Antropología de la acción directiva

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ANTROPOLOGIA DE LA ACCIÓN DIRECTIVA I. LA CUESTION DEL METODO La antropología de la acción directiva se ocupa de los rasgos característicos de la dirección de hombres. No hay dirección de cosas; las cosas se administran, se gestionan, se hacen, se consumen. Dirigir es estrictamente dirigir a hombres; es, por decirlo de alguna manera, una relación intersubjetiva: un asunto complicado, muy rico en matices, ya que el ser humano también lo es. Si no se tiene en cuenta esa complejidad, la dirección se hace unilateral, incide en el otro de una manera parcial y, por tanto, provoca efectos secundarios que se transforman muy fácilmente en efectos perversos. El ser humano, repetimos (y lo oirán muchas veces a lo largo de este curso porque es una noción básica), es un ser compuesto de muchas dimensiones casi todas ellas dinámicas, un ser sumamente interrelacionado hacia fuera y por dentro. A diferencia de lo que ocurre con otros sistemas, en los cuales si se incide en alguna de sus variables modificándola y a las demás no les pasa nada (teóricamente se pueden omitir), en el caso del hombre ocurre todo lo contrario. No es acertado tratar al hombre sólo analíticamente; si se enfoca así, se abre paso a resultados imprevisibles, porque el ser humano no es analítico él mismo, sino más bien sistémico u orgánico. El hombre no es una máquina. Una máquina se puede tratar analíticamente -montarla y desmontarla-; el ser humano no. Como decimos, una máquina es analizable, pues consta de una serie de piezas que funcionan muchas veces en coordinación, pero también pueden funcionar unas y dejar de funcionar otras. Además, se construyen y se despiezan. El método de análisis domina en la Edad Moderna. Se trata de una dirección del pensamiento que pone el énfasis en lo siguiente: de entrada encontramos realidades complejas que no dominamos (para Descartes son las ideas confusas); una realidad compleja consta de factores mezclados. Para la mente y la intención gestora o productiva del hombre es éste un panorama incomprensible que impide desarrollar una acción bien dirigida. Por tanto, el ideal metódico consiste en destacar de todos estos factores los pertinentes o relevantes ( es una terminología usada por los analíticos actuales): hay factores que se pueden despreciar; otros, en cambio, son factores claves. El hombre inteligente es el que sabe dividir, discernir la multitud de factores que aparecen, y fijarse en los importantes. Este modo de estudiar y de tratar las cosas materiales no ofrece demasiados inconvenientes (a la larga, sí los ofrece, porque no hay nada estrictamente simple, ni que, al sufrir una modificación en una de sus partes, conserve incólumes las restantes). La noción analítica de pertinencia hay que usarla, en cualquier caso, con prudencia. Cuando se trata del hombre es desaconsejable, porque en el hombre "lo pertinente" son todos los factores. Al hombre no se le puede hacer funcionar según una sola parte de su dotación dinámica, no se puede estimularla sin que otras dimensiones de su ser no sean afectadas y tengan su respuesta peculiar, que, como no ha sido tomada en cuenta, 1


da lugar a resultados imprevisibles y normalmente contrarios a la intención del agente; así se frustra la misma pretensión de control. Quizás ese modo de proceder y de usar al hombre puede proseguir durante cierto tiempo, pero a medio plazo el sistema se estropea o reacciona de manera rara y, por tanto, la acción de dirección se enreda y cae en una situación en que se pierde toda orientación posible. Se frustran los objetivos propuestos porque hay que ponerse a tratar de arreglar o de gestionar aquellas respuestas que han tenido lugar y que no habían sido tenidas en cuenta, pero que son tan importantes que si no se atienden, si no se ocupa uno de ellas, el objetivo pretendido no se puede alcanzar de ninguna manera. Esto tiene lugar, por ejemplo, en medicina. La medicina, como todas las ciencias modernas, responde al modelo analítico. El modelo analítico se suele justificar diciendo que el hombre es incapaz de comprender o de manejar todos los factores en presencia: las realidades muy complejas se escapan a nuestra comprensión y entonces no hay más remedio que elaborar un modelo reducido. Pero cuando se estudian las cosas de ese modo aparecen necesariamente los efectos secundarios: no hay fármaco, no hay remedio que no los produzca, y por eso en ocasiones el remedio es peor que la enfermedad. En otros casos ocurre que el mismo sistema complejo que es el hombre, toma a su cargo el resolver las consecuencias perversas que conllevan los efectos secundarios (insistimos en que son aquellos efectos, reacciones, dinamismos, aquellas funciones, cuya aparición no se había previsto por usar el método analítico). Muchas veces corre a cargo del organismo remediar esos errores, esas limitaciones del tratamiento analítico de las enfermedades. Pero otras veces no lo hace, sino que protesta enérgicamente; y otras, en fin, entra en pérdida, es decir, se adapta, pero se adapta mal: inhibiéndose. Al inhibirse, parece que el procedimiento analítico ha tenido éxito, pero la verdad es que ha estropeado al sujeto, le ha quitado capacidad de respuesta, lo ha empobrecido, y como consecuencia su rendimiento futuro es menor. Hay que sentar con claridad la tesis siguiente: un directivo no debe estropear a los hombres que dirige; si la dirección comporta el estropicio de los dirigidos, tiene un sentido entrópico, y ello contradice su esencia. Es ilusorio decir que se dirige si por lo menos no se conserva el nivel de respuesta de los que están sujetos a la dirección. Si la dirección los estropea, es contraproducente desde el punto de vista social, y también desde el punto de vista del mismo directivo: es imposible que en esas condiciones, un empresario conserve el régimen competitivo de su organización. Hemos de insistir un poco más en la cuestión del método. Hoy está de moda hablar de analítica del lenguaje. Es un nombre un poco desgraciado, porque el lenguaje tampoco es analizable sin pérdida de sentido, de significado; el lenguaje no consta de piezas sueltas ni accidentalmente conectadas. Es una consecuencia de una manía metódica confundir lo flexible con lo separable. El método analítico empieza realmente a desbocarse en un pensador medieval que se llama Guillermo de Ockham, que proporciona el lema para este modo de tratar la realidad, de enfocarla teórica y prácticamente. Ockham estableció una máxima muy sana, pero que tal como la formula es unilateral, porque en los niveles teóricos 2


profundos esa máxima no se debe aplicar como él la entiende. La máxima es: no hay que multiplicar los entes sin necesidad; es la famosa navaja de Ockham, un principio de economía teórica (la citada máxima oculta que con frecuencia es imprescindible la multiplicación de entidades. Por ejemplo, un hombre aislado o único es inviable). ¿Qué diferencia hay entre el valor explicativo de la hipótesis de Ptolomeo y la de Copérnico? La única ventaja que tiene Copérnico respecto de Ptolomeo es que es más simple, es decir, que no multiplica, no hace innecesariamente compleja la explicación; es un criterio de sencillez. Este criterio de sencillez, que muchas veces es un criterio de elegancia (la huida de explicaciones excesivamente largas o barrocas), opera a lo largo de toda la Edad Moderna. Naturalmente, hay pensadores que se dan cuenta de que es insuficiente e intentan un planteamiento mejor; por ejemplo, Hegel; el pensar sintético de Hegel obedece a una percepción clara de las limitaciones del análisis. Las cosas y las ideas no se pueden tratar divididas, por partes, sino que es menester la comprensión global; la verdad es el todo, dice Hegel. Ese es el lema antiockhamista de su filosofía. Pero prescindiendo de las rectificaciones omniabarcantes (muchas veces mal orientadas, aunque obedecen a una percepción aguda de las deficiencias del análisis: el análisis es imprescindible pero no podemos atenernos sólo a él); prescindiendo, también, de una exposición histórico–filosófica, que aquí estaría de más, digamos que el criterio analítico pasa de Ockham a la ciencia a través de Galileo y después a Newton. Nótese que en la mecánica racional la noción primaria es la de "condición inicial". Todo se debe a condiciones iniciales. Si conocemos las condiciones iniciales, y establecemos las leyes, las ecuaciones de los procesos cuya causa está en las condiciones iniciales, entonces podremos conocer y prever, es decir, cumpliremos los objetivos de dominio que comporta la ciencia moderna: saber para prever; prever para poder. Pero cuando se medita un poco sobre las condiciones iniciales, la conclusión a la que se llega (a la que se ha llegado; los estadísticos lo explicarán mejor), es la siguiente: ¿cuáles son las condiciones iniciales? ¿Solamente las que hemos tenido en cuenta, o hay más? Si las hay, aumentemos la consideración de las condiciones iniciales: conviene no olvidarse de ninguna si decimos que todas son relevantes porque son las causas de los procesos. Ahora bien, este intento choca con una dificultad insuperable: cuando se trata de ampliar el número de condiciones iniciales consideradas, no se puede formular ningún sistema de ecuaciones con solución definida. Aparece lo que los estadísticos llaman "el ruido blanco" (noción formulada por un estadístico ruso llamado Slutaky en 1912. A esto hay que añadir que las condiciones iniciales no siempre son fijas, lo que introduce una complicación adicional de gran alcance). Pero, si es así, hemos de preguntar si podemos estar científicamente ciertos de cómo van a suceder las cosas. ¿Somos capaces de hacer previsiones teniendo en cuenta sólo unas pocas condiciones iniciales? Además, ¿qué criterio existe para saber si las condiciones iniciales tenidas en cuenta son realmente las más importantes? No lo sabemos. Hay un factor de arbitrariedad en su elección. Para eliminar ese factor sería necesario que fuéramos capaces de una penetración intuitiva en la realidad suficiente

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para discernir la importancia relativa de las condiciones iniciales; pero el hombre no posee esa penetración1. Cuando se trata de un panorama a la vista, presente, quizá quepa señalar lo que es pertinente y lo que no lo es. Pero cuando se trata de una consideración dinámica, al recurrir a los factores causales primarios, que derivan del pasado, y que la explican predictivamente, es inevitable preguntar cuáles son esos factores. La verdad es que no lo sabemos; no tenemos ningún criterio para decir cuáles son los pertinentes. Esta es una de las razones por las que el modelo analítico está hoy en crisis. Pero no queremos insistir más; consideramos importantes estos asuntos porque nos interesa la ciencia, el estudio de los métodos con que logramos el conocimiento teórico. Pero ahora nos ocupamos de antropología. En antropología hay que sostener lo siguiente: el hombre es un sistema complejo interrelacionado; para entender un sistema complejo interrelacionado no basta aplicar el método analítico. Es menester completarlo. Hemos de tratar de ver en el hombre la mayor cantidad de factores posibles y encontrar las relaciones de coherencia o de compatibilidad que los vinculan. Tendremos que proceder ampliando constantemente el número de factores que se consideran. Es un método empleado en una obra de antropología titulada Quién es el hombre2. Aquí volvemos a usarlo. Si no somos capaces de entender al hombre en toda su complejidad; el único método que tenemos para estudiarlo, vistas las limitaciones del método analítico, es tratar de sentar la pluralidad de los rasgos humanos (lo cual de momento es analítico) y ver cómo se relacionan. Si entendemos cómo se relacionan, tenemos una comprensión que en terminología aristotélica se llama epagógica y en terminología moderna cabe llamar planteamiento sistémico. Esta es una visión que, naturalmente, tendremos que ir ampliando porque nunca habremos considerado suficientes factores. Tampoco tenemos penetración para ver hasta qué punto sostienen relación unos con otros, pero vamos construyendo, por así decirlo, un modelo interrelacional, que se puede enriquecer. De esta manera explicamos, aunque no la agotemos, la complejidad humana. En el libro citado se propone por ejemplo (esto es epagógico y bastante abierto a la intuición) lo siguiente: ¿de qué le serviría al hombre tener lenguaje, ser capaz de hablar, si no tuviera manos? En principio, puede parecer que las manos y el lenguaje no tienen nada que ver entre sí: las manos son unas extremidades no especializadas, y el lenguaje es un sonido emitido articulado depositario de un significado. Pero sin manos el lenguaje no es útil para la vida y las manos sin lenguaje tampoco. Hay entre ambos vinculaciones de sentido. Si se van acumulando observaciones, se llega a una comprensión acertada, y que siempre se puede completar. Es la línea más adecuada, más correcta, para enfocar al hombre como conviene: como un ser sumamente 1

El problema de las condiciones iniciales es una cuestión central de la ciencia en la actualidad. Sin embargo, un filósofo debe advertir que la noción de causa física no se reduce a la condición de inicial, la cual es subsidiaria del planteamiento analítico. 2. POLO, L. ¿Quién es el Hombre? Rialp, Madrid, 1991.

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complejo constituido por muchos factores que no están sueltos, sino que influyen entre sí: no se puede interferir en uno desde fuera sin que los otros sean afectados. La conducta humana no es una mera relación de estímulo-respuesta, pues considerada como respuesta, está integrada por multitud de factores que no son desencadenados por el estímulo, sino aportados por el modo de ser del hombre. Este planteamiento, repito, siempre es ampliable. En una conferencia pronunciada en Chile, Lejeune aportó un dato coherente con lo que decimos. Es un dato sobre el ojo humano, una observación suya a la que sacó mucho partido. Hay ojos brillantes y ojos sin brillo. ¿A qué se debe esa diferencia? Sencillamente, a cómo esté abierta la pupila: si la pupila está muy cerrada, los ojos tienen menos brillo y si está más abierta son chispeantes. Pero la pupila se abre más o menos, en condiciones no enteramente dependientes de la luz o la oscuridad ambiental, según la alegría del sujeto (parece que esto tiene que ver con conexiones del simpático y del parasimpático). Cuando una persona está alegre, le brillan los ojos; cuando no está alegre, su mirar es apagado. Este es otro factor a tener en cuenta, pues tiene que ver con la expresividad: fijémonos en el rostro humano. Si la cabeza fuera de otra manera (como la de un cuadrúpedo), entonces el hombre sería incapaz de pensar, tendría un cerebro distinto (nuestra masa cerebral es mayor que la del animal) y carecería de rostro. Además, no podría hablar ni tampoco tendría manos. Todos estos caracteres no son causalmente coincidentes en el ser humano, sino que todos ellos mantienen una sistematicidad interna en virtud de la cual un factor no tiene sentido si no es en relación con otros. ¿De qué le servirían al hombre las manos si no pudiera hablar? Las manos están libres de la función de andar (el hombre no es cuadrúpedo). Al quedar libres (y ésta es una observación muy antigua), las manos se hacen potenciales y son aptas para ser usadas con gran flexibilidad: la mano es el instrumento de los instrumentos; así se define desde Aristóteles. Precisamente porque la mano es un órgano potencial es actualizable de muchísimas maneras: con la mano se puede empuñar una espada; con la mano se puede tocar el violín, el piano, gesticular, etc. El hombre con sus manos puede hacer una enorme cantidad de cosas: el trabajo tiene que ver ante todo con las manos. ¿Pero de qué le serviría al hombre tener manos si no tuviese capacidad lingüística (una capacidad no compatible con el hocico)? Si el hombre no pudiera hablar, si no pudiera emitir órdenes, las manos no servirían para nada: las manos son utilizables en la misma medida en que son ordenables; se actualizan a través de órdenes, de instrucciones. Y también al revés: sin las manos, el lenguaje no serviría para la vida práctica. Pero el hombre tiene manos y tiene lenguaje, en definitiva, por la misma razón biológica: porque es bípedo. El ser bípedo implica una modificación de la columna vertebral, de la forma de la cabeza, la aparición de la potencialidad de la mano; todo ello está unido. Al ser bípedo se le achata la cara, aparece el rostro, y con el rostro la expresividad: una vaca no es expresiva; ser expresivo es ser rostrado; en la expresividad intervienen los ojos, como observa Lejeune. Con los ojos el hombre puede expresar alegría, indiferencia. Esa expresión es inmediata, no lingüística, no se hace a través de la voz, pero puede unirse a ella.

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En el mito de Prometeo, contenido en el Protágoras de Platón, se halla la misma idea. El cuerpo humano es incompleto, no está acabado. Platón pone en boca de Protágoras la siguiente historia: los dioses proporcionan a los titanes Prometeo y Epimeteo una gran cantidad de caracteres, de propiedades, y les encargan que hagan seres vivientes con ellos. Epimeteo, que es el titán directamente encargado de la tarea, construye una gran cantidad de animales espléndidos. Al final le quedan unos cuantos caracteres, y acude a Prometeo: con estas cualidades el ser que voy a producir es inviable. Prometeo le dice: combínalos como puedas y yo te traeré una propiedad que los dioses no nos han entregado, con la cual ese ser imperfecto será efectivamente viable. Prometeo roba la chispa divina, la inteligencia. El hombre es un ser viable, precisamente en cuanto que somáticamente inacabado, porque es inteligente, porque tiene logos. Como hemos dicho, la mano es imperfecta si se considera en relación a la garra o la pezuña. Justamente, su potencialidad utilizable se actualiza instrumentalmente desde el valor dominante del logos. El logos juega también como clave en la antropología de Arnold Ghelen. Esta observación ha sido repetida por muchos pensadores. Tomás de Aquino la recoge; también la escolástica española, sobre todo Sánchez Sedeño. Vuelve a aparecer en Heidegger; los primeros capítulos de Ser y Tiempo están dedicados al estudio de la practicidad. El hombre corpóreamente es incompleto, interminado, como dice Platón, y por eso no puede vivir sólo como ser corpóreo, sino que necesita la inteligencia. Por eso, desde el punto de vista de su organización corpórea, que todo tenga que ver con todo significa un aprovechamiento, una activación regida y unificada por la razón. De esta manera son posibles realizaciones que de otra manera no serían asequibles. Por eso, la imperfección del cuerpo humano tiene un carácter positivo, porque sólo respecto de un cuerpo potencial la inteligencia tiene algo que hacer. He aquí un esbozo de comprensión no analítica sino unitaria del ser humano. No digo que el análisis esté de más: el hombre tiene que recurrir al análisis porque no tiene de entrada una comprensión total. Platón propone lo que él llama la visión sinóptica; lo mismo dice Aristóteles: un hombre muy inteligente entiende muchas cosas con una sola idea. En definitiva, la pluralización de ideas es señal de limitación cognoscitiva; la multiplicación de ideas comporta la necesidad de recurrir al análisis. Tomás de Aquino hace la misma observación (también Fichte y Hegel). Sinopsis significa visión global. Eso no quiere decir que Platón no utilice el análisis; de entrada lo tenemos que utilizar, pero luego hemos de lograr lo que Platón llama la koinonía, es decir, entender cómo tienen que ver unas ideas con otras. A veces koinonía se traduce por participación, pero mejor sería traducirla por comunicación: las ideas se comunican, son coherentes entre sí; el que encuentre la coherencia entre las ideas tiene una visión más amplia. En definitiva, para estudiar el ser humano es menester el método sistémico, el ver las partes de manera unitaria o, como dice Fichte, con un solo golpe de vista. También los asuntos de la vida humana han de enfocarse de esa manera. Así lo exige la influencia de la inteligencia en la práctica. Expondremos sumariamente esta temática. 6


La inteligencia humana se puede describir como una instancia que abre un hiato entre la tendencia a actuar y la acción misma. En ese hiato está incluida la planificación. Ocuparse de un plano equivale a enfrentarse con algo ideal. La capacidad de mantenerse ante una idea para después pasar a la acción, que se desarrolla de acuerdo con ella, corresponde a la inteligencia. Representarse lo que se va a hacer es previo a la acción. El hombre posee posibilidades de acción que son proyectivas. Una cosa es la aptitud intraespecífica de un animal para hacer un instrumento y otra la planificación del instrumento. La primera es una potencialidad natural; la segunda, el plano, está en un nivel, la idea, que no es natural porque es irreal. Por tanto, en el hombre se registra algo más que una desespecialización desde el punto de vista de los instintos o de las tendencias animales, pues la inteligencia es la pura suspensión de toda tendencia. El ser que es capaz de mantenerse ante una mera representación, es más que una naturaleza: es un ser personal abierto al presente y al futuro. Como es claro, para innovar hace falta planificar; de otro modo se avanza muy poco: sólo caben variaciones de lo mismo, pero no se pueden dar saltos cualitativos en las cosas que se producen. Quede claro que el hombre es sapiens faber, y no sólo faber. Olvidarlo es un error cuyas consecuencias son funestas. Estamos considerando dimensiones del vivir humano que a fuerza de obvias se pasan por alto. Para que exista una cadena de montaje, alguien ha tenido que planificarla. El planificador es un homo sapiens, pero utiliza al trabajador como mero faber, es decir, como si sólo tuviera capacidades naturales: como ser específico, pero no como persona. Esta observación quizá parezca muy cruda, pero llama la atención sobre asuntos que conviene tomar en serio. El hiato que sienta la inteligencia al adelantarse a la práctica, permite fabricar instrumentos con instrumentos. Es lo que suele llamarse tecnología de segundo nivel. Así empieza a mostrarse el carácter sistémico del mundo producido por el hombre. La tecnología de segundo nivel tiene mucho que ver con el desarrollo del lenguaje. También se suelen distinguir dos niveles de lenguaje. El primero es la emisión de una serie de señales significativas de tipo específico (algunas de ellas requieren cierto aprendizaje dentro de la especie). Los animales más próximos al hombre utilizan bastantes señales vinculadas al anuncio de un peligro, etc. Son exclamaciones surgidas de un estado de ánimo y captadas y aprendidas por los otros individuos, pero no son el lenguaje de segundo nivel, que es propio del hombre. El lenguaje que hablamos nosotros tiene una significación ideal convencional que remite a la realidad sin salir de sí mismo, es decir, sustituyéndola de acuerdo con un desarrollo propio. Los mensajes que transmite el lenguaje humano al ser escuchados desencadenan conductas asimismo lingüísticas. En el animal no se da este tipo de lenguaje: más bien lo que hay es la emisión de un gruñido que no abre la posibilidad de una discusión. El carácter dialogante del lenguaje de segundo nivel es posible porque admite réplica también hablada. Por eso, cuando se pretende dirigir de modo autoritario se está desaprovechando la virtualidad del lenguaje humano y se desciende al primer nivel del lenguaje. Actuamos muchas veces por debajo de las posibilidades que poseemos, de manera reductiva, lo cual implica una degradación 7


cualitativa. Renunciamos así a la correlación dinámica que hace posibles los cambios en interacción: por ejemplo, los cambios de opinión a partir de mejores razones enunciadas por otro. La lógica surge como arte para dialogar. Se parte de que los hombres dialogan, lo que no es lo mismo que la comunicación unilateral. Se puede decir que el animal ya es esporádicamente comunicativo, pero el lenguaje humano no sirve simplemente para que otros se enteren: eso es importante pero no suficiente; el lenguaje existe para que los hombres aduzcan argumentos y contraargumentos; para ese juego hay que establecer reglas. Para emplearlo en su segundo nivel, el lenguaje no sirve ya sólo para la comunicación. En el diálogo lo que uno dice enlaza con lo que dice el otro de manera sistemática. Evidentemente una cosa es que un animal emita un gruñido y agreda al que desatiende el aviso, y otra muy diversa el lenguaje dialógico que se apoya en la pluralidad de interlocuciones y las desarrolla. El hombre no se limita a comunicar, porque el lenguaje es intersubjetivo. La discusión puede darse en ámbitos distintos; por ejemplo, el académico; hay ámbitos especiales de discusión. Sin embargo, el diálogo es característico de la vida humana entera. Por tanto, el lenguaje implica la comunicación, y permite la conexión de locuciones procedentes de fuentes diversas. No se puede explicar la aparición del lenguaje de segundo orden desde el de primer orden, porque éste es el lenguaje de la especie, y aquél es usado por personas entre ellas: sólo así tiene razón de ser. El salto de lo personal sobre la especie no se explica desde el despliegue somático. Como ya dijimos, antes de desencadenar su conducta, el hombre se detiene y aparece el elemento cognoscitivo. Pero una acción que surge del conocimiento y un conocimiento que suspende la acción, va más allá de lo puramente animal porque en el animal el conocimiento está incrustado en la dinámica natural, no es más que una fase de su comportarse. En cambio, el conocimiento humano no es una fase de la conducta sino una suspensión de ella, en cuya virtud es posible una conducta nueva. Si esto no se tiene en cuenta no cabe explicar la técnica de segundo nivel ni la aparición del lenguaje de segundo orden. Efectivamente, el hombre piensa proyectos y toma decisiones; el hombre decide porque es capaz de contemplar anticipadamente el fin y, por tanto, de tratar con medios. El hombre es el único ser para el que la noción de medio tiene valor formal. El animal ejerce medios, pero no capta la razón de medio. Captar la razón de medio es correlativo con el conocimiento del fin. Pero todavía hay más: captar la razón de medio permite la constitución de un mundo. La técnica de segundo nivel no se cifra tan sólo en construir instrumentos con instrumentos, sino en ponerlos en relación unos con otros. Ello equivale a decir que no existe un medio aislado, sino que la noción de medio es sistémica. ¿En qué reside la constitución de un mundo humano? El hombre es un ser en el mundo (Heidegger); el hombre tiene mundo. Esto está a la vista. En una ciudad no hay nada meramente natural, sino calzadas, semáforos, casas, iluminación eléctrica, etc. El hombre ha sustituido a la naturaleza. Es el habitante de su propio mundo, un mundo que él ha hecho. El mundo es un sistema, un plexo de medios. Un instrumento 8


humano es un remitirse a otro. El martillo remite al clavo: el martillo es para clavar, el clavo es para ensamblar; y al ensamblar hacemos una mesa, y la mesa es para escribir, etc. El instrumento en su ser mismo se constituye en virtud de la referencia, como el lenguaje se constituye como lenguaje en el diálogo. El instrumento no se automatiza como instrumento, sino que es como complexión, como remitencia a otros. Y eso lo descubre el hombre. ¿Cómo hacer un automóvil si las piezas no se ajustan, si las piezas no son para las piezas? Un automóvil tiene aproximadamente 4500 piezas y todas conectadas. Lo anterior implica que el hombre sea la medida de las cosas que hace. A este tipo de cosas los griegos las llamaban prágmata. Aristóteles aborda el tema de manera directa: llama posesión (héxis) a este fenómeno interconectivo y lo concibe como una característica del cuerpo humano. Es la capacidad de adscribirse cosas y de relacionarlas, de manera que el martillo no es instrumento de instrumento sólo porque haya sido hecho con otro instrumento, sino porque es instrumento en conexión con otro: el martillo es instrumento para clavar. Clavar un clavo no es un comportamiento automático porque hay que calcular el golpe y corregir la desviación cambiando su dirección. De manera que la acción de clavar un clavo está dirigida. El animal no sabe realizarla, porque no sabe correlacionar utensilios. Pero la correlación está ahí. Esta habitación es una correlación de utensilios. Aquí hay una silla, y la silla es para sentarse; la silla se relaciona con la mesa y la mesa es para colocar encima papeles o poner un vaso de agua. La mesa del profesor está aquí porque los alumnos están allí; se habla cara a cara. La orientación de las mesas, las luces, la pizarra: todo eso constituye un plexo. También las ventanas están orientadas respecto del sol. Las calles son para andar y para que circulen los automóviles. Los semáforos tienen un valor simbólico: si está rojo hay que detenerse, porque es preciso organizar el tráfico. Y hay circulación porque hay que ir de un sitio a otro. Las casas están junto a las calles y si podemos aparcamos lo más cerca de nuestro portal. La desespecialización biológica del hombre da lugar a la construcción de un mundo. Y ese mundo es sistémico. Si unas cosas no remitieran a otras, sería imposible la economía. Lo que tiene de económico el mundo requiere la interconexión, porque si la cosa que compro no se relaciona con otras cosas que tengo, no me serviría de nada. Sin máquinas el petróleo no es utilizable. En el plexo cabe el intercambio, un sistema de asignaciones según el cual se puede vender y comprar. Vender y comprar se fundan en el hecho de que el hombre construye plexos. Sin una organización medial (cada vez más grande) no habría economía, ni empresa. No habitaríamos, sino que poblaríamos las estepas o los bosques. Quítesele al hombre un mundo ya hecho: volverá a hacer otro o perecerá. Un mundo es un todo conectado internamente. Gran parte de nuestra vida práctica consiste en mantener activo nuestro mundo y aprovecharlo. Para el hombre los puntos de referencia globales son significativos: para el animal no. Desde este punto de vista el animal es un selector. Lo que no tiene que ver con su capacidad específica de adaptación, no existe para él. Von Uexkull pone el ejemplo de la garrapata, un animal que tiene tres sentidos rudimentarios. Lo que no cae bajo esos tres sentidos no existe para ella. Las sensaciones visuales de la garrapata le permiten distinguir lo más claro de lo más oscuro (lo claro es lo de arriba y lo oscuro lo de abajo; por eso la garrapata sube y baja); además, tiene una sensibilidad olfativa según la cual puede percibir 9


algunos olores; y finalmente una sensación de calor. El comportamiento de la garrapata está articulado por estos sentidos. La garrapata se sube a un arbusto porque distingue lo claro de lo oscuro; cuando huele a una oveja se suelta de la rama y si cae en ella le chupa la sangre caliente. Si su desprenderse de la rama no ha tenido éxito, vuelve a subir y espera a que pase otra oveja. Esta es la triste vida de una garrapata. El hombre no es una garrapata, aunque la metamorfosis de Kafka es una parábola profunda porque el hombre se transforma en una cucaracha si nadie le hace caso. El hombre está llamado a la vida social porque es dialógico y el mundo que organiza es un mundo común. El hombre aislado, marginado, no pertenece al plexo. Nadie le llama a formar parte de la complejidad de los asuntos humanos, y ello le empobrece como existente, porque le priva de autoría en orden al mundo, que se caracteriza por la interrelación. A partir de la observación de características humanas básicas (su inteligencia, su capacidad comunicativa y dialogante, la técnica de segundo nivel), hemos puesto de manifiesto la complejidad sistémica de su mundo. Ahora hemos de resaltar que ese mundo no es estable, pues más que cosas que el hombre hace son remitencias que han de estar investidas de dinamismo para mantenerse. Por eso es importante la idea de utensilio: el utensilio lo es en la acción, en el uso; el martillo es al martillear. Ese carácter activo no admite descuidos, pero se presta a abusos. El comportamiento animal está finalizado por la especie. En cambio, la acción práctica humana construye mundos cuyo carácter sistémico no siempre es respetado. Por eso la organización del mundo humano afecta a dimensiones humanas mejorándolas o estropeándolas. Hemos aludido a los inconvenientes de la marginación. Pero también se ha de evitar que el hombre quede atrapado por un mundo. El hombre atrapado es el hombre que se limita a cumplir roles, que se inserta en el plexo, sin reparar que es un conjunto de medios. El mundo humano sólo existe si es activado. La activación es el empleo de la acción humana: si la acción humana lo desasiste, el mundo se desvanece. El hombre tiene que ejercer su acción respecto del plexo para darle existencia, pero si se reduce a ello, queda atrapado por su mundo. Por tanto, lo primero que tiene que asegurar la organización del mundo es la conservación de la libertad personal respecto de él y en él; el hombre no puede agotarse en su uso del mundo. Desde este punto de vista, el hombre es un ser histórico. El mundo humano es susceptible de cambios. El signo de nuestro existir, su destino, o como se le quiera llamar, es el reforzamiento de la dignidad de la persona. La evolución es como una preparación para la aparición del ser espiritual. El ser espiritual produce un mundo, y ahí es donde juega su batalla. El peligro no consiste ahora en el hecho de que los leones se coman a los hombres; ese problema está resuelto: ningún león tiene nada que hacer frente a una ametralladora. Pero el hombre puede sucumbir dentro de su mundo. Piénsese en la guerra: las ametralladoras han matado muchos más seres humanos que fieras. Se habla con justificada preocupación del hambre en el mundo, pero hay otra omisión tan grave como ésta, y que existe en los paises en que el hombre está bien alimentado: la incomprensión del mundo en que se vive. En otras épocas el hombre, aunque sometido a serias dificultades, sabía lo que tenía que hacer, estaba integrado en su mundo. Esto puede producir nostalgia (los 10


nacionalismos en gran parte responden a esa nostalgia). Sin embargo, con ello no se resuelve la cuestión, porque se trata de comprender nuestro mundo cuya complejidad ha aumentado. El destino del hombre podría ser la catástrofe, debido a la incomprensión de la complejidad creciente del mundo: esa posibilidad está abierta. Sin embargo, también está abierta la contraria. En la historia han sucedido grandes calamidades que la humanidad ha aguantado y no le han impedido reanudar su marcha. Hoy percibimos el riesgo de deshumanización de forma muy aparatosa: pero la línea positiva está clara. El carácter de constructor de plexos mediales va acompañado de otra organización peculiar del ser humano: la familia. La familia significa lo siguiente: en primer lugar, una adscripción duradera, no reducida al apareamiento, en la que el hombre se constituye como proveedor y la mujer como cuidadora de la prole. Ello está vinculado a otra característica humana (todo en el hombre es sistémico) que es el nacimiento prematuro. Cuando el hombre nace es menos viable que cualquier animal (si exceptuamos los pájaros, que siguen una estrategia reproductora semejante, llamada nidificación). La familia es una institución que permite el paso de lo natural al mundo. Por eso cumple una misión educadora básica. El nacimiento prematuro del hombre posee un notable sentido. Por lo pronto, significa que el feto humano emplea más tiempo en desarrollarse que el de otros animales. Hay una urgencia mayor en la embriogénesis de otras especies que en la nuestra. Pero esto no es todo, porque, además, cuando nace el ser humano no es viable. Ello se debe a la complicación de las neuronas libres cuya organización requiere muchos años. El desarrollo de las conexiones neuronales exige un aprendizaje creciente después del nacimiento. En una protocultura la incorporación al estado adulto tiene lugar hacia los 12 ó 13 años; en la cultura occidental a los 18 años, que es la edad en la cual el ser humano se considera socialmente maduro (aunque solamente para algunos cometidos). El mundo humano está vinculado a estos sucesos genéticos. Por esto hay escuelas y universidades: el hombre necesita, por así decirlo, una formación permanente. Si relacionamos todas estas observaciones, nos daremos cuenta de la importancia educativa de la familia. La idea de que los niños pueden ser educados fuera de la familia es un error; el papel educativo del padre y de la madre no es sustituible. La familia hace posible el desarrollo del hombre desde su nacimiento hasta su incorporación al mundo. Si esto se omite, el mundo se desencuaderna. Suele pensarse que un país es próspero porque se trabaja duro y usa una tecnología punta. Sí, pero ello depende de que se forme a las personas; de lo contrario, la prosperidad no se sostiene. Una sociedad que padece la crisis de la familia compromete su futuro. La incorporación de las nuevas generaciones es la condición del vector de la historia. El hombre es un ser bastante precario: con una ametralladora puede con un león, pero en el momento en que cae en una visión reducida de sí mismo compromete su viabilidad, asunto extraordinariamente complicado.

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II. LA ANULACION DE LA DIRECCION. LA NOCION POLACA DE SITUACION Hemos empezado con una discusión sobre el método válido para afrontar el estudio del hombre. Pero para tratar de la temática propia de la antropología de la dirección es conveniente considerar aquella situación en que la dirección se anula, y a partir de ella contemplar el proceso con el que se recuperan sus caracteres, de tal manera que, al coordinarlos de manera epagógica o sinóptica, se alcance a comprender lo que es la dirección de hombres. Partir de la anulación de la dirección no es un mero expediente teórico o formular una hipótesis de trabajo. Contamos con un proceso de destrucción, una involución profunda de la acción directiva. Se trata de una experiencia que tenemos a mano. Nos la proporciona el régimen comunista. El desarrollo del curso será éste: procuraremos ir sacando a relucir los distintos aspectos de la dirección desde su corrupción completa. En el libro antes citado también se procede así: primero se sientan las grandes dificultades con las que se encuentra hoy el hombre (lo aporético de las organizaciones, la insuficiencia actual de los procedimientos de resolución de problemas que el hombre ha empleado últimamente y que hoy se encuentran en crisis). Desde ahí se intenta la construcción de una antropología sistémica aportando nuevos factores, que se pueden ampliar mucho más. Aquí procederemos de manera semejante: vamos a analizar una situación muy próxima en el tiempo a nosotros, en que la dirección se ha anulado; es lo que ha ocurrido en la Europa del Este. Esta anulación de la dirección nos proporciona un caso sobresaliente de vacío de organización. Es posible describir a qué obedece, es decir, cuáles son los ingredientes primarios de que está compuesta la dirección, cuya corrupción afecta a toda la organización social y humana, y cierra la posibilidad de mirar al futuro de acuerdo con algún proyecto viable. Lo tenemos ahí y además bastante estudiado. Una serie de pensadores rusos y polacos se han ocupado del asunto, de entender qué les ha pasado. Entre los autores rusos, se pueden leer algunos escritos de Solzhenitsin que se refieren a los grandes agravios a la dignidad humana que infería el sistema totalitario. De una manera más directa, más pegada al terreno, ha escrito Sajarov una serie de observaciones sobre la psicología de la juventud rusa estudiosa; él era profesor de física teórica y conocía a sus estudiantes. Sajarov escribió unas cartas a Bresniev sobre la ambigüedad que sufrían sus jóvenes estudiantes de física ante la incompatibilidad entre su adoctrinamiento marxista y la mecánica relativista. Los inconvenientes de tal dualidad no eran sólo teóricos, sino también éticos. Hay otra escritora que nos ha sorprendido, porque seguir a esta mujer a lo largo de sus sucesivos libros no es fácil. Aunque recorrer su complicada evolución espiritual nos llevaría a otros asuntos, con todo, sus libros contienen una serie de observaciones que tienen mucho que ver con lo que aquí nos interesa. Esta escritora se llama Tatiana Góricheva. Finalmente, son de destacar una serie de reflexiones de filósofos polacos, sobre todo de las universidades de Varsovia y

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Cacrovia, entre los cuales se encuentran, Tichner, Grygiel, y el pensamiento del Cardenal Wojtyla. Vamos a describir la situación como la han visto los polacos: qué conciencia han adquirido los polacos de lo que les ha pasado desde que los rusos ocuparon el país. Vamos a tratar de repetir la experiencia y la conceptualización que han hecho los polacos y lo ilustraremos con lo que dice sobre lo mismo Sajarov. Como es sabido, en la Universidad de Varsovia el estudio del lenguaje, la lingüística (no la filosofía analítica) es uno de los temas más cultivados. Lo primero que han hecho estos pensadores es dar nombre, buscar una palabra suficientemente abarcante que recogiera su experiencia. Esta palabra, dicen ellos, es la palabra "situación". Cuando se refieren a la Polonia sometida bajo la denominación comunista hablan de la situación. Para ellos la palabra connota varias cosas. La primera es que, tratándose de la situación, no se sabe cuándo se va a salir de ella: la situación comporta cierta desesperación. La situación, que es desgraciada, es también desesperada porque es la situación; no deja entrever ni siquiera imaginativamente cómo salir de ella: estamos instalados en ella, y, sobre todo, esta instalación es definitiva. ¿Cómo podríamos cambiar la situación? En la misma formulación de esa palabra se muestra que no se sabe cuándo va a desaparecer. Asimismo, dicho término tiene una significación global: es la situación polaca, o Polonia en o como la situación. No se sabe cuándo terminará; más aún, ni siquiera se sabe qué querría decir que termine, es decir, el modo de salir de ella. Si enfocamos el asunto de una manera trivial, podría decirse que cualquier situación histórica desaparece porque es transitoria y llega un momento en que pasa o es sustituida por otra. Pero si no se trata sólo de la situación en la que uno se encuentra, sino de la que uno participa, entonces esa mutación es imposible: no se puede salir de la situación si uno mismo se ha hecho situación, si uno mismo la alimenta porque él mismo la es. La situación no es algo externo sino que cada uno la ha interiorizado: ha penetrado en el hombre y constituye a la sociedad. Por tanto, el mero cambio de coyuntura es demasiado somero, no sería verdaderamente un cambio de la situación. Dicho cambio habría de ser una profunda rectificación interior, un librarse de la situación no como algo impuesto desde fuera, sino como algo que ha calado en el hombre y ha llegado a determinarlo. Este es el sentido de una situación de la que no sabemos cómo liberarnos. No se trata sólo de que los rusos no se vayan a ir, cosa que en los años 60 parecía cierta. Tampoco se trata de un cambio de régimen político: esto no basta, si la situación somos nosotros. La desesperación que comporta la situación hay que referirla a la interiorización de la misma. Ahora bien, ¿de qué manera se interioriza una situación que comporta desesperación? La situación vista así es la esencia del totalitarismo; la situación es el totalitarismo. Vamos a ver si se entiende qué experiencia del totalitarismo autoriza a llamarlo situación en el sentido que hemos empezado a exponer. Conviene insistir: la situación no es una circunstancia exterior, sino que la tenemos dentro. Eso es lo que desespera. 13


El totalitarismo no es una mera dictadura o un régimen personal autocrático, el cual puede someter a una población mediante fuertes medidas represivas que coartan la libertad sin destruirla. La diferencia entre una dictadura y el totalitarismo es que el totalitarismo cala. Pues bien, uno no se puede desprender de la situación porque ha hecho propios los factores que la constituyen. Esos factores son el miedo y la mentira. Un hombre definido por la situación es un hombre que vive en régimen psicológico de miedopánico y ha interiorizado la mentira. No es el miedo a una medida despótica; es algo más: es que yo me he hecho miedo, me he acobardado, no me atrevo a nada. Pero no sólo yo, sino que lo establecido en general es el miedo3. Claro está, si el miedo ha sido interiorizado, si el miedo es situacional en este sentido, no necesita ser despertado por algo que produzca terror. Para instalar el miedo pueden hacer falta unas medidas muy duras, establecer en una primera fase un régimen tiránico, de prohibiciones y suplicios. Pero si el miedo ha sido interiorizado, ya no hace falta el terror. La gran astucia del régimen totalitario estriba en sumir al hombre en una situación de miedo. A partir de ahí, la amenaza, los castigos, pueden aligerarse, porque se ha logrado hacer a la gente miedosa (lo que es algo más que un reflejo condicionado). Por su parte, ¿qué significa la mentira situacional? Que uno ha llegado a interiorizar la situación mentalmente de tal manera que aunque vea algo blanco dice que es negro. Esta transmutación de la perspectiva se produce de forma casi automática. Con otras palabras, la negación de la evidencia viene de dentro; la mentira se interioriza, justamente porque es una mentira vivida; no es una mentira simplemente emitida sabiendo que se emite. Cuando uno se ha hecho mentiroso ya no ve la realidad tal como es, sino que la ve deformada. ¿Cómo logra el régimen totalitario que el hombre viva en situación de mentira? Por una absolutización de la propaganda, es decir, por una tarea educativa insistente en la cual una serie de consignas e interpretaciones de la realidad son inculcadas hasta tal punto que se apoderan de uno. Entonces la realidad se ve teñida de entrada, el sujeto se asoma a ella desde la propaganda incorporada. La realidad se ve con anteojeras cuando la ideología ha calado. En el planteamiento de Marx, la ideología es un reflejo fantástico, un elemento superestructural en que se vierten de una manera simbólica los intereses de clase. Dicho de otro modo, la ideología en el sistema marxista es un segregado secundario que está en desacuerdo con la realidad básica, es decir, con los procesos según los cuales el hombre asegura las condiciones objetivas de su existencia. En cambio, según la entienden los pensadores polacos, la ideología se ha imbuido en la situación, no ha surgido de ella, sino que se ha metido dentro; no es un reflejo fantástico a interpretar por un psiquiatra. Lo que acontece aquí es que el hombre la ha incorporado a su manera de ser. No es un reflejo imaginario, sino un ingrediente existencial tal que (aunque haya intereses subterráneos enmascarados) anula la capacidad de buscar la Sobre el miedo y la mentira en relación con la dirección de las empresas, cfr. LLANO, C., El empresario y su mundo, McGraw Hill, 1991.

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verdad. En la situación la mentira ha calado hasta el fondo y se ha transformado en el modo de estar en la situación. En suma, la situación consiste en existir en términos de miedo y de mentira. La mentira es producida por la propaganda; pero también llega un momento en que no hace falta que sea obsesiva, porque si la ideología ya se ha aceptado completamente, no es menester seguir reclamando el convencimiento. El marxismo es una doctrina tan pobre que para ser verdad es menester que los hombres se acepten como ella propone. Por tanto, la verdad del marxismo es ontológicamente una mentira porque sólo es verdad si es aceptada, es decir, si acepto que soy incurablemente miserable en términos materiales, tal como la doctrina marxista propone. La única manera como el marxismo puede ser interiorizado, dado que el marxismo es una filosofía de la miseria, es que uno se considere miserable, en sus propios términos. Así pues, del modo de aceptar el marxismo depende su verdad. En definitiva la condición de la verdad del marxismo es la mentira, porque miserable, en los términos propuestos por Marx, yo no lo soy. Si me acepto como miserable, verifico el marxismo. Si no me acepto, no lo verifico, y entonces su pretendida verdad se anula. Esto es lo que ocurre con toda doctrina antropológica falsa, ideología o llámese como se quiera. Si el hombre se ve a sí mismo de una manera falsa, está haciendo verdad la mentira. Si alguien enuncia que el hombre es de una manera que no es, y otro lo admite y adapta su comportamiento a ese enunciado, entonces existencialmente, con su vida, le da la razón (a costa de hacerse a sí mismo mentira)4. La situación no afecta solamente a los sometidos, sino que de ella participan exactamente igual los dirigentes. Con lo cual la función de dirigir se anula: si a un hombre se le ha hecho mentiroso y miedoso, no es posible dirigirlo; en todo caso, se le podrá tratar como a un caballo: castigarlo, proponerle placebos, etc., pero no responderá como hombre. La culminación de la consideración de la situación es que el miedo y la mentira afectan también a la clase dirigente: el miedo es la característica primaria de un miembro de la burocracia comunista: él es miedo. Piénsese en la mentalidad de los dirigentes de partido, para poner un ejemplo, ante la muerte de Stalin; puro miedo. Poco después ocurrió lo mismo con Beria, que era el jefe de la KGB. En un régimen totalitario no se puede ser dirigente si no se está metido en la misma situación de miedo de los dirigidos. Por esta razón, en rigor, tampoco se dirige: no es que se encuentre con indirigibles, sino que tampoco existe capacidad de dirigir. Es un corolario de la descripción que hacen los filósofos polacos. Y también pasa lo mismo con la mentira: los dirigentes se dedican a mentir como sistema de gobierno. Si los dirigentes creen en su propia propaganda, ya viven en la mentira pero si no creen en ella y la divulgan, también mienten: en cualquier caso, están en la situación de mentira. Un antecedente platónico sobre esto es la descripción del tirano en la 4.

Dicho directamente: la verdad de un planteamiento antropológico sólo es posible si no depende constitutivamente, radicalmente, de su aceptación. No cabe que el hombre se dote únicamente desde sí de verdad, porque el hombre es un ser creado. Con todo, el hombre está obligado a realizar su propia verdad; si omite esa obligación, se falsea. El peculiar juego de la verdad y la mentira en el hombre se debe a ello.

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República: el tirano es un directivo que se ha vuelto loco porque ve peligros por todas partes. Hay un miedo enfermizo a perder el puesto, o no tan enfermizo, a que le lleven a Siberia, a que lo liquiden: hay un miedo total por parte de la dirección; la dirección no se escapa del miedo, pero entonces no es dirección. Hace años dijimos que lo peor que le puede pasar a un directivo es que se ponga nervioso, es decir, que instaure una atmósfera de alarma en la que él mismo se incluya. Por eso dicen los polacos que la palabra situación, significa que el régimen totalitario lo ha teñido todo. La situación consiste en la peculiar complicación de todos en las características propias de este sistema, que son el miedo y la mentira. De aquí se deduce inmediatamente una conclusión: el miedo y la mentira rompen la vida social, es decir, aíslan a los seres humanos. El miedo y la mentira hacen absolutamente imposible la confianza. ¿Cómo puedo fiarme de alguien si yo miento y él miente? ¿Cómo puedo confiar en alguien si yo tengo miedo y él tiene miedo? ¿Cómo puede confiar en nadie un miedoso craso y un mentiroso integral? No puede: se aísla. La vida social está teñida de hipocresía; el miedoso y el embustero, socialmente, es hipócrita. Si alguna vez se le ocurre algo que está fuera de la situación, no se lo puede decir a nadie, porque el otro también está en la situación y lo podría denunciar. La situación tiene una serie de resortes que consisten en que quien no esté de acuerdo con ella, queda excluido; la situación lo margina. Esto es lo que Sajarov pone a la vista: estamos haciendo jóvenes mentirosos, hipócritas, porque están aquí, después de pasar un examen que pretende asegurar su fidelidad al partido en el que no creen, y sólo se han sometido a él para acceder al estudio de la física de Einstein, por otra parte oficialmente proscrita, puesto que es una física burguesa. Cuando la mentira se ha hecho parte de uno mismo, nunca se dirá la verdad, nunca se confiará en nadie. Así se rompe el tejido social. Esto también lo señala Platón; el régimen tiránico es una unidad disgregada internamente, o negativamente sistémica. Pero todavía hay un rasgo más. Una parte de la ideologización es la libertad: el ciudadano tiene que considerarse libre, lo cual es mentira en la situación. Aparece entonces una versión inevitable de la libertad: la libertad es lo mismo que la necesidad; yo soy necesariamente libre. El primero que formuló la libertad en estos términos fue Espinoza y, siguiendo sus pasos, Hegel: la libertad es el conocimiento de la necesidad. Pero el conocimiento de la necesidad no tiene nada que ver con la libertad; por eso, en cuanto uno se plantee si se puede salir de la situación e identifica la libertad con la necesidad, surge la desesperación: no hay procedimiento para salir. La misma desesperación está tergiversada por esta interpretación de la libertad. Tal tergiversación es inherente a la situación. Como vemos, en su misma desintegración, cada uno de los términos remite a los demás. También a su modo la destrucción de la actividad directiva y de la capacidad de ser dirigido es sistemática, exige todos estos factores que envían unos a los otros: el que tiene miedo vive la libertad como necesidad (es anancástico, diría un psiquiatra).

