Curar el mundo N9

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Palabras de Francisco Para la 56 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales A los alcaldes de la Asociación Nacional de Municipios Italianos A S.E.. Mons. Rino Fisichella para el jubileo 2025


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MENSAJE DE FRANCISCO

Para la 56 Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales Escuchar con los oídos del corazón

24 de enero de 2022

A un ilustre médico, acostumbrado a curar las heridas del alma, le preguntaron cuál era la mayor necesidad de los seres humanos. Respondió: “El deseo ilimitado de ser escuchados”. Es un deseo que a menudo permanece escondido, pero que interpela a todos los que están llamados a ser educadores o formadores, o que desempeñen un papel de comunicador: los padres y los profesores, los pastores y los agentes de pastoral, los trabajadores de la información y cuantos prestan un servicio social o político. Queridos hermanos y hermanas: El año pasado reflexionamos sobre la necesidad de “ir y ver” para descubrir la realidad y poder contarla a partir de la experiencia de los acontecimientos y del encuentro con las personas. Siguiendo en esta línea, deseo ahora centrar la atención sobre otro verbo, “escuchar”, decisivo en la gramática de la comunicación y condición para un diálogo auténtico. En efecto, estamos perdiendo la capacidad de escuchar a quien tenemos delante, sea en la trama normal de las relaciones cotidianas, sea en los debates sobre los temas más importantes de la vida civil. Al mismo tiempo, la escucha está experimentando un nuevo e importante desarrollo en el campo comunicativo e informativo, a través de las diversas ofertas de podcast y chat audio, lo que confirma que escuchar sigue siendo esencial para la comunicación humana.

Escuchar con los oídos del corazón En las páginas bíblicas aprendemos que la escucha no sólo posee el significado de una percepción acústica, sino que está esencialmente ligada a la relación dialógica entre Dios y la humanidad. «Shema’ Israel - Escucha, Israel» (Dt 6,4), el íncipit del primer mandamiento de la Torah se propone continuamente en la Biblia, hasta tal punto que san Pablo afirma que «la fe proviene de la escucha» (Rm 10,17). Efectivamente, la iniciativa es de Dios que nos habla, y nosotros respondemos escuchándolo; pero también esta escucha, en el fondo, proviene de su gracia, como sucede al recién nacido que responde a la mirada y a la voz de la mamá y del papá. De los cinco sentidos, parece que el privilegiado por Dios es precisamente el oído, quizá porque es menos invasivo, más discreto que la vista, y por tanto deja al ser humano más libre.


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La escucha corresponde al estilo humilde de Dios. Es aquella acción que permite a Dios revelarse como Aquel que, hablando, crea al hombre a su imagen, y, escuchando, lo reconoce como su interlocutor. Dios ama al hombre: por eso le dirige la Palabra, por eso “inclina el oído” para escucharlo. El hombre, por el contrario, tiende a huir de la relación, a volver la espalda y “cerrar los oídos” para no tener que escuchar. El negarse a escuchar termina a menudo por convertirse en agresividad hacia el otro, como les sucedió a los oyentes del diácono Esteban, quienes, tapándose los oídos, se lanzaron todos juntos contra él (cf. Hch 7,57). Así, por una parte está Dios, que siempre se revela comunicándose gratuitamente; y por la otra, el hombre, a quien se le pide que se ponga a la escucha. El Señor llama explícitamente al hombre a una alianza de amor, para que pueda llegar a ser plenamente lo que es: imagen y semejanza de Dios en su capacidad de escuchar, de acoger, de dar espacio al otro. La escucha, en el fondo, es una dimensión del amor. Por eso Jesús pide a sus discípulos que verifiquen la calidad de su escucha: «Presten atención a la forma en que escuchan» (Lc 8,18); los exhorta de ese modo después de haberles contado la parábola del sembrador, dejando entender que no basta escuchar, sino que hay que hacerlo bien. Sólo da frutos de vida y de salvación quien acoge la Palabra con el corazón “bien dispuesto y bueno” y la custodia fielmente (cf. Lc 8,15). Sólo prestando atención a quién escuchamos, qué

