Bolaño estuvo aquí

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BOLAÑO ESTUVO AQUÍ

Héctor Manrique Sandoval, Paseo de la Consolación, Utrera, Sevilla. Lo fácil sería decir que parece que fue ayer, hay que ver cómo pasa el tiempo, aunque la verdad es que hace ocho años y parece que todo ocurriese en otro siglo, desde luego en una etapa supongo que cerrada de mi corta e insatisfecha vida. Por aquel entonces yo tenía diecisiete años, ya ven, como en la canción de Sinatra, y estudiaba primero de Bachillerato sin atisbar todavía qué podía depararme el futuro. Jugaba al baloncesto, leía, escuchaba música y me masturbaba sin la más mínima ilusión de contacto con el sexo opuesto. A pesar de mis empeños, la mayoría de mis conversaciones discurrían por el cauce de la incomunicación y el vértigo. Qué quieren que les diga, a diferencia de la canción de Sinatra, aquel no fue un gran año. Pero fue el año en que leí por primera vez a Roberto Bolaño, y también fue el año en que conocí a Timoteo Benavides, Teo para los familiares y los pocos amigos que aún le aguantaban su nada fragante aliento. La novela de Bolaño que leí fue Los detectives salvajes. No se puede decir que la devorase: tardé meses en leerla y hubo momentos en que la dejé poco menos que abandonada. De modo que aún no sabía que acabaría leyendo toda la obra publicada y por publicar del escritor chileno que, ese mismo verano, falleció en condiciones que a mi juicio no sería exagerado calificar de trágicas. No fue hasta después de su muerte cuando supe que poco antes el autor de Los detectives salvajes había estado en Sevilla con motivo de un encuentro de escritores latinoamericanos organizado por Seix Barral y la Fundación José Manuel Lara. Tampoco imaginaba, por supuesto, que el chileno más llorado que yo conocía se había tomado un café en el bar de mi tío Gonzalo, un local más bien modesto que ni el parentesco con el propietario me cegaría a no ubicarlo en territorios fronterizos con la ranciedad y la cutrez.

Gonzalo Arias, propietario de la cafetería La Pampa, Sevilla. Alguna vez he oído decir que mi bar es cutre, quizá también ustedes, pero si alguien les dice eso es porque no lo conoce o sencillamente falta a la verdad. Que el bar sea austero pase, a mí los lujos y las ostentaciones ni se me permitieron ni me gustaron, pero les reto a que encuentren una sola cucaracha en el cuarto de baño o a que descubran un olor que no siga los cánones de la decencia. Sí, sí, ya sé que ustedes no han venido a que les cuente estas cosas. Ustedes quieren saber del escritor, como tantos otros que aparecen por aquí últimamente. Según el dicho, las cosas claras y el chocolate espeso. El chocolate no lo sé porque nunca tomo, pero las cosas siempre he agradecido que queden claras desde el principio, así que deben saber que a mí la literatura y todas esas mariconadas nunca me han 1


gustado. Pero si hay algo que traiga gente por aquí bienvenido sea, por eso accedí cuando mi sobrino me propuso lo de colgar la servilleta enmarcada. Si no me falla la memoria, algo posible e incluso probable, porque me parece que empieza a tener más agujeros que un gruyère, el escritor vino aquí allá por el año 2003 o 2004. Ah, en 2004 ya había muerto, pues entonces tuvo que ser en 2003. No me pregunten detalles de la historia porque no los recuerdo, como comprenderán yo no puedo saberlo todo de cualquier persona que cruza esa puerta, porque aunque para ustedes ese hombre (Bolaño se llama, ¿no?) sea alguien admirado para mí era un cliente más, fue una vez que se había ido cuando me dijeron quién era. Y aun así. El caso es que cuando recogí su vaso me di cuenta, por casualidad como tantas otras cosas, que había algo pintorreado, dibujado o escrito con bolígrafo azul en la servilleta arrugada sobre el platillo. Con menos curiosidad de la que ustedes supondrán, más bien por suspicacia o por simple aburrimiento, la desdoblé y vi que había algo anotado, algo que a pesar de mi deficiente formación identifiqué como unos versos. De modo que cogí el teléfono y marqué el número de mi sobrino.

