Monografía

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PRIMER PREMIO

ARIADNA Don Antonio Parra Sanz

Tres gotas, como mandan los cánones. Las dos primeras bajo los lóbulos de las orejas, para empezar a cautivarle con los besos salutatorios, la tercera en el escote, dejándola resbalar juguetona por el surco que acantila sus pechos, para esclavizarle del todo cuando hunda entre ellos su nariz, sus labios, todo el perdón que cree que viene a suplicarle tras un año de olvido. Alicia se pertrecha ante un espejo cuarteado, como casi todo en ese piso alto del Hotel Naxos, donde se refugia, más que vivir, el personal de servicio, entre cuartos repletos de sábanas no tan limpias como sería deseable, entre manteles que van amarilleando con la excusa de la economía, y entre carros de bandejas cariadas por el óxido. Esta noche el uniforme se desmadeja en el camastro como un amante fracasado, Alicia se ha introducido en unos tejanos que no contendrán los regalos que le va haciendo la báscula con torvas intenciones, se sigue viendo prieta y resultona, las botas restañan un poco sus carencias de estatura, oscila a voluntad su rizada melena negra, abriendo mucho los ojos claros, casi grises, verificando la mueca de los labios carnosos, tan carnosos que cuando se cierran en un mohín son más una invitación que un enojo. Sabe que Pedrito del Puerto no pondrá reparos a la ausencia del uniforme, porque lleva ensayando este encuentro trescientas cincuenta y tantas noches de soledad, las que se le han ido abalanzando encima desde aquella mañana de septiembre. Pedrito del Puerto llegó el año anterior en loor de multitudes, soberbio y altivo, eligiendo


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el Hotel Naxos para que el recorrido a hombros por las calles de Cataira fuera lo suficientemente notorio, a pesar de cargar a cambio con la monotonía de las vistas tapiadas del Arsenal, se gustaba imaginando el último trayecto bajo la cúpula de los ficus de la calle Real, porque una figura como él no dejaba de serlo al abandonar la plaza, sino que debía prolongar su estela en los más pequeños detalles. Torres Vélez, el concejal de festejos, lo había anunciado como el reclamo estrella de aquellas fiestas septembrinas, cuando la mitad de Cataira mira, un poco por encima del hombro, a la otra mitad que no ostenta túnicas, sandalias o corazas, y hubo que recurrir a la vena sentimental del diestro, solicitadísimo tras sendos triunfos sonoros en San Isidro y Pamplona. Sobre Alicia recayó la suerte de acudir a la suite con el tempranero almuerzo para el maestro, en los ojos de sus compañeras titiló toda la envidia de la que carecía el rostro de Sagrario Alba, la gobernanta enlutada que velaba con mano de hierro por la decencia de las camareras, porque, decía, el confort no tiene que estar reñido con la seriedad. Ella misma depositó la bandeja en las manos regordetas de Alicia y la recorrió pulcra con la misma reconvención que siempre le dedicaba a la indómita melena que ninguna cofia era capaz de amansar. El maestro, enjuto como todos los de su oficio, la recibió en albornoz, haciéndose a un lado con la juvenil y estudiada postura que siempre dejaba al aire una de sus piernas, pespunteada por la ya famosa cogida de Sevilla que le llevara a doctorarse del todo. Alicia quebró como pudo aquella primera larga cambiada, pero al volverse hacia la puerta fue recogida sin remisión por la revolera con la que Pedrito del Puerto se despojó del albornoz; se le fue la mirada, y el alma, hacia el costurón de la pierna antes de reparar en el estoque de carne que se erguía unos centímetros arriba, su mohín de sorpresa hizo el resto y ambos cuerpos rodaron primero sobre la moqueta, cambiaron de tercio apuntalados en la pared, junto al cuarto de baño, y se entregaron al momento de la verdad ya sobre la cama. La exquisitez del toreo currista que le achacaban a Pedrito debió quedarse en la silla, recogida entre los alamares de la chaquetilla, así que fue a pasar sobre las recoletas carnes de Alicia como un novillo resabiado, fiero e impetuoso, las uñas de la camarera comenzaron por marcar los terrenos en la espalda del diestro, pero se aflojaron tras los primeros vaivenes de aquel mano a mano que duraría horas y que le entregaría a un clamor amordazado por oleadas sólo imaginadas y que sólo un sueño prohibitivo logró sofocar. Despertó entre carcajadas con la orfandad que provocan las camas ajenas, y se topó con toda la galería de santos, vírgenes y escapularios que se retrepaban en el marco del espejo y sobre la mesa, los golpes procedentes del salón de la suite ahogaron su grito, el mozo de espadas levantaba y dejaba caer a un relajadísimo Pedrito hasta embutirlo del todo en la taleguilla. Entreabrió la puerta para encontrarse con media docena de hombres desocupados, humeantes sus puros y admirativas las miradas mientras pugnaban por invadir las fotos que le hacían al diestro mientras se vestía; tan sólo dos de ellos se movían, el mozo de espadas y Mariano Beltrán, que fotografiaba cuando aún era Mariano Beltrán y no el borracho olvidadizo en el que ha terminado por convertirse. Siempre de espaldas a la sacra congregación del espejo, tardó en enfundarse el uniforme más que el propio Pedrito, y agazapada


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junto a la puerta aguardó a que todos hubiesen salido, para escabullirse furtiva hacia los altos del hotel en busca de una ducha que reparase de algún modo los temblores del miedo. Fue memorable, homérico, Pedrito del Puerto recibió al segundo de la tarde a porta gayola, hundidas las rodillas en la arena a escasos cinco metros del portón de toriles. Alicia abrió el grifo de la ducha sin reparar en la temperatura del agua, y los primeros chorros, helados, rescataron de su piel una humareda reciente de placeres y sudores. Las verónicas se sucedieron con la delicadeza de un pincel, a pies juntos, media docena de carteles ceñidísimos que el astado repitió sin necesidad de una nueva llamada, engarzada la última con una media desmayada que provocó al pasar la caricia de los nudillos de Pedrito hacia aquel pelo zaíno. La esponja escurrió los restos de otras duchas antes de iniciar un demorado y cariñoso paseo por el cuello magullado con dulzura que Alicia presentaba al agua, dejando caer la melena por la espalda, penetrada por gotas morosas que tardaban una eternidad en acelerarse por la curvatura de sus glúteos, las manos recogieron los pechos generosos comulgando con el jabón en el mismo instante en el que Pedrito, tras la oportuna venia a la presidencia, elevaba su montera al sol y al público, brindándole la muerte de un enemigo que, entre salto y salto por el aguijón de los arponcillos, ya parecía haberse declarado vencido por su propia nobleza. Los primeros trincherazos mostraron los dos juncos sobre los que parecía erguirse Pedrito, citando en largo y dándole distancia, fue recogiendo a la res en apretadísimas series, cambiándose los trastos de mano y sintiendo la humedad de la sangre en cada remate de pecho, el mismo imán que llevó las manos de Alicia a acariciar su sexo, prolongando espasmos aún no dormidos, encadenaba los pitones a la muleta con una terquedad agradecida; de rodillas de nuevo, manoletinas, afarolados, Pedrito fue desplegando todo su repertorio ante unas gargantas enmudecidas por la fusión de hombre y bestia. Cuando se acercó a la barrera, gustándose en un caminar altanero, buscando el acero de verdad, los aplausos se volvieron gritos pidiendo, exigiendo que no entrase aún a matar, anhelando una postrera serie que llenase sus pies, quietísimos, de otra ración del albero, Pedrito estaba ciego, ebrio de un triunfo que iba más allá de los elogios, que se escondía en su interior colmándole del mismo poder con el que había comenzado a notar, tras el último desplante, crecer su hombría en el interior de la taleguilla. Alicia fue recogiéndose en sí misma, hasta sentarse en la bañera, oculta y presa su mano por las piernas temblorosas, sofocando suspiros al compás del agua, erizados los pezones en un desafío a la memoria de los poros, Pedrito se cuadró, se hizo el silencio en los prefabricados tendidos del coso de la rambla, Alicia mordió la esponja para no gritar, Pedrito giró un pie, tenso y perpendicular el brazo, recogió la muleta entre sus muslos y se volcó sobre el morlaco hundiendo media mano en el hoyo de las agujas, hubo un mugido estremecedor y la taleguilla del diestro se condecoró con un rodal oscuro que hizo retemblar sus piernas sin que se preocupase de apartarse de la última acometida que la muerte le regaló al astado. En los tendidos hubo quien se fijó en aquella mancha acusadora que el propio Pedrito, aunque satisfecho, se encargó de clausurar al enjuagarse boca y manos, pero fue sólo un instante, el que tardaron los quinientos kilos de su triunfo en desplomarse rodando por la arena. Para cuando el cuerpo desmadejado de Alicia empezó a sentir los mordiscos del frío, el maestro finalizaba su vuelta al

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ruedo, ocupadas las manos en saludar mientras sostenían orejas y rabo, atentos los oídos a los primeros rumores de que semejante faenón iba a merecer el anticuado e inusual trofeo de las patas e incluso la cabeza. Ni la miró al regresar. Apenas tocaba el suelo, embalsamado entre los halagos de periodistas, curiosos y jovencitas ávidas de besos y dinero a quienes el concejal Torres Vélez casi tuvo que desalojar de la recepción apelando a la profesionalidad de su escolta. Alicia contempló la barahúnda a pesar de las dentelladas visuales que intentaba propinarle Sagrario Alba, molesta a partes iguales por la molicie de su empleada como por el ajetreo que el triunfador arrastraba tras de sí. La eficacia de la escolta del edil fue insuficiente y al menos dos mujeres salpimentaron los jadeos de Pedrito del Puerto durante aquella noche triunfal, dos cuerpos que se entrelazaban durmientes al otro lado de la puerta que el diestro dejó entreabierta, con toda la intención de la vanagloria, cuando Alicia fue a llevarle el desayuno, dos cuerpos que avalaron entonces la certidumbre de que ella jamás recibiría carta ni llamada alguna. Luego llegarían el fracaso, las malas tardes, los toros que cada vez tienen menos trapío, que pesan menos, que parecen resabiados, y toda la sarta de excusas que barajaron los críticos para tratar de justificar, no ya la escasez de apéndices en las estadísticas de las tardes del maestro, sino las inquietantes dudas de los empresarios a la hora de configurar los carteles, dudas que al otro lado del océano cristalizaron en la cancelación de todos los contratos de la temporada americana. Del árbol caído fueron saltando astillas como vigas, y la puntilla vino a ofrecérsela Belén Orgaz, la novia ofendida que aireó las miserias, y la impotencia, de Pedrito del Puerto en media docena de basureros televisivos; los abucheos y el agarrotamiento que mostraba en la arena llegaron a ser debate nacional y no faltaron psiquiatras que, en los mismos muladares catódicos, justificasen esa impotencia sexual a causa de la escasez de triunfos, como si el torero tratase de somatizar su repentina carencia de arte y valor. Alicia no disfrutó tampoco con aquellas escenas, su resentimiento era bastante más íntimo y poco le importaban sus triunfos o sus fracasos, ya fueran de cama o de albero, a ella le ocupaba mucho más la digestión de su propio dolor, de la ignorancia y el desprecio que se habían ido acumulando sobre su recuerdo. Por eso no fue capaz de contestarle esta tarde, soportando los susurros con los que Pedrito la invitaba de nuevo a su habitación, convencido de que había sido su cuerpo el acicate que a él le había llevado hasta los altares de la gloria, engolosinándola con la promesa de un regalo muy especial con el que celebrar juntos la reconciliación. Cerró la puerta de su cuarto en los altos del hotel sabedora de que el destino raras veces ofrece segundas oportunidades, y taconeó por las escaleras y los pasillos olvidando las precauciones necesarias para paliar la siempre omnímoda presencia de Sagrario Alba. No le hizo falta llamar a la puerta, Pedrito la aguardaba ocultando en la media luz la patética sonrisa de la claudicación, el mismo albornoz abierto por el que asomaba el trofeo primigenio de su muslo, aunque huérfanos los ojos de la seguridad que mostrase hacía ya un año. Enjugó estoico el mohín con el que Alicia hurtó sus labios concediéndole a cambio el consuelo de la mejilla y sirvió dos copas de champán antes de hacerle entrega del regalo, uno de los cuernos del morlaco que ter-


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minó por ser el único recuerdo que conservara de aquella tarde de septiembre, desaparecidos orejas, rabo y patas en el dispendio del agradecimiento. Alicia tocó el asta con cierta aprensión primero, tanteando el pitón acerado con uno de sus dedos, apuró la copa de un trago y sometió con un solo dedo el tórax de Pedrito, lanzándole coqueta de espaldas en la cama. Se acabalgó en sus muslos al tiempo que desanudaba el cinturón del albornoz, el otrora estoque poderoso que ella recordaba era ahora una vaina deslavazada que los ojos del diestro procuraban no mirar, ella lo blandió con firmeza soñada y las reticencias de meses fueron convergiendo así en la sangre de Pedrito, suspirando tanto por el alivio corporal como por el presagio del regreso del arte. Alicia se deslizó hacia los pies de la cama hasta quedar arrodillada en la moqueta, las manos de Pedrito se reunieron en la nuca, como buscando la huella de la coleta, mientras los labios de la camarera iniciaban una catarata de vértigo perdida en ascensos y descensos indescriptibles; el maestro no quería dejarse ir sin recrear en su interior tendidos repletos de pañuelos y clamores, sin dejar de soñar eternas vueltas al ruedo colmadas de regalos etéreos cayendo a sus pies, sin clausurar perennes sonrisas posando para las primeras páginas, y quedó sin irse ya sin remisión cuando el filo de aquel pitón seccionó y rubricó del todo su impotencia, condenándole a no poder llenar jamás una taleguilla. Alicia levantaba en su mano el trofeo sanguinolento perdiéndose por el pasillo, regodeándose en los alaridos de Pedrito que sus oídos transformaban para ella en furibunda ovación.

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PRIMER ACCÉSIT

CANUTILLO DE ORO “Paraná” Don Miguel Aranguren Echevarria

Salió de la boca del Metro confundida entre los viajeros que aprovechaban aquella mañana de jueves para hacer algunas compras por el centro, resolver un papeleo administrativo o curiosear entre las plantas de El Corte Inglés. A pesar de que ya se notaba un cambio en la tonalidad de la luz, el verano no terminaba de despedirse de Madrid y las calles retenían el olor del agua que al amanecer había refrescado las aceras y el del verdor cansado de las acacias, que tras los meses de julio, agosto y lo que llevaban de septiembre, parecían cansadas en su prisión de cemento. Conocía de memoria el recorrido; lo había transitado tantas veces… Surcó la plaza, ascendió la primera costanilla de Montera y giró por una bocacalle a la derecha que, ya desde aquellas horas, estaba custodiada por tres o cuatro prostitutas añosas. -Amparito… ¡Qué sorpresa! –le saludó la mayor de todas, dueña de un par de habitaciones en una casa cercana-. La de tiempo que no se te ve por aquí. Chocó el rostro con aquellos carrillos maquillados que apestaban a pachulí, sin poder disimular un deje de vergüenza al lanzar dos besos al aire. Nunca le había gustado detenerse en la vía pública a charlar con aquellas mujeres, no fuera a pasar alguien conocido que pudiera hacerse una idea equivocada de su honradez. Además, Jaime repudiaba a las putas del centro que, como los gatos, siempre buscan las sombras. Para algo era matador de toros, tres años de alternativa, un hombre con una


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reputación modelada por una cornada mortal de necesidad y un manojo de triunfos incompatibles con los bajos fondos. -No quiero que me vengan con el chismorreo de que tienes amistad con esas pelanduscas –le hacía entender cuando novios, las tardes de invierno que acudía a la sastrería poco después de que el reloj de la Casa de Correos tañera siete golpes de bronce-. ¿No te das cuenta de cómo me miran? –se quejaba al salir del portal mientras se subía los cuellos de la pelliza, camino del bar en el que se tomaban él una caña con su espumita y ella un café que estiraban, a sorbos muy medidos, hasta las diez. -No es mi culpa –se eximía Amparito-. Doña Teresa es muy buena; a veces les entrega algunas piezas para que las cosan durante su tiempo libre, que por lo visto tienen mucho. Algunas disponen de máquina de coser junto a la cama. -Y eso, ¿por qué lo sabes? Amparito clavaba los ojos negros, como dos escarabajos, en el café mientras lo revolvía con una cucharilla. -La maestra me envía a recoger los encargos. -No quiero que vayas a los burdeles. –El novillero componía un gesto de fastidio. -¿Qué burdeles? –Enrojecía como una niña que dice su primera palabra fea-. Éstas viven en el barrio y trabajan aquí y allá, cada una en un piso. -Que te he dicho que no quiero –insistía. -Entonces, a ver si el señor Carrasco te firma de una vez la alternativa y nos casamos. -Para la primavera –le prometía, tomándola de la mano sobre el velador. Y se la besaba, hinchado como un palomo-. Lo tiene medio cerrado. -Aranjuez, Segovia o San Martín de Valdeiglesias… -suspiraba Amparito al enumerar la retahíla de plazas que configuraban el ensueño de su novio-. Y para el San Isidro del año siguiente, la confirmación en Madrid. Jaime sabía que su novia deseaba abandonar el taller. Tenía las yemas de los dedos enrojecidas de tensar rasos y pasar la aguja por duras entretelas; escamada la piel de las palmas de manipular el apresto que endurece los capotes; cansados los ojos de repasar dibujos florales con hilos de oro, plata, azabache y pasamanería blanca, y de contar lentejuelas como si fuesen granos de arroz. Porque las novias de los toreros también guardan sus anhelos, y los de Amparito se resumían en juntarse con las esposas de los matadores de postín que recorren el mapa de España de feria en feria. Y viajar después a América durante el invierno y conocer Bogotá y la Valencia de Venezuela, Guadalajara en México, el Quito colonial y los lujos de la colonia de San Isidro, en Lima, que ella no deseaba fincas ni grandes automóviles, tampoco abrigos de piel ni noches a la mesa de los casinos. Sólo pretendía salir de aquel barrio de mala reputación y abandonar también el de Usera, en donde vivía con sus padres ahumada por la fritanga recalentada de una fábrica de


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churros y patatas fritas que se encontraba bajo su vivienda, para conocer junto al que sería su marido aquellos destinos que tantas veces mentaba la maestra Teresa mientras dibujaba con tiza y cortaba los patrones -ras-ras…-, remotos lugares que la vieja visitó junto a El Chico de la Huerta, un banderillero con el que vivía amancebada (ella siempre fue soltera y El Chico un sinvergüenza que mantenía dos mujeres, una en Hellín -la legítima- y otra –Teresa- en un piso de la calle San Ginés). Era la maestra hija y nieta de sastres de toreros, figuras de la tijera y la aguja que aparecen nombrados en el Cossío porque vistieron a Vicente Pastor, a Nicanor Villalta, a Marcial Lalanda, a los Bienvenida, a Parrita, a Antoñete y a casi todos los peones que nacieron o se dejaron prohijar por la Villa y Corte, cuyas fotografías dedicadas decoraban las habitaciones y los pasillos del taller, el mismo en el que seguía cosiendo doña Teresa –las paredes, con un papel amarillento de dibujos imprecisos, daban fe del paso de la historia-, que firmaba las tarjetas de visita y el letrero de la puerta con el mismo empaque que sus ancestros: “Sastre de toreros”, que no modista. -En todo lo que acompaña al arte de Cúchares, hay que respetar la liturgia. Se empieza por cambiar los nombres y se termina toreando con los avíos de una vedette –sentenciaba cuando los becerristas acudían por primera vez a que les tomara medidas y se arrebolaban al quedarse en calzones ante a aquella mujerona, que ponía un extremo de la cinta amarilla bajo el sobaco del zagal y apoyaba el metro en la costilla flotante, allí donde se ajustarían la faja y el chalequillo. Amparo no pulsó el conmutador de la luz. Conocía bien la orografía de aquella escalera, cuyos peldaños se habían ido combando con tantos años de subidas y bajadas. Antes de tocar el timbre, deseó que doña Teresa no le abriera la puerta. <<¡Qué vergüenza venirle con esa demanda!>> Aunque la maestra se había jubilado y traspasado el negocio a un sobrino, que antes quiso probar suerte en los ruedos pero fue incapaz de vencer el miedo llegada la hora de enfrentarse a una vaquilla durante un tentadero, Amparo estaba segura de que la vieja no había soltado el taller así como así, y la imaginó sentaba detrás de la mesa de los patrones con los labios enhebrados de alfileres, dispuesta a deshacer para enmendar los entuertos de aquel familiar que se había cargado sobre los hombros el peso de la saga. Por eso suspiró cuando se encontró con un rostro desconocido, una muchacha mal teñida de rubio y vestida con un jersey de crochet por el que mostraba en celosía la negrura del sujetador. -Vengo a por dos bovinas de canutillo de oro y a por algunas lentejuelas –soltó con urgencia y voz queda, sin molestarse en saludar ni hacer amago de poner un pie en la sastrería-. Me arreglaré con un par de cajas. La muchacha –probablemente una costurera encargada de hilvanar rosas en serieradiografió a Amparo de arriba abajo.

