EL SERVIDOR Y LA CRUZ [Juan Carlos Hovhanessian]

Page 1


Juan Carlos Hovhanessian

El Servidor y la Cruz

PRESENTACION El amigo y hermano Carlos me pide una presentación a su libro “El servidor y la Cruz” y lo hago con mucho agrado con mucho agrado en el Señor. Estimo que lo más importante de esta enseñanza es que cuanto aquí se dice es fruto de una hermosa experiencia de años y por cierto también fruto de un estudio profundo y sincero de la Palabra. Estoy convencido que esta “bendita corriente de gracia” está produciendo en el mundo y en la Iglesia un nuevo Pentecostés. Todo esto hace que los “responsables”, “los servidores” de la R. C. C. tomen conciencia de la imperiosa necesidad de formarse más y mejor en este camino a fin de ser buenos canales para cuantos vienen, atraídos por el Espíritu, a gustar de estas maravillas. Son los “servidores”

quienes deben vivir primero para luego

transmitir con fuerza esta particular experiencia de fe. Por ello me congratulo con Carlos y lo felicito de corazón haya querido dar, en forma simple y sencilla, esta enseñanza a su comunidad y ahora, con su publicación, hacer partícipe a otros de la misma. Estoy seguro que va a producir muchos frutos y abrirá nuevos caminos en las distintas comunidades del país. Que el Buen Dios bendiga esta obra y que cuantos la lean, con espíritu sencillo, reciban orientaciones para su misión evangelizadora de servidores del Señor. Clorinda (Formosa), 26 de Noviembre de 1995. Fray Salvador Miguel Gurrieri, ofm. Asesor Nacional Renovación Carismática Católica


Prólogo

Queridos hermanos en Cristo Jesús, el propósito de escribir es el de compartir, como ya lo hice en anteriores oportunidades, las experiencias recogidas a lo largo de estos años, que junto a mis hermanos de comunidad de la Renovación Carismática Católica en Buenos Aires, tratamos de vivir con sencillez, sirviendo a Jesús con alegría, en el seno de su Santa Iglesia. Por ello, todo lo aquí expresado está sujeto a discernimiento y a la aprobación del Magisterio de la Iglesia. Quiero humildemente compartir algunos aspectos básicos, que hacen al tema de los distintos servicios que se cumplen en nuestras comunidades cristianas renovadas por la gracia y el poder del Espíritu de Pentecostés, a partir del Concilio Vaticano II. Ruego al Padre de las Luces, en el nombre de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que por la acción siempre discreta y poderosa del Espíritu Santo, este librito sea de bendición para todos aquellos que lo lean y sea un pequeño, pero válido aporte más que nos ayude a servir mejor y con renovado entusiasmo al único que merece ser llamado Maestro: ¡Jesucristo el Señor! Que María, nuestra Madre, la Virgen de Lujan, interceda por todos nosotros, para que juntos vivamos siempre como Iglesia, la plena felicidad de ser como ella, fieles servidores y esclavos de la Palabra de Dios. Que así sea.


1

La locura de la Cruz “En un primer tiempo habló Dios con el lenguaje de la sabiduría, y el mundo no

reconoció a Dios en su sabiduría. A Dios entonces, le pareció bien salvar a los creyentes mediante la locura que predicamos. Los judíos piden milagros y los griegos buscan un saber superior. Mientras tanto nosotros proclamamos un Mesías crucificado. Para los judíos, ‘qué escándalo mas grande! Y para los griegos, ¡qué locura! Él sin embargo, es Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios para aquello que Dios ha llamado, sea entre los judíos o entre los griegos. En efecto, la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres; y la ´debilidad´ de Dios es mucho más fuerte que la fuerza de los hombres”. 1ª Corintios 1,21-25

E

l mensaje de la Cruz, es aún hoy, para muchos, locura. El mensaje de la cruz es, en muchos ambientes, escándalo. Hay también personas que con el tema de la cruz, tienen profundas contradicciones. Para no pocos cristianos, inclusive,

“cargar la cruz” es vivir en “derrota”, resignados, tristes, sin esperanza, abatidos, como quien deja que todo sea, pensando, por ejemplo que “Dios me la mandó, ésta es mi cruz”. Como creen que “es Dios que está haciendo grandes cosas conmigo”, allí van cargados de tristeza, sin fuerzas, deprimidos y, lamentablemente, quienes los ven desde afuera de la Iglesia, dicen: ¿Para qué ser cristianos como éstos? Hay muchos hermanos nuestros, que tienen confusiones con el tema de la cruz. Toda actitud de desesperanza es opuesta al Evangelio de Jesucristo, pues el Evangelio de Jesucristo es evangelio de poder, de liberación, de salud, de bendición, de prosperidad, de alegría de gozo y paz en el Espíritu. ¿Qué es entonces cargar la cruz? Cargar la cruz es obedecer a Dios, a su Palabra. Conocer su Palabra, para descubrir qué tengo en mi vida como cristiano, cuál es mi identidad. En este tiempo se ha instalado en la sociedad (también en la Iglesia) una cierta y dolorosa sensación de desazón, de desidia, de fracaso, de derrota, de “verlo todo


negro”. Inclusive es frecuente escuchar sermones que lo único que hacen es presentar un cuadro que, aunque real, al que escucha no le cambia su situación. Como se dice: es más de lo mismo. Alguien decía, que si no somos parte de la solución, somos parte del problema. Hermanos, el desconocimiento de la Palabra de Dios, nos mantiene en cautiverio, tanto en lo físico como en lo mental y hasta en lo espiritual. Tenemos como legado de Jesucristo en su Palabra: la liberación, la sanación física e interior, la prosperidad, la bendición de Dios, pero al no conocerla estamos padeciendo y haciendo padecer a otros. Nos sucede como al panadero español del cuento: Durante la guerra civil española este hombre había emigrado como tantos otros a México. Pasados los años, casado y con dos hijos, y habiendo trabajado duro en su oficio de panadero con el que se había hecho de cierta posición económica, decide llevar a su familia de paseo a su tierra natal aprovechando una promoción especial que consistía en un viaje de ida y vuelta a España en barco. Esta promoción era un “pasaje especial” para cuatro personas de precio sumamente económico, pues no era cuestión de gastarse todos los ahorros en un paseo. Llega el día y se embarcan, con una horma bien grande de queso y mucho pan. Los emparedados del primer día eran exquisitos. Los del día siguiente estaban bien; pero el tercer y cuarto día, ya nadie quería saber nada de pan y queso. El pan se había puesto tan duro que ya no se podía morder y todo lo que tocaban olía a queso. El viaje se había vuelto un tedio. Decidido el panadero, viendo el cuadro, resuelve ir al oficial del barco para decirle que pagaría lo que fuera necesario con tal de poder comer en el comedor del barco, que estaba en la parte alta, donde viajaban los de “primera clase”. Boleto en mano fue a buscar al oficial del barco y al encontrarlo le explicó lo que quería hacer, mientras le presentaba su “pasaje especial”. El oficial al ver el boleto le dijo: - Pero hombre, ¿qué hace usted que n disfruta del comedor y de todas las otras comodidades y beneficios? El panadero respondió: -Es que mi pasaje es económico, es “pasaje especial”. El oficial con una sonrisa replicó: -Sí, lo sé. Pero este pasaje le da a usted y a su familia el derecho a participar, sin ningún costo adicional, de todos los beneficios y comodidades del barco, en su viaje de ida y vuelta. Pobre panadero español tanto tiempo, en ese viaje, comiendo pan duro y ese queso que ya se había vuelto hastío. Padeciendo y, lo que es peor aún, haciendo padecer a los suyos. Todo por desconocer lo que ese “pasaje especial” le otorgaba como derecho legal: disfrutar de todos los beneficios y comodidades, sin tener que pagar adicional por ello. Todo estaba escrito en ese “pasaje especial”. ¡Sólo que él no lo había leído! No lo conocía, pero allí estaba escrito.


Hermanos, muchos cristianos y hasta ministros del Señor, estamos a veces peor que el panadero del cuento, padeciendo y haciendo padecer. Y ¿saben por qué? Por no leer el pasaje. En el bautismo recibimos un “pasaje especial”. Cristo pagó con su vida el precio de ese pasaje y en él tenemos acceso a todos los beneficios y recursos del cielo que están disponibles en su Nombre, por haber aceptado la obra de la cruz que Jesús realizó por nosotros, salvándonos, redimiéndonos, limpiándonos de todo pecado con su sangre, liberándonos de toda maldición, sanándonos de toda enfermedad y de toda miseria. Lo que ocurre es que como el panadero del cuento, no hemos leído nuestro pasaje: La Palabra de Dios. Allí se dice claramente que por el bautismo tenemos en Cristo nuestra identidad, pues fuimos consepultados con Él para resucitar con Él. “Y nos resucitó con Cristo

para sentarnos con Él en los cielos” (Efesios 2.6). Al recibir el Espíritu Santo recibimos grandes “poderes” y autoridad pero al desconocerlos nos lleva a vivir cautivos, atados, enfermos, padeciendo y haciendo padecer, como está ocurriendo en este tiempo en la vida de muchos cristianos y, lamentablemente, como antes dije, hasta en la vida de muchos ministros del Señor. Y esto, insisto, es por desconocimiento de esta identidad que por su gracia tenemos en Jesucristo: “Mi pueblo perece

por falta de conocimiento…” (Oseas 4.6). Cargar la cruz quebrante

nuestra

alma,

es obedecer a Dios, es decirle “amén”. Es dejar que Él

nuestros

pensamientos,

razonamientos,

criterios,

nuestro

egocentrismo, nuestra autosuficiencia, nuestro yo muchas veces como entronizado, por encima de la Palabra de Dios en tantas personas, y encubierto de una supuesta “religión”. La Biblia no sólo habla de fe, sino de obediencia a Dios, pues “…los demonios

también creen, pero sin embargo, tiemblan” (Santiago 2.19). La fe verdadera es obediencia a Dios, a su santa voluntad y a su santa Palabra. Cuando aquel día los discípulos escucharon decir a Jesús que: “El que no carga con su

cruz para seguirme, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14.27), se asombraron pues para ellos era común ver pasar a los que iban a ser crucificados por los romanos. No tardaron en comprender que para seguir a Cristo hay que vivir como un “condenado a muerte” para este mundo y su “sabiduría”, pues éste propone la realización personal sin Dios alimentando la exaltación del ego. Ellos tenían en claro lo que significaba “cargar la cruz”, como debiéramos tenerlo todos y cada uno de sus discípulos y los que, en el tiempo que sea, respondiendo al llamado del Maestro, quieren compartir su misma vida, pues ser cristiano es mucho más que “ser de una religión”. El cristianismo, en realidad, es sobre todo una experiencia de vida en el poder de Jesucristo, en el Espíritu Santo, para que, concretamente, cada cristiano pueda vivir en este mundo una vida sobrenatural. La misma fe que se mueve en el plano sobrenatural y


experimental. En ese plano, la unidad de la Trinidad es un misterio: Padre, Hijo y Espíritu Santo; tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Lo que para el mundo es locura, para el creyente es “fuerza y sabiduría de Dios”. Tantas veces habremos escuchado, hasta de nuestros abuelos: “Por la cruz a la luz”. Cuánta verdad y sabiduría encierra, pues cargar la cruz es morir al

yo que es oscuridad para que brille la luz de Cristo. Cargar la cruz es morir al egocentrismo, a la autosuficiencia, es hasta ser difamado, calumniado, humillado, perseguido a causa de Cristo y su evangelio, pero: “Si Dios está con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros?”. Cargar la cruz, nunca es identificarse con la maldición, el castigo, la enfermedad, la miseria, la derrota, la desunión, el fracaso, etc., sino por el contrario es identificarse con la “vida y vida en abundancia” que Cristo nos trajo. Como hizo Pablo, quien por ello decía: “Por Él sufro hasta cargar cadenas

como un malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada” (2ª Timoteo 2,9).

2

El Señor viene “Por la misma Palabra del Señor les afirmamos esto: nosotros que ahora vivimos, si

todavía estamos con vida cuando venga el Señor no nos adelantamos a los que hayan muerto. Cuando se de la señal por la voz del arcángel, el propio Señor bajará del cielo, al son de la trompeta divina. Entonces resucitarán los que murieron en Cristo. Después nosotros, los vivos, los que todavía estemos, nos reuniremos con ellos, llevados en las nubes al encuentro del Señor, allá arriba. Y para siempre estaremos con el Señor. Guarden, pues, estas palabras, y confórtense unos a otros”. 1ª Tesalonicenses 4,15-18

E

l verdadero creyente es como el Apóstol Pablo: “El Señor viene”. Vive en esa espera profundamente activa, siempre atento a los signos de los tiempos, con gozo, deseando la venida de su Señor. Así tenemos que vivir, como servidores de Jesús

en su santa Iglesia y exclamar: “¡Ven Señor Jesús!”.


Haciendo una revisión de la historia, podemos ver que desde la institución de la Iglesia, lo que sucede en el mundo tiene íntima relación con lo que en ella ocurre. El mundo, el demonio y la carne, tal como se entienden bíblicamente, son siempre los enemigos de Dios y de la Iglesia. Bien claramente nos dice el apóstol san Juan, al comienzo de su evangelio: “El mundo no la recibió” (Juan 1,10). Pero la Iglesia tiene poder, en virtud del Espíritu Santo, de transformar al mundo, de vencer al demonio y superar la carne y, en ese sentido, podemos decir que “el mundo florece”, cuando los cristianos cumplimos la voluntad de Dios. Los santos de los primeros siglos obraron de este modo, como San Ignacio de Antioquía, san Ireneo, san Hilario, san Benito, san Agustín, san Gerónimo y tantos otros. Siguiendo por los siglos XIII al XVII, san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz, y tantos, que creo que soy injusto cuando citando los que aquí escribo, pareciera que dejara de lado a tantos hombre y mujeres que sirvieron a Dios y alcanzaron lo que nosotros algún día esperamos alcanzar, con la ayuda del Señor, cuando tratamos de imitar sus virtudes. En estos santos mártires vemos como en esos siglos la Iglesia fue activa y ferviente en su misión evangelizadora. Llevando el evangelio a través de los mares a los nuevos continentes, el nuevo mundo vivió un florecimiento en lo social, lo cultural, lo artístico, etc. También, como ya se dijo, cuando la Iglesia estuvo en una situación distinta, esto se reflejó en el mundo. Esto es lo concreto. Por ello creo oportuno poner nuestra mirada, a la Luz del Espíritu Santo, en la realidad del tiempo que por la gracia de Dios nos toca vivir. La Palabra de Dios nos ha revelado que “esta tierra con todo lo que encierra

quedará consumida” (2ª Pedro 3,10), enseñándonos además que esta es la “recta final”, pues desde la glorificación de nuestro Señor, éstos son los últimos tiempos: El Señor puede volver en cualquier momento. El servidor fiel del Señor, esto lo sabe. Por ello está ocupado en las cosas de su Señor y n o espera a Cristo “como ladrón que viene en la noche”, porque esta expresión supone juicio y castigo. Por el contrario “vive en la luz y camina en la luz”. “Ustedes hermanos no andan

en tinieblas, de modo que ese día los sorprenderá como hace el ladrón” (1ª Tesalonicenses 5,4). El servidor de Cristo se identifica con Él y camina en “victoria”, atento al tiempo que le toca vivir. En el amor de Jesús, a quien espera, unido a sus hermanos como Iglesia, con quienes invoca, siempre con renovado gozo y fervor: ¡Amén! ¡Ven Señor Jesús! Este tiempo ha de ser vivido en una decidida y valiente vocación misionera por todos los bautizados pues, como miembros del Cuerpo de Cristo, tienen cada uno su lugar y su


función específica en el mismo. Sea que lo hayan descubierto o no, lo cierto es que por el bautismo son miembros del Cuerpo de Cristo, su Iglesia, que es, fue y será evangelizadora y Maestra hasta la venida del Señor. En ella, la Renovación Carismática es un regalo del amor de Dios. No sólo como propia del bautismo sacramental (ver Tito 3,5) sino también, en nuestro tiempo, como una “corriente de gracia”, fruto de la oración de nuestros pastores, quienes en vísperas del Concilio Vaticano II, unidos al Papa Juan XXIII, pidieron al Señor “un nuevo Pentecostés”. El Espíritu Santo está “soplando” suscitando hombres y mujeres que, muchas veces a los ojos de aquellos que mirando desde la óptica de sus tradiciones personales, de las que han hecho su “religión”, resultan incomprensibles, otras, hasta despreciables, llegando inclusive a decir: “¿Qué podrán saber estos? ¿De dónde salieron?” Es un lamentable síntoma de necedad, obrar de esta manera. Así eran también muchos de los fariseos y maestros de la ley en tiempos de Jesús: “ustedes dicen que escudriñan

las Escrituras, porque piensan encontrar en ellas la vida eterna. Las escrituras hablan en mi favor; no obstante, ustedes no quieren venir a mí, con lo cual tendrían vida” (Juan 5,39-40). Lo mismo les ocurrió a nuestros primeros hermanos en la fe, hasta que aquel hombre, Gamaliel, que era de una posición contraria a la Iglesia primitiva, descubrió sabiamente que por ese celo que ejercía de “buena fe” podía estar enfrentando al Dios que él quería servir. El Espíritu Santo nunca se contradice y esto es muy importante saberlo. Dejándonos conducir siempre por Él iremos recibiendo revelaciones en el espíritu que nos irán demostrando que ante todo Él es Dios y que Él no se mueve en nuestros planes, sino que quiere que nosotros caminemos en los suyos. El Espíritu Santo es el viento de Pentecostés que no debemos pretender encasillar en el “aire acondicionado” de nuestros planes o tradiciones humanas, que tal vez nos fueron útiles en algún momento en lo personal pero que de ninguna manera debemos hacer de ellas doctrina, y cuánto menos querer imponérselas a los demás. Con mucho dolor y tristeza hoy vemos a muchos católicos participando en las sectas o practicando en toda clase de religiones filosóficas de oriente. En el panteísmo, nueva era, control mental, yoga o espiritismo, magia, hechicería o brujería, tarot, ocultismo, y toda forma de idolatría, encubierta algunas veces de filosofía o de poderes psíquicos, o de “energía positiva”. Con péndulos, cábalas, talismanes o amuletos tales como pirámides, cuernitos, ojitos, o la tan difundida “cinta roja”, etc., cosas que en algunos casos, en forma de juegos, están hasta el alcance de los niños. A todos estos venenos del maligno muchas veces se los consume por ignorancia de la Palabra de Dios, tal vez porque en la Iglesia habíamos perdido de vista el kerigma. Pero, cuando se va dando testimonios del amor y del poder de Jesucristo, nos pasa como a Pablo en Éfeso: “…Y no pocos de los que habían practicado la magia juntaron sus libros

y los quemaron… calculándose el valor en cincuenta mil monedas de plata…” (Hechos 19.19).


En este tiempo, el Espíritu Santo está golpeando fuertemente el egocentrismo, en particular en los ministros del Señor y en sus servidores, a los que les está pidiendo ser, como nos dice Santiago en su carta, “hacedores” de la Palabra. No contentarnos sólo con oírla sino practicarla. Creciendo en la humildad, sabiduría y discernimiento para echar fuera de nuestra vida toda “falsa realidad” y todo fariseísmo. Quebrantando nuestra alma para que el Señor pueda usar, como siempre lo hizo a aquellos que se humillan y se muestran indigentes delante suyo: “Dios ha elegido a la gente común y despreciada; ha elegido lo que no es para rebajar a

lo que es” (1ª Corintios 1,28). Esto se está manifestando en este tiempo. El Señor se está sirviendo de hombres y mujeres para testificar con poder su Nombre, su salvación, usándolos como canales para la conversión de muchos que vivían en pecado, alejados de los sacramentos (de estos tengo innumerables testimonios). En casos, acercándose a confesar después de cincuenta años, cuarenta años, o como mi propio testimonio, después de treinta y cinco años de no hacerlo. Soy testigo, con gozo y para la Gloria de Jesús, del amor de estos hermanos a Cristo y a su Iglesia, viéndolos misionar y dar testimonio de la obra de Él en sus vidas. Mientras tanto, también se pueden encontrar personas que creyéndose “muy religiosas”, muy devotas, se dedican a observar, desde sus prejuicios o su “sabiduría religiosa”, a éstos que “no saben nada”, que “parecen unos locos” (pero que Dios los está usando para manifestar su gloria) y criticarlos, poniéndoles obstáculos en el camino, murmurando, buscando y hasta inventándoles todos los defectos, como si ellos no tuvieran ninguno. Así también era Saulo de Tarso, “hombre religioso”, incluso al extremo de llegar a matar o colaborar con su acción para que otros lo hicieran. Él mismo, una vez convertido dirá que todo eso lo hacía creyendo que así rendía culto a Dios, porque vivía en la ceguera del legalismo, en una especie de fundamentalismo religioso. Todavía hoy podemos encontrar personas que con “buenas intenciones”, creyendo que sirven a Dios, confían a su manera en la ley, pero frecuentemente pierden de vista o se olvidan del Espíritu. ¡Cuánto sufre el Cuerpo de Cristo por estas cosas, por rivalidades, envidias, celos, que siempre son frutos de la carne de un alma no quebrantada, que aunque crea que está sirviendo a Dios, se está sirviendo a sí misma! Que la Sangre de Jesús nos sane de toda ceguera y nos haga dóciles a la acción sabia y discreta de su Espíritu, que sopla como Él quiere, donde Él quiere, y sobre quien quiere, conduciéndonos a la unidad en la diversidad, en el seno de su Iglesia Santa, como hizo en la vida de aquél, a quien transformó de perseguidor en apóstol y de cuyo “puño y letra” recibimos: “Pero al encontrar a Cristo, todo eso que podía considerar una ventaja, me pareció

sin provecho. Más aún, todo lo tengo por pérdida, en comparación con la gran ventaja de


conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por quién perdí todas las cosas y las considero como basura con tal de ganar a Cristo” (Filipenses 3,7-8).

