3CRCF. Quijote y Sancho en el siglo XXI.

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III CONCURSO DE RELATO CORTO EL COLOQUIO DE LOS PERROS


Portada: José Manuel Márquez «mane» Tema del concurso: Quijote y Sancho en el siglo XXI Edita: Asociación Cultural «El coloquio de los perros» Colaboran: Excmo. Ayuntamiento de Montilla, La Caixa, Fundación Social Universal y Restaurante Don Quijote

D.L.: CO-623-2003

Imprime: Imprenta San Francisco Solano C/ Zarzuela Baja, 40 14550 Montilla (Córdoba) Tlfo. y Fax: 957 65 64 68 imprentasolano@terra.es


III Concurso de Relato Corto «El coloquio de los perros» ______

Montilla, 2005



ÍNDICE

PRÓLOGO. Elena Medel.............................................. 9 RELATOS GANADORES..........................................11 PRIMER PREMIO. Alberto Ramos Díaz El desafío de Dulce Toboso..................................... 11

ACCESIT. Juan Antonio Montaño Corrales En un lugar de Andalucía......................................... 21

ACCESIT. Josefina Solano Maldonado De cómo Don Quijote se hizo poeta para recitarle versos a un siglo entrante........................................ 29

MENCIÓN ESPECIAL. Sergio Pérez González Campos de justa y este Quijote............................... 39

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PRÓLOGO De otra forma En la España del siglo XXI, ¿cómo homenajear a Cervantes sin hundirse en el tópico? Se han organizado congresos, mesas redondas, debates y trifulcas. Se han escrito artículos, impreso suplementos especiales, trabajado en ediciones más o menos novedosas, todos ellos manchados de barro y bostezos hasta las orejas. En algún momento he propuesto declarar 2005 como un alternativo Año Internacional del Aburrimiento: demasiado flash y canapé han desplazado a Don Quijote a un segundo plano. Por suerte, hay excepciones. Pocas. Pero muy cerca, a veces. Desde el montillano Coloquio de los Perros se han empeñado en que es posible hacer las cosas de otra forma, presentando la cultura como algo cercano, accesible, lejos de púlpitos y artes oscuras, señalando directamente a lo que importa. Su tributo ha estado a la altura: este año, la edición de su concurso de relatos invitaba a trastocar a Quijote y Sancho, imaginando sus aventuras y desventuras en este milenio. El jurado tuvo, desde el primer momento, un criterio más que definido: la originalidad. Pretendíamos huir de los simples cambios temporales, calcar un episodio, cambiar localizaciones y ya está; escoger un capítulo al azar, renovar el lenguaje y pulsar imprimir era la opción más cómoda, pero también la más antagónica a la visión de estos dos hombres insignes en una época desconocida.

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La decisión fue difícil —muchos relatos, y muy buenos, con los que disfrutar leyendo, y sufrir decidiendo—, pero creo que acertada: los relatos finalmente premiados cumplen con ese requisito de arrojar una mirada fresca y descreída sobre la legendaria obra. Conscientes de su importancia, sí, con ella siempre presente, pero limpiando el polvo, alejándola de las estanterías y situando a sus personajes en un mundo real, el de hoy, más o menos cómodo, pero también merecedor de aquella visión alucinada del ingenioso hidalgo. Estos relatos luchan por la justicia, pelean por objetivos en apariencia inalcanzables, se fijan en aquello más imperceptible pero que posee más valor, están endiabladamente bien escritos. En ellos reside eso que cualquier lector busca: entretenimiento, buena literatura. En este año de fotos y festejos, los reconocimientos más genuinos a la obra de Cervantes llegan de otra forma: en Montilla, Cipión, Berganza y compañía han dado con la tecla. Porque El Quijote es, en el fondo, sólo eso —pero, ¿les parece poco?—: un libro excelente, divertidísimo, con el que abrir páginas y mentes, en la España del siglo XVII, en la España del siglo XXI.

Elena Medel Poetisa, articulista y miembro del jurado.

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PRIMER PREMIO

EL DESAFÍO DE DULCE TOBOSO

ALBERTO RAMOS DÍAZ MADRID

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EL DESAFÍO DE DULCE TOBOSO A Dulce Toboso los sucesos de buena suerte siempre le llegaban de dos en dos. El día que se enamoró de Sancho, además de volverse loca por él, le tocó el reintegro de la Lotería. Dos meses más tarde cuando Sancho la dejó porque la veía rellenita, suceso que también fue una suerte ya que el chico le había salido canalla, le tocaron las tres últimas cifras del Cuponazo. Hoy la suerte llamaba de nuevo a su puerta y como no podía ser de otra manera le llegaba par. De un lado Sancho le escribía diciendo que quería verla, que no le importaba lo del sobrepeso y que la esperaba el sábado en la Asociación donde se habían conocido. De otro, el periódico anunciaba a media página que una cadena de televisión buscaba azafatas para presentar el cupón de la Once. Dulce pensó que aquel era un gran día. O mejor dicho, el día de todos sus días. Y no sólo por la carta certificada de Sancho, que aunque canalla y bocazas estaba de muy buen ver, sino porque Dios había oído sus rezos y le tendía una mano para alcanzar el sueño de su vida: convertirse en azafata del tele-cupón. Los requisitos «indispensables» de ser mayor de 18 y menor de 25, de ser atractiva y fotogénica, y de medir al menos uno setenta, los cumplía sin problema.

