I Concurso de Relato Corto El Coloquio de los Perros
TEMA: Cooperaci贸n internacional, desarrollo solidario e interculturalidad
Índice g ener al gener eneral Introducción .......................................7 Mi hermano Rashid ........................... 9 Sudor en jugo ....................................17 La boda de los tártaros ....................27
Tirada: 800 ejemplares Edita: Asociación Cultural «El coloquio de los perros» C/ Fuente Álamo, 1 14550 Montilla (Córdoba) www.elcoloquiodelosperros.com elcoloquiodelosperros@ozu.es Colaboran: Excmo. Ayuntamiento de Montilla Fundación Social Universal La Caixa Consejo Provincial de Jóvenes de Córdoba Portada: Ilustración aparecida en la Edición de Cátedra de las Novelas Ejemplares II I.S.S.N.: 1887-9934 Dep. Legal: CO-623-2003 Imprime: Imprenta San Francisco Solano C/ Zarzuela Baja, 40 14550 Montilla (Córdoba) Tlfo. y fax: 957 65 64 68 imprentasolano@terra.es MONTILLA, MARZO 2003
Desde el momento en que la asociación daba sus primeros pasos estaba claro, para quienes la formamos, que se hacía imprescindible la realización de una actividad cultural que permitiese llevar “El coloquio de los perros” a todos los rincones del mundo. En poco más de un año hemos visto cumplido ese deseo. Desde la organización de este certamen no podemos sino dar las gracias a todos aquellos que han hecho que fuese posible con sus relatos. 68 historias cortas. 68 reflexiones, a cada cual más particular, que no hacen sino ser referentes escritos de diferentes formas de ver la realidad. La realidad depende del color del cristal con que se mira dicen, por ello desde “el coloquio” abogaremos invariablemente por la pluralidad en las personas y las opiniones, siempre con el más escrupuloso de los respetos hacia todas las posturas. Unir, por tanto, a través de la literatura a participantes de todo tipo de nacionalidad, sexo, edad,... se puede considerar ya un logro, pero lo es aún más en el momento en que algunos brillan especialmente por sus cualidades, no sólo literarias. Por ello no podemos sino complacernos de presentarle, estimado lector, las tres obras más destacadas en este pequeño libro. Esperemos que las primeras de una larga lista que año tras año nos traiga a tierras montillanas el buen hacer literario de personas que, como Cipión y Berganza, descubrieron un día que podían comunicarse sin necesidad de ladrar. Asociación Cultur al «El coloquio de los per Cultural perrros»
MI HERMANO RASHID (HISTORIA VULGAR DE UN RECUERDO) Luis Miguel Bueno Padilla C贸rdoba Primer Premio
Aún voy de cuando en cuando al promontorio de la playa oeste. Me gusta sentarme al atardecer, y dejar que mi piel se impregne del salitre que esparce la brisa. Observo las siluetas de los barcos que se desplazan perezosamente, horadando la inmensidad. También me gusta seguir con la vista el vuelo despreocupado de las gaviotas, hasta que el ocaso las transforma en retazos oscuros y furtivos. Después de aquella noche fatídica, el abuelo solía sentarse allí, de cara al norte, y permanecía largas horas sin moverse. A mí me parecía que pensaba el mundo. Recuerdo sobre todo su mirada, compendio de mil vidas, su mirada horizonte. Porque mi abuelo era un hombre hecho de atardeceres. Antes no era así. Antes leía mucho, y frecuentaba el bar de Alí por las tardes, donde iba a fumar con los amigos. Mi hermano y yo sabíamos que era un sabio, y le preguntábamos el porqué de muchas cosas. Mi hermano Rashid... Mi hermano tenía una imaginación febril, tumultuosa. El abuelo intentaba calmar sus ímpetus creadores invocando la prudencia, aconsejándole moderación. Recuerdo que, un día, al salir de la oración del mediodía, Rashid abordó bruscamente al abuelo para proponerle otra de sus ideas alocadas: ¡una alfombra climatizada para rezar en invierno! El frío glacial de los suelos marmóreos de la Mezquita traspasaba las esterillas, y las rodillas se resentían. El abuelo reprimió visiblemente una carcajada, y luego, frunciendo el ceño con un rigor forzado, reprochó a mi hermano su frivolidad. Pero estas reprimendas no contrariaban en nada a Rashid, que imaginaba sin cesar nuevas extravagancias. Su habilidad no estaba sólo al servicio de quimeras y fútiles invenciones. Lo mejor, sin duda, fue cuando instaló una antena parabólica fabricada con restos de electrodomésticos usados. Captaba una docena de cadenas extranjeras, e intuía otras diez. El abuelo, que prefería la lectura, no prestó demasiada atención a este logro. Al contrario que yo, que admiraba a mi hermano por su