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Con el procedimiento que empleamos: poner en negativo para luego llegar a lo positivo, iremos planteando los caracteres propios y sistemáticos de una dirección verdadera. El intento de comprensión de estos filósofos y también de algunos historiadores polacos, ha contribuido a perfilar cómo acontece la anulación de la dirección. Con el miedo como situación espiritual, un miedo que atenaza constantemente, que no es sólo una vivencia psicológica sino un estado del alma, y con una tergiversación permanente de la verdad, la dirección es imposible. Podemos confiar en la descripción de la situación que hacen los filósofos polacos porque la han vivido y algunos de ellos como dirigentes comunistas. En el fondo esta experiencia es también recogida por el Cardenal Wojtyla, que es otro cualificado testigo. Las dos frases más importantes con las que inaugura su pontificado aluden directamente a los dos componentes de la situación. Una de sus expresiones más repetidas era justamente ésta: "no tengáis miedo"; es una recomendación que adquiere gran fuerza si se tienen cuenta, entre otras cosas, el hecho de que para salir de la situación hay que quitarse el miedo, ese miedo metido dentro que anula la capacidad humana de acometer proyectos y de abrirse a la esperanza; el miedo atenaza, constriñe. Otra sentencia que el Papa utiliza muchas veces es: "la verdad os hará libres". La frase previene contra la mentira, el segundo ingrediente de la situación. El mentiroso no es libre; la libertad no es la mera aceptación de la necesidad, sino la profundización en la verdad. Prescindiendo ahora de lo que en estas frases haya de mensaje dirigido a los cristianos, la insistencia del Papa (un polaco que ha meditado profundamente en la situación) constituye una comprobación de los factores que definen la situación, a la vez que señalan la clave para salir de ella: no tener miedo, ser libres en la verdad. Los pensadores polacos dicen que a partir de 1981 se produjo un cambio en la situación. Eso quiere decir que hubo un movimiento protagonizado por polacos que intentó superar tanto el miedo como la mentira. A este movimiento lo llaman ellos, que son tan cuidadosos en encontrar palabras a las que adscribir un significado muy preciso, "solidaridad". La solidaridad es el modo de salir de la situación. Este movimiento no ha tenido importancia en otros países del Este. A los polacos les gusta presentarse a sí mismos como gente un poco especial. Nietzsche decía que su personalidad era tan extraña porque él tenía sangre polaca. Pero en cualquier caso, es cierto que en Polonia se ha realizado un experimento para salir de la situación. Este experimento se llama solidaridad y es un experimento polaco (copyright polaco). Inmediatamente añaden que el modo que descubrieron para salir de la situación, la solidaridad, no puede continuar indefinidamente. Por solidaridad no hay que entender solamente un sindicato, o un movimiento obrero. Aunque se concrete en ello, se trata de una categoría que permite comprender un momento histórico y sus fases. Solidaridad significa la pérdida del miedo al poner como objetivo actuar a favor de los demás: la recuperación de la colaboración. La colaboración (imposible en un régimen de mentira y miedo) es un despertar del espíritu que requiere para comenzar pensar en los demás (si centro mi interés en los otros , me libro del miedo –no me importa lo que me pueda pasar–, y de la mentira – sólo se puede intentar favorecer a los demás si el intento es verdadero, sincero–). 17


Una de las características de las primeras huelgas polacas, que eran una protesta y una manifestación de libertad frente a la situación, fue que con ellas no se pretendía proteger los propios intereses, sino los intereses de los demás (las huelgas que se hacían en los altos hornos de una región reclamaban el cese de abusos que afectaban a los habitantes de Varsovia, etc.). Así pues, solidaridad es una toma de conciencia muy profunda de que el miedo y la mentira se vencen en términos de generosidad pura. Esto es lo que ha significado, y como se ha vivido y entendido solidaridad. No se trata sólo de las aventuras de Walesa, sino del modo de encontrar la verdad y la confianza: si antes no nos fiábamos de nadie, vamos a jugar a favor de los otros, vamos a excedernos a favor de ellos; sólo así se borra la situación en tanto que nos afecta por dentro. Pero desde el punto de vista organizativo, objetivo, solidaridad no era suficiente. Si se la ve con categorías de organización, se aprecia un modo de aunar esfuerzos, pero no institucional con una estabilidad comparable a la de la situación (la familia, la empresa, la universidad, son instituciones sociales). Solidaridad no tiene ese carácter; es un modo de vivir, no una categoría sociológico-formal; no es propiamente una institución. Por eso, a algunos les ha parecido un tanto caótica, o formada por gente muy diversa. Por ejemplo, ciertas campañas de desintoxicación de la propaganda ideológica las llevaron a cabo intelectuales ateos, personas de muy variado tipo, dando conferencias sobre autores occidentales en iglesias, que eran los únicos locales disponibles para ello. Quizá lo anterior resulte extraño, cosas que se hacen en un estado de necesidad o que se le ocurren a gente de una vitalidad muy emotiva, muy eslava (al parecer los eslavos son así), pero sin que haya ahí un fondo racional o se instaure con ello una organización. Pero éste es sólo un aspecto de la coyuntura de la sociedad polaca. En los años 80 se diluyó el partido comunista polaco: la gente lo abandonó, los militantes dejaron de serlo. Por ejemplo, dejaron de salir algunos periódicos oficialistas porque los redactores rompieron el carnet y se marcharon. Es decir, la situación se disolvió incluso desde el punto de vista de los jefes, que la abandonaron igualmente. Por tanto, la situación fue, por una parte, superada por el movimiento solidaridad, pero, por otra, entró en crisis. De esta manera se desmantela la estructura organizativa del país y aparece un vacío de poder. La eliminación de la situación no comportaba una nueva organización, sino que el doble movimiento de salida de la situación llevaba consigo el cese de la organización social. El movimiento solidaridad no estaba destinado a instaurarla. Fue algo así como Fuenteovejuna, todos a una saliéndose del sistema: más que atacándolo, vomitándolo fuera de sí. La única estructura que permaneció fue la Iglesia; el episcopado polaco asumió funciones de apoyo sin las cuales quizá Polonia hubiera caído en un caos social. Se mantuvo un residuo organizativo sin el cual, por ejemplo, Jaruzelski no hubiera podido mandar de la forma en que lo hizo: llenando un vacío de poder de forma casi nominal, y tratando de evitar la intervención soviética. Los polacos están orgullosos de solidaridad porque no se ha dado algo parecido en ninguno de los países totalitarios del Este. Pero solidaridad no se puede mantener. 18


Los pensadores polacos lo dicen así: solidaridad no es la "normalidad". Con esta otra palabra quieren decir que la organización social es imprescindible, y que si se rechaza una forma de organización, es preciso instaurar otra. Solidaridad no era la normalidad; solidaridad, dicen, era una utopía (entendiendo por utopía la aspiración a un ideal social sin saber con qué medios se alcanza. En rigor, solidaridad es la manera extrema de llevar a cabo la salida de la situación: apostar por los intereses ajenos). El modo como se ha salido del totalitarismo en Rusia, que no es el polaco, adopta en Tatiana Góricheva la forma de un desprecio de todo. La única manera de librarnos de la situación, según esta autora, es algo así como una ascética total, cercana al cinismo (recuérdese que el cinismo fue un movimiento fundado por Diógenes, aquel griego que vivía en un tonel y que rechazaba completamente toda forma de cultura, toda construcción humana: el hombre es una naturaleza desnuda. Esta es la formulación griega del cinismo). Tatiana Góricheva entiende que el cinismo es la forma de salir de la situación que conviene en Rusia: el desprecio del mundo. No se trata de un asunto meramente literario, porque esta mujer ha apostado su vida a ello, a quedarse reducida a la pura pobreza humana, haciendo una especie de purga de todo, tanto del prestigio humano que postula el marxismo como del orgullo de occidente; es reducirse al hombre puro y nudo; una postura ambivalente porque puede ser la de San Francisco de Asís, un asceta cristiano, o simple anarquismo que rompe todo vínculo social porque se piensa que dichos vínculos no son naturales y que la cultura humana debe humillarse (en El Idiota de Dostoievski también hay un personaje que refleja esta postura). Solidaridad no es, obviamente, el cinismo de Góricheva, pero, de cualquier modo, ambos coinciden en no ser sostenibles a la larga. Por eso dicen los polacos que solidaridad no es la normalidad. No hay más remedio que establecer límites, pensar en una nueva organización. En cuanto se piensa en una nueva organización aparece el problema de las atribuciones: cada uno tiene su puesto en ella y ha de funcionar de acuerdo con unos cometidos. Sin embargo, al estudiar cómo ciertas personas han concienciado lo que llaman situación y cómo han querido salir de ella, nos encontramos con muchos asuntos pensados en otras épocas y por distintos autores, lo cual indica que ello no obedece a una curiosa o extraña característica de los eslavos o de gente con reacciones muy emotivas. No es así. Solidaridad responde a la condición humana, y, por tanto, nos interpela también a nosotros. Los autores polacos dicen que solidaridad fue un momento brillante de su existencia. Fueron generosos, y así eliminaron el miedo interior con lo cual la situación se derrumba. Es curioso que eso no ha pasado del mismo modo en otros países del Este. Exceptuando Rumania, en ellos la situación se ha hundido por implosión. Pragmáticamente, el régimen totalitario se ha mostrado inviable, es decir, una forma de organización sumamente defectuosa. Según parece, los países occidentales están mejor organizados. Con todo, hay que preguntar si su organización es mejorable. Si lo es, hay que reconocer que el miedo y la mentira no han sido suficientemente desterrados en ellos. Tenemos pues: la situación, solidaridad y la normalidad. ¿En qué consiste la normalidad? No lo saben. ¿La normalidad es simplemente adaptarse a la organización 19


occidental? No. ¿La normalidad es una especie de social-democracia, un colectivismo democrático no totalitario? Tampoco. Se percibe enseguida que no es eso. Pero a los polacos, a los alemanes orientales y a los rusos les pasa lo mismo: son refractarios a la organización occidental, porque se dan cuenta de que es muy dura, exige mucho e implica una ética de la responsabilidad. La ética de la responsabilidad se basa en un cierto cálculo: hay que pensar en las consecuencias, hay que gestionar los asuntos sociales y hay que competir. ¿Pero cómo se consigue eso? Ellos no lo saben, y no todos están dispuestos a caer en el cinismo, en la indiferencia valorativa de la cultura. El "no tengáis miedo" del Papa no equivale a la impavidez del que lo desprecia todo, y asiste inactivo a lo que pasa. Esto lo llamaríamos ahora pasotismo. Pero es claro que nos enfrentamos con problemas sin haber encontrado su solución. El peculiar racionalismo empirista y analítico que se suele usar en occidente provoca más problemas de los que resuelve. Conviene estar atentos a la circunstancias de los países del Este, pues sin duda influyen en Europa. Los polacos distinguen la normalidad de la solidaridad. En cuanto se empieza a organizar el país, la gente ya no piensa sólo en el prójimo, sino también en sus intereses. Solidaridad se queda atrás. Ahora bien, quizás este diagnóstico no sea del todo exacto, puesto que, como hemos dicho, no aciertan a describir exactamente qué sea la normalidad. Seguramente, a nosotros nos ocurre lo mismo. Con otras palabras, la perplejidad de los polacos acerca de lo que es una organización correcta no nos debe extrañar. Por el contrario, nos afecta profundamente. Como expresa el dicho latino, no se debe considerar ajeno nada humano. Si describiéramos la situación directiva en que se encuentran las tribus africanas, también nos encontraríamos con disfunciones, que por ser muy peculiares, tendemos a considerar "cosas" de los africanos. Pero los africanos son hombres, aunque su cultura sea distinta de la nuestra. Algo semejante les acontece a los árabes. Nos percatamos enseguida de las aporías de su organización social y de su modo de dirigir; con todo, el mundo árabe es otro gran sector de la humanidad. ¿Podemos considerarnos exentos de esas dificultades? Nosotros somos europeos, miembros de sociedades democráticas, actuamos dentro de una organización que funciona. Ello nos inclina a prestar una consideración conmiserativa a esas otras gentes, y a tratar de ayudarles a salir de la ineficacia en que están sumidas. Sin embargo, con ser importante, esta actitud es parcial, porque nos hace olvidar que también nosotros hemos de cambiar. Los polacos añaden una importante observación: solidaridad fue el intento de librarse de la situación, de darle la vuelta. Solidaridad no es ni miedo ni mentira, porque es generosidad pura. Pero cuando buscamos la normalidad, no sabemos en qué consiste porque la experiencia de la situación (aquí está la observación importante) nos hace desconfiar de nosotros. El carácter utópico de solidaridad se debe a que es atreverse demasiado; solamente si fuéramos enteramente puros, como ángeles, podríamos vivir permanentemente de esa manera. Pero no somos ángeles, puesto que hemos estado en la situación. Aunque la superemos, la situación es una muestra de nuestra fragilidad. Nos hemos librado de ella, pero precisamente porque la hemos 20


sido, no somos enteramente capaces de solidaridad; mejor dicho, si queremos ser enteramente solidarios, tenemos que contar con el peligro de no serlo. Lo contrario, sería un insensato acto de osadía. Es un argumento curioso, pero muy interesante e intensamente humano. Tendremos que hacer un esfuerzo continuo para llevar a cabo de una manera ordinaria lo que fue solidaridad, porque hemos de tener en cuenta que siempre es posible que aparezcan elementos de la situación. No hemos excluido enteramente el miedo porque lo hemos sido; no hemos desterrado enteramente la mentira porque la hicimos nuestra; por tanto, hemos de reconocer que en nosotros se alberga su posibilidad. Nuestra verdad es un poco más complicada que el librarse de la mentira; nuestra verdad consiste en saber que podemos librarnos de la mentira pero que la mentira nos amenaza siempre. Por consiguiente, la situación y la normalidad no están enteramente separadas, no se distinguen netamente, porque la segunda alberga, al menos en cierta medida, los elementos de la primera. Justamente por ello, no sabemos en qué consiste la normalidad. La normalidad pura sería el no volver a recaer en la situación al instaurar una organización social eficazmente gestionada. Pero es imposible lograrlo de una vez por todas. Los polacos han dedicado mucho tiempo a pensar esas decisivas nociones y creemos que su pensamiento es atendible. Ahora hemos de plantear una pregunta obvia. ¿De qué manera tiene que ver un directivo occidental con el miedo y con la mentira? En general, ¿en qué medida el miedo interior, y la mentira han calado en la cultura de occidente? Es patente que en el mundo de los negocios la mentira existe; decir la verdad no se vive del todo en las actividades de las empresas. Por su parte, el miedo no es extraño al capitalista: en la dinámica del capital se observa la influencia del miedo. El miedo se manifiesta en la huida (algunos polacos, si hubieran podido, se hubieran marchado; otros muchos estimaban que proceder a la fuga equivalía a traicionar al país). Pero el capital es fugitivo: en cuanto aparece la menor apretura, el capital sale corriendo. No basta hablar de mercado de capitales; ha de añadirse que en él impera el miedo. Habrá que hacer las distinciones necesarias para formular el tema con cierto rigor, pero las preguntas planteadas deben recibir respuesta. No podemos considerar la experiencia polaca como un testimonio válido tan sólo para países sometidos a un régimen totalitario. En ellos, ciertamente, la situación ha terminado, y ha sido seguida por un vacío de organización, de poder, verdaderamente notable. Pero ¿cómo se ejerce el poder en occidente? Puede ser aleccionador para nosotros examinar este punto. Para ello se requiere tomar en serio los componentes humanos de la empresa, es decir, meditar sobre la relación entre empresa y humanismo (humanismo: nada humano nos es ajeno). Dando un paso más, hay que decir que humanismo no significa que tengamos que simpatizar con los europeos del Este porque también son hombres, sino porque a cualquiera le puede suceder lo que ellos han averiguado. Piénsese en la situación del secuestrado, el llamado complejo de Segismundo o complejo de Estocolmo. Como se sabe, ciertos secuestrados psicológicamente sufren una transformación de acuerdo con la cual caen en la mentira por miedo: tienden a considerar que sus raptores tienen razón.

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Hay que plantear las siguientes preguntas: ¿hasta qué punto ser empresario es compatible con el miedo? ¿Cómo tiene que tratar el empresario el miedo? ¿Un empresario es exactamente un capitalista? ¿Y la mentira? ¿Qué es la empresa como fenómeno comunicativo? No es evidente que la empresa, como organización humana, sea tan sólo una estructura comunicativa: pero una empresa no se puede organizar más que desde la comunicación. Encontrar la respuesta de las preguntas que se acaban de formular, es entrar de lleno en la antropología de la dirección.

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III. LOS MIEDOS DEL DIRECTIVO Dijimos que la situación es algo así como un conjunto de circunstancias englobables en unidad por cuanto que está dominada por el miedo y la mentira y da lugar a la desaparición de la acción directiva. Las condiciones para que una actividad humana marche adelante es la confianza entre las personas. Lo que se suele llamar el trabajo en grupo, la división del trabajo y la coordinación de los distintos agentes, es imposible en la situación; por tanto, la resultante es la ineficacia. De la situación mana la esterilidad. Ahora tenemos que ver, colocándonos en nuestro contexto occidental, cómo la dirección se relaciona con el miedo y con la mentira. Esto último es un asunto complejo porque evitar la mentira de que hablamos no es simplemente el no engañar o algo semejante. Hay dos actitudes viciosas que hacen imposible enfocar debidamente la acción humana: el fanatismo y el cinismo. Lo que vamos a exponer ahora tiene que ver con ello. La primera observación que conviene hacer es la siguiente: es ilusorio pensar que el hombre está siempre en una situación enteramente favorable. El mismo hecho de que solidaridad, que es la manera polaca de salir de la situación de sometimiento al imperio comunista, no se pueda mantener, o se entienda como una fase preparatoria de otro modo de organización que ellos llaman "normal", es muy indicativo. La normalidad no es lo enteramente felicitario: la situación del hombre en este mundo no está exenta de problemas. Sobre esto hay una literatura abundante. Una manera de entender al hombre es estudiarlo como solucionador de problemas. A esto se alude en el libro citado antes; en él se describe la desconfianza que hoy se tiene en algunos de los procedimientos para resolver problemas que la ciencia ha utilizado en la Edad Moderna, tal como la plantean algunos filósofos de la ciencia: Popper y sus discípulos. También se alude a la crisis de las maneras de enfocar la organización social señalada por los sociólogos, sobre todo por los últimos representantes de la escuela de Frankfurt. La aparición de problemas significa que algo en nosotros está en peligro; nuestra condición es ésa: no estar exentos del peligro. Por eso tenemos que arbitrar e inventar procedimientos para hacerle frente; la necesidad de solucionar los problemas surge de ahí. Por lo demás, sólo nos podemos proponer objetivos de altura enfrentándonos con grandes dificultades. A esto se refieren los clásicos cuando hablan de que el hombre tiene una tendencia que le permite afrontar lo arduo: el apetito irascible. No todo lo que pretendemos está directamente a nuestro alcance; nuestra condición es problemática, nos encontramos con adversarios, con factores de la realidad que no acceden a nuestras pretensiones, a nuestros proyectos. Afortunadamente, añadimos, porque en otro caso seríamos muy perezosos. El hombre se tensa en la dificultad según corresponda en cada circunstancia. En especial, un directivo es un hombre que enfrenta problemas. Por eso, a veces el directivo no tiene mucho éxito, si se considera el éxito de acuerdo con ciertos modelos que se proponen: un hombre al que todo le ha ido bien, un triunfador. Muchas veces los directivos han de capear temporales, lo cual no tiene menos mérito 23


que lograr éxitos a corto plazo. En la misma medida en que uno se propone metas grandes o, como decían los clásicos, se tiene grandeza de ánimo, los logros se hacen esperar. La magnanimidad no se contenta con resultados mediocres por su calidad. Por ejemplo, ganar mucho dinero es un objetivo mediocre. Hemos de repetirlo: ganar dinero es mediocre como objetivo. Otra cosa es tomarlo como medio y no como objetivo; pero ello depende de la importancia relativa de nuestras finalidades, de lo que consideramos logros terminales. Se puede ganar muchísimo dinero, pero eso no es señal de que se alcancen grandes objetivos. Esto es frecuente como consecuencia de ciertas disfunciones en nuestra organización político-social. A veces los empresarios se dedican a fabricar chucherías. Si se enriquecen fabricándolas, evidentemente su objetivo no es demasiado brillante. Sin duda, es un asunto de opciones humanas. El que quiera jugar a ganar dinero fabricando caramelos, cosa estupenda por otra parte, tiene en su mano la opción. Enriquecerse no es lo mismo que resolver bien los problemas. El enriquecimiento es a veces consecuencia de la astucia o de ciertas condiciones favorables: la buena suerte, la fortuna, como decían los antiguos. Muchas veces nos hallamos en una coyuntura difícil en la que no sabemos cómo movernos o en la que los objetivos que intentamos no encuentran cooperación o son socialmente aceptados en pequeña medida. Si se quiere mantener un objetivo de alto bordo, no hay más remedio que armarse de paciencia y formular planes a largo plazo. Así pues, lo primero que conviene decir es esto: a veces los éxitos pueden hacer pensar que la condición del hombre es habitar un mundo lleno de facilidades o de problemas rápidamente solubles. Pero la realidad no es esa, y no es buena suerte, sino mala suerte, porque puede inducir a engaño, por ejemplo, enriquecerse en poco tiempo. Aunque esto no resulte popular, de momento hay que sostenerlo, si bien luego veremos cómo esta observación se engloba en una visión más general. Lo normal es justamente lo no enteramente favorable. Para decirlo con Aristóteles, la mayoría de las veces (esto tiene un sentido casi universal) es característico del ser humano que para conseguir lo que se propone, si lo que se propone tiene algún valor, hay que afrontar muchas dificultades. El miedo aparece precisamente aquí. Desterrar el miedo no es humano. Lo que hay que hacer es vencerlo (pero no, no tener miedo). Es posible no tener miedo en muchos períodos de la vida. Ahora bien, en muchas ocasiones aparecen grandes peligros, que se corresponden con el miedo en el hombre sano. Es humano tener miedo; no es humano temer al miedo; integrarlo hasta tal punto que uno se convierta en miedoso. Por otra parte, hay que tener en cuenta lo siguiente: como en definitiva, lo que es trivial también es superficial (como los éxitos de poca calidad), al hombre no le viene mal pasar por fases de dificultad porque entonces se desengaña y se hace mucho más capaz. Las situaciones fáciles suelen entontecer y ablandar; las situaciones fáciles no son las propias para el directivo (si la situación fuese fácil, no haría falta la dirección: las cosas saldrían solas). Si hay que dirigir, ello se corresponde con que uno no es un apático, no se conforma con ir pasando el tiempo sin hacer nada, sin innovar, sin crear. Además, para llevar a cabo alguna tarea grande no hay más remedio que aunar muchos esfuerzos y tensar muchas potencias humanas.

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Las situaciones de crisis especialmente problemáticas, tienen un efecto de despertador. Ese efecto se nota, sobre todo, en que hay que recurrir a saberes que de otra manera no se tendrían en cuenta (además de que las personas se desentumecen, se hacen más fértiles en recursos, como se dice de Ulises quien acomete una tarea larga y difícil para reunirse con su mujer después de la guerra de Troya). Cuando los empresarios no tienen más remedio que ocuparse de asuntos que en situaciones más fáciles no serían apremiantes han de incorporar al acervo de sus saberes, por lo pronto, dos cosas: el estudio de la economía (en situaciones más fáciles no estudian economía) y de la sociología. La penúltima generación de empresarios ha incorporado lo anterior a sus conocimientos personales, o a sus órganos consultivos. Los empresarios se encuentran, por ejemplo, con los sindicatos; los sindicatos pueden ser un elemento sumamente adverso. No digamos si es preciso enfrentarse con una ideología política en la que la idea de "nacionalizar" las empresas es un recurso frecuente; o con la grave complejidad impositiva. Se trata de problemas sobreañadidos que abruman a los viejos empresarios; a los más jóvenes les resultan más fáciles, pero de cualquier modo son una sobrecarga respecto de anteriores gestiones directivas que tenían menos complicaciones. A principios de siglo, por ejemplo, el presupuesto del estado español era una pequeña parte de la renta nacional; ahora es el 40%. Las cosas han cambiado. Antes a nadie se le ocurría nacionalizar, las expropiaciones eran excepcionales, etc. Este es el primer gran bagaje de conocimientos que ha de incorporarse, y que resulta ajeno a un empresario tradicional. Pero, un empresario de los años setenta ha tenido que incorporarlo necesariamente a su gestión. En la última década la dirección de la empresa se ha complicado todavía más. Hoy se sabe que las ciencias citadas pueden señalar una ruta equivocada para un directivo, porque hay un elemento más fundamental, más radical, que apenas se ha tomado en cuenta, a saber, el ser humano mismo. Es preciso conceder especial atención al ser humano porque es el primer agente económico. Como dice el profesor García Echevarría, hoy se sabe que la macroeconomía no habla de economía real; la economía real es una actividad humana, y la actividad humana corre a cargo inexorablemente de las organizaciones, de la institución empresarial en que se integran los agentes humanos. Por tanto, no hay más remedio que ocuparse de antropología. La antropología es una ciencia sin la cual la sociología y la economía pueden dar lugar a conclusiones equivocadas o a una manera de dirigir errónea. En la medida en que los problemas se agudizan hay que ir más al fondo, porque sólo así se pueden afrontar. De lo contrario las soluciones son meras cataplasmas. Un especialista japonés en management, Omahe, observa lo siguiente: para resolver un problema lo primero que hace falta es formular el diagnóstico en términos digitales, en términos de sí o no. Mientras no se haga esto, las consideraciones son muy vagas y no se concreta el camino a seguir. Además, si la formulación del problema se hace en términos de sí o no, se puede llegar a la etiología, se puede preguntar el por qué, sin quedarse sólo en los síntomas. Sólo si se escarba en los porqués, la solución está bien fundamentada, tiene una base racional. Los clásicos expresaban esto diciendo que antes de tomar una decisión hay que deliberar. El método que propone este autor

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japonés no es el único, pero siempre hay que empezar planteando correctamente las dificultades. En rigor, si llenamos la cabeza de un directivo con ideas acerca de derecho político, de estructuras sociales, o de macroeconomía, puede llegar a una equivocada conclusión práctica (teóricamente también), a saber, que el hombre es un ser condicionado. La economía tiene unas leyes. Si pensamos que los hombres obedecen por principio a esas leyes, concluiremos que las respuestas humanas están condicionadas; lo mismo ocurre si la sociología se toma como ciencia suficiente. Pero la verdad es lo contrario. Para resolver un problema desde el punto de vista práctico, hay que pensar que el autor de la sociedad y el agente económico es justamente el hombre, por lo cual tales condicionamientos son secundarios. La economía es una forma de actividad humana y por tanto depende del ser humano cómo se comporten los fenómenos económicos. Para tomar medidas, para responder a los problemas de una manera adecuada, hay que tener en cuenta que el hombre no es un ser decisivamente condicionado, puesto que es el autor de lo social y de lo económico. Desde el punto de vista práctico, este enfoque da lugar a maneras distintas de tratar los asuntos y de tomar decisiones. Desde el punto de vista teórico, quiere decir que no nos quedamos en la superficie, que vamos ahondando, porque lo que acaba de decirse, a saber, que el hombre es el autor de lo económico y lo social, y no un ser condicionado, es verdad en la misma medida en que el fondo del hombre se activa; si no se activa, no es verdad. Si el hombre está empequeñecido, entumecido en sus resortes más íntimos, más radicales, entonces la verdad es lo contrario; es decir, el hombre se hallará condicionado por lo económico y lo social. Ello ocurrirá si el hombre carece de un interior suficientemente fuerte y se identifica con "la situación". Pero si lo tiene, entonces se entiende que es el autor y el factor en que hay que apoyarse para cambiar las cosas: es cuestión de profundidad. Resaltemos el contraste entre dos tesis: 1) el hombre es un ser condicionado por la sociedad y por la economía; 2) el hombre es el autor de lo social y lo económico. La primera es verdad, si y sólo si, el hombre no tiene interior, si se interpreta a sí mismo desde las ciencias sociales y económicas. Pero eso quiere decir que es menos libre, menos activo, que sus energías más radicales quedan desempleadas. El hombre acepta, digámoslo así, convertirse en un ser superficial, porque sólo en segunda instancia el hombre depende de lo social y de lo económico. Conviene insistir que esa proposición es cierta siempre que el hombre no se tome en serio a sí mismo como persona. En cambio, si se toma a sí mismo como persona se dará cuenta de que su actuar no es el resultado de las leyes de la sociología o de la economía, sino de su capacidad efusiva. Pero de esto sólo se da cuenta el hombre si se decide por ser; si no tienen razón los que dicen que el hombre depende de un fundamento –creado– exterior a sí mismo, lo cual es una petición de principio, pues es evidente que hay sociedad porque el hombre es social y no al revés: lo a priori es el hombre. Si deseamos estudiar filosóficamente la dirección no hay más remedio que tratar de sentar un orden de importancia relativa. Todo depende, decimos, de la seriedad con 26


que el hombre se tome a sí mismo. Si acepta su dimensión espiritual, ha de concederle valor hegemónico. Además, como el espíritu se abre hacia fuera, tiene lugar un proceso de realimentación que fortalece al espíritu mismo en la medida en que actúa en sociedad. El hombre ejerce su autoría de modo propiamente humano cuando la aludida realimentación le perfecciona a él y a su entorno. Pues bien, para tratar del miedo es necesario tener en cuenta lo dicho. El miedo es un sentimiento interior al hombre que aparece en aquellas situaciones socioeconómicas que son adversas. Pero si el hombre no pudiera resistir al miedo (por así decirlo, el miedo es una espontaneidad condicionada: surge en el hombre ante la adversidad y ante el peligro), si no fuera capaz de manejarlo, habría que aceptar la primera proposición. El hombre es un solucionador de problemas. Pero es capaz de resolver problemas porque es capaz de manejar su miedo, es decir, porque no está condicionado por lo que le amenaza (nótese que resolver problemas comporta cambiar la coyuntura o la situación o al menos hacerles frente). Manejar y vencer el miedo es arduo; pero, por otra parte, si el hombre lo hace en virtud de su propia profundidad, en atención a que él es más importante que las circunstancias sociales o económicas, sus objetivos serán de mayor alcance. No es lo mismo, por ejemplo, que conformarse con una modificación a mi favor de la situación monetaria. Podría aceptarse que uno está condicionado por la economía, pero que astutamente se sabe mover; que está condicionado por la política, pero que con un poco de halago, con un cambio de ideología mejorará su situación y saldrá adelante en todas las crisis: ministro con Franco, ministro con Suárez, ministro con los socialistas, etc. Pero se trata de objetivos muy cortos. La tesis de que el hombre está condicionado conduce a aceptar que el único modo de resolver los propios problemas es moverse con astucia, con ingenio, etc. Pero si llevamos la cuestión hasta el fondo, aparecen objetivos diferentes: no se trata ya del sobrenadar, o sobrevivir, del puro adaptacionismo, sino de cambiar la situación, lo cual, repetimos, es arduo; además se puede fracasar en ello. Pero de la otra manera el hombre está ciego a los grandes objetivos, no los considera posibles: ni se le ocurren. El directivo no tiene más remedio que ir pasando de lo puramente comercial a lo socioeconómico y de lo socioeconómico a la antropológico, estableciendo una relación de fundamentación: primero, de lo social respecto de su actividad empresarial y después, de su carácter de persona humana, de su calidad de agente, respecto de lo socioeconómico. Esto es así justamente porque los problemas se agravan. Si las cosas fueran menos difíciles, esta tarea de profundización no sería imprescindible. Lo que ocurre es que la crisis actual es muy notable, porque cada vez estamos menos aislados y las interrelaciones aumentan. Habermas dice que estamos desbordados por la complejidad; respondemos a ella con ideas sectoriales, especializadas –analíticas–. Al enfocarla así, la complejidad se hace ingobernable. Efectivamente, nuestra época se encuentra ante dificultades que se podrían resumir en la inadecuación entre los procedimientos heredados para resolver problemas y la gravedad característica de los problemas de un mundo 27


interrelacionado, en que todo tiene que ver con todo: un mundo sistémico. Durante muchos siglos el hombre no ha necesitado tener en cuenta la intensidad de la interconexión de sus actividades. La percepción de la complejidad le produce miedo. El miedo es aquella tendencia (acompañada de un sentimiento, aunque el sentimiento es secundario) propia del ser humano a huir ante el peligro. El miedo se define así desde un punto de vista realista. El miedo no es lo que uno siente (pavor ante una situación de alarma, etc.). Lo característico del miedo es que da lugar a un tipo de conducta: quitarse de en medio, es decir, no afrontar el peligro, sino enterrar la cabeza en la arena o salir huyendo. También podría decirse que es la tendencia a no enfrentarse con lo arduo, porque el peligro muchas veces consiste en que a uno se le pide más de lo que está dispuesto a hacer (salir de la comodidad, de la rutina, de los procedimientos ensayados; se me pide esfuerzo inventivo y no estoy dispuesto a prestarlo). Enfocar el miedo así implica varias ventajas. La primera es que se considera el miedo en la "normalidad", no en "la situación". La segunda es que se entiende de una manera objetiva, y, además, en relación con la acción humana. Es una consideración práctica del miedo. La consideración meramente psicológica del miedo (miedo más o menos intenso, latidos del corazón, etc.) puede ser muy importante, pero para un hombre de acción no lo es tanto. El miedo es, por consiguiente, la tendencia humana a huir ante lo peligroso o a no enfrentarse con lo arduo; es la tendencia a desistir. Cuando el hombre desiste, los clásicos dicen que se queda estupefacto. El estupor se contrapone a la admiración; la admiración es el ser atraído por aquello que uno no domina (se suele decir que la admiración es el principio de la filosofía); pero el estupor no es la admiración, sino el no emplear la energía necesaria para afrontar una tarea seria. Si el miedo es tendencia a desistir, el vencimiento del miedo es la actitud de resistir ante lo peligroso y lo arduo, venciéndolo si es posible. Si el miedo es esto y si ante él adopto una actitud que lo ataja, si puedo no ceder a la tendencia a la huida, es patente que la consideración del miedo me coloca en el orden de lo radical humano, en ese plano según el cual se puede invertir la relación de dependencia entre lo socioeconómico y lo humano. Teniéndo esto en cuenta, podemos dar un paso más: ¿qué debe hacer el hombre ante el miedo? ¿Qué es lo que está justificado hacer, teniendo en cuenta que el hombre no es un ser condicionado? Ante el miedo se puede actuar de un triple modo. El primero, puesto de relieve por los clásicos cuando estudian la virtud de la fortaleza, es el ataque. Atacar es lo que hace un soldado cuando acomete al ejército enemigo con la intención de derrotarlo. ¿Cuando está justificado atacar? Atacar es característico del directivo: el directivo es un hombre de ataque, un hombre que emprende, que trata de vencer las dificultades arrostrando riesgos. El ataque es característico de la fortaleza del empresario. ¿Cuando está justificado, preguntamos de nuevo, atacar? Cuando los recursos de que dispongo me permiten razonablemente pensar, esperar, que venceré el peligro, que lo haré desaparecer. Ponerse a resolver el problema buscando una solución que lo supere en sus propios términos, está justificado cuando uno tiene recursos superiores a quebrantos del entorno. El empresario está acostumbrado a eso; su mentalidad es la de un hombre de ataque. Sin embargo, en situaciones críticas no es adecuado el ataque,

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sino resistir. Muchas veces la fortaleza del empresario se mide por su capacidad de aguante. La primera manera de enfrentarse con el peligro es atacar; esto está justificado siempre que el peligro no me desborde, que tenga medios suficientes, que el problema sea soluble. ¿Y cuando el problema no es soluble porque no tengo recursos? Entonces hay que distinguir (los clásicos proponen una distinción que a nuestro juicio debe ampliarse un poco): si el peligro afecta a mi interior, debo huir. Si afecta sólo a algo de lo que yo me ocupo, entonces está justificado resistir en el supuesto de que no pueda resolver la cuestión atacando (entendiendo por afectar a mi interior que lesione los valores que considero más profundos y que están identificados conmigo mismo: que mi lealtad, mi honradez, mi veracidad, etc., no queden a salvo). Está justificado huir cuando el peligro me afecta de tal manera que, al no tener recursos para resolverlo, me empequeñece, me degrada como ser humano; si el peligro es de esa índole, lo que hace un sujeto activo es huir, debe huir, salvo que no gane nada con ello; si no gano nada huyendo, deberé, de nuevo, resistir. Pensamos que todavía hay otra manera de afrontar el miedo, la cual hoy resulta bastante clara, porque hay ciertas maneras de afrontar asuntos con los recursos humanos que hoy tenemos y que los clásicos no tuvieron en cuenta porque carecían de ellos. El modo de afrontar el riesgo, el peligro, cuando no poseo recursos suficientes, puede ser algo diverso de resistir o huir: intentar aumentar los propios recursos. Es decir, con los recursos que tengo sucumbo, pero podría aumentarlos. Es lo que solemos llamar rectificación. Si no tengo suficientes recursos, puedo pensar en atacar teniendo en cuenta qué rectificaciones he de introducir en mi conducta; es decir, he de plantearme la pregunta de cómo puedo aprender a gestionar otros recursos más idóneos. De entrada, creemos que no somos capaces de hallar la solución de ciertos problemas, pero sí que lo somos siempre que modifiquemos nuestros procedimientos o echemos mano de algún nuevo recurso, ya que hoy contamos con más de los que en general se sabe usar. Estas tres, nos parece, son las actitudes ante los temores que afectan a los directivos de organizaciones y también al hombre en cuanto rector de sí mismo. Atendiendo al planteamiento clásico, nos percatamos de que según la descripción de la situación que hacen los polacos, es claro que no podían huir –emigrar en masa–; pero debían haber resistido, sin dejarse condicionar por el peligro hasta el punto de hacerse ellos mismos situación (muchos lo hicieron). Aristóteles hace una observación certera que puede resultarnos anacrónica porque a nosotros eso de resistir se nos da mal, ya que estamos bastante reblandecidos. Dice Aristóteles: aunque se pierda todo, resistir es una ganancia. Resistiendo se gana uno a sí mismo. Es una observación muy importante. Resistir no es una actitud pasiva, no es resignarse o conformarse, sino decir que no, aunque resulte difícil transformar ese decir que no en una acción exterior que conjure el peligro. Pero si no cedo ante la amenaza, me gano a mí mismo. Esto está más allá de la diferencia entre cobardía y valentía, las cuales se encontrarían más bien en el ámbito 29


del ataque: el valiente ataca, el cobarde no. Resistir es algo más que ser valiente. Es defender los valores profundos del ser humano hasta tal punto que aunque uno sea destruido no se separa de ellos: no transijo, no cedo. Muchas veces el peligro se puede conjurar simplemente cediendo. Supongamos que la cuestión es la siguiente: si no se entra en el tráfico de influencias, en el soborno, nos arruinamos; ¿qué hacer? No hay alternativa práctica de ataque, si el clima social es la corrupción. Para sacar adelante una empresa parece que no hay más remedio que empequeñecerse a sí mismo. No digo desencadenar procedimientos inmorales, sino andarse con componendas, aceptar las reglas del juego que disminuye la dignidad humana. No ceder a esa situación, resistir entonces, es salvarse a sí mismo. La observación de Aristóteles es profundamente realista si se acepta que el hombre es un ser personal; además, descubre un nuevo aspecto antropológico. Lo que Aristóteles llama ganancia, cuando dice que al resistir se gana algo, es también aprender a resistir. Se expresa así el doble aspecto de una profunda verdad ética: no puedo aceptar una disminución de mi realidad personal para resolver un problema, no puedo ceder al chantaje. No puedo, para conservar mi situación como directivo o como propietario (para salvar mi dinero), disminuirme a mí mismo, porque entonces soy otro factor de la situación que me afecta, me hago yo mismo situación. Esa es la debilidad interna que los polacos detectaron y por eso dijeron, después de la fase de solidaridad, que hay que tener cuidado en no volver a incurrir en ella (mi actitud ante el miedo no puede ser tal que comporte la falsificación de mi ser, que es la más grande de las mentiras). Por fuerte que sea el miedo no puedo aceptar que me haga incidir en lo que comporta mentira para mí; eso es lo que significa ganarse a sí mismo al resistir. A veces no desmoronarse como persona comporta sucumbir físicamente. Los teólogos consideran así el martirio: uno no puede negar su fe, si la tiene, le cueste lo que le cueste, aunque le maten. No puede traicionar su fe porque se traicionaría radicalmente en lo más profundo; la fe, como otros altos valores del espíritu, no se puede sacrificar a nada. Este tipo de resistencia significa: soy tan responsable de mí mismo que si la única salida es dejarme corromper, sumarme al coro de los sinvergüenzas, no lo hago, no lo acepto. No renuncio a ser autor, aunque tal como están las cosas no sea capaz de efusividad creadora. Aunque la situación sea tan hosca que no acepta mi colaboración honesta, no me vendo ni me alquilo. Esta es también la justificación que da Aristóteles para la huida: la huida sólo está justificada (cuando se puede huir) si con ello salvo mi integridad. Por eso el cristiano no tiene el deber de presentarse al martirio; por lo común, hacerlo sería presunción; el cristiano puede esconderse, huir; si no puede, ha de aceptar el martirio. La huida tiene la misma índole que la resistencia; si el peligro no me afecta por dentro, tengo que atacar o resistir, y si no, huir o resistir. A esto añadimos que uno tiene que hacer lo posible para aumentar sus recursos, porque en la época actual eso es muchas veces posible. ¿Dónde encuentro una ayuda o una oportunidad nueva? En el mundo poco tecnificado en que estas grandes verdades acerca de la antropología se formularon, seguramente era menos posible.

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Por otra parte, sin embargo, en el mundo actual no está de moda el afrontar peligros atacando con metas a largo plazo, es decir, se pretende resolver los problemas cuanto antes; si no se resuelven así, nos desorientamos; somos muy valientes si el resultado es a corto plazo. En definitiva, nos esforzamos muy poco. Según un autor ruso, sus compatriotas son capaces de entusiasmarse de cualquier cosa grande con tal de que no les cueste esfuerzo. De ser así, es dudoso que los rusos sepan qué es la libertad; la han visto y se han enamorado de ella (el que ve la libertad se percata de su gran valor), pero no habían descubierto lo que la libertad comporta. En nuestra sociedad, en nuestra cultura occidental, también hay signos de ello. Por ejemplo, se anuncian recetas pedagógicas: cómo aprender inglés en 15 días sin esfuerzo; cómo aprender computación en 90 días. Es evidente que aprender sin esfuerzo es imposible, mejor dicho, nada se puede lograr de verdad sin esfuerzo. Nos parecemos a los rusos caricaturizados. "¿Cómo ganar amigos?", "¿Cómo tener éxito en los negocios?" eran libros de moda en los años 50. Pero eso es simplemente falso. No se ganan amigos así; en todo caso, simpatías. La amistad es algo más serio: un intercambio de bienes prolongado y costoso. Tampoco resistir está de moda: "no seas loco, arregla las cosas como puedas". Es una incitación que no se debe aceptar porque es un chantaje si me disminuye como ser humano. Por tanto, resisto; si la resistencia lleva consigo la ruina, me arruino. No me gusta nada arruinarme, pero no tengo opción. Se habla mucho de ética empresarial, pero no se repara en su relación con la fortaleza. La ética es un asunto serio porque somos seres personales; si no lo fuéramos, la ética dejaría de ser un asunto serio. En cualquier caso, estas consideraciones acerca de las relaciones del directivo con el miedo, consideradas de manera positiva (el ataque, la resistencia y en ciertos casos la huida, son positivos), se vinculan con la responsabilidad. El tema de la responsabilidad se puede enfocar partiendo de otras consideraciones, pero aquí aflora ya de una manera muy clara: soy responsable de mí mismo, no me puedo abandonar al miedo; también soy responsable de las cosas que hago; y también soy responsable de lo que tengo. Soy responsable de mí mismo, de lo que hago y de lo que tengo. Esto, digámoslo así, es el núcleo de la responsabilidad. La responsabilidad del directivo se extiende a la buena marcha de su organización y al desarrollo de sus colaboradores, porque un auténtico directivo no entiende a los miembros de su organización como empleados o asalariados. El gran ideal de un directivo es la colaboración. Es menester convencerse de que uno tiene que mejorar a la hora de hacer el recuento de los recursos de los que la organización dispone, porque tiene más de lo que se cree: los colaboradores. El tratarlos bien, el aprovecharlos haciendo que den de sí (lo que no tiene nada que ver con explotarlos), pone en marcha una enorme cantidad de recursos humanos que se pueden incrementar mientras se resiste. Desde la resistencia se puede pasar al ataque (después de haber resistido a la adversidad se ataca mejor). Es un consejo práctico, muy importante para el directivo, no considerar nunca que ha hecho un buen balance de sus recursos; hay muchos recursos potenciales si uno no ha descuidado (responsabilidad) el poner a la gente en disposición de dar de 31


sí. Si el directivo puede dar mucho de sí cuando está en un aprieto, los otros también pueden hacerlo y se les pueden ocurrir soluciones que uno no ve.