Héctor Manrique Sandoval, Paseo de la Consolación, Utrera, Sevilla. Miré la servilleta y miré a mi tío, volví a mirar la servilleta pero como comprenderán no podía dar crédito. Tenía entre las manos cuatro versos inéditos escritos de la mano de Roberto Bolaño. Por entonces, como digo, sólo había leído Los detectives salvajes, pero la grandeza que atisbaba en ese libro sobraba para disparar mi entusiasmo. Bolaño seguía vivo por entonces, de hecho yo nada sabía de su vida y mucho menos de su enfermedad, pero como todos sabemos no tardó mucho en mudarse al otro barrio y ese fue nos guste o no el comienzo de su época más gloriosa literariamente hablando. Con ese éxito colosal en todo el mundo hispánico, con el reconocimiento incluso en los siempre difíciles Estados Unidos, con el aumento exponencial de lectores y la presencia constante en la actualidad de las letras que le aseguraba la periódica publicación de libros y más libros póstumos, hasta alguien tan poco avispado como yo se daba cuenta de que la servilletita con los cuatro versos manuscritos adquiría un valor inesperado, más si cabe en una época, en lo que a España se refiere, de vacas flacas como la que pronto comenzaría. La primera vez que mi tío me enseñó la servilleta dudé de que aquellos versos hubiesen sido escritos por Bolaño, de hecho yo ni siquiera sabía que Bolaño escribiera versos, si bien en Los detectives… abundaban los poetas, pero conforme pasaron los días me fui convenciendo de que no podía ser de otra manera. Incluso les encontré un sentido acorde con la visita del escritor a Sevilla y el encuentro con sus compañeros latinoamericanos. Como ustedes saben, los versos hablaban de un iceberg y un océano, y también se referían a una tercera persona puede que enigmática que poco tardé en identificar con los autores latinoamericanos con los que se vio Bolaño esos días. “Sonríen ufanos”, decían los versos, “en la cumbre de un iceberg / de mierda / 2


que se eleva imponente sobre el gran océano / de mierda”. Eso era todo. Veinte palabras, entre ellas una que a mí por entonces no me parecía precisamente poética y que se repetía dos veces. Pasó el tiempo, terminé el Bachillerato y comencé a asistir a clases en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla, esquivando los estudios de Derecho a los que trataban de encauzarme padres y allegados varios. Muchas cosas cambiaron, entre ellas y no es poca cosa el sino de mi vida, pero entretanto seguí leyendo a Bolaño. Primero La literatura nazi en América, un libro que me arrancó carcajadas perfectamente audibles a metros a la redonda, incluso para los vecinos más sordos, y después Amuleto, Estrella distante y Una novelita lumpen. Sería por entonces, una vez que mi admiración por Bolaño ya se antojaba irreversible, cuando extraje de las páginas 242-43 de Los detectives…, donde la conservaba sin ser muy consciente de su valor, la servilleta con los cuatro versos del chileno. Pensé seriamente en enmarcarla y colgarla en mi habitación junto con una fotografía del autor, esa que aparece en las solapas de 2666 y en la que el chileno tiene una mirada como de perro triste. Ahí permaneció un tiempo, en la pared blanca frente a mi cama, y la mayoría de las veces era lo último que miraba de noche antes de apagar la luz. Un par de años más tarde, después de hablarlo con mi tío, decidimos colgar los versos y la fotografía enmarcados en un sitio bien visible de La Pampa.

Gonzalo Arias, propietario de la cafetería La Pampa, Sevilla. Cuando pusimos allí enfrente, como pueden ver ustedes, la servilleta, junto al espejo, bajo el rótulo de ‘Bolaño estuvo aquí’, estaba empezando lo que nuestro hasta hace poco presidente consideraba una desaceleración, una breve pausa en el crecimiento de nuestro glorioso país. Poco después nos dejamos de eufemismos y comenzamos a oír de forma masiva la palabra crisis, la palabra recortes, la frase hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, la palabra despilfarro y la palabra déficit. A todas horas. Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. En el telediario, durante la cena, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, en la calle, no se puede continuar con tanto despilfarro, si es que nos hemos comportado como nuevos ricos y ahora vamos a pagarlo. Pero qué carajo, yo no he vivido nunca por encima de mis posibilidades, en la vida he malgastado el dinero, pero sin embargo los políticos, muchos de los cuales sí que han robado -y disculpen que use una palabra tan diáfanapor encima de nuestras posibilidades, las de todos nosotros, los políticos que se han embarcado en grandes obras por encima de nuestras posibilidades, obras caprichosas y megalómanas que tendremos que pagar durante todas nuestras vidas y tal vez las de nuestros hijos viviendo con toda seguridad por debajo de nuestras posibilidades, nos bombardean con este sentimiento de culpa colectivo que invita a un sacrificio general cuando en realidad pagan justos por pecadores y acaban librándose de todo esto los de siempre. Disculpen ustedes la perorata, concédanme al menos el 3