3 ministerios

Los carismas y los

“Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad. Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman mas que un solo cuerpo, así también Cristo.” 1ª Corintios 12,4-12

L

a Renovación Carismática Católica es una fuerte experiencia de vida en el Espíritu Santo. Siendo Él mismo su “fundador”, se manifiesta entre los fieles, comenzando, se podría decir, desde “abajo”, pero para proyectarse hacia “arriba”. Es, por lo tanto, para

toda la Iglesia, como cualquier manifestación del Espíritu Santo, que siempre es a favor del Cuerpo de Cristo: “Su Iglesia”. Creo, muy humildemente, que en este tema de fieles y jerarquía, clero y laicado, por mucho tiempo se ha producido entre ambos, como una “grieta” que se ha ido agrandando de tal manera que pareciera que aún hoy, visto desde la óptica humana, en no pocos ambientes eclesiales, se da como insalvable; pero gracias a Dios, quien siempre suple todas nuestras necesidades, el Espíritu Santo, nos quiere hacer vivir una renovada experiencia de cuerpo donde cada miembro encuentre su ubicación y su función, en cohesión con todo el resto del cuerpo y


en comunión con la cabeza, por medio de las coyunturas y ligamentos, las arterias y las venas, en perfecta salud y armonía. El Espíritu Santo es Aquel que con su amor y sus carismas, está rellenando esa grieta, y lo seguirá haciendo hasta que toda la Iglesia, en todos los ámbitos, viva esa dimensión concreta de muchos miembros pero un solo cuerpo: “diversidad de dones, pero sólo un Espíritu; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de obras, pero es el mismo Dios, quien obra todo en todos”. Es nuestra humilde experiencia a lo largo de estos años como comunidad de la Renovación. Podemos dar testimonios, para la gloria del Señor, que sacerdotes renovados y hermanitos renovados por la gracia del Espíritu Santo nos descubrimos como “un solo cuerpo”, compartiendo como una gran familia, dialogando y exponiendo con toda libertad todas nuestras emociones y experiencias, con el objetivo de servir mejor al Señor. Para dar solamente un ejemplo, es corriente ver en nuestros seminarios de vida, o de crecimiento, que mientras un hermano servidor está dando una enseñanza, hay algunos de nuestros queridos sacerdotes sentados, como uno más, escuchando. Sí, somos un solo cuerpo cuya cabeza es Cristo; tenemos, por supuesto, distintas funciones, distintos ministerios y distintos carismas, pero un solo Señor, que obra en todos. La Renovación Carismática, como antes dijimos, es una amorosa respuesta del Señor a esa oración de nuestros pastores que, en Vísperas del Vaticano II, pedían para la Iglesia un nuevo Pentecostés. Es, por tanto, una experiencia Pentecostal, como “una nueva efusión del Espíritu Santo”, para renovar a toda la Iglesia. Alguien decía que para explicar qué cosa es algo, es ejemplificador presentar lo que no es. La Renovación no es un movimiento apostólico más, no es un plan de pastoral, no importa cuál sea. No es tampoco una espiritualidad, si entendemos como tales a las hermosas espiritualidades que enriquecen a nuestra amada Iglesia, como por ejemplo: Benedictina, Agustina, Ignaciana, Franciscana, etc. , por citar apenas algunas, sino como ya fue dicho es una corriente de gracia , “un nuevo Pentecostés permanente”. La Palabra de Dios nos dice que “ el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros

corazones por el Espíritu Santo que hemos recibido” . De Él, también son los carismas: “Gracias especiales que nos hacen aptos y prontos para servir”, como nos enseña el Magisterio de la Iglesia. Por lo tanto, cuando recibimos un carisma, recibimos un regalo, un obsequio, un don, una gracia, que nos dota y nos capacita para servir. Esta gracia, o don lo recibimos de parte de Dios. Sólo Dios da carismas, ninguna institución puede darlos, ni siquiera la Iglesia. Pero es muy importante tener bien en claro que


ese carisma que me dio el Señor, tiene que ser confirmado por la Iglesia y se puede ejercer cuando Ella es la que me envía. No a los francotiradores, que son tan peligrosos. Los carismas son dones del Señor para servir, poniéndolos al servicio de toda la comunidad, nunca para “servirse” de ellos. Cuando en nuestras comunidades de Renovación los hermanos reciben lo que conocemos como “Bautismo en el Espíritu Santo”, es porque aceptaron a Jesucristo como Señor Salvador. Comenzando a vivir la “nueva vida” (conversión), es muy común que esta “efusión” se manifieste en carismas que hacen a los que lo reciben “aptos y prontos” para servir (LG, 12). Junto con un carisma se recibe, podríamos decir, una “naturaleza”, pues el que se “siente” movido a funcionar como “profeta”, “salmista”, etc. Todo el ser se ve implicado en esa dirección y nada le apasiona más que servir al Señor en el ministerio al que fue llamado. Ese es su mayor gozo, servir al Cuerpo de Cristo; todo lo que salga de este contexto no es lo enseña la Palabra de Dios. Me refiero concretamente a esto que quiero recalcar: todo don o carisma, ministerio u obra en la Iglesia es para servir a todo el Cuerpo. Estuvimos hablando de don, carisma, ministerio, en singular. Para poder definirlos con mayor claridad pueden ser dones, carismas, ministerios; el Señor puede darnos cinco, dos o uno, como los talentos del Evangelio. Dios en su infinita sabiduría es el que dispone conforme a su plan y su voluntad. De hecho hay personas que sirven al Señor, manifestándose en ellas muchos ministerios o carismas sobrenaturales como los que nos presenta San Pablo en el texto que pusimos de encabezamiento de este capítulo. Todos por el bautismo somos reyes, sacerdotes y profetas. Todo cristiano verdadero es profeta para anunciar, exhortar, consolar y edificar el Cuerpo. Por lo tanto todo creyente verdadero es ministro del Señor, su servidor. La palabra ministro, del griego “diáconos”, significa siervo, sirviente, mayordomo, el que sirve en cosas santas. Por lo tanto todo verdadero cristiano es ministro del Señor para servir, esto es ocupar su lugar en el Cuerpo y funcionar como miembro vivo y sano del mismo. Siervos, “siervos inútiles”: eso somos como ministros del Señor. Somos como guantes en las manos del Señor. Este ejemplo del guante creo que es muy interesante, pues cuando está guardado en un cajón, o caído en el piso, de nada sirve; mas cuando en él es colocada la mano, puede transmitir calor, acariciar, moverse, apretar, sanar, etc. La mano es la que puede hacer todas estas cosas, no el guante, pero al estar dentro de él, el guante es un instrumento. Así también, cada uno de nosotros, somos como guantes en las manos de Jesús. Él quiere usarnos. Por eso es bueno preguntarse: ¿cómo está nuestra vida como servidores? ¿Para qué y para quién hago lo que estoy haciendo? Cuántas cosas se hacen en la Iglesia con espíritu de contienda, por revancha, por rivalidad, por competencia, por sobresalir o por buscar reconocimiento humano u otros


intereses personales; cosas que el Señor nunca dijo que se hagan y aun así los que las hacen creen estar sirviendo grandemente a Dios, cuando en realidad son como “ladrones de gloria”. Con sus actitudes son instrumentos inconscientes del enemigo y, en muchos casos, están usando las armas predilectas del Maligno: rivalidades, discordias, envidias, celos, contiendas, venganzas, etc. Por ello creo firmemente que se puede estar predicando a Jesucristo, pero hacerlo con criterios y actitudes del enemigo. Esto es en desobediencia, por rivalidad, etc. Insisto, se puede estar con Cristo en la doctrina y con Satanás en los principios. Lamentablemente esto es posible. Conocemos por la Escritura, que toda obra verdadera en la Iglesia, la hace el Espíritu Santo; por lo tanto Dios no va a recompensarnos por la obra que estamos haciendo, pues la hace Él. Al Señor no le asombra siquiera lo bueno que podamos estar haciendo, sino que por amor estemos en lo que Él nos mandó hacer. Nuestra recompensa es nuestro mismo llamado a servirle; por ello lo importante es que dejemos hacer a Dios a través de nosotros, ubicándonos con humildad en la Iglesia, buscando siempre la unidad, trabajando para la salud de todo el Cuerpo, recordando que el Señor nos va a recompensar por el carácter de lo que estamos haciendo. Es: “¿por quién lo hago?”, “¿para quién lo hago?”, pues el distintivo del servidor es el amor a Jesús y a sus hermanos. Igualmente todo ministerio tiene que ser confirmado por la Iglesia, en comunión con nuestros pastores: el Obispo, el sacerdote asesor, el responsable, sometiéndonos mutuamente por amor, como lo enseña la Palabra de Dios, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, pues somos un solo Cuerpo y uno es el bautismo. “Uno es el Cuerpo y uno es el Espíritu, pues al ser

llamados por Dios, se dio a todos la misma esperanza. Uno es el Señor, una la fe, uno el bautismo” . (Efesios 4,4-5).

4

Vocación del servidor “De esto son testigos el Sumo Sacerdote y el Consejo de Ancianos. Un día me dieron

cartas para los hermanos de Damasco y yo salí para detener a los cristianos que allí había y traérmelos encadenados a Jerusalén para que fueran castigados. Me dirigí a esa ciudad.


Iba de camino y ya estaba cerca de Damasco cuando, de repente, a eso del mediodía, una gran luz que venía del cielo me envolvió con su resplandor. Caí al suelo y oí una voz que me decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Yo respondí: “¿Quién eres Señor?” Él dijo: “Soy Jesús, el Nazareno, a quién tú persigues” Los que me acompañaban vieron la luz y se atemorizaron pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo dije: “Señor: ¿qué debo hacer?” El Señor me respondió: “Levántate y sigue tu camino a Damasco; allí te dirán lo que debes hacer”. Como me había cegado el resplandor de aquella luz, llegué a Damasco llevado de la mano de mis compañeros. Allá me fue a visitar un tal Ananías. Era un hombre piadoso según la ley, estimado por todos los judíos que vivían allí. Me dijo: “Saulo, hermano mío, recobra la vista”, y yo en ese mismo momento pude verlo. Entonces agregó él: “El Dios de nuestros padres te eligió para que conocieras su Voluntad y vieras al Justo y oyeras su propia Voz. En adelante, tú serás su testigo ante todos los hombres, para decirles cuanto has visto y oído. Y ahora, ¿que esperas? Levántate, bautízate y lava tus pecados invocando su Nombre”. Hechos 22,5-16

E

l encuentro personal con Jesucristo nos lleva a creer en el amor incondicional del Padre. A reconocernos pecadores, pidiendo perdón y aceptando a Jesús Salvador por la fe, viviendo una conversión en nuestra vida. Renaciendo a la vida de la gracia,

entregamos nuestra vida al señorío de Jesucristo que nos da “vida nueva” en el Espíritu Santo y nos lleva a experimentar la salvación, descubriendo con gozo y renovado entusiasmo la vocación recibida en el bautismo. Es allí donde se produce aquello que alguna vez escuché y que fui experimentando en mi propia vida, compartiéndolo con mis hermanos en los distintos seminarios de crecimiento, como lo estoy haciendo ahora: “Jesús que nos da su paz, ya no nos deja en paz”. En mi caso personal, como ocurrió y ocurre con muchos hermanos, me vi envuelto en la obra hasta casi podría decir, si vale la expresión, “sin darme cuenta”, sirviendo al Señor hace ya casi quince años, para la gloria de su Nombre, con todas mis limitaciones, pero con mucha alegría. Dios es el que toma la iniciativa para llamarnos y lo hace de distintas maneras: al sacerdocio, al matrimonio, al celibato, a tiempo completo, una hora a la semana, etc.


Él es el que llama a distintas funciones: apóstol, maestro, profeta, evangelista, salmista, etc. Son distintos los llamados, pero hay un solo bautismo; son distintas las funciones, pero uno es el Espíritu, y uno es el cuerpo, como uno es el Señor. La gracia y la vocación todos la tenemos por el bautismo, para servir al Cuerpo de Cristo. De allí que es importante discernir: ¿Qué es lo que el Señor quiere de mí? ¿Dónde me quiere “colocar” en “el Cuerpo”? y ¿cuál es mi función en el mismo? Lo esencial para el discernimiento es en primer lugar descubrir que las cosas del Señor no se manifiestan a los sentidos, ya que éstos son fácilmente engañados por el enemigo. Los creyentes nos “sentimos del Señor”. Nunca vamos a encontrar a los discípulos de Cristo, decir aquello en la Escritura, sino que como Pablo, por ejemplo, anunciar: “ Yo recibí del Señor”, “me

fue revelado por Él”. Las cosas del Señor se nos revelan en nuestro espíritu renacido por la Sangre de Jesús, en el que mora el Espíritu Santo que nos lleva, si le dejamos, a vivir esa vocación que insisto nunca es inclinación natural ni tampoco es un título. Estos últimos saben ser en la Iglesia a veces muy peligrosos, pues hay casos que quienes los ostentan parecen déspotas o tiranos. Esta vocación es para servir con amor, para la edificación de todo el Cuerpo. El Señor te llama e inunda todo tu ser. Podríamos decir que satura tu espíritu de tal manera que te ves implicado en la obra, y nada en este mundo puede alegrarte más que servir al Señor en ese ministerio que es para ti. Es más: ése en realidad, eres tú. El carisma “brota de ti”, sin ningún esfuerzo, con toda naturalidad, sin fatigarte, pues insisto, “ése eres tú”: maestro, profeta, salmista, predicador, etc. Así también te reconocen tus hermanos, el carisma, tu ministerio, pues esta gracia se nota. Esta vocación es llamado del Señor, por lo tanto es sagrada, pero conlleva una enorme responsabilidad. De ahí para caminar a paso firme y seguro es imprescindible estar sujeto a obediencia, con humildad, en oración, en comunión fraterna, creciendo en la lectura bíblica y en la vida sacramental. Jamás debes salir a ejercer un ministerio, si no vas enviado por los responsables de tu comunidad, en comunión con el asesor, el párroco, el obispo, etc. Recuerda siempre que somos llamados a servir para tal o cual ministerio con la confirmación de la comunidad; a crecer constantemente, a formarnos siempre, pero el envío lo fija el Señor: “Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis testigos” (Hechos 1,8) Nunca trates, si no quieres verte envuelto en serios problemas, de saltar o alterar estos pasos. Sé sabio y prudente; Aquel que te llamó no se contradice. No te va a hacer un llamado, darte la gracia, para olvidarse de ti. Es más: Él todo lo hace sin olvidarse de nadie. No te apures, espera activamente en la oración. Camina siempre en obediencia y no dudes que el Señor camina a tu lado.


Soy consciente de que alguien pueda pensar que exagero, por mi insistencia a estar sujeto a la autoridad. Pero, por Su infinita misericordia, en el tiempo que llevo sirviendo al Señor en el ministerio de la Palabra, puedo testificar lo siguiente: para que un ministerio sea “exitoso”, esto es dar frutos para la Gloria de Dios, es necesario, en primer lugar, que sea dado por el Señor, confirmado por la Iglesia por medio de sus pastores, abierto siempre a crecer y capacitarse y ser enviado en obediencia a ejercerlo, pues sólo obedeciendo, podemos ejercer la autoridad delegada. Basta ver lo que sufre la Iglesia a causa de los desobedientes, que cuando tiene un grado de autoridad, no saben ejercerla. Volviéndose autoritarios, haciendo padecer a todo el Cuerpo. El Apóstol Pablo nos pone el ejemplo del estadio y los atletas en 1 Co.9,24, para mostrarnos cómo debemos recorrer este camino, en pos de la meta, para poder “ alcanzar el

premio y la corona que no se marchita”. Para ello es imprescindible conocer a Dios. Esto es intimar con Él en la oración y en la lectura bíblica. Conocer Su Palabra para saber cómo se “mueve” el Dios al que sirvo. Entender la voluntad de Dios es sumamente importante. Él es el que pone las reglas y yo, para obedecerlas, las debo conocer. Aún cuando el que llama es el Señor. Él no garantiza el éxito en esta empresa, pues hay aquí dos voluntades en cuestión: la voluntad de Dios y mi voluntad. Si yo someto mi voluntad a la de Dios, ahí sí llegará el éxito. ¿Por qué digo esto?, pues porque aunque “nacemos de nuevo” nunca dejamos de ser libre para elegir. Cuando no obedecemos a Dios caemos en pecado. Buscando a veces justificarnos, no nos damos cuenta que nuestro pecado es pecado y se queda con nuestras justificaciones o sin ellas. El único que justifica es el Señor, para ello tengo el Sacramento de la Reconciliación: pido perdón, enderezo mis pasos y retomo el recorrido desde el principio. Hay servidores que después de muchos años de servir en un ministerio cayeron en pecados graves como el adulterio y, una vez arrepentidos, reconciliados con Dios por el Sacramento, pretenden retomar el ministerio allí donde lo habían dejado. Esto no es lo que se desprende de la enseñanza de la carta de Pablo a los Corintios. Hay que volver a comenzar. Sí, y esto no es fácil, pues muchas veces se llega a perder la reputación de tantos años. Peros es así, al menos como nos pide quien pone las reglas: “Castigo mi cuerpo y lo someto, no sea que, después de predicar a los otros, venga a ser

eliminado” (1 Co.9,27). Hay también ministros del Señor, cosa que es muchísimo más grave, sirviendo en situaciones graves de pecado, en una “doble vida”. No, hermanos, de Dios nadie se burla. Es mejor ser sinceros, reconocer cuando hemos fallado y cumplir las reglas que, insisto, no las ponemos nosotros sino el Señor.


Dios es amor y misericordia. Él es quien sana nuestras heridas y nos perdona. Pero es también un Dios justo, que no quiere hipocresía, sino sinceridad y humildad. Continuando con lo que nos presenta la Palabra de Dios, del estadio y los atletas, encontramos en Hebreos 12,1 hermosos ejemplos que nos pueden ayudar a ser más dóciles servidores de Jesús. Se nos invita en primer lugar a que “dejemos toda carga inútil”. Cada uno de nosotros sabemos cuál o cuáles son esas “cargas inútiles”, que nos quitan la libertad o nos debilitan en nuestro camino espiritual. Me ha ocurrido con algún hermano y en alguna medida también en mi propia vida, ya sea por estar en una actividad u ocupado en otras cosas, que aún cuando hacíamos obras en la Iglesia no eran la Voluntad de Dios. Son cargas que no necesariamente son pecados, pero que estorban. Por ejemplo, el que tiene una misión y la cumple pero se cansa o le falta tiempo y llega siempre tarde o falta a su reunión de comunidad. Es la misma persona que no se pierde un solo partido de fútbol por televisión o la novela, o se queda mirando películas por horas y horas. Todos sabemos que mirar televisión, en sí no es pecado (aunque hay cosas que pasan por televisión, que ya no debieran ser vistas por cristianos). Sin embargo, si por estar frente al televisión por horas, dejé de cumplir mi misión, o no tuve tiempo para orar, o para leer, o asistir a misa, mirar televisión me está llevando a pecar. No todo lo que no es pecado me aprovecha, me es útil. Dejemos pues toda carga inútil y, seguramente nos alcanzará e tiempo para cumplir con nuestra misión y hacerlo con excelencia, creciendo en nuestra vida espiritual. También nos exhorta a que “dejemos…en especial las amarras del pecado”. Me viene a la memoria el cuento de aquellos marineros que después de pasar una noche de “copas”, subieron al bote y comenzaron a remar para llegar al barco que estaba anclado cerca de la costa. Era de madrugada, pero todavía noche oscura, y remaron, remaron hasta que amaneció. Cuando ya había salido el sol y se estaban despabilando de tanto alcohol, se miraban unos a otros pues veían el barco a la misma distancia. Cansados, ya sin fuerzas, después de remar por horas lo que requería quince minutos, se dieron cuenta de que estaban en el mismo lugar. No habían avanzado ni un metro. Claro: ¡No habían soltado la amarra! Así obra el pecado en nuestra vida: nos inmoviliza. También vale el ejemplo de la cinta mecánica que se usa en los gimnasios para correr o caminar, sin salir del recinto. Esto que una vez escuché, aplicado a la vida espiritual, me pareció apropiado. Así algunos servidores del Señor están recorriendo el camino de sus ministerios, como sobre una cinta mecánica. Como los deportistas bajan de ella todos sudados, cansados, agotados, mientras el indicador marca tantos kilómetros, a tanta velocidad, pero lo concreto es que están en el mismo lugar.


Algunos creen que es cuestión de correr tan velozmente, que tienen que pasarlos a todos. De ninguna manera. El equilibrio que es a veces lo más difícil de lograr, es lo que tenemos que buscar recorriendo este camino con paciencia, manteniendo un ritmo, que reitero, siempre lo indica el Señor. “Sin prisa y sin pausa”, como dice el dicho aún cuando hay oportunidades en las que el mismo Espíritu Santo puede hacernos detener en nuestro camino ministerial para “reponer fuerzas”, con miras a una nueva etapa que el Señor prepara. Lo importante es siempre poner “nuestros ojos en Jesucristo, que es el autor y consumador de

nuestra fe”. La victoria en esta empres la obtienen aquellos que con perseverancia se esfuerzan por llegar al objetivo. Los que caminan por fe en la Palabra de Dios, cumpliendo Su Voluntad, sirviendo al Señor con alegría sin mirar lo “pequeño” o lo “grande´” de la misión, pues éstos son criterios del mundo. Tratando de cumplir siempre con excelencia la tarea que el Señor les recomendó. Con amor, con fidelidad y con compromiso, porque escucharon al Maestro : “El que

quiera servirme, que me siga. Y donde Yo esté, estará también mi servidor. Si alguien me sirve, mi Padre le dará honor” (Juan 12,26).

5

Caminar en obediencia “Tengan unos con otros las mismas disposiciones que tuvo Cristo Jesús: Él siendo de

condición divina, no reivindicó en los hechos, la igualdad con Dios, sino que se despojó, tomando la condición de servidor, y llegó a ser semejante a los hombres. Más aún: al verlo, se comprobó que era hombre. Se humilló y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte en una cruz. Por eso Dios lo engrandeció, y le dio el Nombre que está por sobre todo nombre, para que ante el Nombre de Jesús, todos se arrodillen en los cielos, en la tierra y entre los muertos. Y toda lengua proclame que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre”. Filipenses 2,5-11


P

ara caminar en obediencia al Señor, es imprescindible haber tenido un encuentro personal con Él y su autoridad. Así como ocurrió en la vida de Pablo, Dios es el que toma siempre la iniciativa, pero el hombre responde a ese llamado y somete su

vida al señorío del Altísimo, caminando por fe en la Palabra de aquel que lo llamó, encontrando así el equilibrio en su vida personal, familiar, comunitaria, etc. Decía San Agustín: “Dame Señor lo que mandas, y manda lo que quieras”. Él expresa esto en el contexto de la continencia, pero es también aplicable en forma amplia a todo llamado del Señor. Nunca el Señor va a llamarte, sin antes “darte lo que te manda”, de ahí que un llamado a servir, cuando es dado por el Señor, jamás puede crearte desequilibrios personales o familiares, sino por el contrario, restaura, fortalece, plenifica tu vida. En ese llamado entramos, por así decirlo, en una alianza con Dios. Es como una sociedad entre el “Poderoso” y el que “nada tiene”. El Señor nos da sus riquezas, haciéndonos partícipes de sus bienes, para que los administremos para el bien de todo su pueblo y para la gloria de su Nombre. Esta alianza es personal, pero es para ser vivida siempre en comunidad. La fe es una libre respuesta del hombre a Dios. Es siempre personal, pero no puede ser vivida en forma aislada, sino en forma comunitaria, en comunión. ¿Por qué es personal? Porque en el tema que estamos compartiendo, tenemos que tener presente que esa alianza el Señor la hace contigo y te encomienda una misión que nadie podrá cumplir por ti. Cada uno de los llamados a servir tiene una misión y la que el Señor te dio a ti, lo cumples tú o no la cumple nadie. Aun cuando sea una misión “pequeña” y haya muchos otros con la misma, recuerda: eres irrepetible a los ojos de Dios. El ministerio, es por lo tanto, intransferible. El ministerio nunca puede enfermarte, angustiarte o crearte problemas. En el caso de ser casado, perjudicar tu matrimonio, o la relación con tus hijos, o lo que fuere. Todo lo contrario. Un ministerio verdadero, plenifica tu vida. Insisto en esto y también en esto otro: no lo puedes transferir. Por eso es importante discernir en un clima de oración, a la luz de la Palabra de Dios, en el seno de la comunidad, donde haya personas idóneas, capaces de guiar, pastorear y asesorar con sabiduría, con su consejo y su confirmación, para que puedas servir con seguridad en aquello para lo que fuiste llamado. Tratando siempre de dejar de lado desde ese primer momento aquello de “yo sentí”, “a mi me gusta” o “yo quería”, etc. Lo dijimos, el Señor “no empieza” por nuestros sentidos, sino que un llamado a servir se discierne en el espíritu renacido, aun cuando, una vez confirmada la misión por los responsables de nuestra comunidad; (en comunión con el sacerdote asesor) , y al ser “enviados” a ejercer nuestro ministerio, todo nuestro ser, incluidos los sentidos, se unen y se mueven en esa misma dirección.


