6CRCF. De película.

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V I C O N C U R S O EL COLOQUIO DE LOS PERROS DE RELATO CORTO Y FOTOGRAFÍA

de película


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Tema del concurso: De película Edita: Asociación Cultural "El coloquio de los perros" www.elcoloquiodelosperros.es Colabora: Excmo. Ayuntamiento de Montilla Diseño y maquetación: José Manuel Márquez «mane» D.L.: CO-623-2003 I.S.S.N.: 1887-9934 Imprime: Imprenta San Francisco Solano C/ Zarzuela Baja, 40 14550 Montilla (Córdoba) Tlfo. y Fax: 957 65 64 68 imprentasolano@terra.es


VI Concurso de Relato corto y FotografĂ­a

El coloquio de los perros

Montilla, 2008

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ÍNDICE PRÓLOGO. José Alfonso Rueda Jiménez......................... 9 RELATO CORTO PRIMER PREMIO. Rosa Montiel García Marnie ........................................................................... 13

ACCESIT. Antonio Jesús Criado Pedrosa La maldición del Judas negro ............................... 23

MENCIÓN ESPECIAL. César Arjona Sebastiá Benemérita epistemología ....................................... 35

MENCIÓN ESPECIAL. Ramón Cabrera Naveiras El tercer hombre ....................................................... 45

MENCIÓN ESPECIAL. Javier Merino Lozano Corten ........................................................................... 57

FOTOGRAFÍA PRIMER PREMIO. Juan Pérez Gama ..................................11 MENCIÓN. Delphine Hope ................................................21 MENCIÓN. Francisco Ureña Hornos .................................33 MENCIÓN. Ana Pérez Sánchez ..........................................43 MENCIÓN. José Antonio Albornoz Pérez ............................55

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PRÓLOGO 9

¡¡¡…Y ACCIÓN!!! Hace ya seis años que en el Coloquio de los perros nos dijimos esa expresión tan cinematográfica a la vez que entrechocábamos la figurada claqueta que daba inicio a este concurso de relato corto y fotografía. Seis años y seis ediciones, como si de una saga galáctica se tratara, sin ánimo aún de entonar el ¡¡¡…CORTEN!!! A lo largo de esos años y de sus tantos libros editados con las obras más destacadas, hemos podido disfrutar de historias de gentes de otras culturas y lugares, de visiones de temas sociales sin perder la sonrisa, de superhéroes cotidianos de carne y hueso o de las andazas de unos contemporáneos Quijote y Sancho. Pero si algo faltaba hasta ahora en las actividades del coloquio en general, y en el concurso en particular, era dar rienda suelta a nuestra afición cinéfila, compartida también con alguna otra asociación amiga. Este año, por lo tanto, decidimos hacer un concurso de película y realizar un llamamiento a la cultura cinematográfica y a la imaginación de los autores participantes. Un canto de sirena que ha funcionado y que ha atraído a unos setenta y cinco escritores y fotógrafos que nos han dejado a través de sus relatos e imágenes otras tantas visiones distintas, diferentes y alternativas de multitud de películas. Algunas harto conocidas y que forman parte ya del bagaje cultural común de nuestra


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sociedad; otras, más anónimas, descubiertas gracias a esta referencia y homenaje que se les hace. Todas, eso sí, demostrando la afición al séptimo arte de sus autores. Aunque no habrá resultado sencillo, los jurados del concurso han destacado de entre todas esas obras un ramillete de ellas que nos ha servido, un año más, para realizar este libro que tienen entre las manos. Un libro que, parafraseando a mi admirado Louis Renault – Claude Rains en Casablanca, puede suponer el principio de una gran amistad. Con estas páginas les dejo, espetándole a su lectura un claro y sencillo «¡alégrame el día!», ¿verdad, Harry? 6 de julio de 2008

José Alfonso Rueda Jiménez Cinéfilo empedernido e incurable, profesor de matemáticas, vocal de la Asociación Cultural El coloquio de los perros y tesorero de la Asociación Cultural Audiovisual y Cineforum Forajidos


Primer premio en fotografía 11

Fargo Juan Pérez Gama Aguilar de la Forntera (Córdoba)

Esta vez el asesinato no ha sido en lo más profundo de América (Minnesota) sino en la campiña Cordobesa.

Película: Fargo (Joel Cohen, 1995)


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Primer premio de relato corto Premio otorgado por el Excmo. Ayuntamiento de Montilla

Marnie Rosa Montiel GarcĂ­a Palma de Mallorca

PelĂ­cula: Marnie, la ladrona (Alfred Hitchcock, 1964)


Marnie 14

¿Has visto Marnie la ladrona? ¿No? Luego te cuento. Así por encima, es por los viejos que estoy aquí. ¿Y tú? ¿No dices nada? Anda, no te vayas con remilgos. No estamos en este lugar precisamente por buena conducta. Porque somos menores, que si no estaríamos en chirona. Aquí el horizonte son muros, puertas de seguridad que si te descuidas te aplastan las narices, y yo quiero otra cosa. Me ahogo, me falta el aire. Pero tengo un plan. ¿Quieres que te lo cuente? Verás, es que no pienso pasar aquí tantos meses. No te lo tomes a chunga, que no es broma. Que no tía, de qué vas, que no estoy zumbá. Deja ya de sonreír. No me mires así, por favor. Si la cara es el espejo del alma, la que pones ahora es de incrédula. Llevo varios días diciéndome que te tengo que hablar. Te he observando y me he hecho una idea de ti. Que no, no es propiamente que te haya estado espiando para luego soplárselo a esos que nos vigilan, no. Eso no va conmigo. Ni de pequeña fui con el chivatazo a nadie. Cuidado, que se acerca la vigilanta que siempre va más estirada que el palo de una escoba. Que pase de largo. Luego seguimos hablando. ¿Sabes?, dicen que es tortillera, que ha sobado a algunas chicas. La llaman Martirio. ¿Piensas que es por eso lo de las gafas oscuras? Yo más bien creo que debe ser por lo que nos martiriza a nosotras. Cuentan que lleva un ojo de cristal con el que parece que ve más que con el sano. Corre la historia que se lo hizo una interna con un pincho harta de sentirse espiada por la cerradura. Pero quién sabe si era tuerta de nacimiento o por otra causa. Es curioso que aquí, a los que vigilan y castigan, les llaman monitores y educadores. Menuda calaña. Algunos hasta se lo toman


en serio. Quieren que salgamos de aquí siendo otras, como si fuera posible cambiar nuestro pasado y nacer de nuevo. Nadie cambia si no quiere. ¿Tú has ido al psicólogo alguna vez? Cuando yo tenía doce años me llevaron unas cuantas veces porque andaba descontrolada. Mi madre me dejaba encerrada en casa y yo me escapaba por la ventana. Ella hacía turnos en el hotel y mi padre se pasaba todo el santo día trabajando. Y cuando salía, no venía directo a casa, no, se paraba en las tabernas a tomar unos vinos. Pero no era malo, se metía en la cama y se ponía enseguida a roncar. A ella nunca le pegó. Ella sí, era peleona y le insultaba. Se quejaba del sueldo y le decía que era un calzonazos, que no tenía agallas para pedir aumento. Y yo, cuando me quedaba sola, con una inquietud que me reconcomía, me arrancaba los cabellos uno a uno. Mira, llevo peluca para que no se note. ¿Te da asco mi calva? ¿No te habías dado cuenta que era una peluca? Lo peor, con todo, no fue lo del cabello. También me arranqué las cejas. ¿Ves ahora lo bien perfiladas que están? Llevo un maquillaje tatuado. Dirás qué le falta a ésta, a ver si también lleva una pata de palo. Pero casi, porque en una de mis escapadas me rompí la pierna y anduve con muletas un tiempo. Así que un día, el psicólogo va y me hace dibujar. Hice una gran carota que parecía de carnaval y que ocupaba todo el folio con un boquete tan inmenso que se veía parte de la lengua y la campanilla al fondo y con unos dientes tan grandes y afilados como una sierra. Con mucha corrección, el tío va y me pregunta si la cara era de algún conocido mío. Le dije que era de mi madre y se le torció el gesto. Me preguntó también más cosas, algunas muy raras, como si yo fuera un animal a cuál querría parecerme. Un león o un rinoceronte, dije de inmediato pero con

