IV CERTAMEN DE RELATO BREVE 2021
RELATOS PREMIADOS
IV CERTAMEN DE RELATO BREVE 2021
Edita: Colegio Oficial de la Psicología de Madrid Cuesta de San Vicente, 4, 6ª planta 28008, Madrid www.copmarid.org Depósito Legal: M-30978-2021 ISBN: 978-84-87556-98-2
IV CERTAMEN DE RELATO BREVE 2021 Una nueva Junta de Gobierno ha tomado las riendas de la gestión de nuestro Colegio Oficial de la Psicología de Madrid recientemente, con vocación de que todas las sensibilidades encuentren cierto eco de sus voces, y ha entendido que este Certamen merecía continuar su andadura. En estos tiempos que vivimos, la apelación al “relato” como herramienta para explicar y entender el devenir de la política y de las organizaciones se ha generalizado, aquí celebramos, sin metáfora, la realidad de la ficción, el relato como creación literaria que aquí llega a su Cuarta Edición. Año a año, la tradición requiere el reposo del tiempo y paladear nuevos textos, nuevas historias que los colegas colegiados en cualquier Colegio del estado quieran compartir con nosotros. Animo a todos los lectores, psicólogas y psicólogos, a seguir llevando al papel sus palabras y concursar en la que será la Quinta Edición. Me queda felicitar a los premiados y a todos los participantes, seguid poniéndonoslo difícil al Jurado, y ahora disfrutemos de la lectura de estos relatos.
María Antonia Álvarez-Monteserín Rodríguez Presidenta de Honor del Colegio Oficial de la Psicología de Madrid
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PRIMER PREMIO
IV CERTAMEN DE RELATO BREVE 2021
UN BREVE ENCUENTRO Antonio Pamos de la Hoz Las ferreterías son libros en un idioma que no conoces. Son un conglomerado de cachivaches anónimos y con una utilidad por descubrir que se apilan en un orden al alcance de pocos.
En octavo de EGB mis padres me permitieron ir al colegio solo. Fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Me había ganado su confianza, y eso me dignificaba como hijo.
Mi madre me despedía con un beso en la mejilla y me decía: “Y ahora directo al cole. No te pares en ningún sitio que llegarás tarde”.
En mis primeros días de independencia caminaba rápido y decidido, henchido de orgullo por ser ya mayor y con el foco puesto en llegar pronto al colegio, sin ningún contratiempo.
Yo estaba convencido de que mis padres me seguían a distancia, escondiéndose para que no les viera, y comprobando si era merecedor de tamaña confianza.
Por mi parte, les correspondía con enorme complicidad y evitaba mirar hacia atrás para no ser descubiertos. Me los imaginaba agazapados detrás de un coche mientras ambos asentían con connivencia por su acertada decisión.
A medida que las semanas fueron pasando fui ganando confianza en mí mismo y eso me permitió disfrutar más del trayecto. Contaba los segundos que tardaba en cambiar el semáforo, reconocía a todos los perros que eran paseados a esas horas, y, sobre todo, me conocía los escaparates de todas las tiendas por las que pasaba.
La tahona del barrio era parada obligada en mi camino al colegio. El olor de la masa horneada del pan se fundía en el ambiente con la mermelada de los cruasanes o la vainilla de los pasteles. Todavía hoy tengo mi olfato cautivo de aquella revolución de aromas.
Otra de las disposiciones de mis padres fue ir siempre por la acera de la derecha, de esta forma
evitaba cruzar por el paso de peatones donde atropellaron a Clarita, la hija de los dueños de Marypaz, la zapatería del barrio.
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Debió de ser un lunes cuando conocí a aquel niño que tanto me ha marcado. Me recuerdo con pocas ganas de ir al cole, somnoliento, con paso arrastrado. Cuando llegué a la calle del Almirante
Cossinni un andamio me cerraba el paso. Estaban realizando tareas de mantenimiento en el edificio y eso me obligaba a cruzar a la acera de enfrente. De primeras dudé, mis padres me lo habían prohibido, “Acuérdate de lo de Clarita”, me decían, pero mi arrojo se impuso y cambié de acera.