escuchamos y cómo escuchamos podemos crecer en el arte de comunicar, cuyo centro no es una teoría o una técnica, sino la «capacidad del corazón que hace posible la proximidad» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 171). Todos tenemos oídos, pero muchas veces incluso quien tiene un oído perfecto no consigue escuchar a los demás. Existe realmente una sordera interior peor que la sordera física. La escucha, en efecto, no tiene que ver solamente con el sentido del oído, sino con toda la persona. La verdadera sede de la escucha es el corazón. El rey Salomón, a pesar de ser muy joven, demostró sabiduría porque pidió al Señor que le concediera «un corazón capaz de escuchar» ( 1 Re 3,9). Y san Agustín invitaba a escuchar con el corazón ( corde audire), a acoger las palabras

no exteriormente en los oídos, sino espiritualmente en el corazón: «No tengan el corazón en los oídos, sino los oídos en el corazón» [1]. Y san Francisco de Asís exhortaba a sus hermanos a «inclinar el oído del corazón» [2]. La primera escucha que hay que redescubrir cuando se busca una comunicación verdadera es la escucha de sí mismo, de las propias exigencias más verdaderas,

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aquellas que están inscritas en lo íntimo de toda persona. Y no podemos sino escuchar lo que nos hace únicos en la creación: el deseo de estar en relación con los otros y con el Otro. No estamos hechos para vivir como átomos, sino juntos.

La escucha como condición de la buena comunicación Existe un uso del oído que no es verdadera escucha, sino lo contrario: el escuchar a escondidas. De hecho, una tentación siempre presente y que hoy, en el tiempo de las redes sociales, parece haberse agudizado, es la de escuchar a escondidas y espiar, instrumentalizando a los demás para nuestro interés. Por el contrario, lo que hace la comunicación buena y plenamente humana es precisamente la escucha de quien tenemos delante, cara a cara, la escucha del otro a quien nos acercamos con apertura leal, confiada y honesta. Lamentablemente, la falta de escucha, que experimentamos muchas veces en la vida cotidiana, es evidente también en la vida pública, en la que, a menudo, en lugar de oír al otro, lo que nos gusta es escucharnos a nosotros mismos. Esto es síntoma de que, más que la verdad y el bien, se busca el consenso; más que a la escucha, se está atento a la audiencia. La buena comunicación, en cambio, no trata de impresionar al público con un comentario ingenioso dirigido a ridiculizar al interlocutor, sino que presta atención a las razones del otro y trata de hacer que se comprenda la complejidad de la realidad. Es triste cuando, también en la Iglesia, se

forman bandos ideológicos, la escucha desaparece y su lugar lo ocupan contraposiciones estériles. En realidad, en muchos de nuestros diálogos no nos comunicamos en absoluto. Estamos simplemente esperando que el otro termine de hablar para imponer nuestro punto de vista. En estas situaciones, como señala el filósofo Abraham Kaplan [3], el diálogo es un “duálogo”, un monólogo a dos voces. En la verdadera comunicación, en cambio, tanto el tú como el yo están “en salida”, tienden el uno hacia el otro. Escuchar es, por tanto, el primer e indispensable ingrediente del diálogo y de la buena comunicación. No se comunica si antes no se ha escuchado, y no se hace buen periodismo sin la capacidad de escuchar. Para ofrecer una información sólida, equilibrada y completa es necesario haber escuchado durante largo tiempo. Para contar un evento o describir una realidad en un reportaje es esencial haber sabido escuchar, dispuestos también a cambiar de idea, a modificar las propias hipótesis de partida. En efecto, solamente si se sale del monólogo se puede llegar a esa concordancia de voces que es garantía de una verdadera comunicación. Escuchar diversas fuentes, “no conformarnos con lo primero que encontramos” —como enseñan los profesionales expertos— asegura fiabilidad y seriedad a las informaciones que transmitimos. Escuchar más voces, escucharse mutuamente, también en la Iglesia, entre