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desgana, que no fuera a creer que era un pez que mordía el anzuelo fácilmente. Si me lo preguntara ahora diría que un tigre. Tenía ganas de salir de allí y dejar de hacer gansadas. No arrugues el morro ni subas esa ceja incrédula. ¿Tú puedes ser otra? Pues a veces a mí me gustaría desdoblarme y ser otra persona, llevar la vida de otro. Hay quien se conforma con ser la sombra de alguien o una especie de doble de cine. Yo no. Necesito acción, no puedo pararme. Viviría con gusto la vida de otros con tal que sea distinta a la mía. Llevo quince años en este cuerpo y no creas que me gusta. Fíjate, la directora, el otro día me pidió que describiera cómo era. Me quedé muda. No sabía qué decir. Ella intentaba echarme un cable, vamos que me dio facilidades, por ejemplo me preguntó cómo me veía -»horrible», pensé-, qué cualidades tenía -»qué será eso»-, en fin, monsergas de ese tipo. Con decirte que sólo me venían cosas malas a la cabeza. Y no va a hablar una mal de sí misma a los demás. Mi madre, ¡puaj!, no se merece ni que gaste saliva hablando de ella. La muy cabrona denunció que había robado la moto, que amenacé a su dueño con una navaja, le herí y luego la malvendí a un compinche. Y eso que no sabe la de coches que he conducido y sin tener ni pijotera idea sólo por divertirme un rato. ¿Puedes creer que mi madre llevaba dos años sabiendo la clase de vida que yo llevaba, trapicheando y mangando? Sí, era como Mamie la ladrona, ¿has visto la peli? Es súper. Mi madre hacía la vista gorda, no se quería enterar, no le convenía todavía. Esperó hasta encontrar el mejor momento. Lo tenía todo calculado para sacárseme de encima y que no le fuera con el cuento a mi


padre. Porque yo lo sabía todo, bueno casi todo de ella. Fui la que les descubrí en la cafetería tan acaramelados y luego un día de novillos me los encontré en el dormitorio y el tío ese, su amante de ahora, se la estaba trajinando. Y no veas cómo gemía y se contorsionaba la muy zorra. Así de pronto, todo le vino rodado para encerrarme aquí, decirle a mi padre que yo soy así por no haberme atizado más, que había salido torcida como un arbolillo sin tutor... y de paso aprovechar, cuando ya tenía engatusado y bien liado al descerebrado de turno, para decir que lo suyo entre mi padre y ella se había terminado. La jugada era perfecta. Mató dos pájaros de un tiro. Si te parece, nos sentamos ahí, en ese banco, con el sol de cara y de espaldas a la pared, que así controlamos que no haya nadie detrás escuchando. Como te iba diciendo, mi padre, cornudo y apaleado, quedó con pinta de alunado, sin reaccionar. De golpe le cayeron veinte años encima. Caminaba con la cabeza gacha, tocándose el pecho con el mentón. Quizá no te lo crearás, pero te eché el ojo por un extraño pálpito. Algo en mi interior me dijo que no eras como las demás, que comprenderías y podríamos echarnos una mano la una a la otra. No, no pienses mal, yo no soy como la Martirio. Tampoco me parezco a mi madre. Entiendo que estés asombrada. Te preguntarás que por qué te pego el rollo. Te lo he dicho, por una corazonada. Déjame que adivine lo tuyo... ¿Por qué te remueves en el asiento? A ti no te van el cotilleo ni los remilgos. Tienes las cosas claras. Me das confianza. No vayas a creer que lo digo para hacerte la pelota. Pienso que andas metida en algo turbio, como todos aquí. Aún no sé bien

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qué es. Sólo es cuestión de tiempo, acabarás díciéndomelo, ya verás, entonces sabré de ti tanto como tú de mí. ¿Qué piensas ahora? Sí, yo también creo lo mismo. Las personas actuamos de modo extraño a veces. Fíjate, sin ir más lejos, mi madre también era como la madre de Mamie ¿Que no has visto la película dices? Cuando la veas comprenderás por qué he hecho lo que he hecho y soy como soy. Alquilaremos la peli y la veremos juntas comiendo palomitas. El pasado nos llega a atar más fuerte que las cadenas. Tal vez a ti se te ocurra algo más que a mí viendo la peli juntas, ya me dirás. Bueno, pues te sigo contando. ¿No hay nadie cerca? Cuando pasó lo de mi padre, me sentí muy mal, con mucha rabia, hubiera matado a mi madre de estar allí en ese momento, pero ya había dejado a mi padre plantado dos semanas antes. Porque a mí no me pasó por la cabeza que él pudiera terminar de esa manera. Sí, estaba alicaído. La separación fue como un mazazo. Pero yo creía que con el tiempo se iría recomponiendo. Ese día, es curioso, justamente había estado más animado que los anteriores. Pasamos la tarde sentados en el sofá viendo una película que daban en la tele de esas de cine negro. No me hagas decir cuál era, no puedo recordarlo. A Marnie también le pasaba. De su mente se borraron los recuerdos más dolorosos, y el olvido le permitió seguir adelante. Yo saldré adelante recordando, me digo, no quiero olvidar. Tengo la impresión que mi padre hasta disfrutó con la película. Cansada de estar en casa la larga tarde de un domingo, le dije que me iba a dar una vuelta con los amigos. Si no me hubiera ido... En mala hora me vinieron ganas de salir.


Cuando llegué, pasada la media noche, no estaba en casa. Le busqué por todo. No le encontré. Desde que mi madre se fue, él siempre que salía dejaba alguna nota. Pues ni rastro de nota. Qué raro, me dije. La puerta del baño estaba cerrada, pero por la rendija se veía luz. Llamé. «¿Estás ahí, papá?». Nada. Silencio. Llamé de nuevo. Esperé. Al final entreabrí la puerta. La espuma de afeitar y la maquinilla estaban encima del lavabo. Quedaban restos de jabón en la brocha y en la maquinilla. Él siempre se afeitaba así, decía que tenía la barba muy dura para la máquina eléctrica. Y eso que por Navidades mamá le había regalado una que ni siquiera llegó a estrenar. Se me ocurrió subir al trastero de la azotea, donde guardaba sus herramientas. Era el único lugar que quedaba por ver. Casi me doy con sus piernas que se balanceaban suavemente. Llevaba puestos los zapatos de los domingos relucientes como recién estrenados, incluso se había cambiado la camisa, y tenía desabrochados los dos botones superiores. La lengua, grande como la de una ternera, estaba toda negra, la cabeza, ladeada hacia un hombro como Jesús en la cruz. ¿Cuánto tiempo llevaría allí colgando de la cuerda y oscilando sus piernas como un péndulo? Sentí pena y mucha rabia. No pude llorar. Cuando llamé por teléfono todo mi cuerpo temblaba como la gelatina. Por todo eso y lo de mi madre, necesito salir de aquí. Mi cabeza está monda, no me queda ni un cabello y no quiero consumir mis días entre estas paredes. Por las noches oigo la voz de mi padre. Y yo le digo, dame un poco de tiempo, papá, para hacer eso. Ahora te cuento mi plan, escucha.