Descubrí una mitad del mundo hasta entonces oculta: nuevos viandantes con sus propias rutinas, la parada del 32, y tiendas, más tiendas.
De entre todas ellas hubo una que me llamó la atención, la ferretería Hermanos Ruiz. Su exterior
era antiguo, casi medieval, jalonado por un escaparate descuidado y un cartel ya amarillento con la esquina superior derecha despegada anunciando que se copiaban llaves. La puerta era también diferente, de madera, lo que contrastaba con el estilo alumínico del barrio.
Un tintineo inesperado me sacó de mi ensimismamiento. Una mujer mayor empujaba la puerta mientras hacía tañer una campanilla que colgaba del techo. Ese museo recién descubierto cobraba vida.
Lancé mi mirada indagadora por el quicio que aquella mujer creaba a su paso, así pude ver el interior de la ferretería.
Fueron escasos segundos pero suficientes para adivinar un suelo de baldosa gris pisado hasta la extenuación, baldas metálicas cargadas de objetos, y un mostrador de madera de nogal cuarteado en sus extremos.
Estaba absorto. ¿A quién le importaba el colegio ante la maravilla que acababa de descubrir? Me desplacé a la derecha a mirar a través del escaparate. Las rendijas de unos expositores mal calzados dejaban entrever el interior a duras penas. Fue entonces cuando lo vi. ¡Había un niño dentro!
Aquel mocoso no tendría más de cinco años. Pelo lacio con tonos vivos, de ese que más que peinado parece esculpido, cortado con precisión milimétrica sobre las cejas. Ojos grandes, oscuros
y bien abiertos para registrarlo todo. La nariz, por el contrario, era casi inapreciable, una anécdota en esa cara tan expresiva.
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Debajo, cerrándolo todo, una boca diferente, pequeña en extensión pero con labios tan gruesos que ni siquiera con la sonrisa que me dedicó pudo mostrar los dientes que albergaba. Vestía una camisa de cuadros y un pantalón gris algo corto y con el cinturón mal encastrado. Sus calcetines azules y un par de mocasines en fase terminal quedaban a la vista. A diferencia de mí, no parecía mostrar interés por lo que ocurría allí dentro. Se le notaba familiarizado con todo lo que le rodeaba. Era yo lo único que despertaba su interés. A medida que nos mirábamos se movía intencionadamente por la tienda, lo que me obligaba a cambiar la perspectiva en busca de una nueva rendija. Para él era un juego: se movía a un lado y a otro esperando que yo lo buscara a través de cualquier resquicio en el escaparate que nos separaba. Cuando se sentía descubierto volvíamos a empezar; él dentro, yo fuera; él ratón, yo gato. Después de ser descubierto tres o cuatro veces comenzamos a reírnos. Yo le ofrecí una sonrisa amplia, él me agasajó con una gran carcajada. Ahí contemplé sus dientes, antes esquivos, los que tenía, porque dejaba al descubierto una encía desnuda con algunas piezas perdidas. Cuando aún nos encontrábamos inmiscuidos en nuestro juego improvisado, la campanilla tañó. La mujer salía de la ferretería guardando algo en su bolso. Rápidamente, ambos corrimos a la puerta a vernos sin la barrera del cristal. Nos quedamos mirando a los ojos, ahora muy serios los dos. La puerta, que había llegado a su máximo punto de apertura, comenzaba a cerrarse con lentitud y nos reubicaba a cada uno en la casilla de salida. A punto de cerrarse definitivamente, tintineó por última vez. Ese fue el comienzo del momento más mágico. Ambos a la vez, levantamos la mano y nos dedicamos un saludo sincero, inocente, noble. Corrí al colegio. No debía llegar tarde.
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SEGUNDO PREMIO
IV CERTAMEN DE RELATO BREVE 2021
SEREA Sara Díz de Frutos Esto de explorar nuevas sendas me trae la cabeza perdida. No tengo costumbre de mirar para abajo, que de siempre me han dicho que tengo vértigo. Lo de mirar para arriba tampoco va conmigo, ni con mis cervicales vetustas. Voy a obviar lo de la visión lateral, que me recuerda que llevo un flanco desprotegido desde hace tiempo y bastón impertinente en el lado opuesto.
