na­tu­ral­ men­te não se po­de ig­no­rar o con­tex­to so­cial de nen­hu­ma teo­lo­gia. Mas, às ve­zes, o con­he­ci­men­to do con­tex­to cul­tu­ral de uma teo­lo­gia aju­da mais a en­ten­dê-la do que o con­he­ci­ men­to do con­tex­to so­cial. O que Ma­du­ro cons­ta­ta na aná­li­se “do con­tex­to só­cioecle­sial [!] la­ti­no-ame­ri­ca­no e do con­tex­to de pro­du­ção da teo­lo­gia na Amé­ri­ca La­ti­na” va­le, a meu ver, pa­ra pra­ti­ca­men­ te to­dos os con­tex­tos da teo­lo­gia ao lon­go da his­tó­ria: são com­ple­xos; con­se­qüen­te­men­te, as con­di­ções sob as quais sur­ge teo­lo­gia são com­ple­xas. Es­sas con­di­ções es­ta­be­le­cem “li­mi­tes e ten­dên­cias” pa­ra a pro­du­ção de teo­lo­gia. Pa­ra se com­preen­der o sur­gi­men­to, “a ela­bo­ra­ção, o sen­ti­do e as re­per­cus­sões de cer­ta pro­du­ção teo­ló­gi­ca” é ne­ces­sá­rio que se con­he­çam tan­to seu “con­tex­to ecle­sial es­pe­cí­fi­co” co­mo seu “con­tex­to ma­cro-so­cial [!] es­pe­cí­fi­co”. Na Amé­ri­ca La­ti­na, se­gun­do Ma­du­ro, “a pro­du­ção teo­ló­ gi­ca se rea­li­za no meio de uma si­tua­ção de do­mi­na­ção e de con­fli­to”. O con­fli­to atin­ge “tam­bém os es­que­mas de in­ter­pre­ ta­ção da rea­li­da­de”, in­clu­si­ve da re­ve­la­ção de Deus. Es­sa ca­rac­te­rís­ti­ca apa­re­ce tam­bém em ou­tros lu­ga­res e mo­men­ tos? Pa­ra En­ri­que Do­min­go Dus­sel (nasc. 1934), a igre­ja na Amé­ri­ca La­ti­na co­lo­nial, “a no­va cris­tan­da­de das Ín­dias”, foi “a úni­ca cris­tan­da­de (...) co­lo­nial ou de­pen­den­te”. Sua ca­rac­ te­rís­ti­ca es­pe­cí­fi­ca eram a de­pen­dên­cia, a do­mi­na­ção, o con­ fli­to. As ou­tras duas cris­tan­da­des, a bi­zan­ti­na e a la­ti­na, não eram de­pen­den­tes. Se­rá que Dus­sel e Ma­du­ro as con­si­de­ra­ riam co­mo não-con­fli­ti­vas? Creio que não. Sua aná­li­se es­tá vi­si­vel­men­te in­fluen­cia­da, se não ins­pi­ra­da, pe­lo mar­xis­mo. O mar­xis­mo vê to­da a his­tó­ria co­mo con­fli­ti­va. O fa­mo­so Ma­ni­fes­to do Par­ti­do Co­mu­nis­ta, de 1848, afir­ma: “A his­tó­ria [trans­mi­ti­da por es­cri­to] de to­da a so­cie­da­de até ho­je é a his­ tó­ria de lu­tas de clas­ses”. Con­se­qüen­te­men­te, to­dos os con­ tex­tos his­tó­ri­cos eram con­fli­ti­vos. Teo­lo­gia, pois, sem­pre se­ria pro­du­zi­da em si­tua­ções de con­fli­to. De fa­to, Ma­du­ro cons­ta­ta —apa­ren­te­men­te não ape­nas em re­la­ção à Amé­ri­ca La­ti­na: “É ne­ces­sá­rio (...) con­si­de­rar as con­se­qüên­cias da com­ ple­xi­da­de e dos con­fli­tos de ca­da so­cie­da­de —em ca­da ca­so his­tó­ri­co es­pe­cí­fi­co— so­bre a pro­du­ção, di­fu­são, in­ter­pre­ta­ ção e con­se­qüên­cias da teo­lo­gia”.