derecho, puede que incluso legítimo, al pataleo. Lo que quiero dejar claro con todo esto, a pesar de que me vaya por las ramas, es que cuando pusimos lo de Bolaño la crisis no había llegado todavía al bar, de modo que no había ninguna necesidad de inventarse toda la historia para atraer gente como insinúan algunos, porque gente gracias a dios no faltaba por entonces.

Héctor Manrique Sandoval, Paseo de la Consolación, Utrera, Sevilla. ¿Qué impacto tuvieron los versos de Bolaño en la vida de La Pampa? Decir impacto supone, en realidad, una soberana hipérbole, porque durante un tiempo pasaron desapercibidos y si alguien se dio cuenta no fue precisamente para bien. Podía darse el caso de que algún caballero barría con la mirada el interior del local y se acercaba a la fotografía, preguntaba a mi tío quién era Bolaño y tras recibir una respuesta poco entusiasta decía que parecía un vagabundo o leía los versos y mencionaba, con una suavidad no exenta de cortesía, que no le parecían de muy buen gusto, que no sabía qué querían decir o, esto mucho menos y entre risas, que se trataba de un auténtico poema de mierda. Con el transcurso del tiempo y la creciente fama del autor se dejaron caer por allí, al principio con cuentagotas, luego formando algún corrillo casual de higos a brevas, varios lectores de Bolaño. Con algunos de ellos trabé algo parecido a la amistad, con otros entablé alguna que otra conversación, con otros simplemente coincidí intercambiando apenas algunas preguntas cortas respondidas mayormente con monosílabos. Vicente de la Cruz, por ejemplo, un monologuista que trataba de abrirse paso en algunos garitos sevillanos. Un tipo curioso. Según pude atisbar en los encuentros esporádicos que mantuvimos, ser cómico era su manera de estar desesperado. Era la demostración de que aun en la tragedia, en la herida abierta de la tragedia -bueno, puede que no en la herida pero tal vez sí en el margen de la herida- hay un resquicio por donde puede colarse la risa, que socava la tragedia y la hace más llevadera o al menos no tan terrible. La risa, como decía una frase de Cortázar que a él le gustaba citar, ha cavado ella sola más túneles útiles que todas las lágrimas del mundo. De niño Vicente había perdido casi al completo los dedos índice y corazón de la mano izquierda, hecho que condicionó el uso de la derecha, tareas masturbatorias incluidas, abandonando con el tiempo como una piel muerta su zurdez. Era ferozmente autocrítico, y empezaba a intuir, según me contó (tras confesarme que, en su incipiente carrera, más que abrirse paso lo que hacía hasta ahora era tropezar con los muebles), que la autocrítica desmedida conduce a las ciénagas de la autodestrucción, que eso le carcome a uno las entrañas y le devora las vísceras, una y otra vez, desgarradoramente. Y alguien autodestructivo, continuó diciendo, seguro que lo había pensado la noche anterior y ahora sólo lo compartía en voz alta conmigo, no necesita de pisotones adicionales para que su existencia alcance visos de hecatombe, de ruina. El desplome, si uno no se ha pertrechado de un buen paracaídas, puede ser bestial, dijo, una caída sin fondo, el infierno en vida. 4


