ANTROPOLQGIA HISTORIA'
UTBRA.TURA ARTES PLÁSTICAS T1!A.TRO MOSICA
ARQUITECIVRA
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número JULIO - SEPTIEMBRE, 1965
San Juan de Puerto Riéo
R E v 1 s T A DEL INSTITUTO DE CULTURA PUERTORRIQUEÑA JUNTA DE DIRECTORES Guillermo Silva, Presidente Enrique Laguerre - Aurelio Tió - Teodoro Vidal Arturo Santana - Esteban Padilla - Wilfredo Braschi
Director Ejecutivo - Ricardo E. Alegría Apartado 4184 AAO VIII
SAN JUAN DE PUERTO RICO Núm. 28
1965 JULIO-SEPTIEMBRE
SUMARIO La historia de Puerto Rico y la formación cultural del puertorriqueño por Eugenio Fernández Méndez ... oo.
1
Ponce, la ciudad de Juan Ponce, la de la Virgen de la Guadalupe por Abelardo Díaz Alfara ...
5
Epifanio Fernández Vanga: capitán de sentimientos patrios por Luis H ernández Aquino
9
La "Nana" por Amelía Agostini de del Río
13
Exposición de Augusto Marín
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José S. Alegría: 1886 -1965 ...
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José S. Alegría por Concha Meléndez
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El puerto por José S. Alegría
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19
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24
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La molienda por José S. Alegría
25
Romería de recuerdos por José S. Alegría
28
Eufemio el escribiente por José S. Alegría
29
Verdad histórica por José S. Alegría ... ... ... ... ... ... ... ...
32
José S. Alegría por Miguel Meléndez Muñoz
33
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Una voz insobornable: José S. Alegría por Vicente Géigel Polanco
36
Exposición de Rafael Colón Morales ... ... ...
38
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Bomba y Plena por José A. Balseiro ... ... ... ... ... ...
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Antonio Valero de Bernabé, amigo leal del Libertador Simón Bolívar por Jorge Quintana ... ... ... ... ... ... ... ...
41
La novela en Puerto Rico por Anita Arroyo ...
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El Octavo Festival de Teatro Puertorriqueño por Francisco Arriví ... ... ... ... ... ... ...
SS
SEPARATA DE ARTE
Doña María Dolores Martínez de Carvajal
PUBLICACION DEL INSTITUTO DE CULTURA PUERTORRIQUE&A Director: Ricardo E. Alegría Ilustraciones de Carlos Mancha!, Lorenzo Homar y M. Rodríguez Fotografías de Conrad Eiger, Jorge Santana y Jorge Diana Aparece trimestralmente Suscripción anual .. _...... Precio del ejemplar ..
$2.50 $0.75
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IMPRESO EN LOS TALLERES GRÁFIcos DE «EDICIONES RVMBOS,. BARCELONA - PRINTED IN SPAIN - IMPRESO EN ESPAÑA
COLABORADORES
LUIS HERNÁNDEZ AQUINO, nació en Lares. Maestro en Artes de la Universidad de Puerto Rico, en 1952 se recibió en la de Madrid de doctor en Filosofía y Letras. Director de las revistas Insula, Bayóan y Jaycoa y colaborador en numerosos periódicos, su labor literaria le ha merecido premios de diversas entidades culturales. Ha nublicado los poemarios Niebla lírica (1931), Agua de remanso (193,). Poema de la vida breve (1939), Isla para la angustia (1943), Voz en el tiempo (1952) y Memoria de Castilla (1956), Es además autor d varias antologías de poesía puertorriqueña y de la novela La muerte anduvo por el Guasio (1960). Pertenece al claustro de la Universidad de Puerto Rico.
AGOSTINI DE DEL Río, naclO en Yauco. Antologista, ensayista, poetisa y cuentista, estudió en la Universidad de Puerto Rico, en el Colegio Vassar, de Nueva York, y en la Universidad de Columbia, en la misma ciudad. Se doctoró en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. Ha colaborado con don Angel del Río, con quien contrajo matrimonio en 1926, en las obras Del solar hispánico (1945), Abel Sánchez, una historia de pasión (1947) y Antología general de la literatura española (1934). La doctora Agostini de Del Río ha enseñado en los colegios Vassar y Barnard, de Nueva York y en la Universidad de Columbia fue jefe del Departamento de español. Se le deben las obras Viñetas de Puerto Rico (cuentos) y A la sombra del arce (poesías). AMELIA
EUGENIO FERNÁNDEZ MÉNDEZ, nacIO en Cayey. Realizó estudios superiores en las Universidades de Puerto Rico y Columbia. Durante varios años desempeñó la presidencia de la Junta de Directores del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Es autor de las obras Filiación y sentido de una isla: Puerto Rico (1956), Tras siglo (poemario), (1958), Salvador Brau y su tiempo (1950), La identidad y la cultura: críticas y valoraciones en torno a Puerto Rico (1959), Conceptos fundamentales de antropología física (1964) e Historia de la cultura en Puerto Rico (1964).
ABELARDO DÍAz ALFARO, natural de Caguas, cursó estudios en el Instituto Politécnico de San Germán y en la Escuela de Trabajo Social de la Universidad de Puerto Rico. Ha cultivado el cuento y la estamua de costumbres señalándose en su obra, como tema central, la figura del jíbaro puertorriqueño. Durante varios años preparó para la radioemisora oficial WIPR un programa diario de escenas o estamp'ls jíbaras, a la vez que colaboraba con frecuencia en los periódicos y revistas del país. Su libro Terrazo (1947), premiado por el Instituto de Literatura Puertorriqueña, ha sido traducido a varios idiomas, entre ellos el checo y el alemán. Una segunda edición de la obra apareció en el año 1957.
MIGUEL MELÉNDEZ MuÑoz, natural de Cayey, ha consagrado su vida al estudio e interpretación de la clase campesina puertorriqueña, con propósitos sociales y literarios. Sobre el tema del jíbaro ha publicado numerosos artículos, dispersos en revistas y periódicos y varias obras de carácter costumbrista y sociológico. Entre ellas señalaremos las tituladas Estado social del campesino puertorriqueño (1916), Cuentos del Cedro (1936) y Cuentos de la Carretera Central (1941). En 1960 fue premiado con la Medalla de Oro del Instituto de Cultura Puertorriqueña, y recientemente el mismo Instituto publicó sus ObrasCompletas (1964).
JOSÉ A. BALSEIRO, nació en Barceloneta, Puerto Rico. Ensayista, poeta y novelista, se ha distinguido principalmente por su's estudios de crítica literaria, muchos de los cuales ha reunido en la colección titulada El Vigía (tres volúmenes publicados entre 1925 y 1942) y en la obra Novelistas españoles modernos (1933). También ha publicado los libros El Quiiote de la España contemporánea: Miguel de Unamuno (1950), Crítica y estilo literarios en Eugenio María de Hostos (1939), y Expresión de Hispanoamérica (dos volúmenes) conjunto de ensayos, publicados en 1960 y 1963 por el Instituto de ~u1tura Puertorriqueña.
JORGE QUINTANA, conocido periodista cubano, fue por muchos años jefe de la sección de historia de la revista «Bohemia», y desempeñó los cargos de jefe del departamento de investigaciones históricas del Archivo Nacional de Cuba y director del mismo Archivo, en que fundó la Escuela de Archiveros. Fue varias veces decano del Colegio Provincial de periodistas de La Habana. Por sus trabajos sobre historia de la medicina en Cuba, fue condecorado con la Orden de Carlos Finlay. En 1959 la Sociedad Interamericana de Prensa le confirió el Premio Mergenthaler por su defensa de la libertad de Cuba bajo la dictadura de Batista. Además de numerosas colaboraciones sobre temas históricos en periódicos y revistas, ha publicado el volumen titulado José Martí en el Archivo Nacional y el primer tomo de la obra Indice de extranjeros en el Ejército Libertador de Cuba (1952). Actualmente es subdirector de la edición internacional de «Bohemia Libre» y reside en Caracas.
ANITA ARROYO DE HERNÁNDEZ, doctora en Filosofía y Letras de la Universidad de La Habana, ha profesado cátedras de Historia de la Literatura Hispanoamericana en dicha Universidad y en la Nacional Autónoma de México. Tiene a su haber una larga labor en el periodismo de Cuba, donde ocupó el cargo de presidenta del Lyceum de La Habana y fue secretaria de varios patronatos culturales v cívicos. Es autora de diversas antologías de cuentos hispanoamericanos y del libro Raza y pasión de Sor Juana Inés de la Cruz.
JOSÉ S. ALEGRíA, natural de Dorado, cursó estudios de derecho en los Estados Unidos y participó activamente en la vida política y cultural del país durante más de medio siglo. Colaborador en los principales periódicos, durante doce años desempeñó la dirección de la revista Puerto Rico Ilustrado. Cultivó la crónica y el cuento de sabor local, y dio a la estampa los libros Crónicas frívolas (1938), Retablo de la aldea (1949), obra premiada por el Instituto de Literatura Puertorriqueña; El alma de la aldea (1955) y el poemario Rosas y flechas (1958). Don José S. Alegría falleció en San Juan en 1965.
CONCHA MELÉNDEZ. Ensayista, crítica y poetisa, nació en Caguas. Doctora en Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de México (1932), dirigió durante varios años el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, donde dicta cátedras de literatura hispanoamericana. Ha publicado las obras: Psiquis doliente (1923), Amado Nervo (1926), La novela indianista en Hispanoamérica (1933), Signos de Iberoamérica (1936), Asomante (1939), Entrada en el Perú (1941), La inquietud sosegada (1946), Y Ficciones de Alfonso Reyes (1956).
FRANCISCO ARRIVÍ, nació en San Juan. Dramaturgo, poeta, ensayista, director de escena, luminotécnico. Se recibió de Bachiller en artes especializado en Pedagogía de la Universidad de Puerto Rico. Becado por la Fundación Rockefeller, estudió radio y teatro en la Universidad de Columbia. Fundador de la sociedad dramática «Tinglado Puertorriqueño» (1944), es autor de las piezas de teatro El diablo se humaniza (1940), Alumbramiento (1945), María Soledad (1947), Caso del muerto en vida (1951), Club de Solteros (1953), Bolero y plena (1956), Vejigantes (1958), Sirena (1959), Coctel de Don Nadie (1964). De poesía ha publicado Isla y nada, Frontera, Ciclo de lo ausente y Escultor de la sombra, y de ensayos el libro titulado Entrada vor las raíces. Es Director de los Festivales de Teatro Puertorriqueño.
Ponee, la ciudad de Juan Ponee, la de la Virgen de la Guadalupe Por ABELARDO DtAZ ALFARO
Marina, esquina Aurora
1
ARGAS, SOOTRICAS, SOLEADAS CALLES
QUE SE TIEN-
den a cordel desde el gredoso y amarillento cerro «El Vigía» y van a morir al mar enguajanado del cañaveral que se funde a la distancia con el otro mar rumoroso de espumas. Cruz del Vigía que enarboló otrora en sus brazos secos el pendón 'airoso de la nao castellana de grácil arboladura, que emproara su ruta aventurera por ese mar indio, jocundo de azules, rumiante de epopeya. Pon· ce, la ciudad de Juan Ponce, la de la Virgen de la Guadalupe... Un coche rompe el tedio centenario. Pasea su anacrónica poesía por las calles silenciosas. Se detiene frente a la plaza Delicias bajo un flamboyán que ondula al azul bruñido la bandera bennellonada de sus ramazones. Eternizado cromo lumíni· co en los óleos de Pou. En medio de la arboleda, Juan Morel Campos, batuta en alto, todo mannóreo, parece continuar .J
dirigiendo su inolvidable orquesta en una danza inmortal. Pueblo de los robledales en flor y los negros coches lustrados. La historia se duerme en tus calles' polvorosas. Las torres gemelas de la añosa ca· tedral de ·la Guadalupe hunden en el azul espejeante las frentes altivas. Se escucha el clamoreo jubiloso de las campanas menores. Luego, el dan-dan, espeso, grave, de la campana mayor que se dilata en ondas azules y despierta a la historiada ciudad de su sueño profundo. Calle de la Reina, calle de la Victoria. calle Cristina. calle Isabel, de sonoros nombres hispánicos. Calles memorables que se alargan hacia el verde en llamas del cañaveral y el azul índigo del Caribe. Por la calle de la Villa avanza canturreando extraño pregón bilingüe, cCobijeby». :lipa funambulesco. Recorta su estrafalaria fiigu·ra contra un desconchado paredón de ladrillos. La luz cegante
Casa de la calle. Reina, en Ponce.
s
cabrillea sobre el cristal en tornasoles de su caja de dulces. El pie torcido va levantando polvo de siglos. -Brinca y cógelo, Maruca. París, New York, London, where tlle styles came from! Newman y compañía. Artículos de fantasía... Vocinglero «Cobijeby.., que prendes la algazara de tu pregón festivo frente a las altas casas se· ñoria,les y los clásicos teatros encendidos. -Gran función esta noche en el teatro "-polo. No se la pierda. Frankestein se faja con Drácula. Drama de acción: «Between Life and Death». ¿Qué, no me compras blanquito? Me estás tirando... Pero estás en el fango, como Juan Torena... Siluetea su rechoncha humanidad contra el ajedrez en rojo y negro del Parque de Bombas. Unos bomberos -capacetes oscuros, camisas rojas, pantalones azules, botas lustrosas- se pasean lentamente frente a la venet'ada reliquia. Oficiantes ve· landa una misteriosa pagoda oriental. De una de sus paredes pende un óleo borroso de lo'> héroes del Veinticinco de Enero, que salvaron la ilustre ciudad al incendiarse un polvorín antiguo. Empe· cinada y' gloriosa tradición, de las hachas en cruz,
que anda perennizada en la voz tremolante del plenero.
Fuego, fuego, fuego, fuego en la cantera, venga Pellé Vivas, qlle el pueblo se quema. Tertuliana y acogedora plaza ponceña, somo breado ateneo pueblerino. Me parece ver al sagaz; polemista Víctor Bonó, la crespa cabeza ligeramen· te inclinada hacia atrás en gesto olímpico, discutir acaloradamente con el ingenioso Erasto Arjona Siaca, sobre Roma, Grecia y hasta sobre brahama· nismo. Junto a ellos, en coro, un grupo de estudiantes, de hombres del puebío, escuchando con unción los parlamentos fogosos de estos atenien· ses del litoral. En un banco de espaldar en mosai· ca enlucido, Valera, declamatorio, se apasiona ante la reforma cívica y el motivo social. ¿Yen dónde estará Chivato? Ebrio sutil, el rostro "ioláceo de ·libaciones incontenidas, que inte· rrumpía las prolongadas discusiones de Bonó, el padre Morondo. Romeu, Arjona Siaca, Cintrón,
La Catedral de Ponce 6
Comercio, esquina Villa bajo los frondosos almendros y los robledales en . flor. -Dígame. licenciado. Yo sé mi poquito de eso... Yo fui «teacher». Platón, Aristóteles, Baca y Roosevelt se estaban dando un palo en el lago Titicaca y Baca los barrió a los tres. ¡Ni te ocupes, Guadalupe! Se alejaba recortando ~u sombra bamboleante contra la luz temblorosa de los farolee; del parque. En Ponce los hombres del pueblo gustan de la tertulia cuila y el diálogo refinado, que se van perdiendo ante el alarido de la vellonera destemplada. Ponce, la ciudad de Juan Ponce, la de los coches lustrados, la de largas calIes soleadas, robledales en flor: las altas casas señoriales de persianas entornadas, de patios arbolados con fuentes rumorosas y figuras al relieve.. La ciudad de Juan Morel Campos, Paoli, Chavier, Pericás. Pasar~ll, Cocolía. La de Tous Soto, de la Pila Iglesias - el de la barba nazarena - la de Castaing, Pou, Net. Eres junto al mar Caribe en batiente de espumas, un baluarte irreductible de puertorriqueñidad, un vigía de lo nuestro, como la cruz aspada sobre el gredoso y amarillento cerro que mira el dilatarse del valIe en retazos verdes de cañaveral. A lo lejos el camino del muelle adentra su lan· za de manglares en el mar, como retando al gigante que donnita un sueño eterno en Caja de Muertos. Más allá, un bote cincela' su ala radiosa contra un cielo en azul de leyenda. El alma del pueblo lento y señorial está en su plaza de mercado. En ella se vuelca toda la gama
del paisaje de alturas. La fruta criolla prende en los puestos la algarabía jubilosa de los tonos encendidos. La lechaza -verdeante lámpara criollael anón escamoso, el corazón oferente, el pepino morado, el violáceo caimito, la coronada piña, la níspola morena, el crestado «pajuih. El vendedor de refrescos con el carromato en tonos surrealistas, de colores desnudos, azucara el espacio luminoso con su pregón sempiterno: -El refresco del país. De raíces. De coquito. De jagua. La horchata de coco. Vocerío de los mercaderes. Golpe incesante de las hachas de los carniceros sobre el rudo picador. Cacarear alocado de las gallinas. Clarinada de los gallos belicosos. Secreteo misterioso de los patos. Cua, cua, sentencioso de los gansos abúlicos. Petulancia roja de los pavos de pechos inflados. Cantinela frágil de los niños vendedores de bolsas. -Doñita, a ficha la bolsa. ¿Le llevo la comprita? Abejeo tenaz sobre las bateas abiertas c:J.e los dulceros, con el yaniclés esponjoso, el requemado budín esquinero, el cristalino palito de hcob. Somnolencia de los carreteros que bajaron con las sombras de las alturas de Jayuya, Adjuntas, Utuaco, Peñuelas, el fruto húmedo de rocío. En el cielo un quenepal de estrellas altas. La mañana se tira por encima del murado cuar-
Luna, 43 7
tel del Castillo. Por la calle Vives, camina lentamente, el sol en la canasta trenzada.. Lupe, el clásico vendedor de quenepas. La pava raída, el rostro moruno, aceitunado, la voz pastosa. -Va la dulce. La quenepa. Va la dulce... Se detiene bajo un robledal que se glorifica de Juz bajo un cielo de un azul ingenuo. Se aleja por la calle Castillo hacia el río Portugués, hacia Ma· chuelito, hacia San Antón. El Portugués, enjuto de aguas, pedregoso, con la sombra cenicienta de los mocales barbados y la ramazón morosa de eeibas centenarias. Barrios de San Antón y de Machuelito, donde brotó la nota negra y quejosa de la plena. Siso, la mano enlutada, tabletea sobre el distendido cuero de la pandereta y en voz ululante narra 'la historia amarga de Maléo, que se perdió en el manglaT', o la de la aparición lúbrica del demonio que se es· fumó cabriolante en la sombra apretada del ca· ñaveral:
Santa María, líbranos de todo mal, ampáranos, Señora de ese ,terrible animal.
Danzas, plenas, coches, hacen el Ponee allgusto, señorial, impasible, por donde el tiempo parece no avanzar. Ciudad enceguecida de sol, eeñida de espumas, la cintura verdeant.e de cañaverales. Bas· tión criollo, ciudadela de la autoctonía. Solemne. mente izada en el valle calcinado como una Jeru· salén indomable, con la cruz aspada del Vigía en evocación al cielo.en cernidas luces de crepúsculos. Ponce, la ciudad de Juan Ponce, la de la tertulia bajo los frondosos almendros, la del ajedrez en rojo y negro del Parque de Bombas, la de los robledales en flor y los negros coches lustrados. Quédate así, como te recuerdo, transfigurada de luz, irreal bajo el espejismo del sol inclemente, con el dan-dan profundo de la campana mayor sacudiéndote el alma perezosa, en dulce molicie de siglos. Juan Morel Campos, todo mannóreo, batuta en alto, dirigiendo su invisible orquesta en una danza inmortal. Ponee, la ciudad de Juan Ponee, la de la Vire gen de la Guadalupe.
Comercio, 93 8
Epüanio Fernández Vanga: capitán de sentimientos patrios Por LUIS HERNÁNDEZ AQUINO
HA smo
FELIZ LA IDEA DE DAR EL NOMBRE DE EPIfanio Fernández Vanga a una escuela de Bayamón. Constituye esa acción un justo homenaje al ilustre puertorriqueño extinto físicamente hace muy poco tiempo. Físicamente extinto, porque continúa vivo en espíritu en su obra literaria. Una obra cuya mayor parte tuvo y tiene aún que ver con el idioma español puertorriqueño, Puerto Rico y su culo tura, y nuestro sistema escolar. No sólo la parte de su obra en defensa de nuestro idioma, sino toda, le da derecho a Epifanio Fernández Vanga para que su nombre se perpetúe en el plan tal de Bayamón, y no solamente como una inscripción gráfica, sino que en el resonar de boca en oído, cotidiana y perennemente; porque los muertos ilustres deben estar vivos, mediante da presencia y la voz de su nombre, en las genera· ciones de un pueblo que sobrevive, precisamente, porque ese muerto ilustre ayudó a forjar su ¡personalidad y a mantener su espíritu. He destaoado la figura de Fernández Vanga en mis cursos literarios del modernismo pt1~rtorri queño. Le hemos estudiado como escritor atildado y como polemista. Y en el campo del periodismo, donde se destacó haciendo la defensa de los valo· res patrios en momentos de alto peligro para la cultura y la personalidad puertorriqueña, como lo hicieron en menor grado otros escritores del modernismo insular. Haciendo un breve recorrido por la biografía de Fernández Vanga nos damos cuenta en seguida del significado cívico y cultural de su labor. Inicia sus estudios en la ciudad de Manatí, conocida como Clla Atenas de Puerto Rico., donde había ve· nido al mundo en el año 1880. Muy joven todavía se dedica al estudio de la carrera de Derecho en Valladolid, España, y luego Estados Unidos. Al
Epifanio Ferndndez Vanga
hacerse abogado comparte su labor de bufete con la de las Letras, y se destaca como escritor entre los años de 1913 hasta su muerte, no sm antes haber desempeñado importantes cargos relado· nadas con la vida cívica y cultural de nuestro país: Presidente del Ateneo Puertorriqueño, miem9
bro del Consejo Superior de Enseñanza, Presidente del Instituto de Literatura, Director Escolar de San Juan. gestor de la Sociedad Agrícola y Juez Municipal de Manatí. Más que nada fue su labor de escritor la que le dio carta de crédito como orientador espiritual de nuestra sociedad. Porque eso fue .más que nada Epifanio Fernández Vanga: escritor atildado. en· jundioso, de solera hispánica. En este punto creemos que fue decisivo en él que formara parte en su juventud de la redacción de la Revista de las Antillas. Esta revista. que publicó catorce números entre 1913 y 1914. fue fundamental para nues· tra cultura. En ella se realizó .labor de acercamien· to de voluntades y de transmisión de ideao; entre los pueblos -antillanos e hispanoámericanos, y tamo bién difundió diversos aspectos de la cultura en nuestra Isla, organizando una editorial que ofrecía libros gratuitos a los suscritores. Fue en definitiva la Revista de las Antillas centro de innovación literaria. En ella se forja Luis Lloréns Torres como poeta que desea superar el modernismo con nuevas ideas. En ella forjan su personalidad varios poetas modernistas. quienes asimismo contribuyen con su labor a 'la afirmación de la personalidad puertorriqueña. expuestá entonces n la desintegración por fuerzas culturales nor· teamericanas. De ahí el sentido hispánico, antilla· no y puertorriqueño de los jóvenes, de la nueva generación, que figuraba en la revista. y que se hacía sentir en su poesía. en su crítica. en sus ensayos. Epifanio Fernández Vanga se reveló como poeta y escritor de sentido hispánico y medular sen· tido puertorriqueño en la Revista de las Antillas. Era una estrella en la pléyade de su generación. compuesta por Luis Lloréns Torres, Nemesio Canales, Antonio Pérez Pierret, Rafael Ferrer Olero Luis Samalea Iglesias, y otra figura mayor ya, y que brillaba como un sol: José de Diego, quien le servía de estimulante. Cada uno en su medida realizó entonces y con· tinuó realizando su labor cultural de afirmación puertorriqueña. Fernández Vanga llevó a cabo la suya con valentía, ardor y denuedo, para culminar en una serie de ensayos y artículos periodísticos en deft:nsa de nuestro idioma y nuestra personalidad de put:blo, que fueron recogidos en el año 1931 en un libro, uno de los libros más importantes que se hayan publicado en nuestro país: El idioma de Puerto Rico y El idioma escolar de Puerto Rico. Tiempos eran aquellos en que andaba muy mal nuestra vida insular. Días eran aquellos en qu~ andaba peor nuestro sistema escolar. Era .,JO proceso que culminaba desde los tiempos de ,la in· vasión norteamericana, cuando se nos quiso ame· 10
ricanizar, o norteamericanizar a todo trance, despojándosenos del idioma, con la idea de que nues. tra personalidad colectiva dejara de ser lo que era. para que se convirtiera en lo que no debía ser. Hay instrumentos más mortíferos que el arma de fuego. La lengua inglesa habría de ser uno de esos instrumentos. Eficaz instrumento para matar la personalidad de un pueblo. Era una lengua instru· mento mortífero. contra otra lengua que era el espíritu de un pueblo secular y civilizado. Fernández Vanga se hizo cargo del problema en sus artículos. Sonó su voz como la del profeta Isaías y fue llama viva. Señaló los errores pedagógicos de la cuestión, condenó a los autort's de la monstruosidad de substituir nuestro idioma en las escuelas por el inglés. se enfrentó a las autorida· des de Washington, polemizó con puertorriqueños defensores -del desatino, y salió victorioso a la larga. Antonio S. Pedreira, otro notable escritor puer· torriqueño. enjuició la labor de Fernández Vanga. dándole el título de ucapitán de sentimient.os patrios y defensor caballeroso de lo más íntimo de nuestra personalidad •. Siempre los ejemplos son buenos. Espigando en el libro de Fernández Vanga. se nos ocurre actua· lizar su pensamiento, con un manojo de ideas de diferentes artículos de su importante obra. Estos ejemplos dan la tónica del escritor y muestran la profundidad de su pensamiento. Oigamos ~on un· ción, porque todavía aquellas palabras de ayer pue· den ser valederas hoy: ocNuestro problema fundamental como puertorriqueños es el problema de nuestra supervivencia como pueblo, de nuestra dignidad como pueblo, de nuestra personalidad como pueblo: de nuestra Pa· tria. que tiene derecho a que nadie atente contra su "ida y detente su libertad. y a la cual nosotros tenemos el deber de sostener y mantener en ese derecho.» * * *
eHay quien opina que la futura riqueza de nuestro país (y tómese la palabra riqueza en todos sus posibles sentidos), nos la va a proporcionar el dra· gado de nuestra bahía. o la fuerza motriz de nuestros saltos de agua, o la aplicación de nuevos mé· todos en el cultivo del café, la elaboración del azúcar, el almacenaje del tabaco o el embalaje de las trutas... ¡Es falso! Todas esas cosas tienen su valor; pero el valor de todas esas cosas es relativo, secundario, complementario. Nuestra riqueza fundamental es la mente de nuestro pueblo, la capacidad intelectual de nuestras generaciones... »
«Una sola es nuestra "ida y uno solo ha de ser también nuestro idioma. El otro, o los otros que podamos aprender han de ser solamente subsidiarios del nuestro. Las palabras, para que sean verbo encarnado, es decir, Vida y Espíritu, Pan y Vino, Hostia y Cáliz. Cuerpo y Sangre, tienen que estar honda y seculannente arraigadas en nuestra vida y en nuestro espíritu... »
'" * * «Lo que se ha hecho y se quiere seguir hadendo en las escuelas elementales de Puerto Rico, enseñando inglés y en inglés a nuestros niños, equivale a no enseñarles inglés, a echarles a perder su maternal idioma, y a incapacitarles para, en tiempo y sazón, aprender ni el inglés, ni su idioma, ni cosa de provecho. Prácticamente equivale a privarles del uso de la palabra.»