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hermanos y hermanas, nos permite ejercitar el arte del discernimiento, que aparece siempre como la capacidad de orientarse en medio de una sinfonía de voces. Pero, ¿por qué afrontar el esfuerzo que requiere la escucha? Un gran diplomático de la Santa Sede, el cardenal Agostino Casaroli, hablaba del “martirio de la paciencia”, necesario para escuchar y hacerse escuchar en las negociaciones con los interlocutores más difíciles, con el fin de obtener el mayor bien posible en condiciones de limitación de la libertad. Pero también en situaciones menos difíciles, la escucha requiere siempre la virtud de la paciencia, junto con la capacidad de dejarse sorprender por la verdad — aunque sea tan sólo un fragmento de la verdad— de la persona que estamos escuchando. Sólo el asombro permite el conocimiento. Me refiero a la curiosidad infinita del niño que mira el mundo que lo rodea con los ojos muy abiertos. Escuchar con esta disposición de ánimo —el asombro del niño con la consciencia de un adulto— es un enriquecimiento, porque siempre habrá alguna cosa, aunque sea mínima, que puedo aprender del otro y aplicar a mi vida. La capacidad de escuchar a la sociedad es sumamente preciosa en este tiempo herido por la larga pandemia. Mucha desconfianza acumulada precedentemente

hacia la “información oficial” ha causado una “infodemia”, dentro de la cual es cada vez más difícil hacer creíble y transparente el mundo de la información. Es preciso disponer el oído y escuchar en profundidad, especialmente el malestar social acrecentado por la disminución o el cese de muchas actividades económicas. También la realidad de las migraciones forzadas es un problema complejo, y nadie tiene la receta lista para resolverlo. Repito que, para vencer los prejuicios sobre los migrantes y ablandar la dureza de nuestros corazones, sería necesario tratar de escuchar sus historias, dar un nombre y una historia a cada uno de ellos. Muchos buenos periodistas ya lo hacen. Y muchos otros lo harían si pudieran. ¡Alentémoslos! ¡Escuchemos estas historias! Después, cada uno será libre de sostener las políticas migratorias que considere más adecuadas para su país. Pero, en cualquier caso, ante nuestros ojos ya no tendremos números o invasores peligrosos, sino rostros e historias de personas concretas, miradas, esperanzas, sufrimientos de hombres y mujeres que hay que escuchar.

Escucharse en la Iglesia También en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y de escucharnos. Es el don más precioso y generativo que podemos ofrecernos los unos a los otros. Nosotros los cristianos olvidamos que el servicio de la escucha nos ha sido confiado por Aquel que es el

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Hace poco ha comenzado un proceso sinodal. Oremos para que sea una gran ocasión de escucha recíproca. La comunión no es el resultado de estrategias y programas, sino que se edifica en la escucha recíproca entre hermanos y hermanas. Como en un coro, la unidad no requiere uniformidad, monotonía, sino pluralidad y variedad de voces, polifonía. Al mismo tiempo, cada voz del coro canta escuchando las otras voces y en relación a la armonía del conjunto. Esta armonía ha sido ideada por el compositor, pero su realización depende de la sinfonía de todas y cada una de las voces. Conscientes de participar en una comunión que nos precede y nos incluye, podemos redescubrir una Iglesia sinfónica, en la que cada uno puede cantar con su propia voz acogiendo las de los demás como un don, para manifestar la armonía del conjunto que el Espíritu Santo compone. oyente por excelencia, a cuya obra estamos llamados a participar. «Debemos escuchar con los oídos de Dios para poder hablar con la palabra de Dios» [4]. El teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer nos recuerda de este modo que el primer servicio que se debe prestar a los demás en la comunión consiste en escucharlos. Quien no sabe escuchar al hermano, pronto será incapaz de escuchar a Dios [5]. En la acción pastoral, la obra más importante es “el apostolado del oído”. Escuchar antes de hablar, como exhorta el apóstol Santiago: «Cada uno debe estar pronto a escuchar, pero ser lento para hablar» (1,19). Dar gratuitamente un poco del propio tiempo para escuchar a las personas es el primer gesto de caridad.

Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2022, Memoria de san Francisco de Sales.