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De vi­sí­vel ins­pi­ra­ção mar­xis­ta é tam­bém, em Ma­du­ro, a dis­tin­ção de “três re­la­ções sig­ni­fi­ca­ti­vas da pro­du­ção do tex­to teo­ló­gi­co com seu con­tex­to so­cial”. Pri­mei­ro: O tex­to teo­ló­gi­co es­tá es­tru­tu­ral­men­te de­ter­mi­ na­do pe­lo con­tex­to, ou se­ja, “a ela­bo­ra­ção, a di­fu­são, a in­ter­pre­ta­ção e as con­se­qüên­cias de um tex­to teo­ló­gi­co são par­cial­men­te in­de­pen­den­tes da von­ta­de de seu au­tor: de­pen­dem da es­tru­tu­ra ob­je­ti­va das re­la­ções so­ciais pree­xis­ten­tes fo­ra da Igre­ja”. Se­gun­do: Por ou­tro la­do, “a pro­du­ção de um tex­to teo­ló­gi­co é par­cial­men­te in­de­pen­den­ te do [seu] con­tex­to ma­cro-so­cial [!] (...): de­pen­de, sig­ni­fi­ca­ti­ va­men­te, tam­bém, das con­di­ções es­pe­cí­fi­cas da teo­lo­gia nes­sa con­jun­tu­ra par­ti­cu­lar, as­sim co­mo das con­di­ções in­ter­nas da Igre­ja nes­sa mes­ma con­jun­tu­ra”. Es­se as­pec­to diz res­pei­to, so­bre­tu­do, à Igre­ja Ca­tó­li­ca Ro­ma­na. Al­guns fa­to­res men­cio­na­dos por Ma­du­ro, nes­te lu­gar, têm no pro­tes­tan­tis­mo, em prin­cí­pio, um pe­so mui­to me­nor na pro­du­ção teo­ló­gi­ca, co­mo, p. ex., as “re­la­ções ins­ ti­tu­cio­nais in­ter­nas da pró­pria Igre­ja”, ou até são ine­xis­ten­tes, co­mo, por exem­plo, o ma­gis­té­rio ecle­siás­ti­co. Ter­cei­ro: Há, fi­nal­men­te, “uma efi­cá­cia es­pe­cí­fi­ca do tex­to so­bre o con­tex­to”. Is­so sig­ni­fi­ca “que as trans­for­ma­ções do con­tex­to so­cial de­pen­dem em par­te da pro­du­ção teo­ló­gi­ca rea­li­za­da em seu seio”. A pro­du­ção teo­ló­gi­ca for­ne­ce “uma ima­gem da rea­li­da­ de”, uma “vi­são teo­ló­gi­ca do mun­do” que as pes­soas e os gru­pos so­ciais pre­ci­sam pa­ra se orien­tar e pa­ra atuar na so­cie­da­de. “O tex­to é par­cial­men­te de­pen­den­te” e “par­cial­ men­te in­de­pen­den­te do con­tex­to”, e o con­tex­to é par­cial­ men­te de­pen­den­te do tex­to. As­sim po­de-se re­su­mir a “hi­pó­te­se in­ter­pre­ta­ti­va” de Ma­du­ro “pa­ra uma his­tó­ria da teo­lo­gia na Amé­ri­ca La­ti­na”. A par­tir dis­so ele le­van­ta di­ver­ sas per­gun­tas. Creio que a re­fle­xão so­bre as mes­mas po­de aju­dar-nos tam­bém no es­tu­do da his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão em ge­ral. Ma­du­ro afir­ma que coe­xis­tem “vá­rias co­rren­tes de pen­sa­ men­to teo­ló­gi­co den­tro e fo­ra da Igre­ja Ca­tó­li­ca”. Pa­ra um pro­tes­tan­te, es­sa afir­ma­ção não traz nen­hu­ma