'" * * «Puerto Rico debe conocer inglés no ha~' duda. Pero esto no quiere decir que Puerto Rice va a ser bilingüe, ni que los puertorriqueños van a ser bilingües. Eso lo que quiere decir es que Puerto Rico va a tener esctle13s apropiadas para un nú· mero conveniente de sus puertorriqueños convenientes, cuyo idioma "ital y sustancial seguirá sien· do el nuestro, conozcan, de la mejor manera posible el inglés, para que ellos sean, por 1(\ que a Puerto Rico respecta, los artesanos de la obra en que culmine aquel deseo, o aquella profecía, según el cual o según la cual, Puerto Rico ha de ser el lazo de unión entre las dos Américas... »
«la Estadidad¡ la Estadidad - digámoslo en voz baja y repitámosDolo, en voz alta-, la Estadidad presupone la desaparición de nuestro verbo, de nuestra emotividad. de nuestra sensibilidad, de nuestra espiritualidad. de nuestra alma en suma. La Estadidad. la Estadidad, que seguramente significaría para nosotros la plenitud de la libertad y la plenitud del derecho, significa también para nosotros, y lo significaba antes, la plenitud de la muerte....
*** «Tenemos que salvar del olvido posible, de la vorágine probable. el tesoro de nuestra personali. dad, del cual fOI'lllan parte los nombres de nuestros prohombres con su historia; pero repito que he· mas de salvar esos nombres como cosas vivas que correspondieron a hombres vivos y no escuetamente como cosas muertas que se pon~n sobre edificios mudos ... »
*** Hasta aquí el ideario de Fernández Vanga. Jun· to a José de Diego y Manuel Zeno Gandía, luchó por la conservación de nuestro idioma. Ello es mérito suficiente para que la escuela bayamonesa lleve ti nombre de Epifanio Fernández Vanga. Sal· vemos su nombre del ohido además de que se esculpa como cosa viva en las paredes de aquel edificio escolar. siguiendo su ideario sobre nuestra lengua y nuestra personalidad de pueblo.
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La «Nana» Por AMELIA AGOSTINI DE DEL Río
UN SOLITARIO APENAS COMENZADO, UNA NOVELA abierta, vuelta boca abajo, tres pitillos apagados tras de un par de bocanadas eran pruebas eviden· tes del estado de ánimo de la señora que se pasea· ba por la salita. De vez en cuando levantaba el vi· silla de la ventana. Luego se sentaba unos instantes , en una mecedora para volver agitada a atisbar si entraba alguien. ¿A quién esperaba con tanto afán la hennética, la serena doña Lucía? Por fin un timbrazo escandaloso la tranquilizó. Allí estaba él. Doña Lucía se sentó, no en la mece· dora que aún se mecía perezosa sino en una buta· ca de alto respaldo. A los pocos minutos entró en la salita un hombre de unos cuarenta años, de varonil belleza y ademanes resueltos. Era un hombre acostumbrado a mandar y a hacer su voluntad. Besó a doña Lucía en la frente, con efusión. -Mamá, ¿qué pasa? ¿Estás bien? -Sí, hijo; siéntate que tenemos que hablar de un asunto que me preocupa. -Algo grave tiene que ser para que me hagas salfr del despacho tan temprano. ¿De qué se trata? -De tu hija. Ha estado aquí hecha un mar de lágrimas. Y muy desmejorada. Tú estás ciego. Tu hija sufre. ¿Sabes por qué? -Sí, amores contrariados. Me opongo a que se case con un mequetrefe. -¿Mequetrefe por qué? ¿No tiene buenas costumbres, no trabaja, no la quiere? -No basta. Es hijo del dueño de esa tienda de ultramarinos, El Laurel, que está en la Plaza de la Concordia. La madre es maestra y cuando vuelve de la escuela, allí la tienes tras el mostrador. Felisa y yo no queremos ese ambiente al que tu nieta no está acostumbrada. Queremos un yerno de nuestra posición social y económica. ¿No es natural? -No. Lo natural es que tu hija se case con quien
le mande el corazón. No va a hacer un negocio sino _ a fOImar un hogar. -Con ese muchacho, jamás. Ni mi mujer ni yo consentiremos en esa boda disparatada. -Tu mujer no tiene más voluntad que la tuya pero, en cambio, tú eres testarudo por los dos. Tes· tarudo como mi padre y soberbio como él pero sin su cuerda sensible. Eres una piedra. Tu hija haria bien en largarse con el novio y casarse sin tu consentimiento. -Te agradeceré que no te metas en este asunto. Eres capaz de hacer que se rebele y esto no lo tolero, mamá. -Pero, hijo, son gente sencilla y discreta: y el trabajo no denigra... -Nuestros planes son otros. No consentiré ja· más en ese matrimonio, jamás, jamás. Doña Lucía sonrió tristemente: -Sí que lo consentirás, hijo. Me vas a oír sin chistar. Y si no te convence una triste historia, tu hija se morirá de pena y yo de arrepentimiento por haber removido viejas cenizas en vano. El tono de la madre era tan dolorido que don Alberto sintió una viva curiosidad y cierto inexplicable temor. -Tú dirás, mamá. -Me duele tener que revelarte cosas que juré callar toda mi vida pero se trata de mi nieta y no hay más remedio. Espero que mi madre ¡Dios la tenga en su Gloria! me peroone por quebrantar mi promesa. Voy al grano. Mi madre era hija de una lavandera de casa rica y, mocetona ya, iba por la ropa para llevársela a mi abuela al no. Uno de los señoritos de aquella casa fue mi padre, por puro capricho de niño bien y por la ingenuidad de mi pobre ma· dre... tenía dieciséis años. Mi madre no volvió nuo13
ca a conocer varón. Entre ella y mi abuela me cria· ron aislada de todos hasta que pude ir al colegio. No me dejaron ir nunca al río ni a casas ricas por ropa. Me educaban como si fuera una señorita. A los quince años empecé a notar que al salir del Instituto me seguía un caballero de unos treinta y siete años. A mí me gustaba. Me atraían los ojos melancólicos de aquel hombre elegante. Como n tenía secretos para mi madre. se 10 conté todo. La abuela había muerto hacía poco y esta pérdida nos unió aún -más. Mi madre se puso en vela tras la persiana para ver quién era el caballero que seguía a una niña como era yo... Esa noche estuvo muy nerviosa y me dijo que invitara al señor a subir a nuestra casa. Así 10 hice. iCuál seria el horror de mi padre al saber que yo era su hija, y el mío, al oír que aquel hombre tan distinguido era mi padre! Muchas horas hablaron y aquella misma tarde se decidió mi porvenir. Nos iríamos a Europa y allí, con profesores particulares, se completaría mi edu· cación. Mi padre me reconocería; mi madre iría con nosotros y pasaría por mi antigua nodriza; esta condición la impuso mi madre; de ese modo no nos separaríamos nunca ni nadie extrañaría nuestro mutuo cariño. Así lo hicimos. Andando el tiempo hice una buena boda; tu padre, a quien le confesé toda verdad antes de casarme. era un corso noblote, rico y generoso. Dirás tú: «¿y por qué no se casaron mis abuelos? Ninguno quiso, de mutuo acuerdo, para que no se me cerraran las puerta5 de la sociedad en que había vivido mi padre. Mi madre era digna y estaba por encima de todos los convencionalismos pero mi padre la convenció de que mi felicidad estaba en el mundo suyo, en este que vivimos ahora tú y yo, hijo mío. ¿Te acuerdas de la Nana, tu nodriza, a la que tanto querías? Pues aquella nana, la mulata, era mi madre, era tu abue· la. Ahora dime, hijo, si puedes tirar piedras al tejado ajeno. -¿y cómo, tú, tan recta, has podido vivir esta mentira, ocultando tu nacimiento y la sangre negra que corre por tus venas? -Primero 10 oculté por mi madre; así lo quiso ella; luego por ti y por tu hermana. Nunca hubierais llegado a donde habéis llegado socialmente si se hubiera sabido que la mulata Pancha. tu nana, era vuestra abuela. Dime ahora, si con estos antece· dentes, condenables en el medio en que vivimos, no va a resultar que tu futuro yerno es el que puede poner tachas, si le da por seguir tanto prejuicio estúpido. Vete a tu casa y piensa bien lo que has de hacer. Don Alberto no se movió. ¿Con que sus ínfulas 14
se deshacían como una pompa de jabón? ¿Y por qué había de avergonzarse de su nana tan humana? La habia querido casi tanto como a su madre; le parecía, al recordarla, que un plomo se le derretía en el pecho y que una fuente cálida le corría por todo el cuerpo. ¿Sería la sangre generosa de la nana? Don Alberto se levantó como un sonámbulo, abrió la puerta que daba al jardín y bajó lentamen· te por la escalinata. Estaba abatido; los ojos, humedecidos a su pesar. Hurgando en el pasado, recordó con vergüenza las veces que había mirado por encima del hombro a muchachas que tenían «una rajita». Y ahora resultaba que él, el rubio de ojos garzos y piel rosada, tenía sangre negra. Se avergonzó también de su petulancia. Objetar al hijo del tendero, ¡y sin em· bargo. su abuela había lavado en el río suciedades de ricos y uno de esos ricos, seductor de una muchacha pobre, había sido su abuelo! ¡Y mi madre -pensó- fue concebida sin amor, como se concibe a un becerro! En aquel momento las pintitas negras .tIe los ojos de don Alberto se multiplicaron como los peces del milagro; expresaban odio, odio por su abuclo. ¿De qué cuerda sensible hablaba su madre? ¿De un cariño paternal nacido en el declive de una vida de señorito inútil, para ahuyentar el tedio y la soledad espiritual en la colmena de zánganos? En cambio su abuela, su Nana tan humilde y resignada... tan limpia de cuerpo como de alma. Imaginativa, graciosa en el decir, cristalina en su espíritu, como el agua por la que sentía tan apasio· nada ternura; como que el agua había visto muchas veces sus ojos nublados por el 'llanto y le había be· bido el amargor de sus lágrimas llevándoselas en la corriente. Su vida habia sido limpia; chorro de agua pura que no se mancha al despeñarse para formar el arroyo transparente de curso suave por entre las piedras y las yerbas de la pradera. Don Alberto 'paseaba su melancolía por el jardín. Trémulo, se acercó al estanque en que de niño jugaba con sus barquitos. Allí se estaba la Nana las horas muertas masticando hojitas de yerbabuena - sumergidos los pies en el agua - y regando con sus manos sarmentosas las florecillas de los bordes. erMira las gotas de agua, Albertito, parecen lágrimas retozonas.» y allí ,le contaba la Nana los cuentos de almas en pena, de enterrados vivos, de perros que, aulladores en el silencio de la noche, auguraban la muerte de algún cristiano. En cambio, para el rato que le acompañaba la Nana junto a su camita en la que se dormía, re-
.servaba ella los cuentos más serenos: el mundo de las nereidas que poblaban los palacios de cara en el fondo del mar, las infantinas perdidas en los bosques umbríos que por fin salían a la luz y a la alegría por virtud de una varita mágica o de un hada compasiva. En estos cuentos no falo taba nunca el agua: ya en ,los mares salados. ya en la llovizna reverdecedora de los prados. ya en los arroyos cantarines que aplacaban la sed de los caminantes... ¡Cuánto sabía 'la Nana! Don Alberto alzó los ojos a la melena que· jumbrosa de los dos sauces llorones que sombrea· ban parte del estanque -¿un lamento o una ca· ricia del espíritu de la Nana? Hasta le pareció sentir su aliento oloroso a yerbabuena. Treinta años no podían apagar el eco de la voz de la Nana cuando le decía, alguna que otra noche, para coro tar su parloteo: "Calla, riq.uín, a dormir. Si no te callas no te contaré mañana el cuento del niño que se quedó mudo de tanto hablar.» ¿Sería este preciso recuerdo la respuesta a la pregunta que le temblaba en la concienci:1? ¿Ca. 'llar como quería la Nana, dejar que durmiera el pasado, o hablar, contar el secreto a su mujer? ¿Qué podía remediar con escarbar viejas cenizas? Sus abuelos soñaban el sueño eterno en el mismo cementerio: en panteón de mármol, el abuelo se·
ñorón, en la humilde tierra, la Nana. Callaría, sí, y daría su consentimiento para la boda de su hija. Así lo hubiera querido su abuela y así lo quería su madre. Se hacia, cierto, cómplice de una meno tira, pero su hija era lo que más quería en el mundo ¿y qué podía hacer?
** * La nieta de doña Lucía, vueltos los colores a sus mejillas y la frescura a su juventud exube· rante, acariciaba un día a su abuela con mimo: -¡Qué feliz soy! Todo te lo debo a ti, mi abuela preciosa, todo, todo. Pero dime, ¿dónde hallaste la varita mágica para hacer cambiar de opinión a papá, con lo cabezón que es? Dime abue· la, por favor, ¿qué armas usaste? -Candentes, hija, candentes. Las de la sinceridad. Por eso mi victoria fue rápida y fácil. Tu padre bajó de su torre de viento a la realidad hu· mana. No sin dolor vio el derrumbe de sus castillos en el aire, pero ¿cómo iba a hacerte sufrir a ti, su propia sangre? Bien decía su Nana' "Nos dejaríamos todas vaciar las venas por los hijos, lo mismo las ricas que las pobres, las blancas que las negras, que a todas nos puso Dios en el pecho el mismo corazón de madre.»
JS
Exposición de Augusto Marín
UNA
Cartel de la E:cposición, por Rafael Tufiño
J6
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EXPOSICIÓN DE OBRAS RECIENTES
DE
A GUSTO
Marin fue abierta al público en el Instituto de Cultura el 3 de septiembre de 1965, poco más de cua· tro años después de la primera que realizara en esta misma institución, y de la que ofrecimos una reseña en el número 11 de la Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña. La muestra anter.ior había servido para destacar un elemento entonces preponderante en la obra de Marín: su marcada preferencia por la linea, mani· festada tanto en sus pinturas como en sus dibujos, y que, según el propio artista, constituía el rasgo característico de sus obras. La reciente exposición demostró que Marín ha sido capaz de tomar con igual seguridad, otros derroteros ar:tísticos, superando incluso en muchos aspectos su obra anterior. Eliminando el diseño ]jo neal ha alcanzado una calidad más fresca y agradable, mejor estilo, e, incluso, un mayor abstraccionismo. Se advierte también una variación en las técnicas empleadas: polímeros acrílicos, tintas y gouaches, en comparación con los óleos, dibujos y grabados de la primera exposición. Augusto Marin ha estudiado y trabajado ininterrumpidamente desde que se inició en el dibujo, en San Juan, bajo la dirección de Sánchez Felipe. Estudió luego pintura en Nueva York y California. En Estados Unidos, México y Puerto Rico ha participado en numerosas exposiciones, obteniendo premios en diferentes ocasiones. En los talleres del Instituto de Cultura tomá además un curso de vi· driería que completó en Holanda en 1964.
Madrina de la mariposa
Toro blanco
Vulcano
Hacia la ctlnibre
José S. Alegría 1886 -1965
EL 29 DE JULIO DE 1965 FALLECIÓ EN SAN JUAN EL LICENCIADO Jos~ S. ALEGRtA, ABOGADO, PERIODISTA, POETA Y ES-
critor, uno de los últimos representantes de la generación política y literaria que brilló en Puerto Rico en las primeras décadas del siglo significándose por la ín tima conexión de sus ideales, y actividades cívicos e intelectuales. En ella descolló don José S. Alegría por el don de la sociabilidad, por su perfecta integración con el ambiente humano en que discurrieron sus múltiples actividades de escritor, político y hombre del gran mundo social. La tertulia literaria tuvo en él- un fiel animador, bnllando en elJa sus dotes de conversador y su vasto conocimiento de las personas y los sucesos de la vida puertorriqueña. Nacido en el pueblo de Dorado en 1886, en 1908 se graduó de abogado en la Universidad de Valparai. so, Indiana. Ocupó los cargos de juez en Salinas y en Manatí, y desde esta época figuró como miembro de la Junta Central del Partido Unión de Puerto Rico, en cuyas campañas participó junto con Muñoz Rivera y José de Diego. Después de la muerte de De Diego fundó la Asociación Independentista, que más tarde se fusionó con el Partido Nacionalista, organismo que presidió durante algunos años. Posteriormente ayudó a la fundación del Partido Liberal, al que representó en la Cámara en los términos 1936-1940 y 194().1944. Durante muchos años pre5.idió el Casino de Puerto Rico, desde el que auspició la fundación del Grupo Tea· tral que ha sido punto de partida del movimiento teatral puertorriqueño contemporáneo. Su actividad literaria la desplegó desde las páginas de la revista Vida Moderna, fundada por él y de la desaparecida Puerto Rico Ilustrado, que dirigió durante doce años. Gran parte de su producción periodística fue recogida en sus libros Crónicas frívolas y Cartas a Florinda. La caracteriza un espíritu de autén· tico pucrtorriqueñismo, de que también son exponentes sus libros Retablos de aldea y El alma de la aldea. Sólo dejó un poemario. publicado por sus hijos en 1959 bajo el título de Rosas y flechas. Se le debe tamo bién una Antologla de poetas jóvenes de Puerto Rico, compilada en 1918 en colaboración con el poeta Evaristo Ribera Chevremont. Sus obras merecieron varios premios del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Don José S. Alegría había dedicado sus últimos años a la obra del Instituto Puertorriqueño de Cultu· ra Hispánica, que presidió por varios años. Por sus labores al frente de esta Institución fue condecorado con la Orden de Isab-;l la Católica. El fallecimiento de don José S. Alegría, constituye un verdadero duelo para el país al que dedicó los mejores esfuerzos de su corazón y de su inteligencia. 18
In memOTlam
José S. Alegría Por CONCHA MELI!NOEZ
M
E ESCRIBIÓ
UNA VEZ ALFONSO
REYES
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GRAN
señor de la amistad - que es una alegría ir por la vida acompañados de amistades constantes y nobles, porque ellas hacen el oficio de teas en· cendidas para ir iluminando la selva oscura en que todos nos movemos. Ellas nos ayudan a sostener· nos con entereza cuando 30gramos salir de la oscuridad de esa selva asidos a la fe que se tiene en nosotros y nos mueven a expresar lo mejor de nuestro ser. Una amistad como ésas fue para mí la de ·Jos¿ S. Alegría. Y ahora cuando repaso los momentos en que Jos testimonios de su amistad se encendieron para alumbrar mi vida lo recuerdo gozoso al mostranne mi retrato en la revista Puerto Rico Ilustrado, con la medalla del centenario de Euge. nio María de Hostos; manera como su generosidad quiso animar mi tarea de estudiosa y maestra; la felicitación por el premio que el Instituto de Literatura Puertorriqueña otorgó a mi libro Aso mante en 1943, y, más que nada, la sonrisa que desnubló su rostro al venne la noche en que, ya muy enfermo, le visité en el Hospital San Jorge. Menciono esos personales indicios de la noble índole de José S. Alegría, porque ellos completan la imagen que de él fonnaron lectores numerosos y añade suave lU:l al magnífico retrato que Emi· lio S. Belaval creó en su Presentación del puerto. rriqueño Jos,é S. Alegría para prologar el libro El alma de la aldea. Al escribir Belaval este título, señaló lo que más cuenta, lo que más debe contar cuando se piensa en este hombre, tenazmente abrazado a lo suyo en la tierra donde nació y vivió, dando, como dijo Martl, de Cecilia Acosta, <lactualidad a las cosas antiguas, porque ellas vivían en él». El gozo de vivir fue evidencia en la superficie de su vida; el dolor de vivir lo escondió valeroso en lo secreto de su alma; 'Pero ambos extremos conviven en la sostenida intensidad expresadora
José S. Alegría del afán de cada día, siempre nostálgico del pasado y alerta a la actualidad viviente.