La Palabra de Dios nos dice que “llevamos estos tesoros en vasijas de barro”. Esa vasija antes de ser tal, fue barro en manos del “divino alfarero”, dejándose modelar y formar. Esto es un proceso algunas veces muy duro, porque como el niño va creciendo y descubriendo su responsabilidad frente a la vida, así también es la vida espiritual del servidor que quiere adentrarse en los caminos del Señor. Lo primero que debe hacer es entregarse a la voluntad de Dios, pues siempre habrá áreas de la vida que él quiere transformar, sanar, restaurar, pulir, etc. Muchos son los ministerios que están como estancados o hasta hoy destruyéndose por no tener en cuenta este aspecto; por falta de obediencia a su voluntad, por falta de fidelidad a su Palabra. Es bastante común escuchar, por ejemplo “yo no sigo a ningún hombre, sólo a Dios”. Parece una frase “muy espiritual”, pero en realidad esto significa “Yo hago lo que me da la gana”. Es sin lugar a dudas un espíritu de desobediencia, de rebeldía, que es principio del diablo. Es muy lamentable observar que algunas comunidades dentro de la Iglesia se mueven de una manera autosuficiente, como si fueran islas, donde sus responsables se han erigido en una especie de “señores feudales”, en una actitud autoritaria, convencidos seguramente que están sirviendo “grandemente” a Dios. Nada más antievangélico pues todos sabemos, aunque no siempre lo practicamos, que es clave para que una comunidad crezca, que cada uno de sus miembros, sin excepción, camine en obediencia, fidelidad, sumisión, perseverancia, capacitación y quebrantamiento, elemento básicos e institucionales para un ministerio fructífero. Nuestro Dios es un Dios de principios y el que libremente decide seguirlo, no debe, si quiere evitarse problemas, quebrantar esos principios. “No traicionaremos en las tinieblas, lo

que hemos aceptado a plena luz del día…” nos dice el Papa Juan Pablo II a los servidores de la Iglesia. Estamos en ella para servir, no para ser servidos, y el que sirve no hace lo que él quiere sino lo que se le mandó hacer. Quien esto no lo entienda, todavía no ha descubierto su vocación de servidor del Señor. No son pocos los que están en esta situación y creen estar sirviendo al Señor. Pero en realidad se están sirviendo a ellos mismos. Sus ministerios no crecen, se han quedado encerrados en su autosuficiencia, en lo que ellos creen, en lo que ellos saben; en algunos casos, si vale la expresión, hasta “engordando” porque tienen quince o veinte hermanos en su “grupo” de oración o “comunidad”, como “aburridos”. Pero ellos no necesitan conocer nada más y como no crecen, no pueden “hacer crecer”. Su “yo” se ha transformado en un “impermeable” sobre sus vidas, y lo que es aún peor, sobre la vida de sus hermanos, impidiéndoles mojarse con la “bendita lluvia” del Espíritu Santo. Este egocentrismo se disfraza algunas veces, en determinadas personas “religiosas”. Son aquellos que podemos encontrar repartiendo cuanta devoción se conozca, o aquellos que te pueden reprender severamente si te equivocas en una coma de un rezo o jaculatoria; o bien


los conocidos como “cazadores de santuarios”. También en algunos casos son aquellos que teniendo un ministerio de autoridad parroquial o diocesana “lastiman” al cuerpo de Cristo. Lo digo con una mezcla de tristeza y asombro, pero con mucho respeto. Como ocurre, a veces, cuando desautorizan a toda una experiencia de vida en el Espíritu Santo, como es la Renovación Carismática Católica, que aun con sus “riesgos”, como se la señala y como puede ocurrir en todo lugar donde la vida es fecunda, ha mostrado sus frutos para la gloria de Dios y, con su gracia, seguramente, lo seguirá haciendo, cada día con renovada alegría y fervor, en el seno de la Santa Iglesia Católica, bajo la bendición de María Santísima, Nuestra Madre. Toda auténtica devoción, es siempre fruto del encuentro con Jesucristo, Señor y Salvador. Él es el Señor de todos los santos. El Señor de tu vida y la mía. Los santos lo fueron por Él. Sin Jesús, no hay santidad, no habría santos. Ellos, junto a María, nuestra Madre, como la Reina y Señora de todo lo creado, fueron santos porque dejaron que Dios quebrantara su autosuficiencia, su egocentrismo, su “yo”. Se humillaron y dejaron a Dios hacer. La Virgen nos dice: “El señor hizo en mí grandes cosas, su nombre es santo”. Ella, la concebida sin pecado original, dejó a Dios obrar en su vida. Los santos fueron tales, porque se entregaron al plan de Dios. Podríamos decir que “no hicieron nada” y a la vez “lo hicieron todo”. Lo que tú y yo debemos hacer, esto es, dejar que Dios haga en nuestras vidas lo que Él quiera hacer. En lo personal, soy de aquellos que les gusta leer, estudiar, conocer la vida de los santos porque en ese “mosaico” de carismas, en esa diversidad maravillosa, encontramos hermosos caminos que convergen en ese punto común de la gracia y que siempre nos llevará a amor al que ellos amaron: ¡Jesucristo, el Señor! La Iglesia Católica como madre y maestra tiene incalculables riquezas que sin duda debemos aprovechar para crecer, en nuestra vida espiritual, bajo el manto de María, la Virgen de Caná que nos dice como madre: “Hagan todo lo que él (Jesús) les diga”. Esto es, creo sin temor a equivocarme, la más hermosa manera de honrar a María, obedeciéndole y siguiendo su ejemplo de fidelidad y entrega al Señor. Rogándole que interceda por nosotros para que podamos hacerlo. Sí, el Señor quiere usarnos, pero antes quiere prepararnos para ello. Cuántas veces, esto que “todos sabemos”, cuesta en la Iglesia tantos “dolores de cabeza”. La impaciencia, en particular de aquellos recién “nacidos de nuevo”, hace que se comporten en ocasiones como cristianos que en lugar de ser fervientes, como alguien decía, son más parecidos a esas sales digestivas que se echan en un vaso de agua y pasado unos segundos desaparece esa efervescencia. El servidor que quiere ser usado por el Señor no tiene que dejarse arrastrar por ese apuro, que casi siempre es mal consejero, sino por el contrario debe ser paciente, consistente, perseverante, pues el verdadero fervor no tiene que ver con efervescencia, sino con esa


maravillosa virtud: “La paciencia todo lo alcanza” (Santa Teresa de Jesús). La paciencia es un bendito camino de obediencia a la voluntad de Dios que, como sabemos, quiere usarnos pero antes quiere prepararnos para que seamos buenos servidores suyos. Este proceso se lo conoce también como “quebrantamiento”. ¿Qué querrá decir? Precisamente quebrantar nuestro “yo”, nuestro ego, nuestra autosuficiencia, criterios humanos, nuestra lógica, pareceres, caprichos, etc. Según la Escritura, el hombre es un ser que tiene espíritu, alma y cuerpo “…Guárdense sin mancha en su espíritu, su alma y cuerpo…” (1ª Tesalonicenses 5,23). Cuando nacemos de nuevo, la sangre de Cristo lava nuestro espíritu corrompido por el pecado, lo purifica y santifica. El Espíritu Santo viene a morar en nuestro espíritu, lavado con la sangre de Cristo. Podríamos decir que desde ese momento nuestro espíritu se está santificando, porque habita en él el Espíritu Santo; más aún, así nuestra alma está en proceso de santificación hasta el último día de nuestra vida en este mundo. Allí el alma, donde está la mente, la razón, la inteligencia, la memoria, el carácter, la personalidad, la voluntad, etc., es donde el Señor quiere “trabajar”, si le dejamos hacerlo, con nuestro quebrantamiento. No es que se pueda separar entre espíritu y alma, pues el hombre es “un ser”, pero aquí lo estamos haciendo para dar una aproximación de lo que es el quebrantamiento. Dice el Señor: “Esforcémonos, pues, para entrar

en ese descanso, y nadie conozca la suerte de los desobedientes de los que hablamos. En efecto, la Palabra de Dios es viva y eficaz, mas penetrante que espada de doble filo. Penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, sondeando los huesos y los tuétanos para probar los deseos y los pensamientos mas íntimos. Toda criatura es transparente ante ella; todo queda desnudo y al descubierto a los ojos de Aquél al que debemos dar cuentas”. (Hebreos 4,11-13) Lo concreto es que el hombre es “imagen y semejanza” de Dios, su Creador. Esto lo sabemos por la Palabra de Dios, que también nos va a insistir en la transformación de nuestra mente, que aunque “nacidos de nuevo”, todavía está “cargada” como un disco de computadora con los criterios del mundo. Es ella, la Palabra de Dios, la que es “viva y eficaz”, que irá vaciando nuestra mente de lo que no es agradable a sus ojos, para llenarlo con su poder, que hace nuevas todas las cosas. “Transfórmense por la renovación de su

mente. Así sabrán cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada…” (Romanos 12,2). Podríamos decir entonces, que la sangre de Cristo santifica nuestro espíritu; la Palabra de Dios cuando nos entregamos a su voluntad en un proceso continuo (quebrantamiento), santifica nuestra alma y el Espíritu Santo santificará nuestro cuerpo. “Porque

es necesario que nuestro ser mortal y corruptible se revista de la vida que no sabe de muerte, ni de corrupción” (1ª Corintios 15,53).


Por consiguiente es nuestra alma la que necesita ser tratada por el Señor, por su Palabra. Pues es en nuestra alma donde se desarrollan las luchas, ya que hay áreas, que aunque seamos cristianos “nacidos de nuevo” y hasta ministros del Señor, que pretenden permanecer independientes de Dios. Es el “hombre natural”, del que nos habla San Pablo, que no es referencia sólo para el que no vive en Cristo, sino también para cada uno de nosotros que podemos tener en nuestra vida esas áreas que el Señor quiere “tratar ” directamente, si le dejamos y obedecemos su Palabra, pues en ese libre albedrío, ¿cuántas veces elegimos lo inconveniente? Aun siendo servidores, pues aunque tales, no dejamos de ser entes morales libres. Este es el verdadero camino de conversión (metanóia, en griego). Es un proceso continuo, gradual y progresivo cuando por convicción escuchamos las Palabra de Dios, nos entregamos y caminamos por fe en ella. Lo que hace espiritual a un hombre no es conocer la Biblia de memoria, ni lo mucho que sabe de Dios o su gran conocimiento de teología, sino cuanto de la Palabra de Dios que conoce, por medio del quebrantamiento, por haberla practicado, ha transformado su vida. Un ejemplo claro de esto que decimos es San Agustín, hombre docto, erudito en toda clase de ciencia, filosofía y retórica. Penetró, como él mismo dirá después, en esa búsqueda equivocada en las sectas, en los conocimientos “de” Dios. Mas cuando conoce “a” Dios y recibe en su corazón la gracia y el poder del Espíritu de Jesús Resucitado, exclama: “Tú Señor nos hiciste para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. Quebrantamiento es “aceptar perderlo todo…por ganar a Cristo”, como san Pablo. Es pasar por loco a los ojos del mundo como San Francisco de Asís. Es perder todo prestigio, fama, reconocimiento humano, “aborreciendo” nuestra independencia de Dios, exclamando con el corazón: “Ten misericordia de mí Señor”. Es recostarse en el pecho de Jesús, como Juan el Bautista, “desprendidos de todo privilegio o comodidad”, en fin, es ser como María, esclavos de la Palabra de Dios. Como ella, recibir la Palabra, creerla, dejar que se haga “carne” espiritualmente en nuestra vida, para “darla así a luz” a los que no la conocen todavía. Esto puede resultar para alguno como una tarea titánica, llegando incluso a desanimarlo. Pero no es así. Precisamente es todo lo contrario, pues lo único que tenemos que hacer es entregarnos a la acción discreta, sencilla pero poderosa, del Espíritu Santo. Debemos confiar en la Palabra de Dios, creyéndola y obrando en consecuencia, recordando que tu fe, mi fe, jamás va a ser mayor de lo que has creído y practicado de la Palabra de Dios. Esa es la fe verdadera, no la supuesta religión que el hombre diga practicar. Reitero, la fe verdadera es cuánto de esa Palabra que yo digo creer, está santificando mi vida. Lo otro es “falsa religión”.

“Tú, hombre de Dios, huye de todo eso. Procura ser religioso y justo. Vive con fe y amor,


constancia y verdad. Da el buen combate de la fe, conquista la vida eterna…” (1ª Timoteo 6,1112). El modelo más maravilloso para nuestra vida de servidores es el de nuestro Divino Maestro y Señor, que siendo Dios se hizo hombre, igual a nosotros en todo excepto en el pecado. Él no tenía pecado. Sin embargo se humilló hasta el extremo: “siendo Dios tomó la

condición de siervo, se humilló, se hizo obediente hasta la muerte en una cruz”. Este es el más hermoso ejemplo para tu vida de servidor, y para la mía. “Danos Señor la gracia de imitarte con el corazón, enséñanos a cargar la cruz con paciencia, siendo dóciles y obedientes a tu santa voluntad, muriendo a todo egocentrismo y autosuficiencia, para vivir como verdaderos discípulos tuyos y servirte como tú mereces.” Amén.

6

Edificar el cuerpo “Mantengan entre ustedes, lazos de paz y permanezcan en el mismo espíritu. Uno es

el Cuerpo y uno es el Espíritu, pues, al ser llamados por Dios, se dio a todos la misma esperanza. Uno es el Señor, una la fe y uno el bautismo.


Uno es Dios, el Padre de todos, que está por encima de todos, y que actúa por todos y está en todos. Pero a cada uno de nosotros, se nos repartió la gracia divina, a la medida de Cristo. Por eso se dijo: subió a las alturas, llevó cautivos y dio sus dones a los hombres. Subió. ¿Qué quiere decir, sino que había bajado con los muertos al mundo inferior? Él mismo bajó, subió después por encima de todos los cielos, para llenarlo todo. Así pues, Cristo es quien dio a unos el ser apóstoles, a otros, ser profetas, o aun evangelistas, o bien pastores y maestros. Así preparó a los suyos para los trabajos del ministerio en vista a la construcción del Cuerpo de Cristo. Hasta que todos nos juntemos en la misma fe y el mismo conocimiento del Hijo de Dios, llegando a ser el Hombre perfecto, con esa madurez adulta que hará de nosotros la plenitud de Cristo. Entonces no seremos ya niños a los que mueve cualquier oleaje o cualquier viento de doctrina, y a quienes los hombres astutos pueden engañar para arrastrarlos al error. Más bien con un amor auténtico, creceremos de todas maneras hacia Aquel que es la Cabeza, Cristo. Él da organización y cohesión al cuerpo entero, por medio de una red de articulaciones, que son los miembros, cada uno con su actividad propia para que el Cuerpo crezca y se construya a sí mismo en el amor”. Efesios 4,3-16

L

a misión primordial del servidor es trabajar en la construcción del Cuerpo de Cristo, su Iglesia; llevando a la madurez, siendo instrumento de paz y unidad, en el amor y en la verdad. Es interesante y muy revelador examinar a la luz de la

Palabra de Dios, de Pablo a los Corintios (1ª Corintios 3,10-15), ¿cómo estamos construyendo, con qué “material”? Qué triste sería que después de habernos esforzado tanto, creyendo que estábamos construyendo con oro y plata, toda esa obra fuera quemada, por ser de caña o paja… “El fuego probará la obra de cada cual…”. Por eso no importa cuán grande pueda ser el ministerio que nos confió el Señor, si en realidad lo que estoy haciendo es lo que el Señor me mandó hacer. En aquél día, lamentablemente según la Escritura, habrá cristianos, servidores, ministros del Señor que verán cómo toda esa obra que llevó años construir, será quemada. Pero fueron obras del voluntarismo humano, hasta altruistas; pero que Dios nunca quiso, nunca dijo, nunca mandó hacer. Las cosas que impresionan a los ojos de los hombres, no “impresionan” a Dios; a Él en realidad, lo único que le “impresiona” es un corazón humillado.


“Misericordia de mí, Señor, en tu bondad… Un corazón contrito te presento, no desdeñas un alma destrozada” (Salmo 51,3-9). Dios nos llama desde esa dolorosa realidad nuestra, (el pecado), pero redimida por la Sangre de Jesús, por ello también victoriosa en Cristo, a extender su Reino en medio de los hombres, edificando así, su Cuerpo. Por tanto mientras exista la Iglesia existirán los carismas, los ministerios y las operaciones u obras. Es sorprendentemente curioso cómo se niega, a veces, a tal o cual carisma, como que fuera cosa del pasado, de otro tiempo, o se crean confusiones con respecto a los ministerios en la Iglesia. Esto responde, creo, humildemente, a una catequesis equivocada en su aplicación, a un desconocimiento de la Palabra de Dios y del Magisterio de la Iglesia. En ocasiones tienen su origen en una actitud de legalismo que en algunos ha llegado a “enceguecerlos”, de tal manera que “ven” como extraordinario lo que es ordinario; como asombroso y escandaloso para ellos, lo que es normal y corriente. Paso a explicar. Lo extraordinario no es que el bautizado esté ocupado de acuerdo a su carisma sirviendo a la Iglesia. Lo escandaloso de ninguna manera es que de acuerdo al don el bautizado, confirmado y enviado por la Iglesia, sirva en los distintos ministerios que le competen, como lo normal y lo ordinario. ¿No es acaso el bautismo el que me hace Cuerpo de Cristo? ¿Y cómo puede un miembro, sin estar enfermo o atrofiado, desentenderse del Cuerpo? Esto tendría que asombrarnos, y hasta escandalizarnos, al ver con dolor a tantos bautizados como miembros sin vida del Cuerpo. Dios llama de distintas maneras, para ocupar distintos lugares en el Cuerpo. Nos da distintas funciones, pero el Cuerpo es uno. En nuestra querida Renovación Carismática, los servidores según el carisma cumplen en el ministerio al que fueron llamados: evangelización, catequesis, enseñanza, intercesión, asistencia, salmista, etc. Siempre enviados por su comunidad, en comunión con la comunidad parroquial, diocesana, universal. La prueba de la autenticidad de un ministerio es cuando éste está sujeto a la Iglesia. Ese es un ministerio genuino, de lo contrario es falso, por más cosas que pueda hacer, hasta “milagros”: si está por cuenta propia, es falso. La Iglesia es un Cuerpo, y tú y yo somos miembros, y para estar sanos y tener vida tenemos que estar unidos al Cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Nunca deberíamos perder de vista que, lo que nos hace Iglesia, no es la función ministerial. Es en el bautismo donde recibimos la gracia que nos hace miembros del Cuerpo de Cristo y a partir de allí recibimos los otros sacramentos, en orden al llamado o vocación: sacerdocio, matrimonio, etc. Y recibimos carismas “a la medida de Cristo” (Efesios 4,7) para servir en el ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo. El cuerpo, estando sano: se cuida, se alimenta, se protege, se cubre, nunca se agrede o autodestruye; así también es la Iglesia. En cada comunidad cristiana para que esté


sana y llena de vida, cada miembro tiene que ser vital, sano, activo y ocupar su lugar y cumplir su función en cohesión con todo el Cuerpo. Para ello puso Dios ministros en su Iglesia, para edificar y llevar a la madurez, “Hasta que todos nos juntemos en la misma fe y el mismo

conocimiento del Hijo de Dios, llegando a ser el Hombre perfecto, con esa madurez adulta que hará por nosotros la plenitud del Cristo” (Efesios 4,13). Este es el principal propósito de los ministerios de la Iglesia. Aspiremos, entonces, a los carismas como nos enseña la Palabra de Dios, para servir con humildad en bien de todo el Cuerpo, teniendo presente que generalmente el Señor no empieza nuestra vida de servidores con “grandes cosas”, sino con “pequeñas”, para luego según su plan y su voluntad “promovernos”: “al que me es fiel en lo poco se le dará…” Los ministerios pueden ser “promovidos”, como por ejemplo en la vida de Pablo, que más adelante ampliaremos. La Iglesia no es uniformidad, sino unidad en la diversidad. Hay diversidad de dones o carismas, diversidad de ministerios y diversidad de operaciones, pero uno es el Señor; por lo tanto es bueno, no olvidar que siempre el trato de Dios contigo, es personal, pues Él, que quiere usarnos a todos, no se sirve de todos de la misma manera. Por lo tanto es imprescindible tener la amplitud en el entendimiento, de que el Espíritu Santo se “mueve” más allá de toda lógica humana. A Él nadie le dice cómo hacer las cosas, pues Él es Dios. De ahí, que para poder trabajar en esta diversidad, tenemos que tener la mente de Cristo, para no juzgar por las apariencias, quitando de nuestro corazones, todo espíritu de contienda, no viendo como adversarios a los que no se mueven en nuestra relación o trato con Dios. Ser amplios, con la amplitud de la sabiduría, para no hacerle a otros hermanos, lo que pudo habernos tocado padecer a causa de esa falta de amplitud y por ende de sabiduría, dejando que sea el Señor el que juzgue. Teniendo como grabado en nuestro corazón, que el centro de toda comunidad cristiana es Cristo y el cuerpo ministerial, viviendo siempre en el amor, en la unidad, siendo canales de bendición y de paz para nuestros hermanos, respetando el carisma que el Señor puso en cada uno, para proyectar así, esa “vida en abundancia” a todos los ámbitos eclesiales. En toda comunidad viva, tienen que manifestarse los carismas, ministerios y operaciones en equilibrio, en armonía, en orden y para edificación. La Palabra de Dios nos dice con referencia a los ministerios llamados “mayores”: “Así pues, Cristo es quien dio a unos el ser

apóstoles, a otros, profetas, o aún, evangelistas o bien pastores y maestros” (Efesios 4,11). Quiero aclarar para evitar confusiones, que cuando hablamos de maestro o pastor, la referencia es a aquellos que en las comunidades de la Renovación, tienen la misión del liderazgo o el ministerio de la autoridad y el ministerio de la enseñanza o catequesis y que de ninguna manera esto se contrapone con el ministerio de pastor y maestro del obispo o con el


del párroco o sacerdote asesor, con quienes compartimos como colaboradores y a cuya autoridad nos sometemos con respeto, tratando siempre, por amor a Cristo, de servir al Cuerpo con fidelidad. En nuestros grupos de oración y comunidades renovadas, es llamado a veces el servidor que guía la comunidad, el responsable o aquel que coordina o aconseja con el nombre de “pastor”, pues ésta es una función en la comunidad. Trabaja fundamentalmente, aconsejando, ayudando a encontrar el crecimiento en la vida espiritual, compartiendo preocupaciones, alegrías, orando con el hermano, sirviendo con amor; siendo sus mismos hermanos quienes lo reconocen como “pastorcito”, pues ésa es la función que cumple en el Cuerpo, con la gracia del Señor, tratando de formar para que a su vez esos hermanos, puedan formar a otros hermanos. Aquí no hay malos entendidos, ni desviaciones o confusiones, pues los hermanos que reconocen a éste como “pastor”, tienen bien en claro que este ministerio no suplanta, no reemplaza ni se contrapone al ministerio del sacerdote o del obispo, pues como cuantas veces ocurre, en algunos ámbitos, se confunde el respeto, como Dios manda, a la autoridad, (con protocolo o diplomacia), que muchas veces encierran actitudes meramente formales, no sinceras. Con este tema del “pastor” o “pastoreo”, no son pocos los que se escandalizan, como antes se dijo: lo “normal” pareciera lo asombroso. Son en algunos casos los mismos que hablan del apostolado o de cumplir el apostolado. Si alguien en la Iglesia cumple un apostolado, está funcionando como apóstol y el ministerio del apóstol, según la Escritura es aquel que comprende los otros ministerios: maestro – pastor – profeta – predicador del Evangelio. La pregunta sería entonces, para este caso: ¿Cómo puede alguien no ser pastor o maestro y sí ser apóstol? Por el bautismo somos “reyes”, “sacerdotes” y “profetas”, podemos ser en la Iglesia “apóstoles”, pero si decimos “pastores” esto escandaliza. Creo humildemente, que esto es por ignorancia de la Palabra de Dios, por desconocimiento o interpretaciones fundadas en los propios prejuicios, en preconceptos, pues como sabemos inclusive cuando la Escritura habla de “obispo” (1ª Timoteo 3,1), hace referencia al que en esa época era el responsable de una comunidad cristiana, siendo para ese tiempo, aparentemente por los exegetas, la función del obispo como la conocemos hoy en la Iglesia, ejercida por los apóstoles. En fin, creo, insisto, muy humildemente en la importancia de una catequesis que a la luz de la Palabra de Dios, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia, ubique cada cosa en su justo lugar, para evitar las “cuestiones de semántica” que han llevado a discusiones estériles, al desconocimiento o al conocimiento erróneo, en algunos casos en interminables discusiones en cuestiones de “forma”. Mientras la terrible realidad, por otro lado nos muestra a miles y miles de católicos emigrando a


las sectas. Todos necesitamos crecer, ser guiados, corregidos, pero siempre con amor, en búsqueda de la verdad, en bien de todo el Cuerpo de Cristo, su Iglesia. Quiero aquí dar testimonio, para la gloria del Señor, de tantos hermanitos que hoy están sirviendo en nuestra comunidad y en otras comunidades, como fruto del amor de Jesús, manifestando en ese “pastoreo” de quienes tenemos la misión de ejercerlo, con humildad y siempre en obediencia. Este tipo de cosas, prefieren omitirse, pero las quise expresar, desde nuestra humilde experiencia, pues estoy convencido que un signo concreto de ser cristiano es decir la verdad, con amor y respeto, como un hijo le habla a su padre. Hecha esta aclaración, quisiera muy sintéticamente, presentar las distintas funciones de estos ministerios recordando una vez más, que aun cuando se hable de ellos por separado, para poder definirlos mejor, el Señor en su infinita sabiduría puede dar más de uno o hasta todos juntos. Encontramos en Efesios 4,11: “a unos, el ser apóstoles…”. La palabra apóstol, como sabemos, significa “enviado”. Presupone el ministerio del apóstol, los otros ministerios. El más claro ejemplo es el apóstol Pablo: era un discípulo que daba “testimonio”, después “oró en lenguas”, “obró milagros” en el Nombre de Jesús, “predicaba el Evangelio”, “fue contado, entre los profetas y maestros en Antioquia” y por fin fue “enviado como apóstol, junto a Bernabé”, siguiendo el Libro de los Hechos. Suelen manifestarse en este ministerio los dones espirituales de 1ª Corintios 12,7-11. Su función es: supervisar, dirigir, controlar, inspeccionar, fundar Iglesias locales, presidir. Son los que tienen el servicio de la autoridad, autoridad delegada.