no­vi­da­de. O pro­tes­tan­tis­mo é, por as­sim di­zer, o cris­tia­nis­mo da mo­der­ni­ da­de. Uma das prin­ci­pais ca­rac­te­rís­ti­cas da mo­der­ni­da­de é jus­ta­men­te a coe­xis­tên­cia de vá­rias teo­lo­gias. Mas pa­ra pa­drões ca­tó­li­co-ro­ma­nos tra­di­cio­nais, a afir­ma­ção de Ma­du­ ro é sig­ni­fi­ca­ti­va. Ad­mi­te o plu­ra­lis­mo teo­ló­gi­co den­tro da Igre­ja Ca­tó­li­ca Ro­ma­na e a exis­tên­cia de ver­da­dei­ra teo­lo­gia fo­ra da mes­ma: “a teo­lo­gia não é uma só”. Teo­lo­gia, pa­ra Ma­du­ro, é ne­ces­sá­ria “por­que há teo­lo­gias no plu­ral”, is­to é, “con­fli­tos de in­ter­pre­ta­ção” da Sa­gra­da Es­cri­tu­ra (ou: da re­ve­ la­ção de Deus). Ele afir­ma: “Deus quis [!] que a li­ber­da­de, o ris­co e o con­fli­to se­jam o pon­ to de par­ti­da pa­ra a re­fle­xão teo­ló­gi­ca”. Pa­re­ce ter as­si­mi­la­do im­por­tan­tes ele­men­tos da teo­lo­gia da Re­for­ma re­li­gio­sa do sé­cu­lo XVI ao di­zer: “A teo­lo­gia é (...) lu­ta pe­la re­fle­xão —à luz do da­do re­ve­la­ do— acer­ca do pa­pel que nos to­ca cum­prir co­mo cren­tes em Cris­to, no seio de um mun­do obs­cu­ro, com­pli­ca­do e in­jus­to. Lu­ta, tam­bém, pa­ra pôr a re­fle­xão (...) a ser­vi­ço da cons­tru­ ção de um mun­do hu­ma­no, fra­ter­no e so­li­dá­rio”. Po­de­mos ci­tar, aqui, a se­guin­te pa­lav­ra de Lu­te­ro:

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“E o ser cris­tão não é uma si­tua­ção de ócio nem de paz nem de se­gu­ran­ça, mas im­por­ta es­tar per­ma­nen­te­men­te em cam­ pan­ha e gue­rrear e arris­car a vi­da. Pois aqui não es­ta­mos sen­ta­dos em tran­qüi­li­da­de, co­mo um cam­po­nês, um ci­da­dão ou um ar­te­são nu­ma ci­da­de, on­de vi­ve em paz e não pre­ci­sa ter me­do, e, sim, es­ta­mos acam­pa­dos num lu­gar pe­ri­go­so em meio a ini­mi­gos e as­sas­si­nos que nos mi­ram se­ria­men­te e nos que­rem ti­rar nos­so te­sou­ro, se não nos cui­dar­mos, e nós não es­ta­mos se­gu­ros dian­te de­les nem por um úni­co mo­men­to. Por is­so, quem qui­ser ser um cris­tão de­ve ter em men­te co­lo­ car-se de­bai­xo da ban­dei­ra de seu Sen­hor e, vis­to que vi­ve aqui, es­tar na van­guar­da e cui­dar dos ini­mi­gos em to­dos os la­dos”. A par­tir de seu con­cei­to de teo­lo­gia, Ma­du­ro de­fi­ne a his­ tó­ria da teo­lo­gia co­mo “a in­ten­ção de re­cu­pe­rar o pas­sa­do de uma re­fle­xão ilu­mi­na­da pe­la fé no seio da his­tó­ria”. Pa­ra es­tru­tu­rar es­se pas­sa­do, Jus­to L. Gon­za­lez e Eduard Loh­se for­ne­cem in­di­ca­ções úteis. Gon­za­lez sub­di­vi­de