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Los requisitos «a valorar» de don de gentes y comunicación prefería dejarlos en eso, en «a valorar». Pero había un requisito «escondido» que la llevaba a mal traer, el del peso ideal de las candidatas. Y es que Dulce vivía con una evidente tendencia a las curvas y al relleno, a soportar kilos de más en el juego de Suma y Sigue Sumando con la báscula. Y aunque era algo que sólo tuvo en consideración cuando se lo insinuó Sancho, en esta ocasión le parecía el lastre maldito de un globo de gas a la deriva que necesitaba aligerar carga. Además Dulce sabía que la televisión engordaba, como sabía también que esta era la oportunidad que siempre había esperado y que no podía dejar pasar. Fuera como fuera tenía que ir a esas pruebas. Y fuera como fuera tenía que ser una de las seleccionadas para estar junto al bombo de las unidades, de las centenas, de cualquier cifra, que todas eran buenas con tal de salir en la pequeña pantalla como azafata. Dispuesta a adelgazar, dispuesta a presentarse, Dulce Toboso estaba, sobre todo, dispuesta a desafiar a la palabra. Tres semanas, veintiún días enteritos con sus horas y sus minutos, era el tiempo que tenía por delante hasta la cita en los estudios de televisión para bajar once kilos y embutirse en un vestido negro. Tres semanas.

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Su estrategia contaba con dos puntos a tener en cuenta: uno fisico y otro psíquico, o lo que era lo mismo, uno de pertrecho y otro de conciencia. Para el pertrecho se aprovisionó en la farmacia de un considerable número de barritas dietéticas, barritas que tomadas de dos en dos y con mucha agua, sustituían una comida. También en la farmacia compró un juego completo de fajas Vulkan. Fajas de neopreno con las que reducir estómago, muslos y brazos. Lo único que no pudo comprar de botica fue la bicicleta estática. Para el segundo punto, el psíquico o de conciencia, asumió que plantearse el desafío desde la triste realidad de pedalear ocho horas al día sobre una bicicleta como si estuviera entrenándose para coronar el Alpe d’Huez, era deprimente. Y más aún si a eso añadía que se iba a alimentar sólo de unas barritas dietéticas que anunciaban sabores a naranja, nata y chocolate pero que en verdad no sabían ni a naranja, ni a nata, ni a chocolate. Por eso Dulce Toboso decidió que para poner en marcha el punto psíquico de su estrategia debía basarlo en los sueños ocultos que a veces destapamos, en las ilusiones escondidas que despiertan a la vida. Sería un quijote, que quimera es el que una chica rellenita luche por ser azafata de televisión. Sería un quijote, que también se puede ser quijote siendo mujer. Que para eso los sueños cuando nos abren las ventanas es que quieren que nos tiremos dentro.

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Y así fue como el primer día de los veintiuno enteritos que Dulce Toboso tenía por delante se vistió con sus cinco fajas Vulkan envolviendo brazos, piernas y estómago igual que se vistió de armadura el caballero Don Quijote antes iniciar la lucha con el gallardo vizcaíno. Y así fue como el primer día de los veintiuno, Dulce Toboso no quiso subirse a la bicicleta estática sin acariciar el manillar al modo que Don Quijote debía acariciar la cresta de Rocinante antes de montar. Y así fue como desde el primer día el tiempo voló entre pedaleos incansables y molinos de viento, entre básculas embrujadas y ventas que parecen castillos, entre sudores imposibles y batallas contra cueros de vino. Porque el tiempo, que siempre vuela, lo hace aún más deprisa en los sueños que queremos se hagan realidad. Haciendo fila a la puerta de los Estudios se citaron no menos de cien chicas. La mayoría cumplía los requisitos indispensables, aunque alguna no llegaba al metro setenta y se estiraban en busca del centímetro milagroso de «último minuto». Las cien iban subidas en tacones suicidas, y casi las cien llevaban vestido negro. Con hora y media de retraso se abrió la puerta. Las chicas fueron engullidas por la boca tragona del Estudio y se encontraron de inmediato frente a una mariquita nerviosa y acelerada que no les preguntó nada, que no les dejó hablar y que deshojando oportunidades las seleccionó con un «tú no, tú no, tú sí». El número de

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candidatas se redujo de cien a veinticinco. Al resto les agradeció en nombre de la cadena de televisión haberse presentado. Dulce pensó que las veinticinco elegidas, entre las que ella se encontraba, eran sin duda las más guapas. La mariquita a pesar de ser nerviosa y acelerada no se había equivocado. Las veinticinco fueron invitadas a pasar a una sala de paredes altas y negras donde se les comunicó que iban a hacer la prueba de fotografia, así que por favor, que se limitaran a sonreír. Nada más. Sólo a sonreír. En ese instante apareció un cámara, que no fue menos implacable que la mariquita, porque según enviaba las imágenes al monitor, otra vez se deshojaba el grupo a la voz margarita de «tú no, tú no, tú sí». De veinticinco quedaron seis. Dulce Toboso era una de las elegidas para la prueba final. Bien, señoritas. Vamos a hacer la última prueba: sonido. Ahora pasaremos al plató de al lado que es desde donde todos los días grabaremos el telecupón y haremos un ensayo como si estuviéramos en el programa. En cuanto entren cada una de ustedes se sitúa delante del bombo. Da igual el que sea. Dulce se colocó delante del bombo de los números de serie.

