PRÓLOGO Más de diez personas vestidas de negro -sobre un estrado con iluminación teatral- oficiaron una ceremonia de apertura casi borbónica, en la que el discurso institucional evidenció los orígenes simultáneos de la ciudad –Monterrey moderna- y la empresa que financia la Bienal –Femsa-, así como los lazos de familiaridad con el país invitado: Colombia. La Bienal de arte contemporáneo más codiciada de México ocurría por undécima ocasión. Después de la agitación inicial que supone conocer los nombres de los ganadores, recuerdo una frase dicha por alguien en medio de la confusión: “las piezas parecen hechas para una galería”. La exposición se distribuyó en las dos naves del Centro de las Artes del Parque Fundidora: tanto los artistas seleccionados, como el capítulo de artistas colombianos que recibieron la curaduría de Sylvia Suárez. Este planteamiento espacial no fue amable con el espectador, no solo porque la continuidad entre los espacios no era clara, sino porque la disposición de las piezas lucía, en algunas ocasiones desacertada. Un ejemplo: pinturas sin espacio para permitir una distancia suficiente por parte del espectador; otro ejemplo: una distribución espacial confusa en el capítulo de Colombia, que pareció afectar al guión curatorial; un ejemplo más: muchas personas solo vieron parte de la exposición porque no había un mapa o una señalización que evidenciara el recorrido. Algunas de estas dificultades pudieron deberse, en parte, a que la museografía decidió mantener –por su costo- estructuras de la exposición anterior (La persistencia de la geometría –Fundación “la Caixa” y Museu d’Art Contemporani de Barcelona, MACBA-) que fueron reutilizadas de una manera poco afortunada. La “sala principal” (la llamo de ese modo porque allí se hizo la inauguración y porque fue el espacio más escenográfico) estaba presidida por la pieza de David Garza (“Forgotten Beast”1), que lucía en una especie de aparador, cuya espectacularidad en el montaje resultaba difícil de eludir. Se trata de un mueble con una intervención singular: un símbolo infantil andante, un armario con patas de oso que parece sacado de una pesadilla. En un lugar más discreto estuvo la pieza de Gustavo Villegas2, que tiene la virtud de integrar escultura, archivo y pintura en un mismo proceso:
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“Ensamble de una destrucción”. Su arrojo polifacético y carácter lúdico le valió con justeza la más significativa de las distinciones: el premio del público
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En este mismo capítulo mencionaré la meticulosa red cortada en papel de María García Ibáñez (“Molecule”3), que plantea un “engaño” para el observador, y una frontera móvil -muy interesante- entre los formatos bi y tridimensional, al punto de erigirse como un volumen óptico, es decir, una superficie plana que aún así puede considerarse escultórica. Las dos piezas de Eduardo Romo (“Falso plafón” y “Cielo raso”4) abordan el espacio con una austeridad masiva que evoca los vestigios de una construcción: un comentario poético a la materialidad de la arquitectura, pero también al arte concreto y la esencialidad de las formas. Héctor Velázquez suspende en el espacio un par de tejidos biológicos, bordados en algodón y nylon, con objetos incrustados en obsidiana y plata (“Nódulo ocular”5 y “Pólipo Plata”6), cuya singularidad reside en la intensa sensorialidad que producen. El Colectivo Objeto Posible ofrece a través del estudio en cerámica “Arqueología del tiempo que vendrá”7, una mezcla entre el desenfado contemporáneo de enseñar un conjunto de fotografías de registro que aparecen colgadas con ganchos, y la fragilidad casi primitiva con la que aparecen expuestos los pequeños objetos fotografiados sobre una mesa baja de madera; se trata de un simulacro científico. Este montaje rompe con la solemnidad de la muestra, tal como ocurre con otro caso excepcional: las piezas de Marco Esparza, “Monumental” y “Puerta de Chihuahua”8, de la serie Estudio de la escultura monumental del Norte de México.