Francisco [1] «Nolite habere cor in auribus, sed aures in corde» ( Sermo 380, 1: Nuova Biblioteca Agostiniana 34, 568). [2] Carta a toda la Orden: Fuentes Franciscanas, 216. [3] Cf. The life of dialogue, en J. D. Roslansky ed., Communication. A discussion at the Nobel Conference, North-Holland Publishing Company – Amsterdam 1969, 89-108. [4] D. Bonhoeffer, Vida en comunidad, Sígueme, Salamanca 2003, 92. [5] Cf. ibíd., 90-91.


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DISCURSO DE FRANCISCO

A los alcaldes de la Asociación Nacional de Municipios Italianos 5 de febrero de 2022

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos! Agradezco al Presidente sus palabras de saludo. Me complace recibirles para un momento de reflexión sobre su servicio en la defensa y promoción del bien común en las ciudades y comunidades que administran. A través de ustedes, saludo a los alcaldes de todo el país, con agradecimiento, en particular, por lo que están haciendo y han hecho en estos dos años de pandemia. Su presencia ha sido decisiva para animar a la gente a seguir mirando hacia adelante. Ustedes han sido un referente en la aplicación de normas a veces gravosas, pero necesarias para la salud de los ciudadanos. De hecho, su voz también ha ayudado a quienes tienen responsabilidades legislativas a tomar decisiones oportunas por el bien de todos. Gracias. Cuando pienso en su trabajo, me doy cuenta de lo complejo que es. Por un lado, su cercanía al pueblo es una gran oportunidad para servir a los ciudadanos, que los quieren por su presencia entre ellos. La cercanía. Por otro lado, imagino que a veces sienten la soledad de la responsabilidad. La gente suele pensar

que la democracia se reduce a delegar mediante el voto, olvidando el principio de participación, que es esencial para que una ciudad esté bien gestionada. Se espera que los alcaldes tengan la solución a todos los problemas. Pero sabemos que estos problemas no pueden resolverse sólo con recursos financieros. ¡Qué importante es poder contar con la presencia de redes de apoyo, que aporten experiencia para hacerles frente! La pandemia ha sacado a la luz tantas fragilidades, pero también la generosidad de los voluntarios, los vecinos, el personal sanitario y los administradores que se han desvivido por aliviar el sufrimiento y la soledad de los pobres y los ancianos. Esta red de relaciones de apoyo es un tesoro que hay que preservar y reforzar. Viendo su servicio, me gustaría ofrecerles tres palabras de ánimo. La paternidad —o la maternidad—, las periferias y la paz. Paternidad o maternidad. El servicio al bien común es una forma elevada de caridad, comparable a la de los padres en una familia. También en una ciudad, hay que responder a situaciones diferentes con atenciones distintas; por eso la paternidad

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—o la maternidad— se pone en práctica ante todo con la escucha. El alcalde o la alcaldesa saben escuchar. No tengan miedo de “perder el tiempo” escuchando a la gente y sus problemas. Una buena escucha ayuda a discernir, a comprender las prioridades sobre las que hay que intervenir. No faltan, gracias a Dios, ejemplos de alcaldes que han dedicado gran parte de su tiempo a escuchar y recoger las inquietudes de la gente. Y junto a la escucha, no debe faltar el valor de la imaginación. A veces la gente se hace la ilusión de que una financiación adecuada es suficiente para resolver los problemas. En realidad, no es así: también necesitamos un proyecto de convivencia civil y de ciudadanía: hay que invertir en belleza donde hay más degradación, en educación donde reina el malestar social, en lugares de agregación social donde se ven reacciones violentas, en formación para la legalidad donde domina la corrupción. Saber soñar con una ciudad mejor y compartir el sueño con otros administradores locales, con los elegidos en el consejo municipal y con todos los ciudadanos de buena voluntad es un índice de atención social. Es un poco el trabajo de un alcalde y una alcaldesa. La segunda palabra es periferia. Nos hace pensar en el hecho de que Jesús nació en un establo de Belén y murió fuera de los muros de Jerusalén en el Calvario. Nos recuerda la “centralidad” evangélica de las periferias. Me gusta repetir que es desde las periferias donde mejor se ve el conjunto: no desde el centro, sino desde las periferias.