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IV. TRES MENTALIDADES Es oportuno proponer aquí una breve descripción de tres tipos de mentalidad con las que puede enfocarse el trabajo: la mentalidad de empresario, la mentalidad de funcionario y la mentalidad de propietario. Estas mentalidades son simplemente cambios de acento de la importancia relativa que se da a distintas dimensiones con las que se constituye la acción humana. Según el tipo de mentalidad, la capacidad de resistencia y de ataque puede ser mayor o menor. La mentalidad del empresario está dominada por el ataque. Por lo tanto, es mala señal, y desaconsejable, la evasión, el rehuir la responsabilidad. Las formas de rehuir la responsabilidad son muchas. Aquí ofrecemos una pequeña lista: a) Aparece una grave dificultad en mi flujo de caja: no voy a la oficina. No ir a la oficina es una manera injustificada de huir. b) Aparece una situación de conflicto en mi hogar: llego a él lo más tarde posible, me quito de en medio. Otra huida no razonable. c) Surge una amenaza de embargo: salgo del país. d) Tratar de huir cuando no se puede: me declaro enfermo. e) Dedicarse a la pintura o a la música. f) Dejarse barba. g) Dar la vuelta al mundo como un trompo. h) Inscribirse en un grupo de yoga. Los últimos procedimientos que se han señalado (d,e,f,g, y h) son modos de querer ser otro. Se trata de formas de huida que nadie debe intentar, y un empresario menos que nadie. Como siendo quien soy no soy capaz de resolver las cuestiones, me dedico a otras, cambio de modo de ser a veces de manera estúpida, como es empezar a dejarse barba. Son tentaciones que le pueden pasar al empresario por la cabeza. Todavía hay otra manera de huir de las responsabilidades: echar la culpa a los demás: "esto no sale adelante por causa de ustedes". Tal protesta es inútil: registre usted si es así y trate de mejorar; y si no, cállese. La protesta es una evasión, pues mientras protestamos no hacemos nada útil, y una manifestación de pánico; estamos tan asustados que nos ponemos nerviosos: no hay nada peor para un directivo que ponerse nervioso, porque su nerviosismo se contagia a los subordinados y cuando los subordinados también se ponen nerviosos, la organización se paraliza. Un entrenador de fútbol debe mantener el rostro impasible cuando el partido se pone cuesta arriba, porque si no, los jugadores se desmoralizan. Esto no es fingir, sino aceptar la responsabilidad que a cada uno le corresponde. Todo hombre necesita desahogarse, pero no debe hacerlo ante aquéllos de quienes es responsable. Y, desde luego, no debe pensar nunca que la culpa la tienen los demás, porque entonces cede su responsabilidad. Además, si son tan inútiles, ¿por qué los tienes en tu empresa? Deberías haber prescindido de ellos. Si no lo has hecho, eres culpable de tener colaboradores estúpidos. Otra manera de huir de las responsabilidades es asumir las que no me corresponden. Hay que atenerse a las responsabilidades que a uno le atañen, aquéllas 33


de las que debe ocuparse y cuidar. Por ejemplo, un empresario que está a disgusto con las dificultades de su empresa puede ofrecerse para dirigir un equipo de fútbol, o para ser el director de una banda de música. Si lo hace para mejorar su imagen, bien; si lo hace en una situación de apuro, es señal de que quiere justificar que su verdadera vocación es ésa y no la otra; ahora bien, si usted ha nacido para pescar con caña pero no para dirigir negocios, dedíquese a pescar. El funcionario no acepta riesgos. Arriesgarse es atacar sin saber exactamente si se va a ganar. Ello es propio de la condición humana, porque respecto del futuro no somos omniscientes, por lo que cuando el proyecto es a largo plazo, la incertidumbre crece. Es inevitable que el peligro salga en el camino siempre. No se puede determinar a priori el futuro, o bien pensar que todas las secuencias que hemos programado se van a cumplir; si es a corto plazo, quizá, pero si es a largo plazo, no: hay que corregir sobre la marcha y ello implica la posibilidad de no acertar. No es posible anticipar las cosas, querer hacer lo que todavía no se puede hacer pidiéndole a la gente demasiado. Hay que contar con el "tiempo" de las personas. Los seres humanos mejoran a lo largo de períodos diferentes; lo que hoy no son capaces de hacer quizá puedan acometerlo dentro de años si se emplean los medios para conseguirlo. En la práctica hay que ser oportuno, porque tampoco se deben retrasar las cosas: hay que estar muy atento a lo uno y a lo otro. Para no retrasar las cosas, lo mejor es anticipar la deliberación mucho tiempo. Decía Ortega: un año de análisis, una hora de síntesis; también se podría decir: un año de deliberación y cuando se decide, se ha de actuar de inmediato. Tomás de Aquino recomendaba lentitud en la deliberación y rapidez en la ejecución. Hace años decía un arquitecto norteamericano: la diferencia entre un arquitecto español y uno norteamericano es que el español piensa el proyecto seis meses y la obra dura un año; el arquitecto norteamericano planifica durante un año y la obra dura seis meses. Evidentemente este segundo procedimiento es más barato y más seguro. Larga deliberación, para lo cual es menester estudio; ejecución rápida. Cuando se ha decidido, hay que pasar a la acción. Los clásicos llamaban a este paso acto de imperio. El funcionario tiene una mentalidad distinta. Es un hombre que ha apostado por la seguridad, no quiere correr riesgos, desea un puesto vitalicio. Por tanto, lo característico de la mentalidad de funcionario es la cautela: hay que tener mucho cuidado, y procurar que todo esté garantizado. ¿Objetivos? Pocos. Un "curriculum" sí, pero previsto, regulado. Por tanto, la asunción de responsabilidad por el funcionario tiende a recortarse. Esta mentalidad puede aparecer en un empresario de una manera curiosa: al obsesionarse en conservar inalterado lo que tiene, desoyendo aquello que decía Aristóteles: cuando viene una tormenta (la tormenta y el terremoto son las situaciones que pone Aristóteles como ejemplo de situaciones en que hay que aceptar sacrificios) lo correcto es echar la carga al agua para salvar el barco. Muchas veces en las empresas hay que hacer eso: aligerar; uno es responsable de la empresa, hay que salvarla reduciendo lo superfluo. El funcionario tiene mentalidad de instalación: los gastos no se recortan. No tiene la flexibilidad que exije el riesgo, uno de los rasgos de la mentalidad de empresario. 34


El funcionario propende también a conservar su status, los derechos adquiridos. Un empresario no tiene derechos adquiridos; le puede haber ido bien en el pasado, pero eso no significa que le vaya bien en el futuro. Entonces hay que cambiar el coche de lujo por un automóvil utilitario. Es preciso salvar el barco. Una tercera mentalidad es la del propietario. El propietario se identifica especialmente con lo menos importante en el ser humano: poseer cosas externas. La forma más elemental, más débil, de tener, es la adscripción de cosas: concentrarse en ello es lo que caracteriza al propietario. Pero como las cosas externas se pueden perder, el propietario es el más propenso al miedo. Ya decíamos que los capitales son huidizos. Un empresario se puede encontrar en situaciones muy difíciles por la confluencia de estas tres mentalidades. Como empresario, si la bolsa está de baja, lo que hace es comprar; pero como propietario, si la bolsa está de baja lo que hace es vender por temor a que baje más. Debe tenerse presente la diferencia entre el derecho civil y un eventual derecho de empresas que todavía no existe. La empresa no se puede pensar con las categorías jurídicas del derecho de propiedad. En un estudio brillante, el profesor Doral advierte que las instituciones jurídicas del derecho civil, por ejemplo la propiedad, no son adecuadas para la empresa. Es evidente que todavía no hay derecho de empresa. El derecho de trabajo no es exactamente el derecho de empresa, y el derecho mercantil tampoco es un derecho para la institución específica que es la empresa. Si la empresa se piensa como una institución de propietarios, sucede que su capital es una propiedad desgajada de un patrimonio para limitar su responsabilidad. Esa masa de capital tiene todos los inconvenientes huidizos ya indicados, porque se traslada de un país a otro al menor síntoma de alarma, lo cual es sumamente perjudicial para la continuidad de la vida económica. Recuérdese, por ejemplo, la fuga de capitales de los países sudamericanos; en el circuito económico norteamericano hay más capital sudamericano que deuda. La deuda de los mexicanos en 1991 eran 100.000 millones de dólares y había unos 120.000 millones de dólares evadidos. A los argentinos les ocurría lo mismo. En esa misma fecha, su deuda sumaba unos 44.000 millones de dólares y tenían fuera unos 60.000 millones de dólares. Eso es simple irresponsabilidad; quien así actúa no es un empresario. Al empresario hay que decirle que entre el tener, el hacer y el ser hay una relación de fundamentación: el ser fundamenta al hacer y el hacer al poseer, y no al revés. No soy lo que poseo. Deben advertirse los sanos principios que se derivan de este orden: al empresario le viene mejor el humanismo que al propietario porque está más instalado en el hacer que en el tener. La regla de oro de un empresario es tener exclusivamente lo necesario para lo que debe proponerse hacer, es decir, que no le sobren recursos dinerarios; si sobran, ha de invertirlos inmediatamente. Si se invierte, ha de aumentarse la capacidad de hacer. Al empresario no le puede sobrar el dinero (para comprarse un yate o algo semejante); debe tener lo necesario para hacer, y hacer de acuerdo con lo que él quiere ser. La fundamentación

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del hacer está en el ser y la del tener en el hacer. Por tanto, hay una peculiar sobriedad en el empresario que debe completarse con la fundamentación de su hacer. La preocupación del propietario se centra en conservar un patrimonio y sacarle frutos (los famosos frutos del derecho civil: obtener una renta de la tierra, etc.). Pero eso no es lo que hace el empresario: el empresario crea. Todos tenemos algo de propietario, algo de funcionario y algo de empresario. Pero en los que han optado por ser directivos, debe predominar la mentalidad de empresario, esa mentalidad que es la más adecuada para hacerse cargo del miedo. El propietario mantiene incólume su patrimonio. Pero una empresa no es una cuestión patrimonial; en ella el dinero tiene carácter de medio. ¿Qué es el dinero para una empresa? El trabajo potencial: se vende para seguir trabajando; el beneficio de empresa es el trabajo del futuro, y quien se lo gaste de otra manera no es empresario. Quien recabe parte del beneficio para otra cosa que no sea asegurar el trabajo futuro es empresario sólo de nombre. Con el trabajo de ahora se paga el trabajo de mañana. Ello tiene sentido creativo, competitivo, y por tanto es distinto que decir: con la renta de ahora se come el año que viene. Por lo mismo, afirmar que las empresas existen para satisfacer necesidades no es del todo exacto; las empresas existen para producir. Las empresas son entes dinámicos, no estáticos. El empresario tiene en sus manos un proceso y, por tanto, lo puede cambiar. El propietario entrega la semilla a la tierra para que germine y madure; pero esa fecundidad es un proceso cíclico, que él no dirige. En cambio, la acción humana está abierta a la novedad por su vinculación con la inteligencia. El empresario es un hombre de acción; el funcionario no lo es y el propietario tampoco. El funcionario es hombre de status, un administrador, un mantenedor. El propietario es un buen padre de familia. Pero la actividad empresarial es distinta, es una actividad que lleva a una ordenación del tener sujetándolo al hacer y midiendo el hacer por la fidelidad a los valores de su ser. Al darse cuenta de que lo que uno quiere ser es lo más profundo, tendrá en la rienda su hacer y su tener. Si su acción se le va de las manos porque le obsesiona, ya no podrá resistir: se ha olvidado del gran apoyo de la actividad empresarial: la persona. Por ello, la empresa es un factor de fomento de la personalidad. Si deja de serlo –como ocurre hoy con frecuencia–, se desnaturaliza. Afortunadamente, en el futuro esa omisión apenas será posible. Ya dijimos que los empresarios empezaron siendo comerciantes, negociantes, que empleaban los procedimientos tayloristas para ahorrar costes, etc. Después vinieron los problemas sociológicos que darían lugar al neotaylorismo. Pero esto ya ha quedado obsoleto, por más que todavía las escuelas de negocios se ocupa preferentemente de ello. La antropología de la dirección ha de ocuparse de sus dimensiones fundamentales.

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V. LA VERACIDAD DEL DIRECTIVO Hemos visto que si el directivo se deja dominar por el miedo, se anula. Si el dirigido entra también en la dramática espiral del miedo, es imposible dirigirlo. Dicho de otra manera, a una persona atemorizada no se le puede hacer entender ningún proceso activo autocontrolado. Aquí podemos apelar a lo que dice Wittgenstein acerca del terror: el terror es la suspensión, la paralización del discurso. Para Wittgenstein, que es un filósofo del lenguaje, el terror da lugar justamente a la falta de articulación lingüística: no cabe "logos" en el sentido griego de la palabra. La razón no gobierna la conducta, y esta última desaparece. Visto que el no saber adoptar una actitud acertada ante el miedo comporta la destrucción de la dirección, vamos a examinar ahora qué sucede con la mentira, el otro aspecto de la noción polaca de situación. La veracidad es una de las dimensiones de la sociabilidad humana que hoy menos claras están: no se percibe hasta qué punto la coordinación de esfuerzos es incompatible con la mentira. Tomás de Aquino declara de modo muy neto, al hablar de las virtudes básicas de la sociabilidad, que sin veracidad la sociedad es imposible, porque su gran conectivo es el diálogo, la comunicación, y si se atenta contra la verdad, se produce la incomunicación, y la sociedad se pulveriza. Una sociedad de personas que no viven la veracidad, que prescinden de la comunicación como conectivo social, no puede funcionar, se desmorona. Pero hoy no lo vemos con tanta claridad, a pesar de la experiencia polaca. No está muy claro, porque parece que se gana mintiendo o, si no mintiendo, con el silencio. En una negociación para fijar algún precio, en una compra-venta, normalmente no se comunican los datos que se tienen, ni el precio al que uno está dispuesto a vender y el otro a comprar, sino que hay, por así decirlo, un regateo. Dicha negociación es una mezcla de astucia y de informaciones parciales, hasta que al final se hace la luz: no vendo debajo de cierto precio, o no compro por encima de él. Siempre que las relaciones humanas, como dicen los estudiosos de la llamada teoría de juegos, son relaciones de suma cero, es decir, juegos en los que si uno gana el otro pierde, parece que tiene buen lugar el engaño: la mentira es más útil que la verdad. Aunque ya hemos dicho en otras ocasiones que la verdad no tiene sustituto útil. A veces no se miente, pero se guarda silencio. Como afirman los banqueros suizos, la palabra es plata, pero el silencio es oro. En el caso de la banca suiza está claro, pero también en otros negocios; por ejemplo en las relaciones con los competidores, el silencio vale mucho. Hasta en la TV se ha ventilado el tema de los espías industriales. La idea de patente, de copyright, comporta no decir de qué se trata, sorprender o no dar al otro tiempo para que imite, buscar el monopolio. El secreto parece asegurar muchas veces lo que se suele llamar el monopolio natural, entendiendo por ello el hecho de que con una buena idea aplicada por primera vez, se obtiene un producto con mejores prestaciones (precios más bajos, etc.) que otros que ya están en el mercado, es decir, se logra una ventaja en virtud de la cual el nuevo producto será preferido a los demás. Naturalmente, los competidores intentan reducir su desventaja buscando algo análogo para vencer el monopolio inicial.

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Esta serie de tácticas, muy frecuentes en el mundo de los negocios, no permiten ver hasta qué punto es importante la veracidad, hasta qué punto si la sociedad funciona con poca comunicación, si altera el lenguaje (se dice mentira o se reducen las comunicaciones acudiendo a silencios o disimulos), disminuye su cohesión. Parece, por otra parte, que este modo de proceder no carece de razón, porque de entrada si decir algo verdadero significa para mí una desventaja, prefiero no decirlo. Pero muchas veces no se puede ni siquiera callar, ya que el que calla otorga. Hemos perdido el saber vivir bien el silencio (es claro que otras generaciones lo hacían mejor). Vivir no diciendo lo que no conviene decir constituye también un arte y, en el fondo, es una virtud porque no conviene ser indiscreto, y hay secretos naturales, o secretos de oficio. Pero hay tal presión, sobre todo por parte de los periodistas, que la gente ha perdido el arte de no decir la verdad de la única manera en que es lícito no decirla, a saber, callándose. Hoy no se sabe administrar bien el silencio. Lo mejor, cuando el otro no tiene derecho a saber lo que uno conoce, es callarse. Pero hay que saber callarse y la mejor manera de saber hacerlo es declarar que uno está obligado a callar. Esto no es nada fácil. Repito que esa habilidad se ha perdido; tenemos la idea más o menos consciente de que la vida social consiste en una serie de entrevistas continuas; todo el mundo tiene derecho a saberlo todo. Esto es quizás una consecuencia de la democracia. Solemos definir la democracia como aquel régimen que es incompatible con el secreto. En rigor, es incompatible con el secreto en una serie de ámbitos, pero en otros no lo es. Para defender esos ámbitos de las preguntas indiscretas a veces se acude a fórmulas que son embustes. Piénsese por ejemplo en las compraventas que tienen lugar en una feria de ganado en la que el vendedor oculta los posibles defectos del animal. O en la actitud inquisitorial por parte de los recaudadores de impuestos. O lo que pasa en las aduanas. En las aduanas, sobre todo si uno viene de los países de América del Sur, pueden ocurrir experiencias negativas, porque ahí no se puede decir la verdad; entre otras cosas, porque antes de hablar el aduanero ya ha metido las manos en el equipaje. En los registros que hacen a los colombianos cuando llegan a Europa, por ser muy fuerte la presunción de que pueden traer droga, ocurren cosas muy desagradables; incluso a veces se atenta contra la dignidad de la persona. Ciertamente, ante estas circunstancias no se pueden proponer unas reglas que sirvan como recetas, pero sí se pueden dar unos criterios básicos. En principio, en situaciones en que a uno no le otorgan ninguna confianza, hablar sirve de poco. Sin embargo, cuando a uno le preguntan, hay que saber contestar. La mejor fórmula es la del "Foreing office": "no comment". Esta fórmula bien interpretada significa: lo sé, pero no te lo puedo decir. Otras veces, y hay moralistas que lo admiten, se puede utilizar la anfibología, es decir, dar una respuesta que no sirve para nada; en esto se dice que los gallegos, por ejemplo, son maestros. Pero, insistimos, si hay base de comunicación, de confianza, lo mejor es responder que no se puede decir, o que no se puede decir todavía. Ciertamente, esta última fórmula tiene cierto carácter anfibológico, porque puede ser entendida en dos sentidos: no te lo puedo decir ahora, o todavía no lo sé. La fórmula "lo sé, pero no te lo puedo decir" es más fastidiosa, más áspera; en cambio, "no te lo puedo decir todavía" lo mismo significa que no te lo digo porque no lo sé o que no te lo puedo decir ahora.

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Hay individuos que se pueden quejar ante una contestación de ese tipo: ¿cómo no me lo puedes decir? ¿No eres amigo mío? Pero, en rigor, esa protesta muestra una falta de fortaleza, porque la idea de la publicidad total, que está muy instalada como consecuencia de la democracia y de la instrumentalización de los medios de comunicación de masas, sugiere que nadie puede callarse nada, y que todo el mundo tiene derecho a enterarse de todo, lo cual, evidentemente, no es cierto. Por eso decirle a un amigo "no te lo puedo decir todavía" es una muestra de confianza; no interpetarlo así, puede ser signo de susceptibilidad o muestra de un feo vicio, hoy muy extendido, que es la curiosidad. La curiosidad, el quererse enterar de lo que a uno no le compete, es una parte del tratamiento clásico del tema de la mentira y de la verdad, del diálogo. Un ejemplo de curiosidad es leer una carta que a uno no le dirigen; en principio, se entiende que una carta es sólo para el destinatario. Ciertamente, la curiosidad no es la base del diálogo; si se interroga con curiosidad (un vicio intelectual), no hay derecho a la verdad. En el fondo somos curiosos cuando queremos enterarnos de cosas que no nos atañen, cuyo conocimiento no nos servirá para actuar mejor. Ahora bien, hay comunicaciones que, digámoslo así, vienen al caso, que no se deben negar; por eso, tampoco se debe abusar del secreto, o dicho de otra manera, el secreto lingüísticamente es el silencio, o la otra fórmula que hemos señalado: "lo sé, pero no te lo puedo decir". El curioseo no lleva a nada, es más bien asunto de gente que no sabe asumir su responsabilidad y se dedica a divagar; el curioso se ocupa de cosas que no le competen e intenta saber aquello que no le corresponde saber porque no tiene nada que ver con el cumplimiento de sus obligaciones. Insistimos en que esta cuestión hay que tratarla de manera correcta, dándose cuenta de cuándo es oportuno, de cuándo es conveniente callarse o hablar. Sería imprudente omitir estas observaciones. Ahora bien, dicho esto, se debe sentar con energía un principio universal: en principio es mejor hablar que callarse. A pesar de lo que dicen los banqueros suizos, es más humano hablar que callarse. Contribuye más a la vida social, siempre que no sea hablar de trivialidades o chismorrerías. Aporta más al hombre hablar que el silencio. Como es claro, callarse es necesario para escuchar. El diálogo se compone de enunciados, respuestas y escuchas. Más todavía: el hombre está hecho para comunicarse, no para denegar la comunicación. Existe una obligación moral, derivada del destino del hombre a la verdad, a no reservarse lo que se sabe, al que corresponde un derecho a ser escuchado. Asimismo, reservarse la capacidad de escuchar, o limitarla a unos pocos es un prejuicio individualista o elitista del que conviene librarse. Así pues, en principio es mejor hablar: pero de asuntos serios. Hay cosas concretas de las que no se debe hablar por secreto natural o de oficio, y otras insignificantes de las que no merece la pena ocuparse; en tal caso lo mejor es cortar para evitar perder el tiempo. Las excepciones al deber de hablar son numerosas, pero siempre particulares. Algunos hablan a los subordinados como si buscaran explayarse, pero lo hacen quizá para diluir la responsabilidad trasladándola a otros. Hemos de preguntarnos: ¿por qué he hecho público este asunto? ¿No será para descargarme de él? Otras veces se habla porque uno está perplejo: no sabe cómo resolver la cuestión y busca que le digan cómo actuar. En ese caso el criterio también es claro: si se trata de algo que el 39


otro debería saber, habría que responderle: ¿cómo me preguntas eso? Tu perplejidad es injustificada porque deberías ser más competente. En casos como éste lo mejor es no responder; a lo sumo, se puede hacer una indicación o sugerencia, pero no hay que entrar en detalles si el otro está obligado a saber actuar. Con todo, en otras ocasiones la demanda de comunicación se debe al intento de aclarar una cosa que se tiene derecho a saber. El diálogo como conectivo social tiene que ver con esta última circunstancia, la cual por otra parte, es mucho más frecuente de lo que se suele admitir: en rigor, se corresponde con la condición humana. Aristóteles señala que en el orden de la razón práctica cuatro ojos ven mejor que dos (no así cuando se trata de la razón teórica). Siempre que nos movemos en la práctica, consultar a otro, dialogar con él es enriquecedor; dicho enriquecimiento no se debe denegar, porque la incomunicación destruye el tejido social. Las breves indicaciones que hemos hecho sobre las circunstancias en que no se debe hablar son requeridas por la prudencia. Sin duda, en ocasiones nos encontramos con curiosos, o con gente que quiere desplazar la responsabilidad, que nos habla con la intención de arrojarnos un fardo, o que nos dirige preguntas ociosas e impertinentes. Pero, con todo, quede sentado que lo natural en el hombre es hablar y que sin diálogo no hay sociedad. El diálogo se compone de una serie de enunciados que se hacen comunes; comunicar es poner en común; poner en común es mejor que la reserva, porque un valor poseído de modo exclusivo, un valor que uno solo tiene, aumenta cuando es patrimonio común (de acuerdo con las posibilidades de cada uno) e intensifica su dinámica de crecimiento. En el fondo, la acción humana tiende a la comunicación en virtud de su carácter manifestativo. Por eso, lo que hemos llamado monopolio natural dura poco: velis nolis, el modelo se expande. Poner en el mercado un producto nuevo incita a la emulación. El buen paño en el arca se vende, dice el refrán, pero no es así: el buen paño se manifesta. La dimensión lingüística de la sociedad es clarísima; por eso, siempre que no se trate de fruslerías, es mejor hablar que callarse. De ello depende la cohesión de la sociedad. Y cuando se trata de una institución, de un grupo social más reducido, como son las empresas, o la familia, la comunicación ad intra es imprescindible. Lo malo de la mentira es la incomunicación que introduce. Con otras palabras, hay que retraer la mentira a la falta de capacidad comunicativa. Guardarse las cosas para uno mismo no es en principio bueno. Aunque, como hemos indicado, en algún momento convenga callar, no puede ser una actitud permanente, porque equivale a un juego de suma cero, y dentro de una institución ese juego conduce a que todos pierdan. ¿Cómo hacer ver hasta qué punto la comunicación es imprescindible? ¿Cómo percatarnos de que es signo de la salud de una institución el trabajo en equipo? Piénsese en el grave error que implicaría, por ejemplo, que el jefe de un departamento de medicina, no quisiera decir todo lo que sabe a sus colaboradores por miedo a que éstos se hagan mejores que él. Hay personas que se reservan información porque quieren mantener una situación de privilegio. Pero si se procede de esa manera, la 40


institución está perdida; institucionalmente, que un individuo tenga éxito y los otros no, es peor a que cualquiera de ellos pueda tenerlo; quien no lo vea así, está enquistado en ella, se autoexcluye o niega a los otros la condición de miembros. Todo lo que pueda beneficiar a la institución no se debe guardar para uno solo, pues aunque parezca que así se consigue alguna ventaja particular, a la larga es perjudicial incluso para el que se reserva la información: si la institución va mal, eso afecta a todos. Cuando uno no quiere que todos puedan ganar, todos pierden. Esto es patente en teoría de juegos. ¿Cuál podría considerarse el postulado elemental de cualquier teoría de juegos? Hay uno perfectamente claro: "se juega". El postulado es válido incluso en el juego de suma cero, porque si no se juega, no hay teoría que valga. Por eso, la idea de competencia hay que matizarla mucho; arruinando al competidor se pone en peligro el "se juega". Por ejemplo, si un jugador de póker desbanca a los otros jugadores, se acabó la partida. Pero si ello comporta que nadie quiera volver a jugar con él, quien es suficientemente inteligente, se dará cuenta de que le interesa sobre todo que se siga jugando. Una cosa es ser el mejor y otra que los demás sean mucho peores. Todo lo que vaya en perjuicio de la opción al éxito de otros es desaconsejable, porque se corre el grave riesgo de que se termine el juego y entonces ya no se puede seguir ganando. A veces pensamos que la permanencia del juego está asegurada, y que nos podemos permitir todos el lujo de jugar como queramos. Pero no es así: si el juego se estropea, dejo de ganar. El juego es una forma de diálogo o no es juego. Piénsense, por ejemplo, que la liga española de fútbol la ganara todos los años por 10 puntos de ventaja el Barcelona. Al cabo de cinco años, ¿qué pasaría con la liga? Perdería interés, porque si de antemano se sabe quien la gana, la gente iría, tal vez, a los partidos en que jugase el campeón, pero a los otros no, pues carecerían de importancia; a la larga, se arruinarían los clubs. Pero entonces también se acabaría el campeón de liga porque no habría liga. O se degradaría el juego porque la única forma de ganar sería hacer trampas. O bien el campeón se ablandaría por la falta de reto, ya que si no hay reto, no se juega bien; por tanto, al jugar en otra competición el campeón perderá. Una buena teoría de la competencia debe procurar que todos sean buenos competidores porque si no lo son, el sistema se estropea. Si arruino a mis competidores, estoy empobreciendo el mercado. El secreto de la sociabilidad, la razón por la que los hombres constituyen grupos sociales y el motivo de que ahí se inserte el diálogo, es que en el fondo el bien particular no se puede conseguir aislándose. Quien lo pretendiera se equivocaría, al estropear el ámbito en que se mueve. De manera que el egoísta es un perfecto imbécil. Aristóteles lo dice así: hay dos tipos de egoísmo: el egoísmo del que quiere ganar a costa de los demás y el egoísmo bien entendido, que, en rigor, engloba en el propio interés el bien de los otros. Nosotros diríamos: es el que se da cuenta de que si los demás son buenos competidores, contribuirán al propio crecimiento. Es obvio que el juego fomenta la amistad porque comporta una igualdad básica. Si no se actúa así, se introduce un elemento de incoherencia en la dirección: despreciar a los colaboradores comporta la propia ruina, ya que sin retos no se vive 41


bien. No jugar a mejorar el ambiente es jugar contra uno mismo. Esto es verdad cuando se trata de la sociedad en general y cuando se trata de una institución. Jugar a rebajar a los demás es nefasto. Si para ser el jefe he de tener a mi lado una colección de idiotas, estoy jugando al revés. Un directivo que sea incapaz de rodearse de buenos colaboradores, que le puedan sustituir, no está jugando bien; un directivo que busque la propia insustituibilidad está echando piedras contra su propio tejado. En esa tontería incurrimos los mortales con mucha frecuencia, pero que sea tan abundante el número de los necios no nos dispensa del esfuerzo por reducir la necedad, empezando por uno mismo. De entrada (aunque pueden cambiar) hay dos tipos de personas: las personas inteligentes y las necias. La diferencia reside en que el hombre inteligente prevé, y el no inteligente no se convence si no constata. El inteligente percibe la verdad aunque no la haya verificado y el tonto sólo la ve en la experiencia inmediata, es decir, cuando ha tropezado con la piedra. Esa manera de comportarse es muy frecuente entre nosotros; somos poco inteligentes en la práctica porque en seguida decimos: son teorías; mientras no lo constate no lo creo. La teoría es muy larga, porque se ocupa de entender cómo son las cosas: despreciarla es perjudicial, aunque a corto plazo nos vaya bien. La cuestión está en que cuando uno tiene un tropiezo quizá pueda remediarlo, pero lo más frecuente es que no pueda o que le cueste demasiado hacerlo. Por eso, de aquel postulado central se deriva otro inmediato: que el juego dure, también se podría expresar diciendo que "todo éxito es prematuro". Después del triunfo cabe dormirse sobre los laureles. Sin embargo, como el afán de triunfar nos obsesiona, se descuida prever las consecuencias negativas del éxito. Nunca se debe considerar que un éxito es definitivo, porque después de él no hay nada. En esta vida es así. Si el éxito es completo, ¿qué hago después? Propiamente, el éxito "total" a lo sumo se refiere a medios. Por ello, si lo entiende de ese modo, el hombre se queda sin fines. Otro gran problema del éxito es que se vuelva contra uno mismo. De aquí el siguiente teorema de teoría de juegos: La próxima jugada es la mejor (si no es así, el juego se ha acabado). La jugada con que el otro jugador responde debe preverse porque busca anular el éxito de la propia. Sirva de ejemplo el caso de Hitler. Hitler inventó un arma, el uso masivo de los carros blindados, con la que alteró la táctica militar y logró brillantes éxitos. Pero si hubiera sido un poco más listo, hubiera tenido en cuenta que la capacidad de producción de tanques de sus posibles adversarios era mayor que la suya. Por tanto, jugar sólo la carta de los tanques significaba perder la guerra. Quien piensa el carro de combate para acabar con el frente estático, debe pensar enseguida en el mejor modo de destruirlo. Es decir, no debe jugarse la baza "carros de combate" sin conceder atención al arma antitanque, porque de otro modo no se neutraliza la siguiente jugada. El desprecio al otro jugador induce a pensar que su jugada no será mejor que la propia. Pero esta presunción es equivocada. El juego posicional del ajedrez consiste en descolocar las piezas importantes del adversario, de manera que el rey quede desprotegido (claro que el ajedrez es un juego muy especial, porque se gana dando jaque mate al rey, que es sólo una pieza más. Dicha convención es extraña y no se da en otros juegos).

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Otro ejemplo bélico de victorias pírricas es la guerra del Vietnam. Los vietnamitas derrotaron a los americanos. La consecuencia de ese éxito prematuro fue que los Estados Unidos se dieron cuenta de que no eran capaces de tolerar una guerra convencional costosa en vidas humanas, por lo que habían de concentrar su esfuezo en la alta tecnología. Ahora bien, contribuir a orientar el esfuerzo norteamericano a la alta tecnología militar es dar lugar a una jugada siguiente óptima. La victoria de los comunistas vietnamitas y rusos, es un caso claro de éxito prematuro. Si el Pentágono va a jugar a la alta tecnología, al final es el Pentágono quien va a ganar. En efecto, los rusos se han visto obligados a abandonar el juego. Afortunadamente era mejor acabar ese juego. En todo caso, una de las causas del hundimiento del comunismo soviético es la jugada siguiente al éxito prematuro en la guerra de Vietnam. Ha de tenerse, pues, mucho cuidado con el éxito aparente, con el querer prevalecer sobre los otros, porque suele ser perjudicial para uno mismo. Pero si es así, y se admite a la vez que el hombre, a pesar de todas sus quiebras, es una criatura que no está hecha para acabar mal, se concluye que no le conviene jugar en contra, sino en sociedad, es decir, a favor de los otros. La "normalidad" es una flexión de la "solidaridad". Es preferible presentar las cosas así que formular exhortaciones de este tipo: ¡hay que tener espíritu de servicio! Bueno, se tendrá si a uno le da la gana. Pero no es cuestión de ganas ni de gusto, sino de coherencia. La libertad enlaza con la verdad. Con esto se aclara un poco más la oposición de la mentira y la verdad: el que miente está jugando en contra del otro; el que dice verdad juega a favor de todos. Una mentira puede tener éxito, pero es un éxito ruinoso. Kant lo decía de una manera muy fuerte. La ética de Kant es incompleta, pero en esto acertó: el que dice mentira atenta ante todo contra sí mismo porque se escinde, pierde su integridad, y acaba inhabilitándose para la verdad. Atentar contra la propia coherencia es incurrir en la confusión interior. Lo peor de la mentira es que introduce una fisura en la propia unidad; eso es malo ontológicamente, y por tanto, moralmente. Al final, el que miente pierde el sentido de la verdad. El hombre mentiroso se engaña a sí mismo porque apenas discierne lo que es verdadero de lo falso. De hecho esto ocurre, como verificaron los polacos. El que miente debilita su propio sentido de la verdad, y entonces no sabe tratar con la realidad, porque es posible engañar a los demás, pero a la realidad no. Actúo bien si estoy de acuerdo con la realidad. En cambio, si debilito mi órgano veritativo (que es la inteligencia) estropeo mis relaciones con la realidad y pierdo la capacidad de dirigirme o de dirigir a otros. Uno mismo no es inmune a la mentira, que se mete dentro del mentiroso; Kant lo ve y lo enuncia de un modo cercano a Sócrates. Dijimos que el hombre es por naturaleza social; no es un animal locuaz por casualidad, sino que la capacidad de hablar es un requisito de su sociabilidad (esto hay que entenderlo tanto en el nivel de la sociedad civil como en el nivel de las distintas instituciones). El siguiente paso es considerar en qué defectos incurre el hombre, de manera que su veracidad se deteriore. Según los clásicos, hay cuatro defectos que se oponen a la veracidad: en primer lugar, el error; en segundo lugar, lo que más directamente ataca a la verdad es la mentira (la locutio contra mentem); también el silencio, que en 43


principio no está justificado por ser una excepción a la comunicación, a ese salir de sí que es hablar, un requisito propio del plexo social (el silencio, por tanto, sólo se justifica in casu); por último, también va contra la verdad la duplicidad (por así decirlo, la mentira existencial); la duplicidad no es pensar una cosa y decir otra, sino el no cumplir la palabra dada, la falta de veracidad en el orden de la acción práctica, el decir que sí y no hacer, anunciar un modo de conducta y actuar de otra manera. Este es el defecto más a la vista, y por ello el que más estropea el cuerpo social. 1. El error Frente al error, lo correcto es lo que podríamos llamar la objetividad, el no emitir juicios precipitados o infundados. Directamente, contra la mentira, hay que decir la verdad. Frente al silencio, la sinceridad; el hombre sincero es el que no disimula eludiendo lo esencial. Por último, contra la doblez, contra el no cumplir la palabra dada, está la integridad, la lealtad a los demás y a mí mismo. ¿En qué se distingue la mentira del error? En que en el error, de entrada, no entra en juego un acto de la voluntad: el que miente lo hace queriendo; el que se equivoca no lo hace queriendo, por lo menos, directamente. A nadie se le ocurriría querer errar. Pensar la realidad tal como es: eso es la verdad; confundir una cosa con otra eso es el error. El error implica ignorancia: se yerra porque se ignora. Pero el que ignora y dice que ignora no cae en el error. Una cosa es la ignorancia y otra el error. El error es atreverse a afirmar cuando no se sabe. La ignorancia hay que tratarla en relación con el error, pero distinguiéndola de él, porque la ignorancia no siempre es viciosa: ignoramos mucho más de lo que sabemos. El error siempre es vicioso, porque es una falta de responsabilidad, una ligereza; como dice Tomás de Aquino, se debe a una audacia absurda (uno se atreve a hablar de lo que no sabe), que no respeta el tiempo, la oportunidad del decir; el que se equivoca, por lo menos, se precipita. Precipitarse es un vicio contra nuestra mente (lo mismo que la curiosidad), un mal uso de nuestra inteligencia que atenta contra la índole misma de nuestra actividad cognoscitiva, antecede a una equivocación práctica. Como decían los clásicos, errare humanum est. Las precipitaciones se deben a no pensar lo suficiente, entre otras cosas, porque el tiempo para decidir, para tomar alguna medida, en ciertas ocaciones es muy breve. Entonces hay que actuar de acuerdo con lo que se sabe; pero si lo que uno sabe no corresponde al asunto, se equivocará. A veces no hay más remedio que decidir aunque sea con graves faltas de información. Si alguna circunstancia nos coge por sorpresa, es decir, si no hay sincronía entre nuestra actividad cognoscitiva y nuestra actividad práctica, por lo menos debemos conservar la calma y no atolondrarnos. Esta recomendación interesa especialmente a los directivos, porque como sus errores son importantes, están obligados a evitar la precipitación cuando hayan de decidir sobre imprevistos, o asumir tramos de proyectos de los que no tienen suficiente conocimiento; por lo demás, es preciso procurar remedios para la ignorancia. Determinadas circunstancias nos sorprenden porque no nos hemos preparado como debíamos. De momento, insistimos, emitir un juicio precipitadamente no respeta la índole de nuestra actividad cognoscitiva, es un descuido de la inteligencia. No hay que pensar 44


que solamente son malos los efectos exteriores (un asesinato, un robo); también es mala la privación del bien propio, que para la inteligencia es la verdad. Esto quiere decir que al directivo le debe gustar pensar; su sentido de la responsabilidad le llevará a pasar muchas horas dándole vueltas a los asuntos, buscando la información y el consejo necesarios, y rodeándose de colaboradores competentes (recuérdese: un año de análisis, una hora de síntesis). No es cierto que el activismo sea una buena manera de dirigir, porque implica precipitación, improvisar. Para dirigir hace falta respetar el ritmo de adquisición de los conocimientos suficientes para decidir con acierto; hay que buscarlos, aunque a veces no se obtengan. Lo anterior es una llamada de atención, no un consejo vano. El directivo debe dar vueltas a los asuntos que trae entre manos, porque es claro que la ignorancia (y la imprevisión es ignorancia) se puede superar, y a veces se logra simplemente deteniéndose en la consideración de las cosas, descubriendo relaciones entre ellas. En muchas ocasiones el error se origina por no haber tenido en cuenta suficientes aspectos, es decir, por el reduccionismo inherente al método analítico. Las conexiones sistémicas no deberían haberse pasado por alto. Hace falta cierta fortaleza para no contentarse con la claridad del análisis y para no actuar ligeramente con las recetas que ese método proporciona. El directivo no puede prescindir del recetario analítico, tan abundante por otra parte, pero sin descuidar la síntesis, porque ese descuido anula uno de los hábitos más importantes para no equivocarse en la práctica: lo que los clásicos llamaban solertia, aquella dimensión de la prudencia con la cual el hombre se enfrenta con lo inesperado. Es un hábito difícil de describir porque tiene mucho que ver con la experiencia. No diré que la solertia es una virtud de viejos, porque la experiencia de los viejos está, por lo común, cristalizada por su pasado, y aunque, como suele decirse, la historia se repite, ser capaz de hacerse cargo de una novedad es una cuestión diferente. Sin embargo, es propio del hombre maduro no desconcertarse ante lo inesperado: como decía Hegel, es preciso reconciliarse con la realidad. El hombre maduro debe saber, con la información disponible y con los hábitos adquiridos, hacerse cargo de lo nuevo o de lo excepcional. Valga un ejemplo trivial: hay accidentes de carretera que no ocurrirían si el conductor supiera lo que es un automóvil y lo que da de sí. La gente se sienta delante de un volante y se cree el amo del mundo, se lanza a correr y cuando acontece un imprevisto no sabe reaccionar. Muchos accidentes podrían evitarse simplemente sabiendo cómo se da un golpe de volante. Si se estudia y se ensaya, entonces lo imprevisto no lo es tanto. Conviene ensayar muchas veces cómo se derrapa y cómo se comportan los diferentes tipos de coches. La experiencia acumulada hace al hombre capaz de enfrentarse con lo inesperado. Evidentemente, en la práctica es muy dificil evitar el error porque no somos ominiscientes, pero la prudencia enseña a rectificar. Un año de análisis, una hora de síntesis. Repitamos que si no hay sincronía entre el pensar y la práctica, es útil pensar más largamente, prepararse. Conviene deliberar largamente y tardar lo menos posible en ejecutar lo que se ha decidido. Hay que decidir en el momento oportuno, pero para eso, insistimos, hay que prepararse mucho. Pongamos un ejemplo próximo al ámbito del empresario. El empresario tiene un sentido del tiempo de los resultados bastante inmediato: no tenemos suficiente presencia en los periódicos, no vienen suficientes clientes... Calma. 45


Con los medios que se han puesto se puede conseguir, pero los medios darán fruto, dentro de 2 ó 3 años; antes no. Para un directivo es muy importante formar a sus hombres, no acometer ninguna empresa sin contar con buenos colaboradores. Pero formar un buen colaborador lleva años, y esto también mide los riesgos que uno puede correr sin cometer locuras. Hace falta un buen equipo y si no se tiene es mejor no meterse en ciertos negocios, porque en otro caso se fracasará. Nótese lo importantes que son las negociaciones en la Comunidad Europea o en el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA). ¿Se ha negociado bien el ingreso de nuestro país en ella? ¿Estábamos preparados? ¿ Se acudió a la gente que más sabía? Hemos entrado en la Comunidad Europea o en el NAFTA acumulando errores, y esos errores los pagaremos. El gobierno tenía grandes deseos de entrar, entre otras cosas, porque era una baza política importante cara a las elecciones. Por eso no se consideró bien el asunto. La Comunidad Europea es una organización compleja en que se debaten intereses muchas veces contrapuestos. No se pueden cometer errores en la negociación, y si se cometen, sea por lo menos después de haber puesto todo el esfuerzo posible para no equivocarse. Alberto Ullastres, que estuvo en Bruselas muchos años, era entonces uno de los mejores expertos europeos, pero nos incorporamos a la Comunidad Europea sin contar con él para nada. Eso es un error; no valen excusas. Pondremos otro curioso ejemplo. Montar a caballo implica saber cómo se comporta un caballo. Uno tiene que saber, al menos, que de noche el caballo se espanta de la sombra, sobre todo si está castrado. Segunda cosa que hace un caballo, peligrosa para el jinete: si uno se desestriba, entonces echa a correr como un loco, desenfrenadamente, porque al caballo no le gusta que le monten, y cuando se da cuenta de que el jinete está en una mala situación, intenta tirarlo al suelo. ¿Cómo se previene esto? Dándole terrones de azúcar. En cuanto el caballo le toma a uno cariño, aunque se pierda el estribo no lo tira. Insistimos. No son sincrónicas la teoría y la práctica; pero por eso hay que prever. Las personas inteligentes prevén, las tontas constatan. Constatar en el caso del caballo significa que estoy en el suelo con una pierna rota, si antes no me entiendo con el caballo. Hay que tener afán de saber: todo es interesante y si tenemos un asunto entre manos, o nos interesamos por todo lo que se relaciona con él o nos equivocamos. Por tanto, conviene reducir la ignorancia en lo posible. Se suele distinguir entre la ignorancia culpable y la inculpable. La ignorancia es inculpable cuando se refiere a los asuntos que no tienen que ver con las materias de que uno se ocupa o que no le atañen. Un ejemplo; ¿un empleado en una empresa americana que fabrica tornillos es culpable al no saber que la Selva Negra está en Alemania? No lo es, porque la situación geográfica de la Selva Negra no tiene nada que ver con su trabajo. La ignorancia es inculpable en este caso; fuera de él no lo es, salvo que se trate de ignorancia invencible. Pero la invencibilidad de la ignorancia hay que tomarla con reservas porque en muchos casos puede remediarse.