destreza y su entusiasmo. Una de las cadenas captadas que ofrecían mayor nitidez era española. Recuerdo que mi hermano la escuchaba, aun sin comprender una palabra, porque le agradaban la sonoridad, la brusquedad de las sílabas que se concatenaban y producían ritmos y entonaciones desconocidas. Y lo cierto es que, poco a poco, mi hermano fue acostumbrándose a la lengua castellana. Comenzaba, decía él, a enlazar colores y formas con los sonidos, a aprender significantes modelando significados, anticipando fonemas y remedando interjecciones. El abuelo, al principio indiferente, parecía ahora contento con esta nueva ocupación intelectual de Rashid. Y lo animaba a desvelar el código cifrado de la lengua extraña. Así pasó un año. Creo que todo comenzó al invierno siguiente. Fue un día de noviembre. Llovía con insistencia un agua sucia, estrepitosa y helada. El abuelo leía en la mecedora y yo jugaba al parchís con unos amigos. De pronto, mi hermano, empapado y jadeante, irrumpió en la casa. Estaba muy nervioso, y farfullaba algo ininteligible. El abuelo, un poco turbado, pero mostrando serenidad, fue a envolver a Rashid en una gran toalla de lana, obligándole a sentarse. Sin mediar palabra, comenzó a preparar un té, mientras mi hermano, los ojos fijos en el vacío, murmuraba con la boca entreabierta. No había visto nunca en él aquella expresión de desasosiego y repugnancia, de hastío e indignación. Sus ojos, sobre todo sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, parecían querer hendir el aire, triturar los muros. Sus ojos, no podré olvidarlo jamás, gritaban en un silencio estremecedor. Cuando el abuelo trajo la tetera humeante, nos dirigió una mirada a mis amigos y a mí, que yo comprendí muy bien, para que los dejásemos solos. Despedí, contrariado, a mis dos compañeros de juego, y me retiré a mi habitación. Desde allí escuchaba la voz trému-
la, extrañamente cambiada, de mi hermano, y las interrupciones, en un tono reposado pero firme, del abuelo. Así estuvieron hasta muy tarde, hasta que se me cerraron los ojos y un sueño pesado me abatió. Desde aquella noche, y por un motivo que no comprendí, mi hermano se volvió reservado y taciturno. Ya no desafiaba la paciencia del abuelo con alocadas proposiciones. Ahora se encerraba a menudo en su cuarto, y apenas hablaba. Se limitaba a cumplir maquinalmente sus tareas, tanto en el zoco como en casa. Lo único que seguía ínteresándole era la televisión, la cadena española, que veía cada vez que tenía un rato libre. A veces, sin embargo, me dejaba acompañarlo a la playa, por las tardes. Nos descalzábamos y recorríamos la orilla hasta las rocas de la bahía. Me gustaba sentir la espuma que se enroscaba en los tobillos, y hundir los pies en la arena, en el crepitar infatigable de las olas. En los días más claros podían verse las montañas españolas, a lo lejos. Entonces mi hermano se sentaba en la arena y contemplaba absorto el horizonte. Hasta que subió al promontorio. La vista, aquella tarde de agosto, era excepcional. El mar parecía una lámina de metal grisáceo abrumada por tantas horas de calor abrasador. El cielo estaba rosáceo, descarnado, y ya brillaban algunas estrellas aquí y allá. Mi hermano, en un susurro apenas audible, comenzó a recitar unos extraños versos, o al menos eso creía yo. Luego se volvió hacia mí, el rostro sonriente, y se lanzó corriendo hacia la playa. Yo corrí tras él, y así llegamos, exhaustos, a casa. El abuelo había salido, y mi hermano se puso a registrar los cajones del dormitorio familiar. Extrajo un fajo de billetes y se fue, sin perder un minuto, hacia el zoco. Yo quise seguirle, pero él me retuvo con un gesto imperativo de la mano. Allí me quedé, apoyado en el dintel de la puerta, aturdido y, no sabría por qué decirlo, decepcionado. Mi hermano volvió a cambiar. Parecía haber recobrado su vita-
lidad, su buen humor. Ahora sonreía, y daba palmaditas en el hombro. Incluso se permitía bromas con el abuelo. Sin embargo, sus violentas carcajadas, sus ademanes exagerados, sus inflexiones en la voz, más aflautada e histérica, nos inquietaban. Yo sabía que a Rashid lo devoraba la cólera por dentro, que algo siniestro, un fluido de amargura, un rencor indómito, lo debilitaban. Sus risas, sus bromas, sus gestos desenvueltos no eran sino un sombrío presagio. Mi hermano... creo que mi hermano había acumulado demasiadas miserias, como muchos otros. Como yo. Y entonces ocurrió. Una noche oscura y seca, de fuerte viento, Rashid se escabulló a hurtadillas de casa. No debía ser muy tarde, aunque lo suficiente para que el abuelo durmiese desde hacía un buen rato. Llevaba una especie de saco, de gran tamaño, que no pude distinguir bien en la oscuridad. Sin que él me viera, le seguí. Al pasar por el salón reparé en un papel depositado encima de la mesa, una carta firmada, pero no quería parar un instante por miedo a perderle, así que continué. Estaba muy oscuro, pero oía los pasos de mi hermano en la calle, alejándose apresuradamente. Iba a la playa. Entonces pensé en todos los que viajaban a España en barcazas, en medio de la noche, sin ni siquiera llevar una maleta o un poco de comida. Mi abuelo me había prevenido contra los que ofrecían esas travesías clandestinas. Es insensato, me decía. Y ahora mi propio hermano se dirigía a la playa, al parecer para unirse a algún grupo de aquéllos. No podía creerlo. Mi hermano nos abandonaba. Se me hizo un nudo en el estómago, y unas ganas de llorar me oprimieron el pecho. Quería gritarle, insultarle, quería alcanzarlo para llorar en sus brazos y golpearle para que se quedara. En ese momento vi que Rashid tomaba el camino del promontorio, y dejaba el de la playa. Desconcertado, lo seguí en silencio, más tranquilo al alejarnos de la costa. Cuando llegamos al promontorio, el viento azotaba con
