8CRCF. Música maestro.

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8 CONCURSO EL COLOQUIO DE LOS PERROS DE RELATO CORTO Y FOTOGRAFÍA


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Tema del concurso: Música, maestro Edita: Asociación Cultural "El coloquio de los perros" www.elcoloquiodelosperros.es Colaboran: Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía Excma. Diputación Provincial de Córdoba Excmo. Ayuntamiento de Montilla

Diseño y maquetación: José Alfonso Rueda Jiménez D.L.: CO-623-2003 I.S.S.N.: 1887-9934 Imprime: Imprenta San Francisco Solano C/ Zarzuela Baja, 40 14550 Montilla (Córdoba) Tlfo. y Fax: 957 65 64 68 imprentasolano@terra.es


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música, maestro

8 C O N C U R S O EL COLOQUIO DE LOS PERROS DE RELATO CORTO Y FOTOGRAFÍA 2010


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ÍNDICE PRÓLOGO. Rafi Jiménez Pérez ........................... 9 RELATO CORTO PRIMER PREMIO. Jesús García Lorenzo La terrorífica llamada ................................. 15 ACCESIT. Rafael López Álvarez La cancioncita.............................................. 25 MENCIÓN. Carlos Miguel Ruiz Castillo El hombre que conoció a John Lennon.... 41 MENCIÓN. Nélida Leal Rodríguez Nuestro amor imposible............................... 55 FOTOGRAFÍA PRIMER PREMIO. Javier Jimeno Maté .................13 MENCIÓN. Alberto Lucas González .......................23 MENCIÓN. Bernabé F. A. della Mattia ...................39 MENCIÓN. Raúl Villalba .......................................53 MENCIÓN. Jerónimo Tinoco Rentero ...................67

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PRÓLOGO «En verdad, si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco» Jacques de Bourbon Busset

«No puedo vivir sin música» es el lema que aparece en una camiseta cutre que me compré en una tienda igualmente cutre. Pero cuando la vi, no pude dejar de pensar que estaba hecha para mí. En la presente edición del Concurso de Relato Corto y Fotografía que convoca, como cada año, la Asociación Cultural «El Coloquio de los Perros» se opta, como tema sobre el que versarán los trabajos, por la música. La música… un motivo crucial en nuestras vidas. Porque hay letras y melodías para todo y para todos: la alegría, la tristeza, las diversas situaciones del amor, el odio, la envidia, la nostalgia, la muerte… Quién no ha dicho alguna vez: «parece que esta canción está escrita para mí». Por añadidura, todo el mundo (sin depender de su clase social, su trabajo o su nivel cultural) puede deleitarse con la música. Decía Luciano Pavarotti que «no se necesita un cerebro para escuchar música». La melodía se siente, emociona, conmueve, enternece, arrebata, entusiasma, turba, sobrecoge y todos podemos llegar a gozar de su plenitud, de su belleza y del poder que ejerce sobre nuestros sentimientos. Esto es así porque a lo largo de los siglos la humanidad ha conseguido dotar a los más rústicos sonidos de una sofisticación que ha convertido la música en una de las más bellas artes.

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Desde la Antigüedad, la vida del hombre está ligada a ella; los primeros instrumentos fueron las palmas de las manos con las que se creaba ritmo. No podemos olvidar la influencia de la iglesia que, ya en sus orígenes, entonaba cánticos a la Virgen o los santos. La poesía nació de la música: los juglares y trovadores iban recitando sus composiciones por las plazas de pueblos y castillos acompañados siempre de instrumentos musicales. Y así, la música ha ido evolucionando hasta la actualidad pasando por diversos géneros y estilos. Hoy, y con el libro que tenemos en las manos, podemos disfrutar de otro modo de este arte, podemos entender los cauces y las emociones que la música vierte en las personas que nos han regalado los relatos que aparecen en esta edición Bob Dylan decía en una de sus canciones: «Quien no está ocupado en vivir, está ocupado en morir»; pues ¡vivan, emociónense y enriquezcan sus oídos con la música de todos los tiempos! ¡Música, maestro!

Rafi Jiménez Pérez Profesora de Lengua Castellana y Literatura


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Primer premio Fotografía 13

La cuerda Javier Jimeno Maté Madrid

Canción de cuerda para atarte a mí. Tie me up. Dirty stop out fronted by Agent Provocateur.


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Primer premio Relato corto

La terrorífica llamada

Jesús García Lorenzo Valencia


La terrorífica llamada 16

Despertó en mitad de la noche, aterrorizado. Con los ojos abiertos en la oscuridad intentó, perturbado, captar algo de luz. Su corazón latía con fuerza, y su respiración entrecortada le hizo, como acto reflejo, llevarse su mano al pecho. Tiritaba al abandonar el lecho a causa del sudor que ya enfriaba su piel. O por pavura. La pluma temblaba en su mano al tiempo que dibujaba notas en el pentagrama con desesperación. Silencios intensos marcando síncopas que reforzaban los tiempos. Las líneas de separación bien marcadas sin dar lugar a duda. No iba a permitir que nadie se atreviera a cambiar ni una de sus frases. Miedo, rabia, furia era lo que brotaba de sus dedos y no dejaría que se malograran. Hojas numeradas en su margen derecho con signos romanos, caían al suelo tura a una. Sin revisar, sin rectificar, ni siquiera sin intentar limpiar los borrones provocados por las gotas de tinta húmeda. Su alma las había oído con claridad y les dio el visto bueno. Escribía, y lo hacía narrando de la única manera que sabía, con sonidos. Ruidos medidos. Estallidos bien perfilados. Sentimientos a los que, como el maestro afilador, sacaba punta hasta un final indefinido.


Terminado el primer movimiento, y con el ánimo desbaratado, se arrodilló recogiendo lo escrito dispuesto a sosegar su ansia. Da Capo. Oía los fortes, los sostenutos y los legatos a medida que leía la orquestación. Los sonidos brotaban organizando el espacio. Los bajos gritaban, los violines acompañaban la desesperación a la vez que el resto de cuerdas les hacían el coro. Un oboe pedía clemencia, las cuerdas la rechazan. El corazón se aceleraba. Volvió a situar su mano en el pecho; signo inequívoco de que la pesadilla se había transcrito Los metales no daban tregua, la percusión, del lado de los fuertes, acrecentaba la furia aclamándola como vencedora. La intensidad y el esfuerzo empleado acabaron tumbándolo exhausto en el suelo. Un rayo de sol se atrevió a hacerle saber que los peligros de la noche habían desaparecido. Otra vez empapado por el sudor, recogió su trabajo dejándolo sobre el piano. La mano del director golpeaba el aire con furia. Los instrumentos seguían sus movimientos marcando los tiempos. La sala se inundó de sonidos. La Filarmónica de Berlín vibraba con cada frase, con cada compás. Los músicos, llevados por su entusiasmo, hacían ademán de levantarse en cada golpe de staccato, de sforzando o de marcato. — ¡No, no, no! —gritó el director.