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Por otra parte, el trabajo de Melba Arellano esboza apenas la tridimensión con pequeños textos enmarcados que aparecen al lado de cada una de sus fotografías, los cuales otorgan un sentido ético -y sarcástico- a las piezas (“Don Federico Ruisanchez”, “Secretarias presidenciales” y “Sala de cabildo”9), evidenciando los vestigios de una dictadura que ha regresado, o que tal vez nunca dejó de ser. En este punto resulta importante decir que –al menos para el espectador no especializado, y para algunas obras que representan casos ineludibles- la aparición de los textos argumentativos de las piezas resulta fundamental. La pregunta a formular sería por qué el jurado y los curadores precisan de esos textos para facilitar su comprensión y el espectador tiene que enfrentarse al hermetismo de algunas obras que precisan de un poco más de información –aquí podría propiciarse un largo debate-. Quizá por esa razón, “Retrato I y II de la serie Moisés”10 de Mariela Sancari, hubiera ganado en profundidad simbólica, debido a que surge de un cuerpo de trabajo elaborado en el que subyace la búsqueda poética de un padre, cuyo cuerpo inerte jamás fue visto por sus hijas gemelas. En este y otros casos, el visitante se queda sin una parte fundamental de la “historia”. El video es una manifestación poco recurrente en esta muestra. A propósito, otra obra minada por la falta de contacto con el espectador (aquí tal vez el texto hubiera cumplido su función) es el video-performance “Lepidópteros en la barriga”11 de Lukresya, que luce como una broma incomprensible en la que se ve caer a una mujer eternamente. “Sickness of the present”12 de Rubén Gutiérrez ofrece una exploración abierta en significados, que a través del lenguaje cinematográfico –un long shot con el personaje dando la espalda- y el recurso de la narración en primera persona –esto además de una pintura, que más bien es un cartel pintado- hace un comentario acerca del reino de muerte en el que vivimos. Es clave decir que esta pieza resulta bastante mermada por el montaje, debido a que se enseña en un monitor demasiado pequeño -con iluminación en contra- y al primer golpe de vista pudiera pasar por un video institucional que acompaña la exposición.
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En el campo de la fotografía, Antonio Medina propone imágenes inquietantes (“Pensamos que duraría para siempre”13) en las que aparecen dos osos disecados. Si bien el enmarcado merece una revisión por parte del artista, la obra formula un paréntesis interesante, aunque también pudo hacer falta su argumentación. El trabajo de Andrea Martínez14 es exquisito: retratos evanescentes, sutiles, crípticos, que se contraponen -a manera de dípticos-, con fotografías de montañas envueltas en neblina. En estas imágenes es muy sugestiva la fluidez dialógica que existe entre imágenes tan aparentemente distantes. “Proyecto el Milagro”15 de Óscar Farfán funciona como un gabinete de fotografías recuperadas de archivo, que enuncian el pretendido progreso que hace varias décadas hizo creer a la población de este país, que haría parte del mundo desarrollado; a su vez, “Ruinas industriales”16, del mismo autor, ofrece un conjunto de fotografías de empresas pequeñas y medianas que seguramente fueron cerradas como resultado de los cambios que han representado el Tratado de Libre Comercio (1994) y las reformas económicas posteriores. Por su parte, Alejandro Cartagena compone un mural taxonómico de camionetas en las que aparecen microhistorias de personajes “confinados” rumbo a su trabajo en el próspero municipio de San Pedro Garza García (“Carpooolers Jam # 1, 2, 3”17): curiosos escarabajos tercermundistas bajo una lente fría. Por último, Oswaldo Ruiz reflexiona en su misma línea de trabajo acerca del desmontaje –los significados que surgen con la aparición de objetos en medio de la oscuridad-, a través de fotografías que enseñan el desmantelamiento de espacios: “Sala del Deseo. Centro de la imagen” y “Secretaría de la Defensa Nacional”18. Apelando a la sutileza, Ruiz elabora lo que podríamos considerar como registro de obras en proceso, que aluden a la naturaleza inestable de las instituciones.