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Por ejemplo, la primera medición del radio de la tierra se hizo en la antigüedad clásica. Los griegos la calcularon clavando un palo en el suelo y viendo cómo se inclinaba la sombra del palo según la latitud. Con esas observaciones, y aplicando la geometría euclídea, calcularon el radio de la tierra con una diferencia, respecto de las mediciones actuales, de pocos kms. Por tanto, en tiempos de Colón ya se sabía, pero no se le daba importancia; se consideraba un asunto que no tenía nada que ver con lo que el hombre hacía. Los navegantes de la antigüedad no se adentraban en el Atlántico, no tanto porque pensaran que la tierra era plana, sino porque creían que había monstruos; entonces declararon como límite Finisterre: "non plus ultra". ¿Para qué ir más allá si tenemos bastante con el mar que dominamos mare nostrum? Pero en el momento en que se plantea el proyecto de ir más allá, es ignorancia culpable no tener en cuenta que ya los geógrafos griegos, de cuyos conocimientos era posible disponer, habían medido el radio de la tierra. Las discusiones de Colón con los frailes de la Rábida se referían a este punto. Es evidente que no podemos tratar de ir a China por el oeste, si la tierra no es redonda. Pero la tierra es redonda, y esto ya lo sabían los griegos. La idea de que la tierra era plana podía mantenerse de una manera más o menos pacífica mientras no se planteara el proyecto colombino. Hay informaciones que son irrelevantes mientras no se plantea un determinado proyecto. Con la ignorancia inculpable hay que tener cuidado. La ignorancia es inculpable cuando se trata de conocimientos que no necesito para llevar adelante los asuntos que traigo entre manos. Ahora bien, contentarse con el mínimo imprescindible le deja a uno indefenso ante cualquier cambio. Por ejemplo, saber que existe la tabla de los elementos es, diríamos, de cultura general, y el no saberlo sería culpable para la mayoría de nosotros, si en alguna ocasión tuviéramos necesidad de ese conocimiento. Pero en cualquier caso, la actitud de aprender, de hacer acopio de recursos cognoscitivos, siempre es la mejor. Como ya se ha dicho, el error en estricto sentido teórico es atreverse a enunciar un juicio sin tener conocimiento suficiente. El error es más disculpable que la mentira; la mentira, la doblez, no es disculpable nunca. Todos nos equivocamos, todos somos un poco insensatos, y por otra parte a veces pensamos que la teoría no sirve para nada. Esto está en el ambiente, como en la época de los marineros de Colón que pensaban que la tierra era plana, pero que lo fuese o no daba igual si lo que se pretendía era ir de Roma a Cartago. Sin embargo, en el momento en que se plantea el proyecto de adentrarse en el Atlántico, hacia el oeste, ya no da igual, sino que es preciso recurrir a los geógrafos o a los astrónomos para descubrir alguna información sobre la viabilidad del plan. Como el hombre no es omnisciente, el error puede aparecer. Pero no es igual equivocarse que mentir. Un directivo no se debe equivocar. Lo primero que hay que pedir a un hombre que actúa es que conozca. Pero hay mucha gente que cree que sabiendo cuatro recetas y contando con cierta simpatía, puede triunfar en los negocios. Esa persona busca el éxito, y todo éxito es prematuro, de manera que más tarde o más temprano se encontrará con una situación que no sabrá resolver. Ser veraz no se reduce a no decir mentiras. Ser veraz es estudiar los asuntos; ante todo, tratar de evitar el error porque, aunque el error, a diferencia de la mentira, no es voluntario, algún antecedente voluntario tiene, pues implica no haber tenido en 47


cuenta por pereza o por irresponsabilidad, cosas que deberían haber sido consideradas. Pero si hay algo digno de preparación es el dirigir. Los ingleses, que son un pueblo muy práctico, inventaron los partidos políticos. Los partidos políticos eran una especie de clubs en los que se seguía un curriculum formativo para servir a la nación o lograr ser un directivo suyo, posición a la que se llegaba después de permanecer en el partido muchos años. Es de notar que no se trataba de ascensos burocráticos. Formar a un directivo lleva mucho tiempo. Los partidos políticos en sus buenos tiempos fueron un modo de evitar directivos novatos. Repárese en que hoy equipos de políticos novatos manejan un presupuesto equivalente a la mitad de la renta nacional de un país. ¿No son culpables de sus abundantes errores, de sus despilfarros? El directivo incompetente por ignorancia es una calamidad pública. Aunque se esfuerce en ocultarlo, su modo superficial de gobernar se hará patente en los resultados. Es preciso poner coto a semejantes osadías. El mejor modo de hacerlo es formar a la gente devolviendo al pensamiento el prestigio que merece. O nos detenemos a pensar, o muchas cosas pasan inadvertidas. Hay que aprender a pensar; de lo contrario, inscribirse en un programa de doctorado en teoría de la dirección no tendría sentido. No es suficiente amueblar una mente con recetas recibidas de un modo inerte: la novatada es una imprudencia que se paga muy cara y que no se supera con recetarios que obturan la inventiva. Afortunadamente los errores se pueden corregir. Saber corregir errores es una forma de inventiva esencial al ser humano; la razón práctica es una razón correcta: corregida. No se acierta a la primera, sino a fuerza de ensayo y error. No hay que tener miedo a equivocarse, pero es mejor equivocarse en el picadero, donde no se puede desbocar el caballo, que equivocarse en el campo. Salir a cabalgar en el campo sin pasar por el picadero es una imprudencia. De todas maneras, lo importante es el campo, y ahí dará su fruto el aprender a montar. Pensar más no es vagar en las batuecas, sino dilucidar lo práctico, lo concreto. El contacto con lo real disciplina la mente. Y también al revés: sólo pensándola, la realidad no se olvida y se aprovecha su riqueza. Si se quieren tener buenos cuadros políticos, hay que formar gente para ello; no hacerlo comporta el estancamiento al anular la inventiva de los nuevos políticos. La sustitución de las élites directivas es uno de los problemas sociales más importantes. Si se resuelve mal, al estancamiento sigue la ruptura. Los norteamericanos han sabido resolverlo mejor que otros países. Estudiando la personalidad de los empresarios norteamericanos de 1890, de 1920, etc., se advierte que en cada momento ha habido una sustitución de élites de acuerdo con las necesidades de modificación organizativa que el cambio histórico exije. Otros países, como España, ha procedido al revés: hemos alargado la edad y el estilo de los directivos. Elites directivas más o menos adecuadas para 1870, funcionaban aún en 1920. Si se estudia la restauración, se verá que cierta mentalidad se prolonga. El único político que vió un poco el problema fue Canalejas. En ese período los americanos del norte procedieron a dos o tres cambios generacionales. Consecuencia: En España, después de prolongar lo anacrónico, vino la república y después la guerra civil. Los

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americanos tuvieron su guerra civil en un momento oportuno; había que dividirse u optar por la industrialización. Además, la supieron clausurar. Hemos estudiado algunos aspectos de la comunicación entre los seres humanos. Las relaciones sociales se basan en el lenguaje y, por consiguiente, todo lo que afecte a la integridad del lenguaje lleva consigo una debilitación de la organización social. Cuando la organización no es la sociedad en general sino una institución, una empresa, entonces el diálogo es todavía más necesario y los defectos en esta materia lesionan la organización de modo muy agudo. Hemos visto que el error es una consecuencia de la ignorancia y que consiste en atreverse a hablar de lo que se ignora. Los filósofos decimos que el error es un vicio intelectual debido a la precipitación. Por eso, los hombres de acción están más expuestos al error: no hay sincronía entre la acción y la teoría. Conviene prepararse, acumular saber antes de emprender una actividad. El buen directivo piensa mucho; y si no puede hacerlo durante su jornada de trabajo, piensa durante el fin de semana. Un director que en vez de pensar a fondo los asuntos se dedicara a tomar whisky, no cumple bien con su responsabilidad porque los errores deben ser evitados en la medida de lo posible (claro es que el whisky en dosis adecuadas no es incompatible con el pensamiento). ¿Son evitables los errores? No del todo. Primero, porque por mucho que uno se prepare, por mucho que considere las cosas, no acaba de comprenderlas. Además, como hemos dicho ya, la sincronía del pensar con el actuar no está asegurada, porque la práctica tiene un ritmo muchas veces no respaldado por un pensar suficiente. Esto es uno de los integrantes de lo que se suele llamar el riesgo. Cuanto más creativo haya de ser el hacer, se producen más desfases temporales con un tipo de pensar que es la lógica formal extensional. En este caso es preferible la lógica inductiva, cercana al método sistémico. A un directivo se le debe pedir, y él debe asumirlo (y ello es aplicable a cualquier ser humano), tratar de evitar el error. ¿Hay medios de evitar el error? Ya hemos dicho que los hay. En la medida en que se evita el error se consigue que nuestro pensamiento esté de acuerdo con la realidad, y se pueden emitir sentencias, enunciados, que sean ciertos. Se trata por así decirlo, de un proceso (aunque la palabra "proceso" tiene varias acepciones). La disminución del error es el aprendizaje. Otras veces el error se debe, como también se dijo, a que el hombre no es omnisciente (hay dimensiones de la realidad que el hombre desconoce; el desconocimiento se puede ir remediando, pero no del todo). Cuando aparecen las especializaciones se da demasiada importancia al pensar analítico (lo cual ocurre todavía en nuestra época), y se consagra un curioso modo de equivocarse: las especializaciones angostan la visión (el colmo de la especialización sería el saber todo de nada). Al mirar el mundo por un canuto, no se ve más que una parte de la realidad y se ignora el resto. La pluralidad de especializaciones no es intregrable en la unidad. Así se produce la incomunicación. En definitiva, las especializaciones son puntos de vista muy separados (un abogado no ve la realidad con el mismo prisma que un ingeniero); es imposible constituir una visión 49


más completa por yuxtaposición de enfoques diferentes; las limitaciones de la particularización de las especializaciones no se supera mediante el mosaico de los puntos de vista. Es demasiado superficial sostener que lo que uno no ve es visto por el otro, y que entre todos tendrán una visión más completa yuxtaponiendo las respectivas parcelas, porque la integración del saber es tarea de la persona: sólo se logra en un plano más alto. Ahora bien, como la disgregación es perjudicial, tiene que haber alguien, y ésta es una función del directivo, que consiga coordinar, no solamente yuxtaponer, los distintos puntos de vista, ver lo que le falta a uno o a otro y cómo, en definitiva, con la perspectiva de uno se puede mejorar la del otro: es la labor de síntesis. La síntesis es la visión unitaria ausente en el mosaico. Como la visión global es necesaria, el directivo ha de poseer capacidad de síntesis. Con otras palabras, como el directivo es el que tiene menos derecho a equivocarse, ha de ver el conjunto. El que no posea dicha actitud será un mal directivo; sería mejor que se dedicase a otra cosa. Según un viejo dicho de Anaxágoras, todo tiene que ver con todo. El mundo no está constituido por realidades separadas; es coherente y, correlativamente, un puro mosaico de puntos de vista no se corresponde con la estructura del mundo; con la simple acumulación de puntos de vista no se evita el error. Evitar el error es tarea inacabable; para iniciarla es necesario tener capacidad de síntesis. El directivo está obligado a escuchar. El diálogo, la comunicación humana, el gran conectivo social, se compone de una alternancia de silencios y de emisiones: uno habla y otro escucha; si no se escucha, hablar no sirve de nada. El directivo tiene que saber escuchar. A veces la gente que tiene éxito estima que no es necesario escuchar: ¿qué me va a decir el que tiene menos información que yo, o el que carece de la capacidad de acción que yo tengo? ¿Qué gano escuchándole? Como es claro, esta actitud no se debe generalizar: hacerse el sordo por principio es necedad. El hombre inteligente está dispuesto a prestar atención, también a los especialistas, porque aunque miren el mundo por un canuto, sin embargo, con ese canuto aclaran un trozo de realidad de una manera más rigurosa que otros. Como decía el doctor Ortiz de Landázuri, la verdad es que los médicos sabemos muy poco de medicina, pero la poca medicina que se sabe la sabemos nosotros, los médicos. Lo malo del especialista es que piense que el mundo sólo se ve desde su perspectiva (es un modo de hacerse el sordo). El médico trata con enfermos, pero los enfermos son personas, y si se dedica exclusivamente a aplicar su propio arte, descuidará dimensiones de la realidad con la que está tratando, pues el hombre es una realidad sumamente compleja y si sólo se le ve analíticamente aparecerán efectos secundarios a la fuerza, como repetidamente hemos indicado. Una profesión en la que la capacidad de análisis debe unirse a la síntesis es el periodismo, puesto que se dedica a la información y a la comunicación. Lograr que la programación televisiva sea armónica, variada, interesante y amena, sin mengua de su unidad –o que un periódico no sea una mera miscelánea–, son tareas directivas difíciles pero ineludibles, porque la responsabilidad de los llamados medios de comunicación de masas es muy notable: no deben fomentar un vicio ya aludido, que es la curiosidad. Por otra parte los periodistas propenden a una visión estrecha de la realidad que no se 50


debe tanto a la ignorancia como a que el periodista vive exclusivamente en presente, y por tanto, tiene una visión discontinua del tiempo social (quien se dedique a este tipo de actividad debe tomar precauciones para que los efectos que esa visión lleva consigo no le afecten por dentro). Para el periodista no existe más que lo inmediatamente interesante: lo que pasó hace dos días no importa; la noticia es novedosa, pero también es perecedera, lo cual introduce una fragmentación en la percepción del tiempo que es bastante nociva. El general Eisenhower, cuando estaba al mando de las tropas aliadas que iban a desembarcar en Francia, mantuvo una rueda de prensa. Un periodista le preguntó: ¿con cuántos carros de combate cuenta? Respuesta: Pregúnteselo al general encargado de los carros de combate. ¿Y cuál es su contingente de buques de transporte? Respuesta: eso se lo han de preguntar al almirante encargado de los buques. ¿Y de cuántos aviones dispone? Respuesta: eso deben preguntárselo al general correspondiente. ¿Y el clima? Respuesta: eso lo sabe el encargado de cuestiones metereológicas. Finalmente un periodista le preguntó: entonces, ¿de qué se ocupa usted? Respuesta: yo me ocupo de las decisiones generales. Para esto necesito información de todos ellos, pero en definitiva, quien tiene que calibrar la importancia relativa de toda la información soy yo. En este ejemplo se ve que, o se tiene capacidad de síntesis o no se puede tomar una buena decisión; sin ella las tropas hubieran desembarcado frente al grueso de las fuerzas alemanas, o en un momento no oportuno, etc. Todo ello habría supuesto una grave derrota. Se ve también que si los periodistas hubieran recabado información de los mandos a los que el general en jefe los remitió (cosa improbable), reuniéndola podrían haber previsto su decisión calibrando la importancia relativa de los datos (lo que supone capacidad de síntesis. Los buenos periodistas la tienen). En rigor, como acto directivo ¿qué se le pedía a Einsenhower? Darse cuenta de la realidad reuniendo todos los datos y decidir en orden a un objetivo. Como es claro, los objetivos constituyen un punto de referencia para la visión directiva; el que no tiene objetivos es mal sintetizador; los distintos aspectos se reúnen en orden a un proyecto; en el ámbito de la acción es así. Si no se sabe qué se quiere, toda información o comunicación es inútil. El directivo tiene que saber lo que quiere. Sin embargo, los objetivos no son un asunto tan obvio que pueda darse por sentado definitivamente. Los objetivos se pueden cambiar; también tienen que ser tema de un largo examen, porque, como es obvio, no se pueden tomar como ya alcanzados. Hay que pensar renovadamente los objetivos porque con frecuencia hay que introducir modificaciones en ellos o en el modo de alcanzarlos. Baste tener en cuenta que muchos de ellos dependen de otros más altos. El mismo caso práctico que estamos considerando, la invasión de Europa, lo pone de manifiesto. Evidentemente, el objetivo encomendado a Eisenhower estaba condicionado por un objetivo predominante de orden político que lo limitaba. Tal limitación determinó en gran medida lo que pasó después. Eisenhower era un directivo cuyo actuar fue encauzado desde los acuerdos de Yalta. Si el objetivo político se hubiera modificado (y se podría haber modificado, porque el acuerdo de Yalta era bastante absurdo), la invasión se hubiera realizado de otra manera. Si no se hubiera decidido que el Elba era el límite, las decisiones de Eisenhower hubieran sido otras. Solemos poner ejemplos militares 51


porque, aunque la guerra es en principio inmoral, también es una actividad en la que los hombres han empleado grandes esfuerzos de organización; en este sentido son muy ilustrativas. Pensar a fondo estas cuestiones nos llevaría a preguntarnos si un directivo está dirigido por otros, si es o no un mero ejecutor de una decisión que han tomado otros, y de qué manera ello le condiciona. En realidad, es lo que les acontecía a los almirantes, o a los generales de carros de combate, respecto de las decisiones de Eisenhower: eran ejecutores de una decisión ajena. Hemos de tener en cuenta al estudiar la dirección, la relación (que también es sistémica) entre mandar y obedecer. Otras causas de error son justamente las preferencias subjetivas. Cuando una persona tiñe la realidad con sus afectos no se equivoca porque su saber sea escaso, sino porque su mirada no es limpia. Por eso tiene sentido hablar de objetividad; un hombre objetivo pretende ante todo atenerse a la realidad y no traicionar su propio pensamiento. Si no se precipita, el pensamiento se adecúa bastante bien con la realidad: no la conoce por completo, pero tampoco la tiñe porque no influye en ella. En cambio, las preferencias viscerales, por así decirlo, se abalanzan sobre el pensamiento, lo inhiben, pesan sobre él. Recordemos el dicho: en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira; todo es según el color del cristal con que se mira. El color del cristal son los intereses, ciertos rasgos psicológicos que inclinan a que unas cosas nos resulten más atractivas que otras. Los estados piscológicos encauzan la atención (uno escucha con más atención a alguien que le es simpático que a otro que no le cae bien). Con frecuencia estamos dispuestos a no ver más que lo que nos interesa, y eso depende de nuestro carácter. La soberbia, la cobardía, la pereza, etc., son rasgos que influyen decisivamente en las opiniones de la gente. ¿Qué consejo o criterio se puede dar aquí? La objetividad es imprescindible. Al examinar las cosas sólo debe actuar el pensar. Hay que mantener a raya otros dinamismos psíquicos. Los afectos no deben interponerse entre la mente y la realidad; si se ponen en marcha después de la relación cognoscitiva, en vez de interferir en ella, la refuerzan porque se alimentan de lo real y así logran su propia corrección. Los sentimientos son excelentes en el momento de la acción, pero no antes. Evitar el error es una tarea que no se debe abandonar; que el error acontezca no quiere decir que no se pueda ir eliminando, que no se pueda ir conquistando el ámbito de la verdad al alejar las fronteras de lo falso: cuanto más se alejen, mejor será la decisión. Lo primero es pensar las cosas de acuerdo con ellas mismas sin dejarse influir por el estado de ánimo. Precisamente por ello, como para el directivo el propósito o el proyecto es el gran aglutinante, lo que le permite la síntesis, es menester que el directivo vea sus proyectos con desasimiento: los proyectos tienen que ser pensados objetivamente. ¿Qué es lo que me propongo? He de considerar lo que me propongo al margen de cualquier instancia emotiva, porque, si no, se entorpece la visión. Claro está que para realizarlo hemos de identificarnos con el proyecto, pero en el momento del examen, en el momento teórico, hay que quedarse al margen, hay que enfocarlo dasapasionadamente, al igual que la propia aptitud para emprenderlo. También es una larga asignatura el conocimiento propio. 52


Si el proyecto se destaca con suficiente lucidez, podemos después asumirlo apasionadamente. El apasionamiento está muy bien en el momento del esfuerzo, aunque, como decía Hegel, la fuerza de una pasión se mide por su grado de frialdad. Si cuando desaparece el ardor del entusiasmo, el proyecto no se mantiene con la misma intensidad, es señal de que la decisión era de poca calidad; las pasiones calientes son flojas. La fuerza de una adhesión, la fuerza de un empuje, no se mide por la contingencia de las connotaciones psicológicas. Pondremos otro ejemplo militar. Napoleón estudiaba una batalla antes del combate y luego se echaba a dormir. Tal modo de proceder es acertado. Primero, porque alcanzado un conocimiento cierto, hay que esperar el momento oportuno para actuar. Además, porque después de varias horas de sueño se está mucho más lúcido para tareas cuya duración es incierta. Napoleón no sabía cuándo podría volver a poder dormir. La serenidad es una sólida cualidad humana; sin un apasionamiento intenso a fuerza de frialdad no se puede dirigir. Si quiero algo, lo primero que he de querer es ver con claridad lo que quiero. No es verdad que el amor lleve una venda en los ojos, porque el amor que renuncia a la intelección es engañoso. Es claro que todo esto depende de la altura de los objetivos y del nivel en que nos corresponde dirigir. Hacemos por tanto, una llamada de atención sobre la lucidez. La lucidez es una condición sine qua non para hacer algo fuera de lo ordinario. Muchas veces llamamos desengaños a lo que sólo es tardanza debida a las dificultades inherentes a los proyectos a largo plazo; es imposible que un proyecto a largo plazo no sea atrevido. La economía es la ciencia de la escasez de recursos. ¿Qué quiere decir escasez de recursos? Que nos proponemos más de lo que ya tenemos. Quien sólo quiere hacer lo que es seguro contando con los recursos que se tienen es un burócrata, no un directivo. El directivo mira hacia adelante y trata de hacer con lo que ahora tiene, algo que ahora no existe. Si no fuera así no existirían ilusiones realistas. La pasión fría es una gran cosa para el entusiasta que echando cuenta de sus recursos no renuncia a ganar más. La empresa se puede definir como un modo de organizar la actividad humana que genera valor añadido. Hay una diferencia entre las entradas y las salidas a favor de las entradas. Si no se produce ese incremento de valor, no hay empresa. Más aún, si miramos la historia de la humanidad entendemos que su continuación depende del valor añadido; aunque también se registren en ella grandes déficits, la historia es imposible sin valor añadido. Lo mismo acontece en la familia: si el padre sólo ganara lo imprescindible para su subsistencia, no podría alimentar a los hijos; o el padre crea valor añadido o es imposible mantener una familia (en rigor los hijos son el verdadero y novedoso bien del matrimonio). El valor añadido tiene que ver con la ilusión. ¿Qué ilusión puede ponerse en el mero subsistir? Lo ilusionante es ir más allá, crecer, aportar. La comunicación también genera valor añadido. Si no fuera así, el lenguaje no sería el conectivo social, y dialogar sería inútil, lo mismo que sería inútil sembrar trigo si todo el trigo que se recolecta hubiera que volverlo a sembrar. Por tanto, andar sobrado de recursos no es bueno, sino todo lo contrario: es señal de que no nos proponemos nada interesante. Nadar en la abundancia es naufragar. Por eso en el análisis que hacen los polacos de la situación 53


falta una coordenada de la ideología marxista. La organización comunista, que daba lugar al miedo y a la mentira, se basaba en la creencia de que la llegada a la sociedad perfecta es automática. Como es claro, el automatismo comporta la cancelación de los proyectos humanos. Si el futuro adviene necesariamente, ¿qué significa dirigir? Por eso algunas veces hemos descrito así la acción: aquella intervención en un proceso temporal que obedece al propósito de no conformarse con lo inevitable. El que se conforma con lo inevitable no es hombre de acción. ¿Para qué se interviene en un proceso? Para cambiarlo, para conseguir aquello que sin la intervención no sucedería nunca. La empresa es un sistema dinámico que se caracteriza por la creatividad. Siempre funciona con recursos escasos; porque los recursos que logra son más de los que tiene; en otro caso no hay empresa (ni historia humana, ni familia). Limitarse a sobrevivir es una equivocación. Por ejemplo, la famosa idea del crecimiento cero, formulada por el Club de Roma en el año 1955 como panacea para resolver los problemas de superpoblación, etc., es estúpida, porque no es posible compaginar la supervivencia de la humanidad con la anulación de la libertad de aportar; es como sacrificar a favor de la vida las razones que dan sentido al vivir (pro vita, vitae perdere causas). La libertad se desvanece al separarla de la ilusión por el valor añadido. Para destacar el sentido de la libertad, Max Scheler utiliza el ejemplo de la niña frívola. La jovencita que goza de buena salud, cuenta con abundante dinero, es guapa, tiene, cuando se despierta, todo el mundo por delante. Pero, dice Scheler: esa niña no es libre. Su sensación eufórica de la libertad ante la gran cantidad de posibilidades abiertas carece de densidad: ¿qué hago? ¿Me voy a la playa o al monte? ¿Juego al tenis o acudo a una fiesta? Son elecciones indefinidas, pues esa joven no ha tomado contacto con su realidad personal ni ha buscado la de los otros, y la libertad se mide por la realidad con que se encuentra, si la realidad es débil, de poca monta, la libertad apenas se ejerce. La actividad humana sólo requiere dirigirse a sí misma si apunta a lo que la sobrepasa; mientras tanto, no hay acción en sentido estricto, sino remedios para un aburrimiento de fondo. La abundancia da lugar al tedio. En definitiva, esta exploración acerca del error constituye un punto de referencia para entender la libertad, la capacidad de iniciativa, porque el error es una disminución de nuestro contacto con lo real. Lo mismo ha de decirse de la mentira. Salir del error es incrementar el saber. Siempre es escaso el saber que se posee; una tarea del directivo es aprender a aumentarlo. Para entrar en una línea que nos lleve a comprender el nexo de la teoría con la práctica, es menester tener en cuenta este extremo. 2. La mentira Peor que el error es la mentira. Los constitutivos de la mentira son tres: su constitutivo material es el enunciado falso. (En esto coincide con el error); pero a ello se añade su carácter voluntario, que es su constitutivo formal (querer que el lenguaje no se adecúe con la verdad). Un tercer constitutivo consecuente o final es intentar engañar para obtener algún provecho. Lo propiamente constitutivo es lo segundo, porque a veces se miente y no se engaña. 54


La mentira es peor que el error porque, como ya se ha dicho, uno no se equivoca queriendo, aunque algún antecedente voluntario puede hacerme responsable del error. Pero sí se puede querer mentir; más aún: si no se quiere mentir, no se miente en sentido estricto. Ahí reside, como dirían los moralistas, la malicia de la mentira. La tesis es muy sencilla: la mentira no está nunca justificada y no sólo por consideraciones de tipo moral individual, sino porque desintegra la organización; es el gran corrosivo de la vida social. Esta tesis se ha de sostener hoy quizá con más fuerza que en otras épocas, porque la gente no acaba de estar convencida de ella (en otras épocas sí lo estaba). No se miente porque sí (no hay una tendencia natural a la mentira), sino porque se cree que es más ventajoso que decir la verdad. Si con la mentira intento conseguir algo distinto de una ventaja (una desventaja), habría que decir que la mentira es contradictoria. Pues bien, si mentir es de suyo desventajoso, alberga en sí mismo una contradicción con respecto de su intención primaria. Dicha incoherencia es lo que hoy no está clara, debido a una teoría acerca de dónde radica la bondad de los actos humanos que se suele llamar consecuencialismo ético. El consecuencialismo ético fue formulado a principios de siglo por William James, un psicólogo norteamericano. James sostenía que no sabemos las consecuencias de nuestros actos cuando los realizamos: sólo a posteriori sabemos si lo que hemos hecho es bueno o malo (es bueno o malo si tiene buen o mal resultado). James sostiene que cuando actúa, el hombre ignora cómo influirán sus actos en el amplio ámbito de lo real. De ahí que el único criterio sobre la bondad de un acto humano nos lo proporcionan sus resultados. El consecuencialismo adolece de varias omisiones. En primer lugar, se olvida de que el acto humano es también una realidad en tanto que ejercido. En segundo lugar, desconoce que dicho acto produce consecuencias en su autor, y no sólo en la realidad exterior (el que comete un asesinato se convierte en un asesino). Además, las consecuencias exteriores son una serie indefinida (dicha serie tampoco es única: robar puede ser seguido de la imposibilidad de comprar algo útil, o bien algo perjudicial), lo cual pospone hasta el infinito la valoración de las consecuencias. Asimismo, ningún acto es la consecuencia necesaria de otro, por lo cual o la consideración de las consecuencias prescinde de los actos, o hay un último acto que se considera bueno o malo en sí, no como consecuencia. Si el criterio sobre la bondad de las acciones no se aplica a ellas en el momento de ejercerlas, sino que se posterga a las consecuencias (habremos acertado si las consecuencias son buenas; si son malas, no hemos acertado), la diferencia entre ser mentiroso y ser veraz se disuelve: en rigor no sabemos si es bueno decir la verdad o mentir porque eso depende de lo que se siga de ello. En definitiva, la voluntad de decir verdad o mentira no cuenta. El consecuencialismo, al poner el peso de nuestras decisiones en sus resultados, desconoce el carácter voluntario de la acción: un acto bien intencionado pero que dé un resultado malo, es malo (el consecuencialismo es una modalidad de la ética racionalista). A esto se refiere también Max Weber cuando distingue la ética de la responsabilidad de la ética de la convicción. Tanto James como Weber se equivocan, porque la relación entre los actos y las consecuencias no es empírica o meramente temporal. En concreto, se puede mostrar que mentir o decir 55


verdad condicionan de suyo consecuencias globales. Con otras palabras, se puede sentar la tesis siguiente: decir falsedad atenta contra las condiciones requeridas para que los resultados sean buenos. Esas condiciones son que la organización sea suficientemente coherente y sólida. La mentira afecta directamente a la coherencia del orden social. Aunque mentir vaya seguido de alguna ventaja particular, el balance global de la mentira es negativo porque afecta las mismas bases de la posibilidad del valor añadido. Si la mentira no afectara a la organización, la unilateralidad del consecuencialismo sería difícilmente refutable. Pero no cabe evitar que la mentira afecte a la organización, porque mina la confianza, y sin confianza no hay organización. Si engaño al comprador, vendo, si no le engaño, no vendo. Incluso en este caso mentir es perjudicial; no conseguiré verdaderos clientes, ni trataré de mejorar el producto. Además, no puedo pretender mentir a otros y conservar la confianza de mis colaboradores. La mentira destruye la organización, porque la organización se basa en la comunicación y la mentira la anula. Si el conectivo social es el lenguaje, corromper el lenguaje es disolvente. Sin ese conectivo es imposible que la división del trabajo se corresponda con la unión de esfuerzos, esto es, perseguir un fin, unos objetivos comunes. Unos versos de Machado aluden a ello implícitamente: "Mi vida, ¡cuánto te quiero!, dijo mi amada y mentía. Yo también mentí: te creo. Si dos mentirosos hablan, ya es la mentira inocente: se mienten, mas no se engañan". Es decir, si los dos sabemos que mentimos, no nos engañamos. Sí, pero ¿adónde ha ido a parar el uso recto del lenguaje? Ha desaparecido y se ha desgarrado la unión de los amantes. La voluntad de engañar es directamente contraria, velis nolis, al uso normal del lenguaje, atenta contra la integridad de cualquier comunidad: es patente que entonces nadie se fía de nadie. La mentira de que habla Machado, inocente por ausencia de engaño, no es inocente en tanto que incompatible con la confianza mutua, pues sin confianza no hay cohesión social. Por tanto, el consecuencialismo está equivocado. Es cierto que nuestros actos tienen consecuencias; es cierto que las consecuencias son constitutivas de la integridad moral de nuestros actos. Pero no conviene olvidar que los resultados de cierta altura requieren el trabajo conjunto y las personas no pueden trabajar juntas si su comunicación contiene mentira. Sostener que un hombre de empresa puede mentir hacia el exterior, pero no en el interior de la organización, es una dualidad inadmisible: solamente podría aceptarse si al mentir, el hombre no se volviera mentiroso. Ahora bien, ocurre que no hay sólo mentira: hay mentirosos; ser mentiroso es una consecuencia inexorable de mentir. Pero es razonable desconfiar del mentiroso. Insistimos, cuando los hombres se comunican el error disminuye, porque el diálogo es un intercambio que incrementa el saber de los que intervienen en él. El diálogo se parece al juego porque comporta la discrepancia. Pero es un juego de suma positiva porque la victoria de la opinión más razonada es ventajosa para todos. La mentira mata el diálogo porque es una forma de incomunicación. El objetivo del diálogo es alcanzar contenidos cognoscitivos que todos acepten. Llamaremos a este 56


objetivo el acuerdo por convencimiento. Si la mentira interviene o se sospecha, el diálogo logra, a lo sumo, un pacto entre intereses contrapuestos en el que las partes ceden hasta cierto punto lo que consideran verdadero para evitar la ruptura o para establecer un modus vivendi. Aceptar el pacto leonino (en que la verdad está ausente), al margen del diálogo, responde a una situación de necesidad en la que se ha de ceder ante el más fuerte: es un juego de suma cero. Es manifiesto que el pacto leonino disminuye la cohesión social porque en él está presente la mentira. La llamada ley del más fuerte es la vigencia de lo irracional en las relaciones sociales. Recurrir a ella es una muestra de la ineptitud del dirigente, cuya comprobación práctica es la imposibilidad de suscitar la adhesión. Someterse al más fuerte sin estar convencido de que la razón le asiste es contrario a la dignidad humana, y equivale, por tanto, a una rebelión latente. Si la percepción del valor de la ley se pierde, el resultado es el hombre anómico. La ley del más fuerte, por irracional, no es ley. El que rechaza sistemáticamente la comunicación (y sobre todo si recurre a la mentira) abre un hueco dentro de la organización. Tampoco las personas hurañas son buenas para el diálogo, ni las maniáticas de la discreción (el discreto es el que sabe usar su palabra, hablar según conviene). Decíamos que el mentiroso no merece confianza y además la destruye. La mentira es peor que el silencio porque introduce la incomunicación en el diálogo mismo. La incomunicación ha sido uno de los temas tratados por los modernos teóricos del lenguaje. Se ha discutido sobre la posibilidad de la incomunicación total. Salvo pérdida de la razón, parece que siempre cabe manifestarse, pues el hombre posee niveles expresivos distintos del lenguaje hablado. Pero sin duda la falta de comunicación produce graves inconvenientes. Aristóteles sostiene que el hombre es un ser social porque sabe hablar. Por eso, si la gente no se conoce y no se habla, su convivencia no constituye propiamente una "polis". Aristóteles pone como ejemplo Babilonia, una ciudad tan populosa que sus habitantes no se conocen y hablan poco entre sí. Si los asuntos comunes no se discuten, la polis no existe. Esta observación es atendible, porque si los interlocutores son demasiado numerosos es difícil entenderse y aparece el fenómeno de la masificación (la comunicación entre profesor y alumno es más fluída si hay 30 alumnos que si son 500). El exceso de interlocutores debilita la comunicación, porque apenas es posible llegar a acuerdos sobre cuestiones importantes. Haría falta un gran talento para hablar con muchas personas sin que aparezcan distorsiones en la comprensión, aunque sólo sea por cansancio. Para que el diálogo sea fructífero conviene el debate, porque si el acuerdo ya existe, el diálogo sobra. Aristóteles observa en la Política: no es señal de buena salud social que todo el mundo piense lo mismo. Esta sentencia aristotélica presupone que los individuos ignoran, al menos en parte, los intereses comunes, los cuales se conocen mejor por el intercambio de ideas. Tal ignorancia relativa es inevitable en los asuntos prácticos. Conviene estar de acuerdo en lo fundamental; pero sería poco realista estimar que las convicciones comunes hacen innecesaria la discusión en los asuntos prácticos. Basándose en las convicciones comunes, hay que alcanzar nuevos acuerdos en temas concretos, pues las acciones también son concretas y objeto de elección. A veces el 57


desacuerdo no se manifiesta porque resulta gravoso hacerlo: se teme ofender o despertar aversiones. Algunos directivos suponen que los demás se han comprometido a estar de acuerdo con su opinión, pero proceder así anula la capacidad creativa de los colaboradores. Cualesquiera que sean las relaciones de subordinación, si el trabajo de uno depende de que otros trabajen, hay que hablar de colaboración. Si una persona no puede hacer una cosa sin contar con la otra, esa otra es un colaborador suyo, aunque sea un subordinado. Darse cuenta de ello conduce a pedir al subordinado que no sea pasivo. El pensar todos lo mismo significa que nadie piensa nada nuevo en serio. El dejarse convencer a la primera comporta falta de criterio o indiferencia; significa también que la participación en las convicciones comunes es débil ¿y qué puede dar de sí un individuo que no se interesa por lo que lleva entre manos o que no tiene convicciones firmes? La empresa se ha de entender de un modo dinámico; una organización es un proceso en marcha, no una instalación. Constituye un error fijarse en la instalación: ¡cuántos medios! Pero ¿qué rendimiento se saca de ellos? La empresa es la organización de la acción humana que maneja los medios, las instalaciones. El quid de una organización es el estado en que se encuentra la comunicación, siendo a su vez la comunicación un dinamismo, porque los acuerdos no son definitivos: hay que revisarlos, puesto que, a medida que se avanza en un proyecto, aparecen nuevos aspectos. Esto es característico de la acción humana. La capacidad de visión a lo largo de la vida de un hombre cambia simplemente porque las situaciones no son estables: si se sube, se ve más. Al proponerse objetivos, se avanza y hay que atender a más cosas. Los problemas se complican progresivamente. Atendiendo a la comunicación, el directivo se puede definir como el hombre capaz de convocar. Cuanto mejor sea un directivo, mejores serán los que convoca. Esto acontece en todo proyecto humano. A su vez, la capacidad de convocatoria se mide por la calidad de los riesgos asumidos; si uno no se atreve a perseguir objetivos importantes, convocará a los perezosos o a los conformistas. Los mejores convocan a los mejores. Así lo atestiguan las empresas que hoy se llaman excelentes. Repárese en lo que le puede ocurrir a la universidad en Europa y en el ámbito del Tratado Norteamericano, en cuanto sea posible estudiar en cualquier centro universitario. La redistribución del alumnado será inevitable. Es claro que también la universidad es una empresa, porque produce valor añadido. El valor añadido de una universidad es el incremento del saber de profesores y alumnos. Si para un profesor estar en una universidad no significa saber más al terminar un curso de lo que sabía al empezarlo, ese profesor ha "desempresarializado" la universidad. ¿Dónde irán los estudiantes si se aumenta su posibilidad de elegir? En principio, las mejores universidades atraerán a los mejores. Algo semejante ocurrirá a los profesores: los que no quieran integrarse en equipos de investigación serán dados de baja o reducidos a desempeñar tareas de trámite. Es una grave omisión desaprovechar la manera de ser propia de la empresa, es decir, todo aquello que impida o reduzca la capacidad de convocatoria de los mejores. Los hombres no son mejores de suyo, sino que llegan a serlo, lo cual exige la 58


comunicación. Ahora bien, en las organizaciones humanas todo lo que no mejore lo humano es ruinoso. Para percatarse de que es así, basta notar que en el caso contrario aparece la mentira junto con procedimientos intimidatorios. Es lo que hizo Gorvachov: mezclar sus peticiones de limosna con el chantaje. En condiciones ruinosas Rusia es más peligrosa. ¿Qué tipo de alumno debe llegar a la Universidad? El que sea capaz de obtener valor añadido; el que no lo sea, es mejor que se vaya. También al revés: si alguien no aprende nada en un centro educativo, debe dejarlo. Si una persona joven no se prepara, está perdiendo de vista que la vida es ganar (no digo triunfar) o no es humana. Ganar significa que el hombre va de menos a más. Por eso no es buena señal de salud social que todos piensen lo mismo. Sin contraste de pareceres no hay valor añadido. Ganar requiere aprendizaje. Aprender no es fácil porque consiste en integrar alguna novedad en lo ya logrado. Dicha integración comporta cierta reconstitución de lo logrado hasta entonces, y es frecuente que el hombre se resista o no acierte a hacerlo. El ser que gana ha de entenderse a sí mismo como un sistema abierto. Ya hemos aludido a ello al hablar del método sistémico. Ahora ponemos de relieve que el aprendizaje inherente a los sistemas abiertos no se consigue sin comunicación, y que no es coherente con esos sistemas el pensar todos lo mismo, porque aprender es incompatible con la inercia. Debe evitarse poner en peligro el valor añadido; por ejemplo, el acostumbrarse a que todo se lo den hecho a uno, conlleva renunciar a aprender a ganar; arbitrar la consecución de subsidios permanentes es un pésimo acuerdo social. La llamada técnica del caso, tan usada en las escuelas de negocios, no proporciona de suyo conocimientos nuevos: no por resolver casos se enseña mejor desde el punto de vista temático; eso sería tanto como afirmar que la realidad consiste en casuística. Tampoco un sistema abierto es una constelación de casos. Sin embargo, dicha técnica tiene valor propedéutico. Por lo pronto, enseña que las recetas generales no son infalibles; en este sentido es un entrenamiento para enfocar las novedades. Con todo, su significado sistémico es débil si en el planteamiento del caso no se atiende a lo que hemos llamado reconstrucción de lo logrado por la integración de lo nuevo. Cabe, insistimos, que el hombre pretenda que le den todo hecho. Es una actitud desaconsejable; lo ilustraremos con el siguiente ejemplo: Piura es una ciudad del norte del Perú situada en el desierto. En esa región crece un árbol que se llama algarrobo, el cual se caracteriza por desarrollar raíces muy extendidas y profundas que le permiten tomar agua de la capa freática y desarrollar una gran cantidad de follaje, a pesar de lo arenoso del suelo que lo sustenta. Además, sus vainas son muy ricas en glucosa. Pero hace unos años en el norte del Perú hubo lluvias tropicales (debidas al llamado fenómeno del Niño), y el desierto se transformó en una laguna. Los algarrobos que nacieron entonces se desarrollaron rápidamente, pero hoy no queda ninguno de ellos, porque al eximirse de extender sus raíces profundamente, no se han mantenido en pie. Del ejemplo del algarrobo se sacan provechosas consecuencias. La sociedad consumista nos acostumbra a la ley del mínimo esfuerzo, pero sin esfuerzo se consigue 59


poco. Si todos vivieran en régimen parasitario, la sociedad no podría subsistir. Como parásitos sólo pueden vivir unos pocos (a costa de los demás). El perezoso no colabora en el logro de objetivos, pues se separa de la organización del trabajo y si se inmiscuye en ella, la rebaja. La pereza es una modalidad de la mentira. 3. La doblez. Las anteriores observaciones conducen a considerar otra forma de atentar contra la veracidad. Es faltar a la palabra dada: la doblez. Emerson lo expresa así: lo que eres suena tan fuerte en mis oídos que no puedo oír lo que dices; lo que haces y lo que dices están en desacuerdo. La doblez niega con los hechos lo que dice la palabra. Conviene medir el alcance de las promesas, porque toda promesa implica un compromiso para el hombre honesto, que no quiere faltar a su palabra. Hoy en el mundo de los negocios la palabra dada cuenta poco; por eso se recurre a los documentos escritos fehacientes en un litigio judicial. Sin embargo, esta práctica es síntoma de que la organización no funciona bien, o de que no se asienta en la confianza que surge de la comunicación. La colaboración se articula mejor con la palabra dada que con el contrato escrito. Al contraer obligaciones, quiero que mi conducta y mi pensamiento vayan de acuerdo. De aquí se sigue que no prometa más de lo que estoy dispuesto a cumplir. Según un dicho asturiano, quien avisa no es traidor. Lo completaremos así: el que se compromete es traidor si no cumple; si se hace imposible cumplir, hay que decirlo. La incoherencia no sirve ni en la teoría ni en la práctica. Los reglamentos son necesarios para prevenir conductas irresponsables. La doblez práctica es la peor forma de mentira. La justificación consecuencialista de la mentira no parece aplicable a la doblez. Otras formas de mentir se castigan de acuerdo con sus resultados; en cambio, dejar de hacer lo pactado se ha de prevenir con reglamentos, porque destruye la organización del trabajo: sin integridad no hay valor añadido. Quien desiste, el inconstante que cambia su conducta por motivos fútiles, la persona caprichosa, no produce ni mejora. La lealtad a la palabra mide la capacidad de compromiso, de acuerdo con el cual la acción es imperada y dirigida a fines. Por eso es preciso saber qué compromisos se contraen, pues los adquiridos se han de cumplir (salvo inmoralidad intrínseca de los mismos). Incluso el perezoso ha de avisar para no ser traidor. Los norteamericanos son muy intransigentes a este respecto (el caso Watergate es una prueba de ello). Confían en las personas de entrada, lo cual es sumamente conveniente. Pero en ese país quien falla la paga. En cambio, en España y en otros países hispanos se vive este punto con bastante lenidad. Desde luego, el primero que tendría que ser exigente consigo mismo es el que da su palabra. Por eso decimos que es menester saber a qué se compromete y que la integridad se corresponde con la capacidad de compromiso. Es correcto que el débil se comprometa a pocas cosas o que considere aquello en que es probable que falle. Con todo, este asunto, como tantos otros se ha de manejar con flexibilidad (el que no es flexible tampoco es un buen hombre de acción). Sin duda, quien no cumple su palabra es una rémora, un peso muerto en la organización. Pero no se excluye que rectifique.

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¿Qué pasa cuando una piedra es llevada entre dos, y uno no cumple su cometido, sino que descarga el peso en el otro? Es obvio que ese otro no querrá seguir trabajando con el falsificador de la colaboración. Ahora bien, como el ejemplo de los porteadores nos hace ver, el cumplimiento del deber es un requisito de la colaboración: se trata de que cada uno haga lo que le toca en virtud de sus compromisos. El espectáculo social no es muy alentador al respecto: se registran abundantes fallos, demasiados abusos; son multitud los listos (no confundirlos con los inteligentes) que se las ingenian para sortear o eludir lo pactado (pacta sunt servanda!) Tal espectáculo denota la ausencia o la escasez de directivos. Corresponde al directivo encargarse de aumentar la coherencia entre los hechos y las palabras y encontrar procedimientos para conseguirlo (empezando por él mismo). Esto nos introduce de nuevo en el tema de la comunicación: cómo juega la comunicación en la acción y qué añade el dirigir a la comunicación.

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VI. LOS HABITOS Las observaciones precedentes, dedicadas a poner de relieve dimensiones humanas a las que no se suele atender, son imprescindibles. Podríamos llamarlas "mirar hacia dentro". Dedicaremos este capítulo a desarrollarlas. La tarea del directivo es en gran parte proyectiva, es decir, lanzada a la acción y a su resultado, al cálculo de consecuencias y a pensar la seriación de su proyecto (cómo tiene que ver una jugada con la siguiente). Es normal que así sea, pero eso no significa que al hombre de acción le baste mirar solamente en esa dirección para tomar decisiones. Es importante que se dé cuenta que él mismo está implicado en todo ello, y atender a lo que le acontece precisamente al actuar, o cómo debe prepararse para la acción. Esta visión, que podríamos llamar centrípeta, hacia el interior de la persona, es imprescindible para establecer un equilibrio con la propensión natural a lanzarse a los resultados o a embarcarse simplemente en lo que se hace (lo cual puede dar lugar a una cierta enajenación, si no se cuida el otro aspecto, la otra dimensión de la operación, que es uno mismo). Esta incursión en el propio interior proporciona criterios de fondo a la tarea de dirigir. Para mostrar el sentido de dicha incursión aludiremos a la primera formulación de la filosofía práctica occidental. Debemos a Sócrates una importante observación, cuyo olvido da lugar al desorden, es decir a la imposibilidad de controlar la conducta humana. Hay gente convencida de haber planeado bien sus asuntos. Pero luego las cosas acontecen de otra manera; entonces se cae en la perplejidad y en el pesimismo: en la desorientación. Ese estado de ánimo obedece a instalarse en la superficie; desde ahí la persona no se puede dirigir porque no se ponen en marcha los grandes resortes humanos. La observación socrática es muy certera, tal como aparece en las fuentes platónicas. En la Apología se contiene el discurso de defensa de Sócrates cuando fue acusado de impiedad. Sócrates se presenta así: atenienses, algunos me llaman sabio. Si por sabio se entiende el que sabe acerca del hombre, y trata de llevar a cabo la recomendación del oráculo de Delfos: "conócete a ti mismo", entonces sí lo soy: sabio en lo humano. En otro diálogo, el Gorgias, se formula la principal adquisición de su pensar acerca de la verdad del hombre planteando la siguiente pregunta: ¿qué es peor, sufrir la injusticia o cometerla? Sin duda, sufrir la injusticia es malo, pero cometer injusticia es peor (aunque quien la comete intente lograr con ella alguna ventaja). La ventaja propia a costa de la desgracia ajena es aparente. Por eso es preciso preguntar qué es peor. La respuesta socrática sostiene que es peor cometer injusticia que sufrirla. La razón es muy clara: el que sufre una injusticia es afectado desde fuera (el acto injusto estropea sus bienes, o incluso acarrea perder la vida). Ahora bien, el que comete injusticia se hace injusto. Como se dijo, una advertencia semejante aparece en Kant: el que miente no se limita a engañar, sino que deteriora su propia capacidad de distinguir lo verdadero y lo falso.

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La acción humana repercute en su autor; lo que hace un hombre da lugar a una modificación en él. Ya dijimos que el hombre no es tratable analíticamente: no se le entiende a trozos. Como es un sistema muy complejo, considerar aspectos aislados suyos y actuar con ellos o sobre ellos, es exponerse a producir efectos secundarios, imprevistos. La complejidad del hombre culmina en lo que solemos llamar una realimentación intrínseca, según la cual el primer resultado de la acción humana recae sobre la naturaleza humana misma. Si la acción es correcta, quien la realiza crece como ser humano; si es incorrecta, se deteriora. La antropología occidental surge en ese momento tan importante de la historia de Grecia que es la segunda mitad del siglo V antes de Cristo, cuando Atenas se encuentra en plena crisis filosófica y política, por la derrota en la Guerra del Peloponeso. La meditación sobre esa crisis se centra en el tema del hombre. Los primeros que se ocupan de él son los sofistas; pero el que acertó a enderezar la mirada fue Sócrates. La gran adquisición socrática es una nueva versión de la vieja noción de areté, la virtud griega. En tiempos de Homero, areté se refería a la fama, al buen nombre, al ser apreciado por los demás ciudadanos. Pero había que ver la virtud en relación con el alma, es decir como el poner la vida en plena forma. Sócrates inició la andadura hacia la profundidad del hombre al observar que no es tan malo padecer la injustica como cometerla (el que la padece no se hace injusto, y el que la comete sí). El primer destinatario, positivo o negativo de la acción es el ser humano que la ejerce. Olvidarlo conduce a un superficial e irresponsable activismo. Sin duda, la actividad práctica ofrece aspectos interesantes susceptibles de consideración científica, cuyo estudio enseña a conseguir objetivos con cierta garantía, etc. Pero si nos olvidamos no sólo de que todo éxito es prematuro, sino de que el éxito se anula si no mejora al hombre, el estudio científico de la acción se quiebra. No es ocioso insistir: todo lo que hace el hombre o le mejora o le estropea. Como dice San Agustín, somos nuestros primeros castigadores si obramos mal. Asimismo, nuestra naturaleza se premia al actuar. No es exagerado llamar ontológico a ese premio. Es obvio que a todo sistema en funcionamiento, algo le ocurre precisamente por funcionar. Lo que le pasa al sistema se suele tener menos en cuenta que el resultado pretendido con su funcionamiento. Ello es correcto cuando se trata, por ejemplo, de un sistema mecánico. Lo que le pase a un automóvil cuando se usa para viajar de aquí a su destino, interesa menos que llegar a su destino. Ahora bien, precisamente porque el automóvil se ha movido algo le ha pasado: se ha desgastado (por eso hay que cambiar de coche después de un cierto tiempo). Al hombre la pasa algo más importante que al automóvil, porque puede no ser un desgastarse. Hacia afuera actuar comporta entropía de manera inevitable. Todo funcionamiento lleva consigo un gasto. El empresario lo sabe muy bien: es el problema de los costes (nos referiremos más adelante a los costes en tanto que son característicos de la acción). En definitiva, todos los tipos de costes se resumen en un sólo capítulo: gasto de tiempo. El hombre al hacer cosas gasta tiempo. Se habla de gastar tiempo por ser limitado, porque no se cuenta con un tiempo interminable. El gasto de un tiempo se compensa con el apoderarse de otro. Así es posible incluso ahorrar e invertir. Pero esto no es todo. Hacia dentro, el hombre tiene un modo 63


de no gastar el tiempo: hacerse mejor. Si con el tiempo crece como hombre, el tiempo corre a su favor, no comporta gasto. El crecimiento es propio de la vida. Crecer un organismo significa aprovechar otros tiempos haciéndolos suyos. En la vida del espíritu el crecimiento culmina en el modo de elevar el tiempo de que se dispone hasta el fortalecimiento de los principios de su actividad. Dejar en la oscuridad el valor del tiempo para el espíritu, condena a reducir objetivos; si el ser humano no se da cuenta del significado positivo del tiempo para él, incluye en su visión del mundo un componente forzosamente pesimista. La gente se lamenta de que pase el tiempo, de que se haga uno viejo: un día más es un día menos, etc. Ahora bien, en última instancia puede ser todo lo contrario, aunque sólo en la línea del crecimiento interior. En ninguna otra dirección el hombre puede vencer el tiempo. Nietzsche es un filósofo que tomó en serio el tiempo. En el Así habló Zaratustra, Nietzsche se plantea lo que le parece un grave problema: si, en definitiva, vivir es voluntad de poder, surge la dinámica de la superación. Nietzsche es un vitalista; la vida, dice, se compone de escaleras y columnas; es superación (metafísica del artista, etc.). Por tanto, la voluntad implica un dominio del presente hacia el futuro. Sin embargo, ¿qué ocurre con el pasado? La visión nietzscheana de la realidad se viene abajo si la voluntad de poder no alcanza el pasado. Pero el pasado ya pasó; se congela al margen de la voluntad porque es imposible cambiarlo (como dice el viejo lema filosófico, lo que ha sido una vez no puede no haber sido; lo que ha sido queda fuera de toda posibilidad de modificación). Nietzsche declara: si el pasado está cerrado, la voluntad de poder está gravemente limitada, puesto que el fatum se le escapa. La solución de Nietzsche es el eterno retorno de lo mismo. La interpretación circular del tiempo es el enlace del futuro con el pasado. El pasado se repone según el círculo. Todas las cosas volverán a ocurrir. El tiempo se transforma en ser: por eso dice que ama la eternidad. Ahora bien, el amor a la eternidad debería dar razón del dualismo Dionisos-Apolo, que es central para Nietzsche, pero no lo consigue. Nietzsche no se da cuenta de que el pasado se rescata, justamente, en cuanto que el hombre mejora. Por eso, el pasado no es determinante, sino enteramente aprovechado en el aumento de la propia capacidad, de la sabiduría, de la fuerza de voluntad. Nietzsche dice que Sócrates estropeó a los griegos porque se apartó de lo dionisíaco, de la fuerza que anima a las formas (lo apolíneo). Sin embargo, la verdadera solución del problema que atormenta a Nietzsche es la socrática. El eterno retorno de lo mismo es una solución insuficiente (como se indicó, no da razón del dualismo fuerza-forma). Si al actuar crezco como hombre, soy más capaz de actuar. Cualquier interpretación de la propia vida o de la vida de los demás que considere al hombre como un medio utilizable, sólo susceptible de gasto, introduce en las organizaciones un factor inercial injustificado. Al dirigir se ha de tener en cuenta que los colaboradores son sistemas dinámicos, los cuales al actuar se modifican mejorando o empeorando. Si se considera al hombre como un factor constante, como se dice en mecánica de las condiciones iniciales, el cálculo racional de objetivos se concentra en el resultado externo. Pero este enfoque es anticuado.