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- A ver, señoritas, que sólo lo repito una vez. Van a girar los bombos y va a salir una bola. No hace falta que pongan caritas ni boquitas, ni que interpreten el papel de su vida. Limítense a coger la bolita y mirar el número para decirlo en voz alta. ¿Entendido? La primera chica dijo 3. La segunda 1. La tercera 4. La otra repitió 4. Otra el 6. Cuando llegó el turno de Dulce no dijo nada. - ¿Le sucede algo, señorita? —quiso saber la mariquita nerviosa y acelerada— . No es tan difícil. Sólo tiene que decir la serie. Dulce no dijo nada. - La serie, por si no lo sabe, es el número que está escrito en la bolita..., ¿lo ve? Dulce miró otra vez el 29. Era un número bonito para hacer rico a cualquiera cuando la diosa Fortuna quisiera romper el Cuerno de la Abundancia con él. -

Señorita es usted muy mona y tiene un cuerpo

escultural, pero también lo son sus compañeras y la mayoría de las que se han quedado fuera. ¿Dice el número o buscamos otra chica?

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Y no lo dijo. Dulce Toboso no lo dijo. No podía. Llegar allí había sido más que suficiente. A su manera había cumplido su sueño desafiando la palabra igual que su don Quijote había desafiado la razón al hacerse caballero andante. A Dulce Toboso los sucesos de buena suerte siempre le llegaban de dos en dos. Pero esta vez fue algo más que buena suerte. Por un lado había conseguido un cuerpo escultural según había reconocido la mariquita. Por otro estaba convencida de no querer ver de nuevo a Sancho aunque siguiera enviándole cartas certificadas, aunque la citara sábado a sábado en la Asociación de Sordomudos donde se habían conocido.

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PRIMER ACCESIT

EN UN LUGAR DE ANDALUCÍA

JUAN ANTONIO MONTAÑO CORRALES SEVILLA

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EN UN LUGAR DE ANDALUCÍA En un lugar de Andalucía, de cuyo nombre no ha caso el acordarme... Se desarrollaba una de las diversas actividades programadas para la celebración de la Semana Cultural en el colegio. Como cada año, todos los actos giraban en tomo a un tema designado por las autoridades educativas, éste no podía ser otro que el cuarto centenario de la edición del Quijote. A los alumnos poco les interesaba que fuese uno u otro el motivo por el cual durante cinco días iban a gozar participando en excursiones, concursos y juegos y que les permitiese dejar de lado la tediosa monotonía del estudio y zambullirse en la novedad que invadía el ambiente de la escuela. El concurso de disfraces siempre había causado expectación a los más pequeños. Entre las madres existía disparidad de pareceres: para unas, las más participativas, constituía un reto de imaginación, habilidad y destreza recicladora; para otras, las más apáticas, una fastidiosa obligación que conllevaba el peregrinaje a la tienda especializada, o en su defecto, a la de «todo a cien». El salón de actos estaba a rebosar, un pelín más

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de ventilación no hubiese enfriado los ánimos pero sí habría disipado la ambientación olorosa que nos transportaba al s. XVII. Por el estrado empezaron a desfilar los 37 niños (todo un éxito) que constituían el cortejo procesional de la creación cervantina. Prefabricados quijotes empaquetados en plástico y otros más originales en cartón, gordos y flacos, altos y bajos, simpáticos y ridículos; humildes aldonzas ataviadas con rigor histórico, dulcineas principescas con zapatos de tacón recién extraídas de la mismísima mente desequilibrada de Don Alonso; un antropomórfico y original molino de viento; un sufrido tintero de gomaespuma con pluma externa y niño inserto cuya madre abanicaba hasta el primer peldaño de ascenso al escenario; un encadenado y maltrecho Ginés de Pasamonte, -¿quién es ese?-, generalizado rumor de ignorancia que acompañaba al galeote; y por fin algo insólito, un solitario y único Sancho, eso sí, con todos sus atributos: indolencia en el rostro, chorizo en la alforja, bota al hombro y almohadillada panza. Anticuados flashes y modernas cámaras digitales competían por capturar el efímero momento de gloria de los improvisados personajes novelescos, mientras, los presentes aplaudían obedientes al protocolo ante cada nueva aparición sobre el escenario. Sin afanes cotillescos, pude oír el diálogo de las tres organizadoras voluntarias del evento, una de ellas, pequeña, de mirada