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Todos se detuvieron. Atentos, expectantes a los motivos del enfado del maestro. 18

— ¿Acaso nunca han interpretado este movimiento? ¡Da capo! La irritación del director era manifiesta. Cogió la batuta, y sujetándola con fuerza, levantó los brazos, marcó el primer tiempo. Los bajos sonaron fuertes, con tres efes, como marcaba la partitura. — ¡No, no, y no! El director lanzó con rabia su batuta hacia los músicos, bajó de su entarimado y se dirigió hacia la salida del escenario. Uno de los profesores que tocaba el oboe recibió el impacto en toda la cara marcándole la frente con un rasguño. Los compañeros de alrededor fueron en su ayuda. El resto permaneció en silencio. Al cabo de unos pocos minutos, largos para la orquesta, volvió el director. Desde su tarima observó a los músicos, pidió perdón y se interesó por el estado de la víctima de su enfado que, con un gesto, restó importancia al hecho. — Beethoven ideó estas cuatro notas como una llamada. La llamada de la muerte anunciando su presencia. ¡Imagínense el pánico que sentirían si sonaran en su puerta!... Sientan ese miedo, esa... ¡desesperación, ese tormento! Y acentúen cada


nota, ¡cáguense encima! Y cuando lo consigan estarán en consonancia con el autor. ¡Da capol Levantó su dedo, miró a los músicos, y marcó con fuerza. Los bajos inundaron la sala de ensayo. El maestro, eufórico, detuvo a los intérpretes. — ¡Sí, así se hace! Y continuó: — Nunca lo olviden. ¡Ah! Cinco minutos de descanso. Aquí huele mal. Dos horas antes del concierto, en un plató de televisión, el director contestaba a las preguntas de un periodista que no contenía las ganas de aumentar su audiencia. —...y siendo la primera vez que dirige a una orquesta tan importante como La Filarmónica, ¿cómo se ha sentido en los ensayos? Una pequeña mueca en la cara de su entrevistado le dio pie a ahondar el dedo en lo que creía una herida; con una ironía cargada de pólvora buscó el estallido. — Tengo entendido que hubo momentos tensos, ¿no es así? — Interpretar una obra, tal y como quiso el autor que se hiciera, es difícil cuando está muerto. En el conservatorio nos enseñan a meternos en la piel del creador estudiando su vida y milagros, cómo

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la vivía y por qué, para que cuando toquemos las notas que él plasmó en un papel sintamos su presencia y su aprobación… Tras un breve instante, en tono calmado, y arrastrando las palabras: — A veces ocurre que la monotonía del trabajo hace que no se le dé la importancia que se debe. — No ha contestado a mi pregunta… maestro. — Yo creo que sí, y ahora deberá perdonarme; tengo un concierto que dirigir. Y levantándose de su silla acabó con la entrevista. El auditorio se encontraba abarrotado. Musicólogos, entendidos, periodistas y críticos melómanos, mezclados con aficionados, curiosos abonados solo por mantener una reputación, y estudiantes que tomaban como parte de su aprendizaje acudir a los conciertos. Todos inundaban la sala llenando de expectación el recinto. Los músicos salieron al escenario ocupando sus lugares. Se inició entre el público un tímido aplauso que fue desbordándose hasta convertirse en caluroso. Las luces desfallecieron quedando sólo las del escenario. El director apareció en escena. Toda la orquesta se levantó dando así su saludo.


Se hizo el silencio. Los instrumentos preparados, los ojos de todos los profesores fijos en el maestro esperando el ansiado momento del comienzo. El director levantó los brazos y marcó el primer tiempo. Cuatro notas hicieron temblar todo el auditorio. Cuatro sonidos intensos, firmes y trágicos. Los críticos, en la oscuridad de la sala, buscaban algún tímido reflejo de luz con el que tomar las notas necesarias para escribir esa misma noche su artículo, que sería publicado al día siguiente. Sin pudor alguno, las lágrimas de los aficionados resbalaban por sus rostros. Los estudiantes, futuros músicos, temblaban ante la impresionante interpretación; ninguna clase, ningún profesor les habían hablado de lo que allí estaban oyendo. Acabada la obra, los músicos no separaron sus instrumentos de su cuerpo hasta que el maestro, su maestro, que había quedado inmóvil con los ojos cerrados, no levantó la cabeza y lo vieron respirar profundamente. En ese mismo momento la sala rompió en un clamoroso y atronador aplauso. El público en pie aclamaba la dirección y la interpretación de la orquesta. El director, sonriente y sin darse la vuelta hacia el respetable, miro a los músicos uno a uno. Ellos, pendientes, le oyeron, a duras penas, cómo les dirigía unas palabras antes

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de darles la orden de que se levantaran para corresponder a los aplausos del público. 22

— Tengan ustedes por seguro que Beethoven ha estado entre nosotros. Las luces se apagaron, el auditorio debía quedar en silencio, olvidado y solitario hasta el próximo concierto. Pero en el escenario se oyeron unos pasos, tranquilos, recorriendo el espacio que antes ocuparon los músicos. — ¿Ves como a veces merece la pena plasmar una pesadilla? ¿No crees que aquí se haya vuelto a vivir? — Un sueño, Ludwig, un sueño—contestó sin abandonar la guadaña su acompañante—, y sí, lo he vuelto a revivir.


Mención del jurado Fotografía 23

No basta con oír la música; además, hay que verla Alberto Lucas González Cieza (Murcia)

La imagen trata de plasmar una frase de Igor Stravinski, compositor y director de orquesta ruso.


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Accésit Relato corto

La cancioncita

Rafael López Álvarez Bocairent (Valencia)


La cancioncita 26

No quisimos darnos cuenta que era inminente, quién de nosotros sería capaz de distinguir una florcita de hiedra en el país de escaparates donde solíamos sestear bajo el falso estruendo de los días. Y un día, no más triste que los demás, la imprecisa y distante imagen de Podrevina quedó de pronto fragmentada en titulares, con la enfermiza crueldad de los piadosos. Habíamos estado tan excesivamente sobre aviso, se repitió su nombre tan a menudo, que había quedado limpiamente extirpada de nuestra atención. Las luces de Nova Petrolia continuaban cegándonos. Porque en realidad sólo ocurrió que se había cumplido la amenaza de la ambición, como otra de tantas rutinas. Sólo eso. - Irás a la zona más castigada. No escatimes material- me dijo el Morrena en la agencia. Y dos horas después de salir de su despacho, decorado con balances y diplomas, ya estaba en el caótico aeropuerto y frente a los kilómetros de alambradas de Podrevina, con un impreso y una dirección pactada entre altos comisionados. La desazón de saberse casi tan vulnerable como los demás, los primeros controles de soldados sin cara, cientos, miles de caras concretas asomándose aturdidas al vacío: la veracidad de cada imagen sería