1. La poesía y la vida. Devoto de la poesía y, cornil los de su generación, amante de los Juegos Florales celebrados con fervor al finalizar el si· glo XIX y principios del xx en Puerto Rico. nos ha dejado en su crónica Juegos Florales, la más perfecta evocación que tenemos de aquellas fiestas donde la poesía era para el cronista «ensueño tal como lo entendieron los que en la Provenza florida, establecieron el culto de la Gaya Ciencia.. «Tor-
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neos líricos» -dice- _despertadores de ansias fervorosas ... Guiones en las tinieblas»_ En 1958, los hijos de José S. Alegría: José Esteban, María Antonia, Félix Luis y Ricardo Enri· que, recogieron en elegante edición impresa en Madrid, treinta y seis poemas de su padre y los ofre· cieron como gentil regalo de amor «a nuestra madre Celeste Gallardo Veronne". Rosas y flechas llamó sus poemas el autor: rosas de su fantasía; flechas de su aspiración hacia lo que creyó y amó, son en verdad. Nada más justo pudieron idear los hijos ni creo que nada más grato para Celeste Gallardo. Pero además, Alegría escribió como Umbral del libro páginas reveladoras de un momento de nuestra historia literaria a la vez que del alma del cantor, habitante conmovido de su «oculto universo". El primer párrafo es una rápida nota autobiográfica desde 1908 a 1916, seguida de una con· sideración justificadora del libro: -No era posi· ble entonces vivir en Manatí y no escribir versos». Alegria describe el «ambiente ateniense» de Mana· tí y el «inquieto y refinado del San Juan de en· tonces»; el paso de nuestro romanticismo al modernismo; la gestión poética de los que fueron a la vez intérpretes y anunciadores de una nueva lírica entre nosotros. Entonces fue la poesía, según el poeta mismo, cun modo de mantener el diálogo de mi espíritu con el espíritu de las cosas», modo de enriqueci. miento interior que deja siempre imborrables caracteres en el alma. Caracol abandonado llama Alegría a estos poemas, recogidos por sus hij~s para hacer posible la recordación y el viaje, -bajo un sol en declive» por el mar de la juventud. La hermosa experiencia descrita en el párrafo final de estas páginas, es para mí el mejor instante de todo lo que escribió, porque en él están tejidas la gratitud, la ternura y las cosas que ilusionaron sus primeros años. La oscuridad y el olvido fueron vencidos por la gracia ideada por los hijos previsores. Y el padre pudo vivir y decir el milagro: -Bajo la frente al libro y lo ausente regresa.» Por su estilo Rosas :v flec1las es un libro modernista. Pero gran parte de los temas están en· lazados a su prosa posterior y nos aclaran el ca· mino de esta vida que hemos situado en los extre· mas de la tradición y la actualidad. Los sentimientos son los prevalecientes en toda la obra de Alegría. En Verdad histórica, su mejor soneto, asimiento a la tradición española cuando, en una bella imagen, describe el 25 de julio de 1898:
El pendón de Castilla descendía como dalia arrancada de su tallo. En los sonetos Mi Alcázar, Caballero gentil, La ¡ibarita, Fiesta de Cruz, el criollismo en donde
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son motivos el tiple, el bohío, el gallo, las fiestas de cruz. Personajes hay también del modernismo: Colombina y ..la bella princesa de pelo dorado». De toda su poesía, de su obra entera, puede decirse que «el ciprés de la pena se convierte en rosa!», según uno de sus versos. Como a Amado Nervo nada le debió la vida, porque
La vida fue buena, me colmó de dones y una primavera siempre sonreía; tuvieron mis cielos fulgores de estrellas y luna que hizo de mis noches, día. Esta estrofa, la penúltima del poema Puedes venir, Caronte, es el epílogo de Rosas y flechas. Nos da la medida del perfecto acuerdo entre el poeta y la vida, que parece ser la raíz de su exis· tencia.
2. Crónicas frívolas. Lo sería si no mediara la evocación nostálgica del pasado tan reiterada· mente en contraste con el hoy, que insinúa inconformismo y con frecuencia, crítica social. Esto sucede en tres libros importantes: Crónicas frívolas (1938), Retablos de la aldea (1949) y El alma de la aldea (1956). La crónica literaria, emparentada con el cuadro de costumbres y los tipos y caracteres del ochocientos, alcanza en el modernismo categoría de género artístico. Gutiérrez Nájera le dio en México refinamiento y estilo poéticos y Rubén Darío fijó su prosa dentro de su particular manera im· presionista y llena de gracia. Pero el verdadero cronista del modernismo fue Enrique Gómez Ca· rrillo quien la asimiló al libro de viajes en sus crónicas sobre Japón, Grecia y Jerusalén. La lite· ratura modernista está llena de este género en todos nuestros países, como antes fuera predilecta modalidad literaria el cuadro realista de costumbres y los tipos y caracteres. Las Crónicas frívolas nos vinculan a la crónica modernista tal como se escribió en los primeros años de nuestro siglo. El cronista comenta con ironía unas veces, otras con nostalgia evocadora, los contrastes y para él extrañezas de una sociedad que se transformaba inclinándose más a la frivolidad que a los valores perdurables. La frivolidad no está en las crónicas, que en verdad no son frívolas sino aleccionadoras, advertencia más que prédica y ventana además abierta a sus lectores para ~os sucesos culturales y sentimentales del mundo comentado. Sucesos de arte como Lo neo groide; costumbres que empiezan a serlo como El flirt y el cocktail, o experimentos en las relaciones ·sociales como Matrimonio a distancia, revelan la atención múltiple del cronista a quien no escapa ningún matiz expresivo de su tiempo. Es-
cribe con propósito no sólo informativo, sino de· jándonos asomar a la manera pictórica que hace soñar a la ceiba a orillas de la carretera con «sus barbas de años y su inmenso troncaje» o mira los uveros de la playa «verdirrojos como geishas que mueven las panderetas de sus hojas». La crónica descriptiva El puerto, es una de las mejores que he leído en su clase, creando la atmósfera de olores, sonidos y siluetas de marinos viviendo recuerdos de amores distantes en el acompañamiento que les dan ellos mismos tocando el bandoleón o mirando un pequeño pañuelo perfumado. Entre las crónicas de tema internacional Un rey para la opereta crea marco de expectación acentuado por ia simpatía del cronista ante «el drama de amor más sensacional del siglo»: el amor de Eduardo VIII y Wallis Simpson. La adhesión al gesto del joven rey le lleva a encabezar la crónica con unos versos de Rubén Daría al Rey Oscar de Suecia y Noruega. En una de las pocas veces cuando José S. Alegria se deja invadir de la tristeza, escribió Triste domingo. La historia romántica de la canción que, como Wert1zer, llevó al suicidio a muchos jóvenes enloquecidos por la letra y la melodía desesperadas, es sólo la motivación del verdadero tema de estas páginas: la tristeza de un domingo en San Juan de Puerto Rico. «Hay que echar a andar los sueños a lo largo de las calles... sin nada que ponga calor en el alma y escuchándose uno los pasos». Pero esta entrega del íntimo «dolorido sentir» no es frecuente en las crónicas de Alegría. Predomi· nan las de contraste entre el ayer y el ahora, me· lancólicas como El abanico se jubila; de resisten· cia a las modas para él absurdas como Cabellos cortos y las más: las que describen el deterioro o la desaparición de la galantería y finura en las costumbres. El Parque Borinquen es un fragmen. to de la vida puertorriqueña en una época que el autor llama romántica, con su paseo, su café-restaurante, su machina para los niños, su sala de cinematógrafo, sus peñas literarias. De algunos escritores creó en escorzo retratos anticipadores del arte de Retablos de la aldea. José de Diego, por ejemplo, descrito en todas las facetas de su radiante persona: «Cabeza para planes de gobierno, primor de estilo, brazo para mandobles, ojo para la cetrería, gentileza para el amor y suavidad para el madrigal». En Crónicas frlvolas se recogieron también costumbres de Año Nuevo, Nochebuena y Fiesta de Reyes, anunciadoras del último libro de Alegría El alma de la aldea. Literatura de evocación donde el ayer y el ahora se contraponen «con la melancolía del que dice adiós a su propia vida».
3. En Retablos de la aldea, Alegría entra en una de las corrientes de las literaturas hispánicas de expresión más persistente en las tres últimas décadas del siglo XIX y la primera del xx. Para el estudio preliminar de la GaJerla puertorriqueña de Manuel Fernández Juncos, publicada por el Ins· tituto de Cultura Puertorriqueña, escribí un largo estudio sobre el costumbrismo hispanoamericano. En él apunté el impulso inicial de los costumbris· tas del siglo XIX, quienes como Guillermo Prieto en México e imitando a Mesonero Romanos, em· prendían «paseos de estudio» en busca de sus asuntos. Describían lo visto y vivido en su tiempo, «escenas», según Sanín Cano «que hacían resaltar el lado grotesco de los personajes y de los momentos de la vida representados o anotar las especialidades del color local». A principios de este siglo el arte del retrato y del cuadro de costumbres en lengua española se transforma buscando 10 poético, lo noble, en los pequeños pueblos y en las ciudades antiguas. Aza:. rin publica de 1904 -Las confesiones de un pequeño filósofo- a 1916 -Un pueblecito: Río Frío de Avila- libros que describen tipos y paisajes españoles. También sale Azorín en «viajes de estudio» pero no en busca de lo grotesco o humorístico, síntomas de desamor, sino de la atmósfera general de pueblos y aldeas y sus habitantes vistos con amor; glosando sus vidas, sus destinos lentos, «viendo volver» circunstancias y actitudes humanas con lúcida conciencia del tiempo. Este cambio de mirada es el que encontramos en Retablos de la aldea y El alma de la aldea. La técnica de memorias, invariable en Alegría, embellece y suaviza en el recuerdo lo evocado. Delante de la selección antológica de Azorín Páginas escogidas (Madrid, Calleja, 1917), en la parte que tituló Los tipos, escribió: «Don Manuel, don Pedro, don Leandro... cada uno lleva su marcha y es un pedacito de historia patria. Tratemos de comprenderlos». Los hombres y mujeres de los retablos de Alegría llevan también su marcha y son pedacitos de nuestra historia. Tratar de comprenderlos es comprendemos mejor nosotros mismos. El conjunto de figuras descritas se ajusta al significado del título: representan en serie la historia de un pueblecito donde vivió el autor su ni· ñez y adolescencia. El fondo de lo que pudiéramos llamar retablo colectivo, es admirable síntesis y evocación verídica de los pueblos de Puerto Rico en el siglo pasado: El pueblo era pequeñito, como de juguete, invadido por una soledad obsesionante y un silencio que sobrecogía el alma; con su pla· za en el centro sin pavimentar; con toscos bancos de madera sombreados por gigantes21
cos almendros y tupidas acacias. Frente a la plaza, la vieja iglesia, en cuyo campanario anidaban palomas y golondrinas y cercana a la iglesia la Casa Parroquial, pequeña, de una sola planta, de mampostería, con un patio de baldosas, una gran parra, muchos mirtos, un aljibe que recogía las aguas de la azotea y un jardincillo que oUa con la fragancia de los rosales y los jazmineros. De ese fondo va surgiendo con santidad sencilla el Padre Luis, santidad que no desentona con la gracia andaluza y la cultura y aun das borrascas de un ayer bastante remoto». La bondad del Padre Luis, su acuerdo con la voluntad divina, se evidencian en una serie de detalles que el creador nos da resumidos en este apunte definidor: «Las campanas cantaban para él el júbilo de la vida». El rasgo final es la imagen repetida muchas veces y por eso grabada con permanente fijeza en la memoria: «Acodado a la ventana de la Casa Parroquial que daba a la plaza, como en la borda de un navío que estuviera retomando de un infini· to mar, iluminada la faz como una lentejuela de sangre, por el minúsculo fuego de la pipa que se consumía en sus labios». En don Carlos, el médico, hay una retrospección de la vida en Madrid en tiempos de Bécquer, Manuel del Palacio, Baralt y Florentino Sanz. El ambiente reconstruido con detalles alegres de época, revela conocimientos adquiridos en abundantes lecturas y viajes complementarios con que se amplian y corrigen las visiones imaginarias. Un realismo intenso encuadra el tipo don Bartolo el comerciante. En Pancho, el cochero, vuelve Alegría al tono fervoroso y la pincelada certera recreadora del tiempo y circunstancias desaparecidos. En Pancho representa «la noble profesión de los cocheros que recorrían los caminos isleños a fines del siglo XIX». El viaje de San Juan a Ponce con los pasajeros que subían a su coche en el Hotel Inglaterra, da ocasión para las impresiones de paisajes y pueblos descritos en pequeñas acuarelas: Caguas, Cayey, Aibonito, y, pasado El Asomante, Juana Díaz que cse adormecía bajo las ceibas gigantescas que al borde de sus calles y caminos soñaban». El coche avanza «bajo los rotundos almácigos de la carretera». Hasta la pareja de caballos de uro es de dulce mirar y saborea gozosa el agua cIa· ra al cruzar el río. El Negro Pancho recogió en su alma «el carácter típico de aquella época gentil.. Guardó en su memoria las mil novelas que llevó en su coche. Desplazado por el ferrocarril, por el automóvil después, se retiró el último de la plaza Baldorioty. 22
Diego el cartero, sonriente, con palabras esperanzadas y alegres en los labios, es inconcebible hoy cuando la prisa no deja que conozcamos ni aun a nuestros vecinos. Por sus manos pasaban las almas misteriosas de las cartas. El pasaje dedica· do a ellas está avivado por el conocimiento del autor de las estampillas en colores de países leja· nos. Sobre todo, las de España con la nota defini· dora de las provincias y ciudades. Las mujeres que recibían cartas de amor motivan el tema final: el autor como siempre se detiene en el hoy en contraste con el entonces: cEntonces eran maestros del gay decir los enamorados... Una a una se guardaban aquellas cartas atadas con cintas de seda en cofres de maderas perfumadas... Hoy, la vorá· gine de todos los días ha ahuyentado el lirismo de las almas». Expresivos rasgos autobiográficos se enlazan a la conmovida evocación de Eufemio el escribiente. Como Azorín al visitar los pueblos castellanos, Alegría vuelve a visitar cel apacible y soñoliento puebUto» de su niñez para recordar la vida que se hacía en él. En la callecita donde estaba su casa vivía también Eufemio de Santiago, el escribiente de la Alcaldía. En su brevedad, el retrato de Eufemio es un fuerte grabado: calto, de abultado bigote, traje de dril y tocado siempre con un sombrero de paja del país orlado con ancha cinta negra, que le daba el aspecto de un caudillo de la revolución cubana-o Acaso 10 deseó secretamente. Acaso como Pa· chín Mario, hubiera dado su vida en la revolución. Pero tenía familia, hijos que apenas sostenía con su humilde trabajo de escribiente. Confiesa Alegría que este hombre que luchaba con todas las formas de la adversidad, llenó la página más inolvidable de su vida: la impresión que le causó la muerte del héroe Antonio Maceo a quien había aprendido a admirar en casa d~ Eufemio. En esa casa fue uno de los que se reunían a oír la hija del escribiente leer Los miserables, Nuestra Señora de Paris, Maria... c¿Por qué no decirlo?» sigue en este momento de confesiones, cen aquella salita recibí los primeros secretos de la vida.» Eufemio no simpatizaba con los conservadores; era devoto de los defensores de la libertad. Sus ídolos: Macea, Máximo Gómez, Calixto García Juan Rius Rivera, fueron también los ídolos deÍ niño despierto tan temprano al llamamiento del heroísmo y la literatura. En esta recordación de Eufemio termina Alegría dándonos el origen de la aspiración que con· servó en su alma hasta la muerte: cEI prendió en mi espíritu esa llama tenue quizá, pero perenne y eterna, que aun después de muerto yo, saldrá a rondar sobre mi tumba anhelando convertirse en una estrella y flotar a los vientos en el cielo azul
de una bandera.» Sus hijos respetaron esa llama cubriendo con la bandera puertorriqueña su ataúd. Otros tipos del pueblecito han sido perpetuados en el libro. Manolin el señorito, Matías el sacristán, campanero de maravillas que hacía hablar y can· tar las campanas. Y como contraste, el aguafuerte de Mamatona, quien ayudaba a venir al mundo todos los niños del pueblo. Este retablo se cierra con reticente alusión: .En un vaso de agua está abierta una rugosa rosa de Jericó.» Cecilia la costurera y don Rodrigo el profesor, además de ser tipos característicos de su tiempo ejemplarizan la costumbre de los noviazgos inter· minables, inverosímiles hoy y aparecen rodeados de la melancolía de los destinos inacabados. El barbero, el sastre y el zapatero son también tipos en su oficio, trazados con la precisión de quien los vio con ojos infantiles, hábiles e importantes. y todavía quedan en el pueblecito vivo en estas páginas, Pepe el gallero, Rosa la lavandera, Paifermín el brujo y ViU la loca. Aproximación a un cuento encuadrado en Rimas de Bécquer es esta última historia que se puede contraponer con su sentimental atmósfera a Pepe el gallero, tema presentado otras veces en la literatura puertorriqueña, llegado a nuestro tiempo con sobretonos simbólicos en el cuento Espuelas de José Rafael Sánchez. La diversión cruel en la descripción de Alegría mano tiene ante nosotros al gallero: el cuadro de costumbres que es este capítulo es tan importante como el tipo representado. Al final el gallo Catalina despicado y sangrante se vuelve centro de la narración con el homenaje en verso que el autor le dedica: Caballero gentil. Bizarro elogio que humaniza al gallo dándole el talante de un caballero .de la espada y de la flor.» El libro termina con la evocación El violinista. Pienso que estas páginas pudieron incluirse mejor en El alma de la aldea. El violinista es el músico puertorriqueño de fama internacional Angel Celestino Morales. No es un tipo ni carácter del pueblo; sirve para revelamos la bondad inteligente del artista, motivada por un incidente que puede repetirse en circunstancias parecidas. Retablos de la aldea es el mejor libro de Alegría. Es valioso como creación literaria y como documento de un pasado que las nuevas generaciones puertorriqueñas sensibles al legado ético de nuestra historia, podrán leer siempre con provecho. Para El pueblito de antes de Virgilio Dávila, lleno de donaire y gracioso realismo, los Retablos de la aldea serán siempre contrapeso revelador.
4. El alma de la aldea. Alegría nos dio el alma de su pueblito en los Retablos. En El alma de la aldea quiso ahondar más en ella acentuando los cuadros de costumbres que forman la mayor parte del libro. Tipos de los retablos aparecen en algunos capítulos: Manolín el señorito y el barbero Manolo son los cantores de La Serenata y el texto de Pepe el gallero se incluye aquí con la omisión del poema que lo termina en el otro libro. Entre los cuadros hay algunos como La muerte del angelito y El circo llega al pueblo, de extraordinaria validez: el primero, por la reconstrucción fiel y conmovedora del velorio de un niño en un hogar jíbaro; el segundo, por la evocación del espectáculo que .de cuando en cuando rasgaba la quietud del pueblito.» Las figuras de circo pasan por estas páginas embellecidas por la fantasía del narrador, quien habla por los espectadores atraídos sobre todo por los payasos, .sus lágrimas de sangre, su boca enorme, sus zapatos tremendos, su frac llorón, sus flojos pantalones y sus paraguas sin varillas; su llanto frío y su mueca de máscara... » Tema d~ gran atracción para nuestros escritores modernistas, el circo y el .clownlll como prefería llamar al payaso Rubén Daría, aparecen en este cuadro dramatizados en el deslumbramiento de unos ojos adolescentes. En los dos puntos de vista que el autor de memorias contrapone, la risa .magnífica y loca» que el payaso provocaba se juzga ahora .infinitamente cruel». Queda intacta la visión de la trapecista etendida en el espacio como un hermoso quetzallll. En La botica de don Fernando, el boticario se perlila con las circunstancias y procedimientos de su oficio en aquel tiempo. Don Fernando es también figura para un retablo. La Molienda describe el quehacer de las viejas centrales que van desapareciendo en nuestra isla. Las fiestas religiosas y patronales; las elecciones en nuestros pueblos evocadas en El alma de la aldea, darán siempre a nuestra historia el modo de fe, sentimiento y pa· sión de los que nos precedieron en un mundo diferente, pero, no ]0 olvidemos, donde quedan nuestras raíces. S. La obra de José S. Alegría es un camino sin desvíos para llegar a esas raíces. Conviene que todos andemos por él para sostenemos en la continuidad de esencias éticas necesarias en las tra.ns. formaciones que el tiempo va labrando cada día.
El puerto * Por Jos~ S. ALEGlÚA
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A NOCHE CALMADA Y TIBIA SE ADENTRÓ EN EL PUERTO
Y el gran silencio de arriba se va juntando y fundiendo con el gran silencio de abajo. A 10 lejos, las aguas, cada vez más oscuras, se van a acolchonar y a donnir entre los atigrados manglares de la bahía. ¡Poético anochecer en el puerto! De las aguas que brillan tornasoladas al recibir el chispazo rítmico del faro, emerge un fresco salobre que pone en el alma el espasmo supremo de un temblor delicioso. Junto a los muelles las empinadas quillas tejen espumas y los cascos negros, claveteados dt" luces, se balancean llevando el compás soñoliento de las ondas y a contracielo se mueven los altos mástiles para afinnar o -negar en su continuo cabeceo, mientras las aguas, regadas de virutas de luz, se debaten presas entre colleras y malecones haciendo que sufran los altos pilotes sus brutales zaIlpazos y el espumarajo de sus rabias. Sobre las cubiertas de los barcos de carga, olientes a alquitrán y a tabaco, discurren hombres morenos, tostados, remangados los brazos y las piernas, greñudos y sin cuido, avivando en las sombras las llagas rojizas de sus pipas. Voces del mar, del viento y de las frondas. Desde la ennegrecida cubierta de un viejo ber· gantín que ha paseado por todos los mares sus velas albas, enhiestas y retadoras, vienen hasta • Tomado de .Crónicas F,lvolas. San Juan. 1938. 198 págs.
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mí en esta hondura lírica de la noche estrellada y brillante, los rezongos tristes que arranca un
joven marino a la caja arrugada de un bandoneón que abre y cierra contra su hercuIano pecho. Sobre las teclas se crispa la inquietud de los dedos ágiles para robarle al bandoneón el alma en un tango sentimental y triste, inspirado en el recuerdo de la mujer que se quedó lejos con el corazón saltando de angustia y de zozobra ante los crepúsculos en éxtasis, sangrantes y sosegados de la pampa argentina. y solitario sobre el puente de un barco ventm· do que las aguas, falsamente rendidas, abrazan con sus caricias perversas, otro marino se en· vuelve en el humo capitoso y aromático del ci!!a· rrillo y embozado en el recuerdo como en una túnica inconsútil, estimula la memoria con la con· templación de un pequeño pañuelo, perfumado aún del aroma predilecto de la mujer amada, vestigio de un amor perdido en la distancia. y un suspirillo hondo se va por el lomo hirviente del mar. Se ha hecho silencio en las embarcaciones. El mar, domado por el sol del trópico, lame los sillares del puerto con su tibio rumor de sedas que se desdoblan. y lejos, muy lejos, la música tamizada de una radio hace pensar en las salas de los cdarlcings», perfumadas y palpitantes de mujeres medio desnudas.
