Las siete palabras de Jesús en la Cruz

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Las siete palabras de Jesús en la Cruz Textos de

Michelangelo Nasca Traducción a cargo de

Incoronata Pircio

Jesús, según la tradición evangélica, pronuncia en la Cruz siete expresiones, custodiadas por la piedad popular y convertidas a lo largo del tiempo en motivo de reflexión cuaresmal. El presente documento desea ofrecer una pequeña contribución a la meditación personal. Quien así lo desee, puede utilizar libremente este documento (sin fines comerciales) citando al Autor. Si desea obtenerlo en formato word, puede contactarme a través del correo: cogitor@libero.it



Primera Palabra

Padre, perdónalos Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, los crucificaron a Él y a los malhechores: uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús dijo: «Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen». Después se repartieron su ropa sorteándola entre ellos (Lc 23, 33-34). El lamento de Jesús en la Cruz alcanza el corazón del Padre, para librarnos de la despreciable culpa que obliga al Hijo de Dios a morir por nosotros. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». ¡Cuántas veces hemos ignorado el valor de estas palabras y el poder del perdón contenido en ellas! Jesús las prepara para nosotros, las dirige al Padre para sustentar nuestra defensa. Él, el creador del mundo, carga con el peso de nuestros pecados – en nuestro lugar – para compartir con una mayor intensidad una naturaleza humana necesitada de redención... pagando un precio excesivamente alto.


Segunda Palabra

Hoy estarás conmigo en el paraíso Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!». Pero el otro lo reprendió diciendo: «¿No tienes temor de Dios, tú, que sufres la misma pena? Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga por nuestros delitos; pero él, en cambio, no ha cometido ningún crimen». Y añadió: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le contestó: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 39 - 43).

«Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino ». El ladrón bueno, consciente de los errores cometidos en el transcurso de su vida, no duda al pedirle a Jesús un pequeño y simple “recuerdo”. Jesús, en cambio, le ofrece un inesperado y precioso regalo… mucho más que un simple recuerdo: « En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso ». De esta manera la gracia de Dios, desde lo alto de la Cruz, corre para abrazar el valor y la fe del ladrón bueno para regalarle algo eterno: el amor de Dios y su reino.


Tercera Palabra

Mujer, ahí tienes a tu hijo Junto a la Cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús entonces, viendo a su madre y al lado al discípulo amado, dijo a su madre: «Mujer, ¡ahí tienes a tu hijo!». Luego dijo al discípulo: «¡Ahí tienes a tu madre!». Y desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa (Jn 19, 25-27). La Pasión de Cristo alcanza su doloroso desenlace. María, su madre, las otras mujeres y el discípulo amado se congregan alrededor del Maestro. Han seguido a Jesús hasta la Cruz y ahora recogen sus últimas palabras y espasmos finales. A los pies de la Cruz reposa la humanidad entera, el primer núcleo de los cristianos; María, Juan y las demás mujeres son la imagen de la Iglesia que quedará impresa para siempre en la mirada y en el corazón de Dios. Finalmente, la consigna del hombre a la Virgen Madre: «Mujer, ¡ahí tienes a tu hijo!»; y el regalo de una Madre para todos los hombres: « ¡Ahí tienes a tu madre!».


Cuarta Palabra

¿Por qué me has abandonado? A partir de mediodía se oscureció toda la tierra hasta media tarde. A las tres de la tarde Jesús gritó con voz potente: «Elì, Elì, ¿lema sabactani?», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». (Mt 27, 45-46).

¡Qué amargo es este sufrimiento! El dolor tiene sus razones y Dios no se resiste a este último gesto de humanidad. Él debe expresar, aunque solo por un instante, el abandono a la soledad y a la muerte… en nuestro lugar. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Es en este preciso instante en que Jesús recoge, haciéndola suya, la extrema desolación, la angustia, el miedo y el terror a la muerte. No existe sufrimiento humano – incluyendo el abandono de Dios – que Cristo no haya experimentado en la soledad de la Cruz por amor a nosotros.


Quinta Palabra

Tengo sed Después, sabiendo que todo había terminado para que se cumpliese la Escritura, Jesús dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre; empaparon una esponja en vinagre, la sujetaron a una caña y se la acercaron a la boca. (Jn 19, 28-29). El agua, piadosamente ofrecida por el soldado, no es suficiente para satisfacer la sed de Dios. La ansiedad de Cristo revela un deseo aún más grande; Él tiene sed de nuestra fe, de nuestra salvación, de nuestro amor. Jesús entra de esta manera en la sed de cada hombre… Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo (Sal 42,3); Abro anhelante mi boca sediento de tus mandatos (Sal 119, 131). El grito de Jesús en la Cruz expresa el profundo deseo del amor de Dios por el hombre; a nosotros la tarea de reconocerlo en nuestra vida. Crezca en nosotros la certeza de ser amados por Dios, “quien beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, porque el agua que le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna” (Jn 4, 14).


Sexta Palabra

¡Todo se ha cumplido! Había allí un jarro lleno de vinagre; empaparon una esponja en vinagre, la sujetaron a una caña y se la acercaron a la boca. Jesús tomó el vinagre y dijo: «¡Todo se ha cumplido!». (Jn 19, 29-30).

Manos y pies han sido clavados sobre el madero de la Cruz. Como cualquier malhechor el cuerpo de Cristo permanece colgado sobre el leño de la muerte, con una inscripción que todo el mundo Puede leer: «Jesús Nazareno, Rey de los Judíos» (Jn 19,19). Ningún grito de protesta, ninguna pretensión de inocencia, nada de todo lo que nuestra debilidad humana, en Su lugar, habría gritado. ¡Un verdadero dios bajaría de la cruz! «…que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27,42), gritan los sumos sacerdotes juntos a los letrados y a los ancianos. Pero su cuerpo permanece clavado, por amor, sobre el leño de la cruz. Sus últimas palabras sellan para siempre la nueva y eterna alianza… «¡Todo se ha cumplido!».


Séptima Palabra

En tus manos Encomiendo mi espíritu Era mediodía; se ocultó el sol y todo el territorio quedó en tinieblas hasta media tarde. El velo del santuario se rasgó por el medio. Jesús gritó con voz fuerte: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Dicho esto, expiró (Lc 23, 44-46).

¡Verdaderamente todo ha sido cumplido! El cuerpo lacerado de Cristo continúa clavado a la Cruz. Un cuerpo en apariencia derrotado y privado de toda belleza es el memorial de la Resurrección, el Sacramento que nutre nuestras almas, el don del Amor de Dios a los hombres… ¡para siempre! Jesús encomienda al Padre toda la humanidad y su propio espíritu. El plan de Dios se cumple en este gran gesto de abandono humilde y confiado: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». ¡Y dicho esto, expiró!


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