A menudo son conscientes del drama que se vive en los suburbios degradados, donde el abandono social genera violencia y formas de exclusión. Partir de las periferias no significa excluir a nadie, es una elección de método; no una elección ideológica, sino partir de los pobres para servir al bien de todos. Lo saben muy bien: no hay ciudad sin pobres. Yo añadiría que los pobres son la riqueza de una ciudad. Nos recuerdan —ellos, los pobres— nuestra fragilidad y que nos necesitamos mutuamente. Nos llaman a la solidaridad, que es un valor central de la doctrina social de la Iglesia, particularmente desarrollada por san Juan Pablo II. En la época de la pandemia descubrimos la soledad y los conflictos dentro del hogar, que estaban ocultos; el drama de los que tuvieron que cerrar sus negocios, el aislamiento de los ancianos, la depresión de los adolescentes y los jóvenes —¡piensen en el número de suicidios entre los jóvenes!—, las desigualdades sociales que han favorecido a quienes ya gozaban de holgadas condiciones económicas, las dificultades de las familias que no llegan a fin de mes… Y también, permítanme mencionarlos, los usureros que llaman a la puerta. Y esto ocurre en las ciudades, al menos aquí en Roma. ¡Cuánto sufrimiento han visto ustedes! Pero no sólo hay que ayudar a los suburbios, sino transformarlos en laboratorios de una economía y una so-


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ciedad diferentes. De hecho, cuando nos ocupamos de las personas cara a cara, no basta con darles un paquete de comida. Su dignidad exige un trabajo y, por tanto, un proyecto en el que cada persona sea valorada por lo que puede ofrecer a los demás. ¡El trabajo es realmente una unción de dignidad! La forma más segura de quitarle la dignidad a una persona o a un pueblo es quitarle el trabajo. No se trata de llevar el pan a casa: eso no da dignidad. Se trata de ganarse el pan que se lleva a casa. Y eso te da dignidad. Tercera palabra: paz. Una de las instrucciones dadas por Jesús a los discípulos enviados en misión es la de llevar la paz a los hogares: «En la casa en que entréis, decid primero: “Paz a esta casa!”» (Lc 10,5). En el hogar se viven muchos conflictos, es necesario que haya serenidad y paz. Y estamos seguros de que la buena calidad de las relaciones es la verdadera seguridad social de una ciudad. Por eso hay una tarea histórica que implica a todos: crear un tejido común de valores que lleve a desarmar las tensiones entre las diferencias culturales y sociales. La propia política de la que son protagonistas puede ser un gimnasio para el diálogo entre culturas, incluso antes de negociar entre los distintos bandos. La paz no es la ausencia de conflicto, sino la capacidad de hacerlo evolucionar hacia una nueva forma de encuentro y convivencia con el otro. «Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelan-

te como si nada pasara […] Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan prisioneros […] Pero hay una tercera manera, la más adecuada […]. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. “¡Felices los que trabajan por la paz!” (Mt 5,9)». (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 227). El conflicto es peligroso si se mantiene cerrado en sí mismo. No debemos confundir crisis con conflicto. Por ejemplo, la pandemia nos ha puesto en crisis, eso es bueno. La crisis es buena, porque la crisis te hace resolver y avanzar. Pero lo malo es cuando la crisis se convierte en conflicto y el conflicto se cierra, el conflicto es la guerra, el conflicto es difícil de encontrar una solución que vaya más allá. Crisis sí, conflicto no. Escapar del conflicto, pero vivir en crisis. La paz social es el fruto de la capacidad de poner en común las vocaciones, las competencias y los recursos. Es esencial fomentar la iniciativa y la creatividad de las personas para que puedan forjar relaciones significativas en sus barrios. Tantas pequeñas responsabilidades son el requisito previo para una paz concreta que se construye a diario. Conviene recordar aquí el principio de subsidiariedad, que valora los cuerpos intermedios y no mortifica la libre iniciativa personal. Queridos hermanos y hermanas, os animo a permanecer cerca de la gente. Porque una tentación ante la responsabilidad es huir. Aislarse, huir... Aislarse

