Horizontes cercanos

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Horizontes cercanos

“En el paisaje tranquilo y, especialmente, en la lejana línea del horizonte, el hombre contempla algo tan hermoso como su propia naturaleza.” Ralph Waldo Emerson

He escuchado la feliz conclusión de una caja registradora cerrándose de golpe, y me lo recuerdo a mí mismo. Son retales, a veces en heterodoxo blanco y negro. Algunos personajes mantienen los rasgos faciales básicos de conocidos

cercanos;

también

he

concebido

diversas

aproximaciones

avejentadas de mi propia cara. Pienso que aún entonces, en las noches de alerta pánica porque un vehículo, tras varios meses, esta tarde al fin rugió al recorrer la calzada, y apenas recordábamos el sonido de un motor de combustión, o al roer inquisitivamente una apetecible corteza de catalpa, sería inevitable que recordáramos que una vez, tras agregar un mástil de medida a convenir, podría haber hecho las veces de un bajel majestuoso, y no de un frustrado refrigerio que se recoge de entre hojas secas y se lleva a la boca no se sabe por qué. Y me inquieta el cálculo del que se extrae que, con bastante seguridad, no seremos estrictamente nosotros los penosos herederos asaltados por estas nostalgias, cuando habría de sentir alivio. Pero no: sucederá un día, se comprobará la validez o lo desencaminado de las predicciones acumuladas, y no serán los cínicos que tengan la manutención de sí mismos y sus allegados


como una prioridad incompatible con la compasión,

la caridad o el

desprendimiento; ni los adolescentes, consumidores consumidos que, entre tantas distracciones, terminaron por aburrirse e imprimieron un bostezo procaz sobre sus mayores y antepasados; o un político honesto, deshonesto, con conciencia pero desacertado; o un agente de la ley que llevó muy lejos el juego, que para los niños es impostura, en que uno manda y otros obedecen; o los acaudalados; o los viudos que todo lo desprecian salvo sus pérdidas. Ni yo. Pero no puedo sino hacer este bochornoso ejercicio de empatía y decirme: algún día nos acordaremos de esto, extrañaremos las sábanas, el aceite de oliva, y ni siquiera aún el horizonte recuperará su autoridad sobre la mirada, porque tendremos estos aparatosos edificios vacíos para recordárnoslo siempre que las costumbres propias de la vida al día, en escasez y acechanza, nos permitan estas fisonomías burguesas de contemplación. Salgo al bullicio y no me doy crédito. Acabo por consolarme anticipando un final rotundo, instantáneo, que apenas deje sobrevivir algunos detalles de una humanidad raleada: un vestido atrapado entre juncos que siga el flujo de la corriente de un débil arroyo sin dejarse arrastrar, o una despreocupada columna de diario, repentinamente incomprensible. Y entonces caigo en la cuenta de que ese último estadio está exigido por el guión. Es tremendamente autorreflexivo. Todo se dará vuelta: no habrá música que no nos arranque un gemido. El libro será inútil, combustible. La convención, una pérdida de tiempo. Carreteras, cuanto más aparatosas, más desoladas. Esta imagen me sobreviene a mitad de un paso de cebra. Parece que me derrumbo al tiempo que dejo paso a una tímida aceptación. Doblo por General Alvarado.


Un primer reflejo de sentido común sancionaría mi repentino desvío. En efecto, no conviene -dirían-