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-Tengo prisa –insistió, dedicándole una mirada atribulada con la que pretendió ablandarle el corazón-. ¿Me hará un descuentito? De vuelta en el Metro, zarandeada por los vaivenes de la línea y con la bolsa que contenía aquellos tesoros bien apretada al talle, protestó mentalmente por lo mucho que habían subido los materiales desde que se despidió del taller. Apenas le quedaba un rastro de calderilla de los billetes que le entregaron en la casa de empeño a cambio de la sortija que Jaime le compró en la borrachera de su primer éxito. Le había dolido desprenderse de aquella joya, la última que le quedaba en el estuche, que abrió esa misma mañana antes de viajar en Metro a Sol: sólo refulgían objetos de quincalla, bisuterías para disimular cuando les invitaran a almorzar en la peña de su marido o acudiesen a la boda de algún compañero de profesión, aunque cada vez fuesen menos los convites. <<Gajes del fracaso>>, pensó. Amparo los llevaba con coraje porque nunca fue mujer-escaparate, de esas que sueltan estruendosas carcajadas en las entregas de premios al finalizar la temporada, para que todo el mundo las mire y juzgue los mágicos efectos de una operación de estética en Miami, de vuelta tras hacer campaña junto a su esposo por las plazas de América; o de esas otras –muchas veces las mismas- que menean las manos para hacer sonar el oro al que viven engarzadas. Después de una modesta alternativa en Béjar –el señor Carrasco no tenía fuerza suficiente en los despachos para hacer cumplir sus promesas-, llegó la boda, que fue sencilla y de la que sólo apareció una minúscula nota informativa en las últimas páginas de una revista taurina. Jaime la desposó de corto, qué guapo estaba, con un traje de terciopelo negro, regalo del taller de doña Teresa. El matador corrió con los gastos del banquete, una cascada de langostinos en la que se dejó sus primeros ahorros, así con la luna de miel en un hotel de dos estrellas frente a la bahía de Mallorca. La fortuna, capricho indispensable en el éxito de cualquier torero, dio la cara meses después: Carrasco le consiguió una sustitución en Palencia de la que salió a hombros junto a Paquirri y Emilio Muñoz -toros de Molero-, aunque artista y apoderado no vieron un duro más allá de los gastos para la cuadrilla. A partir de entonces, los propietarios de los cosos de Castilla la Vieja le requirieron como cola de cartel en todas las ferias de la siega que se celebran en septiembre, en las que engarzó un triunfo con otro: un rabo en Valladolid, dos vueltas al ruedo tras fallar con la espada y dos orejas de un solo morlaco en Salamanca, cuatro apéndices en Ávila y otros cuatro en León, en un festejo extraordinario que echó el telón a la campaña. Parecía que la siguiente temporada vendría encauzada, aunque para disgusto de Jaime y Amparito el señor Carrasco no fue capaz de abrirle un hueco en Valencia ni en Castellón, y el torero se vio obligado a estirar sus primeros naturales en el frío serrano de la portátil de Valdemorillo, que en el tercero incluso se puso a nevar –cómo olvidarlo- y los únicos olés que hicieron eco contra la bóveda cárdena del cielo fueron los de su mentor, que no cejó en sacudir su moquero, encumbrado sobre


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la barrera, hasta que el presidente, aterido en el palco, ordenó que el alguacilillo le entregase a Jaime las dos orejas. Aún dormían de prestado en el piso de Usera, que hasta los avíos de torear apestaban a grasa de porras, porque a Carrasco le pagaban siempre tarde y mal. Cuando el celo por un nuevo contrato no le dejaba dormir, Jaime buscaba a Amparito de madrugada, la despertaba para pasarle el brazo por debajo de la cabeza y la atraía hacia sí, dispuesto a contarle, como si reescribiera el cuento de la lechera, todo lo que les depararían las ubres del destino cuando pudiera imponer sus condiciones en los carteles y no se ciñera la taleguilla por menos de doscientos mil duros. Hubo confirmación en Madrid, aunque no durante la feria de San Isidro sino en una tarde de agosto, la cuarta de Jaime en el año después de tres paseíllos por cosos de tercera. Abría el cartel un veterano coleta del Perú, seguido por un matador maño como testigo y seis toros del Cura Valverde en chiqueros. Aquella tarde se convirtió en pesadilla recurrente, pues en víspera de corrida los sueños de Jaime siempre los ocupaba uno de los “tíos” del cura, abierto de cuerna, musculoso y enmorrillado, bautizado como Flaustista, que apenas salía por el portón del miedo, comenzaba a barbear las tablas amenazando al torero con voz crepuscular: <<Te voy a matar>>. Jaime buscaba el olivo entre la risa burlona del público. Lanzaba el capote a la arena y corría hacia el parapeto pintado en sangre, por más que las tablas siempre estuvieran a la misma distancia y las carcajadas se hicieran más y más hirientes. -Jaime, Jaime… -le sacudía Amparo hasta despertarle. El torero encendía la lamparita de la mesilla, se retiraba el sudor de la frente, prendía un cigarro y se lo fumaba mientras su mujer se ovillaba a su vera y le obligaba a contarle de nuevo aquel delirio, para ver si entre los dos eran capaces de conjurarlo de una vez y para siempre. Es decir, volvían a aquella tarde agosteña de la confirmación, en la que los tendidos de las Ventas se veían yermos desde el patio de cuadrillas, salvo por las salpicaduras multicolores de los grupos de turistas japoneses bajo el sol impenitente, y los pocos aficionados cabales que no habían podido salir de veraneo y zureaban como aves de palomar bajo el techado de gradas y andanadas. -En mi primero, el público andaba todavía frío –Jaime soltaba una fumarola de humo al tiempo que la mirada se le perdía en la penumbra de la habitación-, y aun así me jalearon la media y el quite por delantales. También gustó el inicio de faena: los ayudados por alto, el pase del desdén, aquella manera con la que me saqué al toro hasta el tercio… Amparito no decía nada. Apretaba la boca dibujando una sonrisa y respiraba profundo, deseosa de coger de nuevo el sueño. -Lo intenté con la izquierda, pero por ahí el animal protestaba. Tampoco es que fuera cierto por el otro pitón, aunque me dejó ligar un par de series que puso a todo el mundo de acuerdo. Si me hubiese aguantado una tanda más… -suspiraba-.

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Y aunque lo pinché arriba un par de veces, me obligaron a recoger una ovación desde el tercio. Lo malo vino en el sexto. Los veterinarios no se habían dado cuenta en el reconocimiento de que aquel burel apenas veía, pues llegaba cruzado y lanzaba tarascadas de defensa en cuanto perdía, en determinado ángulo, el movimiento del capote. ´ El Rubio, su peón de confianza, se lo avisó encogido en el burladero del 7: -Cuidado, niño, que está tarado. Pero Jaime era consciente de lo que se jugaba aquella tarde: Carrasco sólo le tenía firmada una mixta en Colmenar de Oreja junto al novillero local y a un rejoneador de tercera, y la repetición en algunas de las ferias de la siega, aunque no en todas ni con los carteles de calidad que disfrutó la temporada de su despegue. -Por eso me zafé como pude de la cornada hasta que sonaron los clarines y timbales del último tercio. Exigió la montera a su mozo de espadas. -Chiquillo, ¿qué vas a hacer? –lloriqueó Carrasco-. Que no está para brindarlo. La posó sobre la muleta, plegada en su brazo izquierdo, dio media vuelta y comenzó a caminar con paso resuelto hacia la boca de riego, a pesar de las recomendaciones de El Rubio, que al retirarse al callejón después del tercer par de banderillas le animó a ejecutar un rápido abaniqueo y a meterle la espada de cualquier manera. -Pero lo brindé al público de todo corazón. –Daba una última calada que consumía el pitillo hasta el filtro-. Nunca he vuelto a ofrecer una faena con tanta rotundidad: <<el toro o yo>>, me dije. Clavó las zapatillas en posición de firmes, hizo de la franela un cartucho de pescado y llamó a Flautista, al que sujetaban Lucio Rivero y El Estepeño en el burladero del 2, a unos veinticinco metros desde donde Jaime lo citaba. -No se volvía hacia mí, aquerenciado en las maderas. –Soltaba el humo por la nariz en dos vaporosas culebras azuladas-. Pero continué en los medios, con la barbilla hincada en el pecho y la firme resolución de esperarle inmóvil aunque tuviesen que darme los tres avisos. Los banderilleros taparon la punta de sus capotes y la bestia al fin giró sobre las pezuñas. A lo lejos, perdido en un mismo plano sin color, el toro adivinó una forma borrosa a la que acompañaba un grito ronco: <<¡Ehé torito!... ¡Vente torito!...>>. Se arrancó en un trote distraído y cochinero, más por curiosidad que por furia, y no cambió la velocidad de su carrera hasta que al fin dio forma a aquel don Tancredo que parecía congelado. -Cuando lo tuve a cuatro o cinco metros, intenté el pase cambiado por detrás, el mismo que las crónicas antiguas le cantaron a Antonio Bienvenida y que yo ni siquie-


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ra había probado de salón. –Apagaba la colilla-. Fue una inspiración, un golpe de arte que me vino de pronto a las muñecas. Pero Flautista no respetó la trayectoria del viaje que había venido marcando; en cuanto Jaime abrió la muleta como una mariposa que echa a volar, dejó de ver a su oponente y suplió el trote por un galope desenfrenado, bajó la testa rompiendo el aire con las puntas de la cornamenta y enganchó al torero desde abajo, zarandeándole como a un pelele bajo los gritos de quienes todavía no se habían marchado en busca del alivio de una horchata o una cerveza en los bares vecinos a la Monumental. -Me abrió la tripa desde el ombligo –su voz se había convertido apenas en una vibración y no escuchaba la respiración calmosa de Amparito-, sacándome los intestinos en cada una de las vueltas que me dio sobre los cuernos. Hacía años que el cirujano jefe no ordenaba llamar a un sacerdote a la enfermería de la plaza. Le impartió la extremaunción mientras los médicos hacían lo posible por tapar los agujeros por los que se le escapaba en borbotones la vida al confirmante. El señor Carrasco le telefoneó a Amparo una vez lograron empalmarle los extremos del intestino delgado, después de sajarle más de medio metro desgarrado por Flautista. Llegó al hospital con sus padres en el mismo momento que arribaba la ambulancia con el moribundo. Horas después El Rubio, Rivero y El Estepeño se derrumbaron al encontrársela en el pasillo que daba a la UCI, como si se sintieran responsables de la posible viudedad de aquella inocente muchacha. -Le rogamos que lo matara sin darle un pase, que el toro no merecía faena. Pero tu niño lleva el toreo en el corazón. Amparo siquiera les regaló una mirada antes de volver al mundo fantasmagórico de quien aguarda la peor de las sentencias. La cuadrilla y el señor Carrasco se ocuparon de la prensa. Por primera vez, la televisión se interesó por el torerillo y los noticieros abrieron y cerraron –durante un par de días- con la secuencia de la cogida, pasándola a cámara lenta justo en el momento en el que la primera de las asas intestinales brillaba en el aire. Aquellas impresiones le daban mal agüero, así que Amparito respiró profundo, apretó con más fuerza la bolsa con los avíos de coser y se fijó en el nombre de la estación de Metro en la que acababa de detenerse la locomotora. <<La siguiente, ya es la mía>>. Jaime superó los días críticos a cambio de un dolor que ni la morfina lograba domeñar. Le habían construido un ano artificial de manera provisional, hasta que las heridas internas cicatrizasen y el bolo alimenticio pudiera de nuevo pasar hacia su evacuación natural. Durante meses se tuvo que alimentar de una papilla elaborada por los especialistas de digestivo, que enseguida acababa en una bolsa humillante prendida a su costado derecho.

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Cuando le permitieron regresar a casa, la temporada había finalizado y su confirmación de alternativa aparecía como una terrible anécdota en los anuarios de la prensa especializada, nada más. El médico que seguía la evolución del traumatismo, le insinuó en una de las primeras consultas que no podría volver a vestirse de luces ni siquiera como peón de brega. Su paciente había perdido muchos kilos y buena parte de la masa muscular. En cuanto regresaron a Usera, Amparo le habló del traspaso de la churrería del bajo. -Los dueños se jubilan y pretenden ofrecerla a alguien de confianza -intentó parecer animosa-. Es un negocio digno y sacrificado que, aunque nos obligue a madrugar, llevado con prudencia nos dejará a final de mes unos miles de duros con los que ir tirando sin mayores pretensiones. Su esposo se volvió contra la pared del dormitorio para que no le viese llorar. -Sé que aún no te he dado nada de lo que te prometí, pero soy matador de toros, no churrero –remarcó, quitándose la moquita con el envés de la muñeca antes de rugir entre dientes-. ¡Qué sabrá ese matasanos de la pasta con la que me parió mi madre! Puso tanto empeño en recuperar su naturaleza, que en enero apareció por la Casa de Campo con los trastos en un atado. Saludó a los chavales que se reunían para torear al aire, que por lo mucho que había cambiado tardaron en reconocerle. Poco a poco, con el tesón de quien no tiene nada que perder, fue tomándole de nuevo el pulso al tergal y a la franela que exhalaban un tufo a aceite recalentado. Y cuando su cuerpo resistió las faenas completas a tres toros imaginarios, buscó una cabina telefónica en el Paseo de Extremadura, marcó un número que se había aprendido de memoria y solicitó que le pasaran con el empresario que regentaba Las Ventas, quien esa misma semana había presentado los primeros carteles del mes de marzo. -¿Y por qué no es Carrasco el que me pide esta oportunidad? –preguntó aquel hombre, famoso por su frialdad, desde el otro lado de la línea. Le había sobrecogido la petición que acababa de hacerle el joven matador. -Ahora voy por libre, don Juan Luis –le respondió como disculpándose-. Cuando sume algunos festejos y haya reunido lo suficiente para repartir, volveré a contar con él; usted sabe que lo quiero como a un padre. A don Juan Luis se le ablandó el corazón, pues guardaba fresco en la cabeza el trajinar del párroco de Nuestra Señora de Covadonga por el patio de caballos, con las yemas de sus delicados dedos empapadas en la sangre del torero. -Los sentimientos nunca son recomendables en los negocios -admitió tras un carraspeo-, pero quiero verte, Jaime, para comprobar si es cierto que te has recuperado. Vente mañana por la plaza.


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En su despacho que olía a caballo de picar, firmaron una corrida en la que actuaría de segundo espada en un cartel humilde que serviría de prolegómeno a la feria de Otoño, noticia que a Amparito le produjo un vacío en el estómago, pues Jaime todavía tenía fresca la sutura de la enterostomía, uno de los pocos tecnicismos quirúrgicos que la antigua modistilla había logrado aprender. Subió las escaleras de la boca de la estación. Al llegar a la acera necesitó detenerse para tomar resuello. Se llevó la mano al vientre y aspiró y expiró profundo unas cuantas veces. Después consultó su reloj de muñeca y se asustó de lo rápido que había pasado el tiempo. Jaime había decidido vestirse en casa. En la casa de sus suegros, por ser más precisos, y acudir a la plaza con un traje de luces que exhalaba aquel perfume de los pobres, mixtura de esencias de aceite pasado, masa de harina y agua, y fécula. Ya no era el terno blanco y oro con el que tomó la alternativa en Béjar, el mismo que lució en Palencia, Valladolid, Salamanca, Ávila y León, el único que tuvo para vestirse la tarde agosteña de su confirmación de alternativa y que Flautista había destrozado, llevándose entre los pitones el raso y los bordados, que convirtió en hilachas. Era un vestido verde botella que Jaime le compró de segunda mano y a muy buen precio a doña Teresa, y que lució a lo largo de sus tres campañas de novillero. Tenía el oro gastado, sin apenas brillo, y al contemplarlo de cerca cualquiera podía adivinar el hueco de las lentejuelas que, tarde a tarde, se le habían desprendido. -¿En dónde estabas? -le saludó el matador, que en víspera del día de la corrida se entretenía en el salón comedor elaborando un puzzle antes de dar un paseo con su suegro, al mercado tal vez o a los comercios que jalonan la avenida de Marcelo Usera, para tomarse el aperitivo en la peña, en donde se habían acabado las entradas de sol para la tarde siguiente. Amparito aprovechó aquella ausencia y descolgó el vestido del armario para sacarlo de su funda de plástico. Se sentó en la terraza -necesitaba buena luz-, enhebró la aguja con el canutillo de oro, y empezó a repasar aquellas líneas que simulaban las plumas de un pavo real, abrazando el hilo nuevo al viejo para que su marido, al llegar el domingo a la puerta de cuadrillas de Las Ventas, no desmereciera de los otros dos matadores, que seguro estrenaban terno aprovechando que toreaban en Madrid. Escondió los pertrechos cuando su padre y Jaime regresaron, a eso de las tres, y los volvió a sacar después de que El Rubio acudiera a las cinco para llevarse al matador a la Casa de Campo, con el propósito de caminar y realizar algunos estiramientos. Mientras engarzaba las lentejuelas, de sus labios brotaba una nana distraída. Cuando finalizó con el espaldar de la chaquetilla, continuó en las mangas para, al declinar del sol, rematar los machos. -Anda, vámonos a misa -le invitó su madre desde el quicio de la puerta de cristal.

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La escucharon en una nave lateral y Amparito se la pasó entera de rodillas, sin atender a los movimientos litúrgicos de los fieles, que se levantaban, se sentaban, se volvían a levantar y se hincaban en los reclinatorios. Sus labios bisbiseaban un ruego detrás de otro, aunque cuando regresaron al piso, ya de noche cerrada, reparó en que no le había pedido a Dios por la salud de su marido ni por que el ángel de los toreros le evitara un nuevo percance, sino para que Jaime disfrutara de un éxito en Madrid con el que se cobrarse tantos meses de postración y sufrimiento. -¿Cuándo se lo vas a decir? -le inquirió su madre en el portal, junto a la churrería que ya había echado el cierre. -Mañana, madre, después de la corrida. Jaime se levantó muy temprano y tomó un desayuno frugal. Le había perdido el gusto a comer de más. Después volvió al dormitorio y le hizo el amor a Amparo para echarse de seguido una siesta del carnero, de la que salió algo confundido cuando su mujer alzó la persiana. -Son las doce -le anunció con voz cantarina. Sobre una consola humeaban un caldo y la tortillita francesa, el almuerzo para ir a torear con el estómago limpio, presto si se daba la contingencia -Dios no lo quisiera- de necesitar una anestesia. -Anda, preciosa, ¿por qué no me preparas el vestido? -le sonrió desde la cama. Amparito fue al armario y sin decir nada volvió a descolgar el traje verde botella, le retiró el plástico y lo colocó sobre una silla de enea que la noche anterior habían metido en el cuarto. -Míralo -comentó Jaime con sorpresa-; diría que parece nuevo. Mientras tomaba una ducha y se afeitaba, su mujer le planchó la camisa, le lustró las zapatillas, abrió la caja de la montera y tomó con delicadeza el añadido. Cuando salió del cuarto de baño envuelto en una toalla, había llegado el señor Carrasco con Ardiles, el del bar, que por aquella tarde ejercería de mozo de espadas siguiendo las indicaciones del viejo mentor. -Ha quedado precioso -le susurró Jaime al oído de Amparito al darle un beso en el salón comedor-. ¿Cómo pudiste mantenerlo en secreto? Y es que el vestido, con todo lo que había adelgazado, le caía como un guante y apenas se notaba el oro gastado gracias a las puntadas con el material nuevo de la sastrería. -Anda, ven -su mujer le tomó de la mano-. Recemos juntos. Permitió que Jaime encendiera la candela frente al tríptico repleto de estampas. Se santiguaron y de la casa se apoderó un silencio sacro. -Vete y triunfa -le despidió Amparo en el descansillo de la escalera.