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Mención del jurado en fotografía 21

De las cosas sencillas de la vida Delphine Hope Córdoba

Un encuentro con los placeres sencillos, la rareza de las aficiones del individuo, la magia de la imaginación humana, un viaje de los sentidos…

Película: Amelie (Jen Pierre Jeunet, 2001)


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Accésit de relato corto

La maldición del Judas negro Antonio Jesús Criado Pedrosa Montilla (Córdoba)

Película: Jesucristo Superstar (Norman Jewison, 1973)


La maldición del Judas negro 24

Señor Director, mi nombre es Ángela Williams, tengo treinta y cuatro años, soy oncóloga y ejerzo mi profesión en el Centro Médico Cedars-Sinaí de Los Ángeles. Sé que usted siempre dedica en su revista un artículo para los sucesos extraordinarios. No le hablaré de mí, mi vida no es apasionante. Le hablaré de un hombre al que acompañé en sus últimos pasos, un hombre que destilaba una tristeza densa y sucia, un hombre que moría atormentado. Él se decía maldito, yo le llamaba El Judas Negro. Le ingresaron de madrugada. Una noche sin estrellas, fría, de enfermos herrumbrosos, de toses y lamentos. Habitación 676. Enfermeras y celadores cuchicheando en la puerta. Quizás otra estrella del firmamento de la fama, otro millonario ávido de cariño que premiar con herencias; en cualquier caso, alimento de hienas deslenguadas. «¡Es Judas!», me escupió al oído una compañera. Les rogué silencio y callaron, aunque permanecieron allí algún tiempo más. En la habitación, el enfermo, un varón negro que rondaba los sesenta, circuido de tubos, inflado y desinflado por máquinas, iluminado por la luz tétrica de una lámpara halógena, languidecía sobre las sábanas de la camilla. A su derecha, su mujer; a su izquierda, su hija. Tardé algunos minutos en reconocerle. Su cara demacrada anunciaba la cercanía de la muerte, espantaba cualquier recuerdo de juventud o lozanía. Dormitaba. De vez en cuando abría los ojos. Parecía cansado, colapsado de vida. Sus dedos apresaban las sábanas sin fuerza


mientras su esposa, Kathleen, le surcaba el pelo con la palma de la mano. «Agradecemos su profesionalidad, señorita», me dijo la mujer. La hija, llorosa, ni siquiera se volvió hacia mí. «Es mi trabajo. No se preocupe», sonreí sin alcanzar a comprender del todo qué estaba ocurriendo. Hice algunas preguntas, revisé los datos y examiné al paciente. No despertó del todo, pero sé que me estudiaba minuciosamente. Irradiaba una extraña fuerza. «Lo importante esta noche es que se estabilice. Mañana, si está mejor, veremos qué se puede hacer». Anoté algunas apreciaciones en mi cuaderno, vagos garabatos inservibles. Según había leído en su historial padecía leucemia, y el estado era muy avanzado. Había estado luchando, pero son muchos los milagros que no existen, más aún tratándose de un judas. Iba a salir cuando escuché su voz. «Es usted muy amable», susurró el enfermo. Entonces creí saber quién era. Pasé aquel invierno con un cirujano reputado que odiaba el trato humano; para él, un cuerpo perfecto era un cuerpo sedado. «No me gustan las palabras, prefiero la humilde comunicación de los órganos. Yo no salvo vidas, arreglo personas», solía argumentar entre pedante y lúcido cuando cenábamos con sus compañeros, a quienes las manos de mi hombre, Ryan Smith, se les antojaban las herramientas perfectas. Follábamos en su enorme apartamento, entre pantallas de plasma, títulos honoríficos y ego oloroso a sudor y a sexo. Nos distraíamos, aunque él veía en mí el femenino de lo que yo veía en él. Llegué a casa tarde, exhausta y melancólica; como

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casi siempre. Ryan dormía en el sofá. Me había estado esperando. Era evidente que nuestra relación terminaría pronto, por lo que le valía la pena aprovechar los escasos momentos de pasión. Empezar con otra le requeriría tiempo y paciencia, y él carecía de ambos tesoros. La imagen del paciente de la 676 me revoloteaba en la cabeza. Si se trataba del hombre que yo intuía todo tendría sentido: el revuelo en el hospital, la familiaridad, e incluso la extraña fuerza de sus ojos perdidos. Busqué en la videoteca de Ryan. Demasiado cine de acción, demasiados títulos desconocidos para impresionar a las visitas, demasiado romanticismo trillado para encender chispas. Revolví todas las estanterías hasta que tuve en mis manos una copia de Jesucristo Superstar. Me senté frente a la pantalla y lloré en silencio. La oscuridad, la música y una apacible sensación de reencuentro con el pasado me embargaron. No sentía pena, llevaba demasiados años asistiendo al peculiar drama de la muerte, sin embargo lloré callada, tragándome las lágrimas como una niña asustada. Todos tenemos algo de Judas. «Sí, soy Judas. El Judas que cantaba. Ya nadie recuerda mi nombre, tampoco yo. Jamás imaginé que aquel papel influiría tanto en mi vida. A veces siento que soy un instrumento de una inmensa maquinaria. Me siento el portavoz de todos los traidores, quizás la reencarnación del Iscariote. Mi familia era muy religiosa. Mi madre, cuando acepté el papel, me dijo que aquello no le gustaba, que yo era un buen chico que no merecía encarnar a un mal hombre. Ya había cantado antes; para el ejército


y para alguna iglesia. En una Iglesia me ojearon. Casualidades». Recibía muchas visitas. Supongo que algunos perderían dinero si él moría. Por lo visto se disponían a iniciar una nueva gira conmemorativa. Apenas les prestaba atención; sólo abría la boca para decirles «Lo siento pero me voy a morir». Y era cierto, la enfermedad se había instalado en su cuerpo. Mantuve con él algunas conversaciones que no olvidaré. Me conocía, de algún modo me conocía. «Siempre nos encontramos, siempre», me repetía constantemente. Su rostro se derretía sobre las sábanas. «La sangre podrida. ¿No te dice nada, Ángela? A mí sí. Demasiadas casualidades, demasiadas. Y caer aquí, en este hospital blanquecino moteado de rostros serios y descamados, asfixiado por las ramificaciones de estos aparatos que endulzan mi agonía, como Judas, que se ahorcó con tal de escapar de los bramidos de su conciencia. Precisamente en este hospital, el hospital Sinaí, hospital bíblico; en cualquier momento puede aparecer un moisés con sus Tablas de la Ley acusándome de haber faltado a todos los mandamientos. No soy tan malo, aunque reconozco mi gran error. Quienes me critican creen que me encasillé; sin embargo, yo considero que desde pequeño maduraba en mi interior la larva de algo maligno». Kathleen, su mujer, me aseguró en varias ocasiones que el enorme éxito del musical había