Así soy yo, enraizado en el aquí, en esta parte del camino que en realidad no me lleva a nada. Amusgado en el ahora, en este momento que me vacía y me atiborra a partes iguales.
Perdonadme, que no me he presentado. Soy un respetuoso buscador de secretos, un apaciguador de fuegos internos. O como diría mi abuela, un cotilla con alma de cura de pueblo.
La cosa es que ya me he cansado de estar siempre hacia fuera, sumergido en las cosas de los demás después de haberme vaciado por dentro de todo lo mío para no contaminar a nadie.
¿Se me ha caducado la vocación? Pues vuelva usted mañana y se lo cuento, que hoy no está la parienta para que me lo confirme.
Y es que mi Serea, mi reina mora, está de baja permanente. Se fue sin irse, con la mente fugada y el cuerpo perchado en el armario.
Si se me permite, prefiero que hablemos de ella como la sirena que te seduce entre las olas. Esa
voz que no logras definir en espacio ni en tiempo. Esa que enciende todos tus sentidos a pesar de que el más común de todos te recuerda que eres de secano, que no sabes nadar.
Después de varar quise obligarme a echarme de nuevo a los caminos, para honrar su canto, su chispa…su risa estruendosa como las tormentas de verano. Pero no llegué a nada. Y ahí estaba yo, atascado con la vida hasta que decidí irme a surcar otros lares.
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Dicho y hecho, hablé con mi agencia de viajes de toda la vida, la que nos llevó a la Manga del
Mar Menor tantas veces. La cosa es que se divirtieron con mi ignorancia y eso me tocó la fibra pelotuda. Así que me fui de allí encendido perdido y con la decisión de vivir yo solo una aventura apocalíptica, de dimensiones titánicas. Con mi pensión y mi sarcasmo nada me había de faltar.
Al llegar a casa me dieron ganas de llorar. Menuda estampa, con los pantalones de camuflaje, las botas de monte y la camisa caqui, me parecía a Félix, el de los lobos.
Recordé un petate que había por el trastero de cuando los chicos salían al campo. Aventura con mayúsculas fue entrar en ese cubículo con tanta caja y tanto recuerdo. Odisea fue salir vivo de allí
con el objetivo cumplido. Lo tenía, lleno de polvo y con alguna cinta mordisqueada, pero era mío. Lo miré cara a cara, para que nos reconociéramos y nos hiciéramos amigos.
En casa le pasé un trapito y le puse de nombre Perico. Me recordaba a los colores de la bici de su
tocayo allá por el año 85. Me sentí menos joven aún, si es que eso era posible. El pobre macuto
estaba tan trotado como yo, pero me sentí completo al calzármelo a la espalda. Estaba en marcha. Dar el primer paso al salir del portal proporcionó a mi comunidad de vecinos un lustro de chascarrillos. Me relucía la cara de emoción, de repelente para bichos y de protección solar. No sé de
qué siglo sería el bote de crema que encontré en la cesta de la playa de mi señora, pero la textura
tipo cuajo de leche de cabra de mi infancia me dio buenas vibraciones. Mejor, seguro que protegía hasta del mal de ojo.
Aún recuerda la vecina del 5º mi estampa brillando cual estrella, con la mirada en lontananza, cruzando la calle empuñando con estilo mis palos de marcha nórdica.
Reconozco que en cuanto desaparecí de la vista tras la esquina tuve que pararme a resoplar. Un desasosiego inesperado me arrebató entero. No estaba seguro de a dónde quería llegar, pero me
resonaba sin descanso la idea de que no podía volver a esa casa vacía y hueca. No sin ella, no conmigo a solas de nuevo.