absoluta, tan palpable como los caminos que las ruinas abrían en el blanco y negro de mi cámara. Nadie miraba a nadie, funámbulos surgidos del humo parduzco que borraba las calles. Sólo dos colores, la cámara sabía más que yo. Un sótano de garaje servía de alojamiento a los periodistas, se escuchaban ráfagas lejanas de fusil como un tableteo de juguete, algún estallido. Pero no estaba realmente asustado cuando hice una rápida comprobación del material. Por la noche debería enviar aquellas fotos, así que hice acopio de baterías y salí otra vez a la ciudad bombardeada. Una plaza octogonal era el único trayecto para alcanzar el antiguo Dragonvic. Como en un naufragio, las paredes desplomadas y el hollín de las vigas tenían formas casi animales, engendros soterrados que mostraban sus huesos a un cielo vacío de respuestas, velado por nubes de polvo. Patrimonio de la Humanidad, decía un cartel. Guernila, Desertovo o Tristak: no sabemos por qué los barrios antiguos polarizan los efectos de todas las venganzas personales. Su huella era visible en cada rincón. Cadáveres expuestos y torpes signos garabateados con tizones; después de nuestra rápida y miserable liberación, se habían dedicado a completarla, a rastrear palmo a palmo las casas para aniquilarse, seguirlo haciendo sin razones precisas,

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una idea fija de teorías del más allá, ritos convertidos en pólvora, fronteras como pretextos. 28

Incluso a plena luz era imposible distinguir entre víctimas y verdugos, sólo grababa sombras, templos, residuos. Los Grandes Intereses flotaban sobre Dragonvic. Algunos hombres hacían corrillos con la mirada perdida en profundos socavones, como ciegos que a tientas se citaran en un cráter abrasado por soles de cenizas. Dentro de mi objetivo iban sucediéndose, distintas e idénticas, las formas de una amenaza latente pese a todo. Me encaminé de nuevo a la plaza octogonal; cansado de respirar partículas de ponzoña, me detuve al pie del cartel retorcido. Desde allí, el viento trajo las sílabas de una melodía delicada, dulce como una de esas que suenan al entreabrir un joyero. La tomé al principio por una reverberación. No obstante, la melodía seguía sonando desde algún punto cercano. Øðíå ðïí ðáéñíåéæ ôá éêñá – Åëá ðáñå êé åôïõôï Lo extraño no fue tanto el uso del griego, Podrevina siempre había presumido de su convivencia, fue el tono infantil de la voz, la bailarina girando sobre cascotes en un joyero intacto. La canción parecía venir de un hostal derrumbado cerca del refugio para la prensa. La débil cadencia se


perdía a veces bajo las sirenas que pasaban por la avenida norte. Trepé a lo alto de un cerro escalonado de escombros. Ìéêñï-ìéêñï óïõ ôï öåñá – Ìåãáëï öåñå ìïõ ôï Ìåãáëï óáí øçëï âïõíï – Éóéï óáí êõðáñéóóé Pequeña como la grava, una niña había subido por la pendiente del hostal, y canturreaba despacio, absorta en una grieta entre dos bloques de hormigón. A su alrededor las sombras ya andaban buscando un refugio para dormir, ninguna reparaba a simple vista en ella. Ïé êëùíïé ôïõ íá öôáíïõíå – ó´Áíáôïëç êáé Äíóç La luz era aún suficiente, pero no fui capaz de volver a sacar la cámara de mi bolsa de viaje. No faltaría quien la viniese a recoger, le pusiera delante un plato, peinarla mientras olvidaba en sueños esta ciudad y esta destrucción sin coartada. Ó´Áíáôïëç êáé Äíóç Entonces sonó una estridente y prolongada alarma. El toque de queda nos igualaba a todos, las patrullas no distinguen durante la noche que nos encimaba, igualándonos también. Me dirigí obediente al otro extremo de la plaza buscando la cancela del sótano donde nos tenían, no sin cierto desdén, al grupo de extranjeros con sus carísimos

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equipos de filmación. Periodistas ingleses, alemanes, todos evidenciábamos la misma cara lustrosa. 30

Extendí el saco en el rincón más distante, y me dispuse a revisar las imágenes atrapadas desde que había llegado a media tarde. Sonó otra vez la alarma, último aviso. En mi planeta existían pastillas para dormir. Deslicé dos bajo la lengua, -no escatimes material. Pero antes remití las imágenes al Morrena. Por supuesto, en mi planeta tampoco sirven de nada las pastillas si pasas una temporada junto a los supervivientes de un castigo legal. Al día siguiente, casi al amanecer, crucé de nuevo la plaza octogonal, hacía mucho frío, caminé deprisa hasta que salieron a mi encuentro un grupo de niños que reían empujándose y disputando ir a la cabeza. Macilentos y despojados, no vi en su mirada ningún reproche, sólo curiosidad de auténticos reyes de sí mismos. Su pueblo no era una raza de mendigos, eran sólo víctimas de gentes más codiciosas y mejor armadas. Me sentía infinitamente pequeño y mezquino mientras me rodearon a la carrera. Además, algunos hombres que vagaban cerca de la explanada nos estaban observando recelosos. Y aunque la tarjeta que colgaba de mi cuello me otorgaba una relativa inmunidad, no me entretuve demasiado con aquellos críos.


Poco a poco los vivos salían a la luz de Podrevina, cada vez eran más quienes se animaban a borrar con sus pasos la cruz del ángel exterminador grabada en cada puerta. Pasé la mañana archivando en ilustraciones esos tímidos amagos de dignidad. No me acordé de comer algo. Antes de ver otra vez a la chiquilla, sabía, esperaba, temía que estuviese aún en la pendiente de lo que llegó a ser un hostal, que su canción seguiría siendo el centro de un país particular que nadie se atrevía a profanar ahora. Ascendí por los escombros de enfrente, me dediqué a tomar notas ociosas en mi cuaderno, limpiaba una a una las piezas sensibles de la óptica. La niña apenas había variado su posición desde el día anterior. Ìåãáëï óáí øçëï âïõíï – Éóéï óáí êõðáñéóóé No se distrajo de un punto exacto entre los dos enormes bloques, por donde a veces, con una sonrisa misteriosa, introducía sus deditos como si hubiera agua cristalina. Su esencia invulnerable era más autentica que la de mi tarjeta al cuello, y esa certeza me tranquilizó como cien sinceros tratados de paz. Alguien se acercó por detrás. Al girarme encontré dos ojos limpios y muy abiertos. Parpadearon como saludo. Enseguida reconocí a uno de los críos que jugaban en la explanada. Parecía un sabio que no necesita vender sus conocimientos