La molienda * Por JosJ1 S. ALEGlÚA
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A CENTRAL
AZUCARERA, MONUMENTAL Y RUIDOSA,
levantaba sus edificios cerca del pueblito. En la noche, toda iluminada, parecía un barco de chimeneas gigantescas anclado en un puerto. Alli fui a parar arrojado por la intransigencia politica, que no me dejó ejercer el magisterio porque en aquellos tiempos no era propio de hombres de honor escribir cartas al adversario anunciando yerros y la ucaída» de la venda. Alli empecé a moldear mi espíritu, y de un simpático moreno que se llamaba Goyito Kortright, con quien me turnaba en el manejo de una pequeña bomba que había debajo del tacho para extraer el agua del vapor condensado, aprendí lecciones de abnega· ción y sacrificio cuando el obrero no tenía en Puerto Rico más protección que la de la Providencia. La molienda estaba en todo su apogeo. Cerca del ranchón donde dormíamos los que rendiamos el turno a las doce de la noche, cantó un gallo. Su clarinada vibrante se explayó sola, aislada y aguda. Unos segundos después contesta· ron, avizores, hasta una docena de gallos que hizo prorrumpir en ladridos a la jauría de la casa del administrador de la factoría. Después empezaron a pasar las carretas chi· rriantes, una tras otra, cargadas de caña hasta los topes, que los arreadores empujaban hacia la plaza de la central con gritos estentóreos que repercu· tían en el silencio nocturnal. La sirena se dejó oír estridente, escandalosa, sobre todos los ruidos de la factoría, anunciando el turno de las seis de la mañana. Tomé un poco de café negro y caliente del que vendia un moreno todas las madrugadas, y subí, escalera arriba, para relevar en los triples a Esteban Vanga, que trabajaba desde las doce de la
- Tomado de .El Alma de la Aldea- San luan. 136 págs.
noche, cuando vino a turnarme para que me pu· diera ir a dormir. Todavía estaba oscuro. Los que trabajaban en las hornallas echaban bagazo. El fuego se avivaba. Una gran lengua de fiama carmínea surgía de la boca de los hornos, lamiendo la hollinosa pared de ladrillos refractarios. Hacia afuera, por el amplio ventanal de ruido, la hamaca combada del trapiche se bosquejaba a gruesos trazos. A su alrededor se movían las siluetas borrosas de los embu· rradores y carreteros que se deslizaban con el quedo automatismo de sombras chinescas. Por entre las máquinas trepidantes, esquivando las chasqueantes poleas y las gigantescas volantas, iban y volvían sombras que se entrecruzaban. Pero, poco a poco, conforme el amanecer se acentuaba y la mañana fresca, desnuda y perlada de rocío, se entraba en la fábrica, aquel enjambre de sombras iban perdiendo su misterio. Ahora se distinguían claramente los trapiches y se veía en la plaza el apilamiento de la caña y a los emburradores metiendo sus brazadas en la hamaca, mientras algunos, sujetando 'Por un extremo los tallos dorados o morados que eran muy largos, los iban dividiendo de un solo golpe de machete en dos pedazos. Un poco lejos, algunos bueyes comían los cagayos verdes que les echaba un muchacho, y de cuando en vez balanceaban blandamente el enrarecido escobillón de cerdas de la cola. La desmenuzadora trituraba como un monstruo hambriento cuanta caña arrastraba la hamaca has· ta sus dientes. Las masas de gris acero de los molinos exprimfan, exprimían, y el jugo de los tallos crujientes escurría copioso en las canales que 10 llevaban para que fuera cayendo a chorros en los amplios tanques para el encalado. Toda la fábrica era ruido infernal, trepidar de monstruo de acero e ininterrumpido trajín. El guarapo encalado pasaba a los defecadores. 25
Allí, aquel caldo comenzaba a hervir y se iba formando encima una nata espesa. viscosa. El hervor acrecía, acrecía, y las impurezas iban saliendo expe· lidas; se agitaba el líquido color de cerveza con mayor viveza, y se levantaban las burbujas en ra· cimos hasta estallar sonoras. Aquellos grandes re· cipientes despedían espesas oleadas de apetitoso vaho. A muchos nos gustaba recibir en plena faz el aliento caliginoso de aquel caldo humeante, y a él recurríamos muchas veces en las agobiantes madrugadas para combatir el sueño, que quería ven· cemos. 'Los caldos iban de los defecadores a los filtros de cachaza, de donde salían aquellas renegridas tortas que más luego veíamos en pedazos regadas en las piezas recién roturadas para que sirvieran como fertilizantes. El caldo que pasaba por los filtros iba a los depósitos, de dcmde los halaban los triples que efectuaban el trabajo de evaporación. El guarapo así concentrado hasta meladura, en efecto, triple, era usado por el tacho para efectuar la concentración final. Cerca de mi triple trabajaba, frente a su ven· trudo tacho, don Ramón, el azucarero. En la boca, entre las cerdas encrespadas y teñidas de nicotina del tupido bigote, ardía siempre un cigarro. Era un hombre fonnal, estricto, cumplidor de sus obli· gaciones, pero de genio un poco agrio, que le hacía por cualquier minucia irritarse y chisporrotear de súbita cólera. Tras los gruesos cristales de los espejuelos, los ojos de don Ramón vigilaban afanosos y constantes los ventanillos de cristal, que permitían ver la meladura en ebullición, el tennómetro y los de· más instrumentos registradores. Cuando lo creía necesario, sacaba la sonda hacia afuera, le daba una pequeña we]ta y, de la abertura que tenían en su parte inferior, hacía que se vertiera en un pequeño pedazo de cristal cuadrado un poco de aquella melaza, como llena de pequeños cristalitos dorados, para ver si coagulaba. Luego, con los dedos remojados en agua, arrancaba una mota de dulce y la iba amasando entre el dedo pulgar y el índice para ver si daba el punto requerido. Satisfecho del examen, lavaba en un cubo con agua el delgado cristalito. La templa estaba lista. Don Ramón tumbaba el vapor y abría la copa del vacío. La compuf'rta en el fondo del tacho se abría, y la masa cocida, como renegrida lava que brotara de un volcán invertido, iba saliendo del ventrudo aparato para rodar por las anchas canales que la harían caer en los depósitos. de donde la tomarían más luego para llevarla a las centrífugas para despojarla de la miel, darle su color claro y dorado y, ya como granuloso 3ZÚ-
car, hacerla pasar por el transportador al almacén, donde abrían sus bocas descomunales los sacos de yute para ahitarse de aquel dulce hasta que el hilo que empujaban las gruesas y curvadas aguo jas de acero se encargaba de cerrarlas. Las doce del día. La sirena se dejó oír, alargando sus ecos en la distancia. Los caminos que conducían a la factoría empezaron a poblarse de gentes humildes. Obreros que venían a turnar a sus compañeros, muchachones que cuidaban la bueyada y acudían a los cercados cercanos a la plaza, despuntando con sus machetes las matas de escobilla que orillaban el sendero, y muchas, muchas mujeres, jóvenes y viejas, cargando fiambreras, tazones, ditas y mochilas, donde traían el almuerzo y la típica botella con café para padres, hijos o maridos. Por fin fuimos relevados y pudimos emprender el camino de retomo a nuestro hogar, para regresar de nuevo a la factoría a las seis de la tarde. y así todos los días con el mismo cansancio y el mismo paisaje. Trabajar y construir; el hombre no ha hecho otra cosa que vencer a la muerte, no obstante saber que la condición hedonística se cambia siempre a medida que el trabajo se prolonga. y aunque el libro de Job sostenga que el hom· bre nació para trabajar como el pájaro para volar, todos los economistas sostienen que el trabajll prolongado es una pena, y con Kant afirman, desde 10 alto de su filosofía, que para cumplir esa pena e] hombre es el único que debe 'trabajar. Pasamos frente a la escuelita que, como un nido de pájaros, se levanta junto al camino, y de ella nos 'llegan las voces alegres de los niños que cantan:
Trabajemos, trabajemos, que el trabajo es ley de Dios. Pero, ¿acaso no es cierto que Dios no condenó al hombre a trabajar. sino a vivir, y que le concedió el trabajo como circunstancia atenuante? Voltaire, sonriente, nos grita desde el fondo del recuerdo: «Trabajemos sin razonar; tal es el único medio de volver la vida soportable.• Es cierto; muchas veces el trabajo es el remedio del tedio. De no ser así la maldición bíblica flotaría sobre la frente de los que trabajan hasta convertirse en las perlas ardientes del SUdOl·. Nos volvemos para mirar, y allá, a lo lejos, las chimeneas de la central se encargaban de prender más nube en el espacio para robarnos un poco más de cielo.
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Romería de recuerdos * ·f \1
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• Del libro Rosas y Fleclras, 53n Juan, 1958.
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Eufemio el escribiente* Por J0511 S. ALEGR1A
«Nada se altera en el rincón querido; hasta el leve ruido que mis sueños arrulló, persiste,' es el mismo paisaje; no varIa; lo encuentro como el día en que le dije adiós convulso y triste». LUIS
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VUELTO A MI APACIBLE Y SOÑOLIENTO PUEBUTO DB
calles arenosas donde yo ·nací y viví los primeros años de mi niñez, para recordar la vida que se hacía en él, sin apuros, en un vivir aquietado, en una pausa de siesta. Me he paseado por aquella callecita donde estaba radicada mi casa y que a diario en mis años de muchacho atravesaba corriendo para evitar que la arena recalentada por la ardentía del sol me quemara las plantas de 'los pies, las más de las veces descalzos. Pero esta vez me eché a andar por aquella callecita despacio, acomodando mis pasos al ritmo de la evocación. No se va de prisa hacia el pasado. Mlí estaba con mis recuerdos y los recuerdos que, como los vinos viejos, saben mejor cuando se les bebe lentamente, a pequeños sorbos. Recorrí la estrecha y humilde arteria a todo lo largo desde su cercanía a la tapia del cementerio hasta el río ancho, caudaloso, qu~ le ponía fin y que un viejo ancón atravesaba de uno a otro margen, impulsado por el corpulento anconero de piel tostada y barba recia que en cuerpo de camiseta tiraba de aquel grueso y alargado cáñamo que daba la sensación de no tener principio ni fin. Todavía está, cercana al río, la antigua casa de dos plantas donde vivió y murió Ramón Cesteros, aquel noble y valiente hidalgo que un día aciago, junto al muelle del ancón, herido de muerte, se * Tomado de .Retablos de la Aldea••
MuRoz RIvERA.
incorporó para matar de un solo y certero disparo a su adversario político. Nada interrumpe el ritmo de la vida en el pueblito. Al igual que antes, aún persiste aquella paz bucólica, aquel caserío olvidado del mundo, pacífico y humilde. Sólo de la casa que fue del doctor Goenaga y de aquella mansión señorial de doña Ricarda Hernández han desaparecido sus jardines y de sus calles arenosas los rostros de otro tiempo. Frente a mi casa quedaba otra de maderas, vieja, techada de tejamanil. De su balcón habían desaparecido las mesetas, las barandas y los balaustres. Los pilares despintados se concretaban a sujetar el voladizo de zinc. En aquella casa vivía con su familia Eufemio de Santiago; muy alto, de abultado bigote, trajeado de dril y tocado siempre con un sombrero de paja del país, orlado con una ancha cinta negra, que le daba el aspecto de un caudillo de la revolución cubana. Servía en la Alcaldía en calidad de escribiente, pero en realidad de verdad él era quien realizaba todo el trabajo de correspondencia y expedienteo de la Casa del Rey y quien en todo momento hacía quedar bien al señor Alcalde. Eufemio de Santiago llenó la página más inolvidable de mi niñez. Por eso he querido recordarlo muchos lustros después, tal como lo vieron mis ojos infantiles de aquellas primaveras del tiempo que se fue. Quiero sí, recordarlo, hacer su retrato espiritual, hoy que los recuerdos de mi infancia permanecen 29
en mí indelebles: hoy que los acontecimientos de mi niñez, unas veces en la opulencia y otras en la mayor pobreza, se presentan a la luz de mi memoria con tal nitidez, que casi me parece muchas veces que estoy con ellos. En muchos momentos de mi vida ha surgido ante mí la figura de Eufemio y su recuerdo recobra siempre su valor cuando desando el tiempo. En él había algo más que el simple empleado de la Casa del Rey que trabajaba de sol a sol para así poder juntar los pesos miserables y que regresaba cansado por el trabajo que nunca alcanzaba a rendir para el pan escaso: estaba el hombre que había luchado y que luchaba contra todas las foro mas de la adversidad; el padre que adoraba a sus hijos y recurría a todas las privaciones para con· seguir que el uno se graduara de maestro de escuela y el otro se recibiera de doctor en medicina y que la única hija fuera culta y laboriosa: el hombre que amaba la libertad de su patria y por ella se jugaba muchas veces sin medir sacrificios. Estos hechos le definían ante mí un tanto en su ternura de hombre como en su condición de patriota. Tan pronto como oscurecía, yo estaba pendiente de que la Nena, la hija de Eufemio, encendiera el quinqué para correr e ir a ocupar una silla en la sala que me permitiera escuchar a la muchacha leer una novela para todos. Allí, en aquella salita, escuché, noches y más noches, «El Conde de Mon· tecristo», «Los Miserables-, «Nuestra Señora de París», «La Dama de las Camelias., «Los Dos Pilletes», «María», «El Collar de la Reina., «Miguel Strogoff., «El Judío Errante., «Los Hermanos Corsos., «Felipe Derbley»... Cuando, distraídos por la trama de la obra, olvidábamos que se había adentrado mucho la noche y mi abuela me llamaba desde el opuesto balcón, se suspendía la lectura, porque el bueno de Eufe· mio había pedido que no se leyera en mi ausencia para que así no perdiera un solo pasaje de la obra. Aquellas novelas, aquellos estados de alma de sus personajes, a los que el autor hacía vivir la tra· gedia emocional de sus pasiones, prendieron la inquietud en mi alma y desde entonces me he complacido en echar a andar mis ensueños e ir en demanda de la emoción que da vida a las cosas. ¿Por qué no decirlo? En aquella salita de la casa de Eufemio de Santiago recibí los primeros secretos de la vida: las primeras emociones para el arte y la identificación de mi espíritu con la causa libertaria de mi patria. Eufemio no hacía público alarde de sus arrai· gadas convicciones políticas, pero jamás las neo gaba cuando se veía impelido a hacerlo. Trabajaba en la Alcaldía, recibía un salario escaso por el muo 30
cho trabajo que tenía que realizar, pero no se creyó obligado ,nunca a dar con su trabajo el oro de sus convicciones. Era leal a su patria. Para él la leal· tad no admitía grados, o se era leal o no se era. El Alcalde, los guardias civiles, el jefe de los voluntarios, el señor cura y todos en el pueblito sabían que Eufemio no sentía la más mínima simpatía por el partido conservador y que su devoción era para los puertorriqueños que defendían los derechos y la libertad de su pueblo. A la hora del almuerzo, Eufemio leía en voz alta el periódico liberal. Muchas veces dentro de aquel diario venían hojas impresas que él escondía. En aquella casa se seguía en todos sus detalles el movimiento político de Puerto Rico y de la península y el curso de la revolución cubana. Las figuras de los caudillos de la manigua se agigantaban cada día más en mi imaginación de niño. Ya los ídolos de Eufemio: Máximo Gómez, Antonio Ma· ceo, CaIixto García, Juan Rius Rivera... eran mis ídolos. Su rostro se contraía en expresión dolorosa cuando el periódico daba cuenta del fracaso de un intento revolucionario o se iluminaba de ingenua y franca alegría cuando se decía que Maceo había burlado la Trocha mientras el General Weyler le creía aislado en Vuelta Abajo. Frecuentemente el sargento de la guardia civil y dos o tres guardias del puesto iban a casa de Eufemio, diz que a jugar con él una partida de malilla o de tresillo. Durante el juego se hablaba, se comentaban muchas cosas, pero cuando de política o de la guerra de Cuba se trataba, Eufemio se mantenía hermético, reservado y evasivo. Entre aquellos guardias civiles que iban a casa de Eufemio, recuerdo a uno regordete, coloradote, con grandes bigotes, que había estado en Cuba y narraba historias estupendas de combates de sangre, de valor, de sacrificio en la manigua de la antilla hermana, y sus ojos muchas veces se hu· medecían cuando evocaba la muerte de sus cama· radas bajo las palmas llenas de voces. Eufemio le escuchaba silencioso y sombrío. Un día estábamos en la escuela. Don Luis Gandía, el profesor, explicaba su lección de historia a la clase. En el quicio de la puerta hizo su apari. ción inquietante el guardia de orden público, pálido, con bigote tártaro, vestido de dril crudo con botones de metal dorado, cinturón negro de cuero que sujetaba un inmenso revólver Bulldog y somo brero de paja del país con cinta de charol. Traía en la mano un pliego que entreJ1;ó al señor profesor. Era un parte en que se comunicaba la muerte de Antonio Maceo por la columna de Cirujeda, en San Pedro, cerca de Punta Brava, y se declaraba a la vez el día festivo, para que el pueblo pudiera dedicarse al júbilo público. Don Luis, emocionado, con la voz rota, despachó las clases. Los mucha·
chos salieron en tropel a la calle. Yo no salí con ellos; me quedé callado, con un ardor extraño en la garganta; después me traicionaron las lágrimas, <temblaron en mis manos los libros y como enloquecido me tiré escaleras abajo. La escalera no era demasiado alta, pero cuando caí al suelo tenía una herida en una pierna y varios rasguños en la cara. Para no abrumar a mi madre, me llevaron a casa de Eufemio. Allí estaba él, nervioso, pálido, sombrío, tirándose de sus largos y abultados bigotes. Cuando supo la causa de mis rasguños, su mano afectuosa y cálida se posó en mi hombro discretamente, para infundirme ánimo y consolarme. La vida de Eufemio era eso: emoción y sim· patía. El prendió en mi espíritu esa llama, tenue quizá, pero perenne y eterna que aun después de
muerto yo, saldrá a rondar sobre mi tumba, anhe· landa convertirse en una estrella y flotar a los vientos en el cielo azul de una bandera. y he querido con unción recordarlo hoy con el grave prestigio de la distancia, junto a la amante compañera; figura triste y doliente, atendiendo a los mil quehaceres de la familia para que sobrara más de lo poco, para la educación de los hijos. La vida no fue nunca enteramente fácil para ellos. Ambos recibieron su parte de dolor. Pero supieron soportarlo, supieron luchar y supieron mantener viva, luminosa, la fe en sí mismos y en la grandeza del amor que los unía. Eufemio de Santiago y su buena y abnegada esposa le ofrecieron atados en mi pueblito cándido, sencillo y bueno, su lección de optimismo y de confianza en la vida.
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In memoriam
José S. Alegría Por MIGUEL MEL~NDEZ MuÑoz
CONOCíA A DON PEPE ALEGRÍA HACÍA MUCHíSIMOS
años. Nuestros encuentros eran fugaces y ocasionales: en alguna festividad social o en un acto cultural en el Ateneo al que concurríamos. Nos saludábamos. El siempre muy afectuoso conmigo. De· partíamos sobre algún asunto de actualidad. Casi nunca diferíamos en nuestras respectivas opiniones sobre el tema que tratásemos, fuese literario, artístico o político. Militábamos en el mismo partido político. O, mejor dicho, en uno originario, procedente de otros más adaptados a las evoluciones sociales y a los problemas de nuestra Patria. Admirábamos y reverenciábamos a José de Diego en sus campañas superiores a sus fuerzas. Enfermo, arruinado fisiológicamente, su cuerpo torturado por dolencia incurable, pero vigoroso, indomable, irreductible en su espíritu, en su férrea voluntad y sublime en su verbo apostólico. En aquellos encuentros espaciados, don Pepe iniciaba siempre la conversación. Era un gran hablista. Yo, más que departir con él sobre el asunto de que se hablaba, le interrumpía pocas veces. Era un oyente discreto, cautivo de su palabra. Mi amistad con don Pepe fue más íntima, de más cordial camaradería cuando asumió la dirección de Puerto Rico Ilustrado a la muerte de José Pérez Losada. El español-puertorriqueño que fue don Manuel Fernández Juncos, maculado por la «mancha de plátano,., prestigió y engalanó las páginas de aquella revista con una serie de crónicas, Del San Juan que yo amo, de profundo trasfondo sentimental. En ellas se recreaba la vida social de nuestra ciudad capital en los comienzos de este siglo, cuando él, joven emigrante, se incorporaba a su ambiente recoleto y señorial. He pensado, muchas veces, que se deben rescatar del
olvido esas cromcas de Pérez Losada. Bellas páginas de un pasado muy remoto, pero que los súbitos cambios ocurridos en nuestro país desde el más imprevisible y traumático -el «traspaso» de la soberanía de la Corona de España a los Estados Unidos de Norteamérica- alejan a una distancia muy larga y huidiza ·para los escasos sobrevivientes de aquella época, conocida por las generaciones sucesivas como sólo un contradictorio relato histórico. Como don Pepe sabía que yo era uno de los contados colaboradores, aún en su plano vital, de la revista que comenzaba a dirigir, me citó para una entrevista en su oficina recién instalado en ella. En nuestra entrevista, me expuso, con entusiasmo comunicativo, los planes de reformas que proyectaba introducir en Puerto Rico Ilustrado, ya decano, por su época, de las revistas de su género en nuestro país. Lo primero, para él, era suprimir, en todo lo posible, la literatura sindicada de importación que llenaba sus columnas, en contradicción con el título que ostentaba. Y favorecer, alentar y retribuir decentemente las colaboraciones de escritores y poetas puertorriqueños. Los propósitos renovadores de don Pepe fueron muy valiosos y fructíferos para el desarrollo de nue5tra cultura. Produjeron un período de vívido re· nacimiento de aquella revista, que no logró mantenerse en un progreso regular en su quehacer literario y artístico a través de su larga existencia, porque padeció años de notable baja en sus valores, seguidos de otros, más cortos, de resurgimiento para recuperar su posición prestigiosa en su particular condición publicitaria. Sería injusto atribuir a desidia o incapacidad de sus directores sus trances decadentes. La connotación de sus hom33
bres, aun de los que la desempeñaron en cortos o largos lapsos de interinato, bastaria para desvir· tuar esa opinión. Tal vez pueda deberse a fallas de la administración por no ofrecerles la coope· ración necesaria para evitar la intennitencia de sus etapas decadentes. Perdóneseme que me haya extendido demasiado, aprovechando la circunstancia de relacionar a don José S. Alegria con Puerto Rico Ilustrado, del que fui constante colaborador durante sus cuarenta y dos años de publicación, comenzando por su número 2, año 1, correspondiente al 13 de mar.zo de 1910 hasta el número 2227, año 43, del 27 de diciembre de 1952. No debemos olvidar que lo mismo en sus grandes épocas de auge que en sus años decadentes, fue el exponente accesible a los escritores y a los poetas puertorriqueños de la generación anterior a su fundación y a los de generaciones posteriores, que encontraron en sus páginas estimuladoras y amables, acogida y expedita comunicación con nuestro pueblo. y no podrá escribirse ahora, ni en el futuro, ninguna bibliografía puertorriqueña sin acudir a las colecciones de Puerto Rico Ilustrado, como lo hiciera nuestro malogrado Pedreira en la suya, que cubrió la época de 1493 a 1930. Todas las semanas me dirigia personalmente a entregarle mis artículos a don Pepe Alegría, sir· viéndome a mí mismo de mandadero, no por la necesidad de serlo, más por el deseo de saludar· lo y escucharlo, en sus casi soliloqlÚOS, pues yo era discipular oyente antes que colocutor suyo. Raras veces lo encontraba sentado frente a su escritorio. Su inquietud, tanto intelectual como fisiológica, le impelía estar siempre en movimiento. De él hubiese dicho uno de nuestros viejos y auténticos jíbaros que era «un señor desinquieto». Nos encontrábamos, o yo lo encontraba, mejor dicho. En seguida nos instalábamos en su oficina. y surgía el diálogo sobre algún acontecimiento local o una infonnación «continental» o extranjera. Sin que yo pudiese advertir la rápida transición, me hacía el regalo del relato, que yo escuchaba en aprehensivo silencio, de alguna anécdota de uno de nuestros grandes hombres, desaparecido de nuestros escenarios políticos. O, algunas veces, narraba, con su voz autorizada y como tes· tigo de veracidad indudable, un acontecimiento de nuestra historia política no escrito todavía. Y en esta actitud, para mí de respetable magisterio, hacía, con vehemente expresión, rectificaciones de informaciones convencionales, fementidas o inte· resadas de sucesos atinentes a las actuaciones de los políticos de nuestro país que se destacaron con más valerosa resolución en sus contiendas con· tra la tiranía del coloniaje y sus vicios congénitos, 34
fuesen de la bota brutal castrense o de la mano velada con guante blanco. Como se había propuesto cuando se hizo cargo de la dirección de Puerto Rico Ilustrado, impuso en su administración sus deseos de mejorar el parco estipendio con que se compensaban los trae bajos de sus colaboradores habituales. Y de los nuevos que acudían a su requerimiento para con· tribuir a la puertorriqueñización literaria de la vieja revista. Don Pepe no fue un hombre práctico en esta ocasión, como no lo fue ni lo podria ser nunca. Sus condiciones morales, su concepto insoslayable de la justicia, no es un criterio hennético, sino aplicable y racional dondequiera que se ejerciese su antítesis la injusticia, en cualesquiera de sus múltiples condiciones abusivas, le hacen reaccionar en su actitud crítica y rebelde como juez se· vera, dispuesto a condenar siempre todo acto lesivo de los derechos supremos de la personalidad humana. Por estas circunstancias, don Pepe no fue un inconforme teórico ni un disidente platónico. Todo lo contrario un rebelde militante contra todas las injusticias, contra todo lo que atentase contra la integridad de nuestra personalidad como pueblo maduro para ejercer el derecho a su soberanía y oponerse a todo 10 que menoscabase nues· tra cultura con intenciones disolventes y asimilistas. Frutos de su tránsito por Puerto Rico Ilustrado son sus CARTAS A FLORINDA Y sus CRÓNICAS FRíVOLAS, que recoge después en sendos volúmenes, salvándolas del trance perecedero de toda publicación en revistas y periódicos, para enriquecer el fondo de nuestra cultura. Digamos algunas palabras respecto a las CARTAS A FLORINDA. ¿Qué utopía intentó crear sobre una premisa ilusoria, mas fundada sobre su código de honor muy personal y su fe en la supervivencia suya? El lo dice en Unas palabras que son necesarias, introductorias del volumen en que las recopila: «Creí entonces que ya no se debía callar más tiempo ante el 'Panorama cuya realidad asombra y desconcierta. Para mí, la presencia de la mujer en la vida es una fuerza que alienta, un destello que ilumina, una mano que consuela, y tenía que alannarme con las que querían hundirse sin remedio en el caos de la desorbitación. «Las jovencitas de hoy son el troquel en que vamos a fundir las nuevas generaciones... Señalé en estas cartas males, graves los más, pero sin dejar de ser un convencido de lo mucho que valen nuestras reservas espirituales, heredadas de una tradición ejemplar y recia, sabedor que no todo está perdido... » Los títulos de aquellas cartas, capítulos después
de su libro, son bien significativos del plan que se trazó don Pepe y de sus finalidades: Baile; Ci-
garrillos,· Coctail,· Corsarias de la sociedad; La mujer que juega (no con el amor... ) en la ruleta; Una generación en la calle; El maquillaje va a la escuela; La mujer en pantalones,· La caliente conga; Doña Juana Tenorio y La mujer y el alcohol. Temas revelantes de una profunda y caótica transformación de la sociedad y que respecto de su autor hace decir al ensayista Emilio S. Belaval: cEl sociólogo se disfrazó de periodista y el pa· triota de literario para denunciar el alarmante de· terioro de los usos y costumbres del pueblo puer· torriqueño!») y don Pepe cifra honestamente, cándidamente, su esperanza en que ocurra un involución... en aquel momento de transición, bajo el impacto de una civilización distinta de la nuestra con su in· fluencia operante. y falla también Belaval, erudito y ameno, refi· riéndose a CARTAS A FLORINDA Y CRÓNICAS FRíVOLAS: cTodavía es temprano para medir el alcance de las semillas tiradas al voleo. Pero ya hay quien piensa que el trabajo femenino fuera del hogar no produce ningún rendimiento para la economía na· cional, y mucho menos para la paz moral de la familia.,,! Sin embargo, quedaron como ejemplares avisos, como previsoras anticipaciones de los peligros que aumentan con el tiempo que avanza y pueden influir, con perniciosa influencia, en las transformaciones que alteren y desintegren los 1. Emilio S. Belaval, PrÓlogo de Retablo de la Aldea. 2. Emilio S. Belaval. Prologo citado.
factores constitutivos de la personalidad puertorriqueña. ¿Puede pasar inadvertido el título del prólogo: Presentación del puertorriqueño José S. Alegría? ¿Por qué Bclaval lo escoge, cuando muchos lectores podrían considerar el uso del gentilicio puertorriqueño como una banal redundancia, pues todo el mundo sabe que don José S. Alegría fue compatriota nuestro? ¿No somos puertorriqueños todos los que nacimos aquí? Pues diríase que el prologuista de El alma de la Aldea ha descubierto el Mar Caribe. (No siempre ha de ser el Mediterráneo). Pero Belaval observa que muchísimo antes de que prologase el libro de Alegría, los puertorriqueños estaban diferenciándose (en el sentido de uno a otro) y que un compatriota que dignificó el común gentilicio de puertorriqueño antes que sus títulos de maestro, abogado, magistrado, legislador, poeta, escritor y periodista de los más puros y legítimos nuestros, fue nuestro inolvidable y noble amigo don Pepe Alegría. Que por sus grandes virtudes trasciende más allá de toda semasiológica interpretación deL.. gentilicio puertorriqueño. Puede decirse hoy que para todos los que lo quisimos y admiramos en alguna época de su tránsito vital, don Pepe Alegría fue un caballero de la última y desaparecida promoción. Subsistente en una sociedad amenazada por la corrupción, atacada por continuas erosiones en sus cimientos seculares... escarnecida y profanada por muchos de sus hijos en sus más ricas esencias culturales, en sus venerables tradiciones y violada por los excesos de la nueva ola extravagante surgida de la jungla.