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Ya Poincaré llamó la atención sobre el carácter convencional del postulado sobre la existencia de condiciones iniciales fijas. Es una observación interesante, que después ha sido ampliada a la matemática cualitativa (sistemas de ecuaciones sin solución calculable) y a la llamada teoría del caos (nombre no enteramente adecuado). En todo caso, es evidente que la conducta del hombre no se deduce de condiciones iniciales fijas, o que no es susceptible de ser tratada con la llamada matemática lineal. El hombre es imprevisible porque es libre. Esto es importante para una teoría matemática de la decisión: la decisión no puede ser correcta si no se tienen en cuenta las novedades que a lo largo de una serie de acciones tienen lugar en los que actúan. Esta ignorancia es culpable, no sólo porque ya lo advirtió Sócrates, sino porque en cuanto uno se detiene a pensar se percata de que es absolutamente imposible actuar de manera que al que actúa no le pase nada; es absolutamente imposible que el resultado de la acción sea sólo exterior, de tal manera que entre el que realiza la acción y la acción haya una solución de continuidad. Pero también es claro que en la literatura más conocida sobre la dirección empresarial no se encuentran indicaciones sobre el tema (Fayol no lo vió; Mayo, en rigor, tampoco; quizá lo entrevió Barnard). No decimos que el hombre sea lo que hace (Marx), ni lo confundimos con su acción. Sostenemos que le pasa algo siempre que actúa; y eso que le ocurre está de acuerdo con la propia índole del ser humano en sentido positivo o negativo. No se debe omitir la consideración del repercutir de la acción dentro del agente. Cometer un acto injusto no significa transformarse en un acto injusto, sino hacerse injusto como hombre. Injusto no significa lo mismo como vicio que como acto. Los actos pasan; los hábitos permanecen. La injusticia es una situación de mi voluntad, una modificación de mi propio sistema ontológico, de mi propia naturaleza, o como quiera llamarse; en definitiva de mí mismo como actor. Si la modificación es negativa, entonces el hombre pierde como actor, y el tiempo para él es doblemente dañoso: no puede impedir su gasto y él mismo se somete también a un proceso de deterioro. En cambio, cuando la modificación es positiva ocurre lo contrario. Un hábito no es el pasado. La formulación del tiempo de la vida por Nietzsche a pesar de su valor artístico, es trivial. El hombre, por así decirlo, es una esponja que no deja pasar el pasado. Husserl se aproxima al tema al hablar de retención cuando trata de la constitución de la conciencia como presentificación; sin retención no se amplía la conciencia. En virtud de dicha presentificación la conciencia se abre al horizonte de la comprensión, es decir, enfrenta el futuro. La articulación del tiempo que propone Husserl está mejor formulada que la de Nietzsche, porque se acerca más a la estructura del hábito práctico (cuestión distinta es su valor para el conocimiento teórico, que aquí no discutiremos). De todas maneras, el planteamiento de Husserl todavía es corto, aunque sea orientativo: precisamente por haberse asomado con decisión a la cuestión del tiempo interior, Husserl es el único autor moderno que concede importancia a la noción de hábito. Pondremos otro ejemplo para ilustrar este tema. La embriogénesis es el proceso por el cual se constituye un organismo a partir de la información que contiene una célula. La constitución del organismo es un tipo de 65


crecimiento. El crecimiento orgánico se describe como reproducción diferencial compatible con la unidad del individuo vivo (así lo enfocó Aristóteles, y la moderna teoría del código genético viene a comprobar el acierto aristotélico). ¿Se puede decir que el feto, un ser dedicado a su propia constitución orgánica, pierde el tiempo? Se ve claramente que en el proceso de embriogénesis el tiempo juega a favor del ser vivo, o que no hay gasto de tiempo para él. Sin ese proceso, la potencialidad organizativa del feto quedaría inédita. La organización creciente es enteramente ventajosa, porque sin ella la misma noción de célula germinal carecería de sentido real (dicha célula procede de individuos cuya madurez requiere el término de la embriogénesis). Pues bien, en su dimensión espiritual también el hombre es un ser creciente, con una doble diferencia respecto del organismo: que puede crecer o decrecer, entrar en pérdida; y que ese crecimiento es irrestricto, no tiene límite. Crecer como ser humano implica aumento de la capacidad de acción. Es imprescindible tenerlo en cuenta al encarar objetivos. Desde la situación A, el objetivo D puede resultar utópico, porque en esa situación no se tiene capacidad para llegar a D. Pero si se ejercen determinadas acciones, entonces A pasa a ser A', se modifica intrínsecamente. Si desde A puede alcanzarse B, desde A' se alcanza C, a la vez que A' experimenta una nueva modificación intrínseca, y se transforma en A". Desde A" cabe alcanzar D. ¿Se puede decir que desde A se ha logrado D? No se trata de eso: desde A se logra B; pero además desde A se pasa a A' y desde A' a A", desde la cual se puede alcanzar D que es un objetivo desde A", pero no desde A. No se olvide que A puede convertirse en A' o entrar en pérdida, en cuyo caso D no será nunca. Esta modificación de las llamadas condiciones iniciales es una característica estrictamente humana. Por eso, el futuro es doblemente imprevisible. Tal incertidumbre sólo la reducen los hábitos. Por eso también, el hombre no puede volver a sí mismo en las condiciones en que estaba antes de actuar. Hölderlin dedica un canto a la nostalgia. El hombre es un viajero que anhela volver a casa; la ida se hace por mor del retorno. La vuelta intenta el reencuentro de la situación inicial. Sin embargo, la experiencia acumulada en el viaje no lo permite. Aunque la casa no haya cambiado, el viajero sí lo ha hecho. Hölderlin deja pendiente la cuestión acerca de la verdadera casa del hombre. Tampoco la Odisea resuelve el problema. A Ulises vuelto a Itaca sólo le queda esperar el Hades. Este modelo quasi-cibernético del ser humano deriva de la lúcida observación socrática. El hombre es capaz de cambiar por dentro en tanto que es un destinatario de sus actos. Es preciso admitir la correlación entre los resultados externos e internos. Se trata de un equilibrio que decide sobre la franquía del futuro. El activismo se basa en una antropología falsa. Si una persona no se da cuenta de que su modo de dirigir la convierte en un buen o en un mal directivo, ignora lo más importante. Dicha alternativa es el sentido más elemental del aprendizaje. Se suele pensar que aprender es tarea llana, pero no es así. Algunos piensan que no les hace falta aprender: es una estupidez supina, porque o se aprende o se desaprende. Con todo, los que admiten la necesidad de aprender no aciertan cuando lo confunden con el enterarse, con la adquisición de un bagaje de fórmulas. Tal equivocación es frecuente.

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Más aún, plantear el problema de la interiorización de la acción simplemente en términos de aprendizaje, tampoco es exacto. El aprendizaje es una dimensión de la adquisición de hábitos, incluso básica, pero no la única, porque también los hábitos prácticos han de crecer. Insistimos, si A fuera constante, no habríamos salido del paleolítico, no existiría historia; el hombre sería como la tierra, que da vueltas alrededor del sol, es decir, un sistema homeostático (la fórmula gravitacional de Newton sólo sirve para dos cuerpos; para tres, hay que plantear un sistema de ecuaciones diferenciales respecto del tiempo, cuya solución se calcula de manera aproximada. Pero, en definitiva, Newton sólo tuvo en cuenta un reducido número de factores; el sistema solar es más complejo). Ahora bien, si a los hábitos se debe que el hombre no sea un sistema homeostático, no sería coherente sostener que, por su parte, los hábitos constituyen un sistema de ese mismo tipo. En rigor, en tanto que adquiridos, los hábitos son un cauce abierto para la libertad. El crecimiento de dicho cauce corre a cargo precisamente de la libertad. El proceso de aprendizaje no se interrumpe en virtud de ella. Como modificaciones internas (incluso de la autoría humana), los hábitos están al servicio de las relaciones interpersonales. Asimismo, la dificultad del aprendizaje reside en su ordenación a tratar a los demás como personas. Se requiere el sistema entero de hábitos para que ese trato sea adecuado. De aquí se desprende la necesidad del diálogo y también que la veracidad está al servicio del reconocimiento de la dignidad de la persona. La libertad marca el carácter coexistencial de la persona. Supongamos que A" es la situación a la que se ha llegado después de varias generaciones que han sido capaces de mantener viva una tradición. Sin embargo, si los sujetos en A" disminuyen la intensidad comunicativa, con la cual las anteriores generaciones incrementaron el saber, esos sujetos en situación A" apenas son capaces de alcanzar D, y con ello no mejorarán sino que iniciarán un proceso de estancamiento o de decadencia. La marginación, el aislamiento y los juegos de suma cero son más perjudiciales a medida que la historia avanza, porque dan lugar a retrocesos mayores . Estimamos que es fácil entender la embriogénesis como un proceso de crecimiento; tiene sentido decir que el feto no pierde el tiempo, sino que el tiempo es beneficioso para él. Quizá sea más difícil ver que el hombre sigue creciendo durante toda su vida, porque a ello se añade la alternativa negativa (que algunos tampoco perciben). Se suele pensar que, alcanzada una situación de madurez humana, sólo queda por sacar rendimiento al saber acumulado; lo que interesa es el buen resultado de la acción. Sin embargo, hoy empieza a notarse que en un mundo cambiante hace falta "reciclarse", ponerse al día, conocer las innovaciones tecnológicas, para no quedar atrasado, o prepararse para el siglo XXI. Se prevén cambios revolucionarios (sociedad postindustrial, o del conocimiento, etc.) Estas ideas se abren paso con facilidad en la coyuntura actual. A ello contribuyen la preocupación ecologista y, hasta cierto punto, las reinvindicaciones feministas. Aunque el panorama es abigarrado –una complejidad desorganizada– quizá hoy estemos más dispuestos a aceptar las tesis antropológicas propuestas que nuestros abuelos mecanicistas: "le monde va de lui meme". Esta convicción es insostenible.

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Con la palabra encráteia, que significa continencia, capacidad de control de sí mismo, Aristóteles conecta los hábitos con la libertad. El hombre puede ser más o menos libre; su libertad práctica no es un factor constante. No hay libertad en el astro que está prisionero en su órbita, como dice Ortega. Tampoco es libre la niña rica de Max Scheler. Con esta cuestión tiene que ver otra palabra griega: kibernétes, el piloto, el que maneja el timón, el que lleva las riendas de los caballos. El hombre dirige, es kibernétes, en tanto que tiene encráteia; si no se dirige a sí mismo no puede dirigir nada. La carencia de encráteia es la acrasía, la incontinencia. El incontinente es el hombre que cede a cualquier solicitación, que no es dueño de sí, sin resistencia interior. La vida como divagatoria, sin norte, es la gran aporía de la Etica a Nicómaco. Aristóteles piensa que en principio todos somos incontinentes. Sin embargo, hay dos tipos de seres humanos: los que nunca superan su incontinencia, y los que intentan hacerlo y lo consiguen. En tanto que uno domina su incontinencia es encrático.

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VII. ¿QUE ES DIRIGIR? La aludida distinción aristotélica es la clave para acceder al concepto de dirección. ¿Qué es dirigir? Dirigir, como acción externa, significa estrictamente dirigir hombres. ¿Qué es dirigir hombres? Hay una descripción que a nuestro modo de ver, se aproxima al asunto: "dirigir es lograr cambiar la conducta de otros de manera que hagan lo que yo quiero". Esta descripción es suficientemente amplia. En tanto que se cambia la conducta ajena, se ejerce un control sobre otro. Si el control se basa en incentivos, la descripción es válida para el modo de dirigir taylorista y también para la fase neotaylorista de la organización empresarial en la que, como dijimos, parece concederse más importancia al llamado factor humano. Sin embargo, debido a su amplitud la propuesta descripción del dirigir es aproximativa. Desde luego, dirigir comporta ser capaz de cambiar una conducta, pero conviene añadir que ese cambio se puede lograr de muchas maneras; la más tosca es el uso de castigos y de gratificaciones. Puede ponerse el siguiente ejemplo: cambiar la conducta (mejor, el comportamiento) de una cacatúa, hasta tal punto que monte y ande en el patinete. Es evidente que ese comportamiento de la cacatúa no es natural. ¿Por qué lo ejecuta la cacatúa? Exclusivamente por ser sometida a una situación de hambre muy aguda y porque la han adiestrado: si no coloca una pata en el patinete, no se le da de comer; luego se le pide que ponga el pico en la guía, etc; al final, la cacatúa sólo come si anda en el patinete. Desde luego, si la cacatúa no tuviera hambre, no lo haría; además, si después de hacerlo no se le da de comer, dejará de hacerlo. Si la cacatúa no tiene hambre, no monta en patinete porque en la fisis de la cacatúa no está montar en el patinete; sólamente por ser "plastificable" por el hombre, puede comportarse de esa manera tan rara, que para el animal no tiene más sentido que el alimento que consigue si actúa de ese modo. Dirigir es cambiar una conducta, ¿pero cómo? En el caso del hombre, si el dirigido actúa como una cacatúa, el que dirige no ha tenido en cuenta su modificación interior y está degradando al ser humano: lo trata como ser incontinente. Si la cacatúa consigue escaparse, no le habrá pasado prácticamente nada, y vuelta a su hábitat normal no montará en el patinete jamás (por muchos que encontrara). En cambio, si se trata al hombre como a una cacatúa, se le degrada. Por tanto, hay que completar la descripción: dirigir hombres es lograr un cambio de conducta en otros; no obstante, si se intenta conseguirlo con el procedimiento que vale para la cacatúa se les degrada. Además, el que así los dirige estropea su capacidad de dirigir. Es una miopía olvidar la pregunta de Sócrates, cuya relevancia es todavía mayor en la dirección de otros. ¿Quién pierde más, el hombre que es dirigido como si fuese una cacatúa, o el que lo dirige? En rigor, al dirigido se le quita su propia capacidad de ser mejor, o se le anula en gran parte, pero condicionar animales no es propiamente dirigir. No es ni siquiera un juego de suma cero, sino un juego de suma negativa. No olvidemos que la dirección es el logro de un cambio de conducta de otros seres humanos. Por tanto, hay que añadir una precisión, a saber, que el otro haga lo 69


que yo quiero queriéndolo él, para lo cual es necesario que lo que yo quiera sea comunicable, participable, es decir, que pueda ser un objetivo común. En caso contrario, el que obedece no tiene más remedio que comportarse como una cacatúa. Es decir, su motivación sólo será extrínseca. Cuando se dirige a los hombres como si no lo fueran, el directivo sólo lo es nominalmente. Por grande que parezca su poder, en definitiva es nulo. Por consiguiente, llamaremos mal directivo al que no entiende al hombre. El mal directivo reduce al otro a la situación de aceptar su mandato a la fuerza. La calidad de la dirección ha de estimarse en términos de humanidad. El ejemplo de la cacatúa pone a la vista otra razón para sostener esta tesis. Es claro que la cacatúa monta muy mal en patinete. Si se compara lo bien que vuela y se comporta en su ambiente, con su modo de andar en patinete, se advierte que apenas acierta a hacer esto último, porque no es lo suyo. Debería ser aún más claro que al hombre le pasa algo peor cuando se le dirige sin tener en cuenta lo que él es. Con ese tipo de dirección no se puede conseguir prácticamente nada del dirigido. Es necio pensar que combinando altas remuneraciones con fuertes castigos se saca mucho de la gente. En rigor, del ser humano se saca lo que él está dispuesto a dar. Forzándolo o alienándolo, su cambio de conducta es ineficaz. Incluso aunque lo intente, sus capacidades disminuidas afectan a sus disposiciones. Los hombres meten su inteligencia en sus tareas y son encráticos en su mismo ser dirigidos porque son libres. El cambio de conducta de quien acepta libremente el objetivo común será profundo en tanto que también aceptará mejorar sus disposiciones. De otra manera, ese cambio será superficial y no encontrará un camino para dejar de serlo. Por eso lo más parecido a dirigir cacatúas es el taylorismo. La creatividad del sometido a esas condiciones de trabajo se anula. ¿Qué se saca en limpio de una persona sometida a un sistema taylorista? Sin duda, ese sistema algo da de sí, pero a costa de recortar aptitudes humanas, como se muestra en aquella película de Charlot, "Tiempos modernos", parodia de una cadena de montaje en la que se emplea una parte muy pequeña de la capacidad humana y para cuyo funcionamiento se requiere muy poca inteligencia. La capacidad de dirigir – lo que debe esperarse de ella– no se mide por la eficacia de un método en cuya invención ni el directivo ni el dirigido han tenido parte. Además, si el directivo se limita a aplicarlo, se incapacita para dirigir de otra manera, y en cuanto el dirigido se rebele, alentado quizá por la disconformidad de las asociaciones obreras, los ventajosos resultados tayloristas desaparecen. Se ha estropeado él y ha comprometido la marcha de la empresa porque ha desconocido la índole humana de la dirección, que en modo alguno consiste en la mera aplicación de reglas técnicas standard. Debe tenerse mucho cuidado con este peculiar parasitismo teórico. La dirección no se puede confundir con el ordeno y mando a partir de reglas técnicas que el propio directivo no acaba de comprender, puesto que se limita a aplicarlas. En el ejército hoy ya no sirve esa manera de dirigir, porque el ordeno y mando vale para soldados ignorantes, pero no para el combatiente actual, que ha de utilizar un armamento muy sofisticado y organizarse en unidades pequeñas dotadas de iniciativa propia que se ha de emplear a lo largo de la batalla. El mando se ejerce a través de directrices y enlazando con las tropas mediante una compleja red de 70


comunicaciones. Un ejército de ignorantes no sirve, aunque sean heróicos (es lo que pasó en las Malvinas)5. Dirigir no es simple autoritarismo; no significa tan sólo mandar hacer algo. La idea del jefe imperioso, inflexible, inasequible a cualquier debilidad, dotado de un carácter de acero, estuvo de moda en la época del taylorismo. Ahora bien, insistimos, el que pretenda dirigir así no puede hacerlo más que castigando y obligando. No es lo mismo obedecer libremente que hacerlo a la fuerza, pero es mejor obedecer libremente, porque cuando el hombre obedece de la otra manera no mejora, sino que más bien se estropea, con lo que su rendimiento se limita; lo más que se puede esperar es que sea estable, pero así se cae sin remedio en la rutina. Es, repetimos, lo que ocurre con las cadenas de montaje. Las cadenas de montaje fueron un gran hallazgo porque aumentan la producción. Sin embargo, son una forma de la división del trabajo muy poco humana. De una división del trabajo así concebida sólo pueden salir productos iguales. Por ejemplo, el famoso Ford modelo T, que fue el primer coche popular fabricado en los Estados Unidos. El viejo H. Ford puso en práctica las ideas tayloristas de organización con éxito. Sin embargo, para producir automóviles de otros modelos más avanzados, es preciso recurrir a la inventiva de los ingenieros, pues la modificación de las piezas y de su acoplamiento en la cadena de montaje es un asunto técnico que supera la capacidad de los obreros que sólo participan en una parte del proceso. No cabe pedir a esos obreros que sean innovadores o creativos (tampoco se esperaba que lo fueran).

5.

Cabe preguntar qué ocurre después de la muerte con los hábitos adquiridos. Según la doctrina católica, aparte de los hábitos adquiridos, que son perfecciones de la naturaleza que se siguen de la acción, hay otros hábitos que se llaman infusos; son hábitos que el hombre no puede adquirir con sus actos, sino que Dios le otorga; son los hábitos sobrenaturales: la fe, la esperanza y la caridad. Dice San Pablo que de estos tres desaparecerán la fe, la esperanza; sólo quedará la caridad. ¿Por qué? Si hay visión, la fe no hace falta; si se ha alcanzado a Dios desaparece la esperanza y (si no se ha alcanzado, también). Entonces quedan la caridad y la visión. Así pues, hay otros hábitos. Pero en una antropología de la dirección no los consideramos (en todo caso, serían objeto de una teología de la acción directiva). Por otra parte, si el alma es inmortal, los hábitos la siguen; el alma es inmortal acompañada por los hábitos; haber ganado el tiempo se prolonga en la eternidad. Cuestión controvertida es si se puede seguir creciendo post mortem. Es posible que sí; hay teólogos que lo niegan porque piensan que después de la muerte el hombre alcanza una situación final. Pero como Dios es insondable, cabe que el hombre profundice más en El. Una breve demostración de la inmortalidad del alma, muy clásica por otra parte, se contiene en Quién es el hombre, libro ya citado. Aunque se requiere el conocimiento de la ética de la dirección para culminar la antropología, habrá que dedicarle otro curso. Ahora no nos detendremos en el valor ético de la acción directiva. Téngase en cuenta que el hábito más propio de la acción directiva es la prudencia; un hábito difícil de estudiar porque tiene muchas dimensiones.

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Por otra parte, al ser necesario contar con ingenieros para asegurar el progreso de la producción, hubo que incorporarlos a la empresa asignándoles puestos en la dirección. Ahora bien, no es lo mismo la dirección técnica especializada que la dirección de empresas. Asimismo, la contabilidad, las finanzas, la relación con los clientes, etc., son otras tantas especializaciones que tampoco valen por sí solas para dirigir. Erigir sobre ellas la llamada ciencia del Management es apenas suficiente para evitar que estalle ese conjunto de especializaciones inconexas. Una sentencia de Aristóteles proporciona un criterio válido para enfocar el problema aludido. Aristóteles sostiene que mandar a hombres libres es importante. En cambio mandar a esclavos carece de interés. La razón estriba en que de los esclavos se puede sacar muy poco, porque su motivación no coincide con la del amo, sino que, más bien, tiende a rebajarla. Un directivo que no se preocupe por elevar la motivación del obrero, reduce la suya a un nivel mínimo. Cuando el obrero trabaja como una cacatúa, es decir, por el salario, para comer, lo enfoca como una actividad molesta que ejerce a regañadientes, pues no justifica una motivación intrínseca. Al directivo le pasa igual si lo único que quiere es ganar dinero (la búsqueda del prestigio que acompaña a la riqueza también supone una motivación extrínseca). En el fondo, los dos son cautivos de una visión minimalista del ser humano. Sin duda, la cadena de montaje sigue siendo necesaria desde el punto de vista de los costes. Pero hoy las llamadas economías de escala comienzan a adquirir nuevas dimensiones. Ya hay cadenas de montaje automatizadas por medio de máquinas herramientas coordinadas por ordenadores. La idea, expresada de una manera hiperbólica por los japoneses, es producir lo que llaman el modelo uno. Se entiende por modelo uno aquel producto que satisfaga las preferencias de cada cliente. No se trata de hacerlos todos iguales, sino suficientemente distintos. Para que una cadena de montaje llegue a funcionar así, es preciso generalmente que los obreros sepan manejar los ordenadores, lo cual comporta modificaciones importantes en la organización del trabajo. Mientras que en el sistema taylorista la coordinación era meramente exterior, ahora el trabajo en equipo es inexcusable. Si se quiere modular la economía de escala no hay más remedio que fomentar sistemas de coordinación, lo cual implica una mejor formación de los trabajadores. Asimismo aparece un nuevo factor que conviene tener en cuenta, a saber, que la innovación puede surgir del que está actuando. La creatividad del trabajador, negada radicalmente por el taylorismo, emerge en estas nuevas condiciones y ello procura notables ventajas competitivas. El pequeño invento es aprovechable. La pequeña ocurrencia del que está a pie de obra y conoce bien su trabajo, es difícil que pase por la cabeza de un ingeniero. En este tipo de organización la posición de los mandos superiores cambia, ya que al trabajador no se le puede mandar sin contar con su iniciativa, puesto que se espera más de él; se cuenta con la contribución de sus propios recursos humanos. Ese trabajador colabora. En la medida en que el hombre emplea su talento, se interesa más. A la cacatúa jamás se le ocurrirá mejorar el patinete; al trabajador taylorista tampoco. Sin embargo, en este otro modo de organizar la cadena de montaje es posible la

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reorganización a cargo de sus miembros; en este sentido se parece a un organismo vivo (el sistema orgánico es más unitario que el mecánico). Es claro que el modelo uno es un lema ideal, porque a muchos clientes les gustará el mismo producto. No hay por qué diversificar tanto. Pero, insistimos, es preciso organizar la empresa moderna de manera que las capacidades creativas se activen y entren en conexión unas con otras. Así tiene lugar una suerte de delegación. Las personas se mandan entre sí, son directivos de una manera recíproca. Para modificar una parte del producto se necesita que a otro se le ocurra un cambio compatible con ello6. Una cadena de montaje post-taylorista es una coordinación en marcha, y no sólo planteada de antemano. El sistema de mando por coordinación no puede ser meramente imperativo, puesto que es necesario que el directivo se interese por el estado de la capacidad de hacer del otro. El trabajador incide con sus capacidades y aprende porque se encuentra con problemas planteados por otros, pero que ha de resolver él. 6. Recordemos un problema con que se encuentran los evolucionistas (para el cual hasta hoy se ha hallado una solución hipotética). Supóngase que en la línea evolutiva son primero los pájaros granívoros y luego los insectívoros. Para explicar este paso los científicos apelan al tiempo de lo que podríamos llamar la historia de la modificación de las formas vivas. Al pájaro insectívoro no le sirve el pico del granívoro, un pico fuerte de forma un poco achatada; el pico del insectívoro es más fino y alargado. Así pues, el paso del granívoro a insectívoro implica un cambio de pico. Cabe pensar que el cambio de la forma del pico se debe a la mutación de un gene. Pero para pasar de granívoro a insectívoro también tiene que cambiar la composición del jugo gástrico, porque no es lo mismo digerir granos o insectos (incluso la forma de volar, o la contextura y las contracciones de los músculos de la molleja deben ser distintos). Si se admite que todo ello está controlado por distintos genes, si sólo muta uno y no cambian otros, el pájaro que resulta es inviable. Si los genes son independientes, la probabilidad de que los cambios sean próximos en el tiempo es prácticamente nula. La teoría de la evolución ha de abordar este problema. Para explicar la modificación de formas no basta el cambio de un gene, sino que es menester el de varios, lo que exige que estén orgánicamente integrados. Sin embargo, el mapa del código genético se ha elaborado con el método analítico; de acuerdo con él, las diferentes características de un organismo están regidas por distintos genes. Por tanto, si las mutaciones se producen por la influencia de agentes exteriores, el cambio coherente de varios genes no puede explicarse, como es obvio. Los biólogos llaman a este problema evolución potencial; en rigor, no sabemos cómo se efectúa la evolución, porque para ello tendríamos que averiguar de qué manera el cambio de un gene implica el de otro. La hipótesis que ahora se maneja es ésta: debe existir una información intragenética; la modificación de un gene debe ser "conocida" por los otros. Pero entonces el código genético es un sistema informático que funciona de modo distinto del que se admite, lo que, a su vez, comporta que no acabamos de entenderlo: todavía no sabemos cómo tiene lugar dicha transmisión de información. Más aún, habría que conocer cómo "sabe" un gene a qué otros tiene que mandar la información de su propia mutación. En cualquier caso, es clara la insuficiencia del modelo analítico.

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En este tipo de organización del mando sigue siendo válida la primera parte de la descripción de la dirección: se cambia la conducta. Pero actuar en régimen de coordinación requiere algo más que incentivos materiales, puesto que se basa en el incremento de la comunicación. También el código genético se entiende desde el primer momento como un modelo informático. Sin embargo, como se dijo en la nota anterior, para resolver el problema de la evolución potencial hace falta otro tipo de información: la información que cabe llamar intracódigo. De modo semejante, la modificación de una cadena de montaje depende de la creatividad recíproca de los agentes. Si se trabaja así, los objetivos posibles aumentan. Mandar a esclavos carece de interés; mandar a hombres coordinados es muy interesante. Primero, porque ese mando implica cierta delegación, ya que se centra en la creatividad de las personas. Además, de este modo se advierte que no interesa sólo la ejecución de un plano previamente pensado, sino el cambio de plano a lo largo del proceso mismo. En la medida en que se consigue que los ejecutores no sean meros especialistas, se logra una ventaja competitiva. Mandar a esclavos carece de interés. Asimismo, sería incoherente pretender que un hombre libre acepte ser tratado como esclavo. Ese hombre se rebelará. Si a una persona capaz de hacerse cargo de su trabajo, queremos sujetarla a un tipo de mando incompatible con ello, la consecuencia es clara: ese hombre desempeñará peor su trabajo que el acostumbrado al taylorismo. Un taylorista, si se siente maltratado, se aguanta, pero el que ha descubierto la libertad no lo tolera. ¿Qué hará entonces? Como la gente no suele querer enfrentarse, si le encargan algo de una manera que no está dispuesto a aceptar, le quedan dos salidas: primero, arreglar las cosas de tal modo que el mandato sea irrealizable; segundo, si puede, se saldrá de la organización. Hemos quedado en que la dirección no es exactamente lo mismo que la comunicación; al dirigir no se trata simplemente de transmitir a alguien una información, sino de conseguir con ello un cambio de conducta. Pero hay que tener cuidado en cómo se entiende ese cambio de conducta y el modo de conseguirlo. La forma más elemental de conseguir un cambio de conducta en otros consiste en que esos otros hagan lo que yo quiero. Ahora bien, ello no basta: conviene que su querer coincida con el mío. Con todo, la tesis propuesta necesita aclaración. ¿Cómo puede querer otro lo que yo quiero? ¿Quiere decirse que le privo de su voluntad y le implanto la mía? Esa especie de operación quirúrgica es imposible. Para lograr dicha coincidencia, habrá que tener en cuenta las motivaciones, los objetivos, tanto los míos como los del otro, porque de lo contrario habría que prescindir de que el otro es un ser humano y de que es un ser perfeccionable o deteriorable. Si el cambio de conducta se consigue exclusivamente colocando al otro en un estado de necesidad, tendremos que remitirnos a las consideraciones sobre la cacatúa. No cabe pretender la adhesión de una persona que trabaja movida por miedo al castigo o porque necesita un salario bajo pena de hambre. Pero, a la vez, sin adhesión los recursos propios con que contribuirá el ejecutor serán de muy poca entidad. 74


Recuérdese otra vez la sentencia aristotélica. Los esclavos no hacen suya la intención del amo. La esclavitud y el subempleo son semejantes. Una de las tareas más importantes del directivo es actualizar potencialidades. Normalmente se infraemplea a la gente. Desde luego, siempre que la dirección se ejerce de modo autoritario, muchas dimensiones de los sujetos a ese tipo de dirección permanecen sin emplear; son potencialidades humanas que quedan inéditas. La economía de escala taylorista, que en su momento fue un avance, hoy ya no sirve; las circunstancias han cambiado hasta tal punto que ese tipo de dirección lleva la empresa a la ruina. La descripción de los caracteres del empresario autoritario nos hace ver por qué hoy es ineficaz. En primer lugar, el empresario que quiere cambiar las conductas por medio de un sistema de castigos o de imperativos puros, sin contar para nada con la inteligencia del que recibe la orden, hoy resulta extraordinariamente antipático; provoca resistencias y hiere susceptibilidades. Por tanto, es muy probable que el sujeto no cambie de conducta, sino que haga todo lo posible para no cumplir lo que se le ordena; una simple huelga de celo es una muestra de ello. La dirección autoritaria hiere la dignidad de la persona. Y el que se deja tratar de ese modo se inhibe, entra en un proceso de pérdida. Partiendo de la noción polaca de situación, hay que decir que este tipo de dirección produce miedo: si puede, la gente se marcha de la empresa, o si las consecuencias no son muy duras, se rebela. Si se somete, queda sujeto al miedo y es muy difícil que un hombre miedoso tenga iniciativas; buscará compensaciones, escurrirá el bulto y no actuará sin recompensas extra (lo que suele comportar corrupción: "un sobre" o "una mordida", como dicen los mexicanos). En la situación del "sobrecito" se encontraba el sistema soviético, y Rusia sigue todavía en ella. Tal modo de funcionar no permite competir. El potencial humano queda eliminado y se produce la incomunicación. El contenido informativo de la orden autoritaria es sumamente escaso; se reduce exclusivamente a la ejecución, dejando al margen la toma de decisiones, que ya ha sido hecha por el directivo. El jefe autoritario no dice las razones que justifican la obediencia, ni comunica sus objetivos. Por tanto, el que ejecuta no forma parte propiamente de la institución; no tiene derecho más que a lo que se estipula en un contrato. Es claro que de este modo la integración dentro de la empresa no se produce. El salario se gasta fuera; no aumenta la pertenencia, sino al revés: consagra la no pertenencia. "Usted está aquí porque le pago su trabajo; ese pago lo destina a satisfacer sus propias necesidades; por lo demás, usted no forma parte de la empresa". Es lo mismo que decir: la deliberación, el conjunto de pensamientos y la ponderanción de los factores necesarios para tomar la decisión, es competencia del jefe; en eso el asalariado no tiene nada que decir. Se sienta como principio la incomunicación en tan importante ámbito. ¿Por qué? Se aducen varias razones. El jefe es el que maneja y conoce esos asuntos y, por tanto, ninguna información de los empleados le sería útil; la marcha de la empresa, las preocupaciones que acarrea, son problemas suyos. Esta argumentación se mueve en un círculo: los trabajadores no integrados son, por definición, personal adscrito que trabaja en la empresa porque no 75


tiene más remedio. Pero esa definición señala que se ha omitido una tarea que corresponde al directivo. Aducir razones basadas en la idea de propiedad conlleva una confusión, y es indicio de una mentalidad de empresario deficiente o poco madura. Las personas que trabajan en una empresa no sólo persiguen los objetivos de esa empresa concreta, puesto que pertenecen también a otras instituciones (entre otras cosas tienen que sostener a su familia); pero si todos los motivos por los que una persona forma parte de la empresa son extrínsecos, de ningún modo tiene sentido decir que forma parte de ella: para esa persona la empresa es un vacío teleológico: no sabe por qué se hacen las cosas, ni por qué se le pide que haga lo que tiene que hacer, etc. Ahora bien, tampoco un directivo debe centrar sus intereses tan sólo en su empresa concreta, porque entonces no percibe los fines a que cualquier empresa ha de servir. De las anteriores consideraciones se desprende que el directivo autoritario es un ególatra, es decir, un hombre inmaduro incapaz de reconocer que los demás son personas porque no sabe destacar lo que le interesa de su propio interés (esta asimilación es propia de un niño pequeño, no de un adulto). Si no comunica nada a sus empleados, si no acepta que hay algo que corresponde ejecutar a otros ejerciendo sus recursos intelectuales y morales, eso quiere decir que no les otorga nada propio porque no sabe desprenderse de nada y confiárselo a ellos. Dicho directivo entiende que los demás son tontos (de lo suyo únicamente sabe él) o sostiene que no puede hacerles cambiar de modo que hagan lo que él mismo quiere queriéndolo a su vez, porque los intereses son antagónicos o imparticipables (en cualquier caso, no pueden converger). Dirigir de manera exclusivista, autoritaria, significa eliminar de entrada la comunidad de intereses. Por el contrario, cuando el directivo considera que otro hombre puede aportar algo de su propia capacidad inventiva, de su propia formación, etc., a la propia toma de decisiones, no le tratará autoritariamente, sino que se relacionará con él antes de darle una orden. Ahora bien, si recibir una orden comporta cambiar de conducta, cuando existe una situación de comunicación previa el destinatario de la orden entenderá por qué se le pide lo que se le pide. Además, el cambio de conducta lo decidirá él (acogerá la orden desde dentro), pues tendrá en cuenta que se le pide en virtud de una delegación previa. Es una situación distinta. Si uno hace algo porque quiere, es un colaborador cuyos objetivos tienen un cierto grado de convergencia, lo que obliga también al directivo a procurar que los objetivos sean compartibles, es decir, no sólo suyos, sino de la comunidad de los hombres que están bajo sus órdenes. En suma, el principio que rige la dirección autoritaria se formula así: voy a hacer que cambie la conducta de otro dejando al margen si ese cambio afecta a la integridad de la persona, porque sólo yo lo decido atendiendo a mis propios intereses. En cambio, el directivo no autoritario conseguirá un cambio de conducta partiendo de otro presupuesto: hará lo que le digo porque sabe que lo debe hacer. Son dos enfoques completamente distintos.

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Si una persona hace lo que dice otra sin saber por qué, sin relación con el proceso anterior a la toma de decisión (proceso que comporta comunicación), su cambio de conducta, si se produce, será impuesto, un puro mandato, y no tendrá para el ejecutor ningún sentido racional. De este modo, los intereses que le mueven al cambio, si lo efectúa, no son los de la empresa sino los suyos exclusivamente. El mando autoritario sienta el antagonismo, no es un factor aglutinante, sino disgregante, porque no cuida de los intereses de la empresa en cuanto que tal; ni siquiera cabe hablar de ellos al sostener que los intereses de los que en ella trabajan no son convergentes. Por tanto, en el curso de una negociación no cabe apelar a argumentos basados en la importancia de la institución. Desde ese punto de vista, el directivo está desarmado: no tiene ningún valor común que ofrecer. Como se ve, aunque dirigir no sea lo mismo que comunicar, sin embargo son dos dinamismos entreverados. Cualquier empresario medianamente sensato, que no viva mentalmente en el siglo XIX, sabe que el acuerdo no se logra en el momento de dar la orden, sino antes, y que procediendo de otro modo no se logra un cambio de conducta suficiente. Lo anterior es también conocido por la vieja sabiduría política. Por ejemplo, Tomás de Aquino sostiene que la ley no es obra de la voluntad, sino de la razón. Esta observación pone las cosas en su sitio. En definitiva, el cumplimiento de una orden depende de su contenido racional; carece de sentido impartir una orden que no entienden aquellos a los que va dirigida. La orden se cumple en la medida en que se entiende; por tanto, su núcleo no es voluntario, sino racional. El directivo autoritario es un voluntarista que cree que la orden es una especie de impacto impulsivo, pues confunde el querer con hacer un poder. Pero el impacto dirigido a la voluntad de otro ni le dice qué tiene que hacer ni le confiere el poder de hacerlo. Para que el otro cambie de conducta, tiene que saber qué cambio se le pide. Así pues, ordenar es un tipo de comunicación: es información, instrucción que busca el encuentro de iniciativas distintas. La citada observación de Tomás de Aquino se remonta a Aristóteles: imperar no es tarea de la voluntad. La acción tiene un componente voluntario, pero la relación humana, el conectivo entre el que manda y el que obedece, es esencialmente racional. Si la orden no es suficientemente clara, no surte efecto. Dar un grito no es ninguna orden: ¡haz! no equivale a ¡hazlo!; no dice nada acerca de por qué ni cómo hay que hacer7. Hemos de añadir otra averiguación de los antiguos filósofos acerca de lo político. Aristóteles señala que mandar y obedecer son alternativos. Por lo pronto, dicha alternancia se refiere a la sucesión generacional, pero su significado es más amplio. Obedecer y mandar no son alternativos entre una máquina y un hombre o . Como imperativo, ¡haz! se reduce a un precedente intelectual interno que la filosofía clásica llama sindéresis, sin el cual los actos voluntarios concretos no se explican. La sindéresis es propia de cada ser humano. 7

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entre un hombre y un animal. Pero entre hombres libres mandar y obedecer son alternativos. Nótese que con esto se considera la orden en el momento de su emisión y en su dinamismo ulterior, sin excluir que en la elaboración de la orden tomen parte los que después la ejecutarán. El cambio de conducta depende de cómo entienda la orden el receptor. Es claro que el emisor (A) de la orden ha previsto que el cambio de conducta pretendido del que obedece (B) se ajuste al camino (c) que conduce al objetivo (O). Sin embargo nunca ocurre que la conducta que se produce (c') sea exactamente c. Aunque la orden se entienda muy bien, se da siempre una diferencia entre el modo de ejecutarla y la previsión del cambio de conducta de B en la mente de A; es decir, siempre hay discordancia entre c y c'. Aunque no se suele detener la atención en este punto, sin embargo es patente: nunca ocurre que la instrucción que se da se ejecute del modo previsto, salvo que se trate de un esclavo o de una máquina; si el ejecutor es una persona, c y c' nunca son equivalentes. El que emite la orden tiene en la cabeza un objetivo (O) y c es la conducta esperada para alcanzarlo. Con todo, ocurre que la respuesta a esa orden (c') no está dirigida, por más que B lo intente, al objetivo (O), sino que apunta de suyo a otro objetivo (O').

O O'

c

A c' orden B Ello no se debe a la buena o mala voluntad de B, sino a la innovación propia de las personas. Tampoco O' es, en principio, inferior a O. Si no se tiene en cuenta que esto ocurre cuando los seres humanos actúan, los planes fracasan. Por tanto, para no fracasar es preciso que la planificación sea flexible, abierta a la innovación: sólo así es controlable por la razón práctica. La rigidez de los planes, de la programación, es irracional desde el punto de vista práctico. Por ejemplo, los planes quinquenales soviéticos no se han cumplido jamás. Es inevitable que una orden dotada de un contenido racional, al ser procesada por un individuo distinto del que la emite, dé lugar a una conducta que no es igual a la esperada. La racionalidad de dicho contenido se fortalece al rectificarlo. Quien no se percata de ello es un ingenuo, o una persona orgullosa que cree que sus subordinados 78


van a hacer sin resquicios lo que él manda tal como él quiere. Empecinarse en esa creencia lleva a abusar de las prohibiciones y amenazas que inhiben las iniciativas de que depende la dinámica de la organización. Insistimos en lo expuesto. Mandar y obedecer son alternativos. Si A emite una orden y el modo de procesarla B da lugar a una conducta distinta de la esperada, que apunta a un objetivo distinto del previsto, es claro que A debe enterarse de cómo B está cumpliendo la orden, es decir, de cuál ha sido su cambio de conducta. Por consiguiente, dicho cambio tiene también el carácter de una orden dirigida a A (como c' no es lo previsto, ni tampoco O', no hay más remedio que cambiar la primera orden, es decir, hay que emitir otra). B está ordenando a A que cambie precisamente porque no está actuando como pensaba A. Si A persevera en la primitiva orden, el objetivo esperado nunca se logrará. O c Deliberación Decisión

A

O" c"

im P r

S e g u n d a o rd e n d e A o rd e n d e B aA

B

Aprender a obedecer

ao er rd

O'

en A d e

Aprender a mandar

B

c'

Podría ocurrir que O' fuera mejor que O; sería igualmente una orden para A: B está diciendo a A que no persevere en su primera orden y que acepte c' que apunta a O'. Mandar y obedecer son alternativos. No quiere decirse que las mismas personas se alternan en el mando y la obediencia. Salvo en la sucesión de las generaciones, o en los cargos por elección, no se trata de un cambio de rol, sino de que el cumplimiento de la orden –la obediencia– revierte sobre ella. El ejecutor informa con su cambio de conducta al que manda: éste debe modificar la primera orden para lograr el cambio de conducta esperado. La observación aristotélica tiene un valor muy general: sirve para empresas económicas, para la convivencia familiar, y para la dinámica política. La orden es básicamente una instrucción, obra de la razón práctica. Razón práctica quiere decir razón directiva. La razón práctica solamente es coherente con su propia índole si es corregida (los latinos dicen correcta: recta ratio). La 79


verdad de la razón práctica reside en su corrección; por eso, la razón práctica es verdadera o falsa en tanto que correcta o incorrecta. La corrección es inherente a una secuencia de órdenes. El que se empeña en repetir un mismo mandato no disminuye la desviación, sino que más bien la alimenta; no consigue dirigir, porque dirigir es cambiar la conducta de otro en orden a un fin, y eso no se logra de una sola vez. Insistimos: si el cambio de conducta provocado apunta a un objetivo distinto del esperado, es obvio que hay que examinar esa divergencia, y, de acuerdo con dicho examen, emitir otra orden que corrija a la primera. Se acierta por ensayo y error, diría un moderno. Una orden es un ensayo de mando. ¿Qué va a resultar de él? A ciencia cierta no se sabe. Se espera que conduzca a determinado objetivo. Pero el proceso previsto no es nunca el que resulta. Con animales puede ocurrir: le digo "so" a una mula, y se para; le digo "arre", y echa a andar o apresura el paso. La voz de mando para que vaya a la derecha (empleado cuando se conduce un carro de varas), en Castilla es: "bosquey". Para ir a la izquierda se dice "riá". Recuérdese el poema de R. Alberti: "¿Por qué me miras tan serio carretero? Tienes cuatro mulas blancas, un caballo delantero, un carro de ruedas verdes y la carretera toda para tí. ¿Carretero qué más quieres?". Ocurre, sin embargo, en el caso del empresario, que la carretera tiene muchas más curvas. Es imposible dirigir una empresa con voces de mando como "bosquey" y "riá". Por tanto, la orden se ha de corregir, y la corrección de una orden es una alteración en el mando debida al hecho de que al obedecer se emite también una información que debe ser procesada por el jefe. Cuando se dirige uno a sí mismo (recuérdese lo que expresó Aristóteles con la palabra encráteia; autocontrol, autodominio), ocurre algo semejante. Desde el autocontrol la propia conducta se corrige. Así tiene lugar el crecimiento interior cifrado en los hábitos. Por eso, el empresario tiene que ser una persona atenta a su entorno humano, vigilante de su propio modo de dirigir, y sintética; si no cumple esas condiciones, es mejor que no dirija. Hay que enseñar a obedecer, pero también se ha de aprender a mandar. Se dice de algunas personas que tienen dotes de gobierno innatas, pero eso no es suficiente: es menester desarrollar esas dotes y corregirse. Ninguna criatura humana madura sin corrección. Quien no se da cuenta de ello se estrella, o al menos, introduce la rutina en la organización. El que no confía en que el otro puede aprender a obedecer y piensa que él mismo no necesita aprender a mandar, si no es un loco, tendrá que limitarse a hacer pequeñas cosas, ya experimentadas por otros, y mandar a gentes acomodaticias, acostumbradas a viejos procedimentos. En cualquier caso, con ello se implanta la rigidez en la organización. Salvo que se encuentren en un mercado protegido, las empresas estancadas no subsisten. Hace 60 años en Navarra todavía había aduanas y los caramelos que venían de Logroño pagaban un pequeño impuesto. Los fabricantes locales protegidos por ese 80


peaje, vendían a pesar de que los caramelos de Logroño eran mejores. Pero en un régimen de competitividad normal nadie se puede permitir el lujo de no aprender. Desaparecido el régimen proteccionista un directivo dinámico formará a su gente, por ejemplo, mandándolos fuera para que aprendan cómo se hacen mejores pastillas de café con leche. En el plano conceptual, se trata de enseñar a obedecer, es decir, procurar que c se aproxime a una nueva c' más competitiva. Para lograrlo hay que emplear órdenes sucesivas distintas. El autoritario no se da cuenta de esto, o quiere corregir la inercia a latigazos; procedimiento poco eficaz para aprender a mandar y a obedecer, puesto que el aprendizaje humano se basa en la comprensión. Por consiguiente, se ha de tener en cuenta otra cuestión: ¿cómo pretender un cambio de conducta del que el otro es incapaz? ¿No es claro que es una locura, para seguir con el ejemplo de los caramelos, intentar hacer pastillas de café con leche semejantes a las de Logroño en virtud del "ordeno y mando"? El operario que no sepa hacerlas, no las hará jamás. Ordeno y mando: hagan unos coches Seat mejores que los Mercedes Benz: ¿? Incluso al caballo hay que enseñarle que cuando se dice "bosquey" tiene que ir hacia la derecha; y si se dice "so" tiene que pararse. Hay una técnica para enseñar a los osos a bailar; poner al oso pequeño en una plancha que se va calentando; cuando la plancha está muy caliente, el animal, encadenado, empieza a levantar una pata y otra, a la vez que se toca un tambor; después se quita la plancha, se toca el tambor, y el oso empieza a bailar (es una asociación de Paulov). Esto se puede hacer con osos, pero cuando se trata de hombres dicho procedimiento no sirve. Es preciso enseñar a obedecer racionalmente. Tampoco sirve indignarse ante el hecho de que un individuo al que se le da una nueva orden, cambie su conducta de c' a c" contrariando la intención de esa orden –que cambie su conducta c' precisamente a c–. Por lo pronto, conviene averiguar si la nueva orden era inteligible para él (lo que no se debe suponer si se le ha mantenido al margen de la deliberación). No es fácil aprender a mandar, porque la alternancia señalada por Aristóteles comporta una reciprocidad que es incompatible con los usuales prejuicios subjetivistas. Aprender a mandar es aprender a enseñar a obedecer. Los cambios de conducta se consiguen poco a poco, porque a nadie se le puede pedir más de lo que es capaz, y si se pretende conseguir grandes cambios de conducta, es decir, que la dirección sea muy efectiva, ha de aumentar la capacidad de corregirse del otro. Para ello deben emplearse los medios oportunos. El primero, e insustituible, es el incremento de la comunicación, más allá del simple carácter informativo de la orden, pues los mandatos derivan de motivos y fines que han de ser conocidos y compartidos por el que obedece. En otro caso, la burocratización es inevitable. En el ámbito universitario, enseñar a ser mejores profesores quiere decir que ellos mismos se movilicen para serlo, pues el rector no puede hacer sus veces. La tarea de rector consiste en formular objetivos institucionales que sean conocidos y compartidos, y delegar su logro en los otros miembros del claustro, con los que debe mantener una comunicación intensa. Por tanto, la definición de la dirección como logro del cambio de conducta de otros, es unilateral, ya que cambiar de conducta corre a cargo de esos otros. No cabe pedir que cambien si no son capaces de hacerlo. Con todo, 81


el directivo ha de mirar en primer término a la consecución de esos cambios de conducta, porque en la situación actual los cambios de coyuntura son cada vez más rápidos y o bien dichos cambios se controlan con la conducta adecuada, o bien llevan al desorden. La vida social de hoy está llena de turbulencias. Dirigir exige una constante profundización en la alternancia entre mandar y obedecer. Si esa profundización se mantiene, la institución se hace flexible y su adaptación al cambio de coyuntura se realiza, porque las relaciones de mando y obediencia alcanzan el grado de densidad que les corresponde, y se consigue contar con gente dispuesta a aprender. Esa gente puede adaptarse a nuevas actividades. En otro caso, la amenaza de desempleo sólo se conjura con subsidios8. La estructura que vincula al que manda con el que obedece está constituida por los factores que estamos examinando. Lo que vió Aristóteles hace más de veinte siglos es estrictamente actual. Incluso en la razón práctica, las verdades de fondo gozan de larga vida. Baste añadir que la emisión de una orden va precedida por una decisión y que las decisiones se adoptan después de deliberar. El contenido informativo se elabora en la deliberación. La emisión como tal es voluntaria. De aquí se sigue que participar en la deliberación ayuda a la comprensión de la orden, la cual es asimismo anterior a su ejecución. No siempre es posible dicha participación, pero si la orden es importante, si exige un cambio de conducta de cierto alcance, debe procurarse. Por ejemplo, una empresa dedicada a fabricar productos farmacéuticos de cosmética y perfumería. En un momento dado puede considerarse que conviene reducir la diversificación de los productos y centrarse en los farmacéuticos. Pues bien, para evitar despedir a la gente, ese cambio en la actividad productiva debe ser asumido por los empleados que no trabajan directamente en ella. Tal asunción se ha de preparar con tiempo. Aprender a mandar y a obedecer forman hábitos adquiridos, disposiciones estables positivas. No hace falta insistir en la dificultad de esa adquisición. Necesita mucho tiempo, paciencia para calibrar lo que se puede pedir en cada momento a unos y otros, etc. Sin embargo, sean las que sean las preocupaciones que abruman a un directivo, no debe perder de vista, porque es un asunto central, la mejora de sus colaboradores. Se podría elevar incluso a máxima moral (hay más máximas morales de las que se suelen señalar) la siguiente recomendación: nunca trates de aumentar los rendimientos económicos a costa de la calidad humana de los miembros de tu empresa. Sin duda, esta norma se transgrede muchas veces, pero la consecuencia es la ruina. Es una ruina muy complicada en su manera de producirse, porque depende también de la interconexión entre la empresa y su entorno. Las posibilidades operativas de una empresa no se entienden por completo aislándola del entorno, con el que guarda relaciones sistémicas. Si la situación de las instituciones educativas de una sociedad es funcionalmente débil o atrasada, no . Es el caso de Hunosa, una empresa pública que gestiona la extracción de carbón en Asturias. La adaptación de los mineros empleados en ella a otros trabajos es prácticamente imposible. 8