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Jaime no le dijo nada. Llevaba el capote de paseo plegado a la cintura y con el pulgar de la mano derecha sostenía la badana de la montera. -Es la hora -anunció Carrasco secamente. Cuando cerraron la puerta, Amparito apoyó la cabeza en la madera y cerró los ojos. Su madre le acarició la caída de la melena y juntas escucharon los ánimos de los vecinos y curiosos que se habían arracimado al portal. Hora y media después, les sorprendió un grito desde la calle. -¡Dos orejas, Amparo, dos orejas en el primero! Las mujeres se asomaron a la terraza. Eladio, el tesorero de la peña, había llegado corriendo hasta la fachada de la fábrica de patatas y elevaba los brazos al cielo, borracho de euforia. -Lo han dicho en la radio, aprovechando el descanso del partido: un faenón de Jaime que ha hecho crujir la Monumental. Hija y madre se miraron. A la suegra del matador se le cuajaron los ojos de lágrimas. -Dos orejas... -le tomó a Amparo de los antebrazos con manos temblorosas-. ¿Te das cuenta? Amparito no hizo ningún comentario. Se volvió, entró de nuevo en el piso, llegó a su habitación, tomó su bolso y lo abrió. En la cartera tenía el abono transporte. -¿Qué haces? -inquirió su madre desde el pasillo. -Me voy a la plaza. Una hora y media después, un tropel de aficionados se apresuraban por abandonar el edificio neomudejar de Las Ventas. Acababa de abrirse la puerta grande de par en par y a lo lejos, en el ruedo, se veía a Jaime sobre los hombros de una nube de entusiastas. El Rubio, Lucio Rivero y El Estepeño se las veían y deseaban para evitar que los fanáticos de los recuerdos no terminaran por destrozar el viejo vestido que Amparo había reconstruido con tanta habilidad, pues le arrancaban los alamares como si en vez de un matador protagonista de una tarde antológica fuese un santo del que manaran chorros de gracias. Amparo llevaba más de media hora esperando junto a una de las casetas de la reventa oficial, esas que ofrecen entradas con un suplemento del veinte por ciento. -Mira a tu padre -susurró con las manos firmes en el vientre-. Mira a tu padre, hijo mío, porque es el más grande de los toreros. La turbamulta formaba un oleaje de cabezas entre los caballos de la policía nacional. Cuando los capitalistas enfilaron el túnel de la puerta de Madrid, las pocas lentejuelas que aún permanecían en el vestido fulguraron como chispea la capa de una Virgen de Semana Santa entre los hachones que acompañan a los pasos.

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-¡Torero, torero!... -coreaba la multitud para honrar a aquel Lázaro que llevaban en andas desde la gruta de la muerte-. ¡Torero, torero!... Jaime había logrado cortarle otra oreja a su segundo, el quinto de la tarde, con una faena de exposición que inició en la misma boca de riego con aquel pase cambiado por detrás, el mismo que las crónicas amarillentas que se convertían en polvo cantaron al difunto Bienvenida, torero de la capital. El tercer trofeo de su tarde y porque hundió la espada al tercer envite, que si no el público le hubiese entregado el toro entero, desde las puntas de los cuernos a la del rabo. Y cuando aquella marea humana logró conducir al héroe hasta la calle Alcalá, entre fogonazos de flashes y pisadas de caballo, Amparito dio unos tímidos pasos al frente abandonando la seguridad de las casetas, para que sus ojos se llenaran con el delirio de aquel milagro. -Mira a tu padre -volvió a llevarse una mano a la tripa. Entonces Jaime reparó en una figura ajena a la multitud, aquella mujer apocada que le observaba con el semblante de quien contempla una aparición. -¡Amparito!... -gritó, pero la gente chillaba más fuerte. -¡Torero, torero!... -¡Amparito!... -se le ahogaba el nombre de la modistilla entre un torrente de lágrimas y el corear de sus admiradores. Reparó en sus manos, trenzadas sobre la blusa suelta a la altura del útero. Y entonces comprendió.


SEGUNDO ACCÉSIT

EL AMOR DEL PICADOR “Lagartija” Don Juan Ruiz García

El mundo se mueve y evoluciona porque el hombre es su motor. El ser humano con su fuerza transformadora hace que la vida sea cambiante, que se produzcan guerras, riquezas y grandes inventos que mejoran la vida de las personas. Pero esa máquina transformadora, esa palanca que eleva el mundo, lo revoluciona y lo hace habitable o inhabitable, es el corazón. Y sin que nadie sepa por qué, se hace residir en esa víscera la capacidad de amar, ergo, si el corazón mueve al hombre y éste al mundo, al orbe lo hace evolucionar el corazón humano. Sí. Es un silogismo facilón, estoy de acuerdo. Pero nadie puede negar que el motor que hace mejorar el mundo sea el amor, mientras que su antagonista, el odio, lo hace retroceder, o cuando menos, de éste último surgen la mayor parte de los males que lo aquejan. Esta es la historia de un gran amor. El de uno de los más grandes picadores de la historia de la fiesta nacional y una hermosa y casquivana cantante y bailarina. El caballista se llamaba Luis Corchado, y ha pasado a los anales de la tauromaquia precisamente por la fortaleza de su brazo. Desde niño, Luis sintió una atracción especial por los caballos. Su padre era el mejor herrador de Sevilla y su contorno, además de gran conocedor de las enfermedades de los animales, a la manera de los antiguos albéitares, lo que le confería un gran prestigio en el entorno del caballo y el toro, un gran jinete que enseñó a su vástago el arte de la equitación a partir de los seis años, edad en la


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que todos los saberes son aceptados como un juego que, unido a su amor por los nobles brutos, le hizo ser un excelente caballista cuando sólo tenía nueve años. Unido a su progenitor visitaba las plazas de toros o las ganaderías para que practicara su oficio, viendo los caballos y las vacadas. Sin embargo el padre no lo llevó jamás a ver una corrida de toros. El padre estaba orgulloso de él porque era un muchacho serio y responsable, que gustaba poco de perder el tiempo jugando con los chicos de su edad, pues prefería estar alrededor de su gran afición: el caballo. Era de recia constitución, alto y fuerte, lo que le permitía ayudar en las labores casi como una persona mayor, y se ganaba la voluntad de todos por su disposición a colaborar y su obediencia a las órdenes que recibía. Cierto día, cuando contaba catorce años, contempló en la plaza de tienta de una ganadería cercana a la ciudad, la faena de encelar y picar a las eralas. Preguntó a su padre cuál era la razón de picar a los toros, respondiendo éste que durante la lidia el animal se enfurece y somete a su corazón a un tremendo esfuerzo por lo que había que sangrarlo, pues de no hacerlo moriría de congestión. El hecho de ver a aquellos hombres que podían sujetar un novillo con la fuerza de su brazo desde el caballo, despertó su admiración y pensó que él podía hacerlo, por lo que solicitó permiso para ello. El ganadero, sorprendido, le autorizó a picar alguna erala. Su padre marchó con él hacia los caballos explicándole las singularidades de aquella faena campera, las dificultades de sujetar la garrocha, la fuerza del empuje de los animales, que el niño había absorbido desde la contemplación. Una vez colocado sobre el caballo, maniobró con él unos minutos para hacer al animal a su monta y dijo estar dispuesto para la labor. Cuando recibió la primera erala, apretó su brazo sobre la vara y miró fijamente la púa que llevaba en el extremo y sus ojos fueron directos al morrillo del animal, afianzó sus rodillas sobre la silla, dio medio giro a su montura de forma que diera el pecho a la novilla y esperó la embestida. Clavó de largo y sostuvo la fuerte embestida con el vigor de su brazo de manera que los cortos pitones del animal no llegaran a rozar siquiera la piel del caballo. Los espectadores no salían de su asombro. Un fuerte niño, fuerte sí, pero un niño, estaba dando lecciones de cómo recibir con la garrocha a una novilla y detener su embestida a fuerza de bíceps. Después de tentar seis becerras, fue relevado para dejar descansar el dolorido brazo. El adolescente se apeó del noble bruto e hizo distintas flexiones y giros con su extremidad derecha buscando relajar los músculos del esfuerzo, mientras recibía los plácemes de los entusiasmados profesionales. El ganadero, al que no pasó inadvertida la disposición del chico, la maestría en el manejo del caballo y la fuerza de su brazo, le invitó a que regresara al día siguiente, no sin antes recomendarle que hiciera ejercicios sobre el caballo sosteniendo la larga garrocha para familiarizarse con ella y su elevado peso, así como que fortaleciera sus extremidades a base de ejercicios de fuerza. El inteligente Luis, al percatarse de las dificultades con que se había encontrado al picar por primera vez, agradeció al ganadero su atención pero le dijo que no lo


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haría al día siguiente, sino en los tentaderos del próximo año, en que estaría preparado para poder enfrentarse hasta con toros. Todos rieron el desparpajo del chico que se retiró muy serio al burladero, pero en su ánimo quedó la firme decisión que emanaba de él y no les cupo duda de que lo haría. Desde el día siguiente, el joven Corchado pidió a su padre una garrocha y la sostuvo firmemente con el brazo derecho mientras andaba con el caballo, trotaba y hasta galopaba durante casi una hora. Realizaba esta operación varias veces al cabo de la jornada y otros ratos caminaba y corría de la misma manera, de tal modo que la vara parecía una continuación de su brazo. Todos se asombraban de ver la constancia y el esfuerzo que hacía aquel joven para fortalecer las extremidades y adquirir pericia con tan larga vara mientras el equino trotaba o realizaba diferentes pasos. Alguien le dijo buscara dos trozos de hierro de dos a tres kilos y realizara levantamientos con ellos bastantes veces al día para fortalecer sus extremidades. Se acercó al herrero y le pidió aquellas improvisadas mancuernas con las que realizaba ejercicios constantemente. Para evitar que se burlaran de él los chicos de su entorno por estar siempre con la vara o los hierros, procuró hacerlo a escondidas, encontrando las cuadras como lugar idóneo para sus entrenamientos. Ciertamente aquel muchacho era la admiración de todos por su galanura sobre el caballo, cabalgaba con la espalda absolutamente recta, dominando con las rodillas y la mano derecha sobre el muslo o sujetando la garrocha. Ejercía su poder sobre todo tipo de cabalgaduras, ya fueran castradas o enteras, y trataba tan bien a los animales que les era fácil acostumbrarse a ser montados por él. Tal era su empaque como jinete que las chicas lo miraban con indisimulada admiración, sin que escapara de alguna que otra sugerente invitación de alguna de las más mayores, lo que levantaba algunas envidias entre los jóvenes de su entorno. Al transcurrir el año, su cuerpo se había transformado. Parecía mayor de lo que era, pues su espalda estaba más ancha, sus brazos eran dos poderosas aspas de molino de las que huían todos los camorristas por temor a ser vapuleados por ellas. Él, por su parte era bueno y pacífico, paciente pero impulsivo, explosivo pero dulce. Una extraña mezcla que le otorgaba un aspecto concentrado y serio que infundía respeto hasta a sus mayores, que eran conocedores de la bondad de su corazón. Vivía Luis Corchado exclusivamente para el caballo y la garrocha, con la mente fija en su afición a picar toros. Asistía con su padre a las plazas cercanas para fijarse en la pericia de los picadores, especialmente de los que hoy llamaríamos figuras, tomando nota mental de las dificultades que planteaban los toros y las distintas formas de solucionarlos que aplicaba cada piquero. Todo lo absorbía con absoluta pasión, bebía las enseñanzas de los maestros como lo hacía el sediento con el agua, incorporaba a su mente todos los ejemplos que recibía de los maestros. Observó que los picadores de más fuerte brazo, cuando cabalgaban sobre animales poderosos, sostenían ensartado al toro sin que se acercara a la piel del jaco. Determinó a su corta edad que había que encontrar con el caballo una maniobra tal que neutralizara la embestida del burel y permitiera al picador ejercer más fuerza

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sobra la vara de picar. Pensó que con el tiempo lo descubriría y evitaría así aquellas matanzas innecesarias. Luego, en la intimidad de las cuadras, cabalgaba con la garrocha y repetía frente a una bala de paja todas las enseñanzas recibidas. Pero su gran intuición e inteligencia, le hicieron encontrar otras soluciones a los mismos problemas, mientras estudiaba los giros de los caballos y observaba en las plazas las embestidas de los toros. Llegó la época de los tentaderos y fue con su padre a la ganadería en que el año anterior el dueño le invitara a picar. Advirtió el experimentado ganadero la transformación del chico en un auténtico mozarrón, de fuertes brazos y hombros de campeón, y conversó con él sobre los progresos. Se fueron paseando juntos mientras el chico relataba sus entrenamientos al inteligente propietario. De tal manera que, convencido de los datos aportados por el joven, le prometió para el día siguiente, con sólo unos pocos amigos, dejarle picar un toro de cinco años que debía mandar al matadero porque no se lo compraban las plazas dada su fea cornamenta. Cuando le llegó el turno, Luis dijo que picaría con su propio caballo, lo que sorprendió a todos, ya que nadie quería un accidente en una bestia propia, sino en las de la ganadería. Cuando hizo su aparición en la placita de tienta, la expectación fue importante, especialmente entre los picadores, pues se le notaba una soltura y un dominio del animal muy superior a los conocidos por todos. Picó diez novillas ante la admiración de todos los presentes y fue muy celebrada su gesta. Al día siguiente, el anciano ganadero acompañado de los Corchado, el mayoral de la ganadería y dos viejos picadores ya retirados, se dirigió a la placita de la finca donde sus vaqueros habían conducido al toro de fea y enorme cornamenta que resoplaba en la corraleta. En la arena apareció de nuevo sobre su fuerte caballo el adolescente con la misma firmeza en el gesto de la que ponía en el brazo para sujetar la garrocha. Cuando hizo su aparición el toro, todos enmudecieron. El muchacho, citó con la voz al cornúpeta, el caballo levantó las dos patas delanteras ofreciendo el pecho y las dejó caer mientras las clavaba con firmeza en el suelo preparado para el encuentro. Luis, con la vista fija en el morrillo del animal, clavó en su centro la pica, deteniendo su viaje sin que llegara a rozar siquiera la piel de su noble bruto con los pitones. Luego, ordenó con las rodillas un leve giro y picó espuelas saliendo del encuentro. Repitió la operación tres veces, mientras las gargantas de los escasos espectadores gritaban de entusiasmo. Esta original forma de picar fue en lo sucesivo su distintivo profesional, el que años después le otorgaría la primacía entre los varilargueros españoles, y que con similar descripción recogería la Tauromaquia del gran Montes. Ya en 1.801 picaba en la plaza de Sevilla y en las de los pueblos y ciudades de Andalucía donde fue ganando fama, hasta que su nombre llegó a la Corte. Se presentó en 1.803 en la Plaza Mayor con motivo de las bodas del Príncipe de Asturias, el que después sería Fernando VII, los días 20, 22 y 27 de julio con memorable éxito. Pero la invasión francesa prohibió las fiestas de toros, teniendo Luis que abandonar su profesión.


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El mundo del piquero se derrumbó. Hasta entonces había hecho lo que más le gustaba y para lo que estaba francamente bien dotado, montar a caballo dominando todo tipo de animales y picar toros en lo que era una primera figura. La maldita invasión gabacha le quitó la profesión y lo redujo a vivir de sus ahorros. Pero su figura era tan bien conocida, su fama como caballista era tal, que la Diputación de Sevilla lo contrató como correo-conductor del ejército de Andalucía, precisamente por ser tan gran jinete y disponer de buenos jacos. En los tiempos libres cabalgaba por las ganaderías de bravo jugando con los toros en el acoso y derribo hasta que la guerra acabó de forma aparente con la llegada del hermano de Napoleón como rey de España. Pronto se reanudaron las corridas y la Junta de Hospitales de Madrid le contrató en el año de 1.808, para picar las corridas de la feria y para ello tuvo que ser autorizado por escrito por el General Castaños, el héroe de la Guerra de la Independencia, de lo cual queda constancia documental. En la corrida celebrada el 19 de septiembre, picó al cuarto toro del Conde de Valparaíso y causó admiración el hecho de sujetar al animal con la pica durante un minuto, saliendo después sin que el caballo sufriera un rasguño. El efímero rey José Bonaparte quiso congraciarse con los españoles y en 1.810 autorizó de nuevo los toros en la capital del Reino y mandó llamar a Luis Corchado por un sueldo de 1.200 reales, que fue autorizado por la Diputación de Córdoba para desplazarse a la capital, habida cuenta de que era en aquellos momentos funcionario de dicha institución, pero las matanzas de las tropas napoleónicas entre Despeñaperros y Ciudad Real le impidieron pasar, por lo que no pudo hacer el paseíllo y el público madrileño se quedó sin verlo. El 6 de octubre de 1.811 toreó en Madrid una corrida en la que el gran Jerónimo José Cándido estoqueaba en solitario, y Corchado regaló el noveno toro y lo mató a estoque, proeza que pronto conoció España entera. El gran escritor costumbrista Serafín Estébanez Calderón dejó escrito de él: “… se le vio matar un toro con la pica, que cebándola con rigor inusitado en el cerviguillo del toro, cada vez más feroz y rabioso, acabó por hundírsela toda en las honduras y matarle”. La fama del gran piquero se extendió por toda la geografía nacional y fue contratado en todas las plazas, convirtiéndose en el más aclamado y que mejores sueldos ganaba de todos los picadores, lo que lo transformó en un hombre acomodado y pudo comprar una buena casa en Sevilla. Cierto día de 1.824, toreó de nuevo en Madrid y después del triunfo de la corrida, se cambió de ropa y marchó con unos aficionados y amigos que lo invitaron a una venta del principio de la carretera de Extremadura para celebrarlo. Mientras bebían y reían, hicieron su entrada un grupo de personas que rodeaban a una hermosa mujer a la que agasajaban. Se sentaron alrededor las mesas que estaban más cercanas a donde ellos se encontraban. Uno de sus amigos, se levantó, se acercó al grupo de recién llegados e invitó a la bella dama a conocer al gran varilarguero a lo que ella accedió encantada por saber sobradamente de la importancia de aquel artista del caballo y la garrocha. Se acercaron y presentó a Corchado y María Jurado, la más famosa cantante y bailarina de la

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escena española que en aquellos momentos triunfaba en el Teatro del Príncipe. Luis miró con atención la belleza de la artista y sonrió embobado por la hermosura de la mujer. Departieron un rato y él le prometió que la noche siguiente asistiría al teatro a ver su espectáculo. Luego, ella volvió con los suyos y el picador y sus amigos continuaron con la juerga. La tarde del día siguiente se puso sus mejores galas para asistir al espectáculo y adquirió un palco al que invitó a unos amigos. Cuando salió al escenario la cantante, el teatro entero aplaudió con entusiasmo, al que se sumó el famoso picador. Luego, la música sonó y las alas de los ángeles en forma de bata de cola acariciaron la sensibilidad de Corchado, los lunares del vestido de la artista le parecieron estrellas luciendo para él y los insinuantes movimientos del esbelto y cimbreante cuerpo propios de las hurís del paraíso de Alá. El hombre que se pone habitualmente delante de un toro para hacer una faena, para jugarse la vida ante él, encogiendo por la emoción los corazones del espectador y, en otros momentos esponjar las vísceras ante la magnitud de la labor, suele ser un enamorado. Sí. Lo es en el más amplio sentido de la palabra, pues ama al caballo, al animal con el que se enfrenta, ama al público que está expectante ante su gallardía, ama la vida poderosamente, a los que lo necesitan, pues es más solidario que nadie, y quiere muy especialmente a las mujeres. La dulce flecha de Cupido atravesó el sólido corazón del piquero y el amor lo embargó por completo. Después de la actuación, se presentó en su camerino invitándola a cenar y a beber champán, algo que él no estaba acostumbrado, a lo que la cantante y bailarina aceptó. Cuando quedaron solos en el reservado, Luis le dijo que estaba enamorado de ella. Sonrió halagada la artista y rehusó con ese juego de seducción propio de las mujeres, dejando al recio torero de a caballo confuso y esperanzado. Volvió al teatro todos los días que no toreaba fuera de Madrid, enviándole los más grandes ramos de flores que había visto aquella mujer. Cenaron juntos alguna noche más y él comparecía siempre con joyas que complacían mucho a María. Los sutiles lazos del amor encadenaron al picador, y su bonhomía y largueza en el gasto, su generosidad en suma, fueron acercando a él el corazón de aquella mujer. Sabía María que él era el mejor y que más dinero ganaba, recibía sus mejores flores y algunas joyas como prenda de un amor que cada día se le notaba más a Luis Corchado, que bebía los vientos por ella. Decidió, por tanto, acceder a alguna de las peticiones de aquel hombre del que esperaba todavía más regalos. Pero aquellas atenciones sólo servían para espolear aún más los amores del piquero. Le pidió matrimonio y ella respondió que no deseaba casarse, pero que como estaba enamorada de él, accedía a irse a vivir juntos, sin dejar por ello el teatro. Pero eso planteaba una dificultad, que la casa del picador estaba en Sevilla y no en Madrid. Aquella noche, María invitó a Luis a dormir con ella. Y en el tálamo, el fuerte brazo que dominaba toros se transformó en suave y acariciadora ala de mariposa mientras abrazaba el sensual y excitante cuerpo de María Jurado, a la par que ella sintió sobre su feminidad el mejor de los jinetes.