Con treguas, con alguna que otra tregua, pues la infelicidad raramente es absoluta y a veces concede treguas, ya lo decía el chileno, hasta en los peores días de nuestra vida somos aunque sea momentáneamente felices, o si felices es mucho decir, pisamos al menos un terreno no muy diferente a un amortiguado bienestar. Aunque sean dos minutos, quince o tres cuartos de hora. Aunque sea algo fugaz, pasajero, desoladoramente efímero. Vicente, esto lo supe la primera vez que hablamos, sólo había leído un par de novelitas breves de Bolaño. Le gustaron, pero no hasta el punto de considerarlo uno de sus autores predilectos. Entre sus referencias en literatura contemporánea se encontraban Enrique Vila-Matas, Thomas Bernhard o Antonio Orejudo, Chantal Maillard en poesía, y en lo que a cuento se refiere le entusiasmaban entre otros los de Hipólito G. Navarro y algunas vacas justamente sagradas como Borges, Cortázar, Edgar Allan Poe o Raymond Carver. Otro de los conocidos, no digo amigos porque no sé si ellos verían exagerado considerarme como tal, era Gregorio Cáceres. Sobre Gregorio he de decir que a todos, a todos sin excepción, les extrañaba su propósito -unánimemente considerado como sacrificio descabellado e insensato- de permanecer virgen hasta los treinta y tres años. No me pregunten por qué hasta los treinta y tres. Y sí, ya sé que es la edad de Cristo. El caso es que no era feo y se llevaba bien con las mujeres, de modo que en principio todos se tomaban a broma lo de su virginidad y más de uno creía firmemente que mentía, cegado no se sabe si por un afán de protagonismo o porque le dio por inventarse eso uno de esos días, en él tan habituales, en que se encontraba con la lengua suelta y nadie veía el momento de callarlo. Manolo Márquez, en cambio, era de los que tenía habituales encuentros sexuales con mujeres. Salvo en raras ocasiones no le duraban más de dos meses, algo no sabemos si intencionado pero que al menos a él no parecía disgustarle. Le gustaba Bukowski y hacía poco había leído con entusiasmo Ferdydurke de Gombrowicz. Una tarde de lluvia, en la que al preguntarle de dónde venía me dijo que de ninguna parte, de meterse en vena el OK Computer de Radiohead, me confesó una rara costumbre adquirida, la de dar una moneda a los mendigos en la calle únicamente para poder mirarlos a los ojos unos momentos. Por alguna triste razón, me explicó, tenía la sensación de que encontraría en sus ojos algo revelador. Sin embargo, la experiencia le decía que el noventa por ciento no tenía ese algo especial que él buscaba. Y algunos, por otra parte, ni siquiera lo miraban a los ojos.

Gregorio Cáceres, calle Viriato, Lepe, Huelva. Puedo decir que todas mis novias han sido rubias con los ojos azules, y al mismo tiempo que ninguna de ellas ha sido rubia ni tenía los ojos azules. Para qué engañarnos, en realidad jamás he tenido novia. 5


También soy de esas personas que recuerdan muy vagamente su primer beso. Recuerdo mejor el concierto de Coldplay de 2003 en Sydney, ese concierto al que por otra parte no asistí, que mi primer beso. Recuerdo mi primer beso igual que recuerdo la segunda Champions conquistada por el Alcoyano: lo recuerdo con la vaguedad exacta de las cosas que nunca han sucedido. Sería trágico de no ser algo premeditado. Entonces podría resumir mi vida sexual con la frase de aquel anuncio del grupo musical Los Lamentables. ¿Eres feo?, decía o me parece recordar que decía. ¿Nunca ligas? ¿Tu charla es insoportable? Pues consuélate escuchando el disco de Los Lamentables. Veinticinco años sin ningún éxito. Pero ya digo, en mi caso es algo buscado. Nada de contacto con otras mujeres hasta cumplir los treinta y tres años, esa fue mi decisión. Primero me habituaré a la sensación de estar en este cuerpo, intentaré conocerme medianamente bien. Sólo entonces empezaré a navegar por los mares no sé si revueltos del cuerpo ajeno. La masturbación en cambio no me la prohíbo, de lo contrario sería enfermizo, pero nada de sexo con otras personas. Tampoco animales, qué se pensaban, no sean asquerosos. ¿Espiritual o gilipollas? Datis de cuestion.

