¡Qué hambre! ¡Qué sed!

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TUS HOJAS ME DAN MIEDO Un cuento de Sabina Urraca “Normalmente las islas oceánicas de naturaleza volcánica y surgidas del mondo del mar albergan floras y faunas singulares como consecuencia de la evolución en recintos reducidos y aislados del contacto directo con el continente. En ese sentido, y al menos en lo que a plantas se refiere, en Canarias se dan abundantes casos de las denominadas radiación adaptativa y diferenciación insular, abundando los endemismos” Plantas suculentas de las Islas Canarias. José Manuel Sánchez de Lorenzo-Cáceres. Llegamos aquí hace poco, Piernas y yo. Piernas no es ni mi perro ni mi caballo, sino mi novio. Sólo tenemos que regar las plantas por la noche, esperar a la chica que viene a limpiar los lunes, recoger los garrafones de agua de los martes. El agua de la isla es salobre. A veces lleva tanto cloro que se huele de lejos. Con ese agua clorada riego el pino, los pensamientos, las crasas, las suculentas, la calabasera. En nuestra pasión veraneante, nos comportamos como si la casa fuera nuestra, pero es la casa de mis padres, que están de vacaciones. En algún momento, hace años, llamé a esta casa mi casa. ¿Fue mía alguna vez?, pienso mientras miro las paredes blanqueadas bajo las que aún se adivinan algún poema oscuro, alguna letra de una canción de Radiohead. A veces miraba por la ventana de mi habitación, que daba al patio, y me sentía en casa. Entonces mi madre asomaba tras una planta con las tijeras de podar. “No te estoy viendo estudiar”. Soñaba con un espacio en el que nadie pudiese verme por la ventana, en el que pudiese ducharme sin temor a que nadie entrara. Mis amigos podían encerrarse con llave en sus dormitorios. Yo tenía


que mantener la puerta siempre abierta y siempresiempresiempre debía estar haciendo lo que decía que estaba haciendo. Una vez juré a gritos que me estaba poniendo ya el pijama, cuando en realidad aún estaba terminando de recoger. Su furia al entrar por la puerta fue pavorosa. “Eres una embustera”. Yo tenía 7 años. La miré a sus ojos verdes y fríos -esos ojos que derramaron sólo algunas gotas genéticas sobre los míosy solté algo de ese terror indescriptible que sentía cuando me reñía y me miraba así: “Tus ojos me dan miedo”. Me persiguió por toda la casa hasta que me encerré en la despensa. La casa ahora parece más grande, aunque yo haya crecido. El pino, que cuando era niña me llegaba por el hombro, ahora sobrepasa la tapia y se eleva varios metros hacia el cielo. Cada noche abro el agua de la manguera y lo riego durante 5 minutos. El resto de plantas necesitan menos agua. Mientras tanto, Piernas quita las babosas y los caracoles de la calabasera. Las hojas de la planta son más grandes que su mano y la mía juntas. Tres días después, son más grandes que nuestras cabezas juntas. Nos besamos. Han salido flores amarillas. Hace mucho calor. A la semana, camino desnuda por el patio y me doy en cuenta de que ahora el tamaño de las hojas es tan grande que puedo envolverme en una de ellas, como si llevase un vestido verde corto, sin mangas. Me veo reflejada en el cristal de la ventana: las caderas amplias, el culo enorme, las tetas pequeñas, se ven favorecidas con el vestido vegetal. Mi madre lo vería y diría: “Hija, qué raro que te quede bien ese vestido, con la anatomía tan complicada que tú tienes”. De pronto siento la hoja como si fuera su mano apoyándose en mi cintura y chasqueando la lengua con gesto de desagrado. Suelto la hoja, que recupera su forma con la lentitud de perdonarme la vida.


En nuestra tercera semana en la isla, suena un estruendo en el patio. Me asomo, alarmada. La rama más larga de la calabasera huye del sol. Intenta proteger sus brotes verdes, camina sigilosa hacia la sombra de la casa. Sigilosa no. En su crecimiento, ha tirado la pala y el escobillón, de ahí el ruido. Veo sus tallos rizados y tiernos, que no existían hace una hora, y siento un leve temblor. Cierro la ventana. Corro la cortina. Me siento en el mismo escritorio en el que estudié la Selectividad. En estos días intento terminar la escritura de un libro. Releo trozos de mi novela anterior, intentando encontrar la antigua voz, comparándola con la nueva. Me entrego a esta tarea obsesiva con el único y lacerante propósito de hacerme daño y encontrar, como sea, el modo de constatar que ahora escribo peor. En su momento escribí que “la hiedra cubre las paredes de piedra, las plantas del camino te señalan con el dedo, se te meten en los ojos, poco acostumbradas a que algo se interponga en su crecimiento. No sé en qué documental oí que sentimos pánico frente a un tigre y no frente a una enredadera por una mera cuestión de velocidad. Un tigre tiene una velocidad superior a la tuya, puede lanzarse sobre ti y matarte en pocos minutos. Si no fuera por su lentitud, una planta también podría hacerlo. Seguramente desearía hacerlo. Para demostrarlo, el montador insertaba el plano fijo a cámara rápida de una selva, grabada sin interrupción durante meses. Las plantas se reprimían unas a otras, aplastaban a las más débiles contra el suelo, sepultándolas, estrangulando los tallos a su alcance, mientras luchaban desesperadamente por trepar a lo más alto en busca de la luz”;. Trago saliva. Me abanico con un folio doblado por la mitad, que resultan ser mis notas del segundo trimestre de 2º de bachillerato. Todo sobresaliente menos un notable. Mi madre me abrazó con una fuerza que casi me hizo crujir. “Me haces daño”, le dije, y


ella me abrazó aún más fuerte. La rama de la calabasera se dobla contra el cristal. Si yo fuera un insecto muy chiquito, oiría su gruñido al retorcerse, su grito al ser contenida. Piernas habla en sueños y dice “hay que regar” con una voz que no parece la suya. Le acaricio el rostro, mojado por la transpiración y la humedad de la isla, y le digo que ya hemos regado. A las pocas horas, vuelve a sobresaltarse. Su voz es un rugido susurrante, casi vegetal, como unas pisadas en la hojarasca. “Hay que regar”;. Como ya me he desvelado, y no se me ocurre otra forma de calmarlo, me levanto y riego. La calabasera se ha soltado. Esa misma tarde até su rama rebelde a una vara de caña, reconduciéndola al bancalito. Ahora vuelve a apuntar donde antes. La sorteo con dificultad y me ocupo del resto de plantas. Riego todas las macetas -agua sobre la tierra ya húmeda- menos la del monstruo. Después me quedo quieta en medio del patio. Escucho el agua rezumando, filtrándose por los huecos de la tierra, los regueros avanzando lentamente hacia el sumidero, el canto narcotizante de un grillo elevándose en el aire tibio y denso de la noche. Al volver a la habitación, Piernas duerme boca abajo y el ambiente es irrespirable. Abro la ventana. Del patio entra una suave brisa y algo más. Caigo en un sueño plácido y oscuro, sin sueños. Abro los ojos al oír el crujido y veo el brote tierno muy cerca de mi rostro. Le han salido hojas nuevas. Una de ellas me impide ver. La rama se desliza por mi hombro, me acaricia la oreja a su paso, me presiona algo más abajo de la nuca. Me abraza con una fuerza que me hace crujir. “Me haces un poco de daño”, le digo. Pero ella me abraza aún más fuerte.






Proyecto realizado durante las Residencias Artísticas Injuve 2019 Textos, dibujos y fotografía de Clara Moreno Cela (Klari Moreno) Web: claramorenocela.com Contacto: claramcela@gmail.com TUS HOJAS ME DAN MIEDO es un cuento de Sabina Urraca Este libro fue performado el día 30 de julio de 2019 en la inauguración de la exposición: ¡Qué sed! en la Sala Amadís, Madrid. Primera edición, impresa en Raum Press, Salamanca.




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