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lúcida y despeinado vanguardista, se dirigió a la más atractiva del grupo y de modo telegráfico comentó: - éxito de niños, fracaso de padres -, la receptora del mensaje encajó el recado con una mueca de incipiente sonrisa. Miré a mi alrededor y observé el elevado y variopinto número de progenitores risueños que poblaban la sala, el comentario de la maestra me dejó verdaderamente perplejo. Espoleado por la curiosidad, me dirigí hacia ella y le pregunté: -¿por qué considera que no ha triunfado su idea entre los padres?. Más sorprendida por mi agudeza auditiva que por mi reacción, hizo un gesto de oscilación con su dedo índice y, acto seguido, señaló las ventanas que separaban el habitáculo del porche exterior. Una vez fuera me explicó el análisis que había realizado de la situación. Pasaré por alto el hecho de que seguramente me sobren dedos de la mano si cuento a todos los que en esa sala han obtenido una información sobre el Quijote que sea diferente a la serie de dibujos animados o alguna película sucedánea. Lo que me causa tristeza es que en este concurso se ha traicionado el espíritu de la obra. - La verdad, no le entiendo - exclamé sorprendido. - ¡Sí, hombre!, esta cultura de la competitividad y el consumo penetra hasta la misma raíz de las cosas y lo pudre todo -. A esta altura de la conversación empecé a pensar que aquella experta profesora era una víctima más del mal que nos acecha:

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el estrés y la depresión. Adivinando mi confusión interior y mostrando una sonrisa me preguntó: - Vamos a ver, ¿cuántos niños y niñas ha visto disfrazados de Quijote? -. - Al menos quince - contesté. - ¿No se da cuenta? - El Quijote es un prototipo de persona altruista, comprometida, que abandona su egoísmo, que lucha por causas justas, que sacrifica sus intereses personales a sus ideales. Sancho es el caso contrario, el pragmático, que prefiere lo tangible, que se adecúa a lo cómodo, que va a lo suyo sin importarle lo que ocurra a su alrededor si esto no le salpica. Aquí se ha dado un contrasentido. Hoy, la meta está en las cosas materiales, el culto a la imagen, a lo externo, el consumo abusivo e irresponsable... en ser sanchos; y sin embargo han aparecido veinte quijotes, no por mostrar lo que el Quijote simboliza, sino por ser el protagonista, el más importante. De igual modo, sólo ha concurrido un Sancho porque encarna la apariencia del humilde, el segundón, el gordo y el menos brillante. En ese momento se me encendió la bombilla y comprendí lo paradójico de su planteamiento: Había muchos quijotes y pocos sanchos precisamente porque cada uno había pasado a representar lo contrario de lo que en realidad eran. Un poco aturdido por el razonamiento y tras gesticular una afirmación dubitativa ante la maestra,

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me dirigí de nuevo al interior del salón para ver cómo iba el resultado del concurso, al fin y al cabo no se trataba de otra cosa. Sobre el escenario ya se hacía evidente el veredicto del imparcial Jurado: El segundo y tercer premio habían sido otorgados, - cómo no -, a sendos quijotes de manufacturas maternas; uno de impecable labor doméstica, el otro levantando turbias sospechas de nepotismo entre los jueces. Las dulcineas, golpe bajo al feminismo reivindicante, fueron excluidas de la dignidad de los laureles con incomprensible desprecio a la cultura igualitaria. Parece que en última instancia el sentido común puso las cosas en su sitio, por su «singular» originalidad y simpatía personal, la cumbre del podium había sido ocupada por el único Sancho. La madre del muchacho recibía la felicitación de las vecinas y sonreía satisfecha por su acertada elección, los niños correteaban sudorosos entre las sillas mientras el salón se vaciaba con lentitud... - «raro es en los tiempos que corren atribuir galardones a los que sirven» - hubiese apostillado el mismísimo Quijano.

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SEGUNDO ACCESIT

DE CÓMO DON QUIJOTE SE HIZO POETA PARA RECITAR VERSOS A UN SIGLO ENTRANTE

JOSEFINA SOLANO MALDONADO ALHAURÍN EL GRANDE (MÁLAGA)

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DE CÓMO DON QUIJOTE SE HIZO POETA PARA RECITARLE VERSOS A UN SIGLO ENTRANTE En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, Alonso Quijano pensó que vivir era morir muchas veces todos los días, que encontraba siempre lo que nunca había buscado, y buscaba lo que nunca encontraba. Alonso Quijano de sobrenombre «el Bueno» sintió un dolor de hueco en las entrañas, y una tonelada de asco removiéndole la conciencia, cuando su existir se tomó color amarillo muerto. Se cansó de ver por televisión a mujeres con labios de plástico y palabras gastadas; a niños cantantes con caras de presidiarios de Van Gogh; a periodistas, devotos del parloteo, que entronizaban a la prima de la amante de una fulana que andaba a rebencazos y coscorrones con los inquilinos de una casa, limitados con premeditación y alevosía a reproducir los lelilíes e hipíos de la estupidez humana. Un día Alonso Quijano abrió el periódico y se dio cuenta de que el Dómine Cabra habíaa escapado del Buscón para convertirse en un personajillo de pelo engominado, que se apellidaba Conde; y que el nuevo Torquemada, tenía belfos salivosos y hacía apartamentos en la Costa del Sol. Atildadísimo y correctísimo un señor,