Héctor Manrique Sandoval, Paseo de la Consolación, Utrera, Sevilla. Caminaba de vuelta del piso de Teo Benavides bajo un crepúsculo que Bolaño tal vez calificaría de interminable. En un momento dado un coche -si nos ponemos yanquis diría que un Ford Fiesta del 97, aunque reconozco que no sé de qué año era, y ya que estamos tampoco si se trataba de un Fiesta- se paró a mi altura y una voz me habló a través de la ventanilla, en la que quedó enmarcado el rostro de Manolo Márquez. Se ofreció a llevarme y accedí, aunque inevitablemente nos desviamos hacia un bar del centro donde había prevista una lectura de jóvenes poetas. Antes de eso tuvimos que parar en una gasolinera. La lectura de poemas resultó un fiasco, pero las tapas hay que reconocer que eran excelentes. En el bar me encontré con Elena Martínez, una ex -aunque he de decir que no me gusta usar esa palabra para referirme a ella- con la que mantenía todavía una relación amistosa. Manolo se bebió unas cuantas cervezas (no me pregunten el número exacto, perdí la cuenta) y abandonó el recital antes de que terminase. A veces encuentro en ciertos escritores noveles, dijo, poco más que una pose y muchas ganas de lucirse. El segundo de los que leyó fue el único que no me pareció un farsante, ¿no notaste la diferencia? Porque el resto… Máximo nopodermiento, colega. Siento que me falta el aire en estos ambientes, te lo digo en serio, dijo antes de apagar el cigarro y largarse en una reacción que a mí me pareció desmesurada. Elena y yo nos quedamos hasta el final y luego caminamos muy lento por calles más bien desérticas demorando el regreso a casa mientras aprovechábamos para ponernos al día. Cómo estás, me dijo, te encuentro raro. ¿Parezco enfermo?, pregunté mientras nos 6


sobrepasaba un taxi. No, al contrario. Sólo raro. Es como si… Como si estuvieses vivo. (Los dos reímos…)

Teo Benavides, calle de la Virgen Nuestra Señora de Fátima, Los Molares, Sevilla. Podría decir que fue Héctor quien me inició por decirlo de alguna manera en la lectura de Bolaño, pero en realidad estaría faltando a la verdad. Éramos compañeros de instituto en segundo, y aunque solíamos hablar, a menudo de libros incluso, nunca nos referimos a Bolaño. Fue un año después, en la Facultad de Filología, cuando no recuerdo muy bien a santo de qué salió el tema de Bolaño y descubrimos que los dos habíamos leído cosas suyas como quien dice en paralelo, Los detectives salvajes él, Amuleto y Nocturno de Chile yo. Mientras compartíamos lecturas y nos íbamos asomando poco a poco al abismo que es la obra del chileno, nos enteramos de que Bolaño había estado en Sevilla poco antes de morir. Tomamos prestado de la biblioteca el volumen Palabra de América y leímos su inacabada y no pronunciada ponencia que llevaba el llamativo título de Sevilla me mata. No fue hasta algo después cuando, en una visita a la casa de Héctor en Utrera, me enseñó la servilleta enmarcada que colgaba de una de las paredes de su habitación. Qué callado te lo tenías, cabronazo, le solté sin perder la ocasión para acercarme y observar de cerca el material. “Sonríen ufanos en la cumbre de un iceberg / de mierda / que se eleva imponente sobre el gran océano / de mierda”. Lo leí varias veces sin saber muy bien a qué se refería. No voy a entrar a discutir si los versos eran auténticos o apócrifos. Si eso significa algo, cotejé la letra de la servilleta con la que aparecía en los cuadernos que Carolina López mostraba a las cámaras en el documental Bolaño cercano y yo diría que la caligrafía era la misma, perfectamente habrían podido salir aquellas palabras de la misma mano. Y si eso sirve de algo, también es hasta cierto punto factible que Bolaño escribiera esos versos, si atendemos a la opinión del crítico Ignacio Echevarría sobre el encuentro sevillano según comenta Volpi en su artículo “Contra Ignacio Echevarría”. A saber: que Bolaño no era asiduo de ese tipo de tertulias y sólo asistió al encuentro para burlarse de sus compañeros, que por otra parte, es la opinión que deduce Jorge Volpi de las palabras del crítico, le parecían mediocres. Entenderíamos así, según me fue contando Héctor, a quiénes se refería Bolaño en sus versos. Los que sonreían ufanos sin saber que la montaña sobre la que se alzaban estaba podrida no eran otros que los escritores latinoamericanos, los mismos de los que, en el texto Sevilla me mata, se decía lo siguiente: “El panorama, sobre todo si uno lo ve desde un puente, es prometedor. El río es ancho y caudaloso y por sus aguas asoman las cabezas de por lo menos veinticinco escritores menores de cincuenta, menores de cuarenta, menores de treinta. ¿Cuántos se ahogarán? Yo creo que todos”. Convendrán conmigo en que muy optimista no se veía a Bolaño. De modo que no parece descabellada la opinión de Héctor, basándose en los textos que comento. Otra 7