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a ninguna agencia. Al contrario de esta mañana, ahora no reía, se limitó a pedir que le encendiese un cabo de vela que llevaba en un bolsillo. Íáíé, íáíé, íáíé, íáíé – Ôï ìùñáêé ìïõ íá êáíåé La diminuta llama se abrió paso en el aire viciado y fue dejando una estela untuosa y negra mientras se aproximaba a la niña. La depositó junto a ella y regresó a mi lado. Los dos contemplábamos la escena como testigos sometidos a una revelación portentosa, incompleta. La minúscula fruta de luz me tentó de nuevo a sacar la cámara sólo para verla después, años o siglos. El duende de ojos limpios comenzó a hablar, a mí o a la llama de la vela. En una mezcla de albanés, inglés y griego me hizo comprenderla mayor parte de una historia. El derrumbe del hostal había sorprendido en su interior al padre de la niña. En pocos segundos el edificio quedó convertido en un montón de ladrillos y traviesas de madera, y sin embargo, cuando la niña se enteró (no pude reconocer su nombre, o no lo dijo) acudió poseída de una extraña serenidad. Åëá õðíå ðáñå ìïí ôï – Êáé ãëíêá áðïêïéìçóå ôï Subió por una de las laderas y se sentó junto a la grieta entre aquellos grandes bloques. Con la seguridad de un zahorí sabía que, justo debajo de


ella, estaba aprisionado su padre. Desde entonces había permanecido allí arriba (qué hermoso que suena, allá arriba) cantando sin cesar la canción de cuna transmitida de padres a hijos en la ilustre Podrevina. Tenía la convicción de que seguiría vivo mientras ella no callase. Porque su padre (y no había ninguna burla en el tono de aquel duende) era un héroe de leyenda. Aquí terminaron las explicaciones. Estuvimos largo rato callados después. La llamita de la vela oscilaba como una bailarina indispuesta. La vida de un héroe dependía de una vieja canción infantil. Así de coherente. Õðíå ðïí ðáéñíåéæ ôá ìéêñá – Åëá ðáñå êé åôïõôï Una cuadrilla de hombres apareció por un extremo de la plaza y se fue acercando al montículo donde estaba la niña. Cargaban con cuerdas, poleas, capazos. Depositaron una especie de generador al pie de la pendiente y desde arriba conectaron dos focos improvisados. El más anciano de ellos apartó con suavidad a la pequeña. El duende fue a recoger el cabo de vela y regresó. Conmovido hasta el escalofrío, abrí la bolsa como un autómata y extraje por fin la cámara. Ìéêñï- ìéêñï óïõ ôï ´öåñá – Ìåãáëï öåñå ìïõ ôï Lo hombres se esforzaban dentro del círculo de los focos. Apartaban los primeros cascotes, crujían

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las poleas y con ellas toda la explanada. Y entonces alguien dio la orden de parar, y dos de ellos saltaron al interior del agujero, desapareciendo a nuestra vista como si la grieta condujera al centro mismo de la tierra. Del pozo emergían tuberías, piedras de cemento, mallas de hierro calcinado. Daba la sensación de que se movían solas. Después de haber anestesiado con luz eléctrica a aquel monstruo cónico, los humanos se atrevían ahora a hurgar en sus entrañas polvorientas. Uno saludó a la cámara con una sonrisa casi demente, una mueca desprovista de expresión, ajena a la esperanza o al temor. No le tengo fe a los rezos, más nos valdría dedicar ese tiempo a hacer puentes y destruir arsenales; además, no cabe ningún dios en el encuadre en blanco y negro. Pero cada golpe, cada jadeo, cada exclamación de cualquiera de los obreros harapientos equivalía por sí misma a una súplica dirigida a las tinieblas que cubrían Podrevina. Oh diosas odiosas. Ìåãáëï óáí øçëï âïõíï Salían grandes voces del agujero, acercaron desde arriba uno de los focos. El anciano acompañaba el canturreo de la niña de pelo de hiedra, apenas se les oía entre el ruido de la exhumación. Sentí, sin embargo, que la niña


entonaba dulces cadencias de vida, y el viejo una antigua y desconsolada endecha. Con la misma letra y exhalando el mismo vaho. Éóéï óáí êõðáñéóóé El crío apretó con fuerza mi codo, habían encontrado un cuerpo al fin. Lo han amarrado y empiezan a tirar de él hacia la superficie. Del monstruoso joyero de piedras asoma una cabeza inclinada sobre el pecho. La mano del niño suelta mi brazo y baja y sube corriendo hacia la excavación. Ïé êëùíïé ôïõ íá öôáíïõíå - ó´Áíáôïëç êáé Äõóç Ya son perceptibles un cuello, unos hombros, el torso.

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Õðíå ðïí ðáéñíåéæ ôá ìéêñá 36

(Nana tradicional griega) Õðíå ðïí ðáéñíåéæ ôá ìéêñá Åëá ðáñå êé åôïõôï Ìéêñï- ìéêñï óïõ ôï ´öåñá Ìåãáëï öåñå ìïõ ôï Ìåãáëï óáí øçëï âïõíï Éóéï óáí êõðáñéóóé Ïé êëùíïé ôïõ íá öôáíïõíå Ó´Áíáôïëç êáé Äíóç Íáíé, íáíé, íáíé, íáíé Ôï ìùñáêé ìïõ íá êáíåé Åëá õðíå ðáñå ìïí ôï Êáé ãëíêá áðïêïéìçóå ôï


Sueño que raptas a los pequeños 37

Sueño que raptas a los pequeños Vamos, coge a este también Llévate a mi pequeño Hazme de él alguien grande Grande como alta montaña Erguido como ciprés Cuyas ramas se extienden A Oriente y Occidente Sueño, sueño, sueño, sueño Mi pequeño se duerme Vamos, nana, ráptamelo Dulcemente entre arrullos


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Mención del jurado Fotografía

El maestro de pueblo Bernabé F.A. della Mattia Córdoba (Argentina)

En cada rincón del mundo surge una persona que descubre en el sonido de la vida la melodía que enseñar. Don Masciangelo, maestro de música de Arias (Argentina).