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lanzaba desde la tribuna de Opinión, la teoría romántica de una guerra, entablada contra un país de la Arabia, que según contaba debía ser elogiada por venir a libramos para siempre de los malos de la película. Cuando Alonso Quijano se percató de que había gente que aún se complacía al ver la pica hundirse en el morrillo del toro, comprendió que su moral, ahíta de Fiesta Nacional, hablaba en el lenguaje olvidado de los que nunca serían escuchados. Consumó el éxito de todos los fracasos, y tras echar una ojeada al mundo, repleto de ringorrangos y reconcomios, se encerró en el desván a leer libros de poesía. Tras breves horas de sueño y un asueto ligero, volvía a los versos de Apollinaire, Baudalaire, Cernuda, Darío, Elliot, Federico, Garcilaso... y se empapaba de voces, convirtiendo cada verso en máximas supremas de la verdad, de una verdad que podía pintar paisajes mojados por lágrimas de niña muerta, o amaneceres sembrados de violetas. Mientras más libros devoraba más libre se sentía, experimentaba un gozo que le entraba por el pecho con un suspiro amplio. Las incontables horas de lecturas y los innumerables poetas leídos, llegaron a mermarle el seso y la razón, y por eso, después de ejercer también él el oficio de los versos, decidió que tenía que dar a conocer su obra, que llevaba un introito dedicado a la sin par

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Dulcinea del Toboso, su amada. Consideraba necesario este deber para redimir la miseria del hombre de un siglo nuevo, que se había olvidado de pensar para jugar en las máquinas tragaperras, y emborrachar la desidia con vino de tetrabrick. Alonso Quijano atavió su encanutada figura con una casaca que había sido negra y que el tiempo había transformado en mezclilla de mala especie. Los calzones eran de un rojo brillante. Halló en el armario un gorro de cretona verde, que de inmediato encajó sobre su cabeza, en honor al gran Bukowsky que figuró cubría también el genio artístico de su cerebro, con una prenda de tal calaña. Sacó del garaje su vieja Dukati, armó espuelas, y emprendió camino por tierras manchegas dejando sobre el cielo lechoso una humareda sucia, y un ruido atronador. Atardecía cuando paró en una venta donde se celebraba el banquete de un bodorrio. Cuando entró en el salón, las rodajas de mortadela y los pinchos de tortilla se enquistaron en el estómago de los invitados, que observaron como aquel hombre de indumentaria astrosa, se dirigía a la mesa de los novios, suegros y consuegros según tocara a cada cual la parentela. Alonso Quijano, convertido ya en don Quijote, se quitó el gorro

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e hizo una reverencia. Pidió permiso a Camacho, el novio esmirriado y pálido, para dedicarle unos versos a Quiteria, que todavía con el velo de tul en la cabeza tenía aspecto de niña tonta. D. Quijote le recitó uno de sus poemas, desatando al punto la carcajada de todos los presentes, incapaces de entender que aquel hombre dijera que el amor hacía crecer siemprevivas en la sombra, y que el corazón del que ama era un prisionero en el pecho del otro. Enseguida se emprendió la chamarasca y aguijoneado el poeta con huesos de aceitunas, escupidos con fuerza; y por improperios varios, abandonó el salón dejando a los novios y su corte de comensales glotones celebrar el festín. Montó en su Dukati y regresó a casa. Su sobrina, que tenía un piercing en la lengua y otro en la vulva, estudiante derrotada de la derrotada ESO, lo recriminó con dureza, y acompañada del cura que ahora llevaba tejanos, y del barbero que se había peinado a lo Llongueras, quemaron todos los libros de poesía que había en la biblioteca del caballero. Aquel acto no hizo desistir a D. Quijote, porque sabía que los perros de los ricos se seguían meando en el quicio de los orfanatos, porque sabía que aún existían las lágrimas aunque corrieran por los rostros,

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embadurnadas de rímel y desembocaran en un prominente busto de silicona. D. Quijote quería mostrar al mundo sus poemas. Entabló amistad con Sancho, hombre de ojos pequeños que fulgían tras la maraña de sus cejas muy pobladas. El abdomen adornaba su coram vobis. Las manos, curtidas por la intemperie, y su voz pastosa y varonil daban una agradable sensación de franqueza. Sancho, cansado de tanta dietética y robótica, harto de tener el colesterol alto, y espoleado por la promesa de una isla, que le hiciera don Quijote y que imaginó siempre llena de preciosas nativas, decidió acompañarlo en su viaje que no tenía rumbo cierto. El uno en su Dukati, el otro en su Vespa, arribaron una mañana de abril a Madrid, donde se celebraba la fiesta del libro. Algunos garitos ofrecían a los poetas la posibilidad de participar en los recitales nocturnos. D. Quijote y Sancho deambularon durante todo el día por los bares donde se realizaba el ofertorio, obteniendo por respuesta que la plantilla estaba ya cubierta. Anochecía cuando finalmente en un bar de Vallecas, llamado «La Mosca Verde» lo aceptó como poeta, el único poeta que participaría en el recital de la medianoche. Llegada la hora, D. Quijote, después de recibir el ánimo de su escudero, anduvo con paso firme