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Cinco días más tarde, la pareja contemplaba los altos riscos de Sierra Morena cuando su coche descendía por Santa Elena camino de Sevilla. Eran las dos almas más felices del mundo que compartían el vehículo mientras sus brazos se convertían en serpientes que ceñían los cuerpos conjugando el verbo amar. Una vez más, el tópico se hacía realidad, el torero y la cantante formaban pareja, ambos dos grandes en sus respectivos artes. Pronto conoció Sevilla a la famosa María Jurado, paseando por sus calles del brazo del no menos sonado Luis Corchado, el más gallardo de los picadores de toda la Andalucía. Todos se hacían lenguas de su belleza y de la buena pareja que formaba con el maestro, gozaban del amor y la felicidad que notaban en sus caras cuando entraban a las tabernas o a las modistas, que eran los establecimientos que más visitaban, pues María gustaba de vestir elegantes ropas que Corchado pagaba con largueza. No gustó a la cantante la casa ni el barrio del picador por lo que lo instó a que comprara otra de más tronío y en lugar más significado. En una esquina, frente a la Torre del Oro, Luis adquirió una vivienda más grande y con muebles de lujo como no se habían visto en la ciudad del Betis. Compró un landó para que su pareja pudiera desplazarse como las damas nobles, y contrató un auriga, una cocinera y una criada para la limpieza. María presumía su buena suerte, de la pareja rumbosa que había conseguido enamorar, que la convirtió en la mujer más admirada de la ciudad. Ella, por su parte, estaba igualmente enamorada del picador y quería tenerlo siempre consigo. Luis Corchado se dedicó al cultivo de su amor, faltando con alguna frecuencia a sus entrenamientos con los caballos, aunque solía montar a diario. Cuando le salía un contrato lejos de Sevilla que le obligaba a dormir fuera de casa, María se enfadaba y le echaba en cara una supuesta falta de amor. El picador le decía que ésa era la forma de poder mantener aquel hogar con su servicio y comprarle tanta ropa como deseaba y que no era poca. Lo cierto es que a él le contrariaba cualquier contrato que lo alejara de su pareja, pero sabía que si no contentaba al público no podría mantener aquel tren de vida. Al regresar a Sevilla, María lo abrazaba cariñosa y hablaba sin parar, presa de una extraña alegría mientras hacía planes porque le habían ofrecido un contrato para cantar en la ciudad. Él se alegró porque ella volviera a los escenarios por su propio contento y tal vez para evitar el ahogo que le producía una mujer tan posesiva. Después de cenar salieron a una venta en la carretera de Alcalá de Guadaira. Allí fueron saludados por todos con admiración, especialmente los aficionados que ya eran conocedores de la gran hazaña realizada a un toro del Duque de Veragua en la plaza de El Puerto de Santa María que ya era sabida por toda España. Sorprendentemente, aquella María que siempre deseaba salir con él de compras o permanecer por las tardes y noches en casa, quería visitar las ventas a diario. Todos los días que Luis estaba en Sevilla tenían que salir de jarana, pero a él los contratos lo esperaban y se debía a su profesión en la que era sin duda el mejor. Continuaron

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los viajes y las pernoctas fuera de casa, a la par que ella regresaba a sus actuaciones en el teatro y volvía a sentir la felicidad de los artistas, el aplauso del público. Cierta mañana de toros, en los corrales habilitados para los caballos que iban a torear por la tarde en la Plaza Mayor de Madrid, mientras repasaba los animales preparados y elegía dos para sí, alguien le dijo que no eran suficientes, pues aquellos toros de Colmenar eran duros y mataban muchos jacos. Muy serio, miró al señor que lo dijo y le respondió: Picaré los ocho toros con este caballo sin que lo toque un cuerno. El otro bromeó diciendo que aquello era una bravuconada, a lo que Luis le dijo: ¿Apostaría usted veinte mil reales a que lo hago? Se hizo un silencio a su alrededor y el que porfiara asintió. La emoción de la plaza era inenarrable, pues se había corrido la voz de la apuesta y las opiniones estaban divididas, ya que unos daban crédito al picador y otros dudaban de que lo consiguiera. Y el coso era un hervidero de comentarios y de pequeñas apuestas entre aficionados. Y aquella tarde Luis Corchado cumplió su palabra. Ocho toros picó con el mismo caballo sin que las carnes del équido fueran ni siquiera arañadas por ningún pitón. Al terminar la corrida, en el patio de caballos, los aficionados rodeaban al picador felicitándolo entusiasmados cuando se acercó al grupo el apostante que lo miró fijamente a los ojos y le dijo: Aquí tiene veinte mil reales que apostamos y que yo estaba seguro de ganar. Jamás vi a nadie que hiciera lo que usted ha hecho, y dudo que esta plaza lo olvide nunca. Aquella semana fue el héroe de Madrid. La proeza fue tan comentada que traspasó fronteras provinciales siendo pronto conocida por toda España. Todo el mundo hablaba de la hazaña nunca vista realizada por el picador Corchado, por lo que el torero se convirtió en el más famoso, el más solicitado por todas las plazas. Cuando regresó a su casa, con gran enfado de María, hubo una invasión de aficionados que querían verlo, abrazarlo y compartir con él aquel triunfo. Le era difícil pasear a caballo por la ciudad cuando regresaba de entrenar, pues todos le querían hablar e invitarlo. Con frecuencia se apeaba, ataba el equino a la puerta de alguna taberna y a su presencia el vino corría como el agua del Guadalquivir. A María le molestaba la fama de su hombre. Aquellos homenajes no le gustaban porque prefería los que le hacían a ella cada noche en el teatro al que no quería que fuera Luis a verla, pues al aparecer en el palco, todo el público aplaudía al diestro y esto la hacía sentirse celosa de aquella celebridad. Algunas noches, María regresaba del teatro cuando amanecía y Corchado la oía llegar desde la cama sin decir nada. A veces, escuchaba la parada de algún coche y una voz masculina que despedía a la cantante. Pensaba desde su bondad que los admiradores de ella la homenajeaban al terminar la actuación tal y como a él le pasaba, siendo muy difícil a veces sustraerse a esos agasajos o despedirse de los que lo invitaban. Cierta mañana, Luis se despidió de María porque tenía que torear en Jerez de la Frontera, por lo que regresaría el día siguiente. Partió con su cuadrilla camino de


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la ciudad del alegre vino fino y cuando estaban comiendo en una venta cercana ya a su destino, un jinete apareció para decirle que se había suspendido la corrida porque el cabeza de cartel había sido corneado por un toro en Málaga. Decidió pues regresar a casa. Cuando llegó a su domicilio, ya anocheciendo, encontró que María había salido para el teatro y cuando se sentó en el patio, le anunció la criada la llegada del Hermano Mayor de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. Luis se levantó y lo recibió con la amabilidad que le caracterizaba. Aquel señor que le venía a proponer celebrar en la Plaza de la Maestranza una corrida a beneficio de un asilo de ancianos, y al verlo solo en casa, le invitó a cenar a lo que accedió, pues siempre era bueno codearse con lo mejor de la ciudad y aquel caballero lo era sin la menor duda. Hicieron la colación en los salones de la Hermandad sitos en la misma plaza de toros acompañados por otros caballeros y la cena se prolongó hasta bastante tarde. Luego algunos dijeron de tomar unas copas en una venta en la que se reunía lo mejor del cante andaluz y al estar todos de acuerdo, Corchado no se opuso marchando con ellos hacia Sanlúcar la Mayor, en cuya carretera estaba situado el local. Cuando se apearon de los coches, se escuchaban las guitarras y se notaba por el número de vehículos que estaba llena. Entraron todos siendo recibidos por el dueño con zalemas y reverencias al advertir de quien se trataba, pues eran todos los caballeros más distinguidos de Sevilla. Pero al ver con ellos al picador, su gesto se transformó, la sonrisa aduladora se le quedó helada y se limitó a apartarse para dejar paso a los clientes con gesto de preocupación. El salón estaba a rebosar de gente y entre ellos dos guitarristas tocaban mientras tres cantaores se turnaban en una ronda de fandangos de Huelva. Se dirigieron a los reservados para tener mayor intimidad. Luis se rezagó porque fue saludado por algunos de los clientes del local, siguiendo a los demás a una cierta distancia. Cuando llegaba a la habitación donde le esperaban los maestrantes, un camarero abrió la puerta de uno de aquellos lugares íntimos para llevar unas botellas de vino, y al mirar a su interior de forma descuidada la sangre se le heló. Las firmes piernas que dominaban los más fuertes caballos le temblaron, su rostro se transformó en una mueca de estupor. En el reservado se hizo el silencio ante la aparición de la recia figura del picador. Allí, María Jurado estaba sentada sobre las rodillas de un hombre cuyo cuello rodeaba con sus brazos. Éste, al ver el descompuesto gesto de Luis, se desasió de la cantante y echó mano al bolsillo donde guardaba un pequeño revolver que empuñó con el miedo reflejado en el rostro. La mano derecha de Corchado se fue instintivamente a la faja dentro de la cual guardaba su faca, pero no hizo intención de cogerla. Lentamente, con palidez cerúlea y duro gesto, giró sobre sus tacones y salió de la venta caminando como un autómata en dirección al coche del Maestrante. María Jurado temblaba de miedo al ver el gesto de Luis y el acto de llevar la mano a la faja, y cubrió su cara con el abanico. Al ver que su hombre volvía sobre sus pasos se asustó y su cerebro se paralizó ante la posibilidad de encontrarse frente a frente con el picador y decidió no regresar a la casa. Pero no sabía qué hacer. Con

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gesto preocupado y manos acariciadoras dijo a aquel caballero que la llevara con él, ya que le había prometido amor eterno. El hombre dijo que era casado y de elevada posición, por lo que su condición le impedía meterse con gente baja. En realidad su miedo era a encontrarse con aquel hombre cuya fama y valor conocía perfectamente, pensando que quien puede matar un toro no temblaría frente a él y podría acabar con su vida. Nervioso como estaba, dijo a María que sólo podía llevarla a una posada donde pasara la noche y que después se olvidara de él, que no quería verse involucrado en peleas de parejas. La cantante humillada, aceptó y fue acogida en un alojamiento al que la llevó el señor a pesar de la avanzada hora de la noche. Mientras tanto, el cochero del Maestrante dejó al atribulado Luis Corchado a la puerta de su casa donde entró serio y concentrado. Colgó su capa en la percha de la entrada y se sentó en la salita en la que solía departir con su amada en la butaca que acostumbraba a utilizar, se retrepó y cerró los ojos. Su cerebro era un hervidero de ideas contradictorias, su corazón estaba destrozado, frustrado por la traición de aquel amor al que había entregado su vida. En esa postura continuaba cuando, casi a las dos de la tarde del día siguiente, entró a la salita la cocinera para decirle que la señora había enviado a una moza de posada para recoger sus pertenencias y solicitaba su permiso para dárselas. Luis asintió ensimismado y continuó en la misma posición. Pero al rato reaccionó, se levantó enérgicamente y fue al dormitorio donde el servicio recogía las ropas de María Jurado. Eligió él los vestidos que ella había traído de Madrid y mandó que se los dieran, lo mismo hizo con las joyas, quedándose con todo cuanto él le había comprado en Sevilla. Repartió aquellos caros vestidos entre el personal de servicio, les pagó y los despidió, no sin antes pedir a la cocinera que llevara el resto de las joyas a la catedral para adornar la imagen de la Virgen de los Reyes, patrona de Sevilla. Luego, volvió a la salita y se retrepó en la butaca. Como un reguero de pólvora se corrió por toda Sevilla la noticia de lo acontecido en la venta, pues en una ciudad en la que todos se conocían era de fácil conocimiento cualquier acontecimiento de aquel tipo, máxime por la personalidad de los actores de tan cruel suceso. Todos sufrieron con el picador, ya que era ídolo de multitudes, al igual que despreciaron a María Jurado, la infiel, y a aquel señorito que se permitía conquistar artistas escudado en su alta posición. Mientras la calle era un hervidero de comentarios, el corazón dolorido de aquel hombre de tremenda entereza se rompía por minutos, la tristeza se adueñó de él y permaneció en su casa sin apenas comer durante varios días en los que se negó a recibir a nadie. Los amigos, empresarios, aficionados y Maestrantes precisaban hablar con el maestro pero él se oponía, quería estar sólo con su tristeza y a nadie dejaba entrar. Mientras la gente se preocupaba él continuaba encerrado rumiando su desventura, echando maldiciones a la hora en que conoció a la mujer que le robó el corazón y la misma vida.


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El fuerte corazón que dominaba caballos y toros, el hombre duro había sucumbido. El cabello de Sansón había sido cercenado, la fuerza había desaparecido de él. La gran víscera de aquel hombre había sido estrangulada por el hilo de seda del amor, y ahogaba su circulación. Luis Corchado se había terminado, no quería vivir, pensaba que sin ella nada tenía sentido. Unos días después, cuando no respondió a las llamadas, los amigos empujaron la puerta y no lo encontraron por ninguna habitación de la planta baja ni contestó a las llamadas de ellos. Subieron y lo encontraron muerto sobre su cama de matrimonio. El firme brazo, el que podía matar toros desde el caballo estaba extendido y sostenía con su mano derecha una negra cinta de terciopelo con un crucifijo de coral que María solía llevar en algunas actuaciones y que las criadas debieron dejar sin recoger para devolverlo.

Bibliografía consultada Serafín Estébanez Calderón.- Escenas Matritenses Blanco y Negro.- Nº 518, de 6 de Abril de 1.901 José Mª. De Cossío.- Los Toros, tomo III

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MENCIÓN ESPECIAL

FARAON DE LA BAÑEZA Y SU CUADRILLA DE TOREROS “Marqués de Chele” José Alfonso Jiménes Jiménez

En aquella España de Franco, de misa fija los domingos y fiestas de guardar, de Viernes de Dolores sentidos como una herida y de Corpus Cristhi vestido con retales amarillos, donde ganar el pan era algo tan difícil como duro, Faraón de La Bañeza y su cuadrilla de toreros trataban de ganarse el garbanzo capeando toros por los diversos pueblos de la comarca Leonesa. Faraón de La Bañeza y su cuadrilla esperaban que el tren de la fama, de la gloria y de la puerta grande en el mundo del toreo llegara a la estación de sus vidas pero por el momento, dicho tren, ni tan siquiera había dado la pitada de salida, así que para llegar todavía faltaba. Y… si llegaba, que la fama y la gloria no es patrimonio del primero que levante la mano. Faraón de La Bañeza se llamaba Manuel Pelayo; era de buena percha: pelo negro, ondulado y aceitoso y tenía los ojos azules como el cielo. En esta vida había hecho de todo, pero en ningún oficio sentaba la cabeza, pues lo suyo eran los toros. Al menos, eso creía él. El apodo torero se lo puso él mismo, debido a que había nacido en La Bañeza y vivía en el bañezano barrio del Polvorín. El verano anterior a esta historia, con las becerradas, había ganado algo de dinero y se había comprado un traje de luces; falso como el beso de Judas, pero de luces al fin y al cabo. Ir vestido de torero por las plazoletas de los pueblos le daba como más prestigio y creaba más expectación. Eran muchos los padres que llevaban a sus


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niños para que vieran a un torero de verdad. Los niños, atónitos y maravillados como si vieran un milagro del cielo. Bolillo, el Botica y Galende, su cuadrilla torera, como no habían ganado tanto dinero, iban vestidos de chaquetilla y gorra campera. Tres días antes de la capea en las fiestas de Altobar de la Encomienda –pueblo cercano a La Bañeza y con mucha afición por la tauromaquia –,Bolillo, en la taberna de la Tía Maruja, mientras Faraón de La Bañeza y los demás bebían chatos de vino, sacó una pistola que había comprado en el mercado negro: una Bernardelli de siete balas, de línea anticuada y cañón casi cilíndrico. La enseñó con el entusiasmo de quien enseña una joya. –Guarda eso, Bolillo, ¡por Dios!, que dicen que las carga el diablo – le dijo Manuel Pelayo, previa sonrisa amistosa. Bolillo se llamaba Francisco Carmona; era bajo de estatura, mirada viva como la de un halcón y gestos chisperos. En la cuadrilla era el segundo espada. Si por cualquier motivo Faraón tenía que retirase, él seguiría la lidia. Con el capote, más que torear daba mantazos, y aunque el público le silbaba y le llamaba de todo, el creía estar haciendo la mejor faena del mundo. “La afición, que no entiende ni huele de arte”. Alegaba, después, si alguien le preguntaba. –Aquí el diablo no carga nada –dijo, seguro de sí mismo, Bolillo –,a ésta la cargo yo, si quiero. –¿Pa qué quies ese yerro? –le preguntó el Botica, que en su vida había ido a la escuela y solía pegarle patadas mortales al diccionario de la lengua –.¿Vas hacé una pinicula del Oeste? El Botica se llamaba Virgilio Tostón, y era de aspecto bruto y de cabeza cuadrada como un adobe. Le apodaban así porque muchos años estuvo viviendo al lado de una botica, no porque fuese boticario, como algunos decían. En la cuadrilla era el banderillero, y ponía los pinchos con soltura y arte. Eso sí, siempre que la tarde se ponía amena, que a veces terminaba poniendo las banderillas en el culo del la becerra. “Apunta bien, hombre, apunta bien”, le decía el público, no sin falta de guasa. “Si yo apunto bien, es la jodida de la becerra, que se mueve más que un bailador”, contestaba el Botica. –Guarda eso, que me da miedo – dijo, con tiritonas, Galende. Galende se llamaba Rodrigo, y Galende era el primero de sus apellidos. Resultaba ser delgado como un fideo y calvo como una bombilla. Era el matarife de la cuadrilla. Había trabajado en el matadero y sabía manejar la puntilla con mucha destreza. Bolillo, sintiendo no poder presumir del arma, se la guardó otra vez en el bolso. Como ya he dicho, Manuel Pelayo, Faraón de La Bañeza, había cogido cierta fama y, desde que vestía de falsas luces, había subido como de categoría, pues ya no le contrataban becerras para el toreo sino pequeños novillos. Y las plazas, ya no eran de carros sino de tablas. Además, lo anunciaban en papeles. “Día 5 de Julio, a las seis de la tarde y si el tiempo no lo impide, Manuel Pelayo “Fararón de La Bañeza”,


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lidiara un novillo en la plaza edificada por el pueblo para el festejo. Junto con el torero, se lucirá toda su cuadrilla”. Y fue en las fiestas de Altobar de La Encomienda donde, una tarde de sol que encendía cabellos y quemaba las piedras como si fuesen de papel, Faraón de La Bañeza y su cuadrilla de toreros daban capa y espada a Turronero, un pequeño novillo de la famosa ganadería Hernández García, de Salamanca. Alrededor de la plaza la gente se amotinaba a puñados, todos deseosos de ver lucirse a Faraón de La Bañeza ante Turronero. Culpa de tanto gentío, hubo broncas por causa del sitio. “Que si yo estaba primero, que si usted llegó después”. “Usted no es de este pueblo, póngase para atrás, que primeros somos los de aquí”. Y detalles así, sin mucha importancia, pero que por el agobio del calor y lo necio de la vanidad de cada uno, la cosa terminaba en acaloradas brocas y feas disputas. Las Fuerzas del Orden, vestidas de verde hierba y tricornio luto en la cabeza, con dos bocinazos bien dados ponían a todos de acuerdo. “¡Y al que no me obedezca, le meto dos tiros en la cabeza! ¿Entendido?”, decía el cabo de La Benemérita, voz en cuello y mirada de desafío. Y todos le obedecían, y se serenaban como corderos de leche. También, la autoridad tuvo que ponerse firme con la gente que se colocaba donde no debía colocarse, pues era sitio peligroso o, simplemente, no podía estar ahí. En algo parecido a un burladero, esperando el paseíllo hasta donde estaba el palco de autoridades: el alcalde del pueblo, un sesentón con más bigote que cara, se hallaba Faraón de La Bañeza y su cuadrilla. Faraón, vestido de falsas luces y su cuadrilla, de chaquetilla corta y gorra campera. Todos haciéndose los valientes y aparentado que desconocían el miedo, pero quien más y quien menos tenía su jiñeta en el culo, pues un novillo no era una becerra y ellos no eran grandes toreros, sino simples aficionados que trataban de ganarse el garbanzo por medio de su afición. Tras aquel burladero, unas tablas más allá, un carro grande hacía de enfermería, por si al diestro había que coserle lo que el toro le descosiera. El carro estaba cerrado por un toldo blanco y en su interior, un colchón de lana, para echar al torero, si resultaba corneado y había que remendarle el pellejo. Al lado del carro y vestido con bata blanca, don Amancio Pardo, un médico con mala fama en acertar con las enfermedades y en ser eficaz con las recetas. Pero como no cobraba nada por atender a los toreros, el alcalde le dijo que ya le pagaría una cena. El alguacil se acercó al burladero y le dijo a Faraón: –¡Hala, ya podéis empezar, que el tiempo es oro y hay más qué hacer! Fue decir eso y Faraón de La Bañeza, con paso torero y postura gallarda, caminar hasta donde estaba el señor alcalde. Tras él, con postura gallarda y paso torero, su cuadrilla. Y el sol que parecía encenderlos como si fuesen de yesca. Al llegar al altura del regidor, Faraón hizo la venía, inclinándose y quintándose la montera; y el alcalde movió su espeso bigote en una mueca de sonrisa. Tras aquel acto de cumplido y protocolo con las autoridades, Faraón y su cuadrilla, con el mismo paso y porte que habían traído, volvieron al burladero. Culpa de los calores,

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sudaban hasta chorrear gotitas de aguas. El público aplaudió a rabiar, como si nunca antes hubiese aplaudido a una cuadrilla torera. –¡Toda la suerte del mundo, muchachos! –deseó Faraón a su cuadrilla, antes de que el alcalde mostrara el pañuelo blanco, que significa abrir la puerta de chiqueros. –¡Toda la suerte del mundo, maestro! –contestó la cuadrilla, al unísono. El alcalde enseñó el pañuelo blanco y abrieron la puerta de chiqueros. Turronero tardó en salir, pero cuando salió, enmudeció al público he hizo peder a Faraón y a su cuadrilla, pues Turronero resultaba ser un auténtico toro, nada de pequeño novillo, como anunciaba el cartel. Ahora, más por el miedo que por el fuerte calor de la tarde, Faraón comenzó a ponerse blanco como un caldero de cal, y Bolillo, mientras vapores le corrían cara abajo, exclamó: –¡Por todos mis muertos, esto es un cinqueño, maestro, esto es un cinqueño! –¡Éste nos manda directamente a la gloria! –dijo Galende, y nerviosamente se pasó la palma de la mano por su pelada cabeza. La mano le chorreaba como si la hubiese metido en el río. –Con este bicho no necesitaremos médico, sino cura y extremaunción – dijo, casi fuera de sí, el Botica, y por el exceso de nervios se pinchó con la banderilla la pierna. No fue nada, solo un rasguño. Parte del público ya captó que la cuadrilla de toreros tenía jindama, así que alguien animó –¡Venga, maestro, que ese toro es de papel! –¡Ese toro no es nada! –animó otro. –Pues si no es nada, toréalo tú – por lo bajinis, dijo Bolillo, que se limpiaba los sudores con parte del capote. Blanco como la cal y con el ojete más apretado que un botón recién cosido, Faraón de La Bañeza se lanzó al ruedo. El público, para animar, aplaudió. Faraón trató de sonreír pero no lo consiguió, pues culpa de los miedos se le había candado la boca. Turronero era un toro aldinegro, astigorgo y que tenía toda la pinta de haber sido ya capeado. Con la mano derecha escarbó el suelo, pegó un mugido y se fue directamente al torero. Faraón abrió el capote en abanico, pero como si no hubiese abierto nada, pues Turronero embistió al torero y lo hizo volar por los aires como un bote cuando se le da una patada. –¡Acógelo en tu gloria!– exclamó Galende, mirando al cielo. –¡Adiós, Faraón! – dijo el Botica, y movió la mano en señal de despedida. –¡Qué grande eras, maestro! – exclamó Bolillo.