furia las rocas, y obligaba a realizar esfuerzos para andar. Rashid, que portaba penosamente su enorme fardo, alcanzó el borde del acantilado. Arrojó al suelo la carga, y retiró el plástico que la envolvía. Ante mi sorpresa, lo que mi hermano extrajo de aquel amasijo de maderas eran dos alas de portentosa envergadura, fabricadas quizá con tela, quizá con otro material resistente y elástico, enroscadas en torno a unos troncos cilíndricos y articulados. Todo sucedió muy rápido. El abuelo, que nos había oído salir de casa, remontaba la pendiente con dificultad, gritando y haciendo aspavientos. Yo, sin embargo, no podía moverme. Estaba paralizado. Mi hermano me había mirado por última vez, con unos ojos llenos de euforia, de exaltación, llenos de océano, de cielo, de mar y de tierra, de risas en la playa y de atardeceres juntos, de bromas y de caricias, de remordimientos y de amor. Y mientras el abuelo, impotente, mezclando su llanto al del viento, clavaba sus rodillas en la hierba mustia, los brazos extendidos hacia el vacío, yo veía a mi hermano volar en la oscuridad, y me acordaba de las gaviotas, retazos furtivos del ocaso.
SUDOR EN JUGO Juan Jesテコs Zaro Vera Mテ。laga テ…cesit
Aquello debía de ser Málaga. Tenía metidas catorce horas de tren en el cuerpo y la señora tan brava de la estación le había dicho que eso era lo que tardaría en llegar. Llevaba más de cuarenta y ocho horas sin dormir, los ojos se le nublaban, se sentía sucio y sudado y la boca le sabía a animal muerto. Primero había sido Guayaquil, siete horas de viaje, cuatro a caballo desde Balzar a Quevedo y luego tres en autobús. Menos mal que el papá de su amigo Crescencio le había dejado pasar la noche en una habitación de la casa donde trabajaba. Era una casa de ricos, con cinco muchachas, una cocinera y el papá de Crescencio, que era chófer y abría y cerraba la puerta a los carros. En Guayaquil, tuvo que reunirse con la señora Bélgica Arana, organizadora de los viajes a España. Junto a veinte personas más, aquella señora le dio las instrucciones en el cuarto trasero de la agencia de viajes: no llevar muchas cosas, porque la policía española podría sospechar que trataban de quedarse a vivir en España; decir que eran turistas y que iban a ver el Prado —«Señora, ¿qué es eso?»— en Barcelona y el Nou Camp en Madrid, o quizá era al revés; jurarles, si les preguntaban, que volverían a Guayaquil mostrándoles el billete de vuelta. Y, finalmente, acordarse de pagar el resto del dinero a la persona que les esperaría fuera. Le había costado mil doscientos dólares el maldito viaje: el trabajo de dos años. La mitad ya la había pagado en Ecuador y la otra mitad, al llegar a España. Los billetes estaban húmedos al sacarlos de la bolsa donde los guardaba y hasta tuvo que plancharlos, pero habían estado mejor en el hueco que en el banco. ¡Quién podía fiarse de esos bancos, que un día te dan sucres y otro dólares! El avión de Guayaquil a Caracas salió con retraso, pero salió al fin. Vio a mucha gente llorar en el aeropuerto y no pararon de dar por los parlantes mensajes de despedida a los que se iban, pero a él nadie lo despidió. Era mejor así. Tenía que enseñarse a no estar con su familia, porque así se acostumbraría antes. Antes de despegar. Milton miró a todos los santitos que guardaba en la billetera: la niña
Narcisa, virgen y santa, el santo José Gregorio, médico milagroso de Venezuela. San Martín de Porres, del Perú y, sobre todo, la Mano Poderosa manando sangre. Nunca había viajado en avión, y le sudaron rapidito las palmas de las manos cuando el aparato se elevó. Debajo vio cómo pasaban montes, pueblecitos y, allácito, el Chimborazo, medio nevado. Luego, pura selva. Se acordó de aquella bola de fuego que una vez surcó los cielos de Ecuador y que cayó en el mar porque la Virgen María así lo quiso para proteger a los ecuatorianos. ¿,Y si chocaban con otra mientras volaban’? El avión estallaría y no podrían hacerle un velorio como Dios manda ni, mucho menos, enterrarlo... ¡Ay Diosito lindo! En Caracas, todo era carisisísimo. Dos dólares por un sandwich y noventa centavos por una coca-cola. Y en el mostrador de Air France volvieron a pedirle el pasaporte y los billetes de ida y