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Mi siguiente parada fue la del autobús. Pedirle al conductor que me vendiera un pasaje a la vida sin pecar de lunático era algo que requería un momento de reflexión. Dejé pasar el primer bus…y el segundo también. Si quería ser un bucanero decente debía surcar los mares y aniquilar monstruos por doquier, pero mis piernas inquietas me pedían más sofá que marea. Así que me rendí. Acaricié el asa de Perico buscando su perdón, queriendo anclarme a la sensación de oportunidad que estaba perdiendo. No quedó otra que volver a mirar hacia fuera, que adentro no se podía estar con tanta sal. Y aquí sigo. Tratando de masticar que, a pesar de todo, no quiero más caminos que los pasillos de mi casa. He de volver. Me estorba el camuflaje, los bastones y hasta Perico. Necesito coger su mano, no sea que cuando quiera llegar ella haya vuelto a zarpar sin mi rostro en sus ojos. Quizá hoy la marea la traiga por instantes a mi vera. Haré guardia en la orilla de nuevo… por si acaso. He vuelto a desterrar a Perico al inframundo y he encargado a mi chaval pequeño que me busque un cuadro con una noche estrellada, con un barquito mecido en un mar tranquilo. Por pedir, que haya una sirena sentada en una roca cercana. Y, si no es mucho lío, que se pueda escuchar su canto desde nuestro salón. Allí nos encontraréis, nereida y pirata, amarrados al ahora, brindando por el ayer para que el mañana nos sorprenda con todos los cabos bien amarrados.
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TERCER PREMIO
IV CERTAMEN DE RELATO BREVE 2021
NÁYADE Luciano Montero Viejo En nuestro barrio había un pozo y un loco. El pozo era nuestro, era de toda la vida. Existía antes de que hubiésemos nacido los niños que vivíamos allí, y también antes de que hubiesen nacido nuestros padres y quizás nuestros abuelos. Existía incluso antes de que nuestro barrio fuese un barrio. En cambio el loco no era nuestro. Quiero decir que no era del barrio, que no vivía en él. Pero no nos importaba, porque también acabó siendo nuestro. Era como si lo hubiésemos adoptado, al loco. El pozo era un bonito pozo de piedra con su brocal, con su polea, con su agua allá en el fondo, muy al fondo. A los niños del barrio, cuando volvíamos del colegio, nos gustaba asomarnos y ver nuestra cara allá abajo, muy abajo, y gritar cada uno nuestro nombre, y escuchar cómo nuestra voz rebotaba en el agua, y nos parecía que nuestra propia cara, nuestro otro yo, nos respondía con una voz hueca, como de ultratumba, que ascendía por la pared en tubo, cubierta de musgo, y nunca nos cansábamos de hacerlo y de asustarnos, o de fingir que nos asustábamos. Otras veces lanzábamos una piedra y poníamos una mano detrás de la oreja para escuchar el leve chapoteo de su choque contra el agua, plas, allá abajo, muy abajo, plas, un sonido que costaba oír, que llegaba distante, amortiguado, con demora, plas, y entonces gritábamos alborozados, celebrando como un triunfo la agudeza de nuestro oído. No había ya cuerda ni cubo en aquel pozo que llevaba en desuso mucho tiempo, mucho tiempo, ni siquiera nuestros abuelos recordaban cuánto tiempo. Era una vieja reliquia que se había salvado de la demolición por su valor testimonial y decorativo. Mucho tiempo.
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Estaba cuidado, pulcro, limpio. Su piedra casi blanca relucía al sol. Hasta los grafiteros, que ensuciaban los muros y fachadas con minucioso mal gusto, hacían con el pozo una excepción. Era nuestro pozo. Los mayores lo valoraban como un bien preciado, como una joya rústica pero coqueta que ennoblecía nuestro barrio, un barrio periférico con el que se había ensañado un deplorable criterio urbanístico, de una estética hortera, y que en aquel pozo, superviviente de un pasado pueblerino, tenía por paradoja su único toque de distinción. Nuestro barrio, que contaba con ese privilegio, infrecuente en las ciudades, de tener un pozo, carecía sin embargo de la figura de un loco. En casi todos los barrios populares hay algún personaje
estrambótico, a veces más de uno, que lanza mítines desde su ventana, o se lo ve por la calle acarreando trabajosamente insólitos enseres, o bien deambula insultando a grandes voces al gobierno, o cualquier otra conducta extravagante, cada cual según su especialidad.