sua gran­de his­tó­ria ilus­tra­da do cris­tia­nis­mo em 10 “eras”. Ca­da era tem sua ca­rac­te­rís­ti­ca es­pe­cí­fi­ca: a era dos már­ti­res, dos gi­gan­tes, dos re­for­ma­do­res, dos con­quis­ta­do­res, etc. Loh­se deu à sua his­tó­ria da fé cris­tã, em ale­mão, o tí­tu­lo Epo­chen der Dog­men­ges­chich­te (Épo­cas da His­tó­ria dos Dog­mas). Creio que pa­ra uma his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão de­ve-se iden­ ti­fi­car, em ca­da épo­ca, sua ques­tão teo­ló­gi­ca fun­da­men­tal e con­cen­trar-se nes­sa ques­tão. As ques­tões se­guem uma se­qüên­cia cro­no­ló­gi­ca. Mas co­mo se tra­ta de ques­tões fun­ da­men­tais, elas não se res­trin­gem a uma épo­ca só, ca­da vez. Per­pas­sam os sé­cu­los. Quais se­riam tais ques­tões fun­da­ men­tais? Im­põem-se por sua im­por­tân­cia em sua res­pec­ti­va épo­ca, mas são su­ge­ri­das tam­bém por per­gun­tas e an­seios nos­sos, atuais. Na his­tó­ria do pen­sa­men­to cris­tão am­plia­mos o cír­cu­lo das pes­soas com quem de­ba­te­mos nos­sas per­gun­tas. Teó­lo­gos e teó­lo­gas do pas­sa­do tor­nam-se nos­so­s/as in­ter­lo­cu­to­re­s/as no de­ba­te de ques­tões pre­men­tes. Mas con­vém uma ad­ver­ tên­cia. Es­sas pes­soas não vi­vem mais. Não po­dem se de­fen­ der. Em re­la­ção a elas ca­be-nos uma ati­tu­de de aber­tu­ra, de hu­mil­da­de, de dis­po­si­ção de ou­vi-las com seus pen­sa­men­tos e suas pro­pos­tas, em vez de usá-las ape­nas co­mo “ins­tru­men­ tos pa­ra os nos­sos pró­prios fins”, co­mo ad­ver­te Karl Barth. Es­ta­mos com elas na mes­ma igre­ja cris­tã. En­con­tra­mo-nos com elas no mes­mo ní­vel. Que­rer ou­vir o/a ou­tro/a é a con­ di­ção bá­si­ca de to­do es­tu­do da his­tó­ria. E pa­ra com­preen­der­ mos a his­tó­ria, Barth for­ne­ce-nos ain­da um cri­té­rio mui­to in­te­res­san­te: “Quan­to mais di­fí­ceis se tor­nam pa­ra nós a [me­ra] ob­ser­va­ ção, cons­ta­ta­ção e con-tem­pla­ção, quan­to maior a ur­gên­cia com que a his­tó­ria nos di­ri­ge suas per­gun­tas e, con­se­qüen­te­ men­te, re­quer nos­sa res­pos­ta, não nos con­ce­den­do tem­po pa­ra a me­ra con­tem­pla­ção, tan­to mais cla­ro fi­ca que se tra­ta real­ men­te de his­tó­ria”.SV

Joa­chim Her­bert Fis­cher foi pas­tor e pro­fes­sor da Igre­ja Evan­gé­li­ca de Con­fis­são Lu­te­ra­na no Bra­sil (IECLB). Du­ran­te apro­xi­ma­da­men­te 10 anos coor­de­nou a Co­mis­são Obras de Lu­te­ro. Fa­le­ceu em Por­to Ale­gre, Bra­sil, no dia 5 de jul­ho de 2008.

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