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mellado sus aspiraciones como cantante en solitario. «Cualquier persona del mundo lo identificaría por la calle, pero no le llamarían Carl Anderson, el rey del jazz, sino Judas, el de Jesucristo Superstar». Existen enfermedades psicológicas que responden a todos los síntomas de Carl, otro asunto es que a tales alturas de su vida, y contemplando las circunstancias, interesara diagnosticarlas. Sus palabras me inquietaban, latía en ellas una verdad profunda, desconocida. «Los judas siempre nos encontramos, siempre». Y sí, llevaba razón. «Tú eres una judas, por eso me escuchas. Muchos se han acercado a mí, considerándome el redentor de los traidores, el Judas Negro, el Judas Bueno, el que continuamente justificaba su error y sus pecados. Según los gnósticos, el Iscariote no era tan malo, más bien, cumplía las órdenes de un Jesús calculador, capaz de augurar los beneficios de tal sacrificio. ¿Y qué me cuentas de Pedro, de Simón? Lo negó, qué mayor ofensa para un maestro. Y sin embargo nos odian a nosotros. He sentido, durante todos estos años, cómo se hincaban en mi carne las miradas de desaprobación y rechazo de los espectadores de los cines. Me han odiado. Y yo me presté a ello una y otra vez. Volvimos a actuar. Volví a delatar y a besar». Sí, yo también desprecié una vida a cambio de dinero. Yo, la renombrada oncóloga Ángela Williams, perfecta en cualquier situación, aborté a los veinte años para no arriesgar una prometedora carrera en el mundo de la medicina. Yo misma, sí, aunque


después, para consolarme, pensé que a cambio de una muerte había salvado muchas vidas; yo misma, que elegí como mártir primero al que hubiera sido mi hijo, quien en estos días camparía por las calles engominado, altanero, en busca de su primer amor. El destino me ofrecía a un hombre enloquecido por los vapores del miedo para que expiara mis culpas. En una ocasión, su mujer me rogó que no prestase atención a los delirios de Carl, que actuaba así desde que la enfermedad lo había atenazado definitivamente. No la escuché a ella. Judas hablaba con la sabiduría y la franqueza de los muertos. «He llamado a Jesús, y también a Pedro. Es curioso, Pedro me ha negado», comentó Carl pocos días antes de su muerte. Kathleen me explicó que se refería a Ted Neeley y a Philip Toubus, compañeros en el rodaje de la película. Habían mantenido la relación a fuerza de talonario, puesto que a un grupo de empresarios del espectáculo les interesaba que los mismos actores de Jesucristo Superstar participaran en la gira conmemorativa. Incluso la hija de Carl se sorprendió del interés que éste mostraba por su colega Ted. «Pobre papá, ha perdido la cabeza», dijo. Phillip Toubus, según supe más tarde, no disponía de tiempo suficiente porque andaba inmerso en otra de sus producciones pornográficas. Para él, el vínculo con su personaje no había sido tan fuerte como el de otros compañeros, pues el cine de adultos, en el que había destacado tanto de actor como de director, ensombrecía el nombre de San Pedro. Por su parte, Ted, frecuentaba estudios de grabación y se había amoldado perfectamente a su papel de nazareno,

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tanto, que además de su carrera en el mundo de la canción, en cada concierto del musical volvía a despuntar como la gran estrella del género. Por vicisitudes del destino, Ted se encontraba en Los Ángeles en aquellas fechas y fue al hospital. Carl rogó a su mujer algo de intimidad y se encerró con su compañero durante horas; ni siquiera permitió que las enfermeras le administrasen los sedantes en ese rato. « ¿Sabes Ángela? Es curioso, la historia se repite. Le he pedido a mi querido amigo que tras mi muerte deje de representar la obra, que renuncie; sin él, sin mí, esto no tendría sentido. No quiero que me sustituyan. Yo soy Judas, no otro. Pero me suplantarán, sólo seré otro mero actor que ha dado vida al traidor. He vivido para esto, pero me sustituirán. Nosotros, los iscariotes, siempre somos ignorados por la gloria. Prescinden para los buenos momentos. Judas Tadeo ocupó el lugar del suicida, y ahora alguien tomará el lugar del maldito». Enconado, soportando los embates de dolor, con el cuerpo alquitranado, se afanaba por gritar, pero de su boca apenas brotaba una queja queda, arrugada, cruda. Yo había comentado el caso con mí pareja, e incluso cometí el error de expresarle mis sentimientos respecto a Carl, mis quimeras. Él me trató de loca, de infantil, de crédula. Jamás lo entendió, por eso preparé las maletas y le abandoné en la vacuidad de su hogar.


El día 23 de Febrero amaneció brumoso. Sobre Carl se cernía el sosiego de la muerte. Se despidió de su mujer y de su hija con el aplomo de quien se sabe condenado. El aliento se le fue apagando poco a poco, sin prisas, como la llama de una hoguera de troncos derrotados. Intentamos reanimarle. «Ángela, tú eres como yo, como todos los traidores. Estás condenada al olvido. Te matarán los recuerdos si no lo hacen tus propias manos primero. Caerás, como todos los que cometen un error. El mundo sólo ampara a los seres perfectos. El arrepentimiento no arregla nuestros errores. La maldición nos borrará». Aquella misma noche, me asomé al abismo, pero flaqueé. El recuerdo de mi hijo no nato, al que yo mandé matar, me horrorizaba. Imaginarlo adolescente, esbelto, con las botas sucias después de un partido de fútbol, contándome sus hazañas deportivas, sus proezas estudiantiles, sus pequeñas batallas contra lo cotidiano. «Los judas siempre nos encontramos, siempre», la maldita sentencia ronroneaba en mi cabeza. Entonces me impuse el castigo. Regresé a la casa de aquel hombre incapaz de amar nada ajeno a sí mismo. Era la condena más rigurosa, el más lento y doloroso suicidio. Enterraron a Carl dos días después. A su funeral no acudió San Pedro, tampoco María Magdalena; sólo su familia, Jesús y algún que otro apóstol despistado. Su mujer recibía pésames y abrazos, su hija lloraba quieta, abstraída. Sonaron himnos de

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la película. Sobre un lienzo proyectaron algunas escenas. El sacerdote ensalzó las virtudes de «un Judas que mostró al mundo el carácter corruptible del ser humano». Nada más, muchos transeúntes, mucho mitómano, mucho público para la más común de las desgracias. «La enfermedad pudo con su cuerpo, pero no con su alma», más halagos para Carl, ya sin carne y sin espíritu, vagabundo en busca de La Luz Al Final Del Túnel. Ted Neeley, algo más Jesucristo, entonó Heaven on their minds, la misma con que se encararon por primera vez en la grabación, la mítica. Los titulares de la mañana lo recogieron: «Jesús canta en el funeral de Judas»; pero después de esto, nada. Busqué y rebusqué en revistas y en la red: nada. Carl Anderson se había evaporado, sólo aparecía como el disfraz del Iscariote para la vida cotidiana, no era más que la sombra del personaje. No había muerto el marido de Kathleen, tampoco el rey del jazz, había muerto el traidor que vendió a Dios. Algunos meses más tarde, anunciaron que Corey Glover cubriría el puesto del fallecido para la gira; así, se cumplió la profecía de El Judas Negro: el olvido.


Mención del jurado en fotografía

¡Huye! Francisco Ureña Hornos Alcaudete (Jaén)

¡Huye!

Película: Con la muerte en los talones (Alfred Hitchcock, 1959)

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Mención del jurado en relato corto

Benemérita epistemología César Arjona Sebastiá Barcelona

Película: El crimen de Cuenca (Pilar Miró, 1979)


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Este relato está inspirado en la película El crimen de Cuenca, dirigida por Pilar Miró. Esta película, basada en hechos reales acaecidos en la provincia de Cuenca durante 1910, narra cómo dos campesinos fueron injustamente acusados de homicidio, por intereses de la oligarquía caciquil, y torturados por la Guardia Civil hasta que confesaron un delito que no habían cometido. Después de que cumplieran sus penas de cárcel, apareció viva la supuesta víctima, lo que dio lugar a un proceso de revisión que culminó con una sentencia del Tribunal Supremo dictada en 1926 mediante la que se rehabilitaba, demasiado tarde, a los condenados y se ordenaba la adopción de las medidas oportunas contra las autoridades responsables. La película de Miró, que debía estrenarse en 1979, fue inicialmente secuestrada y la directora procesada ante la jurisdicción militar. Pasaron casi dos años hasta que la cinta pudo al fin proyectarse. Mucho antes de eso, Ramón J. Sender se había basado en los mismos hechos para escribir su novela El lugar de un hombre, cuya primera edición se publicó en 1939.