El único loco que conocimos en nuestro barrio no era de nuestro barrio, como ya he dicho. Era de importación. Ignorábamos de donde venía. Ni viejo ni muy joven, andaría por los cuarenta, tenía un aire romántico, pero romántico de verdad, de los del siglo diecinueve, con su perilla, sus patillas,
con su pelo escarolado, el toque discordante de unos pantalones de campana muy fuera de época,
de aquélla y de la nuestra, y una especie de levita que le llegaba casi a la rodilla, con el cuello siempre alzado, hiciera frío o calor.
Era un hombre ensimismado, ajeno a lo que le rodeaba, no parecía de este mundo, aunque eso sí,
tenía un aire muy resuelto, de tener claro su objetivo, cuando aparecía cada día a eso de la media tarde. Se dirigía directamente hacia el pozo, se apoyaba en el brocal, se asomaba muy adentro y le escuchábamos decir:
– ¿Me oyes? ¿Me oyes? A veces insistía y esperaba un poco, como si la persona o el ente al que invocaba su llamada tuviese que acudir desde algún lugar recóndito. Después, acto seguido, daba muestras de alegría y se entregaba a largas y sentidas parrafadas, presa de gran animación.
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Los transeúntes, familiarizados durante años con la escena, desviaban piadosamente la mirada. Sentían compasión por aquel ser delicado, peculiar, evidentemente enajenado, que no hacía daño a nadie. La trabajada pulcritud de su atuendo apenas ocultaba un desaliño de fondo, que a todas luces no afectaba solo a su aspecto exterior. A los niños nos tenían prohibido molestarlo o burlarnos de él. Creo que tampoco se nos hubiera ocurrido hacerlo. Había algo en su aire chiflado e inofensivo que resultaba al mismo tiempo gentil, que despertaba simpatía y un cierto respeto. El aire romántico de aquel galán estrafalario se fue completando al correr del tiempo con un aspecto crecientemente enfermizo. Le brotaron profundas ojeras, su tez se volvió color ceniza, aparecía cada vez más encorvado, sus andares perdieron la prestancia con la que le habíamos conocido y se hicieron vacilantes. Llegó a ofrecer una imagen penosa. Lo mirábamos con lástima. Era evidente que algo no iba bien en su salud, por no decir que debía de ir rematadamente mal. Aun así nunca dejó de acudir a nuestro pozo. En los últimos tiempos llegaba casi arrastrándose, se apoyaba en el borde, pronunciaba su acostumbrado “¿Me oyes?” y en seguida se transformaba, se avivaba su aspecto mortecino y se enfrascaba, como siempre, en su animada cháchara. Un día no vino, ni en los siguientes, ni en un mes, ni en dos. Nuestros padres, que en esos años se habían enterado de su lugar de residencia, en otro barrio no muy lejano de la misma ciudad, indagaron con los vecinos del lunático galán sobre el motivo de su ausencia. Así supieron que la noche de su muerte nadie acudió a velar su cuerpo. Pero las cámaras del tanatorio registraron la imagen de una joven ataviada con una túnica y adornada con jacintos en el pelo que entró de madrugada, lloró junto al cadáver y dejó un rastro de humedad salpicada de musgo y anémonas de luz.
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FINALISTA
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DACTILAR Carmen Lidia García Huerta Miré estupefacto mi pulgar derecho. Estaba en su sitio. El pulgar. En su sitio. Con un saludable tono rosado. Eso no era lo normal. Lo normal era que por las noches, al despertarme, me lo encontrara aplastado entre dos muebles, roído por las ratas en algún rincón, o simplemente desaparecido. Bueno, pensé, mejor no tener que buscarlo porque llegaba tarde a la reunión comunal, así que me desgarré un poco más los harapos, froté lodo en mis dientes y me dirigí al centro del pueblo con toda la velocidad que mi dignidad de zombi me permitía. Afortunadamente llegué a tiempo de la ritual arenga de Nuestro Líder, quien hacía todo un alarde de gestos furiosos y descoordinados (aunque para mi gusto un poco flojo en bramidos), y me situé a la altura de Groasrgh, que giró su media nariz hacia mí. - Hueles raro. Sacudí los hombros en señal de indiferencia, y pasé los siguientes minutos tratando de encajar de nuevo el brazo izquierdo en el hombro correspondiente. - Tío, hueles raro. Con un bufido, me encaré con él. Alrededor, el público vitoreaba enardecido a Nuestro Líder. - ¿Qué te pasa a ti? - No, tío, al que le pasa algo es a ti. Hueles raro, tienes como… más brillo en los ojos y… ¡¿qué demonios es ese dedo?! El señalado, como si lo hubiera entendido, se sumergió inmediatamente en las profundidades de la raída manga de mi chaqueta. - ¿Dedo? ¿Qué dedo? ¿De qué estás hablando? Mi amigo aflautó la voz. - Hablo, de esa morcillita sonrosada y carnosita que tienes en la mano derecha y que me comería ahora mismo. Terminó la frase con una sonrisa que habría resultado pavorosa de haber contado con dentadura.