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hasta el escenario. En «La Mosca Verde» se respiraba una atmósfera opaca y la gente que allí se agolpaba parecía de sufrir de tristeza y felicidad al mismo tiempo, mescolanza que daba paso al desajuste y a la crueldad. Cuando D. Quijote soltó el primer verso, el micrófono, amañado previamente, transformó su voz en la de una mujerzuela borracha, desatando la risa de los contertulios. - Recite sin micrófono, señor —dijo Sancho. Pero D. Quijote, creyéndose poseído por el espíritu de la misma Safo, siguió soltando versos que hablaban de cielos y utopías con voz prostibularia, hasta que el dueño del local lo echó a empellones a la calle, para poner la tele donde comenzaba la retransmisión de un partido de fútbol. El cura y el barbero que le habían seguido la pista al poeta, gracias al móvil de Sancho, lo llevaron de vuelta a la aldea. Una vez allí don Quijote planeó otra salida, esta vez con un destino: Barcelona. Cuando llegó, descubrió lo que siempre había sospechado, que la soledad era un animal que se comía los ojos de los hombres, que los negros tenían las gargantas oxidadas, que el nuevo siglo llegaba con odio y sarcasmo para convertirlo todo en imágenes deformadas de espejos de

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feria. Allí era necesaria más que nunca la poesía, porque para nuestro caballero la poesía lo era todo: el alma y el cuerpo, el amor y el beso, el sudor y el uso, la nostalgia y el menguante de la luna, la belleza fracasada, la fealdad entendida. Rubricó pues su épica y aceptó competir en los juegos florales que cantaban a la nueva era. Si era derrotado, abandonaría para siempre el ejercicio de los versos. Y ante un público que fingió avidez de letras, D. Quijote fue vencido por el Caballero de la Blanca Luna que vomitó poemas sobre el rimbombante trasero de las brasileñas, y los internautas que cambiaron su existencia real por la existencia virtual, la del futuro y las masas. En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, D. Quijote debilitado de cuerpo y sano ya de juicio volvió a convertirse en Alonso Quijano. Y aunque Sancho le habló de la noble tarea de su oficio y se empeñó en que siguiera concibiendo el mundo en clave de musas, Alonso Quijano desoyó la súplica, y anclado en mitad de la razón llamó al mar mar, al hideputa hideputa, a Dulcinea Aldonza, y a Dios no pudo llamarlo, porque al intentar pronunciar su nombre, el único nombre que aún sonaba a poesía, Alonso Quijano murió.

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MENCIÓN ESPECIAL DEL JURADO

CAMPOS DE JUSTA Y ESTE QUIJOTE

SERGIO PÉREZ GONZÁLEZ LOGROÑO

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CAMPOS DE JUSTA Y ESTE QUIJOTE Aunque a esto ya lo llamen siglo veintiuno, yo sigo siendo un quijote. El Quijote. A veces, cuando se me viene encima la lírica, cabalgo el horizonte parabólico –almenado de gigantes y rascacielos- en busca de justicias, amores y otras ideas etéreas. Es cierto que la prosa de la ciudad –los cláxones que exigen, el humo que se te cuela, el sol sobre la brea que suda, la brea que suda bajo los cláxones que exigen...- no ayuda a la épica, pero yo intento arrancársela en cada universo. Tal vez no se hayan dado cuenta, pero los fragmentos más menudos que acaban por definir nuestras vidas son, potencialmente, un campo de justa en el que des-enristrar la lanza y acallar pecheras de villanos y gigantes. Y aunque de sanchos están llenos los libros de texto, las posologías, los juzgados, yo prefiero retar las evidencias y dejarle el sentido común a los comunes, dejar las complacencias para las cenas de sonrisas e hipocresía al pilpil1: ¡oh!, este año se lleva mucho el azul. Y entonces me hago Quijote para quitarme el puñetero jersey azul y salir a la calle en pleno invierno y dejar que el frío se me vaya metiendo hondo, como un invasor tolerado, para luego llegar a casa y arroparme con dos mantas hasta la coronilla y notar la reconquista de mis músculos, el