vuelta. Luego, trece horas de vuelo hasta París. Aunque él no traía ni una cámara, los demás compañeros, todos con familiares en España, se pasaron el viaje haciendo fotos a las nubes y al mar que se veía abajo, mientras el aparato volaba coheteando caminito de Europa. Les dieron la merienda, la cena y un desayuno, y pusieron dos películas que Milton apenas entendió. No estaba tranquilo, no se fiaba de su prima, que era quien iba a recibirlo en España. Tenía el presentimiento de que se dedicaba a un trabajo poco recomendable, algo así como un chongo o un puticlub, porque no dejaba de mandar dinero a sus hijas, a su mamá, e incluso a sus primas y primos. No se gana tanto dinero en un trabajo normal. Y, sin embargo, Beatriz le había prometido que estaría esperándolo en España. ¿Y cómo sería España? A veces, había conocido a españoles y no los había entendido muy bien. Hablaban raro, pero eran buenas personas. Y tenían dinero, mucho dinero, porque los que iban a Ecuador compraban fincas enteras y daban trabajo a mucha gente. Todos los muchachos que habían emigrado enviaban dinero a sus familias, así que no debía de pasarse tan mal. Es verdad que se trabajaba más
que en Ecuador, pero también hacía menos calor y a veces hasta nevaba y te ponías blanquito enseguida. La nieve... ¡eso sí que quería verlo! Y aunque ya no podría estar en pantaloneta todo el día, ni bañarse en el río, ni pisar muchachas en la trocha tras prometerles amor eterno, no le importaba. En París tuvo la sensación de estar muy lejos de casa. Aquello ya no olía a América, sino a aire enrarecido sin humedad, y la gente no iba vestida como en Guayaquil o en Caracas. Sin embargo, ocurrió una cosa curiosa: pasaron el control de fronteras sin que nadie les preguntara. Ni siquiera les sellaron los pasaportes. ¡Tantas precauciones para nada! Y él que quería tener el sello de Francia en el pasaporte para enseñarlo a sus vecinos... Ya casi nadie hablaba español, y él y sus compañeros de viaje se perdieron en aquel aeropuerto. No sabían cómo encontrar cl vuelo a Barcelona: aquello era enorme e intrincado y nadie les hacía el menor caso. Por fin, un muchacho negro uniformado —Milton creía que no había negros en Europa— que hablaba un poco de español les dijo que habían perdido la conexión y que tendrían que pagar doscientos dólares cada uno para que los metieran en otro vuelo que salía dos horas más tarde. Se estaba quedando sin el poco dinero que traía. ¡En dos días se le había ido el dinero de dos años de trabajo y todavía tenía que pagar la mitad de su deuda! Por fin, Barcelona. A los demás muchachos los esperaban sus familiares. Recogieron las maletas, que habían llegado antes que ellos, y se despidieron. —¡Pase bien, Alfonso, pase bien!— le deseó al que mas había hablado con él. Era un chaval de Quevedo de dieciocho anos, un poco más blanquito que Milton, casado y con dos niñitos varones que había dejado con su mujer y su mamá. Le esperaba su hermana, que llevaba cinco años en Barcelona y que ya le tenía un trabajo buscado de guardia de seguridad.
Luego buscó al hombre de la agencia para pagarle lo que le debía. Tenía que hacerlo, porque su mamá había hecho de garante. Si se hacia el loco y no pagaba, molestarían a su mamá mañana mismo. No tardó en encontrarlo. Doscientos cincuenta dólares más se le fueron en un soplido. Pero en España iba a ganar buen dinerito. En Ecuador siempre había estado medio chiro, entre las deudas de la familia y el dinero para mantenerse. Por eso no había cogido mujer, aunque algunas veces le hubieran dicho maricón. Milton era muy hombre, vaya que si lo era, comía carne cruda desde los doce años y decían que hasta tenía dos o tres hijitos que él nunca había reconocido, pero lo que quería era ganar dinero, comprar tierras y ganado. En cinco años en España, podría reunir suficiente para comprar unas veinte hectáreas y hasta pagarle la hipoteca a su mami. Pero... ¿y dónde estaba su prima? ¿No estaba ya en España? ¿Por qué no había ido a esperarlo como los familiares de los demás muchachos? Cambió cinco dólares en euros y llamó a su número de teléfono desde una cabina, pero no logró comunicar con ella. Un muchacho español que llamaba desde un teléfono contiguo le dijo que tenía que poner más dinero porque era el número de un móvil. Por fin, oyó la voz de su prima. —¡Primo, dígame dónde está! —¡En Barcelona, pues! Recién he llegado y no se encuentra usted en ningún sitio. —¿Pero cómo me va a encontrar si yo estoy en Málaga? Véngase para acá hoy mismo. Coja un avión o un tren y yo iré a esperarle. —Pero... ¿y dónde está Málaga? ¿Queda muy lejos de aquí? —A unas ocho o nueve horas. Pero si ya se lo dije, primo... le dije que yo estaba acá y que tendría que venir hasta aquí. —¿Y cómo llego? —Puede venir en avión o en tren. —¿Y cuánto vale el avión? —Unos doscientos dólares.