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Menci贸n del jurado Relato corto

El hombre que conoci贸 a John Lennon

Carlos Miguel Ruiz Castillo Astillero (Cantabria)


El hombre que conoció a John Lennon 42

1. Creo que Norwegian Wood es la mejor canción de todos los tiempos. Hubo una época en que me hubiese pegado de bofetadas para defender esa idea. Hoy no estoy en tan buena forma. John Lennon - me duele en el alma dar informaciones que todo el mundo debiera conocer — es su compositor. Y mi ídolo. No me avergüenza tener ídolos. Otros pierden la cara por agradar a su jefe, y resulta que su jefe no vale una cagarruta comparado con el Dios, con el compositor de la mejor canción de todos los tiempos. Nunca me canso de decirlo. Norwegian Wood. Tenía veinticinco años cuando la compuso. A esa edad yo ni siquiera me acostaba con mujeres. Pero como es imposible hablar de John sin traer a cuestas lo de su asesinato, diré de prisa y corriendo que cuando me enteré de la noticia me encontraba en la bañera, escuchando la radio y fumando un cigarrillo. Se me cortó la digestión, lo juro. Tuve que salir a llorar a la sala, completamente desnudo y tropezando con los muebles, y empalmé el disgusto con un resfriado. La tristeza me vapuleó de lo lindo. Cuando al fin me recuperé, mi admiración por el intelectual de Liverpool sufrió una metamorfosis religiosa y su figura brillaría ya para siempre en la hornacina de mi corazón. Por


supuesto, durante una época de adolescencia me peiné como él. Llevé la cazadora vaquera con chapitas y, cómo no, las gafas redondas. Lo malo es que mi cuerpo empezó a envejecer, a engordar y a perder pelo. En previsión de parecerme a uno de esos carrozas con barriga y músculo que ayudan a levantar los escenarios en los conciertos de rock, decidí cambiar de imagen. Porque lo importante seguía aquí dentro, en el pecho, bien iluminado. También, por supuesto, pasé por lo de la guitarra eléctrica, el chunda-chunda desgañitado que habría de ser el suplicio de mis vecinos, o mejor dicho, los vecinos de mis padres. Pero eso sí que duró lo que un suspiro. No tengo el menor talento artístico; desde pequeño fui siempre un desastre. Cada vez que dibujaba un perro me salía un caballo, y feo. Igualmente me salía un caballo cuando intentaba copiar una gallina. No me importaba. Yo había nacido para estar al otro lado del espectáculo. Porque también desde ese lado hay categorías. Se puede encajar la situación desde el podium o desde abajo, con el resto de cafres. Y yo me sentía en el podium. Era el mejor fan de John Lennon. Un discípulo. El discípulo. 2. Leonora. La chica de las pestañas grandes. Fue ella la que me puso en contacto con el tipo que conoció a John Lennon. Me dio una alegría en una época de aburrida resignación con mi estilo de vida.

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Después de unos cuantos años de trabajo inestable, al fin había conseguido un curro de funcionario de correos. Edificio de la calle Bonifaz. Ventanilla número 7. Si quieren pueden venir a visitarme. En fin, mi vida era llevadera. Tenía un sueldo y tiempo libre. Un apartamento curioso y la mejor colección de discos de los sesenta que he podido cotejar. A ella la conocí en un bar de copas. Estaban poniendo Twist and Shout y yo me había erigido en dueño de la pista, saltando como un poseso y salpicando a todos los de alrededor como mi maltratado vaso de whisky. Entonces apareció ella, con su minifalda, su camisa hippie, sus pestañas de pega. Era una versión de Marian Faithfull pero en los noventa, y con el culo más plano. Resultó que le gustaban los Beatles. Aunque confundía a Paul con Ringo. Bueno. Esa noche fuimos a mi casa a tomar la última. Al entrar en la sala no pudo por menos que abrir la boca al ver mi santuario: posters, discos, películas, la mitad sobre John Lennon, el resto sobre sus satélites musicales en la historia del rock. ¿Todo eso es tuyo?, preguntó. No, me reí de buena gana, estaba ya cuando construyeron la casa, no te jode. Ella empezó a husmear aquí y allá. Se puso en cuclillas para acceder a las baldas más bajas, dejándome una panorámica de sus piernas y braguitas, pero yo estaba demasiado excitado con


el tema de la música como para sucumbir a un arrebato sexual. Además, había bebido la cantidad justa para poder contenerme, ustedes me comprenden. Me aproximé, compasivo, y extraje de una balda de viejos vinilos una versión japonesa, en desaforado estéreo, del Rubber Soul. Siempre he deseado que me pregunten qué disco me llevaría a una isla desierta, le dije. Ella miró, bajo sus pestañas de abanico, hacia el viejo pero impoluto LP. Sintiéndome vigilado con atenta expectación, coloqué el disco en el tocadiscos y lo puse en marcha. Segundo tema. Esperé a que sonaran los primeros compases, el dulce y a la vez misterioso sitar, la nostálgica guitarra acústica, y la voz suave y a la vez cortante del genio, y dije: Norwegian Wood, el mejor tema de la historia; el tío tenía veinticinco años cuando lo compuso: a esa edad yo ni siquiera... no importa. Dejamos el disco puesto y nos tomamos una copa, en el sofá. Había empezado a besarla, cuando me dijo, como de pasada, que había conocido a un tipo que había estado con John Lennon. ¡No jodas!, dije, separándome de ella y poniéndome súbitamente serio. De verdad, sonrió ella. Con estas cosas, balbuceé nervioso, no se bromea. Pues no bromeo. Ahí se acabó el numerito sexual. La sometí a un auténtico tercer grado. Le pregunté por el tipo del que hablaba, y si tenía pruebas de que lo que

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había dicho era cierto. ¿Dónde lo había conocido? ¿Cómo fue el encuentro o encuentros? Vaya, era como si la vida aún no hubiese acabado conmigo. 3. Conseguí ponerme en contacto con aquel sujeto, Jerónimo. Era vecino de Leonora. Había vivido durante 20 años nada menos que en la jungla urbana por excelencia, Nueva York, para regresar a sus sesenta años a su tierra natal. Conoció al Lennon de los últimos tiempos, el maduro Lennon que se había quitado la guerrera militar para cantar al amor. En aquella época vivía de una tienda de infusiones al final de la 72nd Street West, la misma calle en la que estaba situada la casa Dakota, donde vivió el genio. Sólo entró a su tienda tres veces, para comprar té, pero eso para mí era ya un gancho suficiente. Además, me había prometido una sorpresa. Nos reunimos, pues, en la terraza de un café, cubierto por toldillos de lona. El tipo llegó tarde, torturándome con la espera. Habíamos convenido en que le pagaría una cierta cantidad de dinero — era un pobre diablo — y eso imprimió un sesgo de incumplimiento de contrato nada agorero. Hay que ser más serio, joder. No se juega con los sueños de la gente. Reviéntales. Llévate sus ahorros y escúpeles en la cara si quieres, pero no juegues con los sueños. Con los sueños no. En fin. El preámbulo no fue demasiado largo. Pedimos un par de copas y de golpe entramos a matar. Yo me había preparado por escrito


algunas preguntas, porque no quería olvidar ninguna cuestión importante, pero antes de abordarlas le dije: Cuéntame cómo fue, de carrerilla. El qué. Todo, todo lo que sepas: cuéntamelo como si estuviera en el cine, yo escucho. Y él empezó a largar. ¡Pero qué tío más aburrido!, pensé a continuación, con espanto. Yo estaba dispuesto a saborear cada palabra como si se tratase del almíbar más dulce, depositado gota a gota por una amazona de aceitoso cuerpo en el ávido cuenco de mi boca. Pero el miserable, si es que había vivido aquella experiencia, no la había asimilado. O lo había interpretado de la forma más rastrera. Estaba hablando de John Lennon. Se trataba de eso, ¿no? Para empezar, todo su conocimiento del astro quedaba restringido a una amalgama de los tres encuentros en su tetería, que él quiso presentar como un todo, y que yo ahora designo como una nada. Opinaba que John era un tipo normal y seco; lo comentó sin un asomo de vergüenza, aun a pesar de reconocer que apenas habían hablado. En su versión, recuerdo, era verano y el músico de Liverpool llevaba una camiseta color zanahoria o quizá amarilla (puede que las dos), pantalones caqui y gafas ahumadas de color azul. Estaba demasiado delgado en su opinión, síntoma quizá de una vida mal empleada y una comida poco saludable. Haciendo