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Una voz insobornable: José S. Alegría * Por VICENTE GI!IGBL POLANCO
E PUEBLO DE
MANATí HONRA A DON Jasá S. ALEGlÚA, figura distinguida en el pensar, sentir y hacer puertorriqueño, de dos maneras ejemplares: declarándole «Hijo Adoptivo» de la ciudad y rindiéndole homenaje en este acto de inauguración del hermoso Centro Cultural que acaba de construir el Municipio. El Centro Cultural, que ha de auspiciar crea· doras tareas espirituales, recibe ya, con el acto de esta noche, el impulso de vida y el fervoroso aliento de quien ha sido constante promotor de la cultura patria. Por otro lado, la institución de «Hijo Adop· tivo» cumple en la historia de nuestras poblaciones un noble propósito: hacer un alto en la rutina d~ diario acontecer para dar testimonio de reconoci· miento de las capacidades, logros y servicios de personalidades que han contribuido con sus luces, talentos e iniciativas al mejoramiento, progreso y prestigio de las ciudades que les honran. La insti· tución conlleva un acto de reparadora justicia. Y como honrar, honra, hacen bien los pueblos que, como Manatí esta noche, señalan las ejecutorias, las excelencias, los merecimientos de hijos preclaros de la Isla Madre. Puerto Rico es país que no tiene los estímulos de la nacionalidad en marcha, ni los incentivos de una escuela puertorriqueña alerta al estudio y di· fusión de los valores históricos, ni ideales colectivos enderezados a afirmar y engrandecer la cultura patria. Por eso, lo acostumbrado en nuestra rutina ,de pueblo es ignorar, y a veces dolorosamente, hasta tratar de empequeñecer los logros del puertorriqueño que triunfa en la ciencia, en el arte, en las letras, en el ejercicio de la profesión, en el servicio de la ciudadanía, en el cumplimiento de los deberes que impone el patriotismo. Constituyen excepción los hombres de ánimo generoso y pasión de justicia que buscan el mérito y lo proclaman, que captan L
• Palabras pronunciadas unns seffillnns antes de la muerle de don José S. Alegría, en el licIo de inaugur:lclón del Centro Cultural de ManalJ.
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la inteligencia y le rinden tributo, que advierten el servicio ejemplar y lo revelan gozosos a la ciuda· danía. Esta es noche de gala. Manatí bien mereció el nombre de la «Atenas de Puerto Rico», cuando aquí coincidieron escritores y poetas de la talla de Enrique Zorrilla, Clemente Ramírez de Arellano, José de Jesús Esteves, Epifanio Fernández Vanga, Félix Córdova Dávila, José S. Alegría, Luis Antonio Mi· randa, Angel M. Villamil, Ernesto Avellanet Mattei, Juan Escudero Miranda, y compositores, artistas e instrumentistas de la valía de Fernando Calleja, Rafael Balseiro Dávila, BIas Laguna, Josefino Parés. Cándido Acevedo, Chanito Graciolett y Rafael Montañez, además de notables maestros, pianistas, declamadoras, excelentes administradores de la cosa pública y artesanos de exquisitos talentos y finas habilidades. Ellos transformaron este pueblo en centro de cultura, foco de inspiración, acogedora comunidad para toda expresión superior del espíritu. Certámenes, recitales, conferencias, con· ciertos, tertulias, coloquios en los altos planos del saber y la gracia artística, irradiaban desde aquí su clara sinfonía todo Puerto Rico. De Ponce, de Mayagüe.z, de la Capital, acudían a la «Atenas. manatiense figuras señeras de las letras puertorriqueñas: José de Diego, Luis Lloréns Torres Cristóbal Real, José Pérez Lazada. Evaristo Ribera. Chevremont y tantos más. En la historia patria queda, con caracteres imborrables. esa bella gesta de Manatí. Si es cierto que la muerte segó algunas de esas vidas preciadas y las tareas profesionales alejaron a otros del pueblo amado, Manatí guarda en su entraña el cálido recuerdo de aquellos fastos, y de vez en cuando viste sus mejores galas para un reverdecer de sus laureles de antaño y un dar testi· monio de su devoción por los valores del espíritu. Esta noche se abre a los cuatro vientos la rosa del recuerdo, de la gratitud, para rendir tributo de
a
afecto y estimación a un hombre, que no nació aquí, pero que dio a Manatí sus mejores luces en el ministerio de la judicatura y su aliento y su inspiración en los días dorados de la «Atenas de Puerto Rico». Don José S. Alegría nació en Dorado el 17 de julio de 1887. Maestro, abogado, escritor, poeta, lí· der cívico y social, hombre de ideas liberales, defensor de las tradiciones culturales de nuestro pueblo, alerta a la mejor orientación del destino colectivo de Puerto Rico, su vida - dinámica, fecunda, creadora -, cuaja en obras, estímulos y posiciones de cimero valer en el campo de )a ,literatura, el arte, )a política de patriótica raigambre, la promoción teatral y la afirmación de todo )0 nuestro auténtico. Su contribución literaria anota los siguientes títulos: Antología de Poetas Jóvenes, en colaboración con Evaristo Ribera Chevremont; Rosas y Flechas, poesías; Pancho Ibero Encadenado, prosa política; Crónicas Frívolas; Retablo de la Aldea,' El Alma de la Aldea, estampas costumbristas; La Trulla y La Cenicienta, cuadros teatrales. El escritor y magistrado Emilio S. Belaval, sin duda el mejor biógrafo de Alegría, le ha calificado como un hombre de «insobornable puertorriqueñidad», el título de mayor honra en el río revuelto de esta tragedia colectiva que vive nuestro pueblo a partir de 1898. Porque Don Pepe Alegría, como cariñosamente le llamamos sus amigos y admiradores, desde los días, ya lejanos, de la «Atenas de Puerto Rico», y a través de toda una vida de nobles que· haceres, en el ejercicio de su profesión de abogado, en las lides politicas y parlamentarias, en la direc· ción del Casino puertorriqueño de la Capital, de la Sociedad de Periodistas,_ de la Institución de Cultura Hispánica, de la revista Puerto Rico Ilustrado y en sus obras poéticas, políticas, históricas y costumbris'tas, ha dado siempre la nota clara, incon· fundible, definidora, de su entrañado amor a Puer· to Rico. Mientras unos cuantos individuos, menguados de espíritu, pobres de corazón y torpes de entendimiento, reniegan de nuestra prosapia hispana, ignoran el ilustre pasado de nuestra nacionalidad, se muestran sordos y ciegos hacia las fuertes raíces en que entroncan los cimientos de nuestro pueblo y tampoco captan las ricas potepcialidades que en nosotros sedan para hacer la patria futura, es lo cierto que hay hombres recios, visionarios, alertas a la verdad histórica y a la dinámica presencia de un Puerto Rico de proyecciones creadoras en el mundo de la libertad, de la jüsticia, de la cultura y de la convivencia humana, como don Pepe Ale· gría, que mantienen en alto la bandera de todas las reivindicaciones ciudadanas, rompen lanzas por la preservación y el enriquecimiento de la lengua
vernácula, acaso el más seguro signo de identidad nacional, y contribuyen con sus libros, sus escritos, sus conferencias, sus servicios a la comunidad y t'l vivo ejemplo de su conducta, a dar sentido a la puertorriqueñidad como valor autóctono de un pueblo que quiere ser en la historia. En las voces responsables y capaces de penetrar su entraña, nuestro pueblo no se resigna al desdoroso colonialismo que nos impone la fuerza, ni acepta subalterna categoría de apéndice de ninguna otra nación, ni se contenta con servir de puente para que otros transiten sobre su irredención, ni de vitrina ,para emibir lo que no tiene al turismo colorista del continente. Nuestro pueblo aspira, sencina y legítimamente, a ser lo que está en la sustancia de su historia. en la realidad de su condición de pueblo hispanoparlante, en la esencia de su formación espiritual. Cuando un pueblo afirma así su voluntad de ser, de subsistir, de realizar su destino a plenitud, no hay fuerza ,humana capaz de doblegarlo, ni rendirlo, ni destruirlo. Las crisis que 'producen las presiones del proceso histórico, cuando fuerzas físicas poderosas intentan aniquilar la autoctonía, son meras treguas en l~a lucha por la supervivencia, en que entran en juego los grandes valores de resiso tencia -del alma coiectiva, an ticipando así la victo- , ria final del pueblo consciente de su destino. El hacha brutal del fuerte puede cortar la planta de raíz, pero la planta que a,finca su entronque en las entrañas de la madre tierra, de su propia sustancia forja nueva espada de verdores para un día asomarIa al sol en vigorosa afirmación de 'Vida. En el libro Rosas y Flechas, Alegria fija esta verdad histórica:
En el peñón dormido entre dos mares, está el cordero, en tierra la rodilla, con la cruz del martirio sobre el hombro. y evocando la figura patricia de José de Diego, dice en verso rotundo su alta esperanza de patria libre:
El cielo azul ofrendará sus linos para el triángulo azul de tus afanes, y la tarde su estreUa mensajera: y en el tenue blancor de los caminos,
rojos se tornarán los flamboyanes ¡para hacer que contemples tu bandera! Voz brillante e insobornable de 'esa conciencia histórica de nuestro pueblo, ha sido siempre el distinguido compatriota don José S. Alegría, a quien honra esta noche, con el cálido homenaje a su vida y a su obra que se le rinde en Manatí, todo el pue· blo de Puerto Rico. 37
Exposición de Rafael Colón MOI·ales
E
Cartel de la Exposición, por Lorenzo Homar.
NTRE LOS PINTORES J6VnNES DE PUERTO RICO UNO
de los más prometedores s Rafael Cólon Morales, quien comenzó en su arte como aficionado hace algunos años, fonnalizó sus estudios mientras estudiaba apreciación de arte en la Universidad de Puerto Rico, y -luego de obtener en Washington la Maestría en Belfas Artes - ha continuado su tarea creativa ya en un plan profesional. -Desde sus días de universitario - anota el doc· tor José R. Oliver- los medios procesos y texturas han sido su constante preocupación. Como pintor hecho entró de lleno en el campo de la abstracción figurativa, sin perder de vista la citada exploración en los campos de la técnica. As! lo vemos en la pri· mera exposición de sus obras organizada por la Ga· lería del First Federal. En su primera. exposición en el Instituto de Cultura Puertorriqueña, Colón Morales, igualmente preocupado por los medios - hoy polímeros acríli· cos - esquematiza de modo muy personal las foro mas, pero -continúa el doctor Oliver- dejando vistas las líneas esenciales de su estructura, en un mundo que no se pone en claro, y al que las veladuras y, transparencias contribuyen más y más a mantener en el misterio, creando así un mundo "que sin dejar de ser físico está en los lindes de lo metafísico. y, lo más importante, todo ello logrado con calidad de pintura y emoción de artista. Ilustran estas páginas algunas de las obras in· cluidas en la exposición de Instituto de Cultura, inaugurada el 6 de agosto de 1965.
Antonio Valero de Bernabé, amigo leal del Libertador Simón Bolívar Por JORGB QUINTANA
M
UY EMOCIONANTE
TUVO OUE SER EL PRIMER EN-
cuentro entre el Libertador Simón Bolívar y el general de brigada del ejército colombiano Antonio Valero de Bernabé, ocurrido en la ciudad de Lima, capital del Perú, el 23 de febrero de 1825, sobre todo para el segundo. En realidad para el general Valero de Bernabé debió ser la realización de un viejo sueño, verse recibido por aquel hombre que asombraba al mundo con sus proezas libertadoras. el vencedor de los españoles en Boyacá, en Carabobo, en Junin, aquel que disponia de segundos como Antonio José de Sucre, que acababa de rematar la empresa emancipadora aprisionando y derrotando decisivamente en Ayacucho, a los diez mil soldados españoles mandados personalmente por el virrey La Serna. Otros jefes españoles habían ofrecido sus espadas al Libertador y éste no las había aceptado, en cambio la suya fue aceptada con la misma jerarquía que había alcanzado en el ejército imperial de Agustín Itúrbide. Todo un teniente general del ejército español como Mariano Renovales, había fracasado en ese propósito, pese al interés del Libertador en tenerle a su lado y, sin embargo él, un humilde hijo de Puerto Rico. estaba allí hablando, frente a frente, con aquel hombre cuyo nombre los absolutistas llenaban de de· nuestos y los liberales, en todo el mundo, pronunciábanIo con admiración y reverencia, el hombre cantado por los poetas, el padre a la sazón de tres repúblicas americanas. Ese mismo día el Libertador comunica al general Santander, Vicepresidente de la República de Colombia, encargado del 'Poder ejecutivo en Bogotá, su primera impresión: e Hoy ha llegado el general Valero con su hermoso batallón, y he dicho que le pongan el nombre de Caracas que dejó en Ayacu~ho; porque es preciso que la cuna de la independencia tenga siempre su nombre en el ejército». Y más adelante, en la misma carta, dice: cAl general Valero no he hecho más que verlo, pero me parece un excelente oficial, por lo que he oído de él y por su fisonomía. Le he dado el mando de la división que sitia al Callao a las órdenes del general Salom•.
Hacia el Alto Perú avanza el general Sucre, gran mariscal de Ayacucho, a someter al rebelde realista Olañeta, que insubordinado al virn-ey La Serna, se niega a reconocer la capitulación de Ayacucho y pretende hacerse fuerte en esa región andina. Los otros dos focos realistas que aún quedan en el continente, son estos castillos del Callao, donde se ha ence· rrado el general Rodil, desconociendo también la capitulación de Ayacucho y el solitario castillo de San Juan de Ulua, en la mexicana ciudad de Veracruz, cuyos defensores, desde hace cuatro años. se niegan a reconocer lo que los generales Juan 0'00nojú y Agustín de Itúrbide han .pactado en la vera· cruzana ciudad de Córdoba. El6 de marzo de 1825 ya está en la línea sitiadora del Callao el general Valero. Su jefe, el general Salom lo acoge con afectos. Ya se conocían, pues el general Salom hallábase en Paita, en noviembre del año anterior, cuando llegó el general Valero con la columna que conducía a Lima, para reforzar las fuerzas del Libertador. Sin embargo, no van a pasa. muchos días sin que entre ambos jefes surja un incidente que sólo la caballerosidad y tenacidad del general Salom, intercediendo cerca del Libertador, va a lograr superar. Valero, llevado de su impetuosidad y también desconociendo el medio americano donde ahora se desenvolvía, no s610 se insubordina, sino que reta a duelo al general Salomo Este, prudentemente, consulta la difícil situación en que le coloca el general Valero, al experimentado general Tomás Heres y éste, a su vez, escribe al Libertador, desde Lima, el 30 de abril de 1825, informándole lo ocurrido y sugiriéndole que llame a su lado al general Valero. «Antes de concluir esta carta, escribe el general Heres al Libertador, siento verme en la precisión de tener que dar a V. E. un disgusto, pero mis deberes como colombiano y amigo de V. E. me fuerzan a ello. Desde que V. E. se separó de aquí, empezaron a nacer disgustos entre los generales Sa10m y Valero, y las cosas han llegado al extremo de que choquen abiertamente. No debo negar a V. E. que, aunque no he oído a Valero. doy toda la raz6n al general Salomo Felizmente hasta ahora ni esto es público, ni el Gobierno lo sabe: la cosa ha llega41
do a mi noticia de modo privado. El general Salom ha exigido mi parecer en el particular, y me hallo en el más terrible embarazo para complacerlo; dos días hace que estoy pensando lo que debo decirle, y soy tan desgraciado que no encuentro un partido de conciliación y decente que tomar; y ni puedo negarme a responder, porque haría traición a la causa pública, a mi Patria, a V. E. y al general Salomo ¿No convendría, mi general, que V. E. llamase a su lado al general Valero con cualquier motivo? A! decidir en el asunto debo hacer presente a V. E. que la opinión pública está decididamente por Salomo Si la resolución de V. E. no viene a tiempo, me inclino a aconsejar una de estas dos cosas: que el general Sa10m le diga reservadamente al general Valero que se separe por enfermedad de la línea y se venga a curar a esta capital, o que le dé orden para presentarse a V. E.; esto último no tendrá lugar sino en caso desesperado.» El 4 de mayo de 1825, también desde Lima, el general Heres vuelve a escribir al Libertador. «Por el correo del Cuzco, le dice, escribí largamente a V. E. encargándole al Prefecto de aquel Departamento remitiese a V. E. la correspondencia por un oficial de posta. En aquella ocasión tuve el disgusto de hablar a V. E. de desavenencia entre los señores Salom y Valero. Después a acá parece que las cosas han tomado tal incremento, y -presentan tan poca esperanza de composición que Salom ha resuelto enviar a V. E. un oficial dándole parte de todo, y para evitar nuevos motivos de desagrado, el tal oficial no sabe 10 que lleva, ni que 10 remite otro que yo. V. E. resolverá lo que tenga por conveniente; pues yo no debo ocultar a V. E. mi opinión; V. E. tiene que separar indispensablemente de la división a uno de estos dos jefes, porque sus caracteres, sus ideas, etc., son de ellos diametralmente opuestas; no hay por tanto, que esperar jamás en ellos avenimiento.• El21 de mayo de 1825, hallándose en Arequipa el Libertador, recibe la noticia de lo ocurrido entre los generales Salom y Valero. A! primero lo admira y respeta. A! segundo apenas si lo conoce y, además, viene del ejército español. No hay que esforzarse mucho para averiguar a quién respaldará en forma decisiva. En la carta que ese mismo día le escribe al general Salom deja traslucir toda su indignación. «He recibido la que Vd. ha tenido la bondad de dirigirme, dice Bolívar, sobre el negocio del general Valero. Desde luego me ha llenado de indignación una conducta semejante, y he dado orden a la Secretaría General para que le den la orden de irse a Colombia. Vd. debe escribir particularmente al Vicepresidente todo lo que ha pasado y dar un parte al Ministerio sobre las faltas que ha cometido con usted el señor Valero; pues yo le he dado orden a Pérez para que lo haga oficialmente. Yo no 42
puedo ni debo tolerar que, por asuntos de servicio, se cometan tales escándalos y actos de insubordinación. Si damos a nuestra disciplina semejante re· lajación pronto no tendremos ni ejército, ni república; y mi deber es salvar una y otra. l>La primera noticia que he tenido de Vd. después de mi salida ha sido la de hoy. En estos días han corrido rumores de que en el ejército de Vd. ha· bíasediciones; y la causa de esto deben ser las in· subordinaciones de Valero.» Por su parte el Secretario General José Gabriel Pérez escribe, ese mismo día, tres cartas, de acuerdo con las instrucciones del Libertador. Al Secretario de Estado del Despacho de Marina y Guerra de la República de Colombia informándole del incidente; al general Salom y al general Valero. A! Secretario de Estado del Despacho de Marina y Guerra le dice: cEl general Valero olvidando sus deberes, la disciplina militar y la subordinación ha cometido el detestable delito de desafiar al General Salom por disgustos nacidos del servicio. Este crimen es tanto más grave, cuanto que ha sido cometi· do delante de una plaza enemiga sitiada, y la conducta del general Valero pudo haber producido fu· nestos males a la República, introduciendo en las tropas el desorden y la anarquía. S. E. el Libertador le previene con esta fecha que marche a Bogotá a presentarse al Gobierno Supremo, porque no quiere que continúe aquí en descrédito de las tropas de Colombia. S. E. como colombiano ha tenido el más profundo sentimiento de la conducta del general Valero, y ruega al Gobierno de Colombia que este General sea juzgado para que sienta el justo rigor de las leyes de esa República, ultrajadas por Vale· ro. Si por desgracia el general Valero quedara impune y su ejemplo fuera seguido por otros, enton ces era preciso olvidar las ventajas de la disciplina y subordinación militar.» A! General Salom el Secretario Pérez dice: cS. E. el Libertador, Jefe Supremo de la República, me manda prevenir a V. S. que inmediatamente que reciba esta orden prevenga al General Valero que marche a Bogotá a presentarse al Supremo Poder Ejecutivo de Colombia y que V. S. incluya copias de ocurrencia de este General con V. S. para que en Colombia sea juzgado conforme a las leyes.» y al General Valero le escribe esta otra carta: cS. E. el Libertador ha sabido con asombro la escandalosa, criminal e insubordinada conducta de vuestra señoría con el Señor General en Jefe del Ejército de Operaciones contra el Callao, Benemérito Bartolomé Salomo V. S. ha venido a dar a Colombia, el primero, el ejemplo nunca visto de retar a un Jefe por materias de servicio; y V. S. no será el que trastorne con semejante conducta la estricta y 'severa disciplina de las tropas de Colombia, ni el que se burle de nuestras leyes infringiéndolas impunemente.