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es una forma de huir. San Juan Crisóstomo, obispo y padre de la Iglesia, pensando precisamente en esta tentación, nos exhortó a desvivirnos por los demás, en

lugar de quedarnos en los montes y observarlos con indiferencia. Desvivirse. Esta es una lección que hay que valorar, sobre todo cuando corremos el riesgo de quedar atrapados en el desánimo y la decepción. Os acompaño con mi oración y os bendigo, os bendigo a todos: a cada uno en su corazón, en su trabajo, bendigo vuestros despachos de alcalde, bendigo a vuestros colaboradores, vuestro trabajo. Y que cada uno de vosotros reciba esta bendición en la medida de su fe. ¡Y os pido por favor que recéis por mí, porque yo también soy “alcalde” de algo! Gracias.

CARTADE FRANCISCO

a S.E.. Mons. Rino Fisichella para el jubileo 2025

11 de febrero de 2022

Al querido hermano Monseñor Rino Fisichella Presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización El Jubileo ha sido siempre un acontecimiento de gran importancia espiritual, eclesial y social en la vida de la Iglesia. Desde que Bonifacio VIII instituyó el primer Año Santo en 1300 —con cadencia de cien años, que después pasó a ser según el modelo bíblico, de cincuenta años y ulteriormente fijado en veinticinco—, el pueblo fiel de Dios ha vivido esta celebración como un don especial de gracia, caracterizado por el perdón de los pecados y, en particular, por la indulgencia, expresión plena de la misericordia de Dios. Los fieles, generalmente al final de una larga peregrinación, acceden al tesoro espiritual de la Iglesia atravesando la Puerta Santa y venerando las reliquias de los Apósto-

les Pedro y Pablo conservadas en las basílicas romanas. Millones y millones de peregrinos han acudido a estos lugares santos a lo largo de los siglos, dando testimonio vivo de su fe perdurable. El Gran Jubileo del año 2000 introdujo la Iglesia en el tercer milenio de su historia. San Juan Pablo II lo había esperado y deseado tanto, con la esperanza de que todos los cristianos, superadas sus divisiones históricas, pudieran celebrar juntos los dos mil años del nacimiento de Jesucristo, Salvador de la humanidad. Ahora que nos acercamos a los primeros veinticinco años del siglo XXI, estamos llamados a poner en marcha una preparación que permita al pueblo cristiano vivir el Año Santo en todo su significado pastoral. En este sentido una etapa importante ha sido el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que nos ha permitido


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redescubrir toda la fuerza y la ternura del amor misericordioso del Padre, para que a su vez podamos ser sus testigos. Sin embargo, en los dos últimos años no ha habido país que no haya sido afectado por la inesperada epidemia que, además de hacernos ver el drama de morir en soledad, la incertidumbre y la fugacidad de la existencia, ha cambiado también nuestro estilo de vida. Como cristianos, hemos pasado juntos con nuestros hermanos y hermanas los mismos sufrimientos y limitaciones. Nuestras iglesias han sido cerradas, así como las escuelas, fábricas, oficinas, tiendas y espacios recreativos. Todos hemos visto limitadas algunas libertades y la pandemia, además del dolor, ha despertado a veces la duda, el miedo y el desconcierto en nuestras almas. Los hombres y mujeres de ciencia, con gran rapidez, han encontrado un primer remedio que permite poco a poco volver a la vida cotidiana. Confiamos plenamente en que la epidemia pueda ser superada y el mundo recupere sus ritmos de relaciones personales y de vida social. Esto será más fácil de alcanzar en la medida en que se actúe de forma solidaria, para que las poblaciones más desfavorecidas no queden desatendidas, sino que se pueda compartir con todos los descubrimientos de la ciencia y los medicamentos necesarios. Debemos mantener encendida la llama de la esperanza que nos ha sido dada, y hacer todo lo posible para que cada uno recupere la fuerza y la certeza de mirar al futuro con mente abierta, corazón confiado y amplitud de miras. El próximo Jubileo puede ayudar mucho a restablecer un clima de esperanza y confianza, como signo de un nuevo renacimiento que todos