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surgirán empresas sólidas. Pero también es cierto que uno de los potenciales dinámicos de la empresa es la mejora de su entorno. El desarrollo de dicho potencial es una tarea de los empresarios. Para llevarla a cabo se requiere incrementar la comunicación entre ellos, pues una cosa es la competencia empresarial y otra los objetivos generales del empresariado. Velar por el entorno del que depende y sobre el que actúa constituye el aspecto de la dirección de más marcado carácter político. Por lo común, la relaciones entre los empresarios y los políticos no están demasiado claras, porque, en rigor, han de entenderse como una colaboración especial, y en cambio se enfocan como una disyunción; por eso se habla de reducir al Estado sin saber bien qué se quiere decir, pues cada empresario oscila entre la petición de una mayor autonomía (noción de libertad de mercado) y la exigencia de ayuda o trato preferencial (lo que da lugar a contubernios que neutralizan la aportación específica de la empresa a los intereses comunes). Una empresa es un proceso dinámico en el que las salidas (gastos) son inferiores a las entradas (hay valor añadido). Ahora bien, los suministros vienen del entorno y el valor añadido va al entorno en gran parte. El Estado realiza otras funciones, de garantía o de reparto. No cabe decir que dichas funciones se centren en la búsqueda del valor añadido. De aquí se desprende que lo político no es monopolio del Estado; el valor añadido es una dimensión de lo político que el espíritu empresarial añade –sit venia verbo – a las que desempeña el Estado, es decir, una nueva dimensión de lo político, tan legítima o más, que las otras. En suma, lo especial de la colaboración del Estado y la Empresa reside en que esta última completa los objetivos generales, añadiendo –insistimos– una dimensión que al Estado se le escapa. "Lo Stato" –lo estático– se distingue de la empresa –lo dinámico– que marca la dirección hacia el futuro. Precisamente por ello, las relaciones entre dirección y dirigido, el logro de cambios de conducta respecto de objetivos, la corrección de la razón práctica, alcanzan en la empresa un alto significado. Añadir valor a costa de la dignidad del sujeto, o sin buscar a la vez su perfeccionamiento habitual, es contrario a la naturaleza de la empresa. Ni siquiera el hacerlo una sola vez es irrelevante. A veces habrá que tomar medidas drásticas y emitir una orden tajante; no habrá otra alternativa. Pero si a los miembros de la empresa les consta que no se les suele mandar así, lo más probable es que en dichas circunstancias respondan sin estropearse, sino al contrario, porque en ellas se pone a prueba su lealtad y su conciencia de pertenencia a la empresa. De todos modos, en la situación actual la gente no se deja mandar autoritariamente (aunque todavía no percibe que su exclusión de la fase de preparación de la decisión dificulta el aprender a obedecer en una empresa). Por lo demás, debe tenerse en cuenta que una orden a destiempo reduce en gran medida la eficacia de la obediencia. Casi siempre las órdenes llegan a destiempo por retraso. En las empresas tradicionales, en las que hay muchos niveles jerárquicos, la emisión de la orden se ajusta a un proceso descendente, por lo cual llega a los ejecutores desfasada y sesgada. Para corregir tales inconvenientes es preciso reducir las burocracias en la medida de lo posible. Para notar la aludida inconveniencia de los retrasos, basta pensar en las demoras del servicio de correos. Si una carta tarda un mes en llegar a su destinatario, más que de una carta se trata de un testamento. Asimismo, 83


las burocracias inventan tareas para justificar su existencia, con lo que se entorpece todavía más su gestión. En los países subdesarrollados se advierte una complicación asombrosa de los trámites burocráticos. En las empresas poco burocratizadas es posible la conexión entre la deliberación y la comunicación. Como la empresa es un dinamismo, la consideración del tiempo tiene mucha importancia en ella. Conseguir que en las fases anteriores a las decisiones intervenga la mayor parte de las personas a las que conciernen, facilita la acogida de la orden y evita los retrasos burocráticos, el papeleo. Téngase en cuenta que la solidez de una institución no consiste sólo en la perfección de su organigrama. Desde luego, es imprescindible que cada uno esté en su sitio y que los ámbitos de competencia se delimiten con claridad, pues las mezclas o intromisiones embarullan y detienen la marcha. Con todo, una institución es sólida cuando la vinculación entre sus miembros lo es, pues eso permite hacer frente a los períodos de crisis. Las instituciones son como los barcos: no se desencuadernan ni se hunden por la tempestad, porque sus partes están fuertemente trabadas. En este punto la flexibilidad es preferible a la rigidez. No se confunda la intromisión con el estar enterado de los temas sobre los que versa la deliberación, porque la trabazón requiere comunicación y diálogo. Ciertamente, el diálogo comporta reglas, pero también exige un ambiente distendido o sin crispaciones. La primera de esas reglas es la objetividad. Ya hemos dicho que el núcleo de la comunicación es la objetividad, justamente porque la comunicación tiene como fin fundamentar la decisión en la verdad práctica más segura. Respetar dicha regla puede resultar problemático. Por un lado, la comunicación se ordena a la decisión, pero por otro lado, tiene que convencer; aquí aparece un peligro, a saber, la desnaturalización del diálogo con los subordinados por atentar contra la objetividad en la preparación de la orden. Si el directivo se aferra a su punto de vista y lo impone en la discusión de la decisión que se va a tomar, la comunicación está de más. El diálogo sobre la decisión presupone que pueda ser modificada. El peligro reside en adoptar un planteamiento psicologista: conceder el diálogo, aunque la decisión ya está tomada. En ese caso, la comunicación que se establezca intenta convencer apelando a los recursos oratorios propios de la sofística. Convocar una reunión para conseguir que salgan satisfechos los invitados a ella (se les ha escuchado, se ha contado con ellos, se han codeado con gente importante, etc.) es una falsificación, un empleo de psicología barata. No conviene de ninguna manera desmedular así las acciones humanas. Por tanto, cabe formular esta otra máxima: si convocas al diálogo, no atentes contra sus reglas, porque si lo haces estropeas inútilmente a tus colaboradores. Es un error intentar que la gente esté satisfecha. La última sentencia puede parecer extraña. Sin embargo, conviene resaltar que los malos directivos rehuyen los problemas o aplazan su solución acudiendo a expedientes superficiales. Si aparecen problemas de personal, prodigan las palmaditas en la espalda; así intentan que la gente esté satisfecha, evitar los motivos de huelgas, etc. Ahora bien, las gentes satisfechas rinden menos porque en ellas se anula lo más importante en todo proceso dinámico, que es sentir el reto del proceso mismo, tratar de mejorar, esforzarse. 84


Por tanto, insistimos, ¡nunca satisfagas a la gente con pseudodiálogos! Además, si la orden posterior no tiene nada que ver con lo que se les ha dicho, se darán cuenta del engaño. Pero incluso en el supuesto de que no se dieran cuenta, su trabajo resultaría perjudicado. En cualquier caso, el hombre no debe estar enteramente satisfecho de su actividad, pues la satisfacción completa es ilusoria. Y como el diálogo está ordenado a la decisión, y ésta a los objetivos, es absurdo pintar la situación de color de rosa. Hay que mostrar las dificultades y el esfuerzo que reclaman; si no, se miente a las personas. Esa mentira es estúpida, contraproducente. Es preferible dirigir personas insatisfechas y esforzadas. Por eso decía Aristóteles que no es señal de buena salud social la coincidencia de opiniones. Contentar a la gente con razones aparentes, mentir, no es acertado porque así se la destensa; que todo el mundo esté satisfecho no es señal de que la organización funcione, sino que significa que a nadie se le ocurre nada. Los problemas son retos para los directivos y para los otros miembros de la organización. Las exigencias de veracidad son mayores cuando el diálogo se vincula a la dirección, a la aportación de todos y a la capacidad de síntesis del directivo que valora lo que dice cada uno y lo intenta aprovechar. Pero si el directivo no presenta la situación como es, sus subordinados saldrán falsamente satisfechos. La gente no debe estar satisfecha de la situación –estáticamente satisfecha– porque, en rigor, las cosas nunca están bien, sino que se ha de poner esfuerzo para que lo estén. Hay que erradicar la mentalidad de instalación, porque la organización empresarial es un proceso, una aventura en marcha con unos objetivos, alcanzados los cuales, habrá que tensarse hacia otros. Los miembros de una empresa se han de identificar con ella en tanto que es un dinamismo, pero no como instalación; la empresa no lo es. Las instalaciones se amortizan o se hacen viejas. Obtener valor añadido significa hacer más con menos. No hay que admirar las máquinas, sino preguntarse por la rotación del inmovilizado neto. La empresa no son los edificios, sino lo que está haciendo y lo que prevé que va a hacer. Pretender que la gente se identifique con su empresa desde el punto de vista de la instalación es un error. Tampoco es acertado preferir las personas meramente dóciles. La docilidad, como dimensión de la obediencia, es inseparable de la iniciativa. Las cosas grandes se hacen con hombres duros, dispuestos a arrostrar riesgos sin perder la cabeza. La serenidad no es la tranquilidad del indolente, es decir, del que es propenso a considerarse satisfecho con resultados mediocres: esa gente sirve para poco, pues no ha aprendido qué significa obedecer. Mandar a gente conformista es como tratar con esclavos. Quien no aguanta las dificultades, no sirve. El conformista y la mentalidad de instalación son inseparables. Pero como la empresa es un proceso en marcha, necesita inteligencias versadas en la comparación del presente con un futuro proyectado. Las coyunturas cambiantes se controlan desde objetivos lejanos, ya asumidos e influyentes. En cambio, los objetivos del hombre satisfecho se agotan enseguida; el insatisfecho tiene menos lastre. Es imposible conseguir la adhesión a la empresa basándose en las compensaciones

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inmediatas. Hace falta un ánimo capaz de superar los enfados, irritaciones o decaimientos, los disgustos que provocan, las contrariedades que salen al paso. Lo situacional no es lo empresarial. La empresa es el talento de sus hombres, su agilidad ante los obstáculos, su aceptación del riesgo como compañero inevitable cuando se persiguen grandes objetivos. El directivo no ha de temer, por ejemplo, hacerles saber que ha salido un competidor peligroso o que se ha perdido una cuota de mercado. No debe pensar que se deprimirán si conocen la situación. Ya se entiende que se ha de tener en cuenta la resistencia de las personas, pero la prudencia también conduce a procurar que esa resistencia sea cada vez mayor, porque aprender a obedecer y a mandar es aprender a aguantar. Mandar es aguantar porque comporta soportar muchas cargas; pero obedecer también es aguantar, entre otras cosas, porque requiere controlar la tendencia acrásica a la crítica negativa. El aludido control va dirigido a hacer ver a un jefe que la crítica se hace por estimación a la empresa, en beneficio del diálogo, y no como ataque a su persona. Claro es que esto no siempre es posible. Si el directivo tiene mentalidad de status, no es conveniente criticar. No se le puede pedir a nadie lo que no puede hacer; tampoco se le puede pedir a un jefe lo que no está dispuesto a aceptar porque cree que la empresa es suya. Desde luego, es una creencia que revela escasa mentalidad de empresario. Con todo, en este caso es preferible callar, al menos por el momento. El extremo opuesto es alabar al superior. Descartando que este modo de proceder obedezca a cobardía o a otros motivos bastardos, todavía queda por sentar si existe un acuerdo razonable con la gestión del jefe, lo que comporta un conocimiento basado en una comunicación suficiente, pues en otro caso el acuerdo sería superficial. Tanto la crítica como el acuerdo son cuestión de prudencia, pues ninguno de ellos se debe manifestar desde la ignorancia. Recuérdese, por otra parte, que las personas inteligentes prevén y las tontas constatan. Hay que hablar a tiempo para que sea posible rectificar. La honradez llevará a reclamar información sobre los asuntos globales o de interés general, al menos en lo que atañe al desempeño de la propia tarea en la organización. Especial consideración merecen los promotores. Entendemos por promotor a la persona que percibe una línea de acción que nadie más ha visto. Por esa misma razón, el promotor no suele ser comprendido; no se le entiende porque se sale de la rutina y da la imprensión de moverse en lo desconocido. En un libro recomendable9 se describe el caso de una empresa sueca de electrodomésticos, uno de cuyos directivos se dió cuenta de que había otras muchas empresas de electrodomésticos a punto de arruinarse. En consecuencia, pensó comprarlas para meter en ellas gente bien formada y sacarlas a flote. A los ojos de otros directivos era un loco, porque la propia empresa iba bien y no parecía lógico comprar las que iban mal. Se trataba, sin embargo, de una jugada espléndida: aumentaba su volumen de ventas y a su gente de valía la ponía al frente de otras empresas. 9. PÜMPIN, C., GARCIA ECHEVARRIA, S., Dinámica empresarial. Una nueva cultura para el éxito de la empresa, Díaz de Santos, Madrid, 1990

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Solamente algunas personas que están cerca del promotor son capaces de captar lo que pretende, aunque no sea con toda precisión. A ellas corresponde apoyarle. Después, las previsiones del promotor se cumplen y se aceptan al constatar su éxito. La adhesión y la crítica se justifican respectivamente por la promoción y su falta. A la gente mediocre le da miedo las grandes cosas. Por eso, su actitud crítica no suele ser oportuna. En cambio, si se ve que el jefe se equivoca por defecto, en principio hay que decirlo, salvo que uno esté seguro de que no va a servir para nada. A su vez, en el diálogo con sus subalternos, el directivo debe hacer caso a las personas cercanas a las actividades concretas, porque es más realista quien maneja los asuntos; se conoce mejor lo que se lleva entre manos. Quedamos en que hay varias maneras de dirigir, si por dirigir se entiende esa actividad que consiste en cambiar la conducta de otro. Hemos añadido que la conducta nunca cambiará exactamente como pretende la orden. Ello da lugar a una relación recíproca entre el que manda y el que obedece, puesta de manifiesto por Aristóteles, y que ahora expresaremos diciendo que para mandar hay que saber obedecer; asimismo, para obedecer hay que saber mandar. Conviene que la comunicación se establezca antes de la toma de la decisión, porque de esta manera es más probable que la orden y la conducta vayan de acuerdo. Siempre que se pueda, es preferible no obedecer a ciegas, sino conociendo las razones a que el mandato obedece. Tomar parte en la deliberación favorece la unidad de una organización. Dirigir a hombres no es una actividad estrictamente técnica. Aristóteles, llamaba técnica política al gobierno de hombres, pero técnica en sentido griego se traduce por arte. El mando, decía, no puede ser despótico (el mando despótico implica que el término de la orden es pasivo: las cosas materiales). Pero la dirección de hombres libres no es despótica sino política o hegemónica. Esta expresión griega tékne politiké tiene un sentido preciso. Aristóteles la emplea para expresar la relación entre el intelecto y las tendencias humanas. El intelecto no puede dirigir despóticamente las tendencias, sino que, por así decirlo, tiene que irlas convenciendo. En la medida de lo posible, repetimos, es conveniente participar en las deliberaciones que anteceden a la toma de una decisión a la que sigue una orden. De esta manera disminuye la diferencia entre lo que se manda y el cambio de la conducta. Una decisión tomada en estas condiciones es más segura, y más fácil llevarla a la práctica. Lo que es cierto respecto de los subordinados, también es válido para el mismo directivo. La información recibida puede seguir caminos formales (informes, dictámenes, etc.), u otros más ricos en contenido, como son los llamados procedimientos informales. De acuerdo con esa información el directivo poseerá más conocimientos objetivos; incluso conocerá mejor a la gente y, por tanto, proyectará con más realismo. En la misma medida en que las personas participen en la deliberación, la institución se hace más capaz de resistir las influencias del entorno y de influir en él. No es eficaz intentar el cambio de conducta acudiendo a incentivos externos, porque así se degradan los motivos de la obediencia. Además, si se entiende que esos 87


incentivos son los únicos, se acentúa la degradación y el empresario desaprovecha los recursos humanos, lo cual eleva los costes de coordinación. Los costes de coordinación son hoy uno de los temas usuales en la literatura sobre la empresa, aunque en la práctica no se tienen muy en cuenta. Dichos costes a veces son muy grandes y no se contabilizan, ni aparecen en la cuenta de resultados. Los encargados de la gestión financiera tratan de reducir otros tipos de costes, pero pasan por alto el de coordinación. A ninguna empresa le interesa perder sus mejores hombres, pero si perciben defectos de organización –en especial la falta de coordinación–, los mejores se irán a otro lugar de trabajo en cuanto puedan. Las personas no suelen enfrentarse, pero se cansan, y después de trabajar algún tiempo resignadamente se marchan. Es la sangría que se suele llamar fuga de cerebros, un problema preocupante en los países subdesarrollados Se trata de una pérdida muy neta, consecuencia de una pésima coordinación. Ni un país ni una institución particular puede funcionar brillantemente si sólo cuentan con gente mediocre. La verdad es que de modo llamativo, muchas instituciones funcionan sin tener en cuenta las observaciones que a la antropología de la dirección corresponde formular. En la situación de monopolio los defectos no se notan. Ya citamos el ejemplo de la universidad española. La situación de un profesor medio en una universidad española media es desalentadora. El sistema de ascensos que se aplica es absurdo; más aún lo es el procedimiento para tomar decisiones que afectan a la marcha de la institución. En una facultad española, en estos momentos, los profesores tienen cuatro votos, los alumnos tres, y el personal administrativo dos. Esto quiere decir que el profesorado está en minoría, lo que se agrava todavía más por la influencia de diferencias ideológicas que lo dividen. Pero, además, se parte del principio de que las decisiones se toman por votación. Dejando aparte que éste no es el mejor modo de tomar decisiones, la peregrina composición de la junta conduce al cambalache para lograr la mayoría. ¿Podrá la universidad española competir con la universidad europea? Se supone que tiene que hacerlo desde 1993. Pero no está preparada. Si se establece un ranking, muchas universidades españolas estarán en la cola. El círculo vicioso es inevitable, las universidades inferiores funcionarán cada vez peor; los profesores perderán el tiempo intentando no perder las votaciones, etc. Decidir por votación es un procedimiento adecuado cuando los intereses son contrapuestos. Pero los intereses contrapuestos debilitan las instituciones. En una organización sana todos persiguen el mismo fin, y las decisiones se alcanzan por acuerdo; en ellas el voto precede al acuerdo sólo por ausencia de un conocimiento perfecto, y se presupone que las minorías harán suyo lo que se decida. El acuerdo es superior al consenso. Hasta hace poco en la universidad española un profesor se jubilaba a los 65 años. Se arbitró una situación académica llamada "profesor emérito" consistente en un nombramiento por dos años, renovable, en virtud del cual no se pasa a la jubilación y se percibe lo mismo que antes (no el 30% a que asciende la jubilación). Mucha gente quiere ser emérito, pero esa situación se concede de un modo bastante arbitrario, sin criterios claros, y el porcentaje es mínimo (2% de los jubilados). Un profesor 88


distanciado ideológicamente de los compañeros de claustro es difícil que consiga ese nombramiento, porque sus colegas recomendarán que no se le conceda. En cambio, pueden tener interés en hacer emérito a otro catedrático más afín, aunque sus condiciones académicas sean inferiores. Naturalmente, si se presenta un recurso ante un tribunal de justicia, el desafuero puede ser evitado. Pero ello mismo pone de manifiesto que las desavenencias o enemistades basadas en motivos externos no deben interferir en las decisiones. Lo que conviene considerar es si a la universidad le interesa objetivamente que un profesor siga dando clases atendiendo a su valía docente e investigadora. Si no es así, la figura de emérito carece de sentido. Los directivos han de intentar tener buenos colaboradores, porque en caso contrario los costes de coordinación son enormes. Una universidad en la que los profesores pierden el tiempo discutiendo desavenencias que los separan y provocan la falta de sosiego, experimenta un coste que se traduce en la falta de publicaciones y en el descenso de la calidad de la enseñanza. ¿Qué deseos de enseñar puede tener el que se ve forzado a acudir a juntas cuyo funcionamiento sólo puede ser entendido por un psiquiatra? Es un ejemplo claro de los efectos negativos que causan los procedimientos irracionales con los que se toman las decisiones. Contar con gente capaz, idónea, es sumamente importante para las empresas que funcionan de modo racional. Uno de los mayores problemas con los que se encontró la KLM, fue que en Holanda no había suficientes técnicos informáticos para las necesidades de la compañía. Sus directivos encontraron una solución inventiva: montar una academia de técnicos de informática en Malasia pagada por la compañía, que ahora obtiene esos técnicos de las viejas colonias holandesas. Uno de los problemas de los hospitales en este momento es que no tienen enfermeras. Hay un déficit de enfermeras en toda Europa. La abnegación tradicional de las mujeres ha disminuído y por eso son pocas las que estudian esa carrera. Quizá España tiene una solución a su alcance: traer enfermeras de Hispanoamérica. Naturalmente, habría que subvencionar o montar Escuelas de Enfermería en esos países. En la relación entre médicos y enfermeras han aparecido nuevos costes de coordinación. Estas últimas estiman que los médicos dirigen de modo unilateral. Ahí reside otra de las razones por las que la enfermería no está en alza. La solución que proponen las enfermeras es muy drástica, a saber, equiparar su título con el de los médicos. Ello comporta que la carrera de enfermería duraría seis años. Pero entonces, ¿en qué condiciones estaría una enfermera para cumplir su propia función? Si una enfermera sabe lo mismo que un médico, parece difícil distinguir sus respectivos trabajos. Mientras este tipo de problemas no encuentren solución, emitir órdenes en estas organizaciones es casi inútil, porque o no se pueden cumplir o su ejecución es muy baja. Aparecen entonces las quejas y protestas: la sanidad es un desastre, etc. Uno de los costes importantes de los hospitales españoles son los medicamentos. ¿Cómo reducir el coste en medicinas? Hay un modo muy sencillo: dar 89


al paciente la dosis escueta y no el frasco entero. Tal cambio de conducta ahorraría muchos millones de pesetas. Parece fácil adoptarlo. Sin embargo, suministrar dos píldoras y no el frasco que contiene treinta, requiere una coordinación entre el médico, la enfermera y el servicio de farmacia que por ahora no existe, porque requiere estar atentos y un esfuerzo adicional. Es claro que la decisión debe tomarse después de haberse reunido quienes deben ejecutarla, pues dicha manera de actuar implica un cambio en el modo de dar las medicinas, el cual no se puede poner en práctica si los agentes no comprenden sus ventajas para la institución. Si el ministro de sanidad ordena: a partir de ahora hay que administrar la medicación de otra manera, lo más probable es que el cambio de conducta no se logre, porque es mucho más cómodo el que se seguía. La tendencia a la comodidad sólo se vence si se piensa en los intereses generales. Ahora hay demasiada gente que no sabe que existen. Los especialistas en teoría de la empresa tienen razón cuando resaltan la importancia de los costes de coordinación (y de los costes de la falta de ésta). Ahora bien, dichos costes se reducen en la medida en que se consigue el acuerdo, puesto que es la falta de acuerdo lo que imposibilita la coordinación. Un alto coste de coordinación que todavía padecemos es la deuda internacional generada por la crisis del petróleo del año 1973. La banca norteamericana recibió un aumento de los depósitos árabes, a la vez que bajaba la demanda de crédito, porque la subida del precio del petróleo dió lugar a una fase de depresión en los países desarrollados. Este desequilibrio es un caso claro de incoherencia y de ausencia de acuerdo. Los banqueros se lanzaron a buscar mercados para el crédito. Y pensaron en Hispanoamérica sin tener en cuenta si los países de esa área eran capaces de pagarlos. La deuda hispanoamericana ha ocasionado una enorme cantidad de efectos perversos. También aquí es clara la falta de coordinación, porque no es una ocurrencia razonable colocar dinero en los países que no garantizan que su aumento de renta les permitirá devolverlo. Ahora bien, contando con la situación de los países a los que dirigieron los préstamos, era claro que no podrían devolverlos, pues los emplearían en algunos sectores parciales o al margen del cálculo racional. Por ejemplo, los mexicanos los emplearon en obras de infraestructura, pero no en industrias de transformación porque su mercado interno era pobre; por consiguiente fueron incapaces de pagar. Además los bancos dieron a sus agentes la consigna de comprar, si hacía falta, a los gobernantes de esos países para que aceptaran los créditos. Pero esto son síntomas. Acudir a los síntomas no es suficiente: hay que ir a las causas. Si la distancia entre la orden y su cumplimiento se agranda, la organización no es elástica, los cambios de conducta no se pueden dar con suficiente rapidez o frecuencia, y la institución no se adapta a los cambios del medio ni aprovecha las oportunidades. Es una ley inexorable: el que funciona más rápido gana al más lento. Como es claro, la velocidad no es sólo cuestión lineal, sino también el saber cambiar de dirección, la "cintura" que se tenga. Esta ley se cumple en cualquier problema de persecución. Los pilotos norteamericanos pedían aviones más ágiles que los rusos. La 90


maniobrabilidad del avión es una gran ventaja en el combate. Por su parte, la inercia de la organización es un grave inconveniente. Muchas instituciones son torpes como los dinosaurios. Anticipar la toma de decisiones involucrando a la gente en ellas, es la mejor manera de conseguir que la institución se agilice. El no poder frenar o cambiar de dirección es un coste debido a la falta de coordinación. El directivo debe evitar considerarse autosuficiente o pensar que los otros son sus enemigos natos. La viabilidad de una empresa está amenazada por la ignorancia del profesional contratado; si dicha ignorancia se supone, los directivos serán autoritarios y no formarán a su gente (parten de que sería un empeño inútil). Hasta el momento, el punto de vista adoptado para resaltar la conveniencia del trabajo en equipo es el de los directivos. Conviene que el mayor número posible de personas, teniendo en cuenta sus características, colabore con y en la dirección. Quien quiere hacerlo todo él sólo se aísla y deteriora a los otros miembros de la organización. Apelar al paternalismo sería una profunda equivocación. La justificación moral del poder humano está en su comunicación; el poder hay que extenderlo; no debe poseerse de modo absorbente. A quienes se les da todo hecho se les insulta; el directivo que cree ser el único que tiene la idea de la empresa en la cabeza, no puede pedir mucho a los demás. Indiquemos unas cuantas recomendaciones que conviene tomar en cuenta en el diálogo y en la delegación, con los cuales se mejora la calidad de la organización y no se pierde el control. Están recogidas en una literatura bastante amplia sobre estos temas, literatura que ya es clásica, y se basan en el sentido común. En primer lugar, se pide información porque el directivo desea hacerse cargo de cómo andan las cosas en su empresa; por consiguiente ha de procurar que esa información sea distinta de la que posee (desde luego, él no puede saberlo todo de antemano y en la práctica cuatro ojos ven más que dos). En segundo lugar, el directivo tiene que sopesar el valor de las posturas, de los dictámenes proveniente de los que llama para que le informen. De aquí una recomendación obvia: el que opina debe ser coherente; los informes han de ser compatibles (si son completamente distintos, habrá que indagar, acudiendo a otras fuentes, qué es lo que realmente sucede). Las personas que cambian diariamente de opinión no son confiables; esto es evidente, pero hay que completarlo con otras consideraciones. A veces, los dictámenes no son coherentes a primera vista, pero pueden ser complementarios (cada uno ve las cosas desde su punto de vista, y da más importancia a unos factores que a otros). Como ya hemos dicho, un directivo no debe carecer de capacidad de síntesis; por eso, tiene que calibrar si la incoherencia es cuestión de lógica o bien se trata de que ninguno ve el asunto del todo, pero sus perspectivas parciales son aprovechables, lo que a su vez depende de que el directivo sepa integrarlas. Porque al directivo corresponde dirigir las reuniones. Cualquiera que tenga un mínimo de experiencia en discusiones habrá visto muchos modos de dirigirlas; en cualquier caso, no conviene ser expeditivo o carecer de paciencia para compaginar; el directivo debe tenerla.

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A veces, el directivo juzga que algo es incoherente, no porque objetivamente lo sea, sino porque no está de acuerdo con ello, o no es lo que él quisiera que le informaran. La mentalidad del autócrata funciona con la idea de respuesta pagada: sólo hace caso a las personas que le apoyan; estima que el disentir deteriora, erosiona su poder. El autócrata es inhábil para la deliberación porque no es objetivo. El momento subjetivo, decíamos, es el momento voluntario y aparece en la decisión: antes no debe aparecer. Sin embargo, suele ocurrir que cuando a alguien se le dice algo con lo que está de acuerdo, presta atención; en cambio no tiene en cuenta las opiniones discordantes. Como es claro, si se actúa así, se reduce la eficacia de las reuniones. Un directivo que sólo escucha a quien pertenezca a su círculo, suele ser mediocre. Es lo que decía el profesor D'Ors de las oposiciones a cátedra. Las oposiciones a cátedra son legítimas si admiten la deliberación, es decir, si los miembros del tribunal discuten con objetividad los méritos de los candidatos, y su voto no está dado de antemano. Ahora bien, ningún tribunal dará su voto a alguien que sepa más que él, porque la capacidad que tiene una persona para aceptar las opiniones de los demás está limitada por su propia capacidad de comprensión: si no entiende lo que el otro dice, no lo aceptará. Sin caer en el pesimismo, hay que admitir la observación de Alvaro D'Ors. Muchas veces los directivos sólo aceptan lo que les parece bien, y ello está medido por su capacidad y no por sus intereses. Aunque esto ocurre de hecho, toda persona puede aprender precisamente en el diálogo. No es fácil ponerse en la posición del otro. El que es capaz de pensar con la cabeza del otro (forma profunda de hermenéutica) es hombre inteligente. Según los pedagogos, los niños no son capaces de hacerlo, pero esa incapacidad no es definitiva. Además, la susceptibilidad estropea el gobierno. De aquí la siguiente recomendación: ponte en el lugar del otro porque, en principio, esa flexibilidad no te perjudica; al revés, podrás recoger su argumentación o refutarla. Es lo que Sócrates llamaba procedimiento irónico. La ironía socrática consistía en repetir la argumentación del otro y mostrar hasta qué punto se sostenía; era una refutación desde dentro (ironeia en griego significa simulación). Si se quiere tener razón, no hay más remedio que ponerse en el lugar de los demás. Reducir distancias es un requisito de la labor de síntesis. Una de las razones del diálogo consiste en que nunca tenemos información completa. Para ilustrar este punto usaremos el siguiente ejemplo. Hay tres prisioneros (A, B, y C). El guardián les comunica: tengo tres gorros blancos y dos negros; voy a poner en la cabeza de cada uno un gorro. El primero que diga de qué color es su gorro quedará en libertad. A ve el gorro de B y el de C; B ve el gorro de A y el de C; C ve el gorro de A y el de B. Ninguno de los tres ve el suyo. De hecho, A ve que el gorro de B y el de C son blancos; el suyo, por tanto, puede ser blanco o negro. Su razonamiento es éste: supongamos que el mío sea negro, y que B y C argumentan igual, pero viendo uno blanco y uno negro, B pensará entonces: si el mío es negro, y dado que el de A es negro, C hubiera dicho inmediatamente "blanco" (sólo hay dos negros. Lo mismo hubiera argumentado C). Si ha pasado un tiempo y nadie ha dicho nada, los tres pueden responder a la vez, y legítimamente, que el suyo no es negro, sino blanco.

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Este argumento práctico es imposible si cada uno de los prisioneros no se pone en el lugar del otro. Si cada uno de los prisioneros no admite que los otros dos están pensando de acuerdo con una información que puede determinar, el problema no se resuelve. El ejercicio de ponerse en el lugar del otro hace falta en la vida del adulto. ¿Qué están pensando, qué están viendo los demás? En el fondo, es un problema de cooperación, que requiere admitir que los otros también piensan. Si A hubiera supuesto que los otros son tontos, no hubiera podido resolver el problema del color de su gorro. Es absurdo hablar con quien no consideramos inteligente. Cuando se trata de colaboradores, el supuesto contrario debe subtender la toma de decisiones; en otro caso la discusión, la confrontación de opiniones, da muy poco de sí. Por tanto, la segunda máxima que hay que retener es que los interlocutores sean suficientemente distintos y que ello no me impida admitir que ven lo que yo no veo (recuérdese aquel dicho de Aristóteles: no es buena señal en una organización que todos piensen lo mismo). Muchas veces se intenta la trampa. Cuando uno quiere obtener una encuesta favorable, acude a un sector de población que presuntamente contestará mayoritariamente según lo que él desea; pero es evidente que esa encuesta carece de valor informativo. Algo parecido pasa en toda reunión, cuando el directivo quiere que todos estén de acuerdo con él; si lo que dicen los otros es un eco de lo que él piensa, no ha ganado nada. El valor de cualquier órgano consultivo o ejecutivo reside en su pluralidad; además, ello pone a prueba la capacidad de síntesis del directivo, porque sintetizar cosas iguales es un sinsentido; la síntesis lo es de diversos. Hay que conjugar las perspectivas, lo cual no es simplemente adosarlas, sino profundizar a partir de ellas. Si se estudia la composición de los gobiernos de Franco, se comprueba que nunca hizo un gobierno monocolor. Había varios motivos derivados de la astucia galaica del general. El primero es que si están todos de acuerdo, pueden prescindir de la jerarquía (divide y vencerás). Se está más seguro como árbitro y se dispone de más información. Por eso cabe decir que el poder representativo (naturalmente, de las distintas líneas que constituían el llamado movimiento nacional, que de ninguna manera fue homogéneo) en la época de Franco estaba en el gobierno. En cualquier caso, es conveniente tener colaboradores o consultores de distinta mentalidad. Es posible entonces empezar a coordinar. Coordinar es muy importante; conviene casar unas piezas con otras, para lograr una idea suficientemente unitaria. También se han de tener en cuenta las motivaciones. Hay motivaciones diferentes, por formación, o por otras causas, personales, psicológicas, etc. Claro que es aventurado, pero con relativa seguridad se puede saber si la información que proporcionan ciertas personas se debe a algún motivo particular suyo; si no se profundiza en este punto, se incurre en ingenuidad. Por ejemplo, en la adulación se emplea un tono de voz peculiar. Hay que detectar cuándo otro quiere ganarse nuestra benevolencia. Pero es mayor el riesgo que corre el directivo que quiere que todos piensen igual: se expone a que nadie piense igual y disimulen todos; es patente que entonces no puede confiar en ninguno. La alabanza hay que rechazarla por razones funcionales y también ascéticas; que me den la razón no quiere decir que la tenga, ni tampoco que el otro diga la verdad; puede incluso suceder que sea tonto. 93


Correlativamente con esto, conviene no hacer más caso a los que son propensos a hablar que a los que lo son menos. A veces una persona huraña, no muy habladora, es más confiable que otra locuaz. Quizá resulta antipática, pero eso no quita que tenga razón. Hay que rechazar la alabanza, porque si aparece, el diálogo sirve de poco. No interesa que me den la razón, sino acertar. Es tan obvio como difícil, porque abrigamos el deseo de sobresalir. Quien no sigue nuestra opinión, sino que hace alguna observación crítica, nos cae mal. Los psicólogos suelen hablar del efecto "halo"; las personas aparecen ante otras con una corona cuando les son propicias. En cambio, tachamos de anticooperativo al que nos lleva la contraria. Insistir en dichas tendencias es oportuno porque se pueden dominar racionalmente. Para gobernar se requiere el diálogo. A la utilidad del diálogo no se opone tanto la escasa inteligencia como esas otras circunstancias más sutiles que acabamos de señalar. Añadamos otra observación. Cuando alguien informa dramáticamente, debe sugerírsele que se encargue del problema. Las cosas no se ven lo mismo cuando hay que hacerlas. La comunicación del directivo con sus colaboradores no es marginal a la ejecución. Aunque es preferible que sea anterior a ella, siempre hay que recabarla a lo largo del proceso de ejecución. Por eso es menester acudir a lo que se llama línea, y no sólo al staff (no conviene tener demasiado staff). La gente de línea se dedica a actividades diversas que se han de sintetizar. Para saber cómo se hace una cosa, hay que hacerla; quien la hace cuida lo que dice, porque ve las dificultades y se deja de disquisiciones. A la gente demasiado crítica hay que aconsejarle que arregle lo que critica. La verdad es que casi nunca lo hace mejor. Al charlatán no se le debe hacer caso, porque el que habla mucho normalmente no tiene conciencia de las dificultades que entraña sacar las cosas adelante. Valen poco las opiniones de la gente que todavía no ha hecho nada. El novato suele ser presuntuoso; el espíritu crítico es acentuado en los jóvenes. ¿Crítico y joven? No ha de tomársele en cuenta para las tareas que requieren experiencia; su crítica es utópica, pues ignora que para sacar las cosas adelante, aunque sea medianamente, hace falta romperse la cabeza. Sólo los que se meten en verdaderas aventuras dejan de creer que todo el monte es orégano. Ajustar, organizar contando con la inconstancia de los hombres, sobrellevando los disgustos que la coyuntura depara, tiene mérito. Como la mona de Samaniego con la nuez verde, muchas personas pierden su interés en cuanto las cosas se ponen un poco ásperas. Repetimos que sacar adelante algo de manera medianamente correcta no es fácil; y mejorarlo, aún menos. Desde luego, no es conveniente que en el diálogo intervengan muchas personas. Con todo, siempre que existe división del trabajo hay que establecer una coordinación; no se puede trabajar en distintas especialidades, cada uno por su cuenta, porque el resultado del esfuerzo de todos ha de ser coherente. Cuanta más división del trabajo, más necesario es trabajar en equipo, porque, en otro caso, los procedimientos organizativos sufren un proceso de hipertrofia que los hace autónomos respecto de la

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coordinación efectiva, y reduce la organización a un montaje burocrático ineficaz. La burocratización de la organización disminuye la capacidad de coordinar. Volvemos a lo mismo: conviene que la coordinación sea directa. Hoy se ha visto el provecho de las organizaciones planas, es decir, las que constan de pocos escalones jerárquicos. Para aproximarse a este modelo es aconsejable que el trabajo en equipo se lleve a cabo de acuerdo con los criterios expuestos. Destaquemos la importancia de que se arbitren fases en las que los interesados en la fijación de los objetivos se reúnan y, de manera colegiada o colectiva, intervengan en la elaboración de los datos necesarios para tomar decisiones. Este es el punto más delicado de las organizaciones actuales. En teoría se pueden sentar una serie de reglas bastante claras, pero en la práctica las cosas tienden a funcionar a su aire: aparecen elementos de discordia, disfunciones, etc. Sin embargo, cuanto más se extienda la división del trabajo (y a ello contribuye la globalización del mercado), la coordinación se hace más necesaria. Es vital acertar en este punto. Hay casos extremos en que el ejercicio de la dirección es imposible (lo vimos al examinar la situación polaca). En otros casos no intervienen factores tan distorsionantes como los propios de los países totalitarios, pero también se observan defectos de organización que dan lugar a grandes pérdidas de rendimiento. En una situación como la actual en la que la competencia es dura (las interrelaciones crecen y la complejidad aumenta), los defectos de coordinación comprometen el futuro de la empresa. Hoy es acertado pensar que los funcionamientos deficientes se deben a una miopía de los directivos que les lleva a desaprovechar las potencialidades de la organización. Cabe presentar un ejemplo de malversación de capacidades. Es un ejemplo un poco penoso, pero del que se pueden sacar por analogía muchas consecuencias. Hace años vino a Europa un grupo de africanos con el propósito de conseguir una formación básica que les permitiera hacerse cargo de algunos puestos directivos en su país de origen al término del periodo de colonización. Prescindiendo de otros factores psicológicos, los que vinieron observaron que mucha gente llevaba portafolios, carteras de mano. Estos africanos exigieron llevar cartera, porque ellos no podían ser menos. Se les compraron las carteras, pero las llevaban vacías; no sabían para qué sirve una cartera, sino que la entendían como un símbolo de identidad del desarrollo económico. Más tarde se dieron cuenta de que muchos de los que trataban llevaban gafas, a las que identificaron con el prestigio, el status, etc. Por tanto, dijeron que querían llevar gafas, naturalmente, con cristales planos, porque no las necesitaban. Gafas inútiles, carteras vacías: habían tomado el rábano por las hojas. Cuando los seres humanos no entendemos bien cómo se asignan los recursos, funcionamos un poco a lo loco. En muchas empresas hay cosas inútiles parecidas a las gafas y a las carteras del ejemplo. Son organizaciones sobrecargadas por una serie de reglas y de artefactos que no se saben utilizar. De ahí no cabe sacar ningún principio de coordinación. Más bien al contrario, la hipertrofia de procedimientos estropea la organización; es un peso muerto del que es preciso librarse.

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Con la coordinación de esfuerzos se alcanzan objetivos comunes a partir de aportaciones distintas. Sólo así cabe hablar de recursos adecuados o aprovechados, pues es claro que si dicha coordinación no se logra, la organización no existe y la división del trabajo deja de ser útil. Piénsese en las relaciones del campo con la ciudad. Estas relaciones requieren un sistema de transportes. El campo suministra alimento a los propios campesinos y a los habitantes de las ciudades que producen otras cosas. Sin embargo, aunque sin el concurso del campo las ciudades no podrían subsistir (los ciudadanos se morirían de hambre), los intercambios entre actividades tan diversas no suelen ser equitativos. Por lo común, el campo está deprimido en comparación con la ciudad, lo cual quiere decir que sus relaciones no están suficientemente organizadas, o lo que es igual, que son ámbitos demasiado aislados o distantes. El intercambio entre sus respectivos excedentes no respeta las reglas que parecen seguirse de su importancia relativa. Algo semejante puede decirse de los diversos factores que intervienen en el funcionamiento de la empresa; en especial, en lo que toca al intercambio de ideas, asunto muy delicado y que se descuida a pesar de su relevancia. En muchos países las grandes líneas de transporte funcionan bastante bien, pero en la comunicación entre seres humanos se registran muchos fracasos. ¿Para qué interesa el trabajo en equipo en el nivel de la dirección? Desde luego, el trabajo en equipo es más necesario en la acción práctica que en la investigación teórica. En el nivel directivo sirve, ante todo, para determinar los problemas que deben solucionarse; si no hubiera problemas, no haría falta dirigir. El primer objetivo del trabajo en equipo es la discriminación, el diagnóstico. Una vez determinado el problema, hay que sentar qué solución se adopta. Ahora bien, se ha de tener en cuenta que la solución de un problema práctico no es única, sino que se caracteriza por lo que se suele llamar alternativas. Al decisor, después del diagnóstico, se le presentan alternativas; por lo menos dos: hacer algo o no hacer nada. En rigor, las alternativas revierten sobre el diagnóstico (la técnica del caso no es tan útil para sentar un diagnóstico, como para acostumbrarse a tratar alternativas). Por último, las alternativas se criban para ver cuál es la mejor. Solamente después de esto puede tomarse racionalmente una decisión. La dirección tiene como columna central el proceso de solución de problemas. El punto culminante de la dirección en equipo es descubrir alternativas y discutirlas; si sólo hay una solución, no habrá más remedio que seguirla, pero normalmente se puede atacar el mismo problema de varias maneras. Contar con más alternativas aumenta la racionalidad de la decisión. Ahora bien, para contar con muchas alternativas hay que descubrirlas. Cabe sentar como regla general que siempre hay más alternativas de las que un individuo suele pensar. Si se detecta correctamente el problema, si la disensión es suficiente, aumenta la riqueza de las alternativas; las posibles soluciones se vuelven a pasar por la criba del análisis (pues en tanto que mutuamente excluyentes las alternativas son analíticas) o siguiendo una guía casi intuitiva, que se desarrolla con la experiencia. Ahora bien, si alguien sabe reunir las aportaciones de los componentes del equipo descubre también que las alternativas son sistémicas -unas desmbocan en otras-. De esta manera disminuye el riesgo que implica decidir.