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- Mira —susurré acercándome a él—, me he levantado así, ¿qué quieres que le haga? Habré comido algo en buen estado, qué se yo… - Sí, vale, pues no me lo acerques que no respondo, eh… La noche prosiguió con su rutina habitual. Tumultos. Comer cerebros. Recomponer tus huesos porque algún adolescente idiota te ha apaleado con un bate (antes de tropezar y clavarse él mismo el rastrillo que lleva su novia). Sin embargo, no me satisfacía como otras veces. Me aburría. Traté de apartar estos incómodos pensamientos. Me eché sobre las tablas de mi refugio y dejé que el sueño diurno me venciera. Pero al día siguiente no pude reprimir el alarido que salió de mi garganta. Estaba frente a uno de los espejos medio partidos de la casa, y la imagen que me devolvía era espantosa. Mi rostro estaba terso, hidratado, con bronceado californiano. Mis ojos resplandecían, enmarcados por pestañas oscuras. Y mi pelo… mi pelo era una frondosa melena dorada que parecía tener pedigrí. Aterrado, corrí hacia la puerta, que inoportunamente Groasrgh estaba abriendo en ese momento. Debido al choque, no se dio cuenta de mi aspecto hasta que intercambiamos y colocamos nuestros miembros. - ¡¡Tío!! ¡Te está pasando algo muy chungo! Abatido, me dejé caer en el suelo y asentí. - Como la gente te vea así, no se lo van a tomar nada bien. - ¿Y qué puedo hacer? - Creo… —me miró con pena— que ya lo sabes. El destierro. Los muertos vivientes ya no me admitirían, así que tendría que probar con los Vivos del Todo. De cualquier modo, me estaba convirtiendo en uno de ellos. Armándome de valor, me despedí de Groasrgh y me encaminé al Territorio Prohibido, desconocido para mí. Nada más llegar, desperté mucha expectación. Al principio en forma de chillidos y bates de béisbol, pero al ver que yo no mostraba actitud amenazante, dio paso a la curiosidad y a las fotos. Muuuuchas fotos, demasiadas de ellas con alguien sonriendo a mi lado y contándose dedos delante de la cara. A lo mejor nos parecíamos más de lo que aparentaba. Unas personas muy importantes sólo querían hablar conmigo. Estaban muy serios pero se marcharon enseguida. Les preocupaba alguna otra cosa porque discutían sobre guerras prevendidas, operaciones extralérgicas y países de los que yo no sabía nada, aunque creo que ellos tampoco.
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Otras personas muy importantes sólo querían hacerse una foto conmigo. Me felicitaron por ser el
Primer Zombi Rehabilitado y me dieron un trozo cuadrado de metal. Estaban muy sonrientes pero también tenían prisa.
Los Vivos no sabían qué hacer conmigo y al final decidieron que podía ser hombre del tiempo, aprovechando mi tirón mediático. El empleo no se me daba mal, anticipaba los cambios de tiempo
en mis huesos y los días soleados con migrañas épicas. Me esforcé mucho por ser normal, por hacer lo que esperaban de mí.
Pero seguía sintiéndome podrido por dentro. Alguien me dijo que podía hacer El Viaje de Léroe. No sabía quién era ese tipo pero pensé que no tenía nada que perder.