—¡Oye! ¡Sí que es caro esto! ¿Y el tren? —Menos. Puede venir por algo más de sesenta dólares. Milton decidió coger un taxi e ir directamente a la estación. Allí le dijeron que el próximo tren para Málaga no saldría hasta la mañana siguiente. ¡El vestíbulo comenzaba a vaciarse y, pocos minutos después, unos guardias de seguridad anunciaron que todo el mundo tenía que salir fuera porque iban a limpiar. Milton miró a otro muchacho con aspecto de emigrante. Era argentino, bien blanquito, incluso rubio, y también iba a pasar la noche allí. Los dos se tiraron en medio de la acera y se acostaron sobre sus maletas. Milton pasó el frío más grande de su vida. Era costeño y no serrano, de modo que no estaba acostumbrado a temperaturas tan bajas como los paisanos de la sierra. El argentino se durmió y hasta roncó, pero él no pudo pegar ojo. Tenía miedo de que alguien le robara su maletita aunque, pensándolo bien, no le iban a quitar mucho. Pero era su ropa, su mami se la había doblado y guardado y quería ser él quien la sacara de allí. Al amanecer, se despidieron. Rodrigo, que era como se llamaba el argentino, se iba a Madrid en el primer tren. Luego, a Milton se le ocurrió preguntarle a una señora por dónde se iba hasta el tren de Málaga. —¿Usted cree que yo soy un servicio de información? —le gritó, bravísima—. Yo estoy aquí para vender lotería. Y sepa usted que de aquí a Málaga son por lo menos catorce horas de viaje. Milton no entendió mucho, pero alguien le señaló por fin dónde se encontraba el andén del tren de Málaga. A Milton le quedaban unos ciento cincuenta dólares en el bolsillo, pero no se le había ocurrido cambiar más. Se dio cuenta de que no podría comprar nada en el tren a menos que alguien le hiciera el favor de cambiarle dinero. Y tenía hambre, mucha hambre, después de toda una noche en vela. Debió de notársele en la cara, porque unas monjas que iban en un asiento contiguo se prestaron a comprarle algo cuando pasó un hombre por el pasillo con un carrito. —No se preocupe, no tiene por qué darnos nada. Nosotras le com-
pramos un bocadillo y algo de beber, lo que quiera. No somos ricas, como podrá imaginarse, pero usted es emigrante y tenemos que ayudarle. Por cierto, ¿cómo se llama usted? —Milton Ariza del Monte. —Ustedes siempre tan fantasiosos con los nombres... ¡cómo si no hubiera en español nombres preciosos: Juan, Antonio, José, Luis, Ramón...! ¿No se da cuenta de que Milton no es un nombre cristiano, sino inglés? A Milton todos aquellos nombres le sonaban a antiguanos, pero no quiso discutir con las monjitas. Si alguna vez. tuviera un hijo, le pondría Darling o Yoel, o los dos. Ninguno de sus amigos se llamaba con un nombre de esos que les gustaban a las monjas: Yeimi, William, Lenin, Edgar, Estalin, Wilfrido, ésos eran los que a él le placían. Luego se comió lo que le compraron: un bocadillo de jamón, que le supo a rayos, y urna fanta de naranja. Y encima tuvo que fingir que le gustaba mucho. —Es que el jamón de España es de las mejores cosas que tenemos. Entonces, por primera vez en aquel viaje, anheló poder comer algunas de las cosas que más le gustaban en Ecuador: camarones, seco de gallina, menestra de lentejas, ceviche, patacones, el cocolón del fondo de la olla... Entonces, con el sabor extraño del jamón, que a él le supo a cadáver de caballo, se dio cuenta de que su vida había cambiado del todo en veinticuatro horas y se sintió bien afligido. No más trabajo en la sierra, no más chongos a un dólar la culeada, no más chupadas de licor con los amigos, no más pasacalles ni corridos, no más papayas, mangos ni guanábanas tiradas por el suelo... Y... ¿a qué muchacha le iba a dar su sudor en jugo, si las españolas no sabían ni lo que era eso? ¡Se acababa todo a lo que estaba enseñado! En aquel momento, a Milton se le saltó una lágrima del ojo y tuvo que bajar la cabeza para que las monjas no lo vieran llorar. En silencio, sacó la estampa de la Mano Poderosa y miró los santitos que coronaban cada uno de los cinco dedos y la sangre que fluía del estigma, de
la que bebían seis corderos blanquísimos. Luego se puso a rezar, moviendo los labios, la oración que venía en la parte de atrás. Una bruja de Balzar, que nunca solía equivocarse, le había dicho pocos días antes de venir que al principio le iría muy bien, luego muy mal y después otra vez bien. Pidió a la Mano que no fuera así, que le fuera siempre bien y que, si le iba mal, que no fuera tanto, que pudiera volver a Ecuador lo antes posible con mucho dinerito y, sobre todo, que no le dejara morir en España y ser enterrado aquí. Milton imaginó otra vez su velorio, sin cadáver, y pensó que era lo peor que le podía ocurrir. Después, cuando el tren se detuvo, bajó su maletita y dijo adiós a las monjas sin mirarlas de frente. Sí, aquello debía ser Málaga... ¡Ay Diosito lindo!