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Poco a poco, algo aturdido por el golpe, Faraón consiguió ponerse en pie. Tomó la capa del suelo y, culpa de los efectos del vahído, se fue al lado opuesto de Turronero, buscándolo para seguir la lidia. –¡Eh, toro! ¡Eh, toro! – decía, citándolo. –Maestro… el toro está para la otra parte de la plaza –le susurró un aficionado, desde el otro lado de las tablas. –¡Gracias! –contestó el torero. Algo ya más despejado, Faraón se colocó frente a Turronero; y esta vez, para locura de la afición y sorpresa de los suyos, el diestro bañezano le pegó un capotazo al toro que hasta Alija del Infantado se oyó el “¡Ole!”. Decir que de Altobar de La Encomienda hasta Alija del Infantado, hay kilómetros de distancia. Y decir que toda la faena de aquella tarde se acabó en aquel capotazo, pues culpa de que Turronero ya estaba capeado, no pudo torearse limpiamente. –Una encerrona, chicos, esto es una encerrona –dijo Bolillo a sus compañeros de terna –.Ese toro está más capeado que el Islero que mató a Manolete. Faraón de La Bañeza, como otra cosa no podía hacer, se lió a dar mantazos al morlaco, cargándose la encendida tarde y levantando la queja de los aficionados. –¡Pero torea, coño, pero torea! –le gritaban los de un lado de la plaza. –¡Saca faena, maestro, déjate de dar mantazos, que no es una cabra, que es un toro! –le gritaban desde otro lado. Y Faraón, con el ojete más apretado que la tapadera de un frasco, no se arrimaba para nada al toro. El público perdió la educación y sacó la guasa y la crueldad que llevaba dentro: –¡Arrímate, Faraón, arrímate al toro, que el bicho no muerde! –se guaseaba uno. –Arrímate como para besarle! – se guaseaba otro. Pero Faraón de La Bañeza a lo suyo, toreando desde lejos y no perdiendo ojo a Turronero, que más que un toro era una ganadería de peligros mortales. El señor del bigote grande, desde el palco de autoridades, sacó el pañuelo blanco, que significaba cambio de tercio: banderillas. El Botica, banderillas en mano, chaquetilla corta y gorra campera, saltó al ruedo, estirándose como una flamenca al bailar. El miedo ablandándole todas las tripas y la cara como la cera. Colocado en mitad de la plaza, brazos en alto, citó al toro. Cuando el bicho se arrancó, el Botica consiguió burlarlo y le clavó las banderillas: una en un costado y otra cerca del anca. El público no le perdonó y, al unísono, le abuchearon. –¡Pónselas bien, hombre, que pareces que estás clavando dardos a una pared!

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En el siguiente par estuvo muy acertado, y las clavó en el mismo hoyo de las agujas. El público aplaudió. –¡Ole tu arte, maestro! –dijeron unos. –¡Ole tú que sabes! –dijeron otros. El Botica, por las lisonjas del respetable, más feliz que un niño en cumpleaños. Y el tercer par que puso, que lo hizo de forma pinturera, volvió a poner los garapullos en su sitio. Faraón, previa venia, pidió al alcalde volver a poner otras dos banderillas al toro, pues las primeras, al estar mal puestas, no reducían para nada la fuerza del astado. Con un gesto de su espeso bigote otorgó la petición. Ese par de rehiletes se los colocó Galende, que lo hizo bien y se adornó en la salida. El siguiente tercio de Faraón fue lo mismo que el primero: mantazos y más mantazos. El público, enojado al tope del enojo. Culpa del enfado, hubo quien se quiso lanzar al ruedo con intenciones de darle dos bofetadas al torero, pero los del tricornio luto lo impidieron. –¡Quieto ahí parao! –le ordenó el número de la Benemérita a un aficionado que ya se arrancaba a por el torero –.¿Ande vas tú? ¡Ponte pa tras que te rompo la crisma! ¡Cagüen en la leche! –¡Pues que toree, coño, pues que toree! –gritó, fuera de sí, el aficionado. Y en medio del alboroto, el alcalde volvió a sacar el pañuelo blanco, que significaba cambio de tercio: suerte suprema. Es decir: matar al toro. Faraón, paso gallardo y valiente, se acercó de nuevo al palco de autoridades y, previa venia, le dijo al alcalde: –Verá, señoría: a las becerras, por su peso y talla no es menester picarla, pues con las banderillas se ablandan lo suficiente para después poder matarla, pero Turronero no es una becerra, es un señor toro. –¿Y…? –la pregunta del alcalde dejó una estela de sentencia suspendida en el aire, como si la pregunta fuese un acróbata de circo. –Que si no se pica es muy difícil matarlo. Con su permiso, señoría, vamos a ponerle más banderillas, para ablandarlo. –Menos quejas, Faraón, y más arte, que para eso te pagamos –respondió el del bigotón, y sus palabras sonaron con tambor de resabio–. Ese toro está en su punto como un pollo asado, así que acaba con él que hay más qué hacer. Además, si sigues toreando, esto va a terminar en una guerra campal, ¿no ves cómo está el público? Fue oír esas palabras y volver a ponerse frente a Turronero, con intenciones de que en minutos fuese ya un cadáver de toro.


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Miró para su cuadrilla. La mirada quería decir que “ojo al quite”, que el toro podía amargarle la tarde y la vida. La cuadrilla, con la lengua de los ojos, le dijo que estaba lista para el quite. Cuadró al toro para darle el estocazo. De sobra sabía el torero que aquel morlaco estaba demasiado crudo para morir de una estocada, pero otra no le quedaba. –¡Eh, toro! –gritó, para que éste entrara al capotazo de engaño y hundirle la espada hasta la bola, pero antes de que la punta de la espada rozara el hoyo de las agujas, el pitón derecho le prendió por el muslo, levantándolo de nuevo por los aires. Culpa del pitonazo, varios centímetros de carne quedaron abiertos y el muslo de Faraón sangraba como un manantial, pero él, de nuevo, regresó al toro, como para vengarse de aquella cornada. Fue cuando sonó la voz del alcalde, y sonó grave como un trueno: –¡Vete a la enfermería, que te vas a desangrar! El diestro negó con la cabeza. –¡Coño, que te puedes morir! –el alcalde airado, y una especie de amenaza salió de su mano, que la agitaba en el aire caluroso de la tarde. Faraón que vuelve a negar con la cabeza, dispuesto a batirse con Turronero. –¡Que lo mate el segundo espada! –voceó el del bigotón, con exceso de autoridad –.¡Tú a la enfermería, que te remienden la pelleja! Vista la terquedad del torero, la pareja de tricornios, previa orden del alcalde, lo agarró por el brazo y lo arrastró hasta el carro que hacía las veces de enfermería. –Tú no te mueres hoy, ¡hombre!, que tienes que darnos muchas malas tardes como ésta –le dijo uno de los del traje verde hierba, a la par que lo arrastraba dirección a la enfermería. A todas estas, Bolillo se acordaba de todos sus muertos, ante el encargo que le tocaba despachar. En su vida se había visto en otra. Con el culo más prieto que un saco lleno de paja, espada y capote en mano, Bolillo salió al ruedo. De antemano, el torero sabía que no iba a tener la colaboración del toro ni la del público, pues el enojo se podía cortarse con un cuchillo mellado. Francisco Carmona, paso gallardo y chispero, se acercó al toro, que se disponía a dar la envestida. Bolillo, sin pensárselo dos veces, sacó la Bernardelli de la chaquetilla, apuntó a la cabeza de Turronero y le vació el descargador. “Pum, pum, pum”, que sonó la Bernardelli, hasta siete veces, en mitad de la tarde. Y fue callarse la pistola de Bolillo, y sonar la de los tricornios, que disparaban al aire, tratando de frenar al público que, con ojos asesinos, se lanzaba al ruedo. –¡Así no se mata a un toro, hijo puta! –gritaban, mientras los del tricornio no controlaban a la multitud enfurecida –.Así no se mata a un toro!

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MENCIÓN ESPECIAL

RECUERDOS DE LA VIEJA PLAZA DE VISTA ALEGRE “Torquito” Don Fernando Gómez Hurtado

I.- Mis primeros contactos con la vieja plaza Nací en el seno de una familia humilde, de escasos recursos económicos, pero con un nivel cultural superior a la media de aquellos años. Nuestro hogar no acumulaba riquezas, ni estaba dotado de un exquisito mobiliario, resultando su ornamentación sencilla y austera, pero las paredes de varias de sus habitaciones estaban ocupadas por estanterías, repletas de los libros más variados. Y es que mi padre era un lector insaciable, al que interesaba todo género literario, si bien sentía cierta predilección por los libros de historia y por los clásicos de la literatura. Pintor por afición, algunos de sus lienzos colgaban de las pocas paredes de la casa libres de las citadas estanterías. Amante del teatro y, especialmente, de la zarzuela, se conocía de memoria las partituras íntegras de algunas de las más famosas, principalmente de las incluidas en el denominado género chico. Pero su auténtica pasión la constituían los toros. Desde niños, y a través de sus comentarios, nos fuimos familiarizando con los nombres de los toreros más famosos de su época, tales como Antonio Fuentes, Bombita, Machaquito o Vicente Pastor, con mención especial para los dos matadores que protagonizaron, en aquella etapa dorada de la tauromaquia, la rivalidad más portentosa de todos los tiempos: José Gómez, Gallito, o si se prefiere, Joselito, y el Pasmo de Triana, Juan Belmonte, la persona que revolucionó el toreo. Tampoco podía faltar en sus citas taurinas la mención al torero de la tierra, Castor Jaureguibeitia Ibarra, Cocherito de Bilbao.


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Nuestra madre, por su parte, nos hablaba de la relación epistolar que nuestra tía Cecilia había mantenido con el torero de Gelves, recordando con nostalgia aquellas corridas que había presenciado con nuestro padre, en la época de su noviazgo, y en las que había tenido ocasión de admirar el arte y el valor de toreros de la talla del revolucionario Juan Belmonte, del madrileño Vicente Pastor, del bilbaíno Cocherito o del mexicano Rodolfo Gaona. ----------------No fueron fáciles los años que nos tocó vivir en nuestra niñez. Cuando apenas contaba nueve años de edad estalló la guerra civil, una guerra fratricida, cruel, que sembró el solar hispano de sangre, odio, hambre y enfermedades sin cuento. Y, antes de que nos repusiéramos de la barbarie, a los cinco meses de concluida nuestra guerra, Hitler invadía Polonia, dando lugar al inicio de la II Guerra Mundial, guerra en la que se iban a producir los mayores horrores de la historia que culminarían con el holocausto del pueblo judío. España no participó activamente en la contienda, pero las consecuencias de la misma se tradujeron en una hambruna generalizada, de la que se aprovecharían algunos desaprensivos que, a través del estraperlo, se hicieron ricos a costa del hambre de sus congéneres. José María Gironella, en el tercer tomo de su trilogía sobre la Guerra Civil española, describe el panorama que presentaba España el 1º de abril de 1939, fecha en la que oficialmente finalizó la contienda, en los siguientes términos: La guerra había durado exactamente treinta y dos meses y once días. El panorama de España era desolador. Imposible precisar el número total de víctimas habidas en los frentes y en la retaguardia. Tampoco podía conjeturarse las que ocasionaría en lo sucesivo la represión iniciada por los vencedores, ni la gente que moriría por haber contraído alguna enfermedad. Según cálculos del doctor Rosselló, cabía presumir que, sólo de tuberculosis, sobre todo en la España que fue “roja”, sucumbirían, a consecuencia del hambre sufrida, muchos millares de personas. ¡Oh, sí, la guerra era una amputación¡ ¡Amputación de cuerpos y de almas¡ En efecto, el número de almas muertas en la vorágine era también muy elevado. Las de los que fueron asesinos. Las de quienes andaban repitiendo una y otra vez: “ni olvidaremos ni perdonaremos”. España, de punta a cabo, de Galicia a Cataluña, de Bilbao a Tarifa, se había convertido en una inmensa fosa, sobre la que el cardenal Gomá podía trazar una definitiva cruz. Materialmente, el desastre era también incalculable. Aparte la expoliación de las reservas de España y las deudas que satisfacer a Alemania e Italia, el país había quedado convertido en solar y se tardaría mucho tiempo en restablecer los medios de comunicación. Los trenes, despanzurrados; las carreteras, intransitables; los puentes, hundidos. El invierno de 1940-41 había de ser uno de los más duros de la historia, no tanto en lo referente a sus condiciones climatológicas, sino por la tremenda hambruna que se extendió por todo el país, siendo las zonas urbanas las más afectadas por la carencia de alimentos. Yo presencié durante aquel invierno en diversas ocasiones, como la


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peladura de un plátano, arrojada por algún viandante a la vía pública, era recogida por otra persona que pasaba a continuación, llevándosela seguidamente a la boca. Los racionamientos eran cada vez más escasos y nuestra economía familiar nos impedía acudir al mercado negro. Por ello nuestra dieta había de estar constituida, además de por las escasas cuantías de arroz, garbanzos o alubias, que los racionamientos nos deparaban, por alimentos hoy prácticamente desconocidos, como los boniatos, tubérculos de aspecto similar al de las patatas, pero de sabor dulzón, las algarrobas, que abundaban en los puestos de golosinas instalados a las entradas de los cines, o las castañas cocidas, en la época invernal. Tales deficiencias alimentarias contribuían a que la tuberculosis se extendiese por todo el país, incidiendo de forma especial en los más jóvenes, hasta el punto de que, en Bilbao, las autoridades sanitarias debieron ordenar la construcción a marchas forzadas del Sanatorio de Santa Marina, dedicado exclusivamente a combatir la mencionada enfermedad. Ante tal penuria y miseria no es extraño que mi padre aparcara su afición a los toros para tiempos mejores, alegando ante sus amigos y compañeros de trabajo, que si no acudía a los tendidos era porque había perdido el interés por la fiesta que, desde la implantación del peto de los caballos, había quedado reducida al último tercio. Por otra parte, añadía, el ganado ya no era el de antes y los toreros se aliviaban más de la cuenta, rehuyendo las figuras las plazas más comprometidas, como la de Bilbao. En este aspecto, seguía un poco la tesis del maestro Antonio Díaz-Cañabate, para quien la guerra civil marcó un antes y un después en el devenir de la fiesta nacional y, entre los cambios sufridos, además de los señalados por mi progenitor, añadía, como elemento esencial, el del público que, a partir de la posguerra, según él, había ido progresivamente creciendo tanto en bondad como en ignorancia. Al hilo de estas afirmaciones del mencionado periodista, así como de otras no menos peyorativas vertidas por otros comentaristas taurinos, relacionadas con la tauromaquia de la década de los cuarenta del pasado siglo, en las que se hacía referencia a los desafueros cometidos por ganaderos, apoderados y toreros en dicho período, con alusión al afeitado de las astas de los toros de lidia, al denominado hombre del saco, encargado de arrojar talegos llenos de cemento o arena sobre los lomos de los animales a fin de aminorar sus fuerzas, o a otras prácticas abusivas tales como la purga de los animales con idéntica finalidad, quiero romper una lanza en defensa del toreo de aquellos años tan funestos en otro orden de cosas y, de una forma especial, a dejar constancia de que tales barbaridades nunca fueron consentidas en nuestra plaza de Vista Alegre. En cuanto al tema del peso, aun cuando el sistema de pesaje era distinto del actual, ya que entonces se daban a conocer los pesos en canal después de muertas las reses, posiblemente eran inferiores, en términos generales, a los de los toros que se lidian en la actualidad.

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El controvertido tema del arreglo de los pitones, creo que es un mal que no puede ser atribuido a ninguna época concreta, ya que en todas ellas, en mayor o menor medida, se han manipulado y se siguen manipulando las astas de los toros. Lo del hombre del saco, es decir, la persona que arrojaba pesados sacos de arena, desde una altura, a los lomos y riñones de los toros, es algo de lo que constantemente se hablaba por aquellas fechas, pero que, por el ocultismo de su ejecución, no puede afirmarse con rotundidad que fuese cierta tan innoble forma de mermar la fuerza del toro. De lo que ningún aficionado o mero espectador teníamos duda alguna era de la administración de sustancias laxantes, o purgas, a los toros que habían de ser lidiados, ya que los resultados de tal práctica se ponían de manifiesto apenas irrumpían las reses en el ruedo, el cual lo dejaban en pocos minutos hecho una calamidad, con innumerables muestras de la incontinencia intestinal de los pobres animales. Mas, a pesar de su inferior peso y de los sacos de arena o cemento que recibían en sus zonas lumbares y de la diarrea de que hacían gala, como consecuencia de las purgas a que habían sido sometidos, aquellos toros, a diferencia de los actuales, jamás se caían, tomaban como mínimo tres varas, en las que los picadores se empleaban a fondo, no sólo en la primera, sino en todas ellas, recurriendo a los más diversos trucos, tales como la carioca y llegado el último tercio, tras de haber presenciado los espectadores los más variados y pintureros quites, los toros acudían una y otra vez a la muleta, sin mostrar desfallecimiento alguno ni escasez de fuerzas, dando lugar a unas faenas de mucha mayor duración que las actuales, ya que el tiempo, a efectos de los temidos avisos, comenzaba a correr a partir del momento en que el torero montaba la espada para entrar a matar. En cuanto al tema de los toreros y apoderados había de todo como en la viña del Señor. La máxima figura del toreo de la época era sin duda alguna Manolete y abundaban los toreros que, de una forma mimética, trataban de copiar sus faenas, ejecutando los mismos pases y en el mismo orden que los diera el monstruo cordobés, pero olvidándose de pisar los terrenos que él pisaba, por lo que, al verdadero aficionado, y en Bilbao, en contra de la opinión de Cañabate, eran legión, no conseguían darle gato por liebre. No faltaban los que, ante la mínima incomodidad que presentase el toro, tiraban por la calle de en medio, quitándoselo de encima con una estocada alevosa, pero eran más los que trataban de hacer las cosas bien, dependiendo el resultado final de factores tan diversos como las condiciones atmosféricas (que soplase o no el viento, fundamentalmente), la falta de acierto a la hora de entrar a matar o la mesura en la dosificación del castigo administrado al animal en el tercio de varas. El público que, como ya hemos indicado, no era tan ignorante ni tan benévolo como Díaz Cañabate nos quería hacer ver, pedía la música cuando la faena de muleta adquiría el brillo necesario a tales fines y desde luego la presidencia no se volvía loca a la hora de la concesión de trofeos. Por eso las figuras trataban de rehuir su presencia en Vista Alegre, alegando a última hora una supuesta lesión que no les impedía torear al día siguiente en otra plaza menos exigente.