Gregorio abandona los baños en el pantano y el murmullo de los trigales por el calabozo donde sangra a chorros. Piedra, cuero, alfileres, cuerdas y tenazas al servicio de la gran empresa humana: el afán por conocer. Todo empieza como algo externo, que le viene a uno desde fuera. Hay un científico, a saber, su señoría con bigote y unos ojos severos que brillan, que a Gregorio le dan grima pero también miedo. Y hay un laboratorio, que está en los subterráneos del cuartel, y unos hechos a ser


probados, que es el destino del Cepa, el pastor tullido e idiota que abandonó a sus padres, pero sus padres dicen que lo mataron Gregorio y León. Ahí la primera duda, mientras los dos amigos se husmean con la mirada jadeante entre sesión y sesión. Gregorio sabe, o cree saber, que él no tiene nada que ver con la muerte del Cepa, ya dada por segura en Tresjuncos y en la Osa, y en el Juzgado de Belmonte parece que también. Pero su compañero es capaz, con su hosquedad animal y solitaria. Como mata liebres y conejos a golpes, y atemoriza a los perros, podría haber matado al Cepa en un impulso sin más, un arrebato homicida. Pero es León quien duda de él, y le suplica a berridos que confiese, mientras Gregorio, atado a la silla, arrastrado hasta allí deliberadamente para contemplar el tormento, no reconoce en ese rostro desfigurado por el dolor la sobriedad fría, insensible y cruel con que su amigo lo encara cuando discuten sobre la caza o el juego. Los guardias, dirigidos por la sabia experiencia de su señoría científica, los juntan y los separan en tiempos regulados. «Habrá sido él», piensa Gregorio con cierto convencimiento cuando se cuela en su pírrico descanso el bramido acusador de su amigo: «¡has sido tú!, di de una vez lo que sepas, ¡tú!». La duda de la esposa es más dura, por inesperada. Y ataca a una raíz que ni el hierro candente ni el alfiler de carne y sangre pueden alcanzar. Durante los largos años en el penal de los que nadie lo librará

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cicatrizarán las otras heridas, no ésta. «¿Qué es lo que has hecho, Gregorio?», le dice con la cara cansada y seca como de esparto a través de los barrotes. Él está en la sombra. Tiene dolor en el paladar, pero no respuesta. La mujer le reprocha los niños y sola en la casa, y el trabajo y no hay dinero, y todo el pueblo que habla, y su existencia misma le reprocha. «He hablado con el juez, le diría lo que supiera pero no sé nada. Él me ha dicho cosas, y yo empiezo a imaginar. Explícales lo que sabes y acaba de una vez con esto, maldito seas». El científico justicia interviene, instiga, sugiere, construye. La realidad no es un hecho, sino una interpretación. Gregorio y su mujer se miran de vacío a vacío, ásperos como esas barras de hierro, a los dos les han robado las lágrimas. Más sesiones de oscuridad. No hay duda social, hay certeza colectiva. La duda está dentro. La epistemología es íntima; y a ella Gregorio llega por la moral. Porque, ¿qué valor merece la verdad? ¿Es la verdad superior a una certeza, a un puñetazo y una nariz partida? Mientras dormitaba lo han agarrado del pescuezo, como a un bicho herido, y lo han tirado escaleras abajo a la sala de experimentos. León estaba colgado de una tubería que recorría cerca del techo la estancia. Se sujetaba a ella con los pies y las manos, igual que un mono agarrado a una rama. Le habían bajado los pantalones y atado una cuerda alrededor de los testículos. El otro extremo de la cuerda colgaba también de la tubería. Gregorio tardó unos segundos


en entender la tenacidad con la que su compañero se asía, el cuidado al cambiar de posición pies y manos cuando no podía resistir más la fuerza que soportaban o el roce con el metal oxidado. Cosas atávicas permitían la supervivencia, pero, ¿es el orgullo algo atávico? ¿O es una creación más bien prescindible? ¿Había orgullo en León? ¿Valía algo la verdad? ¿Más que el tormento? Así iba atravesando, en las cortas noches sin sueño y con dolor, con hambre y con sed (la sed peor que el hambre, sentía que su boca era un horno encendido), así iba atravesando la frontera de la moral ese residuo de fuerte hombre campesino en el que lo habían convertido, a Gregorio. ¿Qué le importaban esas cosas, al fin y al cabo, si el cumplimiento de la condena era menos indeseable que aquel suplicio sin término? En la cárcel le darían comida y agua, quizás comida caliente, e incluso vino. En su estado, eso sonaba a placeres celestiales, los que en el púlpito de la misa el cura insinuaba a veces, pocas, más aficionado como era a describir los padecimientos del infierno que, estos sí, los conocía ahora Gregorio. Quizás le pegaran en la cárcel, pero no tanto como aquí, porque no habría guardias suficientes para golpear a todos los presos. Tendría un catre sobre el que tumbarse, en vez de la piedra fría del calabozo. Tal vez podría salir a un patio y respirar aire, ver el cielo; hacía semanas que no se lo permitían.

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Contra el paraíso, ¿valían algo realmente el orgullo o la verdad? Estaba su familia, sí, pero su mujer ya le había añadido a tantas otras la bofetada de la desconfianza. Además, las habladurías continuarían pasara lo que pasase, eso ya estaba sentenciado, por generaciones en adelante, después de muerto él y León y el sargento y el juez, quien tenía experiencia en el trato con reos y de vez en cuando, poco, dejaba ver su silueta por el quicio de una puerta entreabierta. Así era: su orgullo ya no le importaba, ni a nadie ni a él, y no creía en Dios. Pero cumplido el estadio moral, el viaje hacia el origen de la duda aún no alcanzaba su fin. Lo matamos, sí, matamos al Cepa. Pero... «¿cómo lo matasteis, perros?». No los dejaban solos a él y a León para que hablaran, los juntaban nada más cuando la compañía resultaba cruel, con lo que no podían acordar la versión. Era el proceso de ensayo y error, la reproducción del crimen una y otra vez (ahora el juez ya aparecía más a menudo, e incluso los adecentaron para llevarlos ante su presencia al juzgado), plagada irremediablemente de contradicciones, incoherencias y sobre todo ese cadáver que no aparecía, porque ellos no lo habían matado y no sabían dónde estaba, pero eso ya no podían decirlo. Cada fracaso era respondido por la razón benemérita con redobladas violencias. Y fue en esta fase cuando Gregorio llegó a la duda primigenia y fundamental. Finalmente ya no era algo externo esa


duda, ya no venía de fuera. Ni su señoría, ni el sargento, ni León, ni su mujer; ni siquiera el orgullo, la dignidad, todo eso que le venía de alguna manera desde fuera, importaba nada. Ahora la duda estaba dentro. Era, por fin, la duda epistémica íntima, la cartesiana. Era la duda de la caverna; la duda radical. ¿Lo había hecho? El ardor insoportable en la boca, el ahogo durante la oscura soledad que le hacía intentar respirar por todos los poros de su cuerpo, parecían decirle algo. También creía escuchar como un rumor, una especie de silbido que se arrastraba por los oídos al aplacarse las punzadas colosales del dolor. O un eco cuando, con la cabeza caída chorreando sangre y las manos atadas al respaldo de la silla, escuchaba las quejas de su compañero desde la celda de al lado. Y ese eco también le hablaba. ¿Dónde está el Cepa?, le preguntaba. ¿Cómo lo matasteis? ¿Dónde escondisteis su cadáver? No se podía dar nada por cierto. Era una lección que Gregorio, hombre inculto y sin instrucción, aprendía al fin. Hay que dudar de todo, esa es la fundamentación de la modernidad. Y hombre moderno es su señoría, que ayudó a Gregorio y a León en esta fase última del proceso, involucrándose en su lamentable condición para ir conduciéndolos, cuan filósofo, por el final de su propio camino hacia una luz cuya claridad ya vislumbraban. Las preguntas sabias, las pistas oportunas, pusieron orden en las mentes heridas y humilladas de esos