percibimos como urgente. Por esa razón elegí el lema Peregrinos de la Esperanza. Todo esto será posible si somos capaces de recuperar el sentido de la fraternidad universal, si no cerramos los ojos ante la tragedia de la pobreza galopante que impide a millones de hombres, mujeres, jóvenes y niños vivir de manera huma-

namente digna. Pienso especialmente en los numerosos refugiados que se ven obligados a abandonar sus tierras. Ojalá que las voces de los pobres sean escuchadas en este tiempo de preparación al Jubileo que, según el mandato bíblico, devuelve a cada uno el acceso a los frutos de la tierra: «podrán comer todo lo que la tierra produzca durante su descanso, tú, tu esclavo, tu esclava y tu jornalero, así como el huésped que resida contigo; y también el ganado y los animales que estén en la tierra, podrán comer todos sus productos» (Lv 25,6-7). Por lo tanto, la dimensión espiritual del Jubileo, que nos invita a la conversión, debe unirse a estos aspectos fundamentales de la vida social, para formar un conjunto coherente. Sintiéndonos todos peregrinos en la tierra en la que el Señor

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rán orientando y guiando al santo pueblo de Dios, para que progrese en la misión de llevar el gozoso anuncio del Evangelio a todos.

nos ha puesto para que la cultivemos y la cuidemos (cf. Gn 2,15), no descuidemos, a lo largo del camino, la contemplación de la belleza de la creación y el cuidado de nuestra casa común. Espero que el próximo Año Jubilar se celebre y se viva también con esta intención. De hecho, un número cada vez mayor de personas, incluidos muchos jóvenes y adolescentes, reconocen que el cuidado de la creación es expresión esencial de la fe en Dios y de la obediencia a su voluntad. Le confío a Usted, querido hermano, la responsabilidad de encontrar las maneras apropiadas para que el Año Santo se prepare y se celebre con fe intensa, esperanza viva y caridad operante. El Dicasterio que promueve la nueva evangelización sabrá hacer de este momento de gracia una etapa significativa para la pastoral de las Iglesias particulares, tanto latinas como orientales, que en estos años están llamadas a intensificar su compromiso sinodal. En esta perspectiva, la peregrinación hacia el Jubileo podrá fortificar y manifestar el camino común que la Iglesia está llamada a recorrer para ser cada vez más claramente signo e instrumento de unidad en la armonía de la diversidad. Será importante ayudar a redescubrir las exigencias de la llamada universal a la participación responsable, con la valorización de los carismas y ministerios que el Espíritu Santo no cesa de conceder para la edificación de la única Iglesia. Las cuatro Constituciones del Concilio Ecuménico Vaticano II, junto con el Magisterio de estos decenios, segui-

Según la costumbre, la Bula de convocación, que será publicada en su momento, contendrá las indicaciones necesarias para la celebración del Jubileo de 2025. En este tiempo de preparación, me alegra pensar que el año 2024, que precede al acontecimiento del Jubileo, pueda dedicarse a una gran “sinfonía” de oración; ante todo, para recuperar el deseo de estar en la presencia del Señor, de escucharlo y adorarlo. Oración, para agradecer a Dios los múltiples dones de su amor por nosotros y alabar su obra en la creación, que nos compromete a respetarla y a actuar de forma concreta y responsable para salvaguardarla. Oración como voz “de un solo corazón y una sola alma” (cf. Hch 4,32) que se traduce en ser solidarios y en compartir el pan de cada día. Oración que permite a cada hombre y mujer de este mundo dirigirse al único Dios, para expresarle lo que tienen en el secreto del corazón. Oración como vía maestra hacia la santidad, que nos lleva a vivir la contemplación en la acción. En definitiva, un año intenso de oración, en el que los corazones se puedan abrir para recibir la abundancia de la gracia, haciendo del “Padre Nuestro”, la oración que Jesús nos enseñó, el programa de vida de cada uno de sus discípulos. Pido a la Virgen María que acompañe a la Iglesia en el camino de preparación al acontecimiento de gracia del Jubileo, y con gratitud le envío cordialmente, a Usted y a sus colaboradores, mi Bendición . Roma, Basílica de San Juan de Letrán, 11 de febrero de 2022, Memoria de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes.

Francisco


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