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Además del citado Manolete, el escalafón taurino contaba con toreros de excepcional categoría como Domingo Ortega, El Estudiante, Pepe Luis Vázquez, los hermanos Bienvenida o los mexicanos Carlos Arruza y Fermín Espinosa Armillita. Mi padre, en este concreto aspecto, se encontraba más cerca de las tesis de Cañabate que de las mías, lo que le servía como excusa para no pasar por taquilla. Sin embargo, para matar el gusanillo, acudía los días de corrida a las cercanías de la plaza, para contemplar la entrada y salida de los toreros y el arrastre de los toros. En aquel verano del 42, en el que Manolete realizaría en Bilbao una de sus mejores faenas, mi padre tampoco se decidió a adquirir su entrada para presenciar el espectáculo que tanto le gustaba, conformándose, una vez más, con acudir a las inmediaciones de la plaza, para ver a toros y toreros, invitándome a que le acompañara a tan singular ceremonia. Salimos, con el tiempo holgado, de nuestra casa, sita en la calle María Díaz de Haro y, a través de Pérez Galdós y Egaña, nos acercamos a la calle del General Concha, o, como diría la gente llana de Bilbao, a la calle de la Concha. A medida que nos aproximábamos al coso taurino el ambiente se iba tornando más cálido y alegre. En los rostros de las gentes que, cada vez en mayor medida, ascendían por la empinada vía pública, se veía reflejada la ilusión que les producía la esperanza de, por unas horas, poderse olvidar de los problemas y penurias que a diario debían de soportar y disfrutar de una tarde triunfal en la que toros y toreros pusieran su granito de arena para contribuir a la brillantez del espectáculo. Muchos de los que avanzaban en amena charla con sus familiares o amigos, rodeados de alguno de los músicos encargados de amenizar el festejo, a los que se distinguía por su uniforme azul y el instrumento que portaban, habían encendido ya los habanos que fumaban con fruición, no faltando los que lucían rosas rojas en los ojales de sus chaquetas. Las mujeres, por su parte, trataban de realzar su belleza con las prendas más vistosas de su ropero, aliviándose del calor con abanicos de diversos colores, algunos de ellos con pinturas alusivas a la fiesta. Por fin se alzó ante nuestros ojos la Plaza de Toros de Vista Alegre con sus sesenta años de antigüedad, ya que había sido inaugurada el 13 de agosto de 1882 con una corrida en la que Manuel Fuentes Bocanegra, José Lara Chicorro y Fernando Gómez Gallito Chico, lidiaron seis toros de la ganadería de Concha y Sierra. El edificio, de bella estructura, presentaba al exterior veinticuatro lados, cada uno de tres pisos con tres ventanas semicirculares y puertas en el bajo. Nos apostamos cerca de la puerta principal y esperamos pacientemente la llegada de los toreros que actuaban aquella tarde. Luego, desde lo alto de la balaustrada del barrio de Irala, cerca de la iglesia de los franciscanos, fuimos viendo como, aproximadamente cada veinte minutos, se procedía al arrastre del toro que acababa de ser lidiado. En los intervalos, entre toro y toro, escuchábamos el sonido de la música, los aplausos de los espectadores y algún que otro pitido más o menos estentóreo. A mi padre, al parecer, le satisfizo tan pobre espectáculo pero a mí, la verdad es que no me hizo ninguna gracia, ni me causó ninguna satisfacción, sino más bien

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todo lo contrario. En vista de lo cual, le hice saber a mi padre que no volvería a acudir a una plaza de toros, si no era para entrar en su interior a presenciar la fiesta en su integridad. La ocasión había de producirse el domingo seis de septiembre de 1942, fecha para la que se anunciaba en Vista Alegre la celebración de una novillada extraordinaria, con picadores, en la que habían de intervenir los diestros Miguel Del Pino, Juan Mari Pérez Tabernero, Manolo Escudero y Manolo Martín Vázquez. El cartel no podía ser más atractivo, ya que se trataba de cuatro novilleros punteros, próximos a tomar la alternativa. Así pues, conseguí convencer a mi padre de las bondades de la novillada, haciéndole pasar por taquilla con la antelación adecuada. El día señalado para el evento, amaneció con un sol espléndido y magnífica temperatura y, como quiera que en aquella misma fecha se corría, en el circuito urbano de la Gran Vía bilbaína, la última etapa de la carrera ciclista, denominada “Cinturón del Norte”, madrugué más de lo habitual y, tras de subir a Begoña a oír Misa, me trasladé, con la suficiente antelación, a la Gran Vía para poder presenciar, cómodamente sentado en uno de los bancos más próximos a la meta, la citada prueba ciclista que, para mayor satisfacción, iba a concluir con el triunfo de uno de mis corredores favoritos, Federico Ezquerra. Todo pues se presentaba con los mejores augurios para la corrida de la tarde, la primera que iba a presenciar en mi vida: un cartel de buenos toreros, un tiempo espléndido y la euforia consiguiente por la victoria de mi ídolo ciclista. Mas las cosas no habían de salir tan bien como yo las presentía y ni Del Pino, ni Pérez Tabernero, ni Escudero, ni tampoco Martín Vázquez, consiguieron cuajar las faenas que yo había soñado. Los cuatro, sin llegar a estar mal, tampoco hicieron nada reseñable y la corrida, en su conjunto, resultó larga y aburrida. Lo mejor sin duda fue la merienda que nos había preparado mi madre y que devoramos con fruición a la muerte del cuarto toro. Sin embargo, a pesar de que la tarde no fue, ni mucho menos, redonda, y a pesar de que los novilleros no llegaron a alcanzar las cotas que su categoría hacía presagiar, lo cierto es que aquella novillada habría de servir para que, a partir de aquella fecha, me convirtiera en un apasionado entusiasta de la Fiesta Nacional y para que, desde la cátedra taurina de la vieja Plaza de Vista Alegre, muchas veces acompañado por quien más tarde había de asumir las labores de crítico taurino, Carlos Barrena, y otras adoctrinado por mi padre o por otros compañeros de localidad más versados en tales lides, fuese aprendiendo a distinguir entre una media verónica y una revolera; una navarra y una chicuelina; un natural y uno en redondo, o entre una estocada trasera, una caída y una contraria. También, a partir de entonces, “El Ruedo” constituyo, semanalmente, junto al “Marca”, una de las revistas predilectas para mis ratos de ocio. ----------------El verano de 1943 fue harto complicado para mí. Con motivo de la guerra civil había iniciado los estudios de bachillerato con cierto retraso, aun cuando con evidente éxito ya que, tanto en el examen de ingreso como en el global del primer curso,


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había conseguido ser premiado con sendas matrículas de honor, lo que me permitía aliviar a mis padres de la carga de tener que hacer frente a las correspondientes tasas académicas. Sin embargo, en segundo curso, y a pesar de haber obtenido la máxima calificación (10) en la totalidad de las asignaturas, no pude revalidar la matrícula de honor. Ahora me enfrentaba al reto de recuperar tal galardón y preparar las asignaturas de cuarto en los meses de verano para tratar de aprobarlas en la convocatoria de septiembre. Por otra parte, y para ayudar a la mejora de la economía familiar, había comenzado a impartir clases de primera enseñanza a los jóvenes de la vecindad y sus aledaños. Entre los alumnos los había de uno y otro sexo, lo que propició que por primera vez en mi vida me viera afectado por las flechas de Cupido, lanzadas con precisión milimétrica por una de mis alumnas. Poco tiempo me restaba para el ocio pero, llegadas las fiestas agosteñas y más en concreto el lunes de la Semana Grande, haciendo un alto en el camino, acudí con mi padre a Vista Alegre para presenciar la segunda corrida de la feria de aquel año, corrida que para mí sería la primera que veía en mi vida, ya que el espectáculo taurino que había presenciado la temporada anterior no era, al fin y al cabo, más que una novillada. Aquella tarde de agosto estaba programada la actuación de Manolete y Pepe Luis Vázquez, las dos figuras del momento, mas ninguno de los dos acudiría a la cita con la plaza bilbaína. El cartel de la primera corrida que yo había de presenciar, quedaría conformado por el veterano torero aragonés, Nicanor Villalta, el madrileño Antonio Bienvenida y Manuel Álvarez El Andaluz. De aquella primera corrida, permanece gravada en mi retina la buena actuación de Nicanor Villalta, el torero de Cretas, alto, con una cabecita desproporcionada en relación con su cuerpo y casi calvo que, en aquel momento, tenía 45 años de edad, y, de una manera especial, recuerdo la forma que tuvo de adornarse, tras de la culminación de su faena, colocándole la montera al toro sobre su testuz. Villalta, que el 17 de octubre de aquel mismo año torearía su última corrida, cortó la única oreja de la tarde, que no fue demasiado pródiga en buenos lances, a excepción de unos magníficos pares de banderillas a cargo de Antonio Bienvenida. En todo caso, salí tan impresionado de la Fiesta que conseguí convencer a mi padre para que, unas veces en su compañía y otras en solitario, acudiese a la plaza a presenciar las cuatro corridas que aún quedaban por celebrarse. A falta de Manolete y Pepe Luis Vázquez, tuve la ocasión de ver torear aquel año en Vista Alegre, además de a los tres toreros ya citados, a Luis Gómez El Estudiante, Joaquín Rodríguez Cagancho, Paquito Casado y Emiliano de la Casa Morenito de Talavera. Decididamente, aquella feria del 43 no pasará a la historia por sus exquisiteces taurinas; no fue una buena feria. Únicamente podríamos salvar de la misma, además de la faena de Nicanor Villalta, algunas otras faenas de El Estudiante y El Andaluz, y los magníficos tercios de banderillas que nos ofrecieron Antonio Bienvenida, Paquito Casado y Morenito de Talavera. Pero, quizá, lo más relevante fue lo sucedido en la última corrida de feria.

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Para el último domingo de la Semana Grande, estaba programado Pepe Luis Vázquez que, como ya hemos dicho, no acudió a la cita, por lo que hubo de ser sustituido, en principio, por El Andaluz. Mas, al no poder torear tampoco el citado diestro, por haber resultado cogido en otra corrida, la Empresa decidió dejar el cartel de la última de feria en un mano a mano entre Cagancho y El Estudiante, con toros de Miura y, para contentar, en cierto modo, al público, se anunció la lidia de un séptimo novillo, a cargo del diestro local Manolo Agüero, hermano del famoso Martín Agüero. Había un cierto morbo por presenciar esta corrida, especialmente por ver cómo se desenvolvería Cagancho, torero gitano capaz de conseguir con capote y muleta los pases más perfectos o de inhibirse totalmente de la faena, mostrando sin ninguna impudicia, su pánico más espantoso hacia el astado, ante unos toros, los de Miura, adornados con la aureola de temibles y con un historial con varias cogidas mortales a sus espaldas. En mi casa también se respiraba un ambiente de cierta expectación; mi hermano, que se había casado aquel año, había venido con su mujer a pasar unos días en Bilbao y no quería perderse la corrida y mi padre también estaba ilusionado con ver sobre el ruedo a su tocayo Luis Gómez, El Estudiante, además, por supuesto, de al imprevisible Cagancho, una especie de Curro Romero de aquella época. Por fin llegó el domingo 29 de agosto de 1943, y a la hora de la corrida, la plaza presentaba una muy buena entrada, con la casi totalidad de sus localidades ocupadas por un ilusionado público. Sin embargo, la corrida resultó un pequeño fiasco: ni los toros dieron el juego esperado, ni los toreros fueron capaces de mostrar a los espectadores sus mejores repertorios. Cagancho ni estuvo bien, ni tampoco ofreció la ocasión para armarle la bronca; pasó desapercibido que, en un torero de sus características, es lo peor que puede suceder. El Estudiante, por su parte, estuvo voluntarioso, como siempre, e intentó en todo momento el lucimiento que, la mala calidad del ganado, no se lo permitió. Total, que los seis toros de lidia ordinaria, fueron arrastrados por las mulillas entre la indiferencia del público. Restaba por lidiarse el novillo regalado por la Empresa y que debía torear Manolo Agüero. Mas, antes de que el citado novillo hubiese hecho su aparición en la arena, los dos diestros que habían intervenido en la monótona corrida se habían ausentado de la plaza, con la aquiescencia de la presidencia; quedaba el bueno de Manolo Agüero, solo ante el peligro. El novillo, un sobrero de Calahorra, resultó ser un auténtico pájaro de cuidado: un animal que constantemente buscaba el bulto, desentendiéndose totalmente del engaño. Agüero, que ya había pasado más de un susto con el capote, poco después de iniciada su faena de muleta, se pinchó el pie con el estoque, hay quien dice que intencionadamente, por lo que hubo de ser retirado a la enfermería, quedando el siniestro novillo como dueño y señor del ruedo. Los minutos pasaban y nadie sabía qué decisión iba a tomar la persona a la que correspondiese tal marrón, mientras los ánimos de los sufridos espectadores, comenzaban a encresparse a marchas forzadas. La monumental bronca, e incluso el conflicto de orden público, tan temido en aquellos tiempos, estaba a punto de enseñorearse de la plaza y ya las primeras almohadillas comenzaban a sobrevolarla, lanzadas desde los tendidos; la Presidencia no sabía que actitud adoptar para evitar una situación cada vez más comprometida. En ese instante, cuando los ánimos estaban a punto de explotar, Félix Arri, matador de novillos y


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banderillero, nacido en Deusto, que se encontraba de paisano en el tendido presenciando la corrida, se lanzó al ruedo, pidiendo y obteniendo permiso para matar el novillo, con la mala suerte de que, apenas iniciada la faena, el toro le corneó aparatosamente, teniendo que pasar a la enfermería. El percance no tuvo mayores consecuencias, salvo que el novillo hubo de retornar vivo a los corrales, mientras los espectadores abandonábamos la plaza entre comentarios para todos los gustos. ----ooooOOOoooo---II.- El surgir de una figura Durante aquella década de los cuarenta, a partir de mediados del mes de marzo, todos los domingos en los que el Athletic no jugaba en San Mamés se celebraban novilladas en Vista Alegre a las que puntualmente acudíamos, acompañado de algunos de mis amigos y compañeros del Instituto, no faltando entre ellos la presencia del futuro crítico taurino, Carlos Barrena. Desde la primera fila de la galería de sol, vimos desfilar a futuras figuras del toreo como Rafael Albaicín, Rafael Llorente, Valencia III, El Boni, El Choni o el peruano Alejandro Montani, entre otros. Una espléndida tarde de primavera de 1944, con los exámenes finales a punto de producirse, presencié hacer el paseíllo en Vista Alegre a un joven novillero de mi misma edad, alto, bien plantado, de buena figura y espléndidas maneras. Su nombre, Luis Miguel González Lucas, o si se prefiere, Luis Miguel Dominguín. A la hora de hacer el paseíllo, montera en mano, se vería acompañado de los novilleros Roldán y El Choni, que salían dispuestos a lidiar seis novillos de Pablo Romero. En el tercero de la tarde, un novillo cárdeno, entrepelado, bragado y de nombre “Bailador” tuve la oportunidad de presenciar una suerte desconocida para mí que me dejó atónito. Esperó el joven novillero a su enemigo, plantado de hinojos ante la puerta del toril, con su capote extendido sobre la arena y sujetado por su mano diestra y, cuando apareció el novillo en la plaza, el torero imprimió el movimiento justo a su capote, para conseguir que el animal saltase por encima de él, sin causarle detrimento alguno. Se trataba de una larga cambiada a porta gayola, suerte que he presenciado, posteriormente, en infinidad de ocasiones, pero pocas veces con la limpieza y perfección de aquella tarde. Posteriormente, Luis Miguel nos deleitó con unos pares de banderillas, impecablemente colocados, unas veces de poder a poder y en otras ocasiones al quiebro o al cuarteo. La faena de muleta la inició con un pase sentado en el estribo, citando, seguidamente, al toro de rodillas, continuando la faena con pases por alto y una serie por la derecha, mandando, templando y cargando la suerte. Luego torearía por molinetes, naturales y manoletinas a los acordes de la música. Tras de un pinchazo, cobró una estocada, resultando cogido en el embroque y derribado. Se levantó el diestro con el rostro manchado de arena, dirigiéndose al toro,

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que, tambaleándose, rindió su vida a los pies del novillero. La presidencia le concedió una oreja, dando la vuelta al ruedo entre los aplausos del público. En el cuarto de la tarde, novillo que le correspondía a Roldán, Dominguín hizo un quite por faroles de rodillas, rematado con una media verónica. En el sexto, la deficiente condición del novillo, defectuoso del ojo izquierdo, le impidió al diestro madrileño ejecutar la faena que a todos nos hubiese gustado presenciar. En todo caso, a todos, salvo excepciones, nos causó una magnífica impresión, abandonando la plaza convencidos de que acababa de nacer una nueva figura del toreo. A mi regreso a casa, le dije a mi padre: Hoy he visto torear al sucesor de Joselito. El martes siguiente compré la “Gaceta”, ansioso por contrastar la opinión que el nuevo diestro le ofrecía al crítico taurino “El Licenciado Vidriera” y la verdad es que me defraudó cuanto afirmaba en su crónica. Luis Miguel Dominguín- decía - de talle y planta toreros, sabe su menester, pisa con aplomo los terrenos y dirige bien la lidia. Consiguió unos lances suavísimos, templados, con marchamo de elegancia, y unos faroles de rodillas, valentísimos. Con la franela sólo logró un pase ayudado por alto y uno en redondo. Lo demás fue solo bullanga y escenografía. La oreja con que le galardonaron, a mi juicio, no fue merecida. Sólo al trance emocional de su cogida se la debió. En el toro sexto no se confió, a pesar de que pudo con él hacer faena. Sin duda le pusieron medroso las arrobas del burel. Ese mismo año Dominguín tomó la alternativa en La Coruña el 2 de agosto, cediéndole Domingo Ortega la muerte del toro Cuenco, de la ganadería de Samuel Hermanos, y el 28 de agosto de 1947, formó parte del cartel de la feria de San Agustín de Linares junto con Gitanillo de Triana y Manolete, corrida en la que este último murió corneado por el miura Islero. El diestro, que se autocalificaba como el número uno del toreo, en un alarde de soberbia, se retiró en varias ocasiones de los ruedos, haciéndolo definitivamente el 12 de septiembre de 1973, para dedicarse a viajar y a la caza, dos de sus grandes pasiones. Y, para cerrar este capítulo con unas gotas de humor, nos referiremos a la anécdota que se cuenta, relacionada con el tumultuoso romance que el torero mantuvo con la actriz Ava Gardner, según la cual, en uno de sus primeros contactos amorosos con la bellísima estrella, tras de culminar su aventura, se dispuso, de forma presurosa, a abandonar el lecho que había servido de escenario de su gesta, y vestirse con su ropa de calle. La diva, que no salía de su asombro, no dudó en preguntarle por el motivo de tan extraño comportamiento. - Voy a contárselo a mis amigos, pues si no lo hago, esto no tiene gracia - fue la contestación de Luis Miguel. Según cuentan las personas que tuvieron algún trato con el diestro madrileño, su lema era que no merecía la pena conquistar a una mujer de primera si después no se lo podías contar a los amigos.