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campesinos, y sintió Gregorio, quien ya había renunciado a cualquier otro alivio, la satisfacción de descubrir, conocer, crear la realidad. La verdadera realidad. Los hechos tal cual sucedieron, a saber, que habían quemado el cadáver y luego habían machacado los huesos y luego habían hecho un fardo con ellos y lo habían arrojado al río para que desapareciera cualquier indicio. Y aunque temieron que el fardo se encallara en las aguas pantanosas que hay más abajo del pueblo, parece que eso no fue así, ya que nadie lo ha encontrado, así que debió seguir corriente abajo hasta desaparecer de la historia de este brutal asesinato. Esa era la realidad. La única realidad posible que resultaba de la aplicación de una correcta y rigurosa metodología. Al estampar su firma en la sentencia condenatoria, el juez emitió un respingo de satisfacción: avanzaba la ciencia criminológica. Noble empresa.


Mención del jurado en fotografía

Mary Poppins vuelve a sobrevolar los tejados Ana Pérez Sánchez . Granada

Mary Poppins cambia el mal tiempo de Londres por el solecito de Andalucía en su esperado regreso

Película: Mary Poppins (Robert Stevenson, 1964)

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Menci贸n del jurado en relato corto

El tercer hombre Ram贸n Cabrera Naveiras Barcelona

Pel铆cula: El tercer hombre (Carol Reed, 1949)


El tercer hombre 46

Después de atender una inoportuna llamada telefónica volvió a acomodarse en el enorme sillón de orejas, encendió con la parsimonia de experto una pipa de madera labrada, que mantuvo entre sus labios, humeante, sujeta con su mano derecha, y con un breve movimiento de cabeza me invitó a que prosiguiera. Ligeramente inclinado hacia adelante, los ojos azules muy vivos y abiertos en su rostro redondo y levemente sanguíneo, su actitud era la del que no está dispuesto a perderse ni una sola palabra. De modo que, halagado, esperanzado, y todavía nervioso, hay que decirlo, continué con la lectura de la última media docena de cuartillas. Una especie de sinopsis de mi futura primera novela en la que relataba unas experiencias vividas por mí. «A Martín no le extrañó no verle en la estación. Samuel, por lo que había creído adivinar a través de la escasa correspondencia mantenida durante los últimos meses, andaba muy ocupado en múltiples asuntos cuya naturaleza exacta le era desconocida. Con toda seguridad el exceso de trabajo le habría impedido acudir a recibirle. Tenía su dirección, por lo que después de preguntar subió a un autobús que debía llevarle a la parte alta de la ciudad. Durante el trayecto pensó cuán afortunado era por conservar en tan difíciles circunstancias a un amigo como él. Escapado Martín a París a fínales de la guerra española, temeroso de que con la victoria de Franco tuviese que pagar por sus devaneos republicanos, más sentimentales


que activos, más por pura inercia que por convicción, malvivió allí poco más de un año escribiendo infames novelas del oeste americano para una editorial de quinta categoría. Hasta que la invasión alemana pareció cosa de semanas. Entonces quiso huir de nuevo. Pero, ¿a dónde? Dudaba de que en algún otro lugar pudiera comer, ni siquiera bocadillos, con esos textos en los que siempre un jinete solitario o el sheriff de una pequeña localidad se las tenía que ver con los mismos tipos facinerosos. ¿Tal vez fuese mejor jugársela y regresar a España? Se acordó entonces de Samuel. Fueron muy buenos compañeros de colegio. Desconocía sus preferencias políticas, si es que alguna tenía, pero el solo hecho de haber permanecido en el bando nacionalista al estallar la contienda ya le ofrecía ciertas garantías. Era de familia burguesa y quién sabe si podría mover influencias en el supuesto de que figurase el nombre de Martín en alguna lista negra. Le escribió a la última dirección que conocía. Tardó en contestar, pero lo hizo, y muy amable. Para su sorpresa residía ahora en Toulouse. Después de cruzarse un par de cartas más, un día le llegó un billete de tren con una nota en la que aseguraba que haría por él, en recuerdo de la vieja amistad, todo lo que estuviese a su alcance. Su apartamento se encontraba situado en una zona residencial, en la primera planta de un antiguo edificio muy bien conservado. Martín llamó varias veces al timbre, sin obtener respuesta. Mientras meditaba qué hacer, oyó la voz de alguien por el hueco de la escalera. Asomándose preguntó por Samuel Levi. «Ha muerto «, dijo desde abajo quien

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parecía ser el portero. Martín quedó perplejo. La carta con el pasaje era de tres fechas atrás. «¿Muerto?» Con gestos de desolación repitió que sí, que el día antes había fallecido atropellado, frente a la casa, cuando salía del portal acompañado por el señor Hans. «Murió en el acto. ¡Qué desgracia! El señor Levi era muy generoso conmigo «, confesó con un leve temblor de voz. Mientras se explicaba habían ido descendiendo y ya en la calle señaló el lugar exacto del accidente. «Iba a limpiar unos ventanales cuando oí un frenazo. Vi su cuerpo sobre la calzada, un reguero de sangre, y cómo tres hombres, uno de ellos el señor Hans, lo alzaban por brazos y pies para trasladarlo a la acera. Su cabeza estaba destrozada y... « «¿Quién es el señor Hans?», quiso saber Martín, «¿un conocido de Samuel? «. «¡Oh, sí, venía mucho por esta casa el coronel!», aclaró, y añadió: «es alemán». Por el portero supo que muchas noches el tal Hans acudía a beber una copa a un local del casco viejo, muy cerca del Canal del Mediodía, en la rue Pargaminiéres. Buscó, pues, un hotel sencillo, no lejos del Garona, para después de cenar darse una vuelta por el café que frecuentaba ese amigo común. Aun tratándose de un nazi, Martín no tenía otra opción que confiar en él y solicitar su ayuda apelando a la amistad que les unía con Samuel. Toulouse, por entonces, bullía de espías y oficiales del Tercer Reich que iban y venían. No era una ocupación militar, pero sí una forma de controlar la aparente y delicada neutralidad del régimen de Vichy, un gobierno títere de Hitler.