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En el ámbito de la gráfica una obra poco fotogénica, “Tijuana Radiant Shine 1”19 de Hugo Andrés Crosthwaite, se articula en un políptico que superpone dos lenguajes: de un lado, la representación realista que enuncia situaciones –historias dentro de historias-, a la manera de una historieta, y del otro, una suerte de grafiti infantil que subvierte y completa al primero. En el plano pictórico, “CIS4”20 de Rolando Jacob Vargas García, tiene la particularidad de no surgir de las corrientes modernas de la Europa industrial, ni del relajamiento que convierte en pintura cualquier capricho, tal como sucedió con otras piezas expuestas. Vargas enseña una vivienda popular –del tipo Infonavit- flotando en el cielo; se trata de un objeto bandalizado propio de estos tiempos, una rareza sociológica que representa la idea de propiedad que cientos de miles de personas tienen hoy en México: viviendas perdidas en medio de la nada, un espejismo perverso forjado por el Estado.
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EPÍLOGO El analista de la cultura, David Gutiérrez Castañeda, sostiene que la Bienal Femsa Monterrey mantiene vigente un modelo latinoamericano que también funcionó en Argentina, Brasil y Colombia, el cual estuvo muy activo en la década de los 50 y 60 del siglo pasado, siendo abandonado en los años 80. Dicho modelo consiste en la financiación, por parte de la empresa privada, de convocatorias públicas que eligen piezas a través de un jurado, y que otorgan premios de adquisición que van conformando un acervo de manera gradual. Gutiérrez Castañeda asegura que este modelo aunque obsoleto, todavía puede funcionar, solo que lo hace de manera diferente a las dinámicas internacionales que se establecieron a partir del nuevo paradigma instaurado por la Documenta de Kassel (Alemania) en los 90. En este caso ya no solo se reúne gente para que enseñe su trabajo material, sino que se plantea un enfoque conceptual o un asunto poético digno de ser abordado.
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Este nuevo modelo de Bienal funciona a partir de un concurso por invitación a curadores –y equipos curatoriales- que plantean propuestas en torno al enfoque establecido por la institución oferente, aunque ocasionalmente el curador en jefe también puede plantear el tema. La propuesta curatorial es elegida por curadores pares y reúne artistas en torno al problema discursivo, semiótico, o de información puesto sobre la mesa. En este modelo, los artistas no entran por concurso sino por invitación del equipo curatorial, que tiene la responsabilidad de entender el panorama del arte (establecer contacto con los artistas y su trabajo, donde quiera que estén). Frecuentemente las piezas que hacen parte de estas bienales son comisionadas ex profeso para el evento. Gutiérrez Castañeda aclara que los dos modelos mencionados dan lugar a colecciones o acervos diferentes: el primero genera un conjunto de piezas que difícilmente se articulan en torno a ideas, sino que más bien surge como resultado de la decisión contingente de los jurados, en tanto que el segundo modelo modula piezas en torno a un discurso curatorial definido y sustentado por los sujetos que lo avalan, poniendo en escena trabajos reconocidos en los asuntos tratados.
Si bien el modelo antiguo de curaduría representa una pérdida del valor de las piezas, debido a que no siempre los artistas premiados se mantienen en el oficio o no adquieren la relevancia esperada en el mercado del arte, sí permite la aparición de nuevos valores, es decir, personas que trabajan en la sombra mediática, hacen su trabajo de manera más informal o han tenido un “golpe de suerte”. El segundo modelo es más predecible y racional, pues funciona de la misma manera que el mundo de la moda, es decir, ofrece tendencias en torno a las cuales se establece un discurso o asunto acerca del cual reflexionar y trabaja con artistas que tienen un valor simbólico generado a través de su circulación. En este caso, los artistas son aquellos que resultan visibles en los planos simbólico, económico y político de una sociedad. Hablamos pues de una oposición que puede sintetizarse de la siguiente manera: selección espontánea Vs. La ley del más fuerte, o lo que es igual: una colección se enriquece a partir de la diversidad aleatoria o una colección que no tenga luminarias se deprecia. Futuro F. Moncada / Monterrey, México, noviembre, 2014