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----ooooOOOoooo---III.- La faena de “El Estudiante” El mes de junio de 1944 habría de ser pródigo en acontecimientos. El Athletic, que en la Liga no había estado demasiado fino, terminando en un modesto décimo lugar, en la Copa, tras de haber eliminado al Baracaldo, Arenas y Granada, había de enfrentarse en partido de vuelta de semifinales, el domingo día 18, al Atlético Aviación, en cuyo feudo había sido derrotado, en el partido de ida, por un contundente 31, que ahora era necesario remontar, si se pretendía estar un año más en la final. Pero ese día 18 iba a resultar sumamente movido ya que, además de tan trascendental partido, estaba programada en Bilbao, dentro de los actos conmemorativos de su “liberación”, una corrida de toros en Vista Alegre, con El Estudiante, Manolete y El Andaluz, como espadas. Al día siguiente, el cartel lo compondrían, Domingo Ortega, El Estudiante y Manolete. Los responsables de San Mamés y Vista Alegre ya se pusieron de acuerdo para que los aficionados a ambos espectáculos, tuviésemos oportunidad de presenciarlos, si bien a costa de pegarnos una carrera considerable para vencer el tramo que separa ambos recintos festivos. En primer lugar se celebró el festejo taurino, que resultó entretenido, pero sin llegar a constituir una de esas corridas que dejan recuerdo para la historia, y, desde luego con un resultado artístico muy inferior al que era de prever habida cuenta de la clase extraordinaria que atesoraban quienes conformaban la terna. A continuación, y tras de la consabida carrera, pudimos llegar a un abarrotado San Mamés, donde el Athletic, al lograr imponerse a los madrileños por 2-0, igualó la eliminatoria, forzando la celebración de un tercer partido, ya que, por entonces, no se otorgaba doble valor a los goles conseguidos fuera de casa, ni existían prórrogas, ni se dilucidaban los desempates a penaltis. La corrida del día 19, con Franco en el palco presidencial, resultó realmente fabulosa y ello gracias al más modesto de los toreros que componían la terna: Luis Gómez, El Estudiante. No es que Ortega y Manolete estuvieran mal, sino sencillamente que El Estudiante estuvo colosal, hasta el punto de que la faena que le hizo al quinto de la tarde, yo creo que es la mejor y más completa de cuantas he presenciado a lo largo de mi vida. Todo lo hizo bien, en el citado toro, el torero madrileño; su faena, seria, sin una sola concesión a la galería, justa, perfecta de mando, poder y temple, toda ella realizada en el centro del anillo, que es donde pesan más los toros, y teniendo como base los pases en redondo y varias series de templadísimos y ajustados naturales, rematados con el pase de pecho, hizo entusiasmar a la concurrencia, hasta el punto de que los pañuelos blancos se veían ya asomar por los tendidos, antes de que El Estudiante montara su espada de matar. Pero, cuando lo hizo, de una estocada en su punto exacto, ni un milímetro desviada o tendida, y el toro rodó por los suelos sin puntilla, la plaza entera se convirtió en un manicomio. Le concedieron los máximos trofeos y salió por la puerta grande, entre el entusiasmo y el asombro del público, que le costaba trabajo creer que lo que acababa de presenciar no había sido

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un feliz sueño. A partir de esos momentos, ya contaba con dos ídolos taurinos: Luis Miguel Dominguín y Luis Gómez El Estudiante. Luis Gómez Calleja, El Estudiante, nacido en Alcalá de Henares el 20 de febrero de 1911, había tomado la alternativa, el 20 de marzo de 1932, en la plaza de Valencia, de manos de Marcial Lalanda, pero sus mejores temporadas serían las de 1944 y 1945, en las que se convertiría, de forma merecida, en primera figura. Para ello, trató de imitar al ídolo del momento, Manolete, pero no copiando sus pases o la secuencia de sus faenas, como tantos toreros de la época hicieron, sino pisando el terreno, entonces inverosímil, en el que el gran diestro cordobés realizaba su toreo. De esta forma consiguió realizar aquella faena magistral en el viejo Vista Alegre y encumbrarse a los primeros puestos del escalafón de matadores de toros. ----------------Con la euforia de la gran faena presenciada, y aún no echado en el olvido el importante triunfo del Athletic del día anterior, aquella noche me animó Luis Sánchez Ruiz, uno de los hijos del Sr. Sánchez Marcos, maestro que da hoy nombre a las antiguas escuelas de la calle General Concha, a acudir a la verbena que se celebraba, en conmemoración de la Liberación, en plena Gran Vía. Antes de lanzarnos a la vorágine del baile, práctica que jamás había ejercitado y sobre cuyo arte no tenía ni la menor idea, fuimos a tomar unos vinitos de Cariñena a “La Viña”. El vinillo dulzón de la tierra aragonesa, entraba magníficamente, acompañado de unos sabrosos tacos de jamón, con lo que, poco a poco, fuimos dando tiempo al inicio de nuestra marcha verbenera, entonándonos más de la cuenta con el delicioso caldo aragonés. Total, que cuando nos decidimos a lanzarnos a pedir a las mozas baile, ya habíamos ingerido tal cantidad de alcohol que nuestro estado de ánimo era imparable y nuestra euforia no conocía límites. En tal estado, no era de extrañar que las bellas de turno no se resistieran a nuestras frases amables y aguantaran estoicamente la multitud de pisotones que nuestra total ignorancia en el arte de bailar, nos hacía inconscientemente llevar a cabo. Pasamos una noche sensacional, y estábamos asombrados de que, para ser la primera vez que nos decidíamos a llevar a efecto tal práctica, nos salieran las cosas tan bien. Animados por el fulgurante éxito obtenido, la noche siguiente, en la que también había verbena a pesar de ser martes, decidimos repetir la hazaña de la noche anterior, pero no tuvimos en cuenta un pequeño detalle; convencidos de que todo nos había salido bien por nuestros propios merecimientos, omitimos la previa visita a “La Viña” y, sin Cariñena, ni tacos de jamón, ni siquiera el reciente recuerdo de la faena de El Estudiante, las cosas nos rodaron de forma bien distinta, menudeando las calabazas y las quejas por nuestro rudimentario modo de interpretar el baile. Por otra parte, las mozas con las que bailábamos ya no tenían los atractivos de que se habían visto adornadas las de la noche anterior, a pesar de que, en muchas ocasiones, fueran las mismas. ----ooooOOOoooo---IV.- El día en el que Manolete toreó dos corridas en Vista Alegre El 23 de agosto de 1944 pasará a la historia de la tauromaquia como el día en que se celebraron dos corridas de toros en Bilbao, toreando en ambas el monstruo de


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Córdoba, Manuel Rodríguez Manolete. En la actualidad seré uno de los pocos mortales que tuvo la dicha de poder disfrutar del arte del genial torero cordobés, dos veces en un solo día. El martes 22 de agosto estaba anunciada la tercera corrida de feria, con toros de Pablo Romero para los diestros José Mejías Bienvenida, Manuel Rodríguez Manolete y Manuel Álvarez El Andaluz. Mi padre y yo nos hallábamos ya en la plaza, ocupando nuestras localidades, cuando una inoportuna tormenta dejó el ruedo en condiciones inadecuadas para la práctica del toreo, por lo que la Presidencia hubo de tomar la decisión de suspender la corrida. Tras de diversas conversaciones con los apoderados de los diestros afectados por la suspensión, se decidió que la corrida se celebrase, con el mismo cartel de toros y toreros, a las doce del mediodía del día siguiente. Así pues, el 23 de agosto, se celebraron las dos corridas; a las doce del mediodía torearon Pepe Bienvenida, Manolete y El Andaluz, toros de Pablo Romero, y a las seis de la tarde, lo harían Domingo Ortega, Juanito Belmonte y Manolete con reses de Tassara. Como la naturaleza no entiende de localidades taurinas y mucho menos de clases sociales, en la corrida de la mañana, mientras los espectadores de los tendidos de sombra se ponían morenos por el radiante sol que irrumpía en sus rostros, los que ocupábamos las localidades más económicas presenciábamos el espectáculo desde la sombra, acariciados por una suave brisa procedente del Cantábrico. Con tal motivo, no faltaron, al principio del espectáculo, las sonoras bromas entre los espectadores de unas y otras localidades. Por lo que se refiere a la corrida de la tarde, existía una especial expectación por presenciar la lidia del toro Futbolista, un toro cárdeno, muy bien presentado, con trapío, bien de carnes y con unos afilados cuernos adornando su hermosa cabeza, que había llamado la atención de cuantos habían acudido a presenciar el desencajonamiento de los toros que habían de lidiarse a lo largo de la Feria. Cuando se conoció que en el sorteo le había correspondido la lidia del citado toro a Domingo Ortega, un torero veterano, muy competente y buen conocedor de los toros, la expectación fue en aumento, intensificándose en el momento en que irrumpió el animal en la arena, haciendo cosas que denotaban a las claras su bravura. Todos tuvimos la convicción de que nos hallábamos ante un toro de bandera. Bueno, todos menos Domingo Ortega que, en ningún momento quiso ver al animal que le había correspondido en suerte. Se abstuvo totalmente de cualquier intervención con el capote y con la muleta se limitó a darle unos mantazos por la cara, aprovechando la primera oportunidad que se le presentó, para deshacerse del bicho en la forma más alejada de la ortodoxia taurina. La bronca fue monumental y aún continúo preguntándome qué pudo ver Ortega en aquel animal para torearle de aquella forma tan infame. En todo caso, la corrida de la tarde resultó más aburrida que la de la mañana en la que, además de deleitarnos con el arte de Manolete, tuvimos la oportunidad de admirar unos buenos pares, perfectos de ejecución y colocación, de Pepote Bienvenida, el mayor de la saga, y de emocionarnos con los gestos de valor de El Andaluz, un torero que, al igual que otros muchos de la época, se empeñaban en imitar en todas sus acciones al fenómeno de Córdoba.

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----ooooOOOoooo---V.- La fiesta se viste de luto Entre 1940 y 1945, Bilbao había sido testigo de las 21 actuaciones de Manolete en Vista Alegre (17 corridas y 4 festivales del Club Taurino) de las cuales yo había tenido la oportunidad de presenciar nueve (ocho corridas y un festival). De todas ellas, habían acabado triunfalmente para el diestro cordobés las celebradas el 24 de agosto de 1941, en la que cortó las dos orejas del tercero de la tarde de la ganadería de don Félix Moreno y la que tuvo lugar el 18 de junio de 1945 en un mano a mano con Pepe Luis Vázquez, dado el percance sufrido en la plaza de toros de Barcelona por Carlos Arruza, quien debía de completar la terna A esta última corrida tuve la fortuna de asistir y, tal fue la calidad de la faena que Manolete realizó al quinto de la tarde, al que cortó las dos orejas, que la plaza llegó a convertirse en un manicomio, quedando el público emborrachado con el arte del torero cordobés. Los periódicos hablaban al día siguiente de la faena soñada, describiendo la forma en que el maestro había dibujado, esculpido y cincelado prodigiosamente sus magistrales pases naturales, que describían como los naturales de la gloria. A continuación, se hacían eco del delirio colectivo que había seguido al entusiasmo general, al comprobar como Manolete marcaba los tiempos del volapié y consumaba con su espada la suerte suprema. No cabe la menor duda de que Manolete era un torero singular, sin duda alguna el mejor de cuantos he conocido a lo largo de mi extensa vida; no sé si Joselito u otros toreros de generaciones anteriores pudieron superarlo, ya que no puedo opinar de algo que no tuve la oportunidad de conocer. Y esta opinión era compartida por la mayor parte de los aficionados bilbaínos. Pero, a partir del 19 de junio de 1945, fecha en la que compartió cartel con Armillita y Luis Miguel Dominguín, fueron constantes sus evasivas con el fin de eludir su presencia en el coso bilbaíno, alegando lesiones de última hora, que no le impedían torear al día siguiente en otro plaza de menor riesgo y categoría lo que redundó en que la afición bilbaína comenzase a ponerse de uñas con el genial torero cordobés. En la feria de 1947 estaba programado para una sola corrida, en la que también habría de actuar, encabezando el cartel, su inseparable compañero Rafael Vega de los Reyes Gitanillo de Triana. Entre las múltiples licencias que se permitían, y se siguen permitiendo, las figuras (elección de ganaderías, veto a ciertos compañeros, etc. etc.), Manolete no ocultaba su preferencia por ocupar el segundo lugar de la terna en todas las corridas en las que hubiera de intervenir y, para ello, y habida cuenta que en los últimos años era uno de los más antiguos en el escalafón, imponía en los carteles la presencia del citado Gitanillo de Triana, torero que, en aquellos años, sumó un número de corridas no acorde con sus méritos, ni con su entrega en los ruedos, muy escasita en la mayor parte de las ocasiones.


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Pues bien, aquel año Manolete no esperó para caerse del cartel a la consabida lesión en alguna de las ferias inmediatamente precedentes a la de Bilbao, sino que para primeros de agosto ya anunció su intención de no acudir a la plaza bilbaína, alegando un mal ambiente creado hacia su persona por la Junta Administrativa de la Plaza, lo que no fue obstáculo para que Gitanillo de Triana continuase figurando en el cartel. Esta auténtica “espantada”, no impidió que el torero de Córdoba acudiese a Vitoria a las corridas de la Feria de la Virgen Blanca, corridas a celebrar un par de semanas antes que las de Bilbao. Esta circunstancia dio lugar a que el coso vitoriano se viese plagado de aficionados bilbaínos en la corrida en la que actuaba el monstruo cordobés, el cual, al no tener aquel día su tarde, fue objeto de las iras del público bilbaíno que le increpó en forma durísima. El poeta Esteban Calle Iturrino, publicaba en la primera página de “La Hoja del Lunes” siguiente a la corrida, unos versos titulados “Epístola en octavas a Manolete”, algunas de cuyas estrofas nos vamos a permitir reproducir. En una de las más duras con el diestro, decía lo siguiente: “¡Ay, y yo te canté¡ Cuando en Sevilla / diste a Arruza aquel baño indescriptible y creímos que tanta maravilla / siempre habría de ser inextinguible... Pero, ahora, Manuel, ¿con la cordilla / en lugar del estoque? No es posible, y quien con tal camelo se cautiva / está más perturbado que una chiva. Y aún dice Camará que aquí la gente / ya no te quiere bien; que te han creado cierta animadversión y mal ambiente. Pues tu administrador está engañado. / Todos queremos con afán ferviente volver a verte en suelo enarenado / aunque sea con siete gitanillos cuando en vez de almohadillas, den ladrillos”. La epístola concluía con los siguientes versos: Si al alimón con Camará y Chopera / despreciar a Bilbao te has permitido, tú no tienes la culpa, ¡bueno fuera¡,/ ya dice Camará de quien ha sido de quien con más candor que una cordera /en pactos no firmados ha creído y nos da ingenuas y melifluas notas / cuando hacen falta leña y palabrotas. Hay que volver, Manolo, por el fuero,/ porque el huevo está ya muy bien dorado. Hay que ser ante todo gran torero / y no sólo un burgués adinerado; y, sobre todo, un noble caballero /que cumple a toda costa lo pactado. Lo que tú en realidad eres, Manolo,/ cuando no te envaneces y estás solo. Si no ha de ser así, vete a la... casa / que en tu divina Córdoba has comprado; ve cuan a gusto nuestra vida pasa / cuando tenemos el riñón dorado. Diviértete a placer, goza sin tasa,/ disfruta de lo mucho que has ganado y que para remate de tu suerte / Camará te acompañe hasta la muerte”. Pero, apenas concluida la feria bilbaína llegaba la fatídica tarde del 28 de agosto en la que Manolete habría de encontrar la muerte. Fue en la feria de San Agustín de Linares. Manolete, tal vez para superar las críticas que empezaban a generalizarse, había aceptado torear reses de la temible ganadería de Miura; en un cartel en el que, junto a su inseparable compañero y entrañable amigo, Gitanillo de Triana, figuraba

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el torero que le venía empujando y que pretendía destronarle de su reinado taurino, Luis Miguel Dominguín. En el quinto toro de la tarde, de nombre Islero, número 21, negro entrepelado y bragado, Manolete, que había hecho una formidable faena y que tenía las orejas en el bolsillo, quiso demostrar al público y a su más directo rival, que seguía siendo el número uno, y entró a matar despacio, recreándose en la suerte, a pesar de los consejos de su apoderado, de su mozo de estoques y de su peón de confianza, que le aconsejaban que se aliviase, porque el toro encerraba cierto peligro y los trofeos los tenía ya ganados. Un grito de horror inundó la plaza, Manolete había resultado enganchado por el toro y herido en el triángulo de Scarpa; la confusión y el estupor se generalizaron, no pudiendo escapar de él los propios miembros de su cuadrilla que, al equivocar la situación de la enfermería, dilapidaron unos segundos preciosos, dando una inútil vuelta por el ruedo, mientras el torero se desangraba en el camino. En la enfermería de la plaza, dotada de escasos medios, se le practicó una cura de urgencia, tratando de contener la hemorragia, siendo trasladado posteriormente al Hospital Municipal de Linares, en donde no faltaron los voluntarios dispuestos a dar su sangre al torero herido. El doctor Jiménez Guinea fue llamado para que se trasladase desde Madrid hasta el pueblo jienense, con el fin de tratar de salvar la vida del diestro cordobés, quien en su agonía continuaba pidiendo la presencia del famoso galeno. Pero todo resultó inútil y, tras de recibir la extremaunción, falleció cuando el reloj marcaba las cinco y veinticinco de la madrugada. España entera lloró al unísono la pérdida del que fuera, con toda probabilidad, el mejor torero de todos los tiempos y los aficionados bilbaínos, olvidando viejas rencillas, sintieron con igual profundidad la muerte del diestro, considerándola, con toda razón, una pérdida irreparable. Calle Iturrino, que tan duro se había mostrado con el genial torero, publicaba a los pocos días de su trágica muerte, en el mismo diario y también en primera página, un poema de desagravio, titulado “La respuesta de Manolete”, que comenzaba con los siguientes versos: “Me la trajo una mañana / con la primera caricia del sol de agosto, en su pico,/ misteriosa golondrina. Tomé con trémula mano / la inesperada misiva; orlada estaba de luto, / con letras de sangre escrita: “Yo era un mozo humilde y pobre / que en la soleada orilla del Guadalquivir, soñaba./ ¿Con qué?: yo no lo sabía de cierto, pero con algo / que no fuese aquella vida de dolor y de penuria, / de infortunio y de desdichas, que me arrancó para siempre / de mis labios la sonrisa. En una tarde de mayo, / tarde cordobesa, rica de tibiezas y esplendores,/ de perfumes y de brisas, mi padre, que fue torero,/ me llevó a ver una lidia De novillos; la primera,/ la esperada. ¡Qué alegría y qué emoción me embargaban / al empezar la corrida¡. Apenas el primer toro / pisó el ruedo, ¡madre mía


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lo que sentí¡. ¡Qué zozobra¡ / ¡qué inquietud¡, ¡qué alferecía¡ ¡qué desazón¡; ¡qué deseo / de ir a la arena¡; ¡qué envidia de los que en ella probaban / su valor, su maestría, su voluntad de dominio / su genio y gracia de artistas¡. Era la sangre torera / que ya en mis venas hervía”. Concluyendo con las siguientes estrofas: “Diez años de lucha heroica / para vivir otra vida que aquélla triste y monótona, / que en la soleada orilla del Guadalquivir viviera / en mi infancia dolorida. Mas no dejaré los toros / llevando conmigo estigmas que puedan avergonzarme / cuando de recuerdos viva. Como el primero en los ruedos / serán mis últimos días. Antes de que sombras nublen / la luz de mi gloria limpia, tras de mi estoque, en las astas / iré a dejarme la vida. ¡Quién sabe¡ Quizás, poeta, / cuando esta carta recibas doblando estén por mi muerte / campanas de mi Mezquita”. ----ooooOOOoooo---VI.- En busca de un sustituto La muerte de Manolete en Linares había dado lugar a que los empresarios de los cosos taurinos emprendiesen una loca carrera en busca de la nueva figura del toreo capaz de sustituir al monstruo cordobés. El 11 de abril de 1948 se había presentado en la plaza de toros sevillana de la Maestranza un novillero toledano, desconocido hasta entonces, pero que, por su altura, aspecto desgarbado y gesto serio, hacía recordar al torero muerto en Linares. Por otra parte, su forma de entender el toreo era una clara imitación a la del Monstruo, toreando con los pies juntos, comenzando su faena con unos majestuosos pases por alto y alternando, posteriormente, series de naturales con otras en redondo, para terminar, previas las manoletinas de ritual, con un acertado volapié, lo que le había hecho acreedor a los máximos trofeos y a que la gente comenzase a hablar de él como del legítimo sucesor del diestro cordobés. Con tales antecedentes y mediante un despliegue propagandístico, inusitado por aquellos años, (en los periódicos aparecían multitud de anuncios con la frase “Frasquito, la revelación del toreo” y las fachadas de los edificios se veían inundadas de carteles de contenidos similares), los empresarios de la Plaza de Toros de Vista Alegre no dudaron en anunciar una novillada para el domingo siguiente, con reses de Félix Moreno, para una terna formada por Diamante Negro, Lagartijo y el nuevo fenómeno de la tauromaquia. El domingo día 18 de marzo la Plaza de Vista Alegre presentaba un lleno hasta la bandera, con todas sus localidades repletas de público, palpándose la emoción en el ambiente, como en las grandes solemnidades. A nadie interesaba, por supuesto, ver torear al diestro de color Diamante Negro, ni tan siquiera a Lagartijo, a pesar de que se insistiera en la propaganda en su parentesco con el torero fallecido; todo el mundo estaba pendiente de lo que hiciera Frasquito quien, efectivamente, en lo físico al menos, guardaba cierto parecido con el difunto Manolete.