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gala de semejante pinta (¿?) se acercó al mostrador de Jerónimo con las manos en los bolsillos. 48

Mientras el tendero atendía a otro cliente, John se quedó mirando con ojos de cegato una de las vitrinas situadas en lo alto. Silbaba. Jerónimo lo oyó bien. ¿Y qué silbaba? - le pregunte, entregándome a una esperanza desesperada - si se puede saber. Mi buen amigo se limitó a elevar los hombros. No soy un fan de su música, blasfemó, no digo que sea mala, ni buena... es que no me dice nada; el Submarino Amarillo, etc. Hizo otras cosas, sentencié. Él parpadeó antes de insistir: Pues no sé lo que silbaba, lo siento. Me pregunté si delante de este mentecato no estaría por casualidad componiendo una melodía que nunca llegó a concretarse. O quizá esbozando su nostálgico y vital Beautiful Boy, con el sonido de olas y voces de playa en su mente, mientras pensaba en su hijo. O quizás rememoraba otro silbido ya antológico con el que preludió, diez años antes, antiguas paranoias sobre los celos, al inicio de su Jealous Guy. Pero el sonido de sorbete de Jerónimo, con su vaso de Kas de naranja en los labios, me sacó de la introspección. Puede que incluso hiciera ruido adrede, para destruir el incipiente vuelo de un soñador. Pues bueno, continuó, cuando llegó su turno me pidió un té de Malasia. Un té negro. Yo le entregué lo que


me pedía y entonces me pagó sin mirarme a la cara. Luego el tío se largó. «El tío». Estuve a punto de tirarle mi bebida a la cara. ¿Y qué?, pregunté. Y qué, nada, eso es todo, añadió sonriendo, salvo por el pequeño detalle del botón. Esto último lo dijo como si fuera a revelarme de un momento a otro la fórmula de la Coca-Cola. De inmediato sacó de debajo de su chaleco plumífero una nadería y la tendió sobre la mesa bajo mis narices. Me pagó con esto, dijo. En la mesa tintineó un botón metálico, de color de bronce. Yo lo miré y luego interrogué con la misma mirada pasmada a Jerónimo. ¿De qué coño iba? ¿Estábamos hablando de un genio de la música o de un cuento para niños? Vale, dije, respirando hondo, no entiendo nada. Él sonrió sin alegría. Se rascó la cima de su pelo rizoso y blanco, y volvió a sonreír. John Lennon, el archimillonario... ¿comprendes?, me pagó entre otras monedas con un botón metálico, supongo que el botón era suyo... es una anécdota graciosa: ¿No te lo parece? No sé dónde está la gracia, dije. ¿Quieres el botón o no? De nuevo respiré hondo. No te ofendas, protesté impaciente, pero para mí el botón de un músico como John significa lo mismo que un tampón de Paris Whilton. Entonces el tipejo se puso serio. Tomó el botón de la mesa y volvió a guardárselo. A lo mejor no tiene gracia, graznó, pero es un botón de John Lennon, supuse que eras un

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verdadero fan. Que me diga alguien si no se ganó un puñetazo en las narices, en ese mismo momento. Pero por desgracia soy un hombre pacífico. Lamento el malentendido, me limité a decir. En fin, el papel con las preguntas preparadas fue a parar a una papelera de la plaza. Muchas «p» y mucho plomo en el corazón. 4. Tuve una trifulca de las buenas con Leonora, que en realidad no tenía culpa de nada. Tenía que desahogarme. Me había llenado la cabeza de esperanzas y luego me había arrojado a un pozo de mierda. Porque eso es lo que era aquel tipo. Un sesentón de mierda con electrocardiograma plano. Pero insisto, ella no tenía la culpa, así que le pedí perdón e hicimos las paces. Luego me retiré a mi apartamento y reflexioné sobre lo sucedido. Yo tenía un ídolo y me lo habían querido pisotear. Ya no había ídolos. O había demasiados. Se habían acabado los Elvis, los Lennon, los Marley. Cualquier picha fláccida podía salir en televisión y ser el rey durante diez minutos, el tiempo entre dos cortes publicitarios. Pero lo auténtico permanece. Lo que era mío no podían quitármelo. Cogí el LP que me hubiera llevado a una isla desierta, lo puse en el tocadiscos y lo hice sonar. Esta vez lo arranqué por el principio, con la divertida Drive My Car, para darme tiempo a


bajar las persianas, servirme un whisky y tumbarme en el sofá, frente al equipo estereofónico. Una penumbra rallada envolvía el apartamento. El escenario estaba listo, iba a aparecer el genio, una estrella. Alguien a quien no podían dañar porque se trataba de algo que yo protegía muy dentro. Finalmente concluyó el primer tema, se oyeron unos instantes de silencio rasposo - la aguja y los viejos vinilos - y entonces entró la inmortal melodía, limpia, intocable, como balanceándose en una tarde de brisa: Norwegian Wood. La mejor canción de todos los tiempos.

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Mención del jurado Fotografía 53

Ché Bandoneón Raúl Villaba Buenos Aires (Argentina)

El duende de tu son, ché bandoneón, se apiada del dolor de los demás, y al escuchar tu fuelle dormilón se arrima al corazón que sufre más. Ché Bandoneón (tango). Letra: Homero Manzi. Música: Aníbal Troilo.