“…A otros ser profetas…”. El profeta es canal del Espíritu Santo, para edificar, exhortar, consolar. Enseña la Palabra, ora por los enfermos. Él es la “voz”, Jesús es la Palabra. El profeta es el vehículo por el que la Palabra llega al corazón del que la escucha. Su vida ha de ser “profecía”: él mismo es “señal”. Es humilde y valiente, no transige, no se acomoda, no anda buscando lugares o puestos. Suelen manifestársele dones de sabiduría, profecía, palabra de conocimiento, etc. (1ª Corintios 12,7-11). El profeta hace más que profetizar, es en la comunidad instrumento de unidad.

“…O aun evangelistas…”. Es el kerigma. Pone los cimientos. Su ministerio es parcial, pero fundamental. Trae avivamiento a la Iglesia. Es testigo de Jesús Resucitado. Su tema favorito es la Salvación. Es generalmente itinerante, enviado por su comunidad. Actúa inspirado en la Palabra e inspira a actuar en ella. Lleva al encuentro personal con Jesucristo. Suele manifestársele el carisma de sanidad, de palabra de conocimiento y de sabiduría (1ª Corintios 12,7-11). Anuncia la Salvación, es testigo con su misma vida.

“…O bien pastores…”. Pastorea a las “ovejas”, es seguido por el “rebaño”, aconseja, orienta, forma servidores. Sabe ser como un padre, hermano, amigo, confidente, compañero. Sirve con la Palabra a la comunidad. Crece localmente. Profundiza la Palabra y ora perseverantemente. Es paciente, sufrido, misericordioso. El pastoreo no es para él una carga,


sino que lo ejerce con gozo. Suele manifestársele el carisma de sanidad, de discernimiento de espíritus, de sabiduría y de conocimiento (1ª Corintios 12,7-11) Son dentro de las comunidades, dirigentes o administradores.

“…Y maestros…” . Es el que edifica sobre los cimientos que puso el Evangelista. El Evangelista te inspira a actuar en la Palabra, el Maestro te dice cómo hacerlo. Desarrolla la enseñanza. Explica profundidades de la Palabra con sencillez. Destruye falsas doctrinas. Conoce las Escrituras. Discierne las profecías. Dios le revela. Capacita a caminar más fuertemente en el Señor, guiando siempre al crecimiento en la fe, en la sana doctrina. Suele manifestársele los carismas o dones de 1ª Corintios 12,7-11, dándoselos juntos, como en el ministerio del Apóstol. El maestro forma, llevando al crecimiento en la vida cristiana. Todo esto es un pantallazo, pues habría mucho para agregar, pero lo importante es que tengamos en claro, que son gracias especiales que Dios da, con el propósito de servir a todo el Cuerpo, para su edificación, poniéndolos al servicio de la comunidad, discernidos siempre por sus pastores, bajo su guía, asesoría y dirección. En obediencia, sujetos inclusive a la corrección, cuando sea necesario; teniendo presente que: el ejercicio incorrecto de un carisma, no se corrige con el desuso, sino con el uso correcto. Caminemos entonces, de la mano del Señor, como humildes servidores en pos de ese maravilloso ideal: “Edificar el Cuerpo de Cristo… cada uno con su actividad propia para

que el Cuerpo crezca y se construya a sí mismo en el amor” (Efesios 4,16).


7 fe

El combate de la

“Por lo demás háganse robustos en el Señor con su energía y su fuerza. Pónganse la armadura de Dios, para poder resistir las maniobras del diablo. Porque nuestra lucha no es contra fuerzas humanas, sino contra los gobernantes y autoridades que dirigen este mundo y sus fuerzas oscuras. Nos enfrentamos con los espíritus y las fuerzas sobrenaturales del mal. Por eso pónganse la armadura de Dios, para que en el día malo puedan resistir y mantenerse en la fila, valiéndose de todas sus armas. Tomen la Verdad como cinturón, la justicia como coraza, y como calzado el celo por propagar el Evangelio de la paz. Tengan siempre en la mano el escudo de la fe, así podrán atajar las flechas incendiarias del demonio. Por último usen el casco de la salvación y la espada del Espíritu, o sea, la Palabra de Dios. Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el Espíritu. Velen en común y prosigan sus oraciones sin desanimarse nunca, intercediendo a favor de todos los hermanos. Rueguen también por mí, para que, cuando hable, se me den palabras para anunciar valientemente el Misterio del Evangelio; que Dios me dé fortaleza para hablar como tengo que hacerlo”. Efesios 6,10-20

U

No de los grandes problemas que padecemos como creyentes, es el problema de la identidad. ¿Qué quiero decir con esto? Ser cristianos es vivir identificados con Cristo. Es caminar por este mundo como caminó Jesús: en “victoria”. “Yo he vencido al

mundo…” (Juan 16,33). Consecuentemente, todo cristiano, todo verdadero creyente por la fe en Jesucristo, en el poder del Espíritu Santo, tiene autoridad sobre toda obra del maligno, sobre todo poder de las tinieblas. La cuestión es estar convencido de esto. Una vez escuché que los cristianos logramos la conversión, “al nacer de nuevo”, pero lo que necesitamos es convicción, para que


esa conversión,

nos haga alcanzar lo que queremos: la santidad. Sin esa convicción, nos

“estancamos” en nuestra conversión. No creemos en nuestra vida cristiana. Así están muchos hermanos nuestros por desconocimiento de lo que la Palabra de Dios dice acerca de lo que “soy” y de lo que “tengo” como cristiano. Los creyentes tenemos que redescubrir nuestras armas espirituales, nuestra autoridad, nuestra ofensiva como soldados de Cristo, descubrir los principios básicos y fundamentales para conocer: cómo actúa el enemigo, cuál es su carácter, su estrategia, sus ardides y limitaciones. Esto no quiere decir que tenemos que combatir contra el enemigo, pues Cristo ya lo venció. El diablo es un ser espiritualmente vencido, derrotado, sumamente limitado y el creyente verdadero tiene en el Nombre de Jesucristo, victoria sobre él. Esto lo enseña la Palabra de Dios: “Y estas señales acompañarán a los que crean: en mi Nombre echarán a los

espíritus malos…” (Marcos 16,17). “Los que crean”. Ésta es, por decirlo así, la clave. Lo que a veces ocurre es que al no creer, nos pasa lo que al panadero español del cuento del capítulo primero. Como él, nos privamos de todos esos “beneficios del cielo” que para nosotros están disponibles en el Nombre de Jesucristo, Nuestro Señor. Caminemos entonces, en la autoridad que Jesús nos dio, alabando al Señor, declarando por fe en la Palabra de Dios “victoria” en su Nombre, e ignoremos al enemigo.

“Ningún arma que hayan forjado contra mí resultará, y harás callar a cualquiera que te acuse ante el juez. Este es el premio para los servidores de Yahvé, por las victorias que obtendrán con mi ayuda, dice Yahvé”. (Isaías 54,17). Están en la Iglesia, aquellos que niegan la existencia del diablo, de los demonios y por ende, de sus obras, apartándose de la enseñanza bíblica y del Magisterio de la Iglesia, como decía Pablo VI, en esa esclarecedora catequesis, donde expresaba que no es “algo”, refiriéndose al maligno, sino “alguien”, concreto, espiritual, pervertidor y perverso; pero están también aquellos que se mueven, como siempre pendientes del diablo. De los primeros no creo necesario seguir ahondando, al menos aquí, pues es claro en la Palabra de Dios y en el Magisterio de la Iglesia, como el diablo existe y existen los demonios, aun cuando en algunos casos se atribuyen al diablo enfermedades, que como todos sabemos tienen origen

en

problemas físicos o neurológicos, etc. Por otra parte, están los que “imaginan” al diablo en todas las cosas que les suceden y esto también es por desconocimiento de la Palabra de Dios o por una catequesis equivocada. El que alaba a Dios en nosotros es el Espíritu Santo y Él ignora al enemigo, pues Él es Dios y el enemigo nada puede contra Dios, nada tiene en Él. Así también tenemos que hacer nosotros: caminar por el mundo, como Jesús, con su misma autoridad y poder, pues “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”


Esta es nuestra identidad cristiana. En Cristo tenemos victoria, pues Él “ya” venció al enemigo; por lo tanto nosotros no tenemos que combatir con él. El combate en el que estamos inmersos, es el combate de nuestra fe. Esta es la cuestión: ¿Creo realmente, que en Cristo tengo autoridad sobre el maligno? Esta es la verdadera batalla que tenemos que librar, “la batalla de nuestra fe”. El tema es ¿cuánto de esa Palabra, que yo digo conocer, practico concretamente en mi vida? Antes se dijo que la fe nunca va a superar, en el creyente, lo que éste ha creído, esto es: la práctica de la Palabra de Dios. Todos sabemos que la “fe infusa”, la recibimos como gracias pero tenemos que ejercitarla, hacerla crecer oyendo la Palabra, para creer (obrar) la Palabra: “La fe es por oír la

Palabra de Dios”. La fe (en ese sentido), tengo que “aumentarla” yo mismo, oyendo la Palabra, creyendo la Palabra y obrando la Palabra. La fe es un arma espiritual tanto defensiva como ofensiva contra el enemigo. El escudo era un arma que se usaba en la antigüedad para defenderse de los ataques del enemigo, pero por su peso, generalmente importante, servía también para golpear, para atacar. El “escudo de la fe” tiene este mismo sentido. Con respecto a la fe se pueden encontrar opiniones, en algunos casos, como hasta encontradas. Están quienes dice: “Si el Señor quiere, que me aumente la fe”, o bien: “Si yo tuviera la fe de aquél o aquélla”, etc. Insisto, la Palabra de Dios dice: “La fe es por oír la Palabra de Dios” (Romanos10,17). Esto nos enseña que la fe viene por abrir nuestro oído espiritual y así recibo más Palabra, que a su vez agranda más mi oído, y así sucesivamente. La fuente de la fe es la Palabra de Dios, y la oración es la fe en acción. Esto que se entienda bien, pues la oración es imprescindible para la vida cristiana, es insustituible, pero insisto, la fuente de la fe es la Palabra de Dios. Ella es la que aumenta mi fe, cuando la practico. En la oración le pido al Señor que abra mi oído espiritual a su Palabra, para que recibiéndola, la practique concretamente en mi vida, para crecer en la fe. Son muchos los que conocen la Palabra de Dios en su mente, por los sentidos, pero no proviene la fe de esta forma de conocimiento, sino que la fe es producto del espíritu renacido por la sangre de Jesús. Proviene de la verdad de Dios revelada en el espíritu del creyente, cuando éste se abre a la escucha de esa Palabra que es Espíritu y vida. Esto precisamente es “orar en fe”. Este creyente es el que cuando abre sus labios y declara su fe, tiene derrotado a sus pies al enemigo. Es autoridad delegada por Dios, que tenemos por herencia en Cristo. Es nuestro derecho, como nos enseña su Palabra, y lo tenemos por gracia dado por Dios a los que creen en Jesucristo, en su amor, en su misericordia, en su poder salvífico y vivificante. Podemos apelar a este derecho y esto siempre “funciona”. Todo esto se da por la fe en la Palabra de Dios, viviendo nuestra vida cristiana, nuestra identidad, y quitando los ojos de las circunstancias y de nuestra lógica humana que muchas veces nos paralizan.


Si somos cristianos nuestra identidad es con Cristo y su Palabra, no con lo que piensa aquel o diga aquel otro. Tenemos que recuperar los cristianos, y muy en particular los católicos, nuestra identidad con Cristo y vivirla, abandonando un montón de prejuicios y criterios humanos que, a veces encubiertos de “religión”, nos han hecho perder de vista nuestra vocación verdadera. Tenemos en Jesucristo victoria sobre todo poder de las tinieblas. Tenemos autoridad y dominio, dados por gracia, para caminar en paz y con gozo. Vivamos nuestra verdadera identidad andando en la fe genuina. Confesando la Palabra de Dios el enemigo nada puede hacer, pues: “Sepan que les di el poder de pisotear a

las serpientes, a los escorpiones y a todas las fuerzas del enemigo y nada podrá dañarles a ustedes” (Lucas 10,19). El combate es entonces, el combate de nuestra fe (1ª Timoteo 6,12). El diablo está vencido; Cristo lo venció en la cruz del Calvario y todos los que caminamos por fe en su Palabra, tenemos por herencia victoria en su Nombre. Toda la Biblia nos habla de la fe, más la define en la carta a los Hebreos: “La fe es

la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que nos se ven” (Hebreos 11,1). En todo este capítulo nos hablará la Palabra de Dios de los “héroes de la fe”. Muchas y hermosas enseñanzas encontraremos leyendo detenidamente este pasaje de la Escritura, pero lo esencial es lo que hace directa referencia a lo que venimos compartiendo:

“…lo que se ve, resulta de lo que no se ve…” (Hebreos 11,3). Estos hombres de Dios fueron tales, porque sometieron sus pensamientos, razones, lógica humana, etc., a la acción del Espíritu Santo, tantas veces misteriosa e incomprensible a la razón humana. Dios es aquel que siempre escribe derecho, aun con líneas, que a veces, nos parecen “torcidas”. Por eso la fe no es lo que comprende la lógica humana. Cuando la fe es verdadera, es obediencia a Dios que tiene su lógica divina de la cual podemos participar por esa misma fe. Ésta, muchas veces, nos lleva a hacer lo que la mera lógica humana no puede comprender sin ella. Por citar uno sólo de los ejemplos, de los tantos que encontramos en la Palabra de Dios: ¿Dónde cabría la lógica humana en el caso de Noé para construir un barco en el desierto?

“Por la fe, Noé recibió de Dios el anuncio de los

acontecimientos que todavía no se podían comprobar; y supo escuchar y construyó el arca que iba a salvar a su familia” (Hebreos 11,7). Todo este capítulo de la carta a los Hebreos es revelador para nuestra vida de servidores, pues nos está exhortando a “volver a las fuentes”, en particular en este tiempo de tanto racionalismo entronizado en el hombre, inclusive en ministros del Señor. Nos está invitando fuertemente a abandonar toda “religión exterior” que no cambia el corazón del hombre y a caminar conforme a lo que tenemos en Cristo, ya que por su gracia hemos


alcanzado el cumplimiento de sus promesas, viviendo con valentía cristiana nuestra vocación de servidores. Veníamos hablando al principio de este capítulo sobre conocer la “estrategia del enemigo”. Esto de ninguna manera se contradice con aquello de ignorarlo pues, como todos sabemos, el cristiano que tiene su espíritu, su alma, sus fuerzas y todo su ser puestos en Cristo Jesús, Señor y Salvador. La vida del cristiano es Cristo y así debemos caminar, por fe en Jesús y, en su Palabra, con nuestro corazón y toda nuestra existencia, entregada a su Señorío. Esto que es claro, mas cuando hablamos de conocer la estrategia del enemigo, es para convencernos de la autoridad que tenemos sobre él en Cristo, no dejándonos engañar por sus ardides. En primer lugar, la efectividad

de Satanás radica en su persistencia. Esto lo

podemos ver en la Escritura. En el relato de la creación, Adán, que tenía en él la vida de Dios, caminaba con autoridad y dominio. Escuchaba a Dios su alma (mente, razón, carácter, personalidad, voluntad, pensamientos, etc) sometida; toda la creación le obedecía; pero cuando cayó, entregó esa autoridad al diablo. Por ello Satanás es un “usurpador”, su “poder” y, su “autoridad” son usurpadas. Aquí podemos ver que su estrategia es inspeccionar influencias para luego atacar. Seguramente es un largo proceso “efectivo” por su “persistencia”. Así tentó a Adán y Eva, poco a poco, en forma sutil, “presionando” en la mente del hombre para hacerlo caer y luego tomar lo que el hombre le entrega. Hay tres muestras de la tentación: “La

concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y la vanagloria de la vida” (1ª Juan 2,16). Esto es muy interesante pues el enemigo siempre usa contra el hombre “armas carnales”. No puede tentar al creyente con armas sobrenaturales pues no puede violar la capacidad que el hombre tiene para hacerle resistencia a él. El diablo tiene grandes limitaciones; esto es muy importante saberlo. Por más que una persona esté viviendo en pecado, no puede ser tomado en su voluntad para ser usado como el diablo quiere, a menos que decida por propia voluntad ser usado por él (cultos satánicos, brujería, etc). ¿Por qué afirmamos esto? Muy simple. Porque ni Dios mismo “entra por la fuerza en la voluntad del hombre”, si éste no quiere, pues respeta su libertad. ¡Cuánto menos puede hacerlo el diablo! Sin embargo, no lo hace por no respetar la voluntad del hombre, como lo hace Dios. Aun sabiendo que no puede apoderarse de su libertad, la presiona para que ceda libremente al pecado. Por ello decimos que el enemigo no puede usar contra el hombre ningún poder sobrenatural. Para hacerle pecar, sólo usa armas carnales. Y si no puede violar la voluntad del pecador para usarlo como él quiere, tampoco puede violar la del creyente. Tales son sus limitaciones.


Trazando un paralelismo entre la tentación de Adán y Eva (Génesis 3, 1-7), y con el relato de la tentación de Jesús en el desierto (Lucas 4, 1-13), podemos entender cómo tienta Satanás, para descubrir, su ser “reiterativo” y también las armas que emplea. En primer lugar: “Si eres hijo de Dios, manda a esas piedras que se conviertan en

pan…” (A Eva: “La mujer vio que el árbol era apetitoso”). Concupiscencia de la carne. Segundo, a Jesús: “Le mostró todas las naciones… Te daré poder sobre estos pueblos y

te entregaré sus riquezas…” (A Eva: “el árbol… atraía a la vista…”). Concupiscencia de los ojos. Tercero, a Jesús: “Si tú eres hijo de Dios, tírate de aquí para abajo…” (A Eva: “El

árbol…era muy bueno para alcanzar la sabiduría”). Vanagloria de la vida. El mismo método, las mismas armas, las mismas tres puertas, pero una tremenda diferencia, por supuesto, en el resultado. Eva se deja seducir en la carne y cae. Jesús vence la tentación, citando la Palabra de Dios. Siendo Dios encarnado, siempre citó la Palabra y “…El

diablo se alejó de él…”. Este párrafo de Lucas es muy revelador para nuestra vida cristiana. Como antes dijimos, identifiquémonos con Jesús en oración, en la vida sacramental, unidos en comunidad, en comunión y obediencia a nuestros pastores. El diablo odia la palabra : obediencia. Odia que los cristianos estén sujetos unos a otros por amor, porque allí no puede hacer nada. Los chismes, las murmuraciones, las rivalidades, las luchas por el poder, la contienda, la desunión, son los más “eficientes canales” por donde el enemigo puede acceder. Hay muchos cristianos, lamentablemente, andando en “derrota”; inclusive me han planteado esto personalmente, en varias oportunidades, al dialogar con algunos hermanos que me decían que aún confesando y comulgando diariamente no encontraban la paz. Estaban con ganas de “dejarlo todo”. Esto es, su misión, su ministerio dentro de la Iglesia, porque “no me entienden” o “no estoy de acuerdo con aquel hermano” o “con el sacerdote”, etc. Es cierto que no siempre podemos vivir lo que sería el ideal, pues hay veces que tenemos la razón, estamos en la verdad, pero si murmuramos y criticamos podemos caer, sin quererlo, en el chisme que puede llevar a las “luchas fratricidas” que con dolor a veces se ven. El chisme (con razón o sin ella) es pecado de la lengua y como cualquier otro pecado al enemigo le “gusta”, porque le permite “entrar”. Soy consciente de que muchas veces podemos estar en lo cierto. Sabiendo que alguno está equivocando el camino y por querer lo bueno, estar sufriendo. Sé que algunas veces las críticas son constructivas, porque están bien fundamentadas en la verdad. Cuando es así, en vez de criticar y caer en el chisme, hay que exponer con amor y misericordia esa verdad en un clima de paz, buscando la unidad. Para “poner luz”, lo mejor es la corrección fraterna cristiana y en caso de no ser escuchados, como también dolorosamente suele ocurrir, hacer


como Jesús: “Morir por la verdad”. Ésta no es tarea fácil, pero Cristo camina a nuestro lado. Él puede lo que yo, con mis limitadas fuerzas, no puedo lograr.