El Café de la Cloche distaba mucho de ser un lugar acogedor. Oscuro, Martín tuvo la impresión, al entrar, de que le observaban miles de ojos. Un murmullo de voces apagadas — tal vez confidencias, secretos desvelados a medias- se mezclaba con el humo de los cigarrillos, el vapor de la cafetera y un intenso aroma a anisette. Se acomodó en la barra, pidió un pastís y se interesó por el coronel Hans. Estaba en una mesa, junto a dos individuos, y a una señal del camarero fue advertido de que le estaban buscando. No vestía uniforme y se acercó ceremonioso. «¿El señor Martín?», preguntó, tendiéndole la mano, y sin aguardar su cuenta afirmó que en caso de no haber ido a su encuentro él hubiera ido en el suyo. «El pobre Samuel, aseguró, me habló muchas veces de usted y yo ya sabía de su llegada. Me ha sido fácil reconocerle por la foto que hay en la contraportada de sus libros. He leído algunos que nuestro común amigo quiso prestarme. Es usted un mago del suspense». Se hizo entonces servir un coñac, se sentó en un taburete a su lado y le aseguró que las últimas palabras de Samuel estuvieron destinadas a él. «Me rogó que me ocupara de usted, que le facilitara algún dinero y unas cartas de recomendación por si deseaba regresar a España». No le costó a Martín darse cuenta de que algo no encajaba en el discurso del alemán. Una contradicción demasiado evidente con la información recibida del portero. «¿Pero no murió en el acto? ¿Cómo pudo, entonces, decir todo eso?» Se revolvió el coronel algo inquieto en el asiento y su expresión se endureció. No tardó, sin embargo, en recuperar el aspecto afable de momentos antes. «Aún vivía,

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créame, cuando entre el comandante Montini y yo lo trasladamos a la acera. Es al italiano a quien iba a saludar Samuel. Quiso cruzar la calzada y... Un camión que circulaba le pasó por encima. Lamentable, muy lamentable». Martín recordó entonces que el portero le había mencionado que fueron tres las personas que se ocuparon del cadáver, y así se lo hizo saber al coronel. Pareció sorprenderse, pero lo cierto es que se había puesto en guardia, tensos los músculos del rostro. «¿Tres? Ese hombre está en un error. ¿Le dijo quién era la tercera?» «No, sólo mencionó su nombre». Tardó en relajarse, la vista fija en la copa que mantenía en alto, como si buscara en su interior a ese personaje misterioso. «Sería su médico», dijo de pronto, apurando de un trago lo que le quedaba del coñac. «¿Su médico? ¿Acaso también estaba allí?» Sonrió. «Le llamamos, claro. Vive muy cerca del domicilio de Samuel, a dos pasos. Comprenda usted los nervios del momento... Fue todo tan repentino y confuso… Tal vez sí, tal vez sí que esperamos al doctor para que nos ayudara a moverlo. Podría haber sido muy imprudente lo contrario». Lo que en principio se había presentado como un accidente desafortunado adquiría, a medida que Martín se adentraba en él, tintes sospechosos repletos de lagunas, aristas envueltas en penumbras. Cuando se despidió de Hans, con la promesa de volver a verle, ya había decidido que al día siguiente haría una nueva visita al portero. Tenía la convicción de que éste sabía mucho más de lo que le había contado. ¿Quién era realmente ese tercer hombre? Pero cuando, a primera hora de la mañana, acudió al


edificio de Samuel, lo encontró rodeado por la policía... Alguien, la noche anterior, casi de madrugada, le había asesinado...» -¿Y la mujer? ¿No hay ninguna mujer en su historia? Ya no adoptaba la actitud de extremo interés que, al comienzo del relato, le tenía con el busto erguido y la mirada anhelante. Desde hacía rato, hundido en el gran sillón de orejas y con la pipa apagada, su atención parecía dividida entre lo que le estaba leyendo y algo que le bullía en su cabeza. La interrupción me dejó en suspenso. -¿La mujer?, ¿qué mujer? -atiné a preguntar después de unos segundos de vacilación-. No hubo ninguna. -¡Ah! Es una lástima —dijo con decepción-. Pues ha de inventársela, amigo mío. Si pretende usted tener éxito con su primera obra seria, y dejar de lado para siempre sus ficciones de sheriffs y cowboys, es preciso que haga intervenir en el relato a una dama. Por mucha intriga que haya, todo se desmorona si el elemento femenino no aparece. ¿No ha leído, por ejemplo, mi libro El americano impasible? Una historia de amor, incluya usted una historia de amor. Hágame caso. -Pero es que... -balbuceé. -¿Que en la realidad no la hubo? Qué importa eso. Profundice muchacho, profundice e invente y no se limite a la crónica pura y simple de los hechos.

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Es mi consejo. Y sin prisas, amigo mío, sin prisas. Aunque usted hará lo que mejor le plazca, por supuesto. Se había levantado y me palmeaba el hombro en señal de despedida. Desconcertado, no atiné a defenderme. ¿Podía hacerlo, sin embargo? La cita con Graham Greene, de paso por Madrid, no había sido fácil. No me extenderé en las circunstancias que la hicieron posible. Accedió a recibirme en la lujosa habitación de su hotel. Alguien cercano le había hecho una muy sucinta síntesis del argumento de la novela que yo estaba escribiendo y dio muestras de interés. Quería conocerlo de primera mano, de boca del autor. Yo tenía previsto también leerle los dos primeros capítulos terminados. Pero era indudable que no estaba en mi mano prolongar la entrevista si el célebre autor ya tenía bastante. Decepcionado, tardé muchos meses en ponerme a escribir en serio lo que viví personalmente en Toulouse y muchos más en acabar la historia a mi manera. Pero ya por entonces se proyectaba en las pantallas, con éxito arrollador, la película El Tercer hombre. La fui a ver. Sucedía en Viena, no en la Francia libre de Pétain; Samuel, mi amigo, convertido en Harry Lime, se dedicaba al tráfico de penicilina adulterada en lugar de, para salvar su propio pellejo, denunciar a los nazis judíos refugiados; y quienes le perseguían no eran Halloway y la policía británica sino republicanos españoles. Como hilo conductor, la historia de amor frustrado -deliciosa Alida Valli, magnífico Joseph Cotten, a quien en la ficción puso el nombre de Martins- que yo me resistí a incluir.


Olvidaba decir que por las fechas en que hablé con Graham Greene éste padecía una etapa de escasa inspiración y andaba por medio mundo como un ave carroñera en busca de tramas para futuras novelas. Arrojé la mía al fuego del infierno (el escritor inglés acababa de convertirse al catolicismo). Y seguí con los vaqueros del oeste americano. Qué remedio. Hasta hoy.

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Mención del jurado en fotografía 55

Muerte de un ciclista José Antonio Albornoz Pérez Montilla (Córdoba)

Homenaje a Muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem, probablemente una de las más perfectas y elegantes películas hechas en este país...

Película: Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955)


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Menci贸n del jurado en relato corto

Corten Javier Merino Lozano C贸rdoba

Pel铆cula: Eduardo Manostijeras (Tim Burton, 1990)


Corten 58

Para mear y no echar ni una sola gota. Así, como lo oyen. Pero antes de nada, voy a presentarme. Seguro que me conocen. Basta enseñarles mis manos para que me recuerden. Sí. Edward, Eduardo para los amigos, y de apellido Manostijeras. Ya se podría haber esmerado mi padre en colocarme fardos de billetes de quinientos en vez de tijeras. O un juego de tenedor, cuchillo y sacacorchos al estilo de una navaja suiza. Pero no. Tampoco voy a echarle ahora la culpa de mi desgracia pues tuvo a bien tenerme preparadas unas manos bien hermosas que sustituyeran a las de serie. En el último momento, cuando todo estaba preparado, murió. Eso ya lo saben. También recordarán que una conocida marca de cosméticos llamó a mi puerta, estando yo con estos pelos, y que pasé más tarde a mezclarme con los ciudadanos de Suburbia. En agradecimiento y haciendo uso de mis apéndices corté el pelo a perros y mujeres, por este orden. También me enamoré, pero eso no viene ahora al cuento. Del mismo modo que corté setos, árboles y matojos, y ya puestos, hice nieve con estas manitas. Hasta que ocurrió lo que paso a contarles.