»Si V. S. se cree superior al General Salom es preciso que sepa que este General tan virtuoso como valiente, tan moderado como firme, ha contraído servicios en Colombia que lo colocan entre los más distinguidos libertadores. El general Salom ha dado tantas y tan brillantes pruebas de valor en defensa de nuestra patria, que no necesita de cometer el crimen a que V. S. lo invitó, para hacer su reputación. »S. E. el Libertador no quiere que V. S. continúe bajo ninguna clase como auxiliar de Colombia en el Perú, sino que en el acto mismo que reciba esta orden se ponga en marcha para Bogotá a presentarse al Poder Ejecutivo. S. E. no quiere que V. S. continúe en esta República, ni quiere que contagie con su mal ejemplo la's tropas de Colombia que hasta hoy han sido modelo de -la subordinación y de la disciplina.» La lección es muy dura para el general Valero. Ya cuando el Libertador ha dispuesto estas comunicaciones por su Secretaría General, el problema había comenzado a solucionarse con el retomo del general Valero a la disciplina y subordinación al general Salomo El reconocimiento de su error trastorna su salud. El 28 de mayo el general Salom escribe al Libertador: «El señor general Valero, a causa de haberse enfermado, no ha seguido adelante con sus disgustos, bien es verdad que por mi parte no doy lugar a ellos.» El Libertador, por su parte, mantiene inalterable su actitud. El 27 de junio escribe al General Sa10m: «He recibido ayer la muy apreciable carta de usted en que se interesa por el general Valero. Yo soy inexorable, como el destino, en los negocios de indisciplina. Si Vd. quiere que yo lo aborrezca ampare Vd. esos desórdenes. Mande Vd. en el acto al general Valero para Colombia, sin pérdida de un instante y sin el menor disimulo de indulgencia. Añado: Mande Vd. a todos los que hayan participado de sus ideas; digo más, en lo sucesivo es Vd. el responsable si no castiga con el último rigor los delitos de esta naturaleza que se cometan en ese ejército.» Días más tarde la irritación del Libertador no ha aminorado. El 7 de julio, en una carta al general Heres, le agrega la siguiente nota: «Dígale al general Salom que todo está bueno en su ejército, de que estoy contento, menos el que conserve a Valera, porque el que hace una vez un escándalo debe ser castigado para que no lo siga otro.• El último día de julio el general Salom escribe al Libertador: «El 29 del corriente llegó a mis manos la muy respetable carta de V. E. relativa a que el señor general Valero marche a Colombia, y no siendo yo más que un ciego observador de cuanto V.E. dispone, inmediatamente le di la orden, a pesar
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de hallarse enfermo para que así lo verifique, que ofreció cumplir tan luego se restablezca. Por lo demás que V.E. me previene, puede descansar seguro de que así los facciosos como los perturbadores del orden serán perseguidos luego que aparezcan, con el último rigor.» Tres días más tarde el general Salom escribe una generosa carta al Libertador intercediendo en favor del general Valero. La empresa es difícil. Bolívar era un hombre intransigente en estas cuestiones que él consideraba afectaban a la disciplina y moral del ejército. El 17 de octubre de 1817 hizo fusilar en la ciudad de Angostura al general Piar, un hombre cargado de prestigios ganados por su heroísmo en los campos de batalla, tan sólo porque se atrevió a conspirar, poniendo en peligro la autoridad como jefe supremo del ejército libertador y, lo que él consideró más grave, intentando promover un movimiento racial de negros, mestizos y zambos contra los blancos. En el caso del general Valero no es menos inflexible que en el caso del general Piar o como 10 será, pocos años después, con el Almirante Padilla, si bien es cierto que la falta del general Valero no puede compararsa con la que estos dos próceres cometieron, pero de todas maneras él no admite que se quede sin el condigno castigo, ninguna falta a la disciplina, base fundamental en todo ejército organizado. El general Salom va a tener que apelar a todo el respeto que inspira y a la excelente opinión que de él tiene el Libertador. Así le dice en esta carta del 3 de agosto de 1825, fechada en su cuartel de Bellavista, frente a los fuertes aún no sometidos del Callao: «Si la compasión no naciese con la criatura, excusaría, mi Libertador, interponer nueva súpli. ca por el señor General Valero; su arrepentimiento verdadero es indudable, y si antes podía caer en alguna falta, hoy con este acontecimiento es el mer delo de la subordinación, y siendo un caballero como lo es, jamás contradirá sus ofrecimientos y conducta presente; a lo que se agrega que por la pesadumbre se ha abatido tanto que cada vez se siente peor de sus males. No dejaré de rogar a V. E. una y mil veces para conseguir que hasta que se rinda el Callao exista en la línea sitiadora, pues también sería muy sensible que habiendo permanecido con toda constancia en el sitio, dejase de tener la gloria de ver su término. Esto supuesto, y ya que tengo la satisfacción de merecer la consideración de V. E., permítame esta gracia. atendiendo particularmente a que el suceso no se ha hecho trascendental a nadie y sólo ha pasado entre dos caballeros, y la ofensa fue inferida a mí.• El General Francisco de Paula Santander, por su parte, escribe a Bolívar el 21 de agosto: «He sentido mucho el acaecimiento de Valero. Este es oficial bueno, pero orgulloso, como todos los que se vienen de España.• 43
Valero parte para Panamá conduciendo un con· tingente de tropas colombianas y peruanas que se retiraban de la linea sitiadora. El 25 de septiembre el Libertador accede a complacer al general Salom, disculpando la falta del general Valero. Así escribe, en carta al jefe sitiador del Callao: «Me ha gustado mucho el modo que Vds. han celebrado los días de Junín y Boyacá, bajo los mismos fuegos de los últimos españoles. Por todo esto y por lo que Vd. me dice, he escrito al general Valero la carta que acompaño abierta para que Vd. mismo la ponga en sus manos. Es tal la influencia que usted tiene sobre mi corazón, que al fin he cedido contra toda mi conciencia, y la inflexibilidad de mis principios; pero no se empeñe usted más nunca en cosas semejantes ni aún por generosidad, porque la justicia sola es la que conserva la República. y los ejércitos se relajan con nada.El 2 de noviembre el general Saloro contesta la carta anterior: cYo doy a V. E. mil gracias por esta distinción, y por el favor que acaba de hacer· me con respecto al general Valero. El y yo acreditaremos a V. E. el grado de reconocimiento a que nos hallamos obligados por tanta fineza, y estoy se· guro que nunca se arrepentirá de habemos hecho este bien-o A fines de diciembre de aquel año de 1825 la rendición del general Rodil es inminente. Valero ha regresado de Panamá y el general Salom se ve obligado por razones del servicio a alejarlo nue· vamente de la linea sitiadora. Volverá de nuevo a Panamá. cEI señor general Valero, escribe el general Salom al Libertador, irá mandando esta fuer· za, a quien nada le he dicho sobre el particular por temor a que se descubra la operación, pienso sí hacerlo dentro de tres o cuatro días, pues para entonces me encuentro ya seguro con respecto a los que deben marchar. Este jefe no irá con muo cho gusto, pues estando al rendirse las fortalezas del Callao y habiendo sido uno de los constantes sitiadores no le agradaría su separación, por no de· jar concluida esta obra en la que él ha tenido parte. El no podrá menos que irse pues que absolutamente no tengo otro de quien poder echar mano._ En medio de estas andanzas conduciendo tropas del Callao a Panamá o de su presencia en la linea sitiadora del Callao, con la constancia y méritos que el propio general Salom le reconoce y acredita, el general Valero ha sacado tiempo para traducir del francés la obra Consideraciones del arte de la guerra, del Barón de Rogniat, publicada en París siete años antes. Ignoro si esta oportunidad conocía el general Valero las diez y siete notas dictadas por Napoleón en Santa Elena. refutando el trabajo de Rogniat, pero lo dudo, porque creo que por esta época esas notas no se habían publicado. 44
El 25 de diciembre, tres dIas después de haber abandonado la línea sitiadora, en plena marcha hacia Panamá, el general Valero dedica la traducción que ha hecho al Libertador Bolívar, haciéndoselo conocer en carta que le escribe en esta fecha. El Libertador le contestará el 15 de febrero de 1826, desde Magdalena. cAl llegar a esta capital me ha sido presentada la carta de Vd. de 25 de diciembre al partir para Panamá; y doy a Vd. las gracias por la dedicación, que Vd. me ofrece de la obra Con· sideraciones sobre el arte de la guerra, la cual acepto porque ella no sólo prueba los talentos del que la ha traducido. sino que también será muy útil a nuestros jóvenes militares.Hallábase todavía en marcha del Callao para Panamá el general Valero, cuando el general Rodil recogió su bandera, abandonó los fuertes que con tanta obstinación se había empeñado en defender y emprende viaje de regreso a España, de acuerdo con la capitulación pactada. El Libertador aprove· cha la ocasión de esta carta que escribe a Valero, para decirle: «Este gobierno ha decretado una re· compensa extraordinaria para los que han rendido el Callao; y como Vd. ha tenido una parte tan brillante en esta empresa, es Vd. acreedor a la suma que le corresponde. Puede Vd. conferir su poder a una persona que se encargue de presentar su reclamo a este Gobierno, seguro de que yo lo recomendaré. _Por mi parte, aseguro a Vd. que estoy muy satisfecho de su conducta en el sitio del Callao, y debo decir a Vd. que los informes que me ha dado el general Salom han sido muy honrosos para Vd.En Panamá se halla Valero cuando llega la noticia alarmante de que el general Francisco Tomás Morales se encuentra en La Habana con 9,000 sol· dados realistas, listos para salir en una expedición reconquistadora. Valero, que había salido de Panamá para Chagres, conduciendo tropas, recibe orden del general Carreño, Comandante General del Istmo, de regresar e incorporársele en Panamá a fin de reforzar sus efectivos y poder estar alerta por si acaso Panamá, como se sospecha, es el sitio escogido por Morales para intentar su desembarco. y en Panamá se hallará Valero cuando un ti· tulado coronel español llamado Juan Bermúdez, es apresado. El tal sujeto es un charlatán y un embustero. Conducido a la presencia del Libertador no vacila en inventarse una historia que consiste en atribuirse la condición de un espía sagaz y as· tuto, enviado desde La Habana por el capitán ge· neral Francisco Dionisio Vives y el mariscal de campo Francisco Tomás Morales. Y para acreditar su sagacidad, le asegura que aunque no conoce el plan en detalle, sí sabe que el lugar de desembarco será Panamá, por cuyo territorio él se ha paseado sin que nadie le moleste, distribuyendo dinero a manos llenas de una gruesa suma que para ese fin
le facilitó el Gobierno de La Habana. Entre los comprometidos en su espionaje, menciona al general Valero, de quien dice que no vaciló en darle una carta de recomendación como una buena persona. La preocupación del Libertador aumenta con la sospecha de que Valero sea uno de los conjurados. Su origen militar, procedente del ejército español, su poco tiempo al servicio de Colombia, todo ello conspira en contra del general Valero y va a aumentar la indignación del Libertador. El 7 de junio de 1826 el Libertador escribe la primera noticia del asunto al Vicepresidente Santander, en carta fechada en el Magdalena. «El general Valero que no debe merecer la confianza de Vd. ni del Go· bierno, le dice, aquí ha dejado muy mala reputación a causa de su inmoralidad, y últimamente ha dejado establecidas unas cuantas logias que no dejan de dar que hacer. No repara en nada: es hombre capaz de cambiar de bandera y de Gobierno, así como de recomendar a cualquier canalla como lo acaba de hacer con un malvado que se ha presentado aquí dándose por pariente de Vd., edecán mío y nativo de todas partes. Yo lo he mandado hacer salir del país. Pues este es el hombre quien ha re· comendado el señor Valero.» Cinco días más tarde el Libertador escribe una más amplia carta al general Santander donde le re· lata el incidente Bermúdez con lujo de detalles. Refiriéndose a Valero afirma el Libertador estar se· guro de que «está complicado en esta iniquidad y, por lo mismo, debe ser quitado del servicio y ex· pulsado del servicio.» Ese mismo día 13 de junio el Libertador escribe al general José María Carreña diciéndole: «Así es que, por la Secretaría, le mando a Vd. expresa· mente que el general Valero va separado del mando de esa tropa, y remitido inmediatamente' a dis· posición del Comandante General de Cartagena. El general Valero no puede ni debe pennanecer a la cabeza de ningún cuerpo de tropas y mucho menos en el Istmo. Yo no tengo ni nunca he tenido con· fianza en este hombre, y ahora mucho menos. Por estas consideraciones y por la seguridad de ese país que es el que podía darle a los españoles la llave del Pacífico, le mando a Vd. que inmediatamente salga el general Valero del Istmo de Panamá. Aun cuando Vd. no se crea autorizado para esta medida, tómela Vd. bajo mi responsabilidad y ejecútela de mi orden.» Al día siguiente escribe análoga carta a la en· viada al general Santander, al general Pedro Bri· ceño Méndez. Poco después el Libertador recibirá infonnación esclarecedora tanto del Intendente, como del Comandante General de Istmo. El tal Bennúdez es un embustero y Valero resulta ajeno a la intriga. Manuel de Vidaurre, uno de los representantes del
Perú al Congreso de Panamá que a la sazón comenzaba a trabajar, se percató de la situación crea· da por los embustes de Bermúdez. El 17 de julio de 1826 escribe: «Pero los viejos siempre tenemos que regañar: por la delación de un infame deser· tor, ladrón público, falsario e impostor, se ha puesto en consternación todo el Istmo. Se han hecho prisiones de sujetos los más beneméritos y distinguidos por sus virtudes republicanas». Todo hace presumir que estos hechos se han estado desarrollando sin que Valero tuviera conocimiento de ellos. Pero apenas se entera el 20 de julio de 1826, cuando inmediatamente dirige escrito al general Santander protestando por el agravio de que ha sido víctima y demandando que se le juzgue en Consejo de Guerra. El general Soublette, Ministro de la Guerra, le contestó diciéndole que no existían cargos contra él, por cuya razón no se le podía juzgar tal y como lo solicitaba. Inconforme con la respuesta del general Soublette, responde insistiendo en su solicitud de ser juzgado. Quiere diafanizar su conducta. En esta ocasión el general Soublette le contesta que «el Gobierno que está muy contento de sus servicios, le tiene previsto para destino más importante». El 20 de noviembre de 1826 el general Valero contesta reclamando una certificación del Libertador acreditando la limpieza de su conducta. Al pie del escrito el Libertador anota: «Por el Secretario de la Guerra contéstese, que estoy muy satisfecho de la conducta de este general y que su separación de Panamá no deba en manera alguna, perjudicar su reputación, porque no habiendo incurrido en falta, no puede considerársele como pena.» Hasta que esta resolución del Libertador no le fue comunicada, no estuvo tranquilo el general Va· lero. Era la opinión, el concepto del Libertador, 10 único que le interesaba. Una vez satisfecho se sin· tió descansado y feliz. Por otra parte nos damos cuenta cuánta razón tenía el Libertador cuando recomendaba al general Santander que no autorizase jamás la publicación de su correspondencia. Era que él sabía cuanto juicio contradictorio iban a encontrar los que se dedicasen a estudiar esa correspondencia. Diríamos que aspiraba a facilitar, según su opinión, la labor de los historiadores, privándolos de tanta opinión encontrada. Pasadas estas dos crisis de los dos primeros años de la presencia del general Valero en Colom· bia, los cuatro restantes, hasta la muerte del Li· bertador, van a ser de recíprocas muestras de amistad. Cuando los amigos de años, los que le deben a Bolívar sus carreras y en la vida pública se le enfrentan y conspiran, el general Valero no s6lo se le mantiene fiel, sino que le visita y ayuda a mi· tigar, con su adhesión sincera, tanto dolor y pena que le provocan la ingratitud y el olvido. 45
En 1827 el general Valero se encuentra en Bogotá. En efecto el Gobierno le ha llamado a un cargo más importante: es Subjefe del Estado Mayor General del Ejército de la República de Colombia. Bolívar planea la expedición a Puerto Rico. En realidad el Libertador no estuvo jamás interesado de veras en enviar expediciones libertadoras a Cuba y Puerto Rico. En mi estudio sobre la par· ticipación de los extranjeros en la lucha por la libertad de Cuba, abordo con amplitud este tema y sostengo que Cuba y Puerto Rico eran como dos cartas de triunfo, que el Libertador escondía en su mano y amenazaba con sacar, cada vez que sus neo gociaciones diplomáticas con España para que ésta reconociese la independencia de las colonias emancipadas, tropezaban con algún iuconveniente o a sus oídos llegaba la noticia de que España alen· taba algún proyecto de reconquista. Pero en el terreno de las posibilidades, Bolívar consideró siem· pre más factible una invasión a Puerto Rico que a Cuba. El 2 de marzo de 1827 el general Santander escribe al Libertador, a propósito de estos proyec· tos de invasión a Puerto Rico: «Magnífico, excelente y oportuno es el proyecto de expedicionar sobre Puerto Rico. Bien se conoce que Vd. ha recordado la conducta del Senado Romano, que se sirvió siempre de guerras extrañas para distraer al pueblo y sofocar la guerra civil». Y más adelante: ¡Ojalá, que esta expedición fuera el abismo donde quedaran sepultadas las renci11as y rivalidades, y que a1lf encontraran los expedicionarios su LeteoJ JlAquí está el general Valero que es puertorriqueño y regular oficial. Cuando lo vea pienso aguijonearle para que pida ir; en el Estado Mayor servirá bien según lo que entiendo.» El general Valero, en tanto, se ha ido captando la confianza y la amistad del Libertador. 1828 es un año crítico en la vida del Libertador. Primero está su esfuerzo por reformar la Constitución de Colombia. Sus discrepancias con Santander se acen· túan, al extremo de que el Vicepresidente de la República no vacila en formar un partido para oponerse al Libertador. Cuando Bolívar logra, al fin, que los delegados de Colombia y Venezuela se reúnan en Ocaña, en Convención, para discutir la reforma constitucional, se retira a Bucaramanga a esperar los resultados de aquella reunión. En medio de esos ajetreos políticos, el Libertador escribe a Páez, el 20 de febrero de 1828, una carta recomendándole a Valero en los términos más elogiosos. Se ve a las claras hasta qué punto el caraque· ño y el fajardeño se han compenetrado. «El general Valero, escribe Bolívar a Páez, como usted debe saber, se ha conducido en esta ca· pital de un modo que verdaderamente le hace acreedor a toda consideración y amistad: él se ha 46
mantenido siempre firme y jamás plegó aun cuan· do se hallaba perseguido por amigo nuestro y de las reformas. Deseando pues, hallarse fuera de esta capital y esperar entre ustedes el resultado de la convención, ha preferido marchar a Venezuela y parte mañana. Yo no he podido menos que darle un destino allí, y va de comandante gene. ral de los valles de Aragua; así espero mi querido general, que usted 10 favorezca con su estimación y verá en él a un amigo de su afectísimo de corazón». En mayo el Libertador se encuentra en Buca· ramanga esperando el desenvolvimiento de las maniobras que un pequeño núcleo de delegados a la Convención de Ocaña, adictos a su persona, están realizando. Está en minoría, pero aún así el gene· ral Santander, no dispone de la mayoría necesaria para imponer sus ideas. El 13 de mayo de 1828 el Libertador escribe al general Carabaño: «Si se emplea Valero, no es mi culpa, y, además fue a la guerra del Perú; pero ahora, ¿qué guerra tene· mas? Al general Páez que le dé un pasaporte para venir; pero sólo a existir entre nosotros y a ser empleado si fuere necesario y muy útil, conforme a su capacidad y talento. Crea usted que si es muy útil no perderá su tiempo, aunque tenemos carre· tadas de generales que están sin servicio porque no tenemos en qué emplearlos». El 9 de junio de 1828 el Libertador abandona a Bucaramanga. Se dirige a Bogotá cargado de preocupaciones. La minoría bolivarista ha aban· donado la Convención de Ocaña y la mayoría, ti· dereada por Santander no ha podido hacer otra cosa que disolver la reunión sin que se haya podido aprobar una nueva Constitución. Como la que estaba en vigor había sido anulada por la Convención, la República de Colombia se encontraba en la difícil situación de ser una república sin carta constitucional. Hay motines en Bogotá pidiendo que regrese Bolívar y Santander aprovecha la oca· sión para levantar la bandera de la dictadura del Libertador Simón Bolívar. Santander no vacila en llegar a auspiciar la conspiración para dar muer· te al hombre a quien Colombia debía su libertad e independencia. En medio de esos problemas, el Libertador se preocupa por el destino del general Valero. El 20 de julio de 1828 escribe al general Pedro Briceño Méndez: «Yo estoy determinado, tan luego como ejerza el mando supremo a revocar la ley orgánica del ejército y todas las demás que ha dado el congreso sobre milicia y que están en oposición con su disciplina y conservación. Así yo encargo a uso ted que se asocie con los generales Lino Clemente, Soublette, Escalona y Valero para que hagan un extracto de las ordenanzas generales que sirvan a regir nuestro ejército y presentar también un
plan de estudios para un colegio militar». Dos días más tarde el Libertador escribe sobre el mismo asunto al general Páez: -Vaya mandar formar en Caracas una escuela militar cuyo proyecto lo formarán los generales Soublette, Briceño, Clemente, Escalona, Carabaño y Valero, para que, aunque es· tén ocupados muchos, los otros trabajen sin ausen· cia de detenerse, todo bajo la dirección de usted; el general O'Daly puede ser el director de esta es· cuela militar. Los mismos generales se encargarán de formar una ordenanza para el ejército que es ya urgentísima, y la ocasión es propicia para hacer una cosa buena». En octubre el Libertador da una nueva prueba de la confianza que tiene depositada en Valero. -En el estado en que están las cosas, escribe Bolívar a Páez, he deseado que venga Diego Ibarra junto a mí, y que ponga en su lugar al general Valero, a quien ofrecí ese destino en cuanto vacase. En aquella plaza debe estar un amigo fiel y común de ama bos, pues de otro modo hay disgustos o sospechas, que son peores en circunstancias en que todo el mundo está inquieto. El general Carabaño puede hacer lo que hacía Valero, y lo hará mejor pOTque es hombre de economía, virtud que se debe recomendar a Valero, porque no la tiene y bota cuanto puede con su generosidad ordinaria». A finales de 1828 el general Valero desempeñaba la Comandancia General de Puerto Cabello por expresa recomendación del Libertador. Desde Quito, el 26 de abril de 1829, el Libertador escribe en una carta al general Bartolomé Salom la siguiente postdata: -Mil cosas de amistad al general Valero, de quien no sé nada». Y en realidad no podía saber nada, porque por esa época andaba Valero liquidando a las facciones realistas de Tamanaco y los Guires, que habían intentado levantar el pabellón español por los valles de Aragua y Alto Llano. La última carta de que tenemos noticias que el general Valero escribió al Libertador, está fechada el 14 de septiembre de 1829. En ella le comunica el éxito logrado al liquidar definitivamente las parti· das facciosas que había salido a perseguir. El 22 de noviembre el Libertador le contesta desde Popayán, dándole .la enhorabuena y las gracias por el buen éxito que Vd. ha tenido en la destrucción de las facciones que aniquilaban esa provincia. Usted ha hecho un servicio importante a la República, pero aún más importante a los habitantes de ese territorio que creo jamás olvidarán a su benefactor. lOMe alegro mucho que usted haya complacido al general Páez, quedándose dos meses en ese país, pues de ese modo conseguiremos su perfecta tran· quilidadll. Los enemigos del Libertador se han empeñado en destruir, ante sus propios ojos, aquello que ha· bía sido su más grande ilusión: la creación de la
Gran Colombia. Santander en Bogotá llegó al extremo de propiciar la conjura para dar muerte al Libertador. Ahora expía su crimen con el destierro generoso a que le condenó Bolívar. Flores, en el Ecuador, aguarda su oportunidad. Páez en Venezuela le cierra las puertas al hombre que con su espada había libertado a cuatro naciones. Balivia, una creación de sus afanes, ha rechazado la constitución que él le redactara y ha hecho salir de su territorio al hombre que él colocara al frente de sus destinos, al glorioso Gran Mariscal de Ayacucho: Antonio José de Sucre. Perú se ha olvidado de todo 10 que le debe. Sus últimas esperanzas se cifran en el Congreso Admirable. Y estas últimas esperanzas muy pronto van a desvanecerse. En Ocaña, fue Santander el que dio al traste con sus propósitos. En el Congreso Admirable serán sus compatriotas venezolanos los que le impedirán salvar la unión de la Gran Colombia. Venezuela comienza a prepararse para separarse. El Libertador, al ver sus sueños rotos, renuncia a la Presidencia de Ca· lombia y se dispone a partir para Europa. Está enfermo. Las penas ~orales le abaten tanto o más que las físicas. Y para colmar la copa, su afecto más grande, el Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre, es asesinado arteramente en la montaña de Berruecos por asesinos enviados con esa misión por el general José María Obando. El Libertador advierte que su hora se acerca. Se <traslada a Santa Marta. La tuberculosis ha minado su organismo. No tiene fuerzas para hacer el viaje a Europa. Allí, en casa prestada de un amigo español, fallece el Libertador Simón Bolívar, el 17 de diciembre de 1830. En Venezuela, su amigo el general Valero se desespera defendiéndolo. Renuncia a todos los cargos con que tentativamente trata de atraérselo el gene· ral Páez y en octubre de 1830, dos meses antes de que el Libertador expirara en Santa Marta, el ge· neral Valero abandona a Venezuela, estableciéndose, en calidad de expatriado, en la isla danesa de Saint Thomas. Allí le sorprenderá la noticia de la muerte de su gran amigo. Regresará a Venezuela poco tiempo después, pero jamás .irá del brazo de aquellos que traicionaron a Bolívar. Es una fideo lidad que va más allá de la muerte. Por eso Páez va a encontrar en Valero un enconado adversario. Con razón el general Guzmán Blanco, cuando ordena que en el Panteón donde se encuentran los restos del Libertador, sean enterrados también los de los generales que le acompañaron en la campaña libertadora, no se olvida del general Valero y dispone su traslado. Lástima que cuando aqvella disposición se fue a cumplir, se encontraron con que los restos del insigne puertorriqueño habían desaparecido de la iglesia donde, en 1863, los habían enterrado, en Bogotá.