LA BODA DE LOS TÁRTAROS Francisco Javier Lucena Domínguez Córdoba Áccesit
Los muertos que no se entierran gozan de muy buena salud; de muy buena salud ellos y de muy mala salud sus deudos. Eso era algo que Elisa había aprendido en carne propia, pero que a la vez le resultaba difícil de explicar. Rememora Elisa las tremendas broncas que mantuvo con alguna vieja amiga, cuando le dijo que ella sí quería olvido y perdón, aunque odiara tanto como las locas a la canalla militar que había segado la vida de su hija y de tantos amigos y amigas suyos. Pero no era exactamente olvido, sino como la imperiosa necesidad de paz, paz para su hija — poderle decir al fin “descansa en paz, hijita” — y paz para ella misma. Porque a Elisa le resultaba imposible andar a cuestas siempre con la foto de su hija, fotocopiándola y amplificándola para portarla en las manifestaciones, pues de la misma manera se le repetía y ampliaba la desolación a ella, hasta devorarle el corazón. El doctor se lo había advertido ya: “vieja, yo no soy precisamente un momio, pero como siga con las locas esas va a acabar mal, o peor aún, muerta de un infarto fulminante”. Y eso hubiera sido lo mejor, caer muerta y acabar de una vez; pero el sufrimiento no, eso no lo aguantaba, el propio dolor recreciéndole el recuerdo de su hijita, de su Victoria, que la tuvieron que reventar a golpes, sin piedad ninguna, hasta que se les muriera entre las manos, porque aquellos cabrones seguro que no tuvieron siquiera la compasión de pegarle un tiro. De su Victoria no le había quedado más que aquello — una inmensa aflicción—, y libros, muchos libros, sobre todo de viajes. Recuerda Elisa que se reían cuando, de tarde en tarde, venía Victoria a echar un matecito y ella le reprendía zumbona: “con tanto libro de viajes te me largaste, todo el día por ahí, pero eso sí, los libros me los dejaste en esta cueva, en mejor sitio que a mí, que me tengo que salir al patio con la mecedora porque dentro, entre tanto estante, no quepo. Y yo, que no me muevo a ningún lado, aquí, como un pasmarote, rodeada de libros de viajes. Un día me va a pasar como a Don Quijote, me los voy a empapar todos hasta perder la chaveta y cuando vuelvas no me vas a encontrar, que voy a estar por Femando Poo”.
No sabía cómo, en aquella ocasión en que el cardiólogo le advirtió que tendría que empezar un tratamiento más riguroso y que no descartaba tener que intervenirla, pensó que ahora sí, que ahora sí que le iba a hacer caso a los libros y, antes del postrero y definitivo viaje, se iba a mandar mudar, a Madrid — decidió—, al acordarse de que su abuelo — el único que aceptó su decisión de tener ella sola a Victoria— era un gallego que había llegado de Madrid con las manos en los bolsillos para terminar con las manos en los bolsillos, contando y recontando viejas historias de indianos españoles que llegaron con él en el mismo barco y habían hecho Las Américas. Y lo contaba con cierto orgullo, cual si al pobre le hubiera cupido alguna parte en tales fortunas. Al final de esas historias, el abuelo se abandonaba a la nostalgia, a la morriña, como un auténtico gallego, y rememoraba su miserable infancia en Lavapiés, que lo mismo acarreaba bultos en el mercado de La Cebada, que limpiaba zapatos por Atocha o por el Retiro, que salía al campo a segar en verano. De modo que a Elisa Lavapiés se le quedó grabado con la musiquilla infantil, llena de resonancias tiernas, crueles y mágicas, de un cuento. Y así fue como Elisa, con el pasaporte español —que pudo obtener, tras infinitas colas y gestiones, como descendiente de españoles—, con los ahorros que tenía, un somero equipaje y un viejo y solo libro de viajes de Victoria —su preferido, el Libro de las Maravillas, de Marco Polo; el resto lo donó a la biblioteca del colegio donde estudió Victoria—, llegó a Madrid, al barrio de donde saliera su abuelo tanto tiempo atrás para que no se lo comieran los piojos y donde ella volvía para que no la devorara la pena. Nada más entrar al Consultorio, entre toda la gente, a Elisa le llamó la atención aquella mujer: sentada en la amplia sala de espera, enjuta, el pelo recogido bajo un pañuelo, enlutada bajo una obscura túnica informe, presentaba el aire serenamente desvalido, casi transfigurado, que tienen los que han agotado toda tristeza. Inmóvil, aga-