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Mención del jurado Relato corto

Nuestro amor imposible

Nélida Leal Rodríguez Puerto Real (Cádiz)


Nuestro amor imposible 56

Hay amores que no pueden ser, y de nada sirve que uno lo sepa. Cuando te vi, desde mi estantería, el día en que te quedaste parada frente al escaparate de la tienda, comprendí que nunca estaría a la altura de lo que se esperaba de mí, que me estaba excediendo, que nunca podrías corresponderme. Estaba nuevamente enamorado. Pero ya ves, no he encontrado aún motivos para cambiar... no sólo porque, al fin, la fuerza de mi especial mirada inanimada te hizo escogerme, sino porque desde entonces hemos mantenido un romance inagotable que espero que, ya, nunca pueda terminar. El precio ha sido, como yo mismo había previsto desde el principio de nuestra especial historia, la resignación de compartirte con hombres de paso que, ni de lejos, podían ofrecerte lo que has llegado a sentir conmigo en otros tiempos, pero aquí estoy, Cristina, nada busco, nada ambiciono. .. me conformo con que siempre te baste volver a mí al final de cada una de esas historias de amor equivocadas, que me acaricies, aunque ya no obtengas de mí la música que ambos amamos. Con que nunca me encuentres lo bastante viejo o lo bastante inútil como para desterrarme en un rincón olvidado, o, me estremezco sólo de pensarlo, decidas tirarme a la basura. Mi pobre ilusión, fíjate qué


modestos son mis sueños, es que, algún día, cuando uno de esos hombres de paso deje de serlo y decidas tener con él esos hijos a los que ya, sentimental como eres, dedicas encendidas melodías, me tomes en tus manos, me ofrezcas a tu hijo, a tu hija, a ese pequeño ser que ya amaré un poco sólo porque procederá de ti. Soy capaz de sentir, incluso hoy, el tacto de esas manos pequeñas y suaves que me tocarán con cierta timidez al principio, con cuidado, espero, después. Porque nadie que haya nacido de ti podrá ser rudo, zafio, insensible a la promesa de lo que algo como yo puede llegar a darle. Aprenderé que otros podrán quererme como tú me quieres pero, Cristina, no podré remediarlo, tenlo por seguro, yo jamás podré querer a otra persona como te quiero a ti. Nadie podrá significar tanto porque, entiéndelo, tú me salvaste la vida... ¿O debería decir que simple y llanamente me la diste? En la tienda donde fui a parar, yo no era más que otro habitante lleno de polvo en las estanterías. Ni siquiera me quedaban fuerzas para lamentarme, tanto tiempo hacía que nadie había posado en mí una mirada interesada que pudiera devolverme la esperanza... aprendí a conformarme, a aceptar mi pobre suerte, a meditar el por qué de esta existencia sin música a la que nos había condenado el infame propietario de un pedacito de paraíso que nunca

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supo apreciar. ¡Qué hombre más primitivo, qué mercenario de esta sociedad desprovista de sensibilidad! Allí estábamos mis desgraciados compañeros y yo mismo, acumulando soledad a un costado del mostrador, preguntándonos, cuando aún teníamos ánimos para hacerlo, qué reveses del destino nos había hecho ir a parar allí, a aquel oscuro agujero mal iluminado, repleto de cachivaches, lleno de polvo, dirigido por un malhablado tendero que nos manoseaba sin consideración alguna, cambiándonos de ubicación a medida que artículos en apariencia más llamativos aparecían, indefensos, ante sus codiciosos ojos. Nosotros nunca le habíamos despertado el menor interés. Nos aceptó porque su minúsculo cupo de bondad, de compasión por sus semejantes, le hizo sentir lástima por la que llegó a la tienda como nuestra legítima propietaria, que temblaba, pálida y ojerosa, mientras nos iba sacando de un maltrecho saco y nos colocaba, a regañadientes porque éramos lo último que le quedaba, sobre el sucio mostrador. «Necesito dinero», había dicho ella, mirándolo con unos ojos grandes y tristes que él, quién sabe por qué razones, no supo combatir. Pagó por nosotros un tercio de lo que costábamos, un dos por ciento de lo que valíamos, en cualquier caso, y vio desaparecer a la chica, aquella noche lluviosa, pensando que, de todas formas, no le había salido


demasiado caro el practicar la generosidad... estaba tan convencido de que nunca nos vendería que nos desterró a un rincón de la estantería más deshabitada y polvorienta, y fue él el primer sorprendido de que, una mañana de octubre, un septuagenario vestido con elegancia y luciendo un anticuado bombín, mientras vagaba por la tienda en busca de, según dijo, «un regalo para una dama», distinguiera entre las telarañas de aquella estantería a uno de mis compañeros, mi compañera en este caso, una flauta ajada y, desde luego, incapaz de emitir una sola nota. El anciano la cogió con solemnidad, sopló sobre ella para arrebatarle la primera capa de ignominia y, sonriente, se giró al vendedor. - ¡Estoy emocionado! — exclamó, francamente entusiasmado. — Diría que es una flauta exactamente igual que la que tuve cuando era un jovenzuelo atolondrado. .. la tocaba todos los días en el parque... las muchachas lo encontraban muy halagador. Siempre la conservé ¿sabe? La perdí cuando me mudé a este barrio. Yo... Pareció reparar, por primera vez, en que su nivel de sensibilidad estaba a varios años luz de aquel a quién se dirigía, y, ante la consternación de mi compañero, el clarinete, y yo mismo, sacó una abultada billetera de su chaqueta, pagó lo que mi compañera hubiera valido hacía al menos treinta

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años y nos arrebató a nuestra amiga para siempre. Nos alegramos por ella... por descontado, ¡qué inmenso privilegio el abandonar aquella tienducha de empeños para ser cuidada y adulada por un inesperado pretendiente, pero no por ello dejamos de sentir un espantoso presentimiento de pánico... ya sólo quedábamos dos instrumentos musicales en la tienda, y jamás habíamos trabado ningún tipo de relación con los innumerables trastos y artilugios varios que nos rodeaban... entiéndeme, Cristina, no es que nos sintiéramos superiores... ¡es que estábamos asustados! Nosotros procedíamos de un lugar mejor, habíamos sido queridos, cuidados, protegidos de todo aquello que pudiera perjudicamos... la flauta había obtenido una tardía recompensa a aquella espera vergonzosa en la estantería, pero nosotros... el clarinete y yo podríamos llegar a morir en aquella cueva, era demasiado espantoso como para imaginarlo siquiera. Ahora que sólo quedábamos él y yo, nos hicimos más amigos. Cierto era que habíamos acabado juntos en aquel saco, con la flauta y otros diversos artículos en sorprendido revoltijo, y que, al final, al terminar los tres en el mostrador de la tienda de empeños nos sentíamos compañeros de fatigas, pero, aunque habíamos mantenido un trato correcto y cordial, nunca habíamos compartido nada. Lo hicimos ahora.