cosa sería dilucidar si es acertada. A mí, por ejemplo, me parece impropio de la imagen que tengo del chileno que asista a este encuentro de escritores, a algunos de los cuales él mismo califica de amigos, para mofarse de ellos, y que además luego, antes de abandonar la ciudad, vaya a una cafetería y garrapatee cuatro versos que para colmo dejará encima de la mesa criticando a sus compañeros, como si él estuviese por encima del bien y del mal. No es a mi modo de ver ese el Bolaño que se deja entrever en reportajes y entrevistas. Sería interesante conocer la opinión de la viuda del autor, Carolina López, acerca de todo este asunto de la cafetería La Pampa, pero como es lógico ella no va a pronunciarse acerca de este tipo de cuestiones. En cualquier caso, después de todo, qué importa si fueron escritos por Bolaño o por alguien que entró en La Pampa imitando su letra o si fueron inventados por el propio Héctor. Lo cierto es que los versos sirvieron para que conociéramos a ciertas personas, lectores de Bolaño que en algún momento acudieron a La Pampa movidos aunque sólo fuera por curiosidad, por echarle un vistazo a la famosa servilleta. Un día me pasé por allí y coincidí con un tal Álvaro Hinojosa, un lector asturiano que estudiaba ese año en Sevilla gracias a un programa de intercambio. Tenía una conversación bastante fluida y entre otras cosas me habló de un artículo suyo sobre el escritor chileno que tenía intención de publicar en una revista ovetense. El título, según me contó, era El regateador escurridizo. Hinojosa hablaba de cierto recurso estilístico bolañano y lo comparaba con la finta de un futbolista. Está driblando constantemente, siempre atento y despierto, como el fideo Di María por la banda, dijo un Hinojosa a todas luces merengue. Además, su aversión a la elipsis, prosiguió, acelera la lectura de forma vertiginosa. Uno lee a Bolaño como un corredor de bobsleigh o como un corredor de skeleton en pleno descenso. Pasa algo parecido con Thomas Bernhard. Son pura adrenalina. Para terminar me dijo de memoria, algo nada extraordinario pues era bastante corta, la frase con la que se cerraba su artículo y que a mí me sonaba a anuncio de televisión: “Admitimos leer a Bolaño como deporte extremo”. Poco después nos fuimos a tomar algo pero ya a otro sitio, lejos de las limitaciones por no decir precariedades de La Pampa.

Álvaro Hinojosa, Calle Velázquez, Oviedo. Debo tener la imaginación intoxicada por los programas de fenómenos paranormales. No es que haya sido abducido por naves espaciales, ni siquiera he visto un ovni, pero hoy miré de forma extraña una ecografía y llegué a la conclusión -no menos extraña- de que lo que estaba viendo no era un feto sino un extraterrestre. Empecé a pensar que todos nacemos alienígenas, y que luego unos se curan con los años y otros no. Durante los primeros veinte años de vida todos los hombres son unos marcianos, al menos potencialmente. Tienen ideas extrañas, se creen almas libres, algunos incluso quieren cambiar el mundo. Pero poco a poco la educación, el tiempo y las costumbres nos van normalizando como a muñecos fabricados en 8


serie. Algunos ascienden a la cumbre de lo convencional y acaban convirtiéndose en un calco de los padres que tanto detestaban, casados por la iglesia sin creer en el matrimonio ni en la iglesia, evitando cualquier salida de la normalidad, regañando al hijo mayor porque se ha tomado un yogur (a todas luces postre) antes de cenar. Quizá alguno se pregunte qué hay de mí. Sólo diré que me están medicando. Algún día, quién sabe, puede que esté curado.