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La novillada había comenzado bajo un signo positivo, debido al buen hacer del diestro Diamante Negro, quien había conseguido alborotar el cotarro con una serie de lances y un quite valentísimo. Sin embargo, entre que el animal que le había correspondido en suerte se negara a tomar la muleta por su cuerno izquierdo y que el inoportuno viento molestase al diestro venezolano más de la cuenta, todo se quedó al final en una estocada contraria de un estilo poco elogiable que dio lugar a que en los tendidos se mezclasen los pitos con las palmas, escena que también iba a repetirse a la conclusión de la faena del cordobés Lagartijo. Por fin, llegó el momento álgido, el de la máxima expectación; el turno de Frasquito, que ya en los anteriores novillos había estado aseado y valiente en quites, manejando el capote con alegría y cierto empaque. El bicho que le correspondió en suerte resultó bravísimo, entrando a los caballos con fuerza y ánimo de derribarlos, una y otra vez. Menos mal que el picador de turno le pegó bien y a conciencia, consiguiendo frenar de este modo los ímpetus del morlaco. Cuando los clarines de la plaza anunciaron que había llegado el momento de iniciar la faena de muleta, el bicho estaba muy alegre, quizá demasiado, habida cuenta que enfrente iba a tener a un matador con casi nula experiencia y ansioso de salir en hombros por la puerta grande. Tomó Frasquito estoque y muleta y, tras del saludo protocolario a la presidencia, brindó al público entre el entusiasmo generalizado de la concurrencia, ansiosa de presenciar la faena del que se anunciaba como nuevo monstruo del toreo. Frasquito, tras de los prolegómenos detallados, se fue derecho a los terrenos de toriles y, desde allí, y a pies juntos, esperó la embestida del toro, con la muleta prendida por ambas manos. Un pase y un ¡olé¡; otro pase y otro clamor. El bicho iba por el torero, pero el torero no cedía. Y llegó la tercera pasada, que se esperaba fuera como las anteriores. Pero no; desgraciadamente no. Porque al entrar el novillo en el embroque, se fue del engaño y prendió al diestro por el muslo de forma aparatosísima. El diestro fue trasladado rápidamente a la enfermería, reinando la impresión en la plaza de que había recibido un cornalón de muerte. El festejo, en aquel momento, se vino abajo en vertical y comenzó el desfile de no pocos espectadores, que tuvieron el presentimiento, acertado por otra parte, de que en aquellas circunstancias y con la calidad que venía demostrando el ganado, ya no habría de verse nada destacable, como así ocurriría por desgracia. Y ahora viene la pregunta que se hacían, tanto los aficionados que optaron por ausentarse de la plaza, como los que nos mantuvimos, si bien desilusionados, en la misma: ¿por qué lo cogió? Los toreros, por lo general, saben por qué les ha cogido el toro. Sin embargo, Frasquito fue incapaz de encontrar una explicación a su percance. Entre los aficionados se barajaban las más diversas causas. Para la mayoría, entre los que me encuentro, la razón de la cogida no fue otra que el haber tratado de torear al novillo en la querencia de los chiqueros. Otros, sin embargo, buscaban la explicación de la cogida en la tendencia del bicho a vencerse del lado izquierdo, no faltando los que culpaban al viento del desagradable trance, o al deseo irrefrenable del toledano de conseguir un triunfo similar al obtenido el domingo anterior en el coso sevillano, sin reparar en la peligrosidad del animal, el viento reinante o la querencia del toro.


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Lo cierto es que Frasquito logró salvar la vida, que es lo principal, pero su carrera taurina, que parecía imparable, se vio truncada por aquel percance, fruto de su inexperiencia y de un gravísimo error de quienes debieron asesorarle con mayor eficacia. Del pobre Frasquito nunca más se tuvo noticia alguna. Sin embargo, y a pesar de este percance, los empresarios continuaron en su empeño de encontrar el sustituto del ídolo cordobés y, descartado Frasquito, centraron su atención en el ya citado Lagartijo, pariente de Manolete, pero a años luz de él en el arte del toreo. Esta infructuosa búsqueda de fenómenos, nos sirvió para poder presenciar una serie de novilladas, en las que, además de los ya citados, intervinieron un hijo del famoso Cagancho, Alí Gómez, Isidro Marín, Pablito Lalanda, y un largo etcétera de aspirantes a la sucesión del monstruo. Pero los empresarios no cejaban en su empeño de dar con el novillero que pudiera sacar a la fiesta de la grave crisis en la que se había visto sumida tras de la muerte del torero cordobés y, por fin, pareció que habían encontrado la luz del final del túnel en que estaban inmersos, y, en los inicios del cuarenta y nueve, las revistas especializadas en temas taurinos comenzaron a dar cuenta de las andanzas de quien podía llegar a ser figura del toreo, un aspirante a matador que se entrenaba a diario en las dehesas, lidiando reses bravas vestido de luces; su nombre era Julio Aparicio, había nacido en Madrid y, el 13 de febrero, acababa de cumplir diecisiete años. Para que el resultado de tal descubrimiento fuese más espectacular y atractivo para el público, los empresarios decidieron buscarle al joven Julio un oponente, que, a ser posible, además de estar adornado de grandes conocimientos taurinos, su forma de entender y practicar el toreo fuese totalmente diferente a la del joven madrileño. Por consiguiente, y dado que éste apuntaba maneras de torero estilista, su oponente y compañero en multitud de supuestas tardes de triunfo, había de ser un torero que se caracterizase por su arrojo y valor; es decir, un torero de corte tremendista. No tardaron los empresarios en dar con tal joya taurina, en la persona de un joven onubense, aun cuando nacido en el valenciano pueblo de Gandía, de nombre Miguel Báez Litri. Todas las plazas se disputaban su presencia y las novilladas en las que ellos intervenían eclipsaban totalmente los restantes espectáculos taurinos de las respectivas ferias. Bilbao no podía ser la excepción y, en consecuencia, había programado una novillada para la singular pareja, a celebrar el jueves día 25 de agosto, a una hora, tan poco habitual para este tipo de espectáculos, como la de las siete de la tarde, lo que daría lugar a que en dicha novillada hubiera de estrenarse el sistema de iluminación artificial de Vista Alegre, recientemente instalado. Sin embargo, un inoportuno percance sufrido por Litri en la plaza de toros de Málaga, hizo que el definitivo cartel de tan esperada novillada quedase configurado de la siguiente forma: seis novillos de Alipio Pérez T. Sanchón, de Salamanca, para Alfredo Jiménez, Antonio Ordóñez y el debutante Julio Aparicio. Pero con la cogida del Litri no habían de concluir los apuros de los componentes de la Junta rectora de la Plaza de Toros de Vista Alegre ya que, a las tres y media de

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la tarde del jueves 25, Julio Aparicio se hallaba aún en Lisboa, poniéndose en peligro la posibilidad de que llegase a tiempo para efectuar el paseíllo con el resto de sus compañeros de terna. Los apuros que hubo de pasar Don Federico Ugalde, el Botas, que ostentaba el cargo de Presidente de la Junta Administrativa, viendo que el avión en el que debía viajar el novillero de moda no acababa de aterrizar, nos llevarían varias páginas de este forzosamente corto relato. Mas, por fin, cuando faltaban dos minutos para que diesen las siete de la tarde, Julio Aparicio, impecablemente vestido de azul oscuro y oro, llegaba a las puertas de la plaza, con una mano vendada y una dulce sonrisa en sus labios. Los espectadores, que aguardábamos al pie de la puerta principal, salíamos disparados hacia nuestras respectivas localidades, para no perdernos ni un solo detalle del espectáculo que, dada la expectación que había despertado, había obrado el milagro de que la plaza presentase el aspecto de las grandes solemnidades, con sus localidades prácticamente repletas de público. El espectáculo resultó del agrado del respetable, aun cuando la crítica no fue demasiado amable con Julio Aparicio, torero que, una vez concluida la corrida, hubo de dirigirse, sin despojarse del traje de luces, al aeródromo, como entonces se decía, de Sondika. A las nueve y cuarto, ya estaba otra vez en el aire. ----ooooOOOoooo---VII.- ¡La Pedresina¡ Durante mi estancia en Port-Bou por razones profesionales, mi padre, en una de sus cartas, me hablaba de un novillero, amigo de mi hermano José Luis, que había comenzado su carrera de forma espectacular y que, por las maneras que apuntaba, parecía destinado a convertirse en figura del toreo. Se llamaba Pedro Martínez, Pedrés y había nacido en Albacete el 11 de febrero de 1932. Su debut con picadores había tenido lugar el 16 de septiembre de 1950 en la plaza de toros de su ciudad natal y mi padre había tenido la oportunidad de conocerle y comprobar su arte y valentía, con motivo de una novillada que toreó en el ruedo de Vista Alegre. La temporada de 1.952 iba a convertirse en su temporada triunfal, toreando en las principales ferias de la geografía hispana y cosechando triunfos en todas ellas, siempre formando cartel con su compañero inseparable, Juan Montero. El 12 de octubre de dicho año tomaría la alternativa en Valencia, de manos de Miguel Báez Litri, con toros de Manuel Sánchez Cobaleda. Aquel miércoles, 19 de agosto de 1953, Pedrés iba a hacer su presentación como matador de toros en Vista Alegre, compartiendo cartel con Antonio Ordóñez y Jumillano y reses de Urquijo. Por la mañana había acudido con mi padre al Hotel Carlton a visitar al diestro manchego, con quien conversamos durante un buen rato. Se habían corrido ya los cinco primeros toros y sobre la arena se encontraba el Urquijo que había de cerrar plaza. Hasta dicho momento la corrida, salvo apuntes aislados, como un bellísimo quite de frente por detrás de Antonio Ordóñez, había transcurrido con más pena que gloria. Pedrés, tras de brindar la faena a los chicos de la Misericordia, se dirigió hacia el toro con la muleta plegada en la zurda. En la plaza


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se hizo el silencio que siempre precede a los grandes acontecimientos. Citó muy en corto, insistió y el toro fue hacia él. En ese instante, Pedrés giró y quedó de espaldas, cambiando la salida del toro. En el momento del embroque, el torero, quieto, abrió su mano, la muleta cayó y se alzó levemente para vaciar al bicho con el pase de pecho. Algunos espectadores, que hasta aquel momento habían guardado un silencio cuasi religioso, susurraron con voz apenas perceptible, dirigiéndose a sus compañeros de localidad: ¡La pedresina¡. Efectivamente, la pedresina acababa de hacer su aparición en Bilbao, como prólogo de una inenarrable faena. A continuación Pedrés citó al toro en estatua y dio seis pases ayudados por alto, atornillándose los pies al suelo y el corazón a la muleta. Tras de un momento de respiro, el diestro volvió a citar a su enemigo, propinándole seis redondos tan ceñidos que toro y torero parecían formar un suelo cuerpo. Después de rematar la serie con un impecable pase de pecho, continuó la faena con unos derechazos, para engarzar, a continuación, una tanda de pases de cuño personal, ligando de espaldas y rematando con uno de pecho fenomenal de aguante, naturalidad y belleza. Y ya, entre músicas, olés y ovaciones, cuatro redondos más y naturales rematados con uno de pecho, increíblemente bravo y arrogante; giraldillas brutalmente apretadas; todo ello ligado, permaneciendo el torero quieto en todo momento y con el toro metido entre la carne. En definitiva, una faena extraordinaria, presidida, sobre todo, por un valor espartano. ¡Lástima que el torero no acertara a la hora de matar¡ Dos pinchazos, siempre dando la cara, y un estoconazo en todo lo alto, unido a que el toro se puso un tanto pelma a la hora de doblar, fueron la causa de que el premio a tan extraordinaria labor se quedase reducido a una oreja, cuando, de haber acertado con el acero, hubiese cortado, con toda justicia, las dos de su enemigo. El cronista “Tabaco y Oro”, en su reseña de esta primera corrida de la feria de 1953, intentaba contestar a la pregunta que le habían realizado a la salida de la plaza algunos espectadores: Pero, ¿qué juicio taurino-crítico merece “eso”? Es difícil contestar - decía “Tabaco y Oro” - porque “eso” rompe el sentido crítico de la gente. Y este pobre cronista, que no es más que gente, tiene el suyo averiado. Pero, que eso suceda ¿no prueba que el valor dramático, espectacular, del toreo de Pedrés, cuando se encuentra a sí mismo, es terremótico? No olvidemos tampoco que para hacer “eso” hay que tener un instinto torero de primer orden. Mantenerse en el terreno de Pedrés, y defenderlo de las cornadas del toro, exige ser alguien con una muleta en la mano. El viernes día 21 volvía a torear Pedrés en Vista Alegre, esta vez en compañía de Ordóñez y Juanito Posada, y nuevamente, tras de la visita matutina al Hotel Carlton, ocupé una localidad de tendido en compañía de mi padre, que, para la ocasión, había estrenado un traje gris claro, confeccionado a la medida por su sastre de toda la vida. Pedrés tuvo una tarde redonda y cortó una oreja a cada uno de sus dos enemigos, saliendo en hombros por la puerta grande. Mi padre, con el ánimo invadido por un exultante entusiasmo, acudió a la puerta principal de la plaza, dispuesto a felicitar al maestro. Cuando Pedrés consiguió desasirse de los que le portaban a hombros, al verle a mi padre se fundió con él en un

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emotivo abrazo, dejándole todo su impoluto traje, recién estrenado, manchado con la sangre de los toros que acababa de lidiar. Mi padre no se incomodó por ello y, cuando llegó a casa, contra el criterio de mi madre, procedió a colocar cuidadosamente en una percha su flamante traje, cuidando de que no desaparecieran las manchas de sangre que el abrazo con el torero le había dejado. No lo llevó a la tintorería y conservó aquel traje, con aquellas manchas, cual si se tratase de la reliquia del santo de su mayor devoción. ----ooooOOOoooo---VIII.- El último festejo En septiembre de 1961 yo estaba a punto de pasar por la vicaría para contraer matrimonio con una buena aficionada, procedente de una familia cocherista de pro y, en consecuencia, muy vinculada al mundo del toro. La fecha de la boda estaba fijada para el viernes día 8, pero para el lunes 4 se anunciaba en Vista Alegre una novillada que había despertado una expectación inusitada entre los aficionados, que, por el contrario, no habían llenado la plaza en ninguna de las corridas generales, recientemente celebradas. ¿Cuál podía ser la causa de que Vista Alegre colgase ahora el cartel de “no hay billetes” en una novillada a celebrar en un día tan poco propicio como el lunes y a una hora tan poco taurina como las siete y media de la tarde? Desde luego, no podía atribuirse tal circunstancia a la presencia del modesto novillero José María Montilla, ni tan siquiera a la del bravo diestro de Baracaldo, Rafael Chacarte. El motivo de tan insólito hecho tenía un nombre propio: Manuel Benítez El Cordobés. Mi novia y yo habíamos decidido invitarle a mi hermano a presenciar, en nuestra compañía, la novillada y, con varias fechas de anticipación a la señalada para el evento, las tres entradas obraban en nuestro poder. Manuel Benítez Pérez había nacido en Palma del Río el 4 de mayo de 1936, en el seno de una familia muy modesta y su puesta en contacto con Rafael Sánchez El Pipo, habría de resultar providencial para su fulgurante carrera. Pronto se convertiría en su apoderado, y, como primera medida, cambiaría su apodo de El Renco, con el que al principio figuraba en los carteles, y que El Pipo entendía que no se correspondía con la virilidad que el público esperaba de un torero, por el de El Cordobés, con el que había de ser mundialmente conocido. El montaje publicitario que le organizó el apoderado culminó con el filme “Aprendiendo a morir”, seguido del titulado “Chantaje a un torero”, ambos de carácter biográfico. El fenómeno social estaba servido; las plazas en las que toreaba El Cordobés se llenaban de gentes que hasta aquel momento no habían sentido ningún atractivo hacia la Fiesta. El público acudía a los cosos deseoso de ver triunfar a su ídolo; un hombre salido del pueblo, que había tenido que recurrir al robo de gallinas para poder sacar a su familia adelante. La leyenda continuaba y los espectadores aplaudían y se entusiasmaban con todo lo que efectuaba el torero en la plaza, sin importarles


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la entidad de sus enemigos o la ortodoxia y pureza de sus pases. Las acciones más alejadas de los cánones de la tauromaquia, como podía ser el famoso “salto de la rana”, eran las que más entusiasmaban al público y las que más trofeos añadían a la cuenta particular del torero. El parar, mandar y templar se había olvidado por completo y la gente aplaudía lances más propios de una corrida bufa. La promesa que le hizo a su hermana Angelita, resumida en el dilema, “tendrás un cortijo, o llevarás luto por mí” serviría de título a la novela biográfica de Dominque Lapierre y Larry Collins. -----------------Aquella tarde, la expectación en Vista Alegre era tremenda y sus localidades estaban repletas de público. Ocupando tres asientos del tendido 5 nos hallábamos mi novia, mi hermano José Luis y yo, cuando a los sones de un airoso pasodoble hacían el paseíllo Rafael Chacarte, El Cordobés y José María Montilla. Toda la atención de los espectadores se centraba en la persona de Manuel Benítez. No importaba que Rafael Chacarte impartiese en su segundo toro toda una lección de cómo se debe torear, templando, mandando y ejecutando todas las suertes como mandan los cánones de la tauromaquia. Mucho menos interesaba al respetable que Montilla, en su actuación, hiciese cosas de gran calidad y apuntase detalles de buen torero. Lo único en lo que la mayor parte de los espectadores centraba su atención era en lo que hacía Manolo, estuviese o no cerca del toro. En su primero, tras de brindar al público y dar unos pases de tanteo, inició la faena por la derecha con unos lances francamente buenos, aguantando y mandando, para cerrar la tanda con un pase de pecho. Después de sonreír, volvió al novillo para ligar unos naturales rematados con el pase pectoral. Una serie de manoletinas y cambios de muleta, ejecutados con quietud y valor extraordinarios, propiciaron el entusiasmo del público. A la hora de matar, una estocada atravesada, saliéndose de la suerte, y cuatro descabellos, lo que no era óbice para que parte del público solicitase la oreja y el diestro se viese obligado a dar varias vueltas triunfales al anillo de la plaza. La faena a su segundo tuvo cosas mejores y peores. A la salida de su enemigo sufrió un revolcón impresionante, un golpe tremendo; mas El Cordobés no se arredró por ello y continuó toreando, efectuando un quite por gaoneras que fue muy aplaudido. La faena de muleta la inició con su mano diestra, destacando un par de circulares que un cronista bautizó como los pases del reloj, ya que decía que daban la impresión de que alguien le estaba dando cuerda al novillo para que siguiera a la muleta. El cronista los calificaba de extraordinarios, afirmando que jamás había visto algo similar sobre los ruedos; las gentes que llenaban las localidades de Vista Alegre hacían arder sus manos al batirlas en son de triunfo. Luego se sucederían nuevas series de derechazos, naturales, y manoletinas que provocarían el delirio en la plaza. Pero a la hora de matar todo se vendría abajo; una estocada tendida y atravesada, seguida

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de otras dos estocadas, en dos tiempos, empujando alevosamente la espada fuera de la suerte, pondrían un colofón no acorde con los momentos triunfales de la faena. En aquel instante, en el seno de la plaza de toros bilbaína, una de las más serias de toda España, se pondría de manifiesto lo que anteriormente hemos expuesto sobre el fenómeno social que la presencia de El Cordobés suponía. Incomprensiblemente, y a pesar de la forma totalmente heterodoxa con la que el diestro había terminado con la vida del novillo que le había correspondido lidiar, el público solicitaba mayoritariamente la oreja y, al no ver atendida su petición por la presidencia, armaba la marimorena en la plaza. Añadiremos, como otra muestra más en apoyo de nuestra teoría, que, a pesar de haber concluido su actuación el diestro de Palma del Río sin cortar oreja alguna, salió de la plaza en hombros, en compañía de Rafael Chacarte, que había cortado la oreja de su segundo. ----------------A la mañana siguiente, corrimos a comprar el periódico, para contrastar la opinión de los críticos sobre la actuación de El Cordobés y sus compañeros de terna. Mas, con gran asombro, pudimos comprobar que en las primeras páginas de los diarios se daba cuenta de que la plaza de Vista Alegre, la que acababa de ser escenario de tan singular festejo taurino, había sido destruida por un incendio. Seis horas después de que el coso de Vista Alegre registrara uno de los llenazos más impresionantes de su historia, un incendio pavoroso, iniciado en las gradas del “tres”, y propagado en pocos minutos a toda la plaza, la había destruido totalmente. Nada habían podido hacer los bomberos para sofocar el incendio y, ante la inminencia de quedar aislados por las llamas, las personas que se hallaban en la Plaza –el mayoral de la ganadería a la que pertenecían los novillos que habían sido lidiados la tarde anterior y la familia Echevarría– se habían lanzado a la calle, abandonándolo todo. Entretanto, numerosas personas que habían llegado al lugar del siniestro, colaboraban en las labores de rescate, consiguiendo salvar de las llamas diverso material del quirófano de la plaza, así como algunos aparatos que la Televisión Española había almacenado, con motivo de la retransmisión de algunas de las corridas de la Feria de Agosto. Aquel mismo día, con las ruinas de la vieja Vista Alegre aún humeantes, se decidía la construcción del nuevo coso, en el mismo lugar en que se alzara el anterior, desechando otros proyectos que trataban de ubicarla en el barrio bilbaíno de Deusto. Así, de esta forma traumática, nos decía adiós la vieja plaza de Vista Alegre. En un tiempo récord se construiría la actual, diseñada por el arquitecto D. Luis de Gana y Hoyos, que sería inaugurada el 19 de junio de 1962 con una corrida en la que intervendría uno de los diestros que había toreado el último festejo de la vieja plaza. Rafael Chacarte, volvería a vestirse de luces y a hacer el paseíllo, esta vez como matador de toros y acompañado por los maestros Antonio Ordóñez y César Girón.




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