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La novela en Puerto Rico Por ANITA ARROYO
E
N PUERTO RIco, tlLTIMA ISLA, CON CUBA, EN LIBE-
rarse del yugo español, se cultivó el costumbris· mo en forma de poemas, artículos y pequeñas crónicas mucho antes que apareciera la primera novela propiamente regional. Y, a pesar de haber sido puer· torriqueño aquel célebre aventurero Alonso Rami· rez, cuyas azarosas peripecias, relatadas por el mexicano Sigiíenza y Góngora, constituyen el más remoto antecedente de la novela hispanoamericana, no produce la Isla grandes novelas sino bastante tardíamente. Con la excepción de Tapia, ningún otro autor puede ser llamado con propiedad un novelista. Hubo, no obstante, algunas obras de carácter folklórico o costumbrista que, si no antecedentes del género en cuanto a tal, sí constituyen elementos de juicio para la creación de una conciencia nacional un sen· tido de autoctonía, de afirmación lenta y gradual de lo propio, que se impone como requisito para llegar a cuajar la relación de las costumbres y modos de vida propios de un país en una obra novelística. Entre estos primeros barruntos del despertar nacional, figura en primer término aquella «memoria» -así la llama el autor- que Manuel Alonso tituló El Gibara, nombre que se le da en Puerto Rico al campesino. Libro de prosas y versos, se trata de una colección de estampas vivas de la vida del hom· bre de pueblo, sus hábitos de trabajo y de diverti· miento, peleas de gallos, etc., con sutiles atisbos en la psicología del hombre de esta isla, primera búsqueda del alma nacional. Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882), cultor esforzado de diversos géneros, trata el tema vernáculo en sus novelas La palma del cacique, El bardo de Guamani y Cofresi, novela pseudo·histórica sobre este conocido pirata. No fue Tapia un gran novelista ni su obra tiene la proyección social y artística que alcanzó Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, por 48
ejemplo, pero hay ya en aquél el serio intento de abordar el género con preocupación formal y con verdadero interés por las cosas de su patria. Esta preocupación nacionalista aflora ya en pIe. nitud con Manuel Zeno Gandía, el primer novelista de talla que expresa la mundividencia del puertoroqueño. Cultor del naturalismo al modo de Zola, pinta desnudo los vicios de su pueblo y la corrupción moral de sus habitantes, provocada y mantenida por un régimen de explotación y de hipócritas con· vencionalismos sociales. Su serie Crónica de un mtmdo enfermo -que abarca Garduña, La Charca, El negocio y Redentores- es el mejor documento histórico para conocer la sociedad puertorriqueña de fines de la colonia española. Validez casi de fotografía, testimonio vivo y directo del mundo en que le tocó vivir al autor, es el retrato de un pueblo en una etapa crítica de su historia. Digno de tenerse en cuenta es este antecedente puertorriqueño que inicia una corriente profunda· mente americana en nuestra novelística. Zeno Gandía abre nuevas rutas a la novela en su país siguiendo una tendencia que se da paralelamente en casi toda nuestra literatura continental: la de ahondar en nuestras propias raíces, bucear en nosotros mis· mos para descubrir nuestra verdadera personalidad nacional. A esta misma corriente se adscribe hoy el mejor novelista 'Puertoroqueño de la hora presente y de este género en toda su evolución isleña. Por serlo y por ser su extensa y valiosa obra el mejor mirador para asomarnos al mundo insular de esta Anti· lla, nos detendremos a estudiar algunas de sus novelas más representativas, siguiendo nuestra norma de tomar como ejemplos ilustradores aquellas obras de verdadera significación americana y, en este caso, podemos añadir que antillana.
Unicamente al hecho de encontrarnos nosotros en Puerto Rico, acogidos a su proverbial y generosa hospitalidad, y al interés especial que como herma· nos antillanos tiene para nosotros ahondar en ello, es que vamos a consagrarle una mayor extensión a considerar la novela puertorriqueña, sin que ello signifique en modo alguno que preteriramos el resto de la vasta producción novelística americana con· temporánea.
l.
LA LLAMARADA
Es la primera y más popular de las novelas de este gran escritor en quien desde el principio se reveló el novelista de cuerpo entero. Laguerre -lo estudia Concha Meléndez desde sus años mozos en unos de sus ensayos contenidos en Signos de América-, el «muchacho silencioso de gravedad precoz» que, en plena adolescencia casi, escribe una obra maestra: «promesa de una granazón novelística de auténtico criollismo, que nos vinculará a uno de los cauces el más profundo por donde avanza la novela postmodernista». Mucho nos ha impresionado esta novela. Plantea con hondura y sinceridad los problemas sociales del cañaveral en Puerto Rico: la absorción omnívora de las viejas haciendas por la Central azucarera, p0r la inmensa mole de la molienda mecánica y la trá· gica vida del campesino -del jíbaro. El protagonista Juan Antonio Borrás no sólo encarna su drama personal, sino que es personificación certera del drama puertorriqueño -dos civilizaciones, dos mundos distintos que confligen en el alma del isleño- y, trascendiendo estos dos valores, es símbolo humano del drama generalizado del hombre víctima de sí mismo, de la incomprensión, de la impiedad y de la mecanización y deshumanización de la técnica. El protagonista, escindida do· lientemente el alma en dos partes, siente la indecisión -sombra perversa en su vida- como mordedura desgarrante de su carne espiritual. Con «una ansiedad imprecisa, que se le enrosca al espíritu 'como una enredadera azul', que no quiere «empeñar el espíritu en la ruidosa feria de los días», es un logro sicológico. Laguerre traza un tipo magistral, crea un verdadero personaje de cuerpo entero que vive en la obra para siempre. Como no se trata de hacer un detenido estudio crítico de la novela, sino de señalar sus caracteres americanos, queremos en seguida destacar que el tipo sicológico que presenta en sus novelas Lague· rre es el de un americano típico, un mestizo espiri· tual con el alma gravitando entre conflictos. El hombre que alienta en Juan Antonio Borrás es un puertorriqueño típico, el hombre todo espíritu cogi.
do en la encrucijada de nuestros problemas socia· les, en mucho superados, pero en mucho por vencer aún. El joven administrador del Central alienta los más nobles ideales: «me puse a espigar sueños en las praderas de mi alma»; es un espigador de sue· ños que desea «levantar las hipotecas del espíritu para salvarnos de las hipotecas materiales, en me· dio de esta deplorable civilización de papeles inúti· les». Sensible a la injusticia y dolor del hombre, reacciona contra el crimen cometido con Ventura Rondón, cuyo rostro exánime tendido entre el mar de cañas lo conmueve hondamente, y sufre la agónica crisis de enfrentarse, de una parte, con la solu· ción de su particular problema económico al obte· ner el empleo de jefe de colonia, y, de la otra, con las injusticias sociales cometidas con el trabajador cañero, de las que es símbolo en la novela Don Polo, quien encarna la defensa social-económica del jíbaro. El ambiente, elemento capital de la novela que Laguerre sabrá captar siempre de atinado modo, es también netam:ente americano. En esto sigue muy de cerca a Giliraldes, inspirándose en la tierra nativa y creando un estilo literario autóctono, para cantarla. Sus imágenes basadas en la naturaleza bo· rincana, son precisas: «Palmas, próceras y rugosas por lo antiguas, escasa la melena, con el parareyos del renuevo apuñaleando lo azul»; cme decía de cuentas que los flamboyanes me ofrecían el homenaje de rojas alfombras»; y aún las que no tienen asidero directo en algún elemento local, muestran todas un suave aliento americano crepuscular, una melancolía y una nostalgia muy americana: «el buey bebe paz con su mugido y el caballo echa a volar su júbilo melancólico en las alas de un relincho»; «la tarde, sementera de melancolías»; y otras tan· tas que resumen su sentimiento acorde con la na· turaleza, siempre vibrando al ritmo de ella, sintién. dose melancólico al caer la tarde -hora que 10 impresionó de modo singular- triste en medio de las sombras nocturnas, «mientras el tren apuñalaba la noche con su farol»; en fin, románticamente, a la manera herediana, sumergido dentro del ambiente natural, en verdadero «resumen paisajal». Hombre, naturaleza y ambiente social son ame· ricanos. Los tipos son americanos y los problemas son americanos. Las costumbres locales que pinta como en vívidos murales -tal el de la pelea de gallos- son también autóctonas. La novela de La· guerre es de suyo literatura americana, expresión viva de lo nuestro en su ceñida fonna artística. Porque no se trata de simple criollismo del tema, sino de su destilación estética de puras esencias americanas. y el pensamiento del novelista está expresado, tanto en la línea como a través de sutil entrelínea,
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en estas palabras: «La sabana está invadida; se oye el 'golpe fiero de la miseria. Lo va atropellando todo, vidas, árboles, el orgullo nacional... Tenemos que emprender el camino de la montaña, pelear bravamente en contra del hacha, en contra de las tormentas, en contra de los invasores. Urge hacer frente a todos los enemigos, hacemos fuertes en la montaña», «para bajar entonces a la reconquista de la sabana costanera»... La Llamarada, - que clasifica Concha Meléndez dentro del «arte proletariado», es muestra, como ella misma nos dice, de arte solidario, profundamente humano que vuelve a dar contenido a la forma vacía del modernismo exagerado. La forma, sí, ha de cultivarse con esmero -y esto Laguerre lo logra-, pero para llenarla de contenido humano, y, en su caso, puertorriqueño y, por ser expresión de nuestro mundo, americano. Partiendo de lo local, calando con verdadera hondura, La Llamarada se hace hoguera.
n. LA RESACA En esta novela Laguerre, como en toda su serie, simboliza y concreta una etapa de la historia de Puerto Rico: la de su salida del yugo español para caer bajo la égida del dominio norteamericano. Todo en La Resaca tiene y cobra significado, desde el monte Yukiyú, asiento de los dioses indígenas y símbolo de la libertad, hasta el último detalle de la campiña borinqueña; desde la compleja y triste personalidad del protagonista, Dolorito, hasta el más intrascendente de los personajes secundarios. Es que, diríase, que no hay detalles sin significación: todo trasciende. • Un espíritu patrio, transido de -lacerante- dolor, permea cada página del libro. ¿Cuánto sufrimiento y cuánta injusticia en un mundo donde triunfan los malos -los avaros- y fracasan los buenos -los generosos, amadores del prójimo y puros de espíritu-; donde la justicia sólo se cumplía para el poderoso, y el jíbaro tenía que tomarse la ley por su mano y ajusticiar en el río -otro sím· bolo- a celos dioses inmortales»...
Los Personajes El novelista crea los personajes. 'Los construye en su triple modaiidad del ser, el hacer y el decir, que corresponden a la personalidad física, moral e intelectual. En el protagonista, Dolorito Montojo, hay un hombre de cuerpo entero, un jíbaro real de carne y hueso. Aunque en el fondo idealizado -como Don Segundo Sombra-, no es una «sombra». En esto se diferencia de aquél: no es un ente, es 50
una realidad humana, una agonía. En él combaten cuerpo a cuer.po el ideal de bondad y la necesidad de ,ponerse fuera de la ley -de la ley de los hom· bres- para poder subsistir, combatir por sus ideales. Esta agonía entre las dos vertientes del ser, es lo más patético y real de la novela y lo que le concede aliento dramático y poético. El contra-personaje, el repulsivo Don Balbino, que de la nada se hace un hombre rico e influyente por sus malas mafias, engañando, explotando, adulando y matando -vulgar ladrón y asesino encubierto-, también real, de carne bien esculpida, vi· gorosamente modelado. Su ser, su hacer y su decir están en perfecta concordancia: el tipo sicológico muy bien logrado. Las mujeres son lo más débil de La Resaca, las más idealizadas y románticas. Un poco, aunque no tanto, como la Marisela de Doña Bárbara o la Alicia de Rivera. No logra el novelista trabar una silueta femenina que se imponga como la mujerona de los '11anos venezolanos de Gallegos. Es que, precisamente, las idealliza el escri· toro La madre de Dolorito, la infeliz Lina, es una santa. Bella su imagen materna, toda abnegación y sacrificio. Queda como símbolo de la bondad v del renunciamiento. Pero no llega a ser una mujer: es, quizá lo que el novelista sólo se propuso: un símbolo. y la mujer más carnal, la Rosario, tampoco llega a ser una vigorosa figura femenina que pueda compararse, ni con mucho, con la fuerte y nítida personalidad del protagonista. Otro personaje muy simpático y bien conseguido es el del cantor --especie de cantaclaro en pequeño- Juan Gorrión. La acción de La Resaca, sin cambiar de escenario -la Isla- resulta variada y movida y mantiene al lector siempre interesado. Su suceder en el tiempo, cronológico o sicológico, no decae. La «cruzada de derrota a través de la Isla» de Dolorito hasta, de ser trágicamente traído y arrastrado por un patético sino, convertirse en niebla, es la trayectoria de un pueblo sin llegar a realizarse como nación teniendo todas las condiciones morales y espirituales para ello. Cuando Dolorito va «pisando su propio corazón, que es el corazón de la Isla» sentimos estremecérsenos nuestro propio corazón, nosotros que hemos perdido la nuestra Isla después de haberla hecho libre e independiente. En La Resaca hay el grito de dolor, grito callado y contenido -y cuanto más callado y contenido más hondo y punzante-. Balbino Pasamonte, lo dice el propio Laguerre en la Unea, «era un odioso símbolo de injusticia y opresión». En él plasmó el novelista las fuerzas retardatarias que mantenían al jíbaro en estado de miseria y servidumbre. Y el gran aliento de redención, de sacudir las cadenas y
elevarse a la dignidad humana que preconizaron Hostos y Martí para nuestras Antillas, que encarna el protagonista, alienta, palpitante y desangrándose, en Do10rito. Este es más que un hombre, con tódo y serlo cabal, muy de la tierra borinqueña; es más que un personaje sicológico de errabundo, nómada de un ideal patrio; más que un tipo social producto de una clase preterida; es la encarnación literaria, bien lograda por vía del arte, de un ideal humano y patriótico: la independencia de Puerto Rico; y fi· nalmente, el triunfo de la dignidad humana sobre la caótica faz ennegrecida de la tierra. Entre los personajes principales cabe también destacar al maestro Don Cristóbal Amorós, «profundamente triste., desencantado porque no puede fundar -Platón antillano- la República de Yukiyú -¿alusión a los ideales de Hostos?- «perennes convidados a las fiestas de las hambres» por. que «en este sistema un maestro es un chaleco viejo». Como contrafigura de este maestro de Dolorito que le templa el alma y lo hace bueno, pinta el novelista otro personaje, Felipe Santoro, mal conseje· ro español reaccionario que contrasta con el español liberal que era buen maestro, y quien aconseja a Balbino: «Hazte pasar por Hidalgo aunque hayas venido a la Isla con alpargatas. Recuérdalo: todo español es un hidalgo conquistador. No pierdas de vista la debilidad de los otros y aprovéchate». Así, siguiendo a estos dos opuestos consejeros o maes· tras, se da esta curiosa paradoja: Pasamonte escogió el camino de las malas artes para hacerse honorable, mientras que José Dolores escogió el de la justicia para ponerse fuera de la ley.» Hay, entre los personajes secundarios, como en Doña Bárbara, el tipo popular supersticioso, «brujo y fantasma» a la vez que encarna la creencia en 10 sobrenatural del hombre primitivo que no fija esta creencia en Dios, sino que la diluye, como los hilo· zoístas griegos primitivos, en todo cuanto lo rodea animando la naturaleza y tiñiéndola de un sentido mágico. Así puede hacer precisamente «oficio» de «brujo» y «fantasma» el Mago, un tipo pintoresco, uno de aquellos «socios» trashumantes que se hechó Dolorito cuando tuvo que vivir fuera de la ley. Este Mago está muy bien trazado y alienta vívidamente, como otros compañeros de aventuras, en las pági· nas de La Resaca.
El Ambiente En cuanto al ambiente de la novela de Laguerre, es lo mejor, en nuestra modesta opinión, de ella. Tanto el ambiente físico, pintura material. muy plástica y esquemática, de cuanto constituye el mundo geográfico del jíbaro; como el ambiente es·
piritual, el más importante y mejor logrado; como el social, fiel pintura de las condiciones de la vida rural puertorriqueña en sus distintos escenarios na· turales y sociales, toda la atmósfera espiritual de La Resaca es un acierto de contenido y de técnica. Las observaciones sobre el vivir del jíbaro son de 10 más logrado de la obra: eLos jíbaros -aun los acomodados- se avezan a vivir estrechamente; cualquier dulce adicional re· sulta una concesión extraordinaria. Es posible la abundancia, pero no la variedad de los alimentos. También es posible que se practique la tacañería entre los miembros de la familia y que haya gene. rosidad para el que viene de fuera.» «El vivir aislado, en la estrechez, da al jíbaro una enorme capacidad para el sufrimiento.» «Pueblo donde la gente se moría de no vivir...• «Somos un país de vagos miserables. Cualquiera se aprovecha de nuestra falta de voluntad.» José Dolores trataba de explicarse los motivos de la abulia colectiva ¿Falta de conciencia popular? Acaso. O tal vez la ignorancia, la miseria, la peque· ñez <le la Isla. El paisaje, la naturaleza americana cuya interpretación intentamos resumir en un último capítulo de síntesis al final de este estudio, es para el novelista consubstancial con la trama y la acción, y, por ende, con la sicología de los personajes, que brotan de la tierra puertorriqueña como sus misInas plantas. . El mismo Laguerre, nos lo ha dicho, es eminentemente «paisajista», que pinta su escenario natural, su amada Isla, de mano Inaestra. En todas sus novelas, el paisaje es, además de bella escena, cálida y viva, fuente constante de inspiración, evoca· ción: ambiente. El «monte amado», pongamos por caso, el Yunque, que alza su silueta majestuosa en las cercanías de la capital, es, más que un accidente geográfico, el símbolo de la Patria. Así dirá de él en La Resaca: cEs lástima que el Yukiyú haya dado asilo a un hombre como Pasamonte -exclamó el periodista-o Para mí el Yukiyú es símbolo del espíritu nacional. Es uno de nuestros mayores brotes de sierra y soInOS un país serrano. El Yukiyú es el corazón palo .pitante de la Isla». «Ahora el periodista hablaba de los hontanares del Yukiyú, agua viva en manantiales y arroyos ha· cia el mar. Dolorito la había escuchado muchas veces entre las raíces de los árboles. Sobre todo, en la soledad de la noche, cuando la sombra se coagulaba a trechos y mientras desde el cielo, alto y profundo, el rútilo enjambre alfileraba la conciencia. El corazón de la Isla se desgarraba en claridades... » «Estremecíase el cuerpo del monte -olimpo del 51
dios Yukiyú- en un canto jocundo de romor de agua y de árboles -y de pájaros. En los seborucos abundaban las maderas; tabonucos, ausubus, cedros, laureles. Pero eran las palmas de la sierra, los helechos arborescentes y los yagrumales los que se veían con más profusión.» «Nuestro espíritu, como los ríos, nace en la sierra -aseveró-. Puerto Rico es la sierra, Dolorito Montojo bajó del Yukiyú, asiento de los dioses indígenas. De la sierra bajan las aguas del Guaorabo y la malicia de Uruyoán. El no podía creer que los españoles fueran dioses; para probarlo sumergió a Salcedo en las aguas del Guaorabo y el dios se ahogó... » Alude a la infantil creencia de los indios de que los españoles eran dioses, hecho que muy pronto, como sabemos, desmintieron éstos con sus muy inhumanas acciones y que los indígenas, como Hatuey, en Cuba, como los aztecas, en México, comprobaron. Así como nuestro Hatuey no quiso ir al cielo que le prometía el sacerdote católico porque a él iban los españoles, el cacique borinqueño ahogó al asesino capitán español para probar su inmortalidad y aguardó tres días «juntos al dios de barro para acerclorase de una vez por siempre de la falo sedad de la leyenda, y fue ahí, en las márgenes del Guaorabo, que nació el ímpetu de la rebelión indígena». Siendo Puerto Rico, como Cuba, una isla y el mar un protagonisía natural, azul cerco que la ciñe en apretado abrazo, resulta, como en el caso de nuestra Isla, raro el que nuestros escritores anti· llanos no se inspiraran más a menudo en él. El propio Laguerre se deja impresionar más por la sierra que por el mar, quizá porque la tierra sea más entrañable para el isleño, aparente paradoja, aunque todo le haya llegado por vía marítima -y le siga llegando-; pero es, precisamente, este ir y venir y no quedarse, este eterno andar y desandar que es el mar, camino abierto con surcos blancos, lo que no ata a los isleños, tal vez, al mar, y se sientan más serranos los puertorriqueños que mari· neros y mucho más «montunos» los cubanos también... De todos modos, Laguerre no es insensible al mar -¿cómo habría de serlo?-, y 10 atisba de lejos «como limite, en la distancia» o para exclamar, adolorido, e ¡Tanto mar y tan poca Isla»!... o para filosofar sobre su eternidad insondable: «Todos nos vamos. cEl mar se queda....; pero el mar no es más que una simple pincelada en el lienzo, un fondo, la linea del horizonte, vibrante y fija a la vez, como la fe. Se nos antoja que en este escritor antillano se dan, en síntesis representativa de lo que Don Alfon· so Reyes llamó la «inteligencia americana», equili. bradas las dos visiones, la telúrica y la espiritual,
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de nuestro paisaje. Para Laguerre la tierra es es· cenario primoroso de belleza y de fuerza, pero, tamo bién, escenario doliente del drama americano, el que comenzó a concretar en términos reflexivos Sarmiento al plantear su gran tesis de civilización contra barbarie, de la cual hemos partido para estudiar nuestra novela hispanoamericana. La tragedia de Puerto Rico, que Laguerre resume en sus novelas hasta llevarlas a su fase actual en Cauce sin río, es, además del drama de su pueblo, la tragedia de todos los pueblos: la larga lucha por alcanzar personalidad e independencia, la eterna lucha en que todavía, y con más ardor que nunca -y mayores peligros- está empeñado el Continente de la Libertad, la lucha en que está hoy hipotecada América... En cuanto al espíritu nacional, Laguerre es uno de sus voceros: representa muy bien la toma de conciencia de Puerto Rico. El «se pisa» su propio corazón, que es «el corazón de la Isla». De él -como de su personaje Dolorite- un nuevo dios: la lógica y el patriotismo, -fundidos hombre y pai. saje- puede decirse: «¡Hontanar del Yukiyú, olimpo de dios Y.ukiyú, en donde se consagra la conciencia insobornable de Puerto Rico... '»
lII.
CAUCS SIN IDO
Con esta última novela de !..aguerre se cierra el ciclo por él admirablemente concebido, trazado y realizado de presentar la vida puertorriqueña. Desde los tiempos coloniales hasta nuestros días, el novelista sigue la trayectoria de la vida de su país; hace su historia interna, mucho más real y viva que la que en sus ensayos o tratados narran los his· toriadores profesionales. Adentrarnos en la serie de novelas de Laguerre es penetrar por la vía más segura y cierta en la entraña misma del pueblo puertorriqueño. Cauce sin río es el reflejo fiel y vivo de la vida presente de la Isla, industrial y comercialmente en plena fiebre constructiva, pero atravesando una grave crisis política, social y moral. Desde el título es un acierto la obra. Laguerre sabe escoger bien siempre los títulos, son muy significativos. El protagonista, Víctor Hugo Rodríguez Sandeau, escribe su autobiografía que es el diario de la generación del novelista. Y es como un regreso al espíritu después de haberse desprendido de él, una vuelta a la naturaleza, a lo esencial del hombre, a su dignidad humana. Primero aparece el protagonista entregado al vértigo de los negocios, enfebrecido por el ansia loca de poseer cosas, de espaldas a los valores morales.