“Todo lo puedo en Jesucristo que me fortalece”. Hacerlo esto por fe, pero insisto: no a la murmuración, no al chisme, no a ese “cielo amargo y farisaico” que es destructor aún cuando todo nos esté diciendo que tenemos razón. Cambiemos entonces nuestras actitudes por fe en la Palabra: “Sin fe es imposible

agradar a Dios” (Hebreos 11,6). No es pecado el ser tentados. Pecado es caer en la tentación y aun, hasta en el peor de los casos, cayendo, igual el creyente, confesando su culpa arrepentido en el sacramento de la Reconciliación, “echa fuera” enseguida ese pecado y vuelve al camino de la gracia. Así de limitado es el enemigo, que no puede “tocarnos”, si caminamos unidos a Cristo, por fe en su Palabra, haciéndonos “robustos en el Señor con su energía y fuerza”. Nuestra identidad es con Cristo. Por lo tanto, caminemos en este mundo como Él que no vino a ser servido, sino a servir; que nos lavó con su sangre y nos purificó; nos dio vida nueva en el Espíritu Santo y autoridad para vivir con gozo, en paz y en armonía, con la libertad de los hijos de Dios: “Pues morir es liberarse del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos

también que viviremos con Él” (Romanos 6,7-8). Esta es la identidad del creyente verdadero. No aquella supuesta “religión” del “fracaso”, la “derrota”, el “abatimiento” pues sencillamente, es contraria a la Palabra de Dios. Cada uno de los cristianos, por creer la Palabra, debe apartar de su vida esa “falsa religiosidad” para poder caminar en la verdadera identidad que recibimos por el bautismo: “Pues, por el bautismo, fuimos sepultados junto con Cristo para compartir su

muerte y, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la Gloria del Padre, también nosotros hemos de caminar en una vida nueva” (Romanos 6,4).


8

Cualidades del servidor “Si alguien aspira a ser obispo, su ambición es buena: de esto no cabe duda. Es

necesario, pues, que no se pueda reprochar nada al obispo. Marido de una sola mujer, hombre serio, juicioso, de buenos modales, que fácilmente reciba en su casa y sea capaz de enseñar. No debe ser bebedor y peleador, sino indulgente, amigo de la paz y desinteresado del dinero. Un hombre que sepa dirigir su propia casa y cuyos hijos le obedecen y respetan. Pues si no sabe gobernar su propia casa, ¿Cómo cuidará la asamblea de Dios? No debe ser obispo un recién convertido; no sea cosa que se llene de orgullo y caiga bajo la misma condenación en que cayó el demonio. Es necesario también que goce de buena fama ante los que no pertenecen a la Iglesia, no sea que hablen de él en mala forma y se halle enredado en las redes del demonio”. (1ª Timoteo 3,1-7)

E

n este pasaje de la Escritura, como también en el de Tito 1,5-9 como anteriormente aclaramos, cuando Pablo habla del obispo, hace referencia al responsable de una comunidad; cuando dice “presbíteros”, que eran en esa época lo que se conocía también

como “ancianos”, serían hoy los servidores misioneros en las tareas de asistencia, visita a los enfermos, intercesión, salmistas, etc. Esto no es para tomarlo en forma literal, pero lo que sí es


claro es que no hace referencia al obispo, presbítero o diácono, como hoy lo conocemos en la Iglesia pues, al presente de estas epístolas, ella no estaba aún organizada como ahora se la conoce. Esto vino después. Por lo tanto, al leer la Escritura es muy importante conocer el texto y el contexto, las verdades absolutas y temporales, el tiempo histórico, las tradiciones, la cultura, las costumbres de ese tiempo y ese lugar y, entre otras cosas, quién es el que habla y a quiénes se dirige. Ahora bien, nos dice la Palabra en primer lugar, que el responsable de una comunidad y también los servidores todos, deben ser irreprochables, de una conducta intachable. Vamos a continuar así, como está en la Palabra de Dios en singular pero, estas recomendaciones de San Pablo a Timoteo, son para todo servidor en la Iglesia. Ya nos dijo:

irreprochable, ahora, hombre de una sola mujer, significa casado una sola vez, fiel al Sacramento. ¡Cuantas polémicas se generan entre los católicos por este tema! Tenemos que entender que el matrimonio, como nos muestra la Palabra de Dios, es una institución sagrada, divina, pues el mismo Dios lo estableció así (Efesios 5). El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios es la única criatura que se reproduce a imagen y semejanza de Dios. Vamos a tratar de explicarlo un poco: al traer un hijo al mundo, el matrimonio trae un ser que por supuesto es creado por Dios pero que es también fruto de esa unión. Este ser tiene un espíritu eterno. Para la “vida eterna” en el cielo o para la “muerte eterna” en el infierno, pero eterno; esto es lo que pretendo destacar. Esta capacidad de engendrar en cierto modo un “espíritu eterno” no la tiene ninguna otra criatura, pues los ángeles, no tienen sexo, no se reproducen, son criaturas espirituales, maravillosas, pero criaturas que no tienen esa capacidad que sí tiene el hombre. Por ello la institución del matrimonio es sagrada y no puede ser tomada a la ligera. El hombre (colaborador de Dios al traer un hijo al mundo, en esa unión del matrimonio), es la única criatura de toda la creación que tiene capacidad de “reproducirse” a imagen de Dios. El hombre es la única criatura que tiene la “imagen y semejanza” de Dios según la Escritura. Dios creó al hombre y los hizo varón y mujer para que en esa unión sagrada, los dos, sin dejar de ser dos (dos caracteres, dos voluntades, dos personalidades, etc), sean uno en Cristo. La Escritura dice: “Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse con su

esposa, y los dos formarán un solo ser” (Efesios 5,31). Los dos no son sino un solo cuerpo, y uno a su cuerpo lo cuida. Cuando esa institución se corrompe por el pecado, se quebranta un principio sagrado establecido por Dios. El matrimonio fue establecido por Dios para perpetuar como Padre amoroso su nombre en esa familia. El matrimonio es también figura de Cristo y su Iglesia: “Maridos amen a


sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. Y la bañó y la santificó en la Palabra, mediante el bautismo del agua” (Efesios 5,25-26). Por ello Dios aborrece el divorcio (Malaquías 2,16), pues el divorcio corrompe esa sagrada institución. Esto está claro en la Palabra de Dios y los invito hermanos que leamos detenidamente la carta de Pablo a los efesios en todo ese capítulo 5. Dijimos, lo dice la Palabra de Dios, que el Señor aborrece el divorcio. Pero el divorcio existe. Hay matrimonios separados. ¿Qué hacer? Lo primero es descubrir que el pecado no puede ser corregido con la tolerancia, sino con verdad y misericordia. Hay que analizar cada paso en particular y discernir. Es un tema que preocupa a la Iglesia que como madre ama a todos sus hijos. Tampoco es cuestión de poner a todos los que viven en esta situación como en “cadena perpetua”. La Iglesia, insisto, tiene en su corazón este problema que hoy es el de muchos de sus hijos y está atenta para dar una respuesta a esto como un desafío más pero, por razones obvias, llevará su tiempo. Insisto que hay que ver cada caso en particular y obrar en consecuencia, con verdad y misericordia. En nuestras comunidades participan muchos hermanos en esta situación. Ocurre que a veces vienen hombre invitados a un Seminario de Vida en el Espíritu Santo y están viviendo con una mujer que no es su esposa, o si es mujer con un hombre que no es su esposo. Algunas veces viene la pareja con cierto temor e inhibición. Voy a citar un caso: un hombre, separado de su mujer, se casó con otra mujer y tiene hijos con ella. Su primera mujer también vive con otro hombre y tiene hijos con él. ¿Qué hacer? ¿Separarse? ¿Y esos hijos? Eso sería sumar un pecado mayor al ya cometido pues se quebrantó la institución del matrimonio. Tal vez como ocurre en muchos casos, se desechó el sacramento por ignorancia, porque aunque bautizados vivían en el “mundo”. Este ejemplo que cité, de éstos que viven divorciados de sus cónyuges y ahora casados por la ley civil y tienen hijos de esa unión, no “conocían” al Señor pero ahora lo conocen y tratan de vivir una vida en la fe, en la esperanza y, en el amor. Como ocurre con tantos hermanos convertidos de la drogadicción, del alcoholismo, de la prostitución, etc, cuando conocieron al Señor(tenemos en la Renovación Carismática infinidad de testimonios de lo que digo), pasan a dar testimonio y todos exclamamos: ¡gloria a Dios! Se convierte el criminal y todos glorificamos al Señor, pero ¿y al que se equivocó en su matrimonio? Ahora, cada día, esa pareja vive descubriendo que Dios es amor, que condena el divorcio pero que como ama a todos sus hijos quiere restaurarles todas las heridas. Ciertamente, el criminal o la prostituta que se convierte y por lo tanto abandona esa vida de pecado, y confiesa su culpa, retorna al camino de la gracia. Mas el que vive en estado permanente de pecado no halla perdón hasta no reconocer su culpa: “tan sólo reconoce tu

culpa” (Jeremías 3,13). Pero insisto en esto con fervor, el Señor es el que restaura todas nuestras


cosas con su infinita misericordia y Él es el que juzga los corazones. En lo personal soy de aquellos que abren a todos los hermanos las puertas tratando de no poner bozal al “buey que trilla”, pero discerniendo con nuestros hermanos, bajo la dirección del asesor espiritual, tratando de ver juntos cada caso en particular y obrar conforme nos enseña el Magisterio de la Iglesia y los documentos sobre el tema, con verdad y misericordia. Quiero aclarar que junto a mi esposa, desde esa gracia poderosa del Sacramento del Matrimonio, servimos al Señor, pero antes de conocerlo, yo fui adúltero. No me separé “por esas cosas”, pero casi lo hice. Fue la misericordia de Dios que salvó mi matrimonio, mi familia y mi vida. Es Dios el que me perdonó, el que siempre te perdona, te sana y restaura todas tus cosas. En su bondad nos llama a tener un corazón generoso. Sí, es justo y, verdadero, pero generoso en amor y misericordia. “Jesús es el único que transforma la hiel en miel” (San Francisco de Asís). Seguramente habría mucho para decir en este tema tan serio pero, para seguir con lo que estamos compartiendo y pasar al otro aspecto, quiero concluir esta parte insistiendo que siempre hay que ver cada caso en particular, no cerrando nunca las puertas; corrigiendo el pecado sin “palos” ni “cadenas”, sino con amor, verdad, con justicia, y mucha misericordia. Pasemos ahora a otro tema: “hombre serio” es aquel o aquella, que toma el ministerio de manera responsable. La responsabilidad encierra capacitarse, conocer, crecer, saber hablar y saber callar, siempre buscando la unidad. Dice Pablo, también, que “juicioso” es tener buen juicio, no ser “alocado” pues esto no corresponde a un servidor. También debe serlo en el aspecto exterior, pues el servidor no sólo tiene que ser bueno sino demostrarlo, dando testimonio en lo visible a los demás de lo que vive en su corazón. No es aconsejable, para dar un ejemplo, que el varón se presente en su comunidad en un pantaloncito corto ajustado, de esos que se usan para gimnasia o para nadar, o una mujer vistiendo esas llamadas “calzas”, o con una pollera excesivamente corta, etc. Cada uno sabe bien en qué otros aspectos hay que dar testimonio de ese buen juicio para poder servir al Señor, sin ser ocasión de escándalo para los que nos ven. Sabemos que no es ningún pecado usar esas ropas y que la santidad no tiene que ver con una manera de vestirse, pero el servidor se somete por amor de aquel que lo llamó a servirle, para que su presencia no sea obstáculo para el Ministerio que quiere cumplir. El servidor debe ser “de buenos modales”. ¡Cuántos ministerios han fracasado por esto que parece tan pequeño! Se pueden decir a veces cosas muy fuertes pero si los “modales” son los apropiados se reciben como una corrección. Hay personas que hasta cuando te saludan pareciera que te “rechazan”. Un servidor que no sea amoroso en el trato con sus hermanos, no va a ser “seguido por las ovejas”.


“Que fácilmente reciba en su casa”. Esto es hospitalario. No solo en su casa, que tiene que estar abierta al hermano, sino en su corazón para acoger al “hermano difícil”. “Y sea capaz de enseñar”. Este es un requisito indispensable en aquel que tiene la misión de guiar a la comunidad. Los problemas más serios que algunas comunidades tienen en este tiempo, sobre todo hablando de la Renovación Carismática, es por falta de enseñanza. Esto lo expongo desde mi propia experiencia, por haberlo palpado en distintos seminarios de crecimiento para servidores, en diálogos con algunos servidores que ejercen liderazgo, en diferentes encuentros, etc. A veces es como si estuvieran funcionando los grupos de oración con grupos parroquiales o como reuniones donde se reza únicamente el Santo Rosario. No estoy abriendo juicio sino simplemente exponiendo una realidad. El rezo del Santo Rosario es hermoso, yo lo hago todos los días, y hay muy buenos grupos parroquiales, pero esa no es la identidad de la Renovación Carismática. En fin, todo esto y algunas otras cosas más con las que algunos se confunden, tienen su origen en la falta de enseñanza. Hay servidores que dicen que “con el amor basta”. Esto suena muy bien pero en el fondo encierra una falsa sabiduría, pues es sabio aquel que siempre reconoce la necesidad de aprender y crecer. Hay comunidades que no tienen enseñanza de la Palabra de Dios y otras donde se enseña desde lo que se da en llamar “charlitas”, como para llenar un espacio de tiempo “diciendo algo”. Esto sucede cuando el que ha de enseñar algo en la Iglesia no lo hace “para decir algo”, sino porque tiene “algo para decir”. Soy consciente de que alguno puede hasta enojarse conmigo, pero me gusta exponer con amor lo que considero verdadero a la luz del Espíritu Santo, aceptando la corrección. Si éste no es tu caso hermano, da gloria a Dios; si por el contrario lo descripto tiene algo que ver con tu situación, recuerda que “enemigo conocido, medio vencido”. El Señor se sirve de nuestro corazón que se descubre ante el necesitado, pues siempre hay en nuestra vida cosas que tenemos que aprender. Esto es, insisto, sabiduría. Sólo Dios es Santo y digno de toda alabanza. Por esta falta de crecimiento de líderes y servidores en general, las comunidades a veces se estancan, no crecen o andan como a la deriva, recurriendo en ocasiones a traer predicadores de otros lugares. Está muy bien si esto es para un empujón pero, por mi propia experiencia y la de otros hermanos con quienes compartimos el ministerio de la Palabra, estos eventos de poco sirven si no tienen la capacidad de llevar a quienes participan a una experiencia más profunda de comunidad. Cuando no es así, como tantas veces ocurre, los participantes en su mayoría esperan que haya otro evento, para entonces asistir, pero sus frutos son “relativos”.


No quisiera ser mal interpretado pues hay muy buenos siervos del Señor, como los hay aquí, de quienes aprendemos y por la gracia de Dios seguiremos aprendiendo pues siempre tenemos cosas “para recibir”, como seguramente, “cosas para dar”. Lo que digo es que estar siempre esperando que nos traigan el “alimento”, es signo de falta de crecimiento y de inmadurez espiritual. Jesús nos dice: “Denle ustedes de comer”. Él va a multiplicar el pan y los pescados, pero los que reparten a los hermanos lo que Jesús multiplica somos cada uno de sus servidores cuando tenemos por su gracia, “los cinco panes” de nuestra entrega, de nuestro compromiso y de nuestra búsqueda, para que Él lo multiplique. La enseñanza es requisito fundamental para aquél que pastorea la comunidad y es misión de éste y sus hermanos que una vez confirmados, y después de ese período de capacitación, deben comenzar a dar frutos. Como testimonio quiero expresar que en nuestra comunidad se están enviando a hermanos a servir en el ministerio de la enseñanza a otros lugares. Insisto, lo digo para la gloria del Señor, tenemos para dar y estamos para recibir pues, aun cuando recibamos el carisma de “maestro”, nunca dejamos de ser discípulos del único que merece ser llamado Maestro: ¡Jesucristo, el Señor! Dice Pablo también: “No debe ser bebedor, ni peleador, sino indulgente”. Este es el carácter cristiano verdadero: el equilibrio. El servidor nunca entra en contienda, es siempre prudente, corrige con amor, es instrumento de paz. Aquí también que importante es esto, pues cuántos dolores de cabeza causan en un servidor la imprudencia, una lengua descontrolada, la indiscreción, el desequilibrio emocional, etc. “Desinteresado del dinero”. Lamentablemente, es posible utilizar el ministerio para sacar provecho material. De hecho ocurre, en algunos casos, caer en el grave pecado de valerse del ministerio para “hacer dinero”. No creo necesario aclarar que las cosas de Dios se dan por amor, gratuitamente; pues “gratis recibimos del Señor, gratis tenemos que dar”. Es también cierto que se puede dar a un siervo del Señor una ofrenda para pagar sus gastos de viaje, estadía, etc. Pero esto es otra cosa. Tomo también el principio bíblico del diezmo que es “para que haya alimentos en mi casa” (Malaquías 3,10), ya que esto fue establecido por Dios. Esto pertenece al Antiguo Testamento, y no es (como a veces se cree por ignorancia) “evangélico”. Los hermanos “separados” lo practican y eso ¿qué tiene que ver? También alaban a Cristo , entonces ¿qué hacemos “para que no se confunda”? Con ese mismo principio, ¿vamos a dejar de alabar a Jesús? Por favor, dejemos los “prejuicios” y comencemos a caminar por la fe en la Palabra y no privemos a nuestros hermanos separados, ni nos privemos ninguno de nosotros en la Iglesia de la bendición del Señor, pues “ …Derramó para ustedes la lluvia bendita hasta la

última gota…” (Malaquías 3,10).


El diezmo, como la ofrenda, es un principio bíblico que se practicó en el tiempo de la ley, como en el Nuevo Testamento (Gálatas 6,6; Hebreos 7,4-10 por citar algunos pasajes). Más aún, cuatro siglos antes, de la “promulgación de la ley”, Abraham pagó el diezmo (Génesis 14,17-20). Jamás debiera hacerse comercio en la Iglesia y cuánto menos apoyados en un ministerio. Lo que habría que tratar de hacer es crear en cada hermano la “conciencia comunitaria”, pues como dice la Palabra de Dios “pagar el diezmo” para el creyente, es un mandato divino:

“Entreguen, pues, la décima parte de todo lo que tienen al tesoro del templo, para que haya alimentos en mi casa. Traten después de probarme, les propone Yahvé de los Ejércitos, para ver si les abro las compuertas del cielo o si derramo para ustedes la lluvia bendita hasta la última gota…” (Malaquías 3, 10) y también: “Honra a Yahvé dándole de lo que tienes, ofrécele las primicias de todos tus frutos. Entonces, tus graneros estarán llenos…” (Proverbios 3,9-10). Sigamos el ejemplo de la primera comunidad cristiana, donde se compartía y “ …no

había entre ellos ningún necesitado…” (Hechos 4,34). “A cada uno según su necesidad” (Id, 35). Continuando con las cualidades del servidor, encontramos lo siguiente: “…Que sepa

gobernar su propia casa y cuyos hijos le obedecen”. Antes fue dicho: un ministerio verdadero nunca puede crear conflictos: un ministerio verdadero nunca puede crear conflictos en tu vida, en tu familia, en tu matrimonio o enfermarte, o “anularte”, “quitarle la paz”, etc. Todo lo contrario, pues tienes un “deber de estado” que tiene que ser cuidado. Nunca trates de hacer lo que hace el otro, ya que Dios te llama a ser tú mismo. No son pocos los que han destruido su matrimonio, su hogar, su “paz”, por no hacer lo que debían y pretender hacer lo que querían; en algunos casos por “escapismos”, huyendo de sus responsabilidades de padre y madre o esposo o esposa. Dios te quiere equilibrado, no conflictuado. Si está ocurriendo algo como lo que venimos describiendo, con tu vida, tu salud, tu matrimonio, tu familia, recuerda esto: no obra así el Señor. Detente y pide ayuda idónea. Busca dirección espiritual, pues es claro que si no podemos tener en nuestra casa o en nuestras relaciones familiares tampoco podemos servir en la asamblea de Dios. Por último dice, “no tiene que ser un recién convertido” y sí “que goce de buena fama”, dentro y fuera de la Iglesia. “No” a la doble personalidad. No debo ser de una manera en la Iglesia y fuera de ella me manejo con los criterios del mundo. El cristiano ha de ser testimonio de Cristo tanto en la Iglesia como en su casa, en su trabajo, en la calle y en todas partes. Debemos tener muy presente que a la vez que servimos en un ministerio somos, según el caso médico, mecánico, tejedora, enfermera, etc. Pero antes que nada, hay que ser servidores de Cristo con todo lo que ello implica.


Dejé para la parte final “no tiene que ser un recién convertido”, que también quiere significar que no sea un inmaduro. Esta inmadurez no tiene que ver tanto con la edad como con el “carácter”. Sé de servidores, y en algunos casos son personas mayores de edad, pero insisto “inmaduras”, que aconsejan equivocadamente por esa misma inmadurez, tanto en el llamado a misionar como en las sanaciones u otros temas en los que hermanos de la comunidad los consultan. Como deber, los aspectos fundamentales a tener en cuenta son, con respecto a la misión: “primero está tu casa y tu familia” (esto ya fue creo, suficientemente aclarado). Con respecto a las sanaciones hay siempre que aconsejar lo siguiente: “…recurre al médico, porque a

él también lo creó Dios; no prescindas de él, puesto que lo necesitas…” (Sirácida 38,12). A esta “corriente de gracia ” acuden muchos hermanos con problemas de salud, tanto en lo físico como en psíquico o mental. Por lo tanto, siempre hay que recibirlos con alegría y amor, como un día fuimos recibidos nosotros; recomendando lo antes expuesto y orando con fe, pues somos testigos de los innumerables casos de sanación que el Señor opera en la vida de sus hijos, como nos enseña su Palabra: “Hijo mío, cuando estés enfermo no te amargues, sino

ruega al Señor y él te sanará” (Sirácida 38,9), mas dice, insisto en esto: “Recurre al médico…”. La fe verdadera es creerle a Dios, obedeciendo toda su Palabra, no solo la parte que “me gusta”. Nunca como servidores debemos afirmar lo que no conocemos con certeza. Es preferible decirle al hermano que nos pide una orientación, que “no sabemos”, antes que por demostrar que lo sabemos dar un consejo equivocado. Se puede decir al hermano por ejemplo: “Esto no lo sé, te lo averiguo y te digo después”. Lo cual también es un gesto de humildad. Somos servidores con todo lo que ello significa. Caminemos pues hacia la madurez con responsabilidad y prudencia. Sin temores, sabiendo que con nosotros va “el Pastor de los pastores”. El que nos llamó nos dio su gracia y nos revistió con sus dones para servirlo en cada uno de nuestros hermanos, con fidelidad al Evangelio en el seno de su Iglesia Santa, a la que un día vendrá a buscar, como esa “novia engalanada”, para celebrar “las bodas del Cordero” . ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!


EPÍLOGO

Q

ueridos hermanos en Cristo Jesús; como habrán descubierto al leer este libro, el mismo está escrito desde una limitada condición de alguien que, como siervo inútil que es, de ninguna manera pretende responder a todas las preguntas,

sino apenas compartir las experiencias propias y ajenas que en el caminar en el Señor hemos recibido por su infinita Misericordia. El tema del servidor de Dios es inagotable. Por lo tanto espero que “El servidor y la cruz” sea un humilde granito de arena más, en la Renovación Carismática Católica, que ayude a los que lo lean a servir a Jesús con renovado entusiasmo, para edificación de todo su cuerpo místico: la Iglesia. Quiero dedicar este librito a la memoria de mi padre Haroutiun Hovhanessian, que el Señor llamó a su amorosa presencia el 8 de Octubre de 1995, como así también, a todos los hermanos servidores de nuestra comunidad “Santa María”, que nos precedieron en el camino hacia el encuentro definitivo con el Señor.