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Si se aprovecha la riqueza latente en el proceso de resolución de problemas, la decisión que se tome será probablemente mejor. En la vida práctica, en tanto que se ocupa de medios, los criterios son siempre relativos. La decisión no versa sobre lo óptimo, sino sobre lo mejor. No se confunda lo mejor con lo menos malo. ¿Cuáles son las mejores alternativas? Las que no hacen imposibles otras, las que no cierran caminos ni fijan demasiado el proceso, sino que permiten abrir varias líneas a partir de la elegida. Por eso se habla del árbol de decisiones. La flexibilidad permite medir el riesgo: me arriesgo menos al tomar una decisión si esa alternativa no me cierra otras, o no domina mi impulso de modo irreversible (esto acontece cuando no se atiende a la adquisición de hábitos). Las decisiones defectuosas estrechan el horizonte. Después de un análisis parcial (como ocurre cuando hay demasiada jerarquía en las organizaciones y el que dirige no tiene en cuenta la colaboración de los demás) se advierten pocas alternativas. Por ejemplo, en la situación actual de la economía española, al descubrir coyunturas críticas en ciertos sectores, la solución que se suele tomar es la llamada reconversión. Reconvertir significa reducir la actividad económica y, por tanto, generar desempleo. Lo que se suele llamar "política de saneamiento" se adopta porque los costes son muy altos. Una alternativa posible es reducir los costes al racionalizar la gestión. Pero si sólo se toma en cuenta que el mercado está saturado, hay que limitar la producción. Desgraciadamente, es bastante frecuente en las directrices de la Comunidad Económica Europea recomendar a los países comunitarios que reduzcan sus excedentes. No deja de ser extraño que existan excedentes si la economía es la ciencia de los recursos escasos. Por lo mismo, para la economía son un problema. Pero los problemas admiten soluciones alternativas. Ante el problema de los excedentes cabe reducir la actividad, cerrar fábricas. Pero también es posible que los excedentes dejen de serlo: por ejemplo, no destinándolos al consumo directamente (es decir, integrándolos en un proceso más amplio), o abriendo nuevos mercados. ¿Cerrar es una buena decisión? Ya digo que no hay soluciones óptimas, pero, en cambio, cabe pensar que un problema práctico se puede solucionar de varias maneras. Quizá no esté bien diagnosticado: el mercado se ha saturado, o los competidores son muy agresivos, etc. No se ha examinado bien el problema y se han descubierto pocas alternativas; en último término sólo una: o reducimos o nos hundimos. Sin embargo, el razonamiento es pobre. Ahora bien, para descubrir otras alternativas habría que fijarse en factores que no se toman en cuenta porque se supone que son constantes, que están dados, y, por tanto, no se pueden modificar. Si los supuestos inamovibles se acumulan, las alternativas disminuyen. Si examinamos la inversión de capital extranjero en España, llegamos a la conclusión de que en bastantes sectores no construye empresas, sino que las cierra, aunque sean sanas, o se dedica a prácticas especulativas. ¿Por qué un directivo español que ha saneado su empresa, si encuentra comprador, vende? El comprador extranjero piensa que va a obtener rendimientos superiores a los que ofrece lo que compra porque ha visto posibilidades ocultas al vendedor. No puede decirse entonces, como antes, que si hay mercado único no hay empresa multinacional. Lo que ocurre es que se desarrollan prácticas paradójicas. La empresa multinacional funciona de modo más ortodoxo en mercados distintos porque 97


es una manera de aprovechar un mercado exterior, y, sobre todo, porque por su tamaño está en mejores condiciones de negociar con las autoridades políticoeconómicas. Cuando en U.S.A. aumentaron los impuestos, los americanos invirtieron fuera de su país, porque así dependían menos del poder federal y además porque al invertir en otro sitio podían controlar la política fiscal. Los suecos han creado multinacionales porque en Suecia los impuestos son más del sesenta por ciento del producto interno. Por su parte, el empresario español, ante el incremento de los impuestos y otras circunstancias adversas, no ve otra solución que reconvertir. No es tanto cuestión de incapacidad como de modo de dirigir. Ni siquiera es cierto que el aumento de la presión fiscal destruya la iniciativa empresarial; ahí está el ejemplo sueco. Antes planteábamos la pregunta sobre la conveniencia de advertir a un directivo que ha incurrido en una equivocación. Si el directivo no ve alternativas por practicar un estilo individualista, lo más posible es que decirlo resulte inútil o contraproducente. Repetimos que la primera finalidad del trabajo de equipo cuando se trata de la actividad directiva estriba en descubrir más alternativas. Ello es esencial en una época como la nuestra, pues reducir la actividad lleva a la ruina: es una forma de recesión. Es una falacia pensar que la recesión se evita con la inversión de capital extranjero. Es menester aumentar las exportaciones y evitar que la conquista de cotas de mercado sea unilateral. No se pueden tomar buenas decisiones si no se descubren alternativas, y no se descubren alternativas sin trabajo en equipo. La correlación es clara. El trabajo en equipo sirve para mejorar a la gente, pues los hábitos se afianzan a medida que se actúa y el encontrarse en el seno de una organización depende de la comunicación. Al directivo suficientemente inteligente le interesa tener un buen equipo, es decir, contar con colaboradores eficaces y procura conseguirlo. Incluso es un excelente negocio comprar empresas que funcionan mal si se ha procurado formar directivos superiores a los que las dirigían (de lo contrario no cabría dotarlas de una gestión correcta). Todas estas cosas están relacionadas. Se descubren tantas más alternativas cuanto mejor es la gente con la que se cuenta. Mejorar a las personas no es un perfeccionamiento estético ni exterior a los intereses de la empresa, puesto que al capacitar al ser humano se hacen accesibles metas que de otro modo son quiméricas. Es asunto que ha de tomarse en serio antes de considerar sus dificultades porque cada vez es más urgente despedir a las personas ineptas o tratar de formarlas. Las multinacionales han podido negociar ventajosamente porque tenían buena gente y han delegado en ella. La fórmula multinacional sólo tiene éxito si se cuenta con numerosos directivos en quienes confiar. A partir del mercado común es posible llegar a una federación europea. Pero ¿quién puede querer que el mercado común vaya acompañado de una disminución de la soberanía estatal? Los que tienen los mejores directivos empresariales; los que no los tienen no quieren. No es que seamos partidarios de las multinacionales o de las unificaciones políticas; sólo interesa ver cómo funcionan las cosas. Somos partidarios del aprendizaje positivo, porque es la única manera de que las cosas no vayan a peor. Que vayan bien quiere decir que se abren muchas alternativas, no significa nada en 98


una prospectiva sólo lineal. Un directivo es una persona que sabe descubrir y aprovechar alternativas y, por consiguiente, cambiar. La empresa es un proceso dinámico. Las alternativas de mayor rango son las que favorecen a todos. Nadie que esté en su sano juicio se dedica a los juegos de suma cero, porque si pierden todos los demás, no podrá seguir jugando. En la acción entra la consideración ética como su dimensión más enriquecedora, no como un adorno para la satisfacción privada; la ética es eminentemente social. Por eso, los defectos de cualquier organización se resumen en la infrautilización de su gente; es la inmovilización de activos más grave que existe. Por ejemplo, el grado de inmovilización de activos en España es superior a la mayoría de los países de la comunidad europea. En primer lugar, porque el estilo de dirección imperante no ayuda a elevar la motivación. Si el directivo funciona con recetas, se estrecha el ámbito de alternativas hasta tal punto que deja de percibir la necesidad del trabajo en equipo. Por eso cunde el subempleo y no se fomenta la capacitación del personal. Emplear a fondo es delegar, pero en muchas empresas no se practica la delegación porque los directivos piensan que las personas a su cargo no son de fiar. En segundo lugar, la dirección rutinaria es propicia a las corruptelas, lo que todavía la encapsula más. La antropología de la dirección debe examinar los diversos estilos de dirigir. Convenía empezar por la consideración de los hábitos y poner de relieve la influencia que tiene la comunicación en ellos y, por tanto, en la marcha de la organización. Pueden ocurrir dos cosas: o no se fomentan, con lo que la capacidad de las personas se atrofia, o se descubre su radical importancia y se procura que crezcan. Es deber del directivo hacer todo lo posible para utilizar a tope las aptitudes de sus subordinados; dicho tope se mide por la posibilidad de delegar. Una institución es, en definitiva, un sistema de delegación, porque una persona no puede hacerlo todo y porque la calidad del mando depende de la de la obediencia. El proceso de resolución de problemas es eminentemente racional. Sigue al menos estos pasos: hay que examinar la situación y sentar el diagnóstico; aparecen así problemas que se han de afrontar, cuya solución ofrece alternativas. Adoptar una decisión es elegir entre ellas. Es evidente que dicho proceso no es separable de las relaciones internas de la organización; por tanto, el proceso se realizará mejor o peor de acuerdo con el modo de ser de las personas que toman parte en él. El fin del trabajo en equipo es doble: mejorar las decisiones y a los componentes del equipo. Una organización funciona en un régimen muy bajo cuando las personas que la componen carecen de categoría humana o se llevan mal o el mando es demasiado jerárquico, pues sin respeto mutuo la discusión degenera en gresca, lo que degrada la motivación. Por otra parte, si siempre se concluye lo que propone el jefe, los demás ven que su participación es inútil y se sienten defraudados. Lo que el trabajo en equipo da de sí puede anularse por la forma de estar organizado. Cuando es puramente nominal, atenta contra el sentido de la realidad, tan necesario en las cuestiones prácticas. Las decisiones se toman a partir de una previa deliberación. De acuerdo con la índole de la decisión, en la deliberación deben intervenir todos los miembros de la empresa a los que afecte, puesto que no conviene actuar sin enterarse y sin ponerse de 99


acuerdo antes. En cualquier institución humana la pregunta fundamental es ¿qué queremos hacer? No qué quiero hacer yo, sino qué queremos. Si la pregunta se formula en primera persona del singular, es claro que no hay objetivos comunes, porque lo que cada uno puede querer por separado es variopinto, oscilante y divergente, por lo que contribuye a que la institución se desintegre. La eficacia de una institución se mide por el hecho de que la pregunta sobre lo que queremos hacer se formule expresamente y en ella intervenga la mayor parte de sus miembros. A su vez, la respuesta debe estar presente en las decisiones que se tomen; también el valor de las alternativas ha de ser objeto de una discusión en la que participen las personas involucradas. De este modo la ejecución será más adecuada, menos divergente. Aunque corregir las actuaciones sea difícil, es exigido por la coordinación de esfuerzos. Por eso, la pregunta sobre lo que queremos hacer no es meramente teórica. Además, es absurdo querer lo imposible, lo que no está en nuestro alcance. No es bastante que las deliberaciones sean formalmente correctas: han de mirar a la realización práctica concreta. Cuando se habla de algo por hacer, el directivo tiene que ser muy consciente del estado de la calidad de sus colaboradores. Si el proceso cognoscitivo que desemboca en la decisión no tiene en cuenta las condiciones de ejecución es una pérdida de tiempo. Con todo, la apreciación de lo imposible ha de matizarse, porque, por más que lo práctico sea concreto considerado en su realización, antes de ello es posible (una prueba son las alternativas). Llamaremos potencial a la relación de lo posible con su realización. Se suele decir que la política y la dirección de empresas es una actividad similar, es el arte de lo posible. Esto significa varias cosas: por lo pronto, que las decisiones no deben versar sobre lo imposible, pues es más estúpido tomar decisiones acerca de quimeras que aceptar decisiones mediocres. Hay que guardarse de la utopía y huir de discutir por discutir. Lo posible es una especie de marco del hacer. Lo que las condiciones de la situación no permiten realizar no es objeto de consideración práctica. Los clásicos decían que la elección versa sobre los medios y no sobre los fines: proponerse fines supone contar con medios para alcanzarlos. Por tanto, al emprender un proyecto es imprescindible examinar si se cuenta con los medios adecuados para llevarlo adelante. Qué queremos hacer es una pregunta muy importante, pero está subordinada a otra: ¿estamos preparados para hacerlo? La política es el arte de lo posible. En este terreno no debemos quedarnos cortos (que es una falta de agudeza) ni pasarnos (pasarse es utópico). Es evidente que ciertos recursos imponen limitaciones severas: el entorno, las condiciones crediticias, etc. Pero todo ello está presidido por el potencial humano. Para el directivo es de capital importancia conocer bien a sus colaboradores; ha de prestar atención a las aptitudes de los distintos sujetos que entran en el juego, a la conjunción de sus capacidades, a la organización de sus interacciones. También desde este punto de vista ha de ser -insistimos- realista. Un directivo tiene que atender a factores empíricos, los cuales nos interesan menos a los teóricos porque estamos convencidos de que la clave de la realidad es más que empírica: admitimos varios tipos de experiencia. Ahora bien, dicha ampliación de la perspectiva es inexcusable cuando se trata de los seres humanos.

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No es igual ser realista respecto de los recursos naturales, y al apreciar la peculiar dinámica del hombre. Si se emplea el mismo rasero en los dos casos, se llega a la conclusión, demasiado fácil, de que es difícil cambiar a los hombres: cada uno es como es, esto es, como se muestra empíricamente. Como hemos dicho, dirigir es lograr un cambio de conducta; ese cambio debe ser tal que lleve al objetivo (y también que no perjudique al que cambia). Pero si las personas son como son, y nada más, entonces lo posible se estrecha mucho, porque parece que la gente no cambia por dentro: su temperamento, sus intereses, su formación, serían datos invariables. La inmediata consecuencia de extrapolar el empirismo al ser humano es minimalista: los fines perseguidos se consiguen prescindiendo del potencial de cambio de las personas, lo cual significa que su cambio de conducta sólo se logra forzándolas. Sin embargo, forzar a la gente reduce el alcance de su actividad, porque si a alguien se le obliga a hacer algo con lo que no está de acuerdo, lo hará medianamente. Al final se concluye que cada tipo determinado de personas sólo puede hacer determinadas cosas, y que si se le pide más, se rompe o se subleva, etc. Repetimos que el directivo tiene que poseer una fuerte dosis de humanismo; no puede limitarse a ser un técnico (dirigir hombres no es actividad técnica; pero si no se procura la formación de hábitos, cambiar conductas humanas choca con limitaciones de índole reactiva. La capacidad de cambiar depende de la libertad). Hay que tener cuidado porque sin hábitos la gente se acostumbra, se hace rutinaria (la rutina es contraria a la libertad porque es un factor de inflexibilidad) y entonces, si se le pide un cambio, no lo acepta, o lo hace tan a disgusto que le supone stress, o le lleva a acumular una serie de emociones negativas: rencor, susceptibilidad, resentimiento. Quien se siente ofendido y no lo dice, se inhibe, lo que equivale a una mentira práctica. Del realismo empirista aplicado al hombre, decimos, se saca una conclusión, si no pesimista, sí, al menos, minimalista: lo posible es muy poco. Cuenta Maurois que a Disraeli, un destacado político inglés del siglo pasado, fue a verle un miembro joven del partido y le propuso una serie de ideas acerca de los cambios que convenía introducir en Inglaterra. Pero Disraeli comparó a Inglaterra con una goma poco elástica que se puede estirar un poco y no más, porque se rompería. Poco se puede conseguir contra lo acostumbrado. La ciencia ha aceptado en buena medida el presupuesto de que el margen de variación de las propiedades es muy pequeño; por tanto, si se conoce la situación presente, se puede prever el porvenir con suficiente seguridad usando ecuaciones lineales. Sin embargo, es por lo menos dudoso que este planteamiento sea aplicable al comportamiento humano. Si lo fuera, habría que reducir drásticamente los objetivos, y, sobre todo, las innovaciones. En nuestra época se alteran casi todos los parámetros de referencia. Las variables se desvinculan de las proyecciones inertes, mecánicas. No se acepta la inflexibilidad de la dinámica. Por tanto, conviene dilatar la definición de la política como el arte de lo posible. Recordemos también que no es lo mismo lo posible de acuerdo con los recursos materiales y según los seres humanos. Sostener que los hombres son poco susceptibles de cambiar, impone restricciones a la dirección que la incapacitan para responder a las exigencias de la época. Desde luego, no es aconsejable forzar a las personas. Aunque a veces parezca que la gente pasa por todo, eso es propio 101


de apáticos o borregos. Y también a la inversa, si se parte de que ésa es la condición de las personas, no hay más remedio que dirigir a palos. Es necesario romper este círculo vicioso que disminuye la eficacia de la dirección. ¿Cómo conseguir que en el trabajo las inflexiones, las posibilidades se abran? Hemos propuesto la comunicación, el trabajo en equipo, porque los cambios de conducta apoyados en el perfeccionamiento interior son de gran alcance; en cambio, una modificación meramente exterior da poco de sí. Sin olvidar una llamada de atención ya expuesta, según la cual no es propio del directivo moverse en la utopía (proponer ponerle un cascabel al gato, deja pendiente saber quién se lo pone), también hemos subrayado que la interpretación minimalista de la posibilidad reduce extraordinariamente lo que cabe aspirar. En la literatura sobre asuntos prácticos se suele decir que lo mejor es enemigo de lo bueno; hay que huir del atractivo de los óptimos, porque lo importante es el cómo. De los dos tipos de consideraciones propuestas se desprende que es objetivo primordial de un directivo reducir la diferencia entre lo posible realizable y lo óptimo (que no es realizable). Esa diferencia nunca se puede salvar del todo -el óptimo tiene algo de utópico-, pero se puede acortar. Para ello hay que trabajar en equipo, teniendo en cuenta las características de los individuos y el dinamismo del grupo. Trabajar en equipo no tiene sentido cuando no se le puede sacar el rendimiento que le corresponde. Recuérdese que el fin del trabajo en equipo consiste en reducir la distancia entre lo posible y el óptimo y que esa distancia se acorta en la medida en que la conducta de la gente cambia a través de la comunicación. Es tarea del directivo concentrarse en el logro de ese objetivo. Sólo a su ineptitud debe achacarse el fracaso de este modo de dirigir. Ahora bien, como lo práctico está regido por el principio de realidad (lo que no es factible no entra en consideración), si ése es el caso, se impone acudir a otra manera de dirigir -a la que también la realidad pasará factura-. En los tiempos de Disraeli el Imperio Británico se podía permitir el lujo de no alterar su rumbo (en la época victoriana los ingleses eran extraordinariamente rígidos; tenían unos códigos de conducta a los que se atenían con notable regularidad porque parecía una clara ventaja competitiva). Inglaterra espera que cada uno cumpla con su deber, dijo Nelson al iniciar la batalla de Trafalgar. Sí; pero Nelson había entrenado a sus hombres para cargar los cañones en la mitad de tiempo que lo hacían los franceses y los españoles. Además, aprovechando la dirección del viento a favor de la escuadra inglesa, atravesó la línea enemiga disparando a dos bandas: una clara ventaja competitiva. ¿Qué necesidad tiene de cambiar el que sabe ganar? El trabajo en equipo estaba asegurado por el sentido del deber. Pero hoy Inglaterra ha perdido su neta ventaja competitiva. Con ingleses envarados ya no se consigue tanto. Hoy cumplir con el deber es cambiar, formar parte de un equipo y aportar. Es un planteamiento distinto de la dirección autoritaria. ¿Quién es hoy un verdadero directivo, teniendo en cuenta la disminución de las ventajas competitivas? No el que manda sobre un grupo, sino el que manda en un grupo. La capacidad directiva se mide hoy por la aptitud para formar parte de un equipo. Las instituciones no se gobiernan desde instancias superiores (no hay gobierno sobre instituciones, sino gobierno en la institución). Nelson mandaba sobre la escuadra. 102


En la guerra del Golfo, Schwarzkopf apenas podía hacerlo. Los occidentales tenían ventajas técnicas muy notables, pero para sacarles partido hacía falta una organización muy compleja, y ello no se podía hacer sin estar metido in medias res. Con todo, nunca debe olvidarse que mandar en el equipo, y no sobre el equipo no siempre es hacedero: hay que tener en cuenta las características de las personas y los procesos del grupo. Aparecen aquí importantes cuestiones acerca de la autoridad; cómo se aumenta más el poder: por delegación o por absorción. Solemos tener ideas equivocadas o simplistas sobre este tema. El que absorbe no trabaja en equipo, pues el trabajo en equipo implica delegación. Aunque parezca lo contrario, el poder aumenta de esa manera: tiene más poder un grupo que un hombre solo. Sin embargo, cuesta mucho admitirlo; hay ideas estereotipadas y groseras sobre cómo aumentar el mando, que solamente se corrigen tras una larga experiencia. ¿De qué sirve un timonel si los remeros no saben remar? ¿Y cómo ganar carreras sin timonel? Aunque se repartan las funciones, si todos pretenden lo mismo, todos cuentan. En el bogar hay que acompasar los cambios; no conviene remar siempre al mismo ritmo. Tampoco es correcto conducir un automóvil sin levantar el acelerador (el que tiene pie de plomo, como decían los viejos conductores, usa demasiado el freno. La categoría de un conductor se mide por las veces que usa el freno). El poder aumenta cuando se delega; la cantidad de poder es mucho mayor en un equipo bien integrado que al ser ejercido sobre los demás. Claro está que el trabajo en grupo se fomenta con la reflexión personal y es preparado por cada uno. Una organización no es una masa. Además la tendencia al trabajo conjunto o individualizado no es homogénea y es menester graduarla. Lo que debe evitarse es dirigir con miedo, es decir, temer el poder ajeno. Este tipo de miedo argumenta así: si suelto poder, disminuye el mío y aumenta el del otro, que lo empleará en mi contra. Insistimos, ¿por qué no delego? Porque no me fío, y porque veo el poder ajeno como enemigo. Si un directivo piensa así, verá con malos ojos la dirección colegiada; en el fondo está incapacitado para ella. Ahora bien, si en efecto ocurriera que delegar el poder fuera perjudicial, estaría justificado intentar recuperarlo, pues de ello se deduce que los demás no tienen capacidad de detentar poder. Naturalmente, tendríamos que preguntar si esa carencia no es general; si lo fuera, la sociedad estaría amenazada por lo que cabe llamar interpretación neurótica del poder. En el fondo, un Parlamento es una modalidad de la dirección en equipo. Hoy resulta extraño decirlo. Con todo, al observar las relaciones usuales entre el partido en el poder y la oposición, se concluye que el Parlamento funciona de un modo contradictorio, porque la oposición se dedica a criticar al partido en el poder para ver si lo puede sustituir, y el partido en el poder se obstina en no hacer caso a la oposición, no le acepta ni una sola enmienda, pues está empeñado en que no le sustituya. El Parlamento se ha esterilizado como institución política. Es un ejemplo de procedimiento pervertido, un equipo dividido, dedicado a un juego de suma cero: si yo no gano, pierdo, y viceversa. Aparecen entonces fenómenos verdaderamente notables como, por ejemplo, una memorable sesión sobre la droga. La droga es un grave problema social, en definitiva, una cuestión de Estado. Interesa erradicarla con la colaboración de todos. Pero cuando el reparto del poder sufre una interpretación neurótica, los argumentos de un partido son usados en contra por el otro sosteniendo 103


lo mismo: un peculiar diálogo entre sordos debido a que los dos querían dar la impresión de que su solución era original y distinta. Pensando en la aceptación de la opinión pública y en la influencia en el voto, se roban unos a otros las iniciativas, o inventan discrepancias para descalificar la opinión ajena. En otras organizaciones la interpretación neurótica del poder se concentra en problemas de status. Si los componentes de un equipo están preocupados por tales cuestiones, las relaciones se crispan: si tú tienes razón, yo no la tengo. Como se trata de valer por la razón que se tiene, los jefes se molestan cuando se manifiesta que el conocimiento del asunto no es suyo, sino adquirido de sus subordinados y los acusan de traidores o desleales entrometidos si lo hacen ver. Las situaciones dan lugar a problemas semejantes. Los especialistas se atribuyen una competencia exclusiva en su campo; introducirse en él se califica como intrusismo. En suma, defender posiciones adquiridas lleva al inmovilismo. El lema interdisciplinar se cierra; cada cual se ha buscado un lugar bajo el sol y no quiere salirse ni que otros entren en él. Así pues, existen condiciones que propician la eficacia del trabajo en equipo y otras condiciones que desaconsejan ese modo de trabajar o dirigir. El poder se comparte cuando un planteamiento acaba siendo aceptado después de una discusión sincera. Sin duda, no aceptar una idea por haberla aportado otro y no yo, es un vicio emparentado con la envidia. Sin embargo, es así como se funciona muchas veces. Como hemos dicho, el Parlamento fue una institución muy eficaz, actualmente desvirtuada por la subordinación al poder ejecutivo y a la llamada partitocracia. Algo parecido son los navajazos, frecuentes en las instituciones económicas. Los navajazos se propinan para que otros no asciendan (si ascienden ellos, no asciendo yo). ¿Cuál es la forma más frecuente de navajazo en una organización? Aparte del chismorreo, se procura colocar al adversario en el sitio en el que haya más posibilidades de que fracase, lo cual, como diría un clásico, es un atentado contra la justicia distributiva, según la cual se debe atribuir a cada cual aquel cargo para el que sea más idóneo y no situarlo en un puesto para el que no sirve. Las faltas contra la justicia distributiva arruinan el factor humano (la institución emplea mal a su gente). La dirección es el arte de lo posible; pero lo posible es muy poco si se descuida la formación de la gente. Efectivamente, cuando abundan las actuaciones incorrectas, los individuos se deterioran. El realismo práctico aconseja meditar sobre lo que se puede hacer para remediar esta situación. Con personas deterioradas no se puede trabajar en equipo porque no es posible determinar qué queremos ni cómo lo hacemos. En esa misma medida, en rigor, no queremos nada. En ese caso, es decir, si los objetivos son disyuntivos, el pacto es lo único a que cabe aspirar. Hay que acudir a la solución arbitral (o sentar un régimen de mayorías). Con este procedimiento se logra, a lo sumo, un reparto basado en renuncias mutuas, simultáneas o sucesivas. Es la estructura del consenso. Hoy se habla mucho de consenso, pero así entendido (como un acuerdo o pacto), es una fórmula distinta del trabajo en equipo, y más cercana a las reglas del mercado que a las institucionales. En el escenario político el consenso se propone hoy como la fórmula más deseable. Sin embargo, insistimos, no debe confundirse con trabajar en equipo, pues es 104


un modo de resolver problemas cuando los objetivos son plurales y no hay respuesta al qué queremos; a lo sumo, queremos evitar la confrontación directa. Carlos V decía de Francisco I: mi primo y yo coincidimos totalmente en un punto: los dos queremos Milán; esa coincidencia condujo a la batalla de Pavía. Como es claro, en este caso los objetivos, a fuerza de disyuntivos, eran antagónicos y el consenso se postponía al tratado de paz. Todos estos casos son posibles y muchas veces oscilantes: algunas veces hay consenso, otras intereses antagónicos, etc. Pero de acuerdo con el carácter institucional de las empresas hay que aspirar a trabajar en equipo. El directivo de empresa no debe limitarse a ser un conciliador. De acuerdo con lo dicho, el trabajo en equipo es un perfeccionamiento de la dirección algunas veces posible y otras no. Aquellos que tienen la buena suerte o la habilidad de dirigir así, gozan de una gran ventaja. En los acelerados tiempos que corren la flexibilidad en la toma de decisiones se hace necesaria. En otras épocas quizá bastasen otros esquemas organizativos. Hoy no. Es obligado pasar de la interpretación minimalista de lo posible a la búsqueda del óptimo, aun sabiendo que nunca se logrará, pues por bien que funcione todo trabajo en equipo tiene sus quiebras. Un buen trabajo en equipo requiere capacidad de síntesis. Una modalidad aguada es acudir a un moderador, al arbitraje. Finalmente, es imposible cuando los objetivos son crudamente antagónicos. El consenso, el pacto, es un modo de dirigir bastante débil; pero desde una situación de antagonismos agudos se aspira a él. Desde ahí quizá se pudiera lograr conjuntar los componentes de la empresa en una verdadera síntesis comunicativa. Ello requiere un esfuerzo educativo. El hombre está siempre en condiciones de aprender: ésta es la gran ventaja (tantas veces, por desgracia, no aprovechada) que la convivencia humana proporciona. Cuando se supera el consenso puede darse un acuerdo de voluntades semejante a una voluntad común. Insistimos en que no siempre se puede proceder de la misma manera. Hay que saber en qué coyuntura estamos, qué tipo de objetivos perseguimos. Conforme con ello se alternan las formas de dirigir. Es decir, estas formas no son exclusivas, sino jerárquicas: por encima del consenso está la participación, la cual, en definitiva, comporta delegación, al menos implícita. En la Comunidad Económica Europea cualquier país tiene derecho de veto; tienen que estar todos de acuerdo. Hemos de preguntarnos si el sistema de veto está justificado en este caso. Es menester la completa prevalencia de la comunidad de objetivos para proceder así: o todos de acuerdo o no se toman decisiones. Claro está que ese modelo puede adoptarse para amparar los intereses particulares, lo cual comporta que la comunidad no es tan comunitaria, o bien que la soberanía de los Estados sigue siendo importante. Desde luego, hay asuntos en los que los intereses de diversos países son contrapuestos (es difícil incluso que coincidan, porque el grado de desarrollo no es igual en todos los países de la Comunidad). Por tanto, en la C.E.E. es muy importante la habilidad negociadora. En definitiva no se ha superado el nivel del consenso, y el veto impide la ruptura.

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Ahora bien, como en principio es preferible hacer algo a no hacer nada, si para conseguir alguna decisión no se está en condiciones de dirigir de una forma, habrá que acudir a otra aunque sea inferior. Conviene estar dispuestos a adoptar una forma u otra porque no tendría sentido renunciar al acuerdo en algunos puntos por pruritos maximalistas. La rigidez y la dirección son incompatibles. Si no queda otro remedio, se utiliza el ordeno y mando sin extrañarse de ello; si las circunstancias obligan al poder autoritario y la institución lo aguanta, habrá que ejercerlo porque es preferible actuar a detenerse (actuar permite al menos sobrevivir). Aunque con este tipo de procedimiento el porvenir no será demasiado brillante, a veces hay que usarlo. La antítesis del directivo es Hamlet, una figura literaria espléndidamente trazada. Lo más interesante de la tragedia consiste en la profusión de acontecimientos en que Hamlet se enreda para no tomar la decisión que piensa ha de llevar a cabo (matar a su tío). Hamlet se resiste a actuar, es un intelectual en el mal sentido de la palabra, que se refugia en una espiral de coartadas racionalizadas, laterales a su obligación. Al final la cumple de la peor manera que cabe: liándose la manta a la cabeza, provocando una situación que le arrastra, es decir, entregándose a la necesidad. Un directivo debe enfocar su vida de un modo completamente distinto. Aceptar lo inevitable no es renunciar a lo mejor. Por eso, dicha aceptación no es definitiva sino provisional. Según parece, los Austrias españoles daban mucha importancia a los confesores que eran sus asesores morales; los escrúpulos morales de los monarcas de esta dinastía eran muy serios. A los que no eran especialmente dados a la acción, sus confesores les decían que el peor pecado de un rey es la omisión. Porque el monarca está al servicio de sus súbditos, y si no gobierna, deja de cumplir su principal deber. La justicia del gobernante es inseparable de la obligación de hacer (los moralistas, y si son católicos más, en estos asuntos hilan muy fino). Pero esto dió lugar a situaciones notables. Felipe II se pasó la vida dictando órdenes, enteramente entregado a su gobierno. Por eso Ranke dice que el sentido administrativo del Estado nace con Felipe II. Pero sus sucesores no son así, y al sentirse poco capaces, acudieron al valido. El valido, la delegación del poder partiendo de la base de que él es activo y el rey no, es una forma incorrecta de delegar, cuya explicación estriba en el conflicto entre un deber de conciencia y un sentimiento de impotencia para cumplirlo por sí mismo por parte del rey. La mentalidad de servicio en primera persona es clara en Felipe II, un monarca que tomó decisiones increíbles10 tanto por su número como por la mala ejecución de muchas de ellas (los colaboradores de Felipe II en su mayoría no eran idóneos debido a que los altos cargos se reservaban a la nobleza. El intento de hacer noble a su secretario Antonio Pérez fracasó por impedimentos genealógicos insuperables en la época). . Una de las más asombrosas es la conservación del tagalo en Filipinas, sin imponer el idioma castellano. Sólo un personaje de gran talla moral podía enfocar de este modo la colonización de aquel archipiélago. 10

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¿Por qué Felipe II no tuvo éxito en su intento de buscar colaboradores sobrecargándose de trabajo y cumpliendo su sentido del deber del gobernante a través de un desbordado reglamentismo? Por condiciones del entorno que no supo modificar. La influencia del entorno en una institución (en este caso la monarquía española) reside en último término en la educación de las personas, pues ella marca la posibilidad de delegación. Una delegación descontrolada (como ocurre con la figura del valido) no es correcta. La correcta delegación, como decíamos, aumenta el poder: si el que delega se dedica a controlar, incumple su propia función, que es la síntesis. Por consiguiente, la comunicación y el trabajo en equipo son indisociables (separarlos es anular su fecundidad recíproca, y obliga a adoptar otro tipo de dirección. Adviértase que el valido, por ser un pseudo rey, no sabe delegar). La consideración histórica nos muestra aciertos y errores en el gobierno de las organizaciones. Es instructivo introducirse en el pasado y esforzarse en la hermenéutica de los factores en marcha y de los condicionamientos a que estaban sometidos. La política de la casa de Austria siguió un proceso de decadencia o agotamiento a la que hemos prestado atención. Quevedo pudo decir: "miré los muros de la patria mía, un tiempo fuertes, ya desmoronados". Esa melancolía que hay en Quevedo no va acompañada de un buen diagnóstico -el cansancio de la edad-. El proyecto de los Austrias se hundió por los factores mencionados y por su escasa atención al progreso técnico. Siglos después, los dirigentes japoneses pensaban de modo semejante. Al decidir bombardear a la armada norteamericana en Pearl Harbour, un almirante japonés respondió a los que temían la reacción enemiga diciendo que el pecho de los soldados japoneses era más fuerte que el acero norteamericano. Como frase está muy bien, pero expresa asimismo una actitud irrealista. Algunas veces se dice que el empresario español podrá vencer su handicap actual porque -como el latino en general- es un gran improvisador y mucho más ágil de mente que el hombre del norte. Por ello estará en condiciones de hacer frente al cambio cuando se le venga encima. Pero esta afirmación es, al menos, parcial. Seguramente los latinos tenemos capacidad de improvisación, pero quizá por eso mismo capeamos los temporales sin ir al fondo del problema, que es mejorar las estructuras organizativas. Improvisar no es propio del trabajo en equipo. Por más que las decisiones de la C.E.E. se tomen por unanimidad, el que se acoge al veto suele encontrarse en una situación desairada. Señalemos algunas de las razones que mueven a vetar. En primer término, la falta de iniciativa, pues nadie veta su propia propuesta. Los países que recurren al veto son los menos activos, aquellos que van a remolque. En segundo lugar, el veto es una traba porque supone una escasa afición a los criterios que si dominaran el trabajo de los organismos comunitarios harían de ellos verdaderos equipos. El país que propone quizá consiga el acuerdo que permita conectar los intereses de otros; el que espera la propuesta ajena no posee iniciativa, no tiene nada que aportar por carecer de experiencia o no estudiar los asuntos a fondo. Tampoco es acertado proponer incrementar la unidad cuando no se pueden cumplir los requisitos que ello comporta. Como no es posible improvisar soluciones globales, las discusiones se pierden en cuestiones secundarias o de procedimiento. 107


Por ejemplo, en España se tendrá que cerrar Altos Hornos porque hay excedente de acero. Algo semejante ocurre con las vacas, porque en Europa los excedentes lecheros son gigantescos. España ya está pagando los costes de esta situación. Hay empresarios extranjeros que compran las industrias lecheras españolas con la intención de cerrarlas. El Ministerio de Agricultura español debe pensar seriamente sobre las vacas y alternativas sustitutorias. Se ha propuesto como solución unificar los sindicatos europeos. ¿Pero es posible la unión sindical? Estas breves ilustraciones históricas y las consideraciones sobre la Comunidad Europea contribuyen a precisar el status quaestionis; esto es, la dinámica del trabajo en equipo y las dificultades que presenta y deben afrontarse para que no se desvirtúe; hay que examinar los factores que entran en juego estropeándolo o permitiéndolo. Pero poníamos la siguiente distinción: se puede dirigir "sobre" la empresa o dirigirla "desde dentro". Sólo hay trabajo en equipo cuando se dirige de esta segunda manera; en el otro caso la organización es jerárquica y desciende sobre una masa de hombres sin hacerles partícipes, lo que conlleva una sobrecarga en la transmisión de las órdenes dirigidas de arriba a abajo. Las órdenes así emitidas pierden mucho de su eficacia por razones diversas: porque sus destinatarios no las entienden o porque no están suficientemente motivados para cumplirlas. Ello da lugar a grandes costes de coordinación. Desde arriba no se ven bien los asuntos prácticos. Cuando se trata de la visión de lo físico, desde lo alto se puede ver un amplio panorama. Pero eso no ocurre en las organizaciones humanas. Muchas veces conviene separarse un poco de alguna para entender a otras y compararla con ellas. Sin embargo, el conocimiento práctico exige "meterse en harina". Como decía Aristóteles, para saber lo que hay que hacer, es menester hacer lo que se quiere saber. El directivo tiene que conjugar dos actitudes muy diferentes: por un lado la veracidad le obliga a encarar los asuntos que lleva entre manos de modo objetivo, sin teñirlos con un punto de vista demasiado subjetivo; pero, por otro lado, en una institución en marcha, lo anterior es solamente la mitad: la otra es la determinación de los objetivos, y para eso no hay más remedio que comprometer la subjetividad: qué queremos hacer. Siempre que el hombre intenta llevar a cabo algo que todavía no existe compromete su subjetividad. Nos ha preocupado mucho el tema de la libertad personal. Hace algunos años propusimos entender la libertad como la capacidad de enfrentarnos con el futuro y de poseerlo. Parece que lo único que se puede poseer es el pasado y lo que ya existe, pero no el futuro. Pues bien, enfocar la libertad como el modo de tener que ver con el futuro, significa que el futuro se puede determinar: en la medida en que la libertad entra en escena, el futuro cambia (aunque no sea del modo previsto), o empleando una expresión de moda: en la medida en que entra la libertad el futuro ya no es lo que era. En rigor, el futuro se determina en tanto que el hombre interviene, porque la intervención humana implica una determinación del curso temporal de la vida tal que sucederá lo que no sucedería sin esa intervención. De este modo se empieza a entender lo que describimos como posesión del futuro, en cuanto que es una característica de la libertad humana. 108


Así pues, en la misma medida en que interviene la libertad, la persona se introduce en la acción, y se ocupa de lo que todavía no existe. Sólo los seres personales son determinantes de futuro. Pero como es claro que en la actividad humana juega la dirección, la indicada proyección temporal es intrínseca a ella. En la acción no se puede ser del todo objetivo, porque la objetividad no va más allá del presente recogiendo el pasado. Del futuro no cabe presencia salvo en el modo de la previsión, que es una posesión débil o incierta. Abrirse al futuro es aventurarse, arriesgarse. A través de su libertad, la persona se propone realizar. Lo que se ha de realizar no existe todavía; existirá en la medida en que la actividad se ejerza; en ello se compromete el ser humano. Para que se determine un futuro (lo utópico también puede denominarse lo acrónico) es menester contar con medios, y sobre todo poner en práctica las dimensiones más sólidas de la dirección de las que hemos hablado. En general el futuro advendrá. Las formas débiles de dirigir lo determinan escasamente. Glosemos una sentencia de Heráclito: cuando el hombre aguarda (o no se tensa hacia el porvenir), le sobreviene lo que aguarda (aquello en que no ha tomado parte); cuando el hombre espera (cuando se dispone activamente cara al futuro), acontece lo inesperado, es decir, una novedad. Determinación del futuro, cambio que corre a cargo de la actividad humana, significa innovación. Conviene, por tanto, distinguir dos tipos de futuro: el que sobreviene y el que provocamos. Ambos comportan modificación; pero la del primer tipo la soportamos y la del segundo hasta cierto punto la creamos. Si todos los procesos fueran necesarios, la libertad sería una palabra vana. Cualquier actividad organizada, empezando por la familia, mira toda ella a lo que todavía no es. Aquí también se podría introducir una distinción entre tipos de temporalidad. Por ejemplo, el tiempo físico se distingue del histórico, porque este último ofrece un incremento de la posibilidad (en este sentido la historia es variación) y por tanto, de la innovación. El tiempo histórico no es un tiempo mecánico que transcurre fluyendo, sino un tiempo manejado, o controlado, de ritmos distintos, en el que ocurre la intervención del hombre. Hablar de subjetivismo en la dirección no es forzosamente peyorativo. Más bien al contrario, el directivo, por ser persona, debe actuar como persona. En otro caso no dirigiría, o lo haría mal y los cambios que la acción humana comporta serían de escaso alcance. Por otra parte, las relaciones humanas son intersubjetivas. También forma parte de este complejo asunto el hecho de que los recursos disponibles se emplean mal. Como es sabido, la economía se suele definir del modo siguiente: es la ciencia que se ocupa de la asignación alternativa de recursos escasos. Hay muchos tipos de recursos: materiales, monetarios, lo que las personas son capaces de aportar, etc. Un buen directivo es el que acierta al asignar recursos. En una época tan acelerada como es la nuestra se percibe que la correcta asignación de recursos requiere su coordinación. Aunque el capital sea un factor incrementable, y especialmente susceptible de asignación alternativa, con él no se agota el tema de la asignación. En los seres humanos hay una dimensión todavía más significativa: los recursos humanos, los colaboradores, pueden mejorar o empeorar según se empleen. 109


Así aparece un importante capítulo: las llamadas potencialidades de la empresa. Muchas veces los recursos no se asignan ni se emplean correctamente porque no se descubren dichas potencialidades, sino que se ignoran, se desaprovechan o no se sabe cómo sacarlas a luz (o como se dice ahora hacerlas "aflorar"). La afloración de recursos tiene un lugar privilegiado en el hombre, pues lo que hay de potencial en el ser humano se puede desarrollar mucho más de lo que se acostumbra a hacer en la empresa. Se puede decir que frecuentemente los seres humanos se emplean a medias, porque sus potencialidades no se descubren. Esto es otro de los aspectos de la actuación directiva: no se pueden aflorar recursos humanos en términos abstractos o tratar de desarrollar al hombre como si fuera un vegetal, sino que hay que hacerlo en orden a objetivos propiamente humanos, y, a la vez, empresariales. Recuérdese aquella pregunta: ¿qué es lo que queremos? Las potencialidades pueden y deben aflorar justamente en orden a lo que queremos. A un empresario no le compete fomentar las aficiones musicales de sus colaboradores: su responsabilidad no se extiende a ello. Las potencialidades y los objetivos son correlativas. Según la importancia de los objetivos las potencialidades son más o menos aprovechadas. La grandeza de un objetivo admite varias medidas, pero deseamos ahora referirnos a una: su novedad, es decir, que su conquista lleve más allá de lo que se alcanza con las rutinas adquiridas. Frecuentemente, las novedades consisten en la ampliación de las alternativas; en cualquier caso, juegan en el descubrimiento de las potencialidades al sacudir internamente la supuesta estabilidad de lo establecido. Son innovaciones aparentes las que no contribuyen a descubrir potencialidades (por ejemplo, las modas). Las novedades no se distribuyen homogéneamente en la historia, sino que se acumulan en determinados momentos; hay épocas en las que surgen novedades y otras que viven de ellas hasta agotarlas. Sin un nuevo salto, acontece lo que se suele llamar decadencia. En el dinamismo empresarial se observa algo semejante. Después de un éxito inicial hay una fase de aprovechamiento; si se intenta prolongarla, aparece lo que H. Schelsky llama ceremonialización, es decir, la pretensión de seguir usando viejas fórmulas válidas en un contexto anterior ya desaparecido. El futuro se ha obturado. Fijémosnos, por ejemplo, en lo que supuso la imprenta para la humanidad. La imprenta es una novedad de gran calibre. Ciertas metas que sin la imprenta eran imposibles, se hicieron posibles con ella, por ejemplo, elevar el nivel cultural de la población. La tarea de los hombres cultos medievales -los monjes- repercutía escasamente fuera de círculos reducidos, no llegaba al gran público (la mayoría de la población no sabía leer ni escribir). Leer y escribir adquiere un significado crucial cuando hay libros: es una novedad histórica (no tiene el mismo significado el analfabetismo si no se publican libros y cuando los hay). La imprenta aflora potencialidades humanas que sin libros no serían útiles ni posibles. Con ella se puede acometer nuevas tareas, como es la educación ilustrada. Se suele decir que en la Edad Moderna la preocupación pedagógica es muy activa (eso habría que matizarlo porque también hay una gran actividad pedagógica en la Edad Media, aunque se lleva por otros caminos). La idea de fundar escuelas no solamente para nobles, sino para

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construir una gran clase media culta, era impensable hasta que se editan los libros oportunos. La imprenta es un invento que cambió el futuro; de esa innovación nos hemos alimentado casi exclusivamente como factor de formación humana literaria y científica hasta la aparición de la radio, el ordenador o el televisor. Los periódicos son la última expresión del valor innovador ejercido sobre el tiempo histórico que abre la imprenta. Subrayemos que la prensa empieza a estar un poco en retirada y que ha de plantearse nuevas alternativas; su futuro no es claro. Habrá que hacer otro tipo de prensa, conectada con otros modos de comunicación, y de información. Pero desde el siglo XVII al XX, el libro y el periódico han sido un factor determinante del curso histórico. Este descubrimiento hizo posible el progreso de la industria, que corre a cargo de un sector de la nueva clase culta: la burguesía de negocios. Así se configuró otra novedad que es el mercado. Como se ve muchas potencialidades humanas aprovechables salen a la luz gracias a la innovación. El XVIII es un siglo bastante anodino desde muchos puntos de vista, pero desde el pedagógico prepara lo que viene enseguida, a saber, el aprovechamiento práctico del descubrimiento de la máquina de vapor11. El auténtico directivo es un innovador; sus descubrimientos no suelen ser de tanta importancia como los que he mencionado, pero siempre está enfrentado con el futuro; su visión está proyectada hacia él, y por eso puede dirigir hombres y no limitarse a la gestión de las cosas. En la medida en que dirige, aflora potencialidades. Si no lo hace, se queda atrás, y por reducirlos, sus objetivos se hacen irrealizables. Sin embargo, hasta hace poco y precisamente porque la innovación moderna ha versado sobre máquinas, la economía ha entendido la acción humana según un modelo mecánico. Asimismo, la comprensión del mundo empresarial ha estado dominada por ese modelo. Aunque después de la primera guerra mundial la humanidad se percató de que ello no bastaba, buscó complementar el racionalismo carente de valores 11.

Los medievales se orientaron hacia el estudio de las fuerzas, como se comprueba en el arte gótico y en el sentido que dieron a la pólvora (un descubrimiento chino). Mencionemos otra aportación en apariencia trivial, que es la collera, una pieza que se coloca en torno al arranque del cuello del animal de tiro y permite aprovechar mejor su energía. La collera es una pieza almohadillada y forrada de cuero que rodea la base del cuello del animal de tiro distribuyendo la presión; con ella la capacidad de arrastre del animal se aprovecha más. En la Edad Antigua los transportes por tierra se hacían con carretas tiradas por bueyes (lo que comporta el invento del yugo). Pero con la collera se pueden usar otros animales de tiro más veloces cuya energía se aprovechaba poco con el sistema antiguo. Señalemos otros inventos medievales relativos a la utilización de la energía: el molino de agua, velas para la navegación de otra forma, y el estribo. El estribo proviene de los Partos, pero se extiende desde Bizancio y da lugar a la caballería pesada, que es el arma militar principal durante varios siglos. El estribo es un elemento de apoyo indispensable para atacar lanza en ristre. Una innovación espléndida aparece en el siglo XVIII. Es el descubrimiento por parte de Leibniz del sistema binario, sin el cual no hubiera sido posible el ordenador. Aunque en esta época no se sabía cómo hacerlas, las actuales computadoras son el aprovechamiento de ese descubrimiento leibniziano.

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acudiendo a las ideologías políticas. Con ello no se han resuelto los problemas pendientes. La política es una organización estática. Algo semejante ocurre con la teoría económica; por eso, la confluencia de ambas ha dado lugar a un espectacular empantanamiento que se llama tecnoestructura. En cambio, el talento innovador forma parte de la acción de la empresa. Por consiguiente, es preciso evitar el contagio de la institución empresarial por la tecnoestructura. Señalemos que este contagio es favorecido por un planteamiento equivocado, confuso, de las relaciones entre la empresa y el mercado. Por eso también conviene distinguir dos tipos de empresarios: los que miran al pasado y los que miran hacia delante. Los primeros están abocados a la ruina, o a moverse en las espirales de la tecnoestructura; entienden, como aquellos de que habla Heráclito, que no hay más que aguardar. Son sujetos pasivos ante un porvenir provocado por otros y se instalan en lo consabido; ciertamente, la experiencia juega un papel importante en la práctica, pero no para prolongar la adquirida, sino para recopilarla y dar el salto desde ella al porvenir. Los empresarios que hacen falta hoy son los que se dan cuenta de la progresiva ampliación de su entorno y de la paralela posibilidad de descubrir, de iniciar. Ya hemos dicho que las innovaciones son seguidas por un periodo de estabilidad en el que se aprovechan y apenas se modifican. Tomemos un ejemplo trivial: desde el invento de la pasta de dientes, las innovaciones posteriores son cada vez más reducidas. Al cabo del tiempo todas las pastas de dientes han llegado a ser iguales o con diferencias sin importancia: el olor o el sabor, etc. Esto es señal de que tal innovación se ha agotado; por eso mismo, otros modos de limpiar la dentadura adquieren importancia. La última innovación que hoy se ha de tener en cuenta, pues va a contribuir especialmente a configurar el futuro, es el salto del modelo mecánico al biológico. Al parecer estamos saliendo de la época industrial e iniciando lo que algunos llaman la época de la sociedad de la información, del conocimiento, o postindustrial. Esta otra época está marcada por innovaciones orientadas hacia el modelo biológico (no decimos organicista, sino biológico) Hace años cabía sostener que comparada con la ciencia física, la biología era un ciencia teóricamente incompleta. Sin embargo, en estos momentos las ciencias biológicas están tomando la delantera. Desde luego, su auge plantea muchos problemas éticos. Prescindiendo ahora de ese aspecto aunque sea muy importante (tecnificar la biología es, en cierto sentido, volverla contra sí misma, porque la vida no se presta a ello), conviene poner de relieve la influencia que dicha innovación está llamada a ejercer sobre la comprensión de las organizaciones humanas. Ya hemos señalado las limitaciones propias del método analítico. Un ser vivo es un sistema de integración de informaciones, un intercambio comunicativo según el cual todas las partes se "enteran" de lo que hacen las otras, y así se consigue su coordinación desde dentro. La coordinación se despliega y no se implanta. Es un proceso de desarrollo que comporta la superación del modelo mecánico en la dirección. A la máquina se la manda con una manivela o una palanca, pero en la coordinación todo tiene que ver con todo: es un régimen funcional de aportaciones concordes que anula el aislamiento y estimula el aprendizaje, en tanto que no es compatible con el quitarse de en medio.