a los humores cavilosos y hasta cierto punto

obsesivos rodearse de tantos estímulos, entre el ir y venir presuroso de los peatones, en pleno asalto de temores apocalípticos. Y una mayoría de este grupo reprobatorio sonreiría con suficiencia al conocer cualquier vicisitud que me hubiera empujado a mayores espesuras. Lo cierto es que el hombre, casi más temeroso del miedo que de sus representaciones, creyendo huir del peligro se enfrasca en él, creyendo enfrentarlo, lo anula o duplica, ignorando al fin conoce, y le valen las determinaciones cualesquiera que tome siempre que las consecuencias tengan lugar dentro de su red de expectativas. Con arreglo a estas improvisadas sentencias (algo lábiles, admito), y por enriquecer mi relato hasta configurarlo en forma que no se encuentre en la naturaleza o la vida misma, injiero en este una línea temporal adicional. Conocen los transeúntes habituales del distrito central cómo la calle General Alvarado empieza siendo de uso exclusivo para peatones: dejé atrás los eternos andamios de la bocacalle y comencé una huida frenética, a paso nervioso, evitando el contacto con la numerosa clientela de los modernos cafés y puestos de comida rápida que proliferan en este tramo. Rebasé la ristra de farolas tipo Fernando VII que parecen concentrarse en la desembocadura de otras dos calles peatonales, extrañamente paralelas. En esta intersección, rematada con sendos bancos de piedra, y con un tímido pilón, por el que extrañamente no discurre el agua, es habitual que a media tarde se concentren vendedores ambulantes ya de frutos secos, ya de castañas asadas o limonada, músicos callejeros y mendigos asiduos que disponen un insorteable panorama de laceria en pleno sector comercial de la ciudad. Tomé asiento, dejándome


caer con tal aplomo que sospecho que algún rasguño blanquecino quedará para el recuerdo de estos abandonos del ánimo. En un soplo de serenidad corregí mi postura y es entonces cuando reparé en un indigente que limosneaba como hierático, casi más dedicado a su perturbadora pose que a motivar la caridad de nadie. No recordaré la cara de esta especie de monje mendicante, porque la fuerza motivadora de mi relato ha devenido enfermiza, nada más cuando yo, en mi retiro de la multitud, me pensaba libre de estas monstruosas anticipaciones. Conocía, me impuse, para poblar la narrativa de mis miedos, conocer a ese pobre hombre. No existe, como tal, la mendicación en el cénit de la humanidad. Una vez los hábitos y costumbres del fin del mundo se asientan, las penurias se resuelven como se resolvería una temporal privación de las provisiones en nuestros días: quienes suman a sus carencias las de los escrúpulos, se dan al pillaje, primero, de comercios y, una vez los recursos se dispersan, se imponen a particulares por la fuerza al organizarse en grupos. Por otro lado, hay quienes se dan a la fábula y, por no desechar lo último que del mundo antiguo se conserva, exhiben una rectitud moral aun por encima de lo que acostumbraban, a pesar del hambre, y mantienen una ruta nómada de privaciones voluntarias, porque quién sabe si tal campamento está realmente despoblado, o habitada esta buhardilla guarnecedora, y cada noche el padre tarda un poco más en abandonarse al siempre ligero sueño, meditando, con una escisión acusadora de él culpándose por no tomar cuando ya nada es de nadie y la niña se siente, se ve más débil de lo que admite. Hasta que cierto día, en que al despertar se había adelantado todavía más de lo habitual a su hija, optó por conciliar acucias, y con juicio nublado por la alarma, mordiendo, salivando por la


repugnante fricción de sus molares contra la lana de su cobertor, dio por fin un uso de alguna exigencia a su navaja suiza, y en lo que dura un crescendo de reclamos matutinos de curruca, medio antebrazo le colgaba de la muñeca, y aun pudo cuidar su presentación de forma que el plato, inédito, no provocara sospechas a la luz de la evidente herida en que tendría un permanente recuerdo de su martirio. Lo cierto es que aquel indigente me tuvo fascinado hasta el punto en que perdí la noción de mi alrededor, y con ella la discreción, que me hace poco dado a incomodar a nadie con esa mirada burda y fisgona. No recuerdo el tiempo que su postura santónica caló en mi retina, ingresando casi como un arquetipo: El Fin del Mundo. Sí que tuviera lugar en mi discurso interior una rápida asociación con la extraña cualidad que tienen las figuras del tarot, y es que desvelan sus misterios sucesivamente. Uno descubre hoy, tras meses, la extraña disposición de la mesa de El Mago, o el huevo que aova el águila en El Emperador, y que vemos también en La Papisa. En una lenta torsión, me revelaba no solo el haberse percatado de mi examen con sobrada ventaja, sino también la interminable llaga que pudo muy bien un ebanista dejar como relieve en su antebrazo, más semejante a una rama que a una extremidad. En el momento en que instintivamente busqué el contacto visual, como toda respuesta, señaló al cielo con su brazo tullido, y por un momento, mientras su mirada ascendía igualmente, me pareció que se abandonaba a algún tipo de éxtasis.



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