rrada a su pobre bolso, no como quien custodia fortuna, sino como quien se aferra a un asidero, parecía parte del mobiliario del vestíbulo. Entre el gentío que llenaba la sala, que con su extraño acento —el de su abuelo, tan remoto— le aturdía, Elisa se aferró a su vez a la visión de aquella mujer, que con su serenidad hierática, le transmitía paz y tranquilidad. En cuanto un paciente dejó libre una silla junto a ella, con una agilidad que le sorprendió a la propia Elisa, cambió ésta de asiento, se sentó a su lado y pasó a desplegar toda la seductora simpatía de que fue capaz, de manera que a la salida del cardiólogo las dos estaban tomándose un té en Tirso de Molina y con el segundo ya se hacían confidencias de viejas amigas. Fue así como Elisa supo de la vida de Fátima, que así se llamaba la mujer: oriunda de Tánger, cuando el marido, un par de años después de casados, murió en un accidente en un batán de cuero, intentó sacar adelante su casa y su hijo, Hamid. Pero, recobrada cierta independencia como viuda, por primera vez en su vida relativamente dueña de sí misma, no quería ni por asomo arriesgarse a que un nuevo matrimonio pudiera volverla a reducir a la condición de súbdita doméstica. Además, tampoco en Marruecos había trabajo para nadie y el país entero era una sangría de gente que se marchaba a cualquier ciudad de Alemania o de Francia, o a Barcelona o, como ella, a Madrid, donde tenía una prima. Al principio fue duro: carente de documentación legal, aceptaba cualquier trabajo —de limpiadora, cuidando enfermos en los hospitales, en clandestinos talleres textiles...— bajo infames condiciones y con horarios infinitos, sin apenas tiempo para estar con el crío, que se lo cuidaban las vecinas. Luego, cuando ya tuvo su propio pisito y parecía que las cosas iban bien, Hamid empezó a ir mal. Aquel niño que había sido su razón de vivir, sin que le diera tiempo a darse cuenta, se le transformó en un extraño, cada día más hostil, más deteriorado, más enganchado. Le robó todo lo que tenía algún valor, pero Fátima resistió como pudo hasta que, ya enfermo, tenía que ir a recogerlo a la calle, llevarlo a casa y acostarlo; de alguna manera, fue como recobrarlo, volverlo a tener a su cuidado, como cuando de pequeñito lo lavaba, lo cambiaba de ropa y lo acunaba. Cuando murió Hamid, a
Fátima ya no le quedaban lágrimas, pero sí un corazón desacompasado. Y fue así también como Fátima supo de la vida de Elisa, quien terminó llorando cuando aquélla, ante el puñado de fotos de sus hijos, que habían sacado de sus respectivos bolsos y extendido sobre la mesa, le dijo que al menos ella sabía quienes eran los responsables de la muerte de su hija; pero ¿y de su hijo?, ¿quién era responsable de la muerte de su hijo? Elisa prefirió callarse, porque no pareciera una absurda competición por el dolor, pero no pudo evitar pensar que Fátima, con todo, pudo darle sepultura a su hijo, mientras ella, que nunca recibió ni vio el cadáver de su hija, no podía evitar la escabrosa incertidumbre imposible —el diablo más terrible de todos, contra el que muchas noches batallaba hasta la extenuación— de que pudiera incluso estar viva. Ya en su piso, Elisa se sintió tranquila y contenta de haber encontrado una amiga, su primera amiga en España, y sintió compasión por Fátima y por ella misma. A partir de entonces se frecuentaban casi a diario, por las tardes, cuando Fátima volvía a casa. Salían a las tiendas del barrio, donde abundaban los comercios de magrebíes y en los que se detenían no tanto a comprar, como a saludar a los conocidos y conocidas de Fátima, con los que entablaban breves tertulias. Luego, si tenían ganas y tiempo, bajaban hasta Atocha o, si no querían andar tanto, se acercaban a Latina, donde en cualquier cafetería Elisa —“deja que te invite una jubilada que ya no tiene a quien enviar dinero”— convidaba a su amiga a un largo té, que ponía a prueba la paciencia de los camareros. III Un día, tras una mala noche, Elisa se levantó muy temprano y,
como todos los días que el insomnio la quería madrugar antes de tiempo, se puso a leer un rato en la cama el viejo libro de Victoria. Ahora que ya lo había leído por completo del derecho y del revés, se entretenía en abrirlo al azar por cualquier capítulo, yendo a dar en esta ocasión con el pasaje Donde se habla del dios de los Tártaros y de su ley. Al principio no pasaba de un entretenimiento, de un intento de evasión para hacer pasar el tiempo; pero de pronto se encontró enfrascada en el libro: los ojos imantados sobre las letras, sin poderlos apartar, leía ahora el capítulo bajo una nueva perspectiva que jamás antes, ni por lo más remoto, se le había ocurrido. Una mezcla