“El vencedor vestirá de blanco. Nunca borraré su nombre del libro de la Vida; más bien lo proclamaré delante de mi Padre y de sus ángeles” (Apocalipsis 3,5). ¡Gloria al Padre! ¡Gloria al Hijo! ¡Gloria al Espíritu Santo!


ÍNDICE

Presentación………………………………………………………….5 Prólogo………………………………………………….…………..7 1. La locura de la cruz………………………………………….….9 2. El Señor viene …………………………………………………..15 3. Los carismas y los ministerios…………………………………21 4. Vocación del servidor …………………………………………..27 5. Caminar en obediencia…………………………………………35 6. Edificar el cuerpo ……………………………………………….45 7. El combate de la fe ………………………………….………….55 8. Cualidades del servidor………………………………………...65

Prólogo……………………………………………….……………..77



O Servidor e a Cruz

Juan Carlos Hovhanessian

APRESENTAÇÃO O amigo e irmão Juan Carlos me pediu uma apresentação do seu livro “O servidor e a Cruz” e eu faço com muito agrado no Senhor. Estimo que o mais importante deste ensino é que quanto aqui se diz é fruto de uma bela experiência de anos e certamente é também fruto de um estudo profundo e sincero da Palavra. Estou convencido que esta “bendita corrente de graça” está produzindo no mundo e na Igreja um novo Pentecostes. Tudo isso faz que os “responsáveis”, “os servidores” da R. C. C. sejam conscientes da necessidade urgente de ter melhor e mais preparação neste caminho a fim de ser bons canais para todos os que vierem, atraídos pelo Espírito, para degustar destas maravilhas. São os servidores quem devem viver primeiro para logo transmitir com força esta particular experiência de fé. Por isso me alegro com Carlos e o felicito calorosamente, por querer dar em forma pura e simples, este ensino à sua Comunidade e agora, com sua publicação fazer participar a outros da mesma. Tenho certeza que produzirá muitos frutos e abrirá novos caminhos nas diferentes comunidades do país. Que o bom Deus abençoe esta obra e que quantos a leiam, com espirito simples recebam orientações para sua missão evangelizadora de servidores do Senhor. Clorinda (Formosa), 26 de Novembro de 1995 Frade Salvador Miguel Gurrieri, ofm. Assessor Nacional Renovação Carismática Católica


Prólogo Queridos irmãos em Cristo Jesus, o propósito de escrever é o de compartilhar, como eu fiz em outras oportunidades, as experiências vividas todos estes anos, que junto com meus irmãos da comunidade da Renovação Carismática Católica em Buenos Aires, tentamos viver com singeleza, servindo Jesus com alegria, no regaço da sua Santa Igreja. Por isso, tudo o aqui expressado está sujeito ao discernimento e à aprovação do Magistério da Igreja. Quero humildemente compartir alguns aspectos básicos, que fazem ao assunto dos diferentes serviços que se cumprem em nossas comunidades cristãs renovadas pela graça e o Poder do Espirito de Pentecostes, a partir do Concilio Vaticano II. Imploro ao Pai das Luzes, no Nome de Nosso Senhor e Salvador Jesus Cristo, que pela ação sempre discreta e poderosa do Espírito Santo, este pequeno livro seja de bendição para todos aqueles que leiam, e seja um pequeno, mas válido aporte mais, que nos ajude a servir melhor e com renovado entusiasmo ao único que merece ser chamado Maestro: Jesus Cristo o Senhor! Que Maria, nossa Mãe, a Virgem de Luján, interceda por todos nós, para que juntos vivamos sempre como Igreja, a plena felicidade de ser como ela, fieis servidores e escravos da Palavra de Deus. Que assim seja.

1

A loucura da Cruz


“Num primeiro tempo falou Deus com a linguagem da sabedoria, e o mundo não reconheceu a Deus em sua sabedoria. A Deus então, lhe pareceu bem salvar aos crentes mediante a loucura que pregamos. Os judeus pedem milagres e os gregos buscam um saber superior. Entretanto nós proclamamos um Messias crucificado. Para os judeus, que escândalo maior! E para os gregos, que loucura! Ele, porém, é Cristo, força de Deus e sabedoria de Deus para aquilo que Deus chamou, seja entre os judeus ou entre os gregos. Em efeito, a loucura de Deus é mais sábia que a sabedoria dos homens; e a “fraqueza” de Deus é muito más flerte que a força dos homens”. 1ª Coríntios 1,21-25

A mensagem da Cruz, é ainda hoje, para muitos, loucura. A mensagem da Cruz é, em muitos ambientes, escândalo. Há também pessoas que com o tema da Cruz, têm profundas contradições. Para não poucos cristãos, inclusive, “carregar a Cruz” é viver em “derrota”, resignados, tristes, sem esperança, abatidos, como quem deixa que tudo seja, pensando, por exemplo, que “É Deus quem a envioume, esta é a minha Cruz”. Como eles pensam “é Deus que está fazendo grandes coisas comigo”, lá vão eles carregados de tristeza, sem forças, deprimidos e, lamentavelmente, quem vê desde fora da Igreja, dizem: Para que ser cristãos como esses? Há muitos de nossos irmãos que estão confusos com o tema da cruz. Toda atitude de desesperança é oposta ao Evangelho de Jesus Cristo, pois o Evangelho de Jesus Cristo é Evangelho de Poder, de libertação, de saúde, de bênção, de prosperidade, de alegria e paz no Espírito. Então, o que é carregar a cruz? Carregar a cruz é obedecer a Deus, à sua Palavra. Conhecer sua Palavra, para descobrir o que eu tenho como cristão, qual é a minha identidade. Neste tempo instalou-se na sociedade, (também na Igreja) uma certa e dolorosa sensação de decepção, de desídia, de fracasso, de derrota, de “ver tudo escuro”. Inclusive é frequente escutar sermões que só apresentam uma realidade que não muda a situação de quem está ouvindo. Como se diz: é mais da mesma coisa. Alguém disse, que se não somos parte da solução, somos parte do problema. Irmãos, não conhecer a Palavra de Deus, nos mantém em cativeiro, no físico, no mental e no espiritual. Temos como legado de Jesus Cristo na sua Palavra: liberação, sanidade física e interna, a prosperidade e a bênção de Deus, mas se não a conhecemos estamos sofrendo e fazendo sofrer a outras pessoas. Nos acontece como ao padeiro espanhol da história: durante a guerra civil espanhola esse homem havia emigrado como tantos outros a México. Depois de vários anos, ele casado e com dois filhos, e tendo trabalhado duro em seu ofício de padeiro, pelo qual alcançou certa posição econômica, decide levar a sua família passear à sua terra natal, aproveitando uma promoção especial, que consistia numa viagem ida e volta, à Espanha em navio. Esta promoção era uma “passagem especial” para quatro pessoas, com um preço altamente econômico, pois não era questão de gastar a poupança toda num passeio. Chegou o dia e eles embarcam, com uma boa quantidade de queijo e muito pão. Os sanduíches do primeiro dia eram deliciosos. Os do seguinte dia estavam bem; mas no terceiro e no quarto dia, mais ninguém queria saber nada de pão e queijo. O pão estava tão duro que já nem se podia morder e tudo o que eles tocavam cheirava a queijo. A viagem tinha se tornado um tédio. Ao ver a situação, decidido o padeiro, resolveu ir falar ao oficial do navio que pagaria o que


fosse necessário para poder comer na sala de jantar do navio, que estava na parte mais alta, onde viajavam os da “primeira classe”. Bilhete na mão foi buscar ao oficial do navio e quando lhe encontrou, explicou tudo que ele queria fazer, quando ele apresentou-lhe sua “passagem especial”. Ao ver o bilhete, o oficial disse-lhe: - Meu amigo, que você esta fazendo que não se deleita na sala de jantar e de todas as amenidades e benefícios do navio? O padeiro respondeu: - É que a mina passagem é econômica, é “passagem especial”. O oficial sorrindo respondeu: Claro, eu sei. Porém essa passagem dá ao senhor e sua família o direito de participar, sem nenhum custo adicional, de todos os benefícios e amenidades do navio, na sua viagem na ida e volta. Coitado o padeiro espanhol, tanto tempo nessa viagem, comendo pão duro e queijo que já estava rançoso. Sofrendo e o que ainda é pior, fazendo sofrer aos seus. Tudo por não conhecer o que essa “passagem especial” lhe concedia como direito legal: gozar de todos os benefícios e amenidades, sem ter que pagar um adicional por isso. Tudo estava escrito nessa “passagem especial”. Só que ele não havia lido! Não tinha conhecimento, mas ali estava escrito. Irmãos, muitos cristãos e até ministros do Senhor, estamos às vezes pior que o padeiro da história, sofrendo e fazendo sofrer. E, sabem por quê? Por não ler a passagem. No batismo recebemos uma “passagem especial”. Cristo pagou com sua vida o preço dessa passagem e nele temos acesso a todos os benefícios e recursos do céu, que estão disponíveis no seu Nome, por ter aceitado a obra da Cruz, que Jesus realizou por nós, nos salvando, resgatando, nos limpando de todo pecado com seu sangue, nos livrando de toda maldição, nos curando de toda doença e de toda miséria. Acontece que, igual que o padeiro da história, nós não limos nossa passagem: a Palavra de Deus. Ali diz claramente que pelo batismo temos em Cristo nossa identidade, pois fomos sepultados com Ele, para ressuscitar com ele. “E com Ele nos ressuscitou e nos fez assentar nos céus, em Cristo Jesus”. (Efésios 2.6) Ao receber o Espirito Santo recebemos grandes “poderes” e autoridade, mas não conhece-los nos leva a viver cativos, amarrados, doentes, sofrendo e fazendo sofrer, como está acontecendo neste tempo na vida de muitos cristãos. E lamentavelmente, como já disse, até na vida de muitos ministros do Senhor. Isto, insisto, é por não conhecer esta identidade que por sua Graça temos em Jesus Cristo: “Meu povo morre por falta de conhecimento...” (Oseias 4.6). Carregar a cruz é obedecer a Deus, é dizer-lhe “amém”. É deixar que Ele quebrante nossa alma, nossos pensamentos, razoes, critérios, nosso egocentrismo, nossa autossuficiência, nosso eu muitas vezes entronizado, por encima da Palavra de Deus em tantas pessoas, e coberto de uma suposta “religião”. A Bíblia não só fala de fé, também da obediência a Deus, pois “...os demônios também creem, mas se estremecem” (Tiago 2.19). A fé é obediência a Deus, à sua Santa Vontade e à sua santa Palavra. Quando aquele dia os discípulos escutaram Jesus dizer que “Quem não carrega sua cruz e não vem após mim, não pode ser meu discípulo” (Lucas 14:27), se assombraram pois para eles era comum ver passar aos que iam ser crucificados pelos romanos. Não tardaram em compreender que, para seguir a Cristo tem que se viver como “um condenado à morte” para este mundo e sua “sabedoria”, pois este propõe a realização pessoal sem Deus alimentando a exaltação do ego. Eles tinham bem claro o que significava “carregar a cruz”, como todos deveríamos ter claro e cada um dos discípulos e todos os que, no transcurso que for respondendo ao chamado do Mestre, querem compartir sua mesma vida, pois ser cristão é muito mais que “pertencer a uma religião”. O cristianismo, na realidade é sobre tudo uma experiência de vida no poder de Jesus Cristo, no Espirito Santo, para que, concretamente, cada cristão possa viver neste mundo uma vida sobrenatural. A mesma fé que se move no plano sobrenatural e experimental. Nesse plano, a unidade da Trinidade é um mistério: Pai, Filho e Espirito Santo; três pessoas diferentes e um só Deus verdadeiro. O que para o mundo é loucura, para o crente é “força e sabedoria de Deus”. Tantas vezes ouvimos, até de nossos avos: “Pela cruz à Luz”. Quanta verdade e sabedoria guarda, pois carregar a cruz é morrer ao eu que é obscuridade para que brilhe a luz de Cristo. Carregar a cruz é morrer ao egocentrismo, à autossuficiência, é até ser difamado, caluniado, humilhado, perseguido por causa de Cristo e seu Evangelho, mas: “Se Deus


está conosco, quem estará contra nós?”. Carregar a cruz, nunca é se identificar com a maldição, o castigo, a doença, a miséria, a derrota, a desunião, o fracasso, etc., senão pelo contrário é se identificar com “vida e vida abundancia” que Cristo nos trouxe. Como Paulo fez, quem por isso dizia: “Por Ele sofro, até carregar correntes, como malfeitor, mas a Palavra de Deus não está algemada!” (2ª Timóteo 2:9). _____________________//__________________________________

2

O Senhor vem

“Pela mesma Palavra do Senhor afirmamos isto: nós que agora vivemos, se ainda estamos com vida quando o Senhor vier não nos adiantamos aos que morreram. Quando se dê o sinal pela voz do Arcanjo, o próprio Senhor descerá do céu, ao som da trombeta divina. Então ressuscitarão os que morrerão em Cristo. Depois nós, os vivos, os que ainda estivermos, nos reuniremos com eles, levados nas nuvens ao encontro do Senhor, lá acima. E para sempre estaremos com o Senhor. Guardem, pois, estas palavras, e confortem-se uns aos outros”. 1ª Tessalonicenses 4,15-18

O verdadeiro crente é como o Apóstolo Paulo: “O Senhor vem”. Vive nessa espera profundamente ativa, sempre atento aos sinais dos tempos, com alegria, desejando a Vinda do seu Senhor. Assim temos que viver, como servos de Jesus em sua Santa Igreja e exclamar: “Vem Senhor Jesus!”. Fazendo uma revisão da história, podemos ver que desde a instituição da Igreja, o que acontece no mundo têm íntima relação com o que nela acontece. O mundo, o demônio e a carne, como é entendido biblicamente, são sempre os inimigos de Deus e da Igreja. Bem claro nos diz o Apostolo São João, ao começo do seu Evangelho: “mas o mundo não o reconheceu” (João 1,10). Mas a Igreja tem poder em virtude do Espírito Santo, de transformar o mundo, de vencer ao demônio e de superar a carne e, nesse sentido, podemos dizer que “o mundo floresce”, quando os cristãos cumprimos a Vontade de Deus. Os santos dos primeiros séculos obraram deste modo, como São Inácio de Antioquía, São Irineu, São Hilário, São Bento, São Agustín, São Gerônimo e tantos outros. Seguindo pelos séculos XIII ao XVII, São Francisco de Assis, São Inácio de Loiola, São Francisco Xavier, Santa Teresa de Jesus, São João da Cruz, e tantos, que acho que sou injusto escrevendo destes aqui, parece que deixo de lado a tantos homens e mulheres que serviram a Deus e alcançaram o que nós algum dia esperamos alcançar, com a ajuda do Senhor, quando tentamos imitar suas virtudes. Nestes santos mártires vemos como nesses séculos a Igreja foi ativa e fervente em sua missão evangelizadora. Levando o Evangelho a traves dos mares aos novos continentes, o novo mundo viveu um florescimento no social, no cultural, no artístico, etc. Também, como já disse, quando a Igreja esteve numa situação diferente, isto se refletiu no mundo. Isto é específico. Por


isso eu acho apropriado pôr nossos olhos, à Luz do Espírito Santo, na realidade do tempo que, pela Graça de Deus vivemos. A Palavra de Deus nos revelou que “a terra, juntamente com suas obras, será consumida” (2ª Pedro 3,10), ensinando-nos também que este é o “trecho final”, pois desde a glorificação do nosso Senhor, estes são os últimos tempos: o Senhor pode voltar em qualquer momento. O servidor fiel do Senhor, sabe isto. Por isso está ocupado nas coisas do seu Senhor e não espera a Cristo “como ladrão que vem de noite”, porque esta expressão supõe juízo e castigo. Pelo contrário “vive na luz e caminha na luz”. “Vós, meus irmãos, não andais em trevas, de modo que esse Dia vos surpreenda como ladrão”. (1ª Tessalonicenses 5.4). O servidor de Cristo se identifica com Ele e caminha em vitória, atento ao tempo que vive. No amor de Jesus, a quem espera unido a seus irmãos como Igreja, com quem invoca, sempre com renovado gozo e fervor: “Amem! Vem Senhor Jesus!”. Este tempo deve ser vivido numa decidida e valente vocação missionária por todos os batizados pois, como membros do Corpo de Cristo, tem cada um seu lugar e sua função específica no mesmo. Se eles descobriram ou não, o certo é que pelo batismo são membros do Corpo de Cristo, sua Igreja, que é, foi e será evangelizadora e mestre até a Vinda do Senhor. Nela a renovação Carismática é um presente do Amor de Deus. Não só como própria do batismo sacramental (ver Tito 3.5) mas também em nosso tempo, como uma “corrente de graça”, fruto da oração de nossos pastores, quem em vésperas do Concílio Vaticano II, unidos ao Papa João XXIII, pediram ao Senhor “um novo Pentecostes”. O Espírito Santo está “soprando”, suscitando homens e mulheres que, muitas vezes aos olhos daqueles que vendo desde a ótica de suas tradições pessoais, das que fizeram sua “religião”, resultam incompreensíveis, outras até desprezíveis, chegando mesmo a dizer: “Que poderão saber estes? Donde saíram?”. Obrar dessa forma é um lamentável sintoma de loucura. Assim também eram muitos dos fariseus e mestres da lei nos tempos de Jesus: “Vós dizem que perscrutais as Escrituras, porque pensam encontrar nelas a vida eterna. As Escrituras falam em meu favor; não obstante, vós não quereis vir a mim, com o qual teriam vida”. (João 5:39-40). Isso mesmo aconteceu aos nossos irmãos na fé, até que aquele homem, Gamaliel, que era de uma posição contraria à Igreja primitiva, descobriu sabiamente que por esse zelo que exercia de “boa fé” podia estar se enfrentando ao Deus que ele queria servir. O Espírito Santo nunca se contradiz e isto é muito importante saber. Nos deixando conduzir sempre por Ele, receberemos revelações que nos demostrarão que antes que nada Ele é Deus e que Ele não se move nos nossos planos, mais bem quer que nós andemos nos Dele. O Espírito Santo é o vento de Pentecostes que não devemos pretender encaixilhar no “ar-condicionado” dos nossos planos ou tradições humanas, que talvez foram-nos úteis em algum momento no pessoal mas de nenhuma maneira devemos fazer delas doutrina, e muito menos quer impor a outros. Com muita dor e tristeza vemos hoje muitos católicos participando nas seitas ou praticando toda classe de religiões filosóficas orientais. No panteísmo, nova era, controle mental, ioga ou espiritismo, magia, feitiçaria ou bruxaria, tarô, ocultismo, e toda forma de idolatria, encoberta, algumas vezes de filosofia ou de poderes psíquicos, ou de “energia positiva”. Com pêndulos, cabalas, talismãs ou amuletos, tais como pirâmides, chifres, olhinhos, ou a tão famosa fita vermelha, etc., coisas que em alguns casos, em forma de brinquedos, estão ao alcance das crianças. Todos estes venenos do maligno são consumidos muitas vezes por ignorar a Palavra de Deus, talvez porque na Igreja havíamos perdido de vista o kerigma. Mas quando se dá testemunho do amor e do poder de Jesus Cristo, nos acontece igual que Paulo em Éfeso: “E não poucos dos que haviam praticado a magia juntaram seus livros e os queimaram... calculando-se o valor em cinquenta mil moedas de prata...”. (Atos 19,19). Neste tempo, o Espirito Santo esta batendo forte no egocentrismo, particularmente nos ministros do Senhor e seus servidores, aos que se os pediu ser, como nos diz Santiago na sua carta, “fazedores “ da Palavra. Não nos contentamos só com ouvi-la senão com praticá-la. Crescendo na humildade, sabedoria e discernimento para tirar fora da nossa vida toda “falsa realidade” e todo farisaísmo. Quebrantando nossa alma para que o Senhor possa usar como sempre fez àqueles que se humilham e se mostram indigentes diante dele: “Deus escolheu à gente comum e desprezada; escolheu o que não é para rebaixar ao que é”. (1ª Coríntios 1.28).


Isto está se manifestando nesta época. O Senhor está se servindo de homens e mulheres para testemunhar com Poder seu Nome, sua salvação, usando-os como canais para a conversão de muitos que viviam no pecado longe dos sacramentos (destes tenho incontáveis testemunhas). Em alguns casos aproximando-se a confessar depois de cinquenta anos, quarenta anos, ou como meu próprio testemunho, depois de trinta e cinco anos de não fazê-lo. Sou testemunha, com gozo e para Gloria de Jesus, o amor destes irmãos, por Cristo e sua Igreja, vê-los missionar e dar testemunho da obra Dele em suas vidas. Entretanto também se podem encontrar pessoas que, achando que são “muito religiosas”, muito devotos, dedicam-se a observar, desde seus prejuízos ou sua “sabedoria religiosa”, a estes que “não sabem nada”, que “parecem doidos” (mas Deus os está usando para manifestar sua Gloria) e, criticá-los colocando obstáculos no caminho, murmurando, buscando e até inventando todos os defeitos como se eles não tivessem nenhum. Assim também era Saulo de Tarso “homem religioso”, inclusive ao extremo de chegar a matar ou colaborar com sua ação para que outros o fizerem. Ele mesmo, uma vez convertido vai dizer que tudo aquilo ele o fazia crendo que assim adorava a Deus, porque vivia na cegueira do legalismo, numa espécie de fundamentalismo religioso. Ainda hoje podemos achar pessoas que, com “boas intenções”, crendo que servem a Deus, confiam à sua maneira na lei, mas frequentemente perdem de vista ou esquecem o Espírito. Quanto sofre o Corpo de Cristo por essas coisas, por rivalidades, invejas, ciúmes, que sempre são frutos da carne de uma alma não quebrantada que, mesmo que creia que está servindo a Deus, está servindo-se a si mesma. Que o Sangue de Jesus nos cure de toda cegueira e nos faça dóceis à ação sabia e discreta do seu Espírito, que sopra como Ele quer, onde Ele quer, e sobre quem Ele quer, conduzindo-nos à unidade na diversidade, no seio da sua Igreja Santa, como fez na vida daquele, a quem transformou de perseguidor a apostole e de cujo “punho e letra” recebemos: “Mas ao encontrar a Cristo, tudo isso que podia considerar uma vantagem, me pareceu sem proveito. Ainda mais, tudo eu tenho por perdida, em comparação com a grande vantagem de conhecer a Cristo Jesus, meu Senhor, por quem perdi todas as coisas e as considero como lixo com tal de ganhar a Cristo”. (Filipenses 3.7-8).