II En Suburbia había primaveras y veranos, otoños e inviernos. En los armarios, camisas y camisetas, rebecas y abrigos. Y en las fruterías, fresas y sandías, castañas y turrones - o fruta escarchada, las que manejaran mayor presupuesto - . Fui muy bien recibido al principio, no lo niego. Así que animado por los lugareños, y entre cogote y cogote, me dediqué también a cortarle el pelo a todo árbol que se me pusiera por delante. Les hice de todo: permanentes, alisado japonés y otras virguerías. Y lo mismo a los setos de la urbanización. Como dije, también hice nieve, cosa harto difícil de ver para los vecinos de la ciudad. Reproduzco textualmente: «yo, cuando quiero nieve meto la cabeza en el congelador, algo siempre cae». Sin comentarios. Y ahora... En Suburbia puedes sustituir el postre navideño, que se llama tronco para más inri, por una hermosa tajada de sandía. Las ciruelas salen gordas en noviembre y en abril hace un frío que pela. Pero ahí no queda eso. La nevada quemó los campos de trigo. La primera consecuencia fue el encarecimiento del pan de molde. Y ya se sabe que aquí sin rebanadas no somos nada, permítanme la intencionalidad del pareado. Particularmente soy más de tostadas que de tortitas. Y como yo, muchos.

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Menudo cabreo cogieron las mujeres de la casa. Si una familia pone en uno de los platillos de la balanza el peinado de la madre y en otro la manduca de los niños seguro que gana este segundo aparentemente, ya se apañará la señora para rebañar donde pueda a fin de colocarse los rulos -. ¿Y cómo iba a saber que la fruta caía de los árboles si mi padre me alimentaba de galletas? Como iba diciendo, y a fuerza de redundar, hice figuritas de mazapán con los árboles de la ciudad a la par que bajé en dos palmos el nivel de los setos medianeros. ¿Consecuencia? La siguiente cosecha de naranjas además de enanas, amargas. Al no recolectarse fueron utilizadas por la chavalería de Suburbia como arma arrojadiza. ¿Consecuencia bis? Así, a bote pronto se me viene a la memoria dos abuelos escoñados en la rampa de acceso al hogar de pensionista y varias lunas de coche rotas. Y sobre todo... Los termómetros de la ciudad empezaron a marcar temperaturas febriles. El asfalto expulsaba un calor sahariano y ni los aires acondicionados de las casas ni el humo de los coches contribuyeron a que se creara un clima más agradable. Les pido que hagan tiempo mientras me preguntan una tercera consecuencia...estoy buscando algo entre mis papeles... III Aquí la tengo:


ACTA DE JUNTA DE PROPIETARIOS En la población de Suburbia, siendo las 18 horas del día 23 de marzo de 2007, en el local de la Casa de Ciudadano, se reúne la Junta General Extraordinaria de Propietarios de Suburbia, bajo la presidencia del Sr. Bornes, con arreglo al único orden del día: La tala de árboles por parte del vecino Sr. Manostijeras. Permítanme la interrupción, pero es que verme como el único tema a tratar así centrado y con letra negrita me partió el alma. Sigo. Acordándose, por unanimidad, los siguientes asuntos: 1.- Se acuerda hacer único responsable del cambio climático que se ha experimentado en la ciudad de Suburbia al Sr. Manostijeras. 2.- Se acuerda la inmediata expulsión del Sr. Manostijeras. 3.- Se acuerda dedicar una partida del presupuesto de festejos para el abastecimiento de pan de molde, haciéndosele entrega a cada familia de un «cheque rebanada» a canjear por cuatro paquetes tamaño mediano de pan Bimbo sin corteza. Mira, un detalle, perdón por la interrupción. Y no habiendo más asuntos que tratar, leídos los acuerdos tomados, firman los asistentes y se levanta la sesión, siendo las 19 horas. El Presidente de la Junta de Propietarios

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IV 62

Imagínense la escena. Yo corriendo y detrás medio pueblo encolerizado. Vuelta a casa por la vía rápida, para qué esperar más. Encerrado y con la única compañía de la televisión - encima de las de tubo catódico, de las antiguas, vamos - . Insomnio más insomnio igual a insomnio al cuadrado. Y si a la fórmula le añades largas noches enchufado al teletienda el resultado no puede ser más desalentador: Juegos de cuchillos, cremas con baba de caracol, curso a distancia sobre el cambio climático, alargapepinos con un extenso reportaje fotográfico del antes y el después... ¿he oído cambio climático? Dos semanas más con sus respectivas noches, que es cuando se prodigan estos programas, estuve pegado al televisor hasta que volvieron a repetir el anuncio. EL CAMBIO CLIMÁTICO. CURSO A DISTANCIA. EMPIECE EN SU CASA ANTES DE QUE SEA DEMASIADO TARDE. (En pantalla un señor con disfraz de jardinero. La originalidad de los publicistas no tiene límite). IMPARTIDO SOBRE LA BASE DEL MAESTRO DEL MOMENTO. SR. AL GORE. Mi oportunidad. Bastó un telefonazo al número que me indicaban en la cortinilla del anuncio, que dicho sea de paso era un 902 con el consiguiente tembleque de las tijeras de sólo pensar la factura que me iba a caer,


para que en unas dos semanas recibiera el primer envío. «Envoltorio libre de fosfatos» pude leer en la esquina del paquete, además de «impreso en tinta ecológica», mientras le pagaba al mensajero, que se las piró raudo y veloz dejando tras de sí una estela de humo negro. Al tufo carbonero que salió del escape de la moto respondí con un «mamón». Sin saberlo ya se había despertado en mí la conciencia ecológica. Doce entregas más y el diploma sería mío. A ver quién iba a ser el guapo que me tosiese ahora. Abrí la caja. Junto al programa del curso y la primera carpeta de fichas extraíbles dos lápices de madera reciclada de coco y un cuaderno hecho con hojas del susodicho cocotero. También una carta del mismísimo Al Gore de su puño y letra. Estimado EDWARD. Tienes ante ti el modo de salvar el PLANETA. Confío plenamente en tus POSIBILIDADES. Ya se han unido a nuestro proyecto desde otros lugares. Estamos tejiendo una red de punta a punta que salvará a la TIERRA de la debacle a la que está actualmente sometida. Sí, necesitamos a gente como tú, gente que sepa CORTAR POR LO SANO... En fin.

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EL JURADO DE LA VI EDICIÓN DEL CONCURSO DEL RELATO CORTO "EL COLOQUIO DE LOS PERROS" ESTUVO INTEGRADO POR: - Octavio Salazar Benítez. Director general de Cultura de la Universidad de Córdoba.

- Manuel Bellido Mora. Crítico de cine y periodista de Canal Sur Televisión.

- José Manuel Repiso Carmona. Presidente de la Asociación Cultural Audiovisual y Cineforum Forajidos.

- Lola Llamas Trapero. Socia de la Asociación Cultural El coloquio de los perros.

- Carlos Alberto Prieto Velasco. Socio de la Asociación Cultural El coloquio de los perros.

EL JURADO DEL APARTADO DE FOTOGRAFÍA ESTUVO INTEGRADO POR: Miembros de la Asociación organizadora y Entidades Colaboradoras


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organiza:

Asociaci贸n cultural El coloquio de los perros

colaboran:

Excmo. Ayuntamiento de Montilla Asociaci贸n cultural audiovisual y cineforum Forajidos

Montilla, 2008


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