de inquietud, de pequeña felicidad recobrada, de miedo, se apoderó de Elisa. Eran pocos los amigos que tenía todavía en España, en realidad sólo a Fátima, pero a ella era justo a la única persona que no se podía confiar en ese momento. Así que no le quedó más remedio que acercarse al vecino de planta, Anselmo, un galante y castizo viejo madrileño al que un resto de estúpido pudor le impedía facilitarle la confianza que él le brindaba en cada oportunidad que se le presentaba: si Anselmo coincidía con ella en el rellano del bloque cuando volvía con la compra, el hombre se ofrecía a subírsela a casa; si se cruzaban en la calle siempre la saludaba, destocándose la mascota, y si ella iba sola, invitándola a un café, invitación que invariablemente declinaba Elisa. Cuando abrió Anselmo, primero se disculpó en exceso y luego, a toda prisa, para evitar arrepentirse, le soltó la retahíla de corrido: — Usted dirá que estoy loca, pero quería consultarle una idea de piantada que se me ocurrió esta mañana y no sé si es una tremenda genialidad o el parto de una boluda como yo. Y Anselmo, todo amabilidad, se dispuso, tan coqueto como atento, a escucharla con dos tazas de café por delante. — Pero mujer, ¡qué locura ni locura!; seguro que a su amiga Fátima le va a encantar la idea. Claro que... no puede haber boda sin
oficiante ni padrino. ¿No le he contado que en nuestra guerra incivil —valga la redundancia— como habíamos corrido a todos los curas y yo había sido monaguillo, me ponían a oficiar enlaces de emergencia? Me vestían para la ocasión con una toga y un birrete de académico, que vete a saber de dónde los habían sacado, y que me dejó esta afición mía por los disfraces, aunque ahora un tanto devaluada, pues no paso de chulapo. Un día recuerdo que casé a una puta y a un enano, en medio de una tremenda borrachera, y otro a una pobre muchacha, una cría casi, con un americano de las Brigadas Internacionales, al que no quería entregarse sin previa sanción de la unión. Evidentemente estas bodas no tenían ningún valor, ni religioso ni legal. Pero a quién le importaba en aquellas circunstancias la religión ni la ley. Lo único que importaba era la celebración, el gozo de estar aún milagrosamente vivos. IV Aquella mañana de domingo, el café Barbieri lucía, tras las cristaleras, con sus mejores galas, mientras a la puerta descansaba un anacrónico carruaje de caballos, adornado con flores y lazos, y en la vecina plaza un bidón lanzaba llamas al frío cielo entre la algarabía de los muchachos. Al fondo de un salón abarrotado por una abigarrada concurrencia de chilabas y túnicas, de abuelos y abuelas con atuendos de chulapas y chulapones, y de jóvenes y no tan jóvenes variopintos vecinos del barrio, Anselmo, en una mesa presidida por unas emocionadas Elisa y Fátima, junto a dos figuras dibujadas sobre cartón, una con forma de mujer y otra con forma de hombre, se levantó y tomó la palabra: — Hoy estamos aquí congregados para celebrar el matrimonio entre Victoria y Hamid — dijo, señalando las figuras de cartón—, o lo que es lo mismo, su rescate del tártaro por el dios de los tártaros. Como imagino que la mayoría no entendéis nada, yo, como los curas, antes de la plática explicativa, os leeré del libro este de las Maravillas, de Marco Polo, el más famoso emigrante de todos los tiempos, un
pasaje que a buen seguro os ayudará a entenderlo: ”Y también os diré otra costumbre maravillosa que tienen y que he olvidado describiros. Tened por cierto que, cuando hay dos hombres, uno de los cuales tuvo un hijo que está muerto —y puede estar muerto hace cuatro años, o cuando sea antes de la edad del matrimonio— y otro que tuvo una hija, muerta también antes de la edad núbil, casan a los dos difuntos, cuando llega la edad en que el muchacho habría de tomar mujer(..) Entonces hacen una gran boda, y derraman un poco de comida acá y allá, diciendo que va a parar a sus hijos en el otro mundo y que la joven esposa y el joven marido han recibido su parte del festín Y tras hacer dos imágenes, una en forma de muchacha y otra en forma de muchacho, las ponen en un carromato lo más bellamente adornado que pueden. Tirado por caballos, el vehículo pasea estas dos imágenes con gran regocijo y alborozo por todos los alrededores; luego lo llevan hasta el fuego y mandan quemar las dos imágenes; con grandes plegarias suplican a sus dioses hacer que ese matrimonio sea tenido por feliz en el otro mundo”“ En todo Lavapiés, y parte del extranjero, la fiesta fue sonada.