Él había sido el primer clarinete de una banda de música que ensayaba todos los días en el conservatorio de alguna ciudad cuyo nombre y ubicación se le escapaba. De alguna manera infame que él mismo no se atrevía a detallarme, dejó de funcionar de forma definitiva, acabó en las manos de variados personajes que lo llevaron de un lado a otro, junto con otros instrumentos igualmente desechados, hasta acabar sus días en otra tienda de empeños, «tan lamentable como ésta», según me explicó. De allí fue robado una tarde dominical, y lo vivido desde entonces se negaba a recordarlo. Había acabado en el mismo saco donde la flauta y yo mismo habíamos ido a parar: lo demás ya era una historia compartida. Yo le hablé de la primera tienda donde fui expuesto durante un corto tiempo hasta acabar en manos de mi primer comprador, un hombre formidable, distinguido, inteligente, que me adquirió para su hija, una niña de apenas seis años que ya mostraba un infatigable amor por la música. Durante largo tiempo, aquella niña se convirtió en mi primer y único amor. .. y yo signifiqué todo lo que un violín puede llegar a significar para alguien. Atravesamos su adolescencia y su primera, primerísima juventud juntos, y siempre me dedicó una entusiasta y conmovida consideración. He perdido la cuenta de las partituras que desgranamos juntos en las tardes

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de invierno, hasta llegar a agotar mis cuerdas y sangrar sus dedos esforzados. Pero, incluso cuando, al crecer ella, un violín pequeño, destinado a prodigios infantiles como era yo, se le hizo inservible, mantuve mi lugar de honor en tu dormitorio. De allí fue dónde, hace casi diez años, una noche oscura y solitaria en la que la familia estaba fuera, fui robado por aquella jovencita de grandes ojos tristes que, entonces, sólo eran grandes y estaban consumidos por un afán ardiente de vivir en el peligro y en el riesgo. Ya entonces era esclava de esas sustancias que mermaron su salud y su cordura hasta límites insospechados... ella me confinó, tomándome por invendible, en un rincón de la miserable habitación a la que consideraba su hogar... allí permanecí, silencioso y amargado, más tiempo del que la memoria me permite recordar. De esa cloaca fui sacado otra noche oscura y siniestra, encerrado en un saco junto con algunas cosas más, entre ellas la flauta y el clarinete, donde permanecí varias semanas, golpeando rítmicamente la espalda de la chica de ojos grandes que ya entonces sí estaban tristes, y que nos llevó al hombro inciertas jomadas de su vida vagabunda hasta el día en el que recuperé, sobre el mostrador de la tienda de empeños, una amarga libertad. Se inició entonces aquella espera ingrata de morir en las polvorientas


profundidades de una tienda cualquiera... y aceptar que, además, habría de morir solo. Primero fue la flauta la que desapareció en manos de su rejuvenecido enamorado y, varios meses después, alguien que quería gastarle una broma a un amigo músico eligió a mi compañero el clarinete como instrumento de la diversión. Él no se mostró demasiado disconforme con aquel inesperado giro del destino... había pasado ya mucho, y ni siquiera podía volver a ser tocado. Se conformaba con que aquel incierto amigo le conservara como recuerdo de una broma que esperaba memorable. Me quedé solo, Cristina, completamente solo. Nadie en todo este tiempo de ingrato correr de los días había mostrado el más ligero deseo por mí: yo era un violín para niños, casi un anacronismo. Si hubiera podido elegir un momento para mi final, hubiera sido ése, el día en que vi salir al clarinete envuelto para regalo en las manos de aquel bromista caballero. Podrás comprender, Cristina, que no pude considerar vida aquello que no era más que una mera existencia de objeto inanimado. Seguía recordando los ojos azules llenos de cariño de aquella niña mía, soñaba con volverlos a ver algún día... …y volví a verlos. ¿No es así?

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Yo sabía que no me reconocerías, Cristina. Así lo decía tu gesto indiferente y distraído, parada frente al escaparate de la tienda de empeños. De hecho, no era a mí a quien buscabas... tú ya tenías otro violín, incluso entonces, cuando los destrozos del robo en la casa familiar me etiquetaron como otra víctima más del saqueo. Ahora, tus ojos habían quedado prendidos en una caja de música donde la obligada bailarina, ahora detenida en un paso eterno, llamó la atención de esa alma que yo conocí cuando eras niña y que aún seguía inundada de aquella especial emotividad que me enamoró. Entraste a preguntar por la caja y fuiste atendida por el malhumorado propietario. Regateaste, testaruda, el desorbitado precio que él te pidió. Al fin llegasteis a un acuerdo entre caballeros, aunque tú eras una dama y él jamás podía ser denominado así. Acordasteis un precio, abusivo en todo caso, para la caja de música, y tú obtuviste el derecho de elegir algo más de la tienda. Te vi recorrer las atestadas estanterías con tus hermosos ojos azules y recuerdo que decidí jugármelo todo en aquella oportunidad irrepetible. Si no me veías, si no me distinguías en aquella tienda mal iluminada, buscaría la forma de que algún mal movimiento de mi repugnante propietario actual me tirara al suelo «por accidente». Ya no quería seguir, Cristina, no valía la pena. Estaba seguro de que el hecho de acabar en el suelo hecho pedazos no iba a


resultar un mal desenlace, ni para él ni, por supuesto, para mí. Todo dependía de ti. Y me viste. Me elegiste. Tú amabas los violines, hasta los ya estropeados, envejecidos y polvorientos, y te dejaste vencer por la nostalgia de la niñez ante un violín que te recordaba, que podía llegar a ser, de hecho, aquel tan tristemente perdido. El propietario, cómo no, se mostró encantado de que, entre todos los cachivaches, eligieras aquél del que él no esperaba ya obtener ningún beneficio económico. Cuando salí de aquel infierno donde había creído morir, y lo hice contigo, pensé que, por qué no, los milagros existían, yo debía mantener la fe, conservar el amor que siempre te tuve, desde aquel día de tus seis años, exceder mi supuesta naturaleza inanimada, sentir a mi especial forma lo que es la felicidad...soy afortunado. Hay amores que no pueden ser, y de nada sirve que uno lo sepa... Pero qué importa.

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Mención del jurado Fotografía 67

La mala reputación Jerónimo Tinoco Rentero Córdoba

Es un músico callejero que deambula entre las mesas de los veladores instalados en la plaza, tocando y silbando para obtener algunas monedas. La mala reputación, de Paco Ibáñez.


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EL

JURADO DE LA

CORTO

"EL

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CONCURSO DE RELATO LOS PERROS" ESTUVO INTEGRADO POR :

EDICIÓN DEL

COLOQUIO DE

- Rafi Jiménez Pérez. Profesora de Lengua Castellana y Literatura.

- Antonio Luque Sánchez. Conductor del magazine cultural de Montilla TV.

- Ángel Márquez Espejo. Asociación Cultural "La abuela rock".

- Alicia Tejada Baena. Socia de la Asociación Cultural El coloquio de los perros.

- Valeriano Rosales Esteo. Socio de la Asociación Cultural El coloquio de los perros.

EL

JURADO DE

FOTOGRAFÍA

ESTUVO INTEGRADO POR:

Miembros de la Asociación organizadora y Entidades Colaboradoras


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