Vive en una aristocrática urbanización de esas que ostentan nombres norteamericanos, Green Plains, en este caso; tiene una residencia con exceso de confort, equipada con toda clase de aparatos eléctricos y con el mayor lujo. Es eje de una familia de marionetas que bailan al son de convencionalismos y prejuicios. El relato se inicia en el momento en que la hija va a cumplir y a festejar por todo lo alto los quince años. En tomo a este suceso comienza a desarrollarse la crisis sicológica en el alma del protagonista que llega a la triste conclusión de que se ha entregado durante toda la vida a una existencia vacía, ha sido un «cauce sin río JI, en un mundo de frivolidades sin cuento. El súbito incremento in· dustrial de Puerto Rico le había dado la oportuni· dad de hacerse de una riqueza fácil. Se creó reputación de inteligente y fue campeón de la libre empresa. En el fondo escritor frustrado, en rigor - dice - «pertenezco a una generación de idealistas frustradosJl. Con un sentimiento de inferioridad frente a su mujer, ésta lo domina en todo lo material y le ha hecho la hija a su imagen y semejanza, un ser frívolo de toda frivolidad que sólo piensa en .parties» y en .high balls•. Al hacer crisis el conflicto sicológico del personaje central, éste re· gresa a su vieja hacienda de Sanetién. Se dispone, «como una semilla, a prenderse a la tierra». Los dos ambientes: el escenario social del mun· do del agente en bienes raíces y el ámbito natural -de la finca, junto al central azucarero, están admi· rablemente captados. Porque aunque la pintura de los personajes es siempre vigorosa en el novelista, no hay duda de que lo que mejor nos da es, precisamente, lo más 4ificil de lograr en la novela, el ambiente. Y dentro de éste, lo mismo acierta con la descripción del ambiente físico, las casas, la de la capital y la de la campiña, y cuanto las rodea materialmente; como el ambiente espiritual, el más importante, que capta Laguerre ejemplannente. Anima todas las cosas de un espíritu tan vivo que se nos hacen verdaderos seres con entraña, palpitantes. Las rodea de su atmósfera natural, sugiriendo mucho más de lo que dice. Parco en la expresión, preciso, la entrelínea habla con elocuencia de fuente que mana límpida e incesantemente. El ambiente social bien captado, completa el cuadro espiritual de la obra, enmarcada dentro de una acción más bien sencilla porque, más que en lo externo, se produce en la conciencia del protagonista. Así en esta novela se equilibran lo social y lo sicológico y la lucha que se entabla en el alma del protagonista, lo que hay de drama en la novela, más que en los hechos externos de la trama, está en esta íntima y 'Profunda agonía del protagonista
ante su heroica decisión de volver a la semilla, un regreso al pasado, a lo original y consubstancial, a la puertorriqueñidad. Estudiemos la novela de Laguerre. De todos sus elementos, personajes, acción, ambiente, pensamiento, e ideas y estilo, sobresalen en Cauce sin rio el ambiente, que es 10 que siempre capta con mayor hondura este palpitante escritor, y el estilo. Logra el escritor siempre que el lector se proyecte sentimentalmente en la obra yeso es lo esencial en una novela: vivirla. El arte del novelista es ése: meter· nos dentro de la novela, sumergimos de cuerpo entero en ella, zabullirnos en su contenido. Todo lo que describe 10 anima. Dialoga, como el protagonista, con los árboles y con las cosas. En todo pone el espíritu. Se prende, como una semilla, de la tierra y le extrae sus más puros jugos. Corre por las páginas de esta y las demás novelas de La· guerre la savia del árbol de Puerto Rico. La pintura social del país es a la vez sobria y viva Le basta con unas cuantas imágenes felices: «'País de ausentes»: «-¿Te fijas en el gran número de clubs de pueblos ausentes que hay en San Juan? Es un símbolo de cuanto somos, un país poblado de ausentes». «No es raro que nos apasionemos con la guerra civil española o con cualquier revolución extranjera, tanto, que formemos bandos dispuestos a pelearse, y que no nos preocupe lo que pase en el paíSJl. El estudio sicológico del protagonista es lo más perfecto. Producto del medio materialista, del desarrollo económico del actual Puerto Rico, ancho cauce de concreto, pero, en el fondo cuna horrible lacra sangrante», -río sin cauce-o De un lado todo el innegable adelanto material y de otro, en violento contraste, la falta de arraigo de los valores del espíritu: el mimetismo, el calco de una vida importada, ajena y extraña, el .aldeanismoJl del medio pequeño y pueblerino con pujos de gran urbe; las costumbres foráneas 'Pugnando con las formas de vida tradicionales de un pueblo que se enfrenta con la tarea de no perder su personalidad frente a la natural absorción de una civilización más poderosa y dominante. Ese el gran drama que se da en el alma y en la vida del puertorriqueño y que simboliza de un modo vivo Laguerre en su protagonista, enfermo de tanta vaciedad, de tanta artificialidad. Por eso el negociante en bienes raíces, vuelve a la tierra y se aleja de Creen Plains, reencuentra a su paraíso perdido, su verdadera patria y se da al rescate de ella, tarea de la generación del novelista. «Malgastamos la vida en Green Plains. El exceso de afición por el regodeo material nos daña. Bastaría con poseer lo indispensable. Aunque me falta imaginación para explorar las zonas del ante-nacer , 53
y de la muerte, tanto me duele la inutilidad de mis cUas en Los Robles que me parece haber sido sólo un poco más allá del inconsciente colectivo. Como el caracol, me he arrastrado en un medio en donde la costumbre frivola se convierte en una pobre superación del inconsciente colectivo•• «¿Qué hice con mi conciencia de ser pensante e intuitivo? ¿Por qué la tiré como algo inservible y sólo me dediqué a almacenar cosas, como la hormiga de la fábula? ¿Por qué nos convertimos sólo en hormigas y cigarras, cigarras y hormigas?» En estas meditaciones del protagonista están compendiadas la mayor parte de las ideas de la novela y sobre todo su pensamiento principal: la falta de corriente original, de río con que nutrir el cauce grande y vacío. En cuanto al estilo, habría tanto que decir. Lo que más nos interesa desde nuestro especial punto de mira, es la aplicación de los elementos naturales autóctonos a la adjetivación o descripción de las cosas y a las metáforas. «Frutas de cundeamor. es el corazón de Merche, una de las figuras femeninas del novelista que no imprime a sus mujeres el vigor que caracteriza a los personajes masculinos. «Como una vara de San José, Pilar floreció con tímidas muestras de cordialidad.. En parcas pero bien manejadas pinceladas, toca de color local La· guerre el relato, en su descripción física. Y en la descripción espiritual, el ambiente espiritual que tanto subrayamos, hay una sobriedad, una canten· ción y una discreción también muy puertorriqueñas. Esta Isla es tímida, reservada y cortés, un poco a la manera mexicana: es de un tropicalismo, dijéramos, que atemperado. No son los jíbaros explosivos. Son sobrios, reservados, pero cuando quieren y entregan el corazón, 10 dan entero. No podemos agotar un tema que nos resulta apasionante. Tiempo y ocasión tendrán otros investigadores de ahondar en esta rica veta de la puertorriqueñidad de las obras de Laguerre. Ni que decir tenemos que lo que hay de raigalmente puertorriqueño en su obra lo hay de medularmente americano. El nacionalismo del autor no es un limitador cauce local. Todo lo contrario. Ob· sérvese cómo en el mismo trozo citado trasciende el escritor su meditación del fenómeno puertorri. queño al fenómeno universal. El afán y regodeo de das cosas - es mal de nuestra civilización occidental y no acaecer local. Siempre el pensamiento de Laguerre trasciende 10 insu-
lar y, aunque se inspira y nutre de las savias de su Isla bien amada, las ramas forman parte de nues· tra América. Raigalmente español, en la tradición española - dice - «están las más profundas raíces de nues· tro ser-, es isleño y es universal. Preocupado como hombre - ser humano de todo el universo - objeta en que la «civilización ponga el pie donde debe de poner el alma•... Sin pretender agotar el estudio critico del arte de novelar de Laguerre, nos parece oportuno subrayar los valores más representativos o caracteri· zadores de su obra literaria. Primero es ella, ya 10 hemos comprobado, producto de una experiencia vital: Toda una vivencia del autor. Y, preocupado me· dularmente por los problemas sociales y polítICOS de su país y fundamentalmente, como intelectual, por su cultura, expresa el escritor, no sólo el modo de sentir y de pensar de su pueblo, sino toda la problemática histórica, tan compleja como su inte· grador mestizaje, de la Isla. La ideología nacionalista que define y defiende el novelista es común denominador de toda su obra. Predomina en ella - pese a no ser en ningún momento novela propiamente de ideas - el criterio bien definido de Laguerre, afanosamente dado a la obra de despertar la conciencia nacional da su pueblo, afianzando sus valores propios. En su trayectoria personal y social, el escritor es un combatiente de la pluma. Con ella libra grandes bao tallas. Desde el punto de vista propiamente literario, de la fonna, lo que más vale en las novelas de Laguerre es 10 que tienen, no precisamente de plata· fonna ideológica o de vehículo indirecto de propaganda nacionalista, sino su atmósfera poética, su aliento creador. El novelista 10 es de cuerpo entero. Nunca hace un tratado para convencer, sino una obra de arte y, por ello, su mensaje se hace más directo. Finalmente, podemos añadir su preocupación por la forma, por la técnica. No es un escritor desi· gual, iluminado a ratos por una inspiración al~a· toria. Todo lo contrario: es el profesional de las letras que, con un altísimo sentido de su responsabilidad como tal, se esfuerza en poner lo mejor de sí mismo y lo mejor de la técnica de novelar en servicio -eso sí, no hace literatura pura nunca - de su patria, primera gran preocupación que guía su pluma.
El Octavo Festival de Teatro Puertorriqueño Por FRANCISCO ARRIvt
EL 4 DE ENERO, FECHA FINAL PARA RADICAR OBRAS con destino al Octavo Festival de Teatro Puertorriqueño, la Comisión Asesora de Artes Teatrales (doctora Piri Fernández de Lewis, Presidente, Ma· deline Willemsen, Nilda González, Luis Rafael Sánchez, Elín Ortiz Reyes y quien suscribe como Secn~tario Ejecutivo) recibe dieciséis obras lo que constituye un record de inscripción. Se seleccionan cuatro obras con opción a representarse: ¿Cómo se llama esta flor?, Bienvenido, don Coyita, La dificil esperanza y Mariana o el alba. Los Ballets de San Juan proponen el montaje de Los renegados, con lo que se completa un extraordinario programa que queda constituido de la siguiente manera: TEATRO TAPIA 29 de abril al 2 de mayo ,COMO SE LLAMA ESTA FLOR?
drama en tres actos de LUIS RECHANI AGRAIT director: Leopoldo Santiago Lavandero actores: Gladys Rodríguez, Miguel Angel Suárez, Félix Ante· lo, Orlando Rodríguez, Benjamín Morales, Vicente Vázquez, Luis Irizarry, Frankie Gautier, Lucesita Benítez, Carlos de Jesús, Anita Moyer, Isidoro Oyola y Luis Antonio Pérez. escenografía: Carlos Maricha!
Cartel del Octavo Festival de Teatro por Lorenzo Homar
¿Cómo ~e llama esa flor?, drama de Luis Re· chani Agrait. En escena Carlos de Jesús y Gladys Rodríguez
¿Cómo se llama esa flor?, drama de Luis Rechani Agrait. En escena Carlos de Jesús y Miguel Angel Suárez
6 al 9 de mayo BIENVENIDO, DON GOYITO
farsa en tres actos de MANUEL M~NDEZ BALLESTER
director: José Luis Marrero actores: Elín Ortiz Reyes, Gilda Galán, Walter Busó, Ruth Cains, Martita Martínez, Alicia Moreda, Alicia Bibiloni, Charlie Gibbs, Esther Mari, Francis Santiago del Río,. Gil Viera. escenografía: Nina Lejet
Bienvenido, Don Coyito. farsa de Manuel Méndez Ballesrer. En escena Elín Ortíz, Gilda Galán. Walter Busó. Martita Martínez, Alicia Bibiloni y Jorge Ortíz
Bienvenido, Don Goyito. farsa de Manuel Méndéz Ballester. En escena Elin Ortiz. Gilda Galán y Walter Busó
27 al 30 de mayo BALLETS DE SAN JUAN
* * * LOS RENEGADOS
Inspirado en libreto de Ricardo E. Alegría con música y guión de Carlos Suriñach. coreografía: Juan Anduze escenografía: Lorenzo Homar
* * * Los Renegados, Ballet presentado por Ballets de San Juan. Música de Carlos Suriñach. Coreografía de Juan Anduze. Escenografía de Lorenzo Homar. Inspirado en una alegoría de Ricardo E. Alegría
Con la representación de Mariana o el alba suman a treinta y una las obras montadas por el Festival de Teatro Puertorriqueño (veintitrés estrenos y ocho reposiciones) y quince los autores que han contribuido al desarrollo de una dramaturgia nacional a través del suceso que viene repitiéndose desde 1958 cuando consolidó y amplió con nuevos !bríos la gestión iniciada por el Ateneo Puertorri· queño en 1938 y confirmada por Areyto en 1940, la Socie~ad General de Actores en 1943, Tinglado Puertorriqueño en 1945, la Comedia Estudiantil Universitaria en 1947, Teatro Nuestro en 1950 y el Teatro Experimental del Ateneo en 1952. A 1965 puede decirse que el Instituto de Cultura Puertorriqueña ha dado idea definitiva de lo que parecía imposible en 1958: una temporada de estrenos, con periodicidad anual, de obras puertorriqueñas tal y como se acostumbrara en la Grecia Clási· ca durante las Fiestas Dionisíacas las cuales, como resultado, nos legaron a los grandes maestros de la escena occidental, Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, y como se propusiera en los veinte y los treinta de este siglo en Estados Unidos cuando, bajo gestión inspiradora y decisiva del profesor George Pierce Baker, se estableciera una dramatur· gia nacional con la ilustre figura de Eugene O'Neill a la cabeza de una pléyade de grandes escritores. Con la proposición y realización de un teatro puertorriqueño de estrenos el Instituto de Cultura Puertorriqueña, amén de tantear los términos de un teatro profesional, se ha enfrentado a la actividad escénica de máximo riesgo en el país; riesgo, en primer lugar, porque cualquier teatro de estrenos resulta muy debatido, aun en las naciones con una larga tradición de él; en segundo lugar, porque la conceptualización de Puerto Rico como nación encuenlL'a en el Borikén un increible número de neo gadores. En 1940 Areyto probó que existía una generación de escritores, directores, actores, escenógrafos y lumino técnicos capaces de proyectarse a un ni"el de creación más entrañado que el <le vivir parasitariamente de los éxitos nacionales ajenos. Al lanzarse a fomentar la antología propia, inició una fase de expresión teatral superior (entiéndase por el propó' sito de fomentar una dramaturgia) a la que prevalecía en el ambiente la cual disfrazaba su inmovilidad de espíritu con la espectacularidad histriónica de otros pueblos. Las fuerzas disolventes de nuestra nacionalidad aniquilaron de función a la esforzada y noble sociedad fundada por Emilio S. Belaval, pero no de espíritu porque su ánimo prevaleció a viento y marea (estúdiense las omisiones hasta 1956 del Teatro Universitario y la épica de montar creaciones esporádicas en plantas físicas inadecuadas) hasta amparársele y propursársele a tenor con el
Proyecto para el Fomento de las Artes Teatrales foro mulada en 1956 por la Junta Asesora de Artes Teatrales del Instituto de Cultura Puertorriqueña, plan que se ha podido poner en efecto en tres de sus partes solamente (el Festival <le Teatro Puertorri· queño, ilustración general de las artes dramáticas y concesión de facilidades a los grupos de teatro), pero que no ha podido ejecutarse en las restantes (creación de una compañía puertorriqueña de repertorio y desarrollo de un taller dramático con planta física propia) por falta de asignaciones presupuestales. El Primer Festival de Teatro Puertorriqu~ño no sólo rescató la función de Areyto sino que la amplió. Constató de hecho que la generación de autores, directores, actores, escenógrafos y luminotécnicos había crecido a un punto en que se podía constituir una temporada anual de estrenos con una nómina de diferentes intérpretes y técnicos :para cada obra. Los Festivales sucesivos, hasta el Séptimo, comprueban, no sólo la posibilidad de empujar la actividad escénica del país a los riesgos de un teatro profesional de estrenos puertorriqueños, sino que la dramaturgia del Borikén evoluciona, al tiempo que inspirada en la problemática nacional, atenta y receptiva a los planteamientos escénicos de las naciones en la -vanguardia ideológica. Tal resulta obvio si agrupamos de un lado obras como Esta noche jllega el jóker, Tiempo lIluerto, Mi Seiioría, La Reselltida, Ellcrucijada, La carreta, El illciso llac!re y Todos los núse,iores cantan; de otro. Los soles truncos, UII 1I¡,io a~1l1 para esa sombra, Vejigautes, Cristul roto el! el tiempo, Sol 13, illtel"Íor y ... 0 casi el alma; y, por tercer capítulo, ,'vIaría Soledad, El milagro, Cielo caído, En el principio la lIoc/le era se"C'lll, El cielo se riudió al amanecer, De tallto camillar, Circe o el amor, La vida, El apartamiellto y Cóctel de don Nadie. Mención aparte merecen el drama romántico La vueIta al lzagar y la escenificación en siluetas Are)'to pesaroso. Este fenómeno de evolución conceptual y estilística no señalado en Teatro latilloamericallo del siglo xx, de Carlos Solórzano, pero captado por Maria Teresa Babín en su ensayo Veinte a,ios de teatro pUCftorriqlleilo, publicado en Asomante, termina por provocar durante el Séptimo Festival la máxima atracción de público y perturbación de ánimo. «Que los puertorriqueños intenten un teatro nacional es pretensión destinada al fracaso, pero que tengan la osadía de evolucionar en igualdad con el mundo es para darle de palos", argumentan excitadísimos los campeones del complejo de inferiori· dad que nos expone. más que ninguna otra debilidad interna o fuerza externa, a la desnaturalización y finalmente a la muerte espiritual. 61
En resumen, la naturaleza en sí de un teatro de estrenos, las resistencias al parteo de éste como teatro nacional puertorriqueño más la dinámica de su evolución dramatürgica acorde con las tendencias artísticas más recientes, constituyen al Festival de Teatro Puertorriqueño en el hecho artístico más significativo del país, puesto que se crea sobre sustancia de espíritu nacional (dramaturgia, dirección, actuación, escenografía, vestuario, iluminación, ma· quillaje, conciencia pública) ,para perpetuación de éste ar tiempo que comunicación con las demás naciones del mundo. A tales propósitos responde muy especialmente el Octavo Festival'de Teatro Puertorriqueño en el cual se reúne una vez más, acompañada de un saludable número de debutantes en todos los órdenes de la escena, entre los q,ue se encuentra la autora Ana Inés Bonnin Armstrong, la generación teatral que desde 1958 ha probado sin desfallecer a pesar de sus contratiempos económicos, que ine· rece mayor atención, conocida su contribución y expuesto su significado, por parte de las autorida· des y personal vigilantes del devenir de Puerto Rico. Tomemos en primer lugar la obra de Marqués, Marial1a o el alba. No hay duda que el autor se ha proyectado con toda intención de hacernos vivir un episodio de ·gran trascendencia en nuestra historia: el suceso revolucionario de Lares. Ya el tema, centrado ·en la figura de Manolo el Leñero, lo ha tratado Luis Lloréns Torres en su drama El grito de Lares, pero Marqués lo propone de acuerdo a una .fidedigna reconstrucción histórica de ambiente y de ánimo centrada en la figura de Mariana Bracetti, tan fidedigna que impone vasta y cruenta labor a los realizadores e intérpretes del drama. Quiere, en otras .palabras revivir el tiempo pasado, o perdido como diría Marcel Proust, tal y como se viviera en el momento en que nuestros criollos de la montaña se levantan, contra un régimen despótico, flameando la bandera bordada por Mariana Bracetti, a los acordes de una Borinqueña con letra de Lola Rodríguez de Tió. Simboliza Marqués en la figura de Mariana a la patria puertorriqueña en un dramático clímax de su voluntad de ser. Con Bienvenido, don Goyito, Manuel Méndez Ballester nos trae al .presente, época en que se ha establecido una lucha -entre la identidad puertorriqueña, que fraguara tan fuertemente en el siglo XIX, y las influencias culturales disolventes de eUa. Este combate trabado por retener una fisonomía espiritual en el concierto de los pueblos ha encontrado proyección realista-poética en La Hacienda de los Cuatro Vientos, y expresionista -en El apartamiento y Cóctel de don Nadie. Se manüiesta también en la novela Cauce sin río, de Enrique
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A. Laguerre. En La Hacienda de los Cuatro Vientos se le ve en pugna contra un vi-ejo orden que la asfixia. en El apartamiento perdida en el futuro, en el Cóctel de don Nadie en apocalipsis, pero con heroica voluntad de sobrevivir, en la novela Cauce sin río urgiendo a la restitución de los valores perdidos. Méndez Ballester la expone cargada en cario catura, pero con aliento positivo a través de la figura de don Goyito, campesino nuevo rico que se bate a la jíbara contra las deformaciones que lo asedian al convertirse en 'señor adinerado. Bienvenido, don Goyito es obra presentista, fiel a la pintura de la vida actual en la llamada Costa de Oro, ex Condado, con hondo sabor en la caracterización y el lenguaje de un Puerto Rico que se resiste a constelarse en un cielo extraño. Con el drama ¿Cómo se llama esta flor?, Luis Rechani Agrait nos traslada al clima de la dictadura hispanoamericana, fenómeno político que, debido a nuestro origen cultural común con la América Hispana y cercanía geográfica nos afecta directa· mente. Nuestra Iheratura la ha tratado repetidamente, como se desprende de los dramas Hitarión, de Manuel Méndez Ballester, y Mar Caribe, de José A. Balseiro, y la novela El laberinto, de Enrique A. Laguerre. Rechani Agrait, como Emilio S. Belaval en Cielo caído, nos extiende a un mundo mayor. El primero, a la América Hispana que es ámbito consubstancial de nuestra cultura; Belaval al fenómeno de civilización industrial que provoca la crisis no sólo del hombre estadounidense, sino, con mayor tragedia, la del hombre puertorriqueño como lo definiera el siglo XIX. ¿ Qué /10S puede salvar de la violencia mortal contra el espiriw? El eterno retonto de la poesía, dice Belaval; el eterno retorno del amor, dice Rechani Agrait. ¿Cómo se llama esta flor? nos describe el problema de vivir en tres pla. nos: el del pensamiento, el político y el amoroso sentimental, de acuerdo con una técnica que comparada a la de Mí Selioria y Todos los ruiseñores cantal1, implica una incorporación de Rechani Agrait a las proposiciones técnicas del teatro moderno. Ana Inés Bonnin Armstrong, puertorriqueña que ha vivido en Europa gran parte de su vida, nos imagina la voluntad de vivir luego ·del apocalipsis atómico, latente desde que la ciencia fáustica entregara la máquina infernal a fuerzas destructoras. Por su experiencia vital en el escenario crítico de la Se· gunda Guerra Mundial, se nos inclina a presentarnos la vida en la dimensión universal del querer ser sobre su peor catástrofe. Tal nos narra acompasada. mente, con sutil poesía, en La difícil esperanza, donde la vida se yergue de su más trágico trauma a conformarse otra'vez esperanzada humanidad, como si en el Universo impulsara un designio de superar
el caos. El tema, tratado por Beckett en Final de partida, ha repercutido en El cielo se rindió al ama· necer, de Edmundo Rivera Alvarez, y Cóctel de don Nadie,' se ha constituido en pie dramático de los Fes· tivales de Teatro Puertorriqueño. En La dificil esperanza toma un aliento vitalista que revela en Ana Inés Bonnin Armstrong una gran fe en los destinos del ser humano. Los Ballets de San Juan no quedan atrás en este Festival de Teatro en cuanto a expresión fisonómica y propósito trascendente. El estreno de Los renegados, inspirado en el cuento de Ricardo E. Alegría y música y guión escénico del compositor español Carlos Suriñach, describe alegóricamente la filosofía de la identidad y lo indeclinable de su mandato. Si el Primer Festival de Teatro Puertorriqueño
nos dio una visión de diferentes aspectos vitales y sociales del Borikén, (La Hacienda de los Cuatro Vientos: definición histórica de nuestra identidad; Vejigantes: nuestra identidad en relación con la discriminación racial; Encrucijada: la problemática de nuestra identidad en un mundo ajeno; Los soles truncos: la destrucción de nuestra identidad por una civilización hostil), si el Séptimo Festival de Teatro Puertorriqueño nos mostró la dramaturgia del Borikén dentro de una dinámica de estilo acorde con las tendencias de representación escénica modernas, el Octavo Festival de Teatro Puertorri· queño nos muestra la problemática del hombre puertorriqueño en círculos concéntricos que se extienden desde su afirmación histórica a su destino universal.
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