3

Os carismas e os ministérios

“Há diversidade de carismas, mas um mesmo Espírito; há diversidade de ministérios, mas o Senhor é o mesmo; há diversos modos de ação, mas é o mesmo Deus quem obra tudo em todos. A cada qual é dada a manifestação do Espirito para proveito comum. Porque a um é dado pelo Espirito palavra de sabedoria; a outro, palavra de ciência segundo o mesmo Espirito; a outro, fé, no mesmo Espirito; a outro, carisma de curar as doenças, no único Espirito; a outro, poder de milagres; a outro, profecia; a outro, discernimento de espíritos; a outro, diversidade de línguas; a outro, dom de interpreta-las. Mas um e o mesmo Espírito distribui todos estes dons, repartindo a cada um como lhe apraz. Pois do mesmo jeito que o corpo é um, embora tenha muitos membros, e todos os membros do corpo, embora suas pluralidades formam um só corpo, assim também Cristo.” 1ª Coríntios 12.4-12

A Renovação Carismática Católica é suma forte experiência de vida no Espírito Santo. Sendo Ele mesmo seu “fundador”, se manifesta entre os fiéis, começando, dir-seia desde “abaixo”, mas projetando-se ate “a cima”. É, portanto, para a Igreja toda, como qualquer manifestação do Espírito Santo, que sempre é a favor do Corpo de Cristo: “sua Igreja”. Creio humildemente que, neste assunto de fiéis e jerarquias, clero e laicos, por muito tempo produziu-se entre ambos, como uma “fenda” que se foi crescendo de tal forma, que parece que ainda hoje, visto desde a ótica humana, em muitos ambientes eclesiais, se da como sem salvação; mas graças a Deus, quem sempre cobre todas nossas necessidades, o Espírito Santo, quer fazer-nos viver uma renovada experiência de corpo onde cada membro encontra sua ubiquação e sua função, em coesão com o resto do corpo e em comunhão com a cabeça, por meio das junturas e ligamentos, as artérias e as veias, em perfeita saúde e harmonia. O Espírito Santo é Aquele que com seu amor e seus carismas, esta recheando essa fenda, e seguira fazendo até que toda a Igreja, em todos os âmbitos, viva essa dimensão concreta de muitos membros, mas um só corpo: “diversidade de dons, mas só um Espírito; diversidade de ministérios, mas o Senhor é o mesmo; diversidade de obras, mas é o mesmo Deus, quem obra em todos”. É nossa humilde experiência todos estes anos como comunidade da Renovação. Podemos dar testemunha, para a Gloria do Senhor, que sacerdotes renovados e irmãozinhos renovados pela graça do Espírito Santo nos descobrimos como “um só corpo”, compartindo como uma família grande, dialogando e expondo com toda liberdade todas as nossas emoções e experiências, com o objetivo d servir melhor ao Senhor. Para dar somente um exemplo, é comum ver em nossos seminários de vida ou de crescimento, que enquanto um irmão servidor está ensinando, há alguns padres queridos sentados como mais um, escutando. Sim, somo um único Corpo cuja cabeça é Cristo; temos, por suposto diferentes funções, diferentes ministérios e diferentes carismas, mas um único Senhor, que obra em todos. A Renovação Carismática, como se diz anteriormente, é uma amorosa resposta do Senhor a essa oração de nossos pastores que, em Vésperas do Vaticano II, pediam para a Igreja um novo Pentecostes. É, portanto, uma experiência Pentecostal, como uma “nova efusão do Espírito Santo”, para renovar a Igreja toda. Alguém dizia que para explicar que coisa é algo, é exemplificador apresentar o que não é. A Renovação não é um movimento apostólico mais, não é um plano de pastoral, não importa qual seja. Não é tampouco uma espiritualidade, se entendemos como tales às belas espiritualidades que enriquecem nossa amada Igreja, como por exemplo: Beneditina, Agustina,


Franciscana, etc., por citar algumas, senão com já foi dito é uma corrente de graça, “um novo Pentecostes permanente”. A Palavra de Deus nos diz que “o Amor foi derramado em nossos corações pelo Espírito Santo que recebemos”. Dele também são os carismas: “Graças especiais que nos fazem aptos e prontos para servir”, como nos ensina o Magistério da Igreja. Portanto, quando recebemos um carisma, recebemos um presente, um presente, um dom, uma graça, que nos dota e nos capacita para servir. Esta graça, ou dom nós o recebemos de parte de Deus. Só Deus dá carismas, nenhuma instituição pode dar, nem sequer a Igreja. Mas é muito importante ter bem claro que esse carisma que o Senhor me deu, tem que ser confirmado pela Igreja e pode-se exercer quando ela é quem me envia. Não aos francos tiradores, que são tão perigosos. Os carismas são dons do Senhor para servir, pondo-os ao serviço das comunidades toda, nunca para “se servir” deles. Quando em nossas comunidades de Renovação os irmãos recebem o que conhecemos como “Batismo no Espírito Santo” é porque aceitarão a Jesus Cristo como Senhor Salvador. Começando a viver a “nova vida” (conversão), é muito comum que esta “efusão” se manifeste em carismas que fazem aos que recebem “aptos e prontos” para servir (LG, 12). Junto com um carisma se recebe, poderíamos dizer uma “natureza”, pois aquele que se “sente” movido a funcionar como “profeta”, “salmista”, etc. Todo o ser se vê implicado nessa direção e nada lhe apaixona mais que servir ao Senhor no ministério ao que foi chamado. Esse é seu maior gozo, servir ao Corpo de Cristo; tudo o que sair deste contexto não é o que ensina a Palavra de Deus. Refiro-me concretamente a que isto que quero recalcar: todo dom ou carisma, ministério ou obra na Igreja é para servir a todo o Corpo. Estivemos falando de dom, carisma, ministério, em singular. Para poder defini-los com maior claridade podem ser dons, carismas ministérios; o Senhor pode nos dar cinco ou dois ou um como os talentos do Evangelho. Deus na sua infinita sabedoria é quem dispõe conforme seu plano e sua Vontade. De fato há pessoas que servem ao Senhor, se manifestando nelas muitos ministérios ou carismas sobrenaturais como os que nos apresenta São Paulo no texto que colocamos no encabeçado deste capítulo. Todos pelo batismo somos reis, sacerdotes e profetas. Todo cristão verdadeiro és profeta para anunciar, exortar, consolar e edificar o Corpo. Portanto todo crente verdadeiro é ministro do Senhor, seu servidor. A palavra ministro, do grego “diáconos”, significa servo, serviçal, mordomo, o que serve em coisas santas. Portanto todo verdadeiro cristão é ministro do Senhor para servir, isto é ocupar seu lugar no Corpo e funcionar como membro vivo e saudável do mesmo. Servos, “servos inúteis”: é o que somos como ministros do Senhor. Somos como luvas nas mãos do Senhor. Eu acho que este exemplo da luva é muito interessante, pois quando está guardada na gaveta, ou caída no chão, de nada serve; mas quando nela é colocada a mão, pode transmitir calor, acariciar, se mover, apertar, curar, etc. A mão é a que pode fazer todas estas coisas, não a luva, mas ao estar dentro dela, a luva é um instrumento. Assim, também cada um de nós, somos como luvas nas mãos de Jesus. Ele quer nos usar. Por isso é bom se perguntar: como está nossa vida como servidores? Para que e para quem faço o que estou fazendo? Quantas coisas se fazem na Igreja com espírito de contenda, por revanche, por rivalidade, por competência, por sobressair ou por buscar reconhecimento humano ou outros interesses pessoais; coisas que o Senhor nunca disse que se fazem e ainda assim os que as fazem acham estar servindo grandemente a Deus, quando na realidade são como “ladrões de gloria”. Com suas atitudes são instrumentos inconscientes do inimigo e, em muitos casos, estão usando as armas prediletas do Maligno: rivalidades, discórdias, invejas, ciúmes, contendas, vinganças, etc. Por isso creio firmemente que se pode estar predicando a Jesus Cristo, e estar fazendo-o com critérios e atitudes do inimigo. Isto é em desobediência, por rivalidade, etc. Insisto, pode-se estar com Cristo na doutrina e com Satanás nos princípios. Lamentavelmente isto é possível. Conhecemos pela Escritura, que toda obra verdadeira na Igreja, é feita pelo Espirito Santo; portanto Deus não vai nos recompensar pela obra que estamos fazendo, pois é Ele quem faz. Ao Senhor não lhe assombra sequer o bom que possamos estar fazendo, senão que por


amor estivermos no que Ele nos mandou fazer. Nossa recompensa é nosso chamado a lhe servir; por isso o que importa é que deixemos Deus fazer a traves de nós colocando-nos com humildade procurando sempre a unidade, trabalhando para a saúde do Corpo todo, lembrando que o Senhor vai nos recompensar pelo caráter do que estamos fazendo. É: “por quem eu faço?”, “para quem eu faço?”, pois o distintivo do servidor é o amor por Jesus e por seus irmãos. Igualmente todo ministério tem que ser confirmado pela Igreja, em comunhão com nossos pastores: o Bispo, o padre assessor, o responsável, sometendo-nos mutuamente por amor, como ensina a Palavra de Deus, a Tradição e o Magistério da Igreja, pois somos um só Corpo e um é o batismo. “Um é o Corpo e um é o Espirito, pois ao ser chamados por Deus, se deu a todos a mesma esperança. Um é o Senhor, uma a fé, um o batismo. ” (Efésios 4.4-5).

4

Vocação do servidor

“Disto são testemunhas o Sumo Sacerdote e o Conselho de Anciãos. Um dia me entregaram cartas para os irmãos de Damasco e eu saí para deter aos cristãos que ali havia e trazê-los algemados a Jerusalém para que fossem punidos. Me dirigi a essa cidade. Ia de caminho e já estava perto de Damasco quando, de repente, por volta do meio dia, uma grande luz que vinha do céu me envolveu com seu resplendor. Caí no chão e ouvi uma voz que me dizia: “Saulo, Saulo, por que me persegues? ”. Eu respondi: “Quem es tu, Senhor? ”. Ele disse: “Sou Jesus, o Nazareno, a quem persegues” Os que me acompanhavam viram a luz e temeram, mas não ouviram a voz de quem me falava. Eu disse: “Senhor, o que devo fazer?”. O Senhor me respondeu: “Levanta-te e segue teu caminho a Damasco; ali te dirão o que deves fazer”. Como eu não enxergasse mais por causa do fulgor daquela luz cheguei a Damasco levado da mão dos meus companheiros. Lá foi me visitar um certo Ananías. Era um homem piedoso segundo a lei, estimado por todos os judeus que ali viviam. Ele me disse: “Saulo, meu irmão, recobra a vista”, e eu nesse instante pude vê-lo. Então ele disse: “O Deus de nossos pais te escolheu para que conheças sua Vontade e vejas ao Justo e ouças sua Voz. Desde agora, serás sua testemunha diante de todos os homens, para lhes dizer tudo o que viste e ouviste. E agora, o que esperas? Levanta-te, recebe o batismo e lava teus pecados invocando o seu Nome”. Atos 22,5-16

O encontro pessoal com Jesus Cristo nos leva a crer no amor incondicional do Pai. A nos reconhecermos como pecadores, pedindo perdão e aceitando a Jesus Salvador pela fé, vivendo uma conversão em nossa vida. Renascendo à vida da graça, entregamos nossa vida ao Senhorio de Jesus Cristo que nos dá “vida noiva” no Espirito Santo e nos leva a experimentar a salvação, descobrindo com alegria e renovado entusiasmo, a vocação recebida no batismo. É ali onde se produz aquilo que alguma vez ouvi e que fui experimentando na minha própria vida, compartindo-o com meus irmãos nos diferentes seminários de crescimento, como estou fazendo agora: “Jesus que nos dá sua paz, já não nos deixa em paz”. No meu caso particular, como aconteceu e acontece com muitos irmãos, me vi envolvido na obra ate quase poderia dizer, se vale a expressão, “quase sem querer”, servindo ao


Senhor, faz já quase quinze anos, para a gloria do seu Nome, com todas as limitações, mas com muita alegria. Deus é o que toma a iniciativa para nos chamar e o faz de diferentes maneiras: ao sacerdócio, ao matrimonio, ao celibato, a tempo completo, uma hora à semana, etc. Ele é o que chama a diferentes funções: apostole, mestre, profeta, evangelista, salmista, etc. São diferentes os chamados, mas há um só batismo; são diferentes as funções, mas um é o Espírito, e um é o Corpo, como um é o Senhor. A graça e a vocação todos temos pelo batismo, para servir ao Corpo de Cristo. Dali que é importante discernir: que é o que o Senhor quer de mim? Onde me quer colocar no Corpo? E qual é minha função no mesmo? O essencial para o discernimento e´, em primeiro lugar, descobrir que as coisas do Senhor não se manifestam aos sentidos, já que estes são facilmente enganados pelo inimigo. Os crentes não “sentimos do Senhor”. Nunca vamos encontrar aos discípulos de Cristo dizer aquilo na Escritura, senão que como Paulo por exemplo anunciar: “Eu recebi do Senhor”, “Me foi revelado por Ele”. As coisas do Senhor são reveladas a nós em nosso espirito renascido pelo sangue de Jesus, onde mora o Espirito Santo que nos leva, se o deixamos, a viver essa vocação que, insisto, nunca é inclinação natural nem é um titulo. Estes últimos sabem ser na Igreja, às vezes muito perigosos, pois há casos de que quem os sustenta parecem déspotas ou tiranos. Esta vocação é para servir com amor, para a edificação do Corpo todo. O senhor te chama e inunda todo teu ser. Poderíamos dizer que satura teu espirito de tal forma que você se vê implicado na obra, e nada neste mundo pode te alegrar mais que servir ao Senhor nesse ministério que é para ti. Ainda mais: esse realmente é você. O carisma “brota de ti”, sem nenhum esforço, com toda naturalidade, sem se fatigar, pois insisto, “esse realmente é você”: mestre, profeta, salmista, pregador, etc. Assim também te reconhecem teus irmãos, o carisma, o teu ministério, pois esta graça se nota. Esta vocação é um chamado do Senhor, portanto é sagrada, mas leva uma enorme responsabilidade. Dai que para andar com passo firme e seguro é imprescindível estar sujeito a obediência com humildade, em oração, em comunhão fraterna, crescendo na leitura bíblica e na vida sacramental. Jamais deves sair exercer um ministério se não for enviado pelos responsáveis da sua comunidade, em comunhão com o assessor o pároco, o bispo, etc. Lembre sempre que somos chamados a servir para tal ou qual ministério com a confirmação da comunidade; a crescer constantemente, a nos formar sempre, mas o envio o determina o Senhor: “Recebereis o Espirito Santo e serão minhas testemunhas” (Atos 1.8). Nunca tentes, se não quiseres te ver envolto em sérios problemas, saltar ou alterar estes passos. Seja sábio e prudente; Aquele que te chamou não se contradiz. Não vai te chamar, te dar a graça para logo esquecer de ti. Ainda mais: Ele tudo o faz sem se esquecer de ninguém. Não se apresse, espere ativamente na oração. Caminhe sempre em obediência e não duvide que o Senhor caminha a teu lado. Sou consciente de que alguém possa pensar que exagero por mina insistência a estar sujeito à autoridade. Mas, por sua infinita misericórdia, no tempo que levo servindo ao Senhor no ministério da Palavra, posso testemunhar o seguinte: para um ministério seja “exitoso”, isto é dar frutos para a gloria de Deus, é necessário, em primeiro lugar, que seja dado pelo Senhor, confirmado pela Igreja por meio de seus pastores, aberto sempre a crescer e se capacitar e ser enviado em obediência a exercê-lo, pois só obedecendo podemos exercer a autoridade delegada. Basta ver o que sofre a Igreja por causa dos desobedientes, que quando tem um grau de autoridade, no sabem exercê-la. Voltando-se autoritários, fazendo padecer a todo o Corpo. O Apostole Paulo nos dá o exemplo do estádio e os atletas em 1ª Coríntios 9.24, para nos mostrar como devemos recorrer este caminho, em pós da meta, para poder “alcançar o prêmio e a coroa que não murcha”. Para isso é imprescindível conhecer a Deus. Isto é intimidade com Ele na oração e na leitura bíblica. Conhecer Sua Palavra para saber como se “move” o Deus a quem sirvo. Entender a Vontade de Deus é extremadamente importante. Ele é quem põe as regras e eu, para obedece-las, devo conhecê-las. Ainda quando quem chama é o Senhor. Ele não garante


o sucesso nesta empresa, pois aqui há duas vontades em quest‼8º: a vontade de Deus e a minha vontade. Se eu someter minha vontade à de Deus, ali sim vai chegar o sucesso. Por que eu digo isto? Porque embora “nascemos de novo” nunca deixamos de ser livres para escolher. Quando não obedecemos a Deus tombamos no pecado. Às vezes, procurando nos justificar, não percebemos que nosso pecado é pecado, e permanecerá, com nossas justificações ou sem elas. O único que pode justificar é o Senhor, para isso tenho o Sacramento da Reconciliação, peço perdão, endireito meus passos e volto ao caminho desde o principio. Há servidores que, depois de muitos anos de servir num ministério, caíram em pecados graves como o adultério e, uma vez arrependidos, reconciliados com Deus pelo Sacramento, pretendem retomar o ministério onde haviam deixado. Isto não é o que emerge do que ensina a carta de Paulo aos Coríntios. Tem que voltar a começar. Sim, isto não é fácil, pois muitas vezes se chega a perder a reputação de tantos anos. Mas é assim ao menos como nos pede quem pôs as regras: “Castigo o meu corpo e o someto, não seja que, depois de pregar a outros, venha a ser eliminado”. (1ª Coríntios 9:27). Há também ministros do Senhor, coisa que é muito mais grave, servindo em situações graves de pecado, numa “vida dupla”. Não irmãos, de Deus ninguém se mofa. É melhor ser sinceros, reconhecer quando falhamos e cumprir as regras que, insisto, não definimos nós mesmos, senão o Senhor. Deus é amor e misericórdia. Ele é quem cura nossas feridas e nos perdoa. Mas é também um Deus justo que não quer hipocrisia, senão sinceridade e humildade. Continuando com o que nos apresenta a Palavra de Deus, o estádio e os atletas, encontramos em Hebreus 12:1, belos exemplos que podem nos ajudar a ser mais dóceis servidores de Jesus. Somos convidados primeiro a “deixar toda carga inútil” Cada um de nós sabemos qual ou quais são essas “cargas inúteis”, que nos tiram a liberdade ou nos enfraquecem em nosso caminho espiritual. Aconteceu-me com algum irmão e também na minha própria vida, seja por estar numa atividade ou ocupado em outras coisas, que mesmo quando fazíamos obras na Igreja não eram a Vontade de Deus. São cargas que não necessariamente são pecados, mas sim estorvam. Por exemplo, quem tem uma missão e cumpre mas se cansa ou lhe falta tempo e chega sempre tarde ou falta à sua reunião de comunidade. È a mesma pessoa que não se perde um só jogo de futebol na televisão ou a novela, ou fica olhando filmes durante horas. Todos sabem que olhar televisão em si não é pecado (mas tem coisas que acontecem na TV, que os cristãos já não deveriam ver). Não obstante, se por estar frente à tevê por horas deixei de cumprir minha missão, ou não tive tempo para orar ou ler ou assistir à missa, olhar televisão está me levando a pecar. Não tudo o que não é pecado me aproveita nem é útil para mim. Deixemos, pois, toda carga inútil e com certeza vai nos alcançar o tempo para cumprir com nossa missão e fazê-lo com excelência, crescendo em nossa vida espiritual. Também nos anima a que “deixemos… em especial as amarras do pecado”. Vem á mina memoria o conto daqueles marinheiros que depois de passar uma noite de beber, entraram no barcote e começaram a remar para chegar ao barco que estava ancorado perto da costa. Era de madrugada, mas ainda noite escura, e remavam, remavam ate que amanheceu. Quando surgiu o dia e estavam se recuperando da ressaca, se olharam uns aos outros, pois viram que o barco estava à mesma distancia. Cansados, sem forças, depois de remar por horas o que só requeria quinze minutos, perceberam que estavam no mesmo lugar. Não haviam avançado nem um metro. Claro: Não haviam soltado as amarras! Assim trabalha o pecado em nossa vida: imobiliza-nos. Também vale o exemplo da esteira elétrica que se usa nos ginásios para correr ou andar, sem sair do lugar. Isto que uma vez escutei aplicado à vida espiritual, parece apropriado. Deste jeito servidores do Senhor estão andando o caminho dos seus ministérios, como quem anda numa esteira elétrica. Como os atletas descem dela todos suados, cansados, esgotados, enquanto o indicador marca tantos quilômetros, a tal velocidade, mas na realidade estão no mesmo lugar. Alguns acreditam que é questão de correr tão veloz, que tem que ultrapassar a todos. De jeito nenhum. O equilíbrio que é o mais difícil de conseguir é o que temos que procurar


recorrendo este caminho com paciência, mantendo um ritmo que, repito, sempre o indica o Senhor. “Sem pressa e sem pausa”, como diz o ditado ainda quando há oportunidades nas que o Espirito Santo pode nos fazer parar em nosso caminho ministerial par “repor forças”, com vista a uma nova etapa que o Senhor prepara. O importante é sempre por “nossos olhos em Jesus Cristo, que é autor e consumador de nossa fé”. A vitória nesta empresa obtém-la aqueles que, com perseverança se esforçam por chegar ao objetivo. Os que andam por fé na Palavra de Deus, cumprindo a Sua Vontade, servindo ao Senhor com alegria sem olhar o “pequeno!” Ou o “grande” da missão, pois estes são critérios do mundo. Tentando cumprir sempre com excelência a tarefa que o Senhor lhes encomendou. Com amor, com fidelidade e compromisso, porque ouviram ao Mestre: “Se alguém me quer servir, siga-me; e, onde eu estiver, estará ali também o meu servo. Se alguém me serve, meu Pai o honrará.” (João 12:26).

5

Andar em obediência

“Tenham uns com outros as mesmas disposições que teve Cristo Jesus: Ele sendo de condição divina, não prevaleceu nos atos, de sua igualdade com Deus, senão que se despojou, tomando a condição de servidor, e chegou a ser semelhante aos homens. Ainda mais: ao vê-lo comprovou-se que era homem. Humilhou-se e fez-se obediente até a morte, e morte numa cruz.