Visité muchos lugares. Estuve un tiempo con los Diezdiólogos. Me sentía cómodo, era un poco como estar en casa
(también había muchos discursos, aunque para mi gusto seguían faltando bramidos), pero acabé aburriéndome y me marché.
Conviví con personas muy importantes, menos importantes y nada importantes. Sin embargo, me sorprendió lo mucho que tenían en común.
Al parecer, parte del Viaje se hacía quemando unas hojitas y aspirando el humo, pero cuando me despertaba seguía en el mismo sitio, y no me convenció. Cansado, volví al punto de partida. Un día, deambulando por un parque embarrado tras la lluvia, sentí nostalgia de mis lodos de zombi. Me senté en el suelo y toqué con el pulgar la superficie resbaladiza del barro. Al retirar el dedo me llamó la atención la huella que había dejado: si me acercaba parecía un laberinto de pequeños
caminos. En ese momento, una hormiga medio ahogada salió de su refugio y caminó por la huella, tratando de orientarse. No somos tan distintos, pensé, y por primera vez en mi media vida sentí paz.
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FINALISTA
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EL CORAZÓN EN UN PUÑO Carmen Rosado Texeira La puerta de mi despacho en la parte derecha tiene un agujero-golpe a la altura del hombro, allí
donde los goznes se empeñan en mantenerse año tras año. La puerta es blanca, como todo en las salas sanitarias, blanca y sucia por el paso del tiempo, por las manos que la tocan para abrir o cerrar.
La ennegrecen las miradas asustadas que se acercan a ella, las angustias que la traspasan. La
enrojece la rabia y el dolor. La amarillean las lágrimas que se quedan pegadas a los pañuelos de papel o a la nariz y que pasan a la mano para tocar la puerta.
Es un orificio–golpe de un puño de un joven desesperado. El puño de una mano delgada, casi transparente, donde se mostraban los caminos de venas y arterias muy pálidas; el brazo que la sostenía debía ser musculoso aunque parecía ahora flaco.
Un cuerpo consumido al que hubieran colocado una camiseta vieja y un vaquero hace días. Los pies, que se arrastran por baldosas pegajosas y desgastadas, llevaban sandalias de cuero.
El día antes de mis vacaciones de verano había venido de urgencias acompañado por su novia: una chiquita de 20 años con cara de niña, el pelo suelto, revuelto y una vestimenta cómoda para los 42 grados del mes de agosto, que padecíamos hacía unos días.
Las noches no bajaban de 34. Ella decía: “no soy capaz de quitarle de la cabeza su idea, sólo se
quiere morir, no sé qué más hacer”. Él, sentado a su lado, estaba pálido, angustiado, moviendo y frotando dos dedos contra la palma de la mano derecha. - ¿Qué ha pasado? - pregunto.
- ¿Qué no ha pasado? - dice él casi sin voz. - No puedo más, deme algo para esto por favor.
¡No puedo más! Veintiún años.
Hago informe de urgencias para ser visto por psiquiatría.
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A la vuelta, descansada y aliviada, percibo mi piel tostada aún y, pegada a ella, el recuerdo del aire
y el sol suave. No me cabe la bata blanca, raspa, araña en los brazos desnudos. Me pesan los pies en la escalera, la atmósfera en la cabeza, el blanco en los ojos hasta mi puerta.
Mi puerta rota. Rota-rota. Desgarrada. Atravesada. Reventada por un puño-mano-brazo-corazón de tristeza y rabia.
Se fueron - me dice la enfermera - a urgencias, y le dieron cita para tres semanas. Al día siguiente volvieron igual.
El psiquiatra ocupó tu despacho mientras estabas de vacaciones. Venía desesperado y la pegó contra la puerta. Él no quiso atenderles hasta la cita. Se ahorcó por la tarde. La puerta. Mi puerta. Hace quince años esta puerta se abre cada día al otro lado de la vida, a lo que no es vida o sí lo
es porque no hay muerte sin la vida, ni ésta sin aquella. Me recibe evocando la fragilidad, la vulnerabilidad, el dolor, el sufrimiento del que seremos testigo juntas.