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avance de la incandescencia, el rechazo del invasor que se me coló en la calle: ¡una batalla ganada! El sol de invierno es racheado y al llegar la tarde subo la persiana para compartir con él un café y una pastilla 2. No puedo mirarlo (quizás sea un gigante demasiado alto) pero puedo tocarle el rostro con las manos, exponiéndolas abiertas, calibrando el calor que me da, y así le imagino los rasgos. El sol de invierno tiene la punta de la nariz afilada y los labios gruesos. Luego sigo tomando el café y pienso que al cabo no es un gigante tan alto cuando puedo tocarle la cara. Acabo el café y me viene la sed. La sed; un rastro de hormigas que suben por la ladera de la lengua hasta alcanzar la punta. Oyes sus carcasas de guerra al trote, en escaramuzas, y apenas puedes retener a salivazos un par de hilos de sed. Pero yo prefiero la contundencia que sigue a la agonía, y dejo que las hormigas me resequen la lengua; aspiro aire con la boca, les doy coba. Preparo un vaso de agua hasta el colmo –sobrante, mojado- y lo miro mientras sigo aspirando aire con la boca. La sed ya es una fina capa de cemento seco en mi lengua y entonces agarro el vaso y lo saboreo de un trago largo, encharcando la boca, destrabando el mimbre bien urdido en la lengua. Paladeo el vasallaje de la sed.

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¿Pero qué haces? Me dice algún sancho. No bebas tan deprisa. Yo le miro pero el sol de invierno racheado se ha metido muy dentro de la casa y me deslumbra. Abro la ventana al sol de invierno y su calor en mi piel profana el frío. Cierra esa ventana, me pide Sancho. La cierro, la vuelvo a abrir y ya es primavera y empieza a llover, apenas dos gotas gordas en la repisa de mi ventana a las que sigue una tormenta de fragor y calderos3. La gente corre, se refugia en portales. Yo prefiero salir a la calle para mojar la barba, para que en mi yelmo de barbero repiquen las mil gotas de berrinche primaveral. Entonces ando sonriente y con la cabeza alta, compadeciéndome de los que siguen corriendo encorvados en busca de un portal libre. Porque hidalguía es andar erguido cuando otros se tuercen y huyen, porque la lluvia pasa y queda la hidalguía. La lluvia pasa y los jardines huelen a caracoles. Yo los miro secarse al amparo del cortinaje que se le descuelga al arco iris mientras el bajo de mis pantalones gotea silencioso y sin pausa la tormenta. Restriego la manta de mi camisa por los ojos para quitarme los charcos en las cuencas y a la vuelta de la vista los

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jardines ya están secos, mansos bajo el sol de primavera, mansos para que los meen los perros. Miro los ojos de los perros que ladran y miro a los perros que ladran a los ojos; les miro hasta callarles la bestia y meterles en el instinto la duda de un momento estirado en el que no sólo sirve la bravura, sino la táctica; desamparados, dejan de ladrar y gimen la derrota. Me gusta tumbarme sobre la hierba seca que nos mearon los perros de los jardines en primavera. Boca arriba miro al cielo durante horas, hasta hacerlo mío, hasta conocerle las facciones y los horarios de las nubes; hasta acercarlo4. Los sanchos me miran, se preocupan, pero yo contesto con el silencio y las ganas dedicadas a mi diplomacia con el cielo. Cuando ya lo conozco y ya me lo sé, cuando ya le he ganado la dialéctica, me levanto, arranco una flor y cabalgo de nuevo la hidalguía escudriñando malandrines. Huelo la flor y estornudo y acepto mi derrota. Una batalla perdida; pero aun pudiendo despedazarla con menos de mis dedos reumáticos, flacos como alambres, quijotescos, prefiero regalársela a la señora que viene de hacer la compra. Así ganamos los tres y queda sellado el armisticio. Gracias, don Quijote; me sonríe y se enclava el

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tallo en la permanente, luciendo el interés de un caballero andante en ella. La señora que viene de hacer la compra no es mi Dulcinea. Aún busco a mi Dulcinea y a veces la encuentro cuando, caminando la barbilla enarbolada, cruzo una sonrisa con una mujer que tanguea las caderas y me convenzo de que hay algo que nos une, un vínculo tan hermoso que nunca se dejará ver y, si acaso, sólo un escritor de ficciones será capaz de constatar: «Bastó la mirada de nuestro caballero, bastó la respuesta esculpida en alabastro sonriente de ella, para que Aldonza se hiciera Dulcinea y así don Quijote tuviera una amada a la que rendir el vasallaje del amor, una amada en la que hacer converger las virtudes de este mundo y una amada a la que resguardar de las impertinencias y sevicias que deambulan por nuestros caminos, buscándole atajuelos a la justicia, raptándola al cabo para beneficio personal; se hará en la pupila de nuestro caballero el rostro de Dulcinea cada vez que una causa grite en auxilio de rectitud, de modo que ella, Dulcinea, con sus caderas tangueadas, se la excelencia de lo bello, sea el colmo de la armonía». Hoy me duermo pensando el texto de letras góticas en pergamino de literatura y solemnidad. Recuerdo el rostro de Dulcinea y la comienzo a soñar en su alcoba, sola, volteando entre sábanas de raso el comienzo de la