Por isso Deus o engrandeceu, e deu-lhe o Nome que está sobre todo nome, para que frente ao Nome de Jesus, todos se ajoelhem nos céus, na terra e entro os mortos. E toda língua proclame que Cristo Jesus é o Senhor, para gloria de Deus Pai”. Filipenses 2,5-11

Para andar em obediência ao Senhor, é imprescindível haver tido um encontro pessoal com Ele e sua autoridade. Assim como ocorreu na vida de Paulo, Deus é quem toma sempre a iniciativa, mas o homem responde ao chamado e somete sua vida ao senhorio do Altíssimo, andando por fé na Palavra daquele que o chamou, encontrando assim o equilíbrio na sua vida pessoal, familiar, comunitária, etc. Dizia São Agustín: “Dá-me Senhor o que mandas, e manda o que quiseres”. Ele expressa isto no contexto da continência, mas é também aplicável em forma amplia a todo chamado do Senhor. Nunca o Senhor vai te chamar, sem antes “te dar o que manda”, daí que um chamado a servir, quando é dado pelo Senhor, jamais pode te criar desequilíbrios pessoais ou familiares, senão pelo contrário, restaura, fortalece, plenifica tua vida. Nesse chamado entramos, por assim dizer, numa aliança com Deus. É como uma sociedade entre o “Poderoso” e quem “nada tem”. O Senhor nos das suas riquezas, fazendo-nos participantes dos seus bens, para que os administremos para o bem do seu povo todo e para a gloria do seu Nome. Esta aliança é pessoal, mas é para ser vivida sempre em comunidade. A fé é uma livre resposta do homem a Deus. É sempre pessoal, mas não pode ser vivida em forma isolada, senão em forma comunitária, em comunhão. Porque é pessoal? Porque no tema que estamos compartindo, temos que ter presente que essa aliança o Senhor a faz contigo e te encomenda uma missão que ninguém poderá cumprir por ti. Cada um dos chamados a servir tem uma missão e a que o Senhor te deu, ou faz você ou ninguém cumprirá. Ainda que seja uma missão “pequena” e houver muitos outros com a mesma, lembre-se: você é único aos olhos de Deus. O ministério é, portanto, intransferível. O ministério nunca pode te causar doença, te angustiar ou te causar problemas. No caso de ser casado, não deve prejudicar teu matrimônio, ou a relação com teus filhos, ou o que for. Tudo o contrário. Um ministério verdadeiro, plenifica tua vida. Insisto nisto e também nisto outro: não podes transferi-lo. Por isso é importante discernir num clima de oração, à luz da Palavra de Deus, no seio da comunidade, onde haja pessoas idôneas, capazes de guiar, pastorear e assessorar com sabedoria, com seu conselho e sua confirmação, para que possas servir com seguridade naquilo para o que fostes chamados. Tentando sempre deixar de lado desde esse primeiro momento aquilo de “eu senti”, “eu gosto” ou “eu queria”, etc. Já foi dito, o Senhor “não começa” por nossos sentidos, senão que um chamado a servir se discerne no espirito renascido, mesmo tendo confirmada a missão pelos responsáveis de nossa comunidade; (em comunhão com o padre assessor), e ao ser “enviados” a exercer nosso ministério, todo nosso ser, incluídos os sentidos, se unem e se movem nessa mesma direção. A Palavra de Deus nos diz que “levamos esses tesouros em vasos de barro”. Esse vaso antes de ser tal, foi barro nas mãos do “divino oleiro”, deixando-se modelar e formar. Este é um processo algumas vezes muito duro, porque como a criança vai crescendo e descobrindo sua responsabilidade frente à vida, assim também é a vida espiritual do servidor que quer se adentrar nos caminhos do Senhor. O primeiro que deve fazer é se entregar à vontade de Deus, pois sempre haverá áreas da vida que Ele quer transformar, sanar, restaurar, polir, etc. Muitos são os ministérios que estão estancados ou até hoje se destruindo por não ter em conta este aspecto. Por falta de obediência à sua Vontade, por falta de fidelidade à sua Palavra. É bastante comum ouvir, por exemplo: “eu não sigo nenhum homem, só a Deus”. Parece uma frase “muito espiritual”, mas na realidade significa “eu faço o que eu quero”. É, sem duvida, um espirito de desobediência, de rebeldia, que é principio do diabo. É muito lamentável observar que algumas comunidades dentro da Igreja se movem de uma maneira autossuficiente, como se fossem ilhas, onde seus responsáveis emergiram numa espécie de “senhores feudais”, numa atitude autoritária, convencidos com


certeza, que estão servindo “grandemente” a Deus. Nada mais oposto ao evangelho pois todos sabemos, embora não sempre o praticamos, que é clave para que a comunidade cresça, que cada um dos seus membros sem exceção, ande na obediência, fidelidade, submissão, perseverança, capacitação e quebrantamento, elementos básicos e institucionais para um ministério frutífero. Nosso Deus é um Deus de princípios e aquele que livremente decide lhe seguir, não deve, se quer se evitar problemas, quebrantar esses princípios. “Não trairemos nas trevas, o que aceitamos na plena luz do dia...” nos diz o Papa João Paulo II aos servidores da Igreja. Estamos nela para servir, não para ser servidos, e quem serve não faz o que quiser senão o que se lhe mandou fazer. Quem isto não entender, ainda não descobriu sua vocação de servidor do Senhor. Não são poucos os que estão nesta situação e acham estar servindo ao Senhor. Mas na realidade estão se servindo a eles mesmos. Seus ministérios não crescem, ficaram encerrados em sua autossuficiência, no que eles acham no que eles sabem; nalguns casos, se vale a expressão, até “engordando” porque tem quinze ou vinte irmãos em seu grupo de “oração” ou “comunidade”, como “enfadonhos”. Este egocentrismo está oculto às vezes, em determinadas pessoas “religiosas”. São aqueles que podemos encontrar repartindo quanta devoção se conhece, ou aqueles te repreendem severamente se você errar numa virgula de um rezo ou jaculatória; ou bem os conhecidos como “caçadores de santuários”. Também nalguns casos são aqueles que tendo um ministério de autoridade paroquial ou diocesana ferem o Corpo de Cristo. Eu digo isto com uma mistura de tristeza e assombro, mas com muito respeito. Como acontece às vezes, quando desautorizam toda uma experiência de vida no Espirito Santo, como é a Renovação Carismática Católica, que ainda com seus “riscos”, como é sinalada e como pode acontecer em qualquer lugar onde a vida é fecunda, mostrou seus frutos para gloria de Deus e, com sua graça, certamente continuará mostrando-os cada dia com renovada alegria e fervor, no seio da Santa Igreja Católica, sob a benção de Maria Santíssima, Nossa Mãe. Toda autentica vocação é sempre fruto do encontro com Jesus Cristo, Senhor e Salvador. Ele é o Senhor de todos os santos. É Senhor da tua vida e da minha. Os santos o por Ele. Sem Jesus, não há santidade, não haveria santos. Eles, junto com Maria, nossa Mãe, como a Rainha e Senhora de tudo o criado, foram santos porque deixaram que Deus quebrantara sua auto-suficiência, seu egocentrismo, seu “eu”. Humilharam-se e deixaram a Deus fazer. A Virgem nos diz: “O Senhor fez em mim grandes coisas, seu Nome é santo”. Ela, a concebida sem pecado original, deixou Deus obrar em sua vida. Os santos foram tais porque se entregaram ao plano de Deus. Poderíamos dizer que “não fizeram nada” e ao mesmo tempo “fizeram tudo”. O que tu e eu devemos fazer, isto é, deixar que Deus faça e, nossas vidas o que Ele quiser fazer. No particular, sou daqueles que gosta de ler, estudar, conhecer a vida dos santos porque nesse “mosaico” de carismas, nessa diversidade maravilhosa, encontramos belos caminhos que convergem nesse ponto comum da graça e que sempre nos levará ao amor que eles amaram: Jesus Cristo, o Senhor! A Igreja Católica como mãe e mestre tem calculáveis riquezas que sem dúvida devemos aproveitar para crescer em nossa vida espiritual, sob o manto de Maria, a Virgem de Canaã, que nos diz como Mãe: “Façam tudo o que Ele (Jesus) disser”. Isto é, creio que, sem medo de errar, a mais bela forma de honrar Maria, é obedecendo e seguindo seu exemplo de fidelidade e entrega ao Senhor. Pedindo a ela que interceda por nós para que possamos seguir seu exemplo. O Senhor quer nos usar, mas antes quer nos preparar para isso. Quantas vezes isto que “todos sabemos”, custa na Igreja tantas “dores de cabeça”. A impaciência, em particular daqueles “nascidos de novo”, faz que se comportem em ocasiões como cristãos que em lugar de ser ferventes, como alguém disse, se parecem mais a esses sais digestivas que se bebem com agua e passados alguns segundos desaparece a efervescência. O servidor que quer ser usado pelo Senhor não tem que se deixar arrastar por essa pressa, que quase sempre é má conselheira, senão pelo contrário deve ser paciente, consistente, perseverante, pois o verdadeiro fervor não tem que ver com efervescência, senão com essa maravilhosa virtude: “A paciência tudo alcança” (Santa Teresa de Jesus). A paciência é um bendito caminho de obediência à Vontade de Deus, que como sabemos, quer nos usar mas antes


quer nos preparar para que sejamos bons servidores seus. Este processo é conhecido também como “quebrantamento”. O que quer dizer? Precisamente quebrantar nosso “eu”, nosso ego, nossa autossuficiência, critérios humanos, nossa lógica, nosso parecer, caprichos, etc. Segundo a Escritura, o homem é um ser que tem espirito, alma e corpo “guardem-se mancha em seu espírito, alma e corpo...” (1ª Tessalonicenses 5.23). Quando nascemos de novo, o sangue de Cristo lava o nosso espírito, corrompido pelo pecado, o purifica e santifica. O Espírito Santo vem morar em nosso espírito, lavado com o Sangue de Cristo. Poderíamos dizer que desde esse momento nosso espírito está se santificando, porque nele habita o Espírito Santo; ainda mais, nossa alma está no processo de santificação até o último dia da nossa vida neste mundo. Ali a alma, onde está a mente, a razão, a inteligência, a memória, o caráter, a personalidade, a vontade, etc., é onde o Senhor quer “trabalhar” se o deixamos com nosso quebrantamento. Não é que se possa separar entre espirito e alma, pois o homem é “um ser”, mas aqui o fazemos para aproximar que coisa é o quebrantamento. Diz o Senhor: “Empenhemo-nos, portanto, para entrar nesse repouso, e ninguém conheça a sorte dos desobedientes dos que falamos. Efetivamente, a Palavra de Deus é viva e eficaz, mais penetrante que espada de dois gumes. Penetra até a raiz da alma e do espírito, sondando os ossos e os tutanos para provar os desejos e os pensamentos mais íntimos. Toda criatura é transparente frente a Ela; tudo fica nu e ao descoberto aos olhos Daquele a quem devemos dar contas” (Hebreus 4,11-13) O certo é que o homem é “imagem e semelhança” de Deus, seu Criador. Sabemos isto pela Palavra de Deus, que também vai insistir na transformação da nossa mente, que mesmo sendo “nascidos de novo”, ainda está “carregada” como um disco de computador com os critérios do mundo. É ela, a Palavra de Deus, a que é “viva e eficaz”, que irá vaziando nossa mente do que não é agradável a seus olhos, para enche-lo com seu Poder, que faz novas todas as coisas. “Transformem-se pela renovação da sua mente. Assim saberão qual é a Vontade de Deus, o que é bom, o que lhe agrada...”. (Romanos 12,2). Poderíamos dizer, então, que o Sangue de Cristo santifica nosso espírito; a Palavra de Deus quando nos entregamos à sua Vontade num processo contínuo (quebrantamento), santifica nossa alma e o Espírito Santo santificará nosso corpo. “Porque é necessário que nosso ser mortal e corruptível se revista da vida que não sabe de morte, nem de corrupção” (1ª Coríntios 15,53). Por conseguinte é nossa alma a que precisa ser tratada pelo Senhor, por sua Palavra. Pois é em nossa alma onde se desenvolvem as lutas, já que há áreas, que mesmo que sejamos cristãos “nascidos de novo” e até ministros do Senhor, que pretendem permanecer independentes de Deus. É o “homem natural”, do que nos fala São Paulo, que não é referência só para quem vive em Cristo, senão também para cada um de nós que podemos ter em nossa vida essas áreas que o Senhor quer “tratar” diretamente, se lhe deixamos e obedecemos a sua Palavra, pois nesse livre alvedrio, quantas vezes escolhemos o inconveniente? Ainda sendo servidores, mesmo assim, não deixamos de ser entes morais livres. Este é o verdadeiro caminho de conversão (metanóia, em grego). É um processo contínuo, gradual e progressivo quando por convicção ouvimos a Palavra de Deus, nos entregamos e caminhamos por fé nela. O que o faz espiritual a um homem não é conhecer a Bíblia de memoria, nem o muito que sabe de Deus ou seu grande conhecimento de teologia, senão quanto da Palavra de Deus que conhece, por meio do quebrantamento, por tê-la praticado, transformou sua vida. Um exemplo claro disto que dizemos é São Agustín, homem aprendido, erudito em toda classe de ciência, filosofia e retórica. Penetrou, como ele mesmo dirá depois, nessa busca errada nas seitas, nos conhecimentos “de” Deus. Mas quando conhece “a” Deus e recebe em seu coração a graça e o poder do Espirito de Jesus ressuscitado, exclama: “Senhor nos fizeste para ti, e nosso coração estará inquieto até que descanse em Ti”. Quebrantamento é “aceitar perder tudo...por ganhar a Cristo”, como São Paulo. É passar por louco aos olhos do mundo como São Francisco de Assis. É perder todo prestígio, fama, reconhecimento humano, “aborrecendo” nossa independência de Deus, exclamando no coração: “Tem misericórdia de mim Senhor”. É deitar no peito de Jesus, como João o Batista, “desprendidos de todo privilégio ou comodidade”, em fim, é ser como Maria, escravos da Palavra de Deus. Como ela, receber a Palavra, crê-la, deixar que se faça “carne” espiritualmente em nossa vida, para “dá-la assim à luz” aos que não a conhecem ainda.


Isto pode resultar para alguém uma tarefa titânica, chegando inclusive a desanimá-lo. Mas não é assim. Precisamente é tudo o contrario, pois o único que temos que fazer é nos entregar à ação discreta, simples mas poderosa, do Espírito Santo. Devemos confiar na Palavra de Deus, crendo e obrando em consequência, lembrando que tua fé, minha fé, jamais vai ser maior do que creu e praticou da Palavra de Deus. Essa é a fé verdadeira, não a suposta religião que o homem diga praticar. Repito, a fé verdadeira é quanto dessa Palavra que eu digo conhecer, está santificando minha vida. Outro é “falsa religião”. “Homem de Deus, foge de tudo isso. Procura ser religioso e justo. Vive com fé e amor, constância e verdade. Dá o bom combate da fé, conquista a vida eterna...” (1ª Timóteo 6,11-12). O modelo mais maravilhoso para nossa vida de servidores é o de nosso Divino Mestre e Senhor, que sendo Deus se fez homem, igual a nós em tudo exceto no pecado. Ele não tinha pecado. Porém se humilhou até o extremo: “sendo Deus tomou a condição de servo, se humilhou até a morte numa cruz”. Este é o mais belo exemplo para tua vida de servidor, e para a minha. “Dá-nos Senhor a graça de imitar-te com o coração, ensina-nos a carregar a cruz com paciência, sendo dóceis e obedientes a tua santa Vontade, morrendo a todo egocentrismo e autossuficiência, para viver como verdadeiros discípulos teus e te servir como Tu mereces. ” Amém.


6

Edificar o corpo

“Mantenham entre vocês, laços de paz e permaneçam no mesmo espírito. Um é o Corpo e um é o Espírito, pois ao ser chamados por Deus, se deu a todos a mesma esperança. Um é o Senhor, uma fé e um o batismo. Um é Deus, o Pai de todos, que está acima de todos, e que atua por todos e está em todos. Mas a cada um de nós, foi dada a graça, à medida de Cristo. Por isso é que se disse: subiu às alturas, levou cativos e deu seus dons aos homens. Subiu. Que quer dizer, senão que havia descido com os mortos ao mundo inferior? Ele mesmo subiu, subiu depois por acima de todos os céus, para enche-lo tudo. Assim pois, Cristo é quem deu a uns ser apóstolos, a outros, ser profetas, ou ainda evangelistas, ou bem pastores e mestres. Assim preparou aos seus para os trabalhos dos ministérios em vista à construção do Corpo de Cristo. Até que todos nos juntemos na mesma fé e o mesmo conhecimento do Filho de Deus, chegando a ser o Homem perfeito, com essa madureza adulta que fará de nós a plenitude de Cristo. Então não seremos já crianças movidas por qualquer onda ou vento de doutrina, e a quem os homens astutos podem enganar para arrastá-los ao erro. Mais bem, com um amor autêntico, cresceremos de todas maneiras em direção Àquele que é Cabeça, Cristo. Ele da organização e coesão ao corpo inteiro, por meio de uma rede de articulações, que são membros, cada um com sua atividade própria para que o Corpo cresça e se construa a si mesmo no amor”. Efésios 4,3-16

A missão primordial do servidor é trabalhar na construção do Corpo de Cristo, sua Igreja; levando à madureza, sendo instrumento de paz e unidade, no amor e na verdade. É interessante e muito revelador examinar à luz da Palavra de Deus, de Paulo aos Coríntios (1ª Coríntios 3,10-15), como estamos construindo, com que “material”? Que triste seria que depois de termos esforçado tanto, crendo que estávamos construindo com ouro e prata, toda essa obra fosse queimada, por ser de cana ou palha... “O fogo provará a obra de cada qual...”. Por isso não importa quão grande possa ser o ministério que nos confiou o Senhor, se na realidade o que estou fazendo é o que o Senhor me mandou fazer. Naquele dia, lamentavelmente segundo a Escritura, haverá cristãos, servidores, ministros do Senhor que verão como toda essa obra que levou anos construir, será queimada. Mas foram obras do voluntarismo humano, ate altruístas; mas que Deus nunca quis, nunca disse, nunca mandou fazer. As coisas que impressionam aos olhos dos homens, não “impressionam” a Deus; a Ele em realidade, o único que o “impressiona” é um coração humilhado. “Misericórdia de mim, Senhor, em tua bondade... Um coração contrito te apresento, não desdenhas uma alma destroçada” (Salmo 51,3-9). Deus nos chama desde essa dolorosa realidade nossa (o pecado), mas redimida pelo Sangue de Jesus, por isso também vitorioso em Cristo, e estender seu Reino em meio dos homens, edificando assim, seu Corpo. Portanto enquanto exista a Igreja existirão os carismas, os ministérios e as operações ou obras. É surpreendentemente curioso como se nega, às vezes, a tal ou qual carisma, como que fosse coisa do passado, de outro tempo, ou se criam confusões com respeito aos ministérios na Igreja. Isto responde, creio, humildemente, a uma catequese errada em sua aplicação, a um desconhecimento da Palavra de Deus e do Magistério da Igreja. Em ocasiões tem sua origem em uma atitude de legalismo que em alguns chegou a “cega-los”, de tal forma que “vêem” como extraordinário o que é ordinário; como assombroso e escandaloso para eles, o que é normal e corrente. Passo a explicar. O extraordinário não é que o batizado esteja ocupado de acordo a seu carisma servindo à Igreja. O escandaloso de nenhuma maneira é que de acordo ao dom o batizado, confirmado e enviado pela Igreja, sirva em diferentes ministérios que lhe competem,


como o normal e ordinário. Não é acaso o batismo o que me faz Corpo de Cristo? E como pode um membro, sem estar doente ou atrofiado, se desentender do Corpo? Isso teria que nos assombrar, e ate nos escandalizar, ao ver com dor a tantos batizados como membros sem vida do Corpo. Deus chama de diferentes maneiras, para ocupar diferentes lugares no Corpo. Nos dá diferentes funções, mas o Corpo é um. Em nossa querida Renovação Carismática, os servidores segundo o carisma cumprem no ministério ao que foram chamados: evangelização, catequese, ensinamento, intercessão, assistência, salmista, etc. Sempre enviados por sua comunidade, em comunhão com a comunidade paroquial, diocesana, universal. A prova da autenticidade de um ministério é quando este está sujeito à Igreja. Esse é um ministério genuíno, do contrario é falso, por mais coisas que possa fazer, até “milagres”: se está por conta própria, é falso. A Igreja é um Corpo, e tu e eu somos membros, e para estar sãos e ter vida temos que estar unidos ao Corpo, cuja cabeça é Cristo. Nunca deveríamos perder de vista que, o que nos faz Igreja, não é a função ministerial. É no batismo onde recebemos a graça que nos faz membros do Corpo de Cristo e a partir dali recebemos os outros sacramentos, em ordem ao chamado ou vocação: sacerdócio ou matrimônio, etc. E recebemos carismas “à medida de Cristo” (Efésios 4,7) para servir no ministério, para edificação do Corpo de Cristo. O corpo, estando são: se cuida, alimenta, se protege, se cobre, nunca se agride ou autodestrói; assim também é a Igreja. Em cada comunidade cristã para que esteja sã e cheia de vida, cada membro tem que ser vital, sadio, ativo e ocupar seu lugar e cumprir sua função em coesão com todo o Corpo. Para isso pôs Deus ministros em sua Igreja, para edificar e levar à madureza, “Até que todos nos juntemos na mesma fé e no mesmo conhecimento do Filho de Deus, chegando a ser o Homem perfeito, com essa madureza adulta que fará por nós a plenitude do Cristo” (Efésios 4,13). Este é o principal propósito dos ministérios da Igreja. Aspiremos então, aos carismas como nos ensina a Palavra de Deus, para servir com humildade em bem de todo o Corpo, tendo presente que geralmente o Senhor não começa nossa vida de servidores com “grandes coisas”, senão com “pequenas”, para logo segundo seu plano e sua Vontade “promover-nos”: “ao que me é fiel no pouco se lhe dará...”. Os ministérios podem ser “promovidos”, como por exemplo na vida de Paulo, que mais adiante ampliaremos. A Igreja não é uniformidade, senão unidade na diversidade. Há diversidade de dons ou carismas, diversidade de ministérios e diversidade de operações, mas um é o Senhor; portanto é bom, não esquecer que sempre o trato de Deus contigo, é pessoal, pois Ele, que quer nos usar a todos, não se serve de todos da mesma maneira. Portanto é imprescindível ter a amplitude no entendimento, de que o Espírito Santo se “move” além de toda lógica humana. A Ele ninguém lhe diz como fazer as coisas, pois Ele é Deus. Daí, que para poder trabalhar nesta diversidade, temos que ter a mente de Cristo para não julgar pelas aparências, tirando de nossos corações, todo espirito de contenda, não vendo como adversários aos que não se movem em nossa relação ou trato com Deus. Ser amplos, com a amplitude da sabedoria, para não fazer a outros irmãos, o que pode termos tocado padecer a causa dessa falta de amplitude e, portanto de sabedoria, deixando que seja o Senhor quem julgue. Tendo como gravado em nosso coração, que o centro de toda comunidade cristã é Cristo e o corpo ministerial, vivendo sempre no amor, na unidade, sendo canais de bendição e de paz para nossos irmãos, respeitando o carisma que o Senhor pôs em cada um, para projetar assim, essa “vida em abundância” a todos os âmbitos eclesiais. Em toda comunidade viva, tem que se manifestar os carismas, ministérios e operações em equilíbrio, em harmonia, em ordem e para edificação. A Palavra de Deus nos diz com referencia aos ministérios chamados “maiores”: “Assim, pois, Cristo é quem deu a uns ser apóstolos, a outros, profetas, ou ainda evangelistas ou bem pastores e mestres” (Efésios 4,11). Quero aclarar para evitar confusões, que quando falamos de mestre ou pastor, a referencia é a aqueles que nas comunidades da Renovação, tem a missão da liderança ou o ministério do ensinamento ou catequese e que de nenhuma maneira se contrapõe com o ministério de pastor e mestre do bispo ou com o do pároco ou sacerdote assessor, com quem compartilhamos como colaboradores e a cuja autoridade nos sometemos com respeito, tentando sempre, por amor a Cristo, de servir ao Corpo com fidelidade.


Em nossos grupos de oração e comunidades renovadas, é chamado às vezes o servidor que guia a Comunidade, o responsável ou aquele que coordena ou aconselha com o nome de “pastor”, pois esta é uma função na comunidade. Trabalha fundamentalmente, aconselhando, ajudando a encontrar o crescimento na vida espiritual, compartindo preocupações, alegrias, orando com o irmão, servindo com amor; sendo seus mesmos irmãos quem o reconhecem como “pastorzinho”, pois essa é a função que cumpre no Corpo, com a graça do Senhor, tentando de formar para que à sua vez esses irmãos, possam formar outros irmãos. Aqui não há maus entendidos, nem desvios ou confusões, não substitui nem se contrapõe ao ministério do sacerdote ou do bispo, pois como quantas vezes acontece, em alguns âmbitos, se confunde o respeito, como Deus manda, à autoridade, (pois os irmãos que reconhecem a este como “pastor”, tem bem em claro que este ministério não suplanta, com protocolo ou diplomacia), que muitas vezes encerra atitudes meramente formais, não sinceras. Com este