Cada día, en su vacío, en el hueco que ha dejado la mano-puño, coloco los pensamientos de temor y miedo que me surgen mientras busco en mi bolso la llave de la cerradura y encuentro la posición perfecta, la introduzco en ella y abro.
Arrastro con mi brazo pegado a mi hombro el agujero-odio, la puerta hasta la pared. En unos segundos me traslada a la pequeñez de nuestro saber y poder, al cuidado esmerado que hemos de tener con lo que hacemos, a los errores que cometemos, a la posibilidad que tenemos en un momento de
estar al otro lado de la mesa, de ser nosotros los que necesitamos, de que el dolor no es de otros siempre, que tiene todas las edades, y así, de poco en poco, hasta que he logrado dejar mi bolso, mi vida, en el cajón y sentarme en el sillón tras de la mesa.
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El boquete-mano-tristeza da lugar con la puerta abierta a una cueva disfrazada de fortaleza y distancia blanquecina, y luces fluorescentes que descomponen el tamiz de las experiencias dejándolas desnudas. Fuera, los largos pasillos con sus etiquetas, otras puertas, muchas con señales o sin ellas; figuras-batas blancas y fonendos autosuficientes, con las tarjetitas de identificación coloreadas, las mesas, sillones y camillas, los compañeros que saludas, que están al lado, en idéntica realidad, ofrecen la impresión inequívoca de inmunidad y acompañamiento. En la cueva-tú, allí, sola, con tu cuerpo vulnerable como el suyo, tan posiblemente flaco como el suyo, con un corazón como el suyo, con una mente tan mente como la suya, estás dispuesta para los impactos del día. Pero hay impactos e impactos. Hay palabras como balas directas a un órgano, frases como golpes en el estómago que te dejan sin aire, expresiones como bombas, experiencias como proyectiles que acusas más tarde, recuerdos como una colisión.
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RELATOS PRESENTADOS AL CERTAMEN El banco
Susana Piqueras Lapuente
Los libros prohibidos
Alicia Aliaño Lamela
Romu y Julita
Jordi López Daltell
Náyade
Luciano Montero Viejo
El movimiento real
José Mª Martínez Marín
Lo que nos mueve por este mundo
Estefania Tosar Chávez
Mariana y todas las demás
Beatriz C. Maeso Picado
La burbuja
Maximino Costales López
Un nuevo brote
Bárbara Hernández Nicolás
La conquista del Oeste
Maite Inglés y García de la Calera
Soñé
Raquel Montero Kiesow-Virchow
Carta a mi vida
Carmen Linares Miquel
El corazón en un puño
Carmen Rosado Texeira
La historia de Jorge
José Antonio Portellano Pérez
Marrón multicolor
Agustina Pérez Rioja
Girando Girando
Juan Francisco Velázquez Espinosa
Guau, guau
José Félix Mozo del Castillo
Dactilar
Carmen Lidia García Huerta
Una enfermedad crónica
Irene Méndez Gutiérrez
El mensaje detrás de la tormenta
Zara Díaz Martínez
El canto de mi niñez
José Manuel Párraga Sánchez
Querida Teresa
Jorge Juan Rico Cuadrado
Amor peludo
Mª del Carmen Cobo Becerra
Vivo en las miradas de desconocidos
Álvaro Menéndez Aller
Un breve encuentro
Antonio Pamos de la Hoz
En defensa de la libertad
Emiliano de la Cruz García
Serea
Sara Diz de Frutos
Un océano en Madrid
Adriana Andrade Losada
Un millón de amigos
Margarita del Brezo
Quiero pero no puedo
María Dolores López Pérez
La historia del lobo
César A. García Beceiro
Venciendo a nuestro propio enemigo
María Jesús Revuelto García
Errantes
Olaya Rodríguez Sánchez
Mi regalo de Navidad
Eva Mª Fernández Gómez
Psicólogos, psiquiatras y…
Rosa Cobas Conde
Esto se merece otra ronda
Agustín Lozano Vicente
El abuelo
Daniel Muñoz Marrón
Derecho
Roberto Fernández García