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canícula. Este modo de dormirme aguijonea aún más mis ganas de despertarme Quijote. Pero de madrugada me desvelo y, aunque la soñera me tiene cogida la voluntad, yo trato de alargar la duermevela para entablar el campo de batalla con el sueño, para mirarle a la cara a mis ganas de dormir y enfrentar mis dos quijotes5: el que sueña y el soñado. El primero, tocado por dormideras, trata de desenvainar rápido porque tocan peligro y acaso lanza un par de ramalazos sin juicio para ahuyentar cobardes. El segundo, a estas alturas, se sabe soñado y ríe las carcajadas acaban por despertarme del todo. Cuando aún de madrugada estoy despierto por completo, sin confusiones ni desdoblamientos, decido seguir durmiendo y soñar alcobas, ya que mañana debo salvar dos o tres honores mancillados. Suena el despertador y la mañana se ha traído el verano6. El calor te agarra del cuello como agarran los bellacos sin argumentos ni negociaciones. Cervezas, abanicos, agua con hielos, piscinas... el verano es un gigante de enjundia al que tratamos de tumbar con dardos. Rocinante cabalga en alguna playa la línea en la que las olas rompen su timidez; chapotea con rotundidad de cascos y yo, sobre él, me seco el sudor salado de las cuencas con la manga de la camisa antes de desplomarme. La armadura suena seca sobre la arena y el sol de verano me rocía de fuego y brillos

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insoportables. Como ninguna nube le quitará constancia (a estas alturas ya me conozco sus horarios), me destapo y me baño. Nado, miro el horizonte llano sin almenar e imagino hasta el convencimiento que quedan días hasta la playa más cercana. El vértigo horizontal del confín me hace náufrago y nado con las ganas empeñadas y mojadas de uno. El miedo ahoga, te quita el aire. Respiro rápido por la boca y una buena breva oleada me trae de nuevo a la arena. En la arena las familias juegan a ser felices. Hincan sombrillas como banderas de conquista y extienden toallas en un ritual de altar y cáliz: la arena y un refresco de la nevera (divino); la crema solar y una mirada desconfiada a don Quijote, tumbado en la orilla. Tumbado en la orilla reto al sol de verano hasta que la brisa de la noche desempolva la luna casi llena. La luna existe porque muchas almas erráticas y vespertinas la soñaron antes. Llegó a haber tanta literatura sobre la luna, sobre esa luz cambiante de la noche siempre atenta a aullidos y penas, que una tarde, sin previo aviso, comenzó a existir. Así cuentan los historiadores del cielo, y yo, que las noches de verano, tumbado en la orilla del mar, le susurro mi pena por la Aldonza que aún no quiso ser Dulcinea, sé que es verdad.

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La luna se diluye enjuagada en una nube de hojas secas, rojizas7. Las hojas secas, rojizas, son el otoño, porque son las hojas secas, rojizas, las que definen el otoño. Vagabundean alrededor de los mundos y arrastran consigo los primeros vientos frescos. Cuando me llega el otoño cabalgo los parques alfombrados de la ciudad, haciendo crujir el estío muerto que cubre la hierba y dando cuenta de mi perseverancia, haciéndolo túneles a los primeros vientos frescos. Desmonto bajo un árbol y afilo mi habilidad espadeando todas las hojas que se le van cayendo antes de que lleguen al suelo; es el adiestramiento del guerrero, ya que los enemigos nunca dejan de llegar mejores a las justas. Los sanchos me miran y sonríen la inocencia de quien se cree seguro en este mundo de recovecos y traiciones. Yo sigo dando cuenta de las hojas, imaginándolas hostiles, haciéndolas crujir la derrota y dándoles segundas muertes (que la primera ya se llamaba otoño). Este hombre es peligroso, dice quien teme mi peligro y pide ayuda a los ejércitos de la infamia; apenas unos minutos después llega la ambulancia gritando el escándalo y con luces del peligro que un caballero andante les mete en sus dominios. Unos hombres blanco taimado, bien armados, me inmovilizan lanzándome el otoño encima, matándome la hidalguía.

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Me enrejan porque tratan de enquistarme las ganas8. ¡Como si bastara un psiquiátrico donde no basta el mundo entero! No saben que alguna enfermera será mi Dulcinea y no saben que a ella le honraré derrotando a ese maldito Napoleón, loco protervo que se atreve a llamar Santa Elena a esta ínsula Barataria gobernada por sanchos. En ello vaya mi honra... ¡y que lo cuente algún escritor de ficciones!

1

De cómo este quijote lucha contra el invierno y la hipocresía.

2

Del episodio en que este quijote se burla del sol y la sed.

3

De cómo este quijote afronta tormentas y acoge arcoiris.

4

De cómo este quijote viaja del cielo primaveral a Dulcinea.

5

De estos dos quijotes.

6

De cómo el verano lleva a este quijote a la playa y a la luna.

7

De este quijote otoñal.

8

De la lucha contra la locura en Barataria.

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EDITA:

Asociaci贸n Cultural 芦El coloquio de los perros禄

COLABORAN:

Restaurante Don Quijote

Fundaci贸n Social Universal

La Caixa

Excmo. Ayuntamiento de Montilla


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