Héctor Manrique Sandoval, Paseo de la Consolación, Utrera, Sevilla. La clientela de La Pampa se dividía en dos frentes que como el agua y el aceite nunca se mezclaban. Por un lado los de siempre, pocos pero a pesar de todo los más fieles, que solían sentarse de forma casi unánime frente a la barra; por otro, algún que otro par de letraheridos que se repartían por la zona del ventanal, cerca de la servilleta enmarcada y de donde estuvo sentado en su día nuestro admirado Roberto. Estos últimos en la mayoría de los casos no volvían por allí y, salvo honrosas excepciones (Manolo Márquez era una de ellas), consumían menos. Recuerdo a un habitual, un personaje pálido y enclenque que sólo tomaba té y acostumbraba a sentarse a leer un rato. Tenía unos ojos de alucinado que levantaba de las páginas del libro cada equis tiempo. Algunos decían que se drogaba, pero nunca supe si los rumores eran ciertos. Sólo hablé con él en una ocasión. Tenía la entereza de una galleta mojada en leche caliente tres segundos. Me dijo que era poeta o que al menos pretendía serlo, sólo que su carrera literaria era de esas cosas que se ven fracasar de lejos, como lo de poner una empresa de máquinas quitanieves en Burkina Fasso. Había leído algo de Bolaño pero no era de los más entusiastas del chileno, quizá porque no había leído sus libros más voluminosos o puede que por otras objeciones que desconozco. Me dijo, pero aquí intuí que mentía, no sé si por costumbre o por falta de ganas de continuar con la conversación, que le gustaba mucho nadar. No tenía aspecto de trabajar mucho en la piscina, la verdad. Por seguir la conversación le conté que a mí nadar nunca se me dio bien. Por mucho que me esforzara, siempre acababa de los últimos. Bucear ya era otra historia. Debía tener unos buenos pulmones o una aceptable capacidad de agonía, porque solía ser de los mejores.

Gonzalo Arias, propietario de la cafetería La Pampa, Sevilla. La razón es simple: mi abuelo emigró a Argentina. El nombre del bar no pretende ser otra cosa que un pequeño homenaje a su aventura transoceánica, a ese viaje que de no haber sido de vuelta habría hecho de mí, entre otras cosas, un forofo de la albiceleste. Pero hablar de estas cosas me trae recuerdos. Tengo que reconocer que a veces echo la vista atrás y me parece mentira estar viviendo en el año 2012, la verdad es que da un poco de vértigo. A mí de pequeño las cifras 2000, 2004, 2001 me sonaban a 9


ciencia ficción, ahí está la película de Kubrick, era una época que uno sólo imaginaba en un futuro lejano. Dos mil doce ya es para mear y no echar gota. Uno se siente casi culpable de vivir en un tiempo al que no está muy seguro de pertenecer, como si hubiera invadido una propiedad ajena. ¿Cómo es posible que sigamos vivos, que el mundo siga girando? Ahora este bar cierra las puertas, como dicen los periodistas es el signo de los tiempos, pero no me negarán que aguantamos más de lo que inicialmente se pensaba y, como se suele decir, mientras duró fue algo bien bonito. Aún no hemos decidido si sacar a subasta la servilleta con los versos de Bolaño. Es algo que tendremos que pensar con detenimiento. Por el momento, ustedes están recopilando información para relatar toda esta historia. No sé si le darán mucha o poca difusión, pero el intento ya es algo y de corazón se lo agradezco. La historia de Bolaño la verdad es que tiene su encanto, aunque algunos nunca dejaron de pensar que se trataba de una patraña, un invento ingeniado por mí, con la inestimable colaboración de mi sobrino Héctor, para conferir cierto aire de local de culto a un barucho con más pena que gloria. Son palabras textuales que vino a soltarme cierto profesor de instituto y que como ven se me quedaron grabadas. Ah, que no recogerán mis palabras textuales, bueno, espero al menos que en esa ficcionalización de la que hablan recojan al menos la esencia, por decirlo así, de toda la historia. ¿Algún comentario para poner el punto y final? No hombre, no, eso es cosa de escritores, periodistas y demás gente de talento, en mí sonaría petulante. Simplemente encenderé este cigarro, el último quizá que arda en este local. Y me lo fumaré con mucha calma, a su salud, ya que a la mía no beneficiará como advierte el mensaje de la cajetilla. Fumar puede matar. Ya. Amar también puede matar, y hasta bajar escaleras. El dinero puede matar, cruzar la calle puede matar, encender un mechero aunque no sea para fumarse un cigarro también puede matar. Tantas cosas pueden matar. Pero sólo el tabaco lo advierte. Sólo el tabaco lo advierte. Venga, las gracias a ustedes por su atención, no hay por qué ponerse melancólicos. ¡Vayan todos con Dios!

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