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En la medida en que estas ideas se proyectan sobre la empresa y se abren paso en ella, su diferencia con el modelo mecánico se hace más perceptible. La empresa ya no es un trabajo ruidoso en que la transmisión corre a cargo de poleas, ni basta para su constitución contar con un montón de trabajadores, un cuadro directivo y especialistas en distintas áreas: marketing, finanzas, producción, etc. El modelo biológico comporta el paso de lo cuantitativo a lo cualitativo. En ese paso el intercambio de información adquiere especial relevancia. Conviene añadir que dicho intercambio no se ajusta correctamente con las leyes del mercado. Para notarlo es suficiente dirigir la atención al delicado tema de la información privilegiada. Aunque este fenómeno ha sucedido siempre, ahora se ha advertido hasta qué punto es importante también en el plano económico. Cualquier integrante de una institución no funciona bien si no se cumplen las siguientes condiciones: 1º, ha de desempeñar las tareas para las que sea más apto, ocupar el puesto adecuado, encargarse de lo que sabe hacer; 2º, ahora bien, nadie puede realizar su actividad si no está suficientemente informado de aquello que realizan los que de alguna manera tienen que ver con lo que él mismo hace (ha de saber lo que tiene que hacer, pero también lo que hacen todos aquellos cuyo trabajo tiene que ver con el suyo). Es evidente que de otro modo su capacidad no se emplea enteramente. También es claro que estas condiciones se cumplen si se dirige desde dentro y no desde fuera. Cuanto más especializada sea la función, más compleja es en sus partes la organización y más necesario es compartir conocimientos. La especialización no sirve para nada sin dicho complemento comunicativo: especializarse en modo alguno autoriza a ponerse anteojeras. En el modelo mecánico de la empresa se suponía que la especialización (y se calcula que hay de 70 a 80 especialidades en una empresa media) implica que cada uno debe atenerse a lo suyo, y que la coordinación es un elemento superpuesto. Pero no basta con distribuir y coordinar el trabajo desde fuera. La base del trabajo en equipo es la información compartida, y ello implica el indicado complemento de las especializaciones, que sin la información compartida son inútiles. Aunque la organización conste de partes, ninguna de ellas es suficiente por sí misma: cuanto más especializada, más depende de las otras; no tendrá fruto provechoso sin comunicación con ellas. Por tanto, la especialización no es un criterio funcional de independencia, sino todo lo contrario. Aunque el directivo sea reacio a admitirlo, o no lo descubra por sí mismo, es obligación suya tratar de mejorar su gestión con la colaboración de otros. Observemos lo que ha pasado en la Unión Soviética, que era una burocracia pura. Desde Gorvachov se intentó evitar la rigidez inherente a la burocracia. Ello condujo a establecer la independencia de las repúblicas que constituian la Unión Soviética (en el fondo, es éste el único procedimiento que encontraron para eliminar el Partido Comunista, porque el Partido era el sostén de la unidad). Al desmontar la unidad han aparecido entidades diferentes que tendrán que entrar en relación porque no son autosuficientes. Es misión del líder fomentar la capacidad de eficacia conjunta. Para ello es menester ir más allá de la experiencia empírica, de la que se extraen consecuencias pesimistas. Sin duda, los roces son inevitables, las personalidades difícilmente se 113


entienden, las especializaciones aíslan. Parece que no se puede esperar mucho de una convivencia espontánea. Pero existe un gran potencial en este orden de cosas. No empleamos más que una pequeña parte de lo que dan de sí los sistemas informales. La eficacia común exige prestar atención a los detalles, a pequeños matices. No es indiferente actuar de modo tosco o descuidado. El directivo que no está atento a estos extremos incurre en altos costes de coordinación. Un ejemplo: en un país de Sudamérica la gente, nerviosa por los atascos o los retrasos de tráfico, invadía con su automóvil las intersecciones de las calles sabiendo que no podría cruzarlas, taponando la circulación en lugar de detenerse en cada esquina permitiendo que los de la calle perpendicular circulasen, contribuyendo así a disminuir la fluidez de la circulación y, aún más, provocando colapsos insolubles. Si esto se hace en todos los cruces, el tráfico se detiene. En el conductor de automóvil hay potencialidad de aprender. Si no se deja dominar por su egoísmo, por su agitada impaciencia, se dará cuenta de que a todos conviene no ocupar las intersecciones. Es evidente que el coste en horas y en gasolina aumenta si esto no se tiene en cuenta. En la empresa pasa igual: lo que no sea eficacia conjunta es coste. Otro pequeño ejemplo. No tiene sentido ponerse a colocar el equipaje en cuanto uno entra en el avión, porque entonces detiene a la gente cuyo asiento está más allá. Es mejor, y así lo hacen algunas compañías, que embarquen primero los que se sientan más lejos de la puerta de entrada. Si cada pasajero sólo piensa en colocar sus bártulos, actúa aisladamente, no trabaja en equipo, con eficacia conjunta, en tanto que pasajero que embarca (acción enteramente nítida). Cuando se trata de aviones grandes, que transportan 300 ó 400 personas, el ahorro de tiempo suma alrededor de media hora. No conviene dudar de que el hombre posea capacidad incrementable, para la eficacia conjunta. En otro caso, nos estorbamos todos. A veces parece que no hay gran diferencia entre actuar de una manera o de otra. Pero no hay que fiarse de las apariencias: se debe prestar atención a las cosas más obvias; de lo contrario nunca se llega a ser filósofo, ni tampoco hombre de acción. El que va despistado por la vida no puede dirigir y desde luego tampoco filosofar. Filosofar consiste sobre todo en observar. Todas estas cosas atañen a la educación cívica, pero también importan a la política de costes. Swissair atiende a ellas. Si un piloto no sale a su hora, como tienen calculados los gastos que eso ocasiona, se le impone una multa. Naturalmente, el piloto puede recurrir, hacer un descargo, y mostrar que el retraso se debió a otra persona, al controlador de vuelo, etc. Si los fallos de coordinación de un aeropuerto son muy repetidos, la compañía da un toque de atención al encargado de aeropuerto y si los defectos no se corrigen, la compañía deja de usarlo, si hay otro cerca, y si haciendo números ve que le compensa. Para todo esto hace falta una eficacia conjunta muy alta. Si no la hay, los costes se disparan. Es evidente que si una compañía de aviación funciona con eficacia conjunta, la gente la prefiere. Y en este tipo de compañías la eficacia conjunta llega a muchos detalles: también a las comidas que se sirven. La azafata tiene que enterarse de lo que hace el piloto aunque ella no sepa pilotar. Ella es un miembro responsable de un 114


equipo de trabajo y de su colaboración depende también la eficacia conjunta. El subdesarrollo y la falta de educación cívica están unidos.

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VIII. LOS POTENCIALES DINAMICOS Líder es quien descubre lo que los otros son incapaces de ver. Al encontrar una nueva línea de acción, una nueva posibilidad de proyecto, lo que hace el líder es aprovechar una serie de potencialidades que la situación contiene, y desarrollarlas creando un marco organizativo en el que están incluidos los que se van haciendo cargo de ese proyecto, los que colaboran en él. De manera que desde este punto de vista las nociones de potencialidad del entorno, la potencialidad humana, etc., pasan a primer término. Los que no descubren potencialidades se arruinan, no pueden competir. Hoy el empresario que sea un alto directivo (aunque la inventiva puede ocurrir en diversos planos de la organización, en muchas de sus vertientes) debe ser capaz de descubrir y poner patas a esas potencialidades, es decir, de actualizarlas. Aunque no haya sido desarrollado sistemáticamente este asunto de las potencialidades por parte de los tratadistas del management en décadas anteriores, tales potencialidades se aprovechan y son utilizadas de hecho. Hoy el elenco de esas potencialidades se ha ampliado extraordinariamente. Vamos a enumerar y a establecer su importancia relativa de acuerdo con la variante actividad del mundo económico, siguiendo a Pümpin y García Echevarría12. Los potenciales se suelen dividir en dos tipos: externos e internos. El primero de los potenciales externos, y el más utilizado, es el llamado potencial de mercado. El potencial de un mercado es sencillamente su capacidad de compra. Desde el punto de vista de un empresario las potencialidades de mercado son las cantidades posibles de venta de un determinado producto. La economía clásica de empresa, que considera la empresa como un sistema productivo que aporta utilidades o prestaciones a terceros, centra en el potencial de mercado su punto de mira; todos los esfuerzos de la empresa 12.

Precisemos dos puntos que a nuestro entender son relevantes. Primero, la misma noción de potencial. La palabra indica la posibilidad de incrementar o aprovechar más algún aspecto de la organización y la actividad empresarial. Por tanto, decir que un potencial está agotado no significa que dicho aspecto carezca de importancia o que no haya de cuidarse, sino tan sólo que no puede crecer por el momento y en un determinado escenario. Téngase muy presente esta observación para entender la exposición que sigue. Segundo. Descubrir un potencial es tarea analítica, de discernimiento. Sin embargo, los distintos potenciales están relacionados. Como todo lo humano, también estos son sistémicos. De aquí se concluye que un potencial agotado o inexistente puede ser animado desde otros. Por lo mismo, intentar despertarlo con procedimientos que en circunstancias pasadas lo lograron no es aconsejable, si es que en aquellas circunstancias otros potenciales no fueron advertidos. Otra consecuencia es ésta: ningún potencial debe desarrollarse exclusivamente para que otro arranque, pues no es propio de un sistema que un factor se subordine por entero a otro, incluso en el caso de que exista jerarquía entre ellos. Señalemos, por último, que empeñarse en poner en marcha un único potencial por el momento agotado, empleando medidas que sólo atienden a ese objetivo, es forzar las cosas: un empecinamiento que implica, por un lado, una elevación de costes y, por otro, un aumento descompensado de una parte del sector servicios, pues se crean nuevas empresas especializadas en asesorar dichas medidas o en ejecutarlas.

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estan en última instancia orientados a aportar prestaciones que sean aptas para la potencialidad de vender. Este ha sido el punto clave y todavía sigue apareciendo como tal. Hay mucha gente que lo hace muy bien y consigue buenos negocios aunque sean provisionales o de corta duración. Por ejemplo, en Taiwan se fabrica una colección de cuchillos que sirven para todo (para pelar, para trinchar, etc.) Ahí vendían el conjunto muy barato. Eran de acero inoxidable y estaba formado por una veintena de piezas. A un visitante se le ocurrió comprar varios miles de juegos para venderlos en su país a un precio mayor. El problema era encontrar el potencial de mercado. Pensó que se trataba de un producto tan completo, una cubertería tan versátil desde el punto de vista de las necesidades de una cocina y una mesa, que podía venderse bien. Para proponerlo al mercado se le ocurrió aprovechar el sistema de venta por correo a partir de la publicidad adecuada. El lugar que le pareció idoneo para hacer la publicidad fue una de esas revistas que informan sobre los programas de televisión, porque pensó que el público que los leía era el cliente potencial. Descontando la publicidad, el transporte del producto, las personas que contrató para atender las llamadas, etc., se podría embolsar bastante dinero. Insisto, se trataba de encontrar el potencial de mercado a través de la publicidad, es decir, determinar cuáles serían las revistas mejores, o cuyos lectores fueran los más dispuestos a comprar ese producto. Hizo unos pequeños sondeos y pensó que tenía que ser una revista que leyeran sobre todo mujeres pensando que como era un producto de mesa serían ellas las que lo comprarían. Entonces, determinó anunciarlo en esta revista de programas de televisión en la que la propaganda es bastante barata y que leen sobre todo mujeres. Pero, después de un par de semanas, las peticiones fueron muy pocas teniendo en cuenta el número de lectores. Se dió cuenta entonces de que el potencial de mercado no lo descubiría por ahí y decidió publicar su producto en el suplemento dominical de un periódico de alta difusión. Así recibió más peticiones. ¿Cómo se aplica la inteligencia para descubrir el potencial? Trató de averiguar el eventual comprador y se equivocó, porque las mujeres no compran cuchillos; la psicología femenina no va bien con el cuchillo; los cuchillos normalmente los compran los hombres, de manera que descubrir el potencial de mercado a través de los lectores femeninos no era acertado y, en cambio, como el suplemento dominical de un periódico lo leen muchos hombres, acertó. El descubrimiento de potenciales de mercado es extraordinariamente estimado en la vida de la empresa porque de él depende. En España ha dado lugar últimamente a algún escándalo, porque para establecer los distintos nichos de mercado conviene tener mucha información y, si se dirige por carta el anuncio, o por teléfono (por ejemplo, hay fabricantes de cosméticos femeninos que no venden más que a domicilio), hay que saber a quién se llama y para eso hay que tener una gran información: si tiene dinero suficiente o no según el producto que se quiere vender, etc. Hace poco se produjo un escándalo porque se fundó una empresa para almacenar ese tipo de información y venderla a la gente dedicada al descubrimiento de mercados potenciales, utilizando como fuente las informaciones confidenciales que poseen las administraciones públicas. Evidentemente ahí hay un delito por parte de los funcionarios que vendieron la información. Parece que la persona que montó este negocio invirtió más de mil millones de pesetas en ordenadores para guardar la información, a fin de venderla a terceros. Este tipo de información la utilizan mucho 117


los fabricantes de artículos de alto precio que envían publicidad; naturalmente, tienen que saber a quién dirigen el catálogo porque no tiene sentido enviarlo a personas que no pueden comprar. El descubrimiento de los potencialidades de mercado es importante, pero debe ser adscrito, integrado en la actividad y en los atractivos del producto. Sin embargo, este potencial no es el más activable hoy, entre otras cosas, porque los mercados están sobresaturados. De manera que no es aconsejable moverse exclusivamente por el intento de descubrir potenciales de mercado. Digamos que es escasa la utilidad que se puede obtener por ahora de este potencial; por tanto, hay que descubrir nuevos potenciales. Evidentemente atender sólo al potencial de mercado es propio de un empresario conservador, de un empresario que se atiene a lo que se venía haciendo, a un potencial muy activo en otros momentos, pero es una visión corta cuando los mercados están saturados insistir en una simple política de ventas con una búsqueda selectiva. A algunas empresas les seguirá dando resultado, pero no se puede poner demasiadas esperanzas en esto. Desde el punto de vista de la antropología de la dirección, hay que decir que siempre que se pueda ha de intentarse, pero debe tenerse en cuenta que no es el único potencial, y no hay que obsesionarse en provocarlo por las razones aducidas en la nota 12: costes extraordinarios y política de publicidad excesiva cuyo rendimiento empieza a bajar porque el mercado es poco elástico si está, como decimos, sobresaturado. Es claro que esto puede hacerse en algunas empresas, por ejemplo, es más barato que un gran almacén mande un catálogo que mantener las instalaciones y un numeroso personal, etc. Si puede reducir esas instalaciones y mandar los productos contra reembolso, consigue una clara ventaja competitiva, etc. Pero, insisto, los potenciales de mercado están disminuyendo, precisamente porque el mercado ha alcanzado una gran amplitud. Otro potencial externo es el potencial financiero. Este potencial se describe como el conjunto de todas las posibilidades que se producen en las transacciones financieras con terceros. La manera clásica de disponer de potencial financiero es simplemente procurarse capital ajeno (acudir al crédito, etc.) Actualmente el potencial financiero da señales de estar agotado. El objetivo parece que debe ser encontrar otro tipo de potencial financiero que no sea el clásico. Se puede aprovechar aquí la creciente informatización y las innovaciones de las prestaciones financieras, es decir, no acudir a bancos sino a otros tipos de financiamiento. Un tipo de financiamiento que se ha utilizado en algunas empresas con gran éxito es el financiamiento interno, pues en la misma medida en que el personal de una empresa está integrado en ella puede ser capitalista de la empresa. En esas condiciones (que constituyen otro potencial), el personal puede preferir invertir su dinero en la propia empresa que en el banco. Este es un potencial financiero extraordinario, porque cabe hacerlo creciente; el bancario no crece en la medida de éste. Sin embargo, hay que descubrirlo; descubrirlo no es simplemente saber que existe, sino organizar la propia empresa de manera que se pueda actualizar. Este potencial significa que el accionariado sean los propios componentes de la empresa. Las cooperativas auténticas han logrado hacerlo con gran intensidad. Se trata de un potencial financiero insospechado por el empresario convencional. 118


En Mondragón pensaron en un modo de reparto de beneficios de acuerdo con unos baremos determinados (el reparto de beneficios, en definitiva, es un problema de cuotas que tiene en cuenta el capital fundacional, el personal interno -directivos y no directivos a los que se les paga un sueldo-, el Estado y la amortización). Las cooperativas de Mondragón descubrieron que jugando bien con la cuota de beneficios que correspondía a todo el personal se podía establecer un sugestivo reparto al que se adhirieron muchos: pagamos un sueldo no superior al medio del sector, pero además asignamos una parte de los beneficios para que se invierta en la empresa. De este modo los empleados se convierten en capitalistas y su próxima remuneración será su sueldo y la parte de beneficios que se asigna para pago de capital. Los norteamericanos han considerado que la parte más importante de una compañía son los accionistas porque son aportadores externos de capital y venden o compran acciones según los resultados; la política de protección del accionista ha sido muy fuerte en USA, pero quizá no es la mejor, porque entonces la constitución del capital se hace de una manera dinámica, pero más incierta que si se incluye en ella a los propios agentes de la actividad productiva. Los porcentajes que se establecen entre los cuatro conceptos apuntados dependen de la relación entre el inmovilizado y las ventas. Si las ventas son, como ocurre en España, el 200% del inmovilizado lo que se puede repartir es poco y la empresa está a punto de quebrar en cuanto se pida un aumento de salario (entonces habrá que reducir por otro lado, por la amortización o por donde sea). La empresa española ha funcionado con un reparto de beneficios en la que parte de los impuestos no era muy elevada. En la época de Franco, hacia los años 60, que es cuando empieza a funcionar en escala la empresa, los impuestos eran más o menos un 20% de la renta nacional; actualmente los impuestos son más del 40%: prácticamente se han doblado. Esto significa que la parte que se lleva el Estado es mayor y las distribuciones hay que hacerlas de otra manera, pues si uno se lleva más, otro generalmente se lleva menos. En USA pueden primar a los accionistas porque su relación entre inmovilizados y ventas es alrededor de 800 ó 900%, lo cual quiere decir que el beneficio es bastante elevado. Si los americanos aceptaran tipos de financiación en los que el capital fundacional fuera mínimo, de modo que los accionistas externos fueran sólo el arranque de una empresa, los costes financieros se sufragarían de otra manera. Si los accionistas son externos, no son gente que formen parte de la línea, sino personas que se limitan a colocar su dinero. Los accionistas no son nada partidarios de correr riesgos, no entienden la empresa como un dinamismo. Como poseen mentalidad de propietario quieren negocio seguro y si tienen un poder muy grande, producen quiebras en el proceso de la empresa. En cambio, si son por un lado accionistas y a la vez reciben ingresos de la empresa por otro concepto, es decir, si forman parte de la empresa, la política de inversiones es diferente. No nos limitamos a proponer este nuevo potencial, sino que ya se está aprovechando en algunos sitios. Lo que decimos es que conviene la proximidad del inversor a la propia empresa, y que ahí hay un potencial financiero que los norteamericanos no aprovechan. En definitiva: los procedimientos de financiación clásicos no son los únicos, sino que hoy están apareciendo otros nuevos y hay personas 119


que los llevan a cabo de un modo extraordinariamente ventajoso. Tal como van las cosas hay que pensar que estos sistemas de capitalización no son sólo para los directivos sino para cualquier empleado: todo agente productivo puede llegar a ser capitalista de su propia empresa. El capital inicial es otra cosa; o, dicho de otro modo, el capital fundacional debe amortizarse de manera que la empresa se autofinancie, puesto que debe generar, como consecuencia de su propia actividad, los recursos necesarios para continuar. El capital es la inversión y la inversión es cada vez más necesaria porque hay que renovarse constantemente. Este modo de financiación es una nueva potencialidad que en el siglo XIX apenas se adivinó. Las circunstancias eran poco propicias. Este potencial se vislumbra en la Quadragesimo anno de Pío XI. El Papa lanzó la idea, y el movimiento cooperativo católico, que en algunos sitios ha tenido éxito y en otros ha fracasado, es una consecuencia. El cooperativismo católico surge de las ideas expuesta en la citada Encíclica: pero la Wolskwagen también funciona así. En rigor, es más propio de los que pertenecen a ella porque, en definitiva, la empresa es una dinámica, es un proyecto en marcha. Por tanto, la empresa tiene que automantenerse en todos los órdenes: también en el de la capitalización. Ahora concurre una situación en la que esto va a ser favorecido: la política de subvenciones tiene que ser autorizada en la C.E.E. ¿Cómo puede funcionar Iberia, por ejemplo? O consigue beneficios por su propia actividad y esos beneficios los reinvierte, o desaparece como ha desaparecido la Panam. Por tanto, las potencialidades financieras no clásicas hoy están en alza. Insistimos, hoy las potencialidades financieras significan descubrir otros modos de encontrar recursos financieros distintos de los procedimientos antes empleados. Con esto no se niega la importancia de los bancos. En el ámbito del mercado, potenciar es encontrar otro procedimiento de vender, de colocar los productos; el último que se ha descubierto -o redescubierto porque ya fue empleado hace tiempo en los grandes comercios- es la venta por catálogo que va a reducir mucho la instalación inmobiliaria de los grandes almacenes con venta directa al público. La venta por catálogo o por teléfono, a su vez potenciada por las redes informáticas, ya ha empezado a funcionar y permitirá cerrar sucursales. Como los mercados se saturan fácilmente, es difícil encontrar nuevas potencialidades; algunos lo lograrán, pero la tendencia general no sigue esa línea. En cambio, el potencial financiero es creciente en la actualidad; quien no lo descubra o no sepa aprovechar sus nuevas modalidades, con mucha probabilidad será desplazado. De esta manera se conseguiría, además, que la bolsa tuviera menos importancia. Las fluctuaciones de la bolsa son disparatadas, negocios especulativos que transtornan el equilibrio económico de manera notable. El capital es huidizo, y hay que evitar que lo sea; deja de ser huidizo cuando la gente lo invierte en la misma actividad que está realizando. Pero si el capital es externo, cuando haya un mal momento para la empresa, el capitalista lo retira y con ello la acaba de hundir. Por otra parte, la empresa debe sufragar los gastos públicos, porque el Estado proporciona una gran cantidad de servicios: infraestructura, etc. Pero sucede que en la política de los últimos años una gran parte de lo sufragado al Estado se ha empleado en empresas a fondo perdido, por ejemplo Hunosa, por consideraciones de otro tipo.

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Hunosa no es rentable. Como no se le puede seguir inyectando dinero, hay que buscar una alternativa para sus empleados. Otra gran ventaja que implica descubrir nuevos potenciales financieros es mejorar la función de los sindicatos conduciéndola a nuevos objetivos. Una empresa cuyos miembros son propietarios no suele sufrir huelgas, salvo en casos excepcionales, como en algunas empresas cooperativas yiugoslavas en tiempos de Tito. El descubrimiento de las potencialidades está vertido en el mismo modo de proceder dentro del mundo humano. El mundo humano en el que estamos situados no es condicionante, sino, al contrario, un horizonte de posibilidades. El homo sapiens no es un ser en el que el individuo esté al servicio de la especie, sino que por ser personal es superior a la especie. Por eso, el correlato estricto de la especie en el ser humano es su mundo, la sociedad. El homo sapiens tiene que encontrar potencialidades en su vida social; por eso una sociología de roles o de status, es falsa, obsoleta; hoy no se puede aceptar. (Parson está equivocado; la idea de sociología sistémica de Luhmann es paralítica porque no ve la invención de potencialidades). Otro relevante potencial es el informático. Consiste en el aprovechamiento de los modernos sistemas de informática y comunicación. El progreso en la microtecnología, en estas áreas, abre a la empresa notables posibilidades en la medida en que entienda de forma conceptual el sentido de estos instrumentos y su coordinación sin limitarse a utilizarlas. El atractivo de la informática crece; vislumbramos lo mucho que puede hacerse hoy con ordenadores, la reducción de costes que llevan consigo y las posibilidades de coordinación, por ejemplo, en la cadena de montaje. Las potencialidades informáticas deben ser aprovechadas y son de alto rendimiento. Véanse la diferencia que comportan, por ejemplo, para las ventas por correo. En Inglaterra y en Estados Unidos cuando alguien pide un artículo por correo, mediante la mención de un número del catálogo, quien atiende el pedido le pide la tarjeta de crédito; introduciéndola en el teléfono y usando un sistema informático se sabe si esa persona tiene saldo positivo o no, y puede darse la orden de venta. En cuanto esta potencialidad de mercado se aproveche se potenciará el uso de la tarjeta de crédito, pues gracias a la informática la red de teléfonos estará conectada con la red de datos bancarios. Habrá que cuidar la información que se proporciona, pero el vendedor tiene derecho a saber si hay saldo para la compra que se ha pedido. La potencialidad de la informática en la actividad empresarial, tanto hacia afuera como hacia adentro, es muy alta y no está saturada. Pero la actualización de este potencial lleva consigo dos exigencias: primera, personas de alta formación; segundo, que el mercado de trabajo se flexibilice mucho, es decir, que las posibilidades de cambiar de ocupación sean mayores. Actualmente un obrero está prácticamente adscrito a un lugar de trabajo y es muy difícil para él cambiar de ocupación. Pero si una fábrica aprovecha la informática podrá reducir personal, sobrarán empleados, de manera que este potencial exige descubrir nuevos potenciales de trabajo. En España estas posibilidades son pocas porque se practica una economía muy estática. Otro potencial cada vez mayor es el de aprovisionamiento. Consiste en el incremento de utilidades que puede conseguirse mediante una nueva política de 121


compras y de nuevas maneras de relacionarse con los proveedores. Si se puede adecuar exactamente lo que se compra respecto de lo que hay que producir, las compras se harán de manera que no haya materiales no utilizados. Es lo que los norteamericanos llaman just in time, imitando a los japoneses. A esto hay que añadir algo muy importante, que es el reciclaje de material (las empresas tendrán que aprovechar más sus residuos porque es la única manera de evitar graves problemas ecológicos). Las potencialidades en aprovisionamiento hay que descubrirlas. No se puede ahora trabajar por aproximaciones de semanas, porque así se elevan los costes. Es evidente que la informática bien utilizada puede aprovecharse aquí. El jefe de compras tendrá que ser una persona cada vez mejor formada. No se puede permitir lo que ha pasado, por ejemplo, en algunas obras públicas faraónicas, en que se ha triplicado el presupuesto de distintas partidas por una política de compras mal hecha. ¿Qué hacen miles de coches producidos, no vendidos y aparcados? ¿Qué ocurre en una empresa editorial si no sabe elegir exactamente el procedimiento de edición de manera que lo acompase con la venta? Aquí hay una enorme cantidad de costes que a veces se desprecian, pero que son muy altos. A una editorial almacenar los libros la arruina. Cuando los libros son invendibles, las tiradas son muy cortas por lo que el libro sale muy caro y aún es más difícil venderlo; pero para elevar la tirada hay que saber en qué tiempo se venderán los libros. Hay que coordinar todos estos potenciales; no hay que fijarse sólo en el mercado o sólo en los proveedores, etc. De acuerdo con el precio del metro cuadrado de almacén y el coste que significa no dar salida adecuada a los productos, el deterioro que supone es grande. Es menester hacer sincrónicas las entradas y las salidas de manera que no haya exceso de aprovisionamiento. Esto muchas veces se ha hecho a ojo de buen cubero, pero la informática puede ayudar mucho: hay que estar muy atento, porque el negocio puede salir al revés si el calculo está mal hecho. Vender una cantidad en tres meses es mejor que venderla en seis. Por tanto, también es mejor dividir la producción en cupos y calcular bien cuándo se vende un cupo y cuándo se va a necesitar otro, en lugar de almacenar. Se podrían poner muchos ejemplos de cosas que se estropean, que están ahí muertas sin que nadie las use. Evitarlo exige coordinación. Debe además advertirse que las ventas no siguen líneas continuas. El potencial de control de aprovisionamiento es cada vez mayor y hay que concederle atención. El departamento de compras tiene que estar vinculado estrechamente con otros, y ha de contar con gente de alta calidad: hay que pensar mucho a qué velocidad se compra. El potencial humano externo es el conjunto de todas las fuerzas o prestaciones de trabajo que existen y no se utilizan en un país o en una comunidad. Se debe partir del supuesto de que los recursos humanos están lejos de agotarse, como consecuencia de políticas de personal inadecuadas, tanto en el Este como en el Oeste. Conviene reconocer que los actuales conceptos de dirección no acaban de entender las exigencias humanas del trabajo. Surgen nuevos valores que ayudan a la reconsideración de la relación entre empresas y colaboradores como consecuencia de la evolución demográfica y de la política mundial. El potencial humano externo es muy elevado. El presidente Menem ofreció a los rusos 10000 puestos. Estamos viendo a los rusos en una situación agobiante porque los recursos humanos internos del país han sido muy mal 122


empleados, pero respecto de otros escenarios son recursos humanos externos aprovechables. ¿Son un potencial para la comunidad europea? En cierta medida sí. Es claro que en el Este ha de haber buenos ingenieros. En países que tienen grandes recursos naturales, como Argentina, pero que necesitan aumento de población, tiene un alto significado que vayan rusos formados: es una fuerza de trabajo que cabe integrar. Esto se puede llevar a cabo evidentemente de muchas maneras, porque si para graduar los aprovisionamientos con relación a las ventas hace falta inteligencia y previsión, y estar en correlación con otros, para trabajar en equipo con personas de otra cultura requiere mucho más esfuerzo. Para aprovechar mejor el potencial humano hay que consolidar la institución familiar. El hijo humano nace prematuramente, esto es, como un adulto potencial, justo porque ha de adquirir el saber-hacer más allá de la embriogénesis. La tarea de aprender es imposible sin inserción en la sociedad. El mundo humano es históricamente social. La historia es un tiempo diferente del tiempo de la evolución en que se constituyen las especies biológicas: es el tiempo de la incorporación de los seres humanos a la madurez sapiencial-práctica que se va conquistando gradualmente. Por eso mismo, la función primordial de la sociedad es la acogida, la educación de las nuevas generaciones. Esta función corre a cargo ante todo de la institución familiar. La paternidadmaternidad en el ser humano no es exclusivamente genética, sino el caso más neto de la estrategia reproductiva que se llama nidificación. El amor entre los esposos se prolonga hasta los hijos. Ya el acto generativo humano favorece un amor estable y comunicativo que permite la prolongación aludida, la cual dura largo tiempo. También el bipedismo contribuye a ello, pues se corresponde con el abrazo amoroso y, coherentemente, con su mayor frecuencia: la mujer es receptora todo el año. Es asimismo sugestiva una idea que los sociólogos suelen proponer, a saber, la primordial comunicación entre la madre y el hijo. La base del aprendizaje de la lengua por el niño reside en la relación con la madre, que es muy estrecha, y se corresponde con ese tipo de acogida que es el regazo femenino. A partir de su prematuro nacimiento, el niño está llamado a un crecimiento psíquico y corpóreo prolongado. Su vida es algo así como una construcción por fases de su propia madurez. La primera de esas fases es la integración de su afectividad, la cual sólo es posible en la familia. Siguiendo una sugerencia de Kant, cabe describir la integración afectiva del hombre como la percepción de la armonía entre sus facultades, es decir, del acuerdo y la concordancia entre ellas. Sin embargo, este acuerdo está siempre amenazado por atrofias o hipertrofias que las descompensan. Es lo que puede llamarse desarrollo aislado de la capacidad de desear o de conocer, que repercute en ellas limitándolas. Sin la integración afectiva básica, los deseos humanos constituyen un haz divergente, que reduce el vigor de su dirección hacia el fin, y que, por tanto, da lugar a la retención de la intención deseante en los medios. Este riesgo se acentúa a medida que el tiempo histórico aumenta los medios disponibles. La situación actual de nuestra cultura ofrece con claridad este rasgo: hipertrofia de medios, atrofia de la unidad del fin.

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En lo que respecta al conocimiento, su plural despliegue da lugar al haz inconexo de las especializaciones. Las especializaciones son la hipertrofia del pensamiento discursivo o, como dicen los sociólogos, del pensar racionalizado. La contrapartida de la limitación del conocimiento al discurso es la pérdida de la capacidad inventiva, de la anticipación con que la inteligencia descubre la densidad de lo real que los filósofos llamamos ser y de su íntima compatibilidad, a la que llamamos verdad. Surge así el tipo humano al que Max Weber describe como "especialistas sin espíritu y gozadores sin corazón". Se trata de una nulidad humana que se imagina haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente, pero que vive en un estuche vacío o una jaula de hierro: una vida humana encapsulada en lo procedimental, una sociedad que no se abre a ninguna novedad, situada en un estadio terminal (como dice Francis Fukuyama). Para Aristóteles, la integración de la afectividad proporciona al hombre el elemental control cibernético de su actividad. Es la seguridad de fondo, inicial, que abre paso al crecimiento sin antagonismos de las facultades humanas superiores; el confiar como base de la esperanza, es decir, de la actitud ante el futuro como sede de las metas a alcanzar sin impaciencias, tensándose hacia ellas. La integración de la afectividad es el cometido básico de la educación familiar. La alegría y el buen humor evitan el recargar la motivación por el temor al esfuerzo que el actuar requiere. El fracaso de esa integración es solidario con la crisis del carácter comunitario de la familia. El ser humano estrena renovadamente su reconocimiento, como ser humano que es, en el seno de su relación filial. Como señala A. Polaino, la inseguridad del padre (o de la madre), cualquiera que sean sus contenidos, con toda probabilidad se prolongará en la inseguridad de los hijos. En un contexto familiar dubitativo sólo puede crecer la inseguridad personal, la lamentable experiencia del abandono. El hijo no puede confiarse en sus padres si a la vez no se fía de ellos. Los hijos son tanto más felices cuanto más seguros se sienten de ellos mismos, lo que exige formarlos en la confianza de su propio valer: ser respetados y confirmados en la verdad de su ser por aquellos que son su origen. Los hijos son felices si no se ven clausurados en el hermetismo que produce la desconfianza. A diferencia de lo que acontece en otras especies animales, la paternidadmaternidad humana posee un valor trascendente, justamente porque el hombre sabe de quién procede. Algo análogo puede afirmarse de los padres, puesto que también conocen que el hijo procede de ellos. El acto originario de un nuevo ser humano es el núcleo de la paternidad: es un acto trascendente que sobrepasa la mera unión sexual de un hombre y una mujer. La paternidad humana constituye de un modo nuevo al hombre por hacerlo respectivo a un nuevo ser humano. A su vez, la relación del hijo con el padre, por ser constitutiva y primordial, remite inevitablemente al origen del propio ser: el hombre es interpelado por su propio origen. Así se evita la caída en el narcisismo -tan extendido en la sociedad actual-, que viene a ser la exclusión de la conciencia del origen. Por ello, tanto la paternidad como la filiación son relaciones permanentes. Ningún hombre está autorizado a entenderse como ex-padre, como tampoco nadie 124


puede comprenderse a sí mismo como ex-hijo. Por ser esta relación constitutivamente originaria, posee una vigencia extratemporal. Insisto. Cualquiera que sea la duración de su biografía, el hombre es siempre interpelado por la cuestión de su origen, interpelación que le encamina al reconocimiento de su carácter de ser generado, del que no puede hurtarse: no puede soslayarlo o sustituirlo. La identidad personal es, por tanto, indisociable de ese reconocimiento. Sin embargo, uno de los fenómenos más notorios de las ideologías modernas es el no querer ser hijo, el considerar la filiación como una deuda intolerable. Por lo demás, el sentido del trabajo es distinto cuando el hombre se acepta como hijo y cuando rechaza esa condición. Para el que se sabe hijo, el trabajo es una tarea siempre referida a una encomienda a la que responde el tratar de realizarse como hombre (se desarrolla en el seno de la virtud de la piedad). Para el que rehúsa su condición filial, el trabajo es la colmación de un interno vacío: atribuye al trabajo el valor de una autorrealización del que él mismo es puro resultado. Pero el resultado más problemático de la renuncia a ser hijo es el individualismo. Es un supuesto estático, o que deja fuera de consideración el proceso de constitución del ser humano, y, por tanto, la organización creciente de sus facultades superiores. Dicha actitud comporta un déficit antropológico. El ser humano no es un individuo -un indiviso-, sino una realidad sumamente compleja, que requiere una averiguación de sus entresijos, esto es, de la conexión de sus facultades, las cuales pueden ajustarse o irse desajustando. El hombre tiene que aprender a serlo. Pero este aprendizaje puede fracasar, es decir, conducir al desajuste de las dimensiones de su ser. Dicho desajuste ocurre siempre que el hombre reduce el ámbito de sus intereses, reducción inevitable en el aislamiento que comporta pretender vivir como mero individuo, que sólo mantiene relaciones de intercambio de medios con los demás. A partir de la integración de la afectividad que se logra en la institucón familiar, el ser humano entabla relaciones caracterizadas por la comunicación, es decir, por el diálogo y la cooperación, por el otorgamiento recíproco de aportaciones que parten de cada uno y revierten en todos. Como ser dialógico el hombre no es individuo, sino persona. Cooperación y comunicación comportan relaciones más estrechas que la interacción entre individuos, puesto que llevan consigo un crecimiento renovado: la cooperación incrementa la base misma de las operaciones concertadas; el diálogo instaura un ámbito de conocimientos compartidos, un enriquecimiento mutuo. Es así como la voluntad y la inteligencia funcionan en un régimen interpersonal, abierto siempre a novedades. Pasemos ahora a estudiar otro potencial. Es el llamado de reestructuración de empresas. Consiste en comprar empresas ruinosas para mejorar su gestión. Este potencial ha sido muy alto, pero ahora, como consecuencia de la saturación del mercado, ha disminuido. Es un potencial que se produce sólo cuando una empresa tiene el personal requerido para reestructurar a otra. Es lo que se suele llamar comprar empresas con bajo management por empresas con alto management: esas empresas dejan de ser ruinosas. El potencial de compra y reestructuración es todavía alto en algunos sectores, sin embargo el potencial puede venirse abajo si los sindicatos 125


impiden la reestructuración. Otras veces el conflicto entre mentalidades diversas lo hacen económicamente inviable. Los sectores en estancamiento o recesión deben ser reestructurados y la mejor manera de hacerlo es concentrándolos. Que la empresa que los concentra tenga empresarios de alto nivel, es la condición necesaria para que la operación salga adelante. Otro potencial cada vez mayor es el de cooperación. El potencial de cooperación son las posibilidades que se ofrecen a una empresa en el orden de absorciones no hostiles, digámoslo así, lo cual puede ser bastante conveniente teniendo en cuenta la globalización de mercados. Este es otro de los potenciales externos. Podrían añadirse algunos más: encontrar oportunidades de influencia en el entorno. Para eso hace falta que las empresas se pongan de acuerdo. A veces los empresarios tienen una sensación de culpa moral porque son considerados como plutócratas o explotadores, viejas objeciones ideológicas justificadas en casos concretos, pero no respecto de la figura del empresario en nuestra sociedad, que es central y cada vez lo va a ser más: si hay algún futuro para la organización social actual depende de que los empresarios se dinamicen y asuman sus riesgos y responsabilidades. Una de sus responsabilidades es precisamente saber utilizar su influencia respecto de la política, asunto bastante complicado, pero que hay que abordar. En muchos países es evidente que la alianza entre la empresa y el Estado se ha hecho con falta de responsabilidad por parte de las empresas. Seguramente el caso español de Rumasa les asustó, y se han visto arrastradas por una política estatal unilateral. Ahora bien, sucede que los políticos entienden poco de procedimientos dinámicos. La política es otra cosa, una actividad mucho más estática: no es innovadora, sino burocrática. Sin embargo, como consecuencia del proteccionismo bajo el que ha funcionado la empresa española se han descuidado los potenciales internos y externos de una manera notable. El proteccionismo ha puesto la economía en manos del Estado. Incluso las empresas no estatales lo esperan todo del Estado. De esta manera no se puede salir adelante ni entrar en la CEE en términos competitivos. Hay todavía otro potencial externo que es el cuidado del cliente, importante responsabilidad de la empresa. El cliente debe ser considerado en rigor como parte de la empresa y no como un elemento exterior al que se le colocan los productos de cualquier manera. Eso es mala política porque la gente se deja engañar una vez o dos, pero en cuanto haya una competencia fuerte, se pierde al cliente. Hay que crear verdaderos clientes que son además una fuente de información decisiva, lo que por otra parte reduce los costes de información, que con frecuencia son muy altos. Respecto a los potenciales internos el primero es la reducción de costes. Las grandes empresas suelen incurrir en excesos organizativos, en la burocratización. Cuanto más próximas están las empresas a la administración política mayor es la burocratización, lo que da lugar a unos costes enormes. Con todo, el proceso de desburocratización de las empresas está muy avanzado en Japón, Alemania, Estados Unidos, etc. La desburocratización puede tener para nosotros un coste muy alto a corto

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plazo, porque la desburocratización debe hacerse con rapidez: los costes debidos a una mala organización se conseguirán reducir rápidamente si se trabaja bien en equipo. Otro potencial interno importante es el potencial de conocimiento, esto es, las posibilidades que tiene una empresa para utilizar de sus propios conocimientos. Aquí entran las políticas de patentes que son muy importantes sobre todo cuando la empresa no está lo suficientemente cualificada. Cuando la empresa tiene unos conocimientos tecnológicos que son casi exclusivamente suyos, la concesión de patentes ajenas tienen menos importancia. Hay empresas en las que sus miembros poseen muchos conocimientos, pero son de los miembros y no de la empresa (por ejemplo en compras, producción, marketing), porque esos conocimientos no se comparten y ni siquiera el más alto directivo los puede sintetizar. Por tanto, se puede decir que ese potencial, siendo muy alto, se utiliza inadecuadamente. En esto hemos insistido bastante: una de las ventajas que tiene el trabajo en equipo es que todos se enteran de lo que hacen los demás y especialmente de lo que tiene que ver con su trabajo, y eso pone a disposición de los directivos una serie de datos sobre los que pueden ejercer su función de síntesis, sin la cual la dirección no es posible. Se han de aprovechar los conocimientos de manera que no haya compartimentos estancos, aunque existan dificultades entre los departamentos: es mejor que surja una polémica interna a que cada uno funcione por su cuenta; cada departamento ha de ajustarse con los otros por sí mismo. Quizá el problema más grave es que no se aprovecha lo que la gente sabe porque no se la pone en el sitio oportuno. Hay un dinero espléndidamente empleado cuando se usa, por ejemplo, en dotar cátedras. Eso lo puede y debe hacer la empresa porque necesita que la gente que salga de la universidad esté formada para el desarrollo de la actividad que la empresa necesita. No se trata de ninguna utopía, pero exige directivos de alta formación dispuestos a entrar en relación con los rectores. Si esto no se hace, ocurren cosas muy extrañas. Por ejemplo, en una reunión del consejo de rectores, que es un órgano consultivo del ministerio de educación, se puso en evidencia que se requería reorganizar la investigación, porque un país sin investigación es un país sin recursos de conocimiento y dependiente de costosas importaciones. Funcionar a base de tecnología extranjera sin aportar la propia es malo, pero para que las universidades sean centros de investigación hace falta bastante dinero (en humanidades es menos cara porque no hacen falta tantos aparatos, pero es cara en tiempo porque ser experto en humanidades no se consigue en poco tiempo: conocer al hombre a fondo exige tiempo). Pero en todos los campos del saber hacen falta equipos de investigación. Como los recursos no son abundantes, es necesario coordinación entre las universidades, de manera que se repartan el trabajo y se centren en investigaciones determinadas, de modo que en cada campo una fuera la mejor. Ese reparto no debe comportar una disgregación: hace falta que la universidad funcione toda junta, en correlación. Esto lo propuso un rector inteligente, pero ello implica tal modificación de la organización que no resulta fácil. Por ello los esfuerzos se dispersan, se crean núcleos de investigación insuficientes, que se repiten, y al final no se hace nada. El coste es altísimo y la pérdida de ventajas notable.

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Además, tenemos la idea equivocada de que las universidades son autónomas. Las universidades no pueden ser autónomas: deben serlo respecto del Estado, pero no entre sí, porque la universidad son todas las universidades, todos los centros universitarios. Debe hacerse más viable el traspaso de profesores, formar grupos suficientes de investigación y no desperdigarlos desordenadamente. Si el mundo empresarial no hace sentir sus intereses en este terreno, es evidente que los políticos no lo van a descubrir. En suma el potencial de conocimiento contiene gran cantidad de posibilidades internas y en colaboración con el entorno que hay que poner en marcha. Otro potencial interesante es el que suele llamarse potencial de sinergia, que brota de la conjunción de las distintas unidades organizativas de manera tal que todas ellas juntas puedan modificar la producción y ejercer otras actividades. Si una empresa no puede fabricar más que un producto y de una sola manera, dura pocos años. La rigidez en este punto es suicida. No puede subsistir una empresa que no desarrolle su potencial sinérgico, es decir, si se limita a funcionar con las fórmulas de siempre y a producir siempre lo mismo. La empresa tiene que poder cambiar de actividad: producíamos calcetines, pues ahora bufandas; producíamos cosméticos, pues ahora productos farmacéuticos. La empresa que no sea capaz de cambios no se adapta, fenece. Producir lo que no se vende es una tontería; pero a la vez es una medida cobarde reducir la empresa porque ahora se vende menos: es poco imaginativo, poco creativo; hay que plantearse si es posible hacer otra cosa. Todos los potenciales están vinculados. Quizá en España se cometió un error cuando se cambiaron los olivos por el girasol. Ese es un cambio de producción que tiene que ver con el potencial sinérgico de la agricultura española, pero es un mal negocio porque el aceite de oliva es el mejor. Lo que convendría haber hecho es abrir el mercado de aceite de oliva en vez de sustituirlo a corto plazo con el girasol que tiene costes menores. Resulta que hoy el aceite de oliva es rentable. Para que un olivo produzca hacen falta bastantes años. Los cambios deben ser reversibles. Conviene tener capacidad de cambio pero hay que usarla con cuidado. Si debe fomentarse el potencial de conocimiento, también hay que fijarse en los productos en los que uno puede sobresalir y no despreciarlos por la idea de que a corto plazo otros son más rentables. El empresario que no ve a a medio plazo no pasa de ser un negociante. El potencial sinérgico es muy elástico. Hay que poder cambiar y hacer otra cosa, pero también volver a hacer la misma si conviene; y muchas veces conviene. Por ejemplo, las telas de hace 10 años eran mejores que las de ahora, simplemente porque tenían más lana. Seguramente habrá que volver a hacer esas telas dentro de poco tiempo. Son telas más caras, pero como la calidad de las telas es progresivamente más apreciada, volverán a venderse. Cambiar de actividad no significa olvidar la antigua y pasar a otra cosa, sino pasar de una a otra según la coyuntura y según las posibilidades del mercado, según los cambios de valoración del público. Estamos en una época de fuertes cambios de valoración, la gente se desengaña de muchas cosas: las modas pseudoelegantes a costa de la calidad no durarán.

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Otro potencial importante es el organizativo: la configuración de procesos y estructuras. Por ejemplo, la división de la empresa en unidades empresarias diferenciadas, la organización plana, la optimación de los tiempos, etc. El atractivo de este potencial de organización es hoy muy elevado. Otro potencial es el humano. Como hemos procurado resaltar es altísimo. Se trata de integrar a la gente dándole visión y motivación; así se liberan fuerzas insospechadas. Muchas empresas no han conseguido asumir hasta ahora que los actuales colaboradores tienen otros valores que sus predecesores. Son necesarias en esas empresas medidas de adaptación que hasta ahora no han logrado realizar. Hay potenciales enormes que se refieren a las modificaciones internas del que trabaja, etc. Finalmente hay otro potencial que cabe llamar el de las modificaciones de activos y pasivos. También puede llamarse potencial de balance. Este potencial es muy elevado y hay que estar muy atento para descubrirlo. Basta pensar simplemente en la conveniencia de trasladar los locales. Al Real Madrid, aunque no se lo han dejado hacer, le convendría vender el Bernabeu y construir otro estadio a las afueras de Madrid. Pero esto ocurre con cualquier empresa: no tiene sentido tener unas naves con muchos metros cuadrados en un sitio en el que el valor del suelo es muy alto si se pueden trasladar. Hay que tener cuidado con la inmovilización de activos. A veces esto no es tan claro, muchos no lo ven, por más que este potencial existe. Lo que conviene señalar es que no hay que tener una visión demasiado estática de los activos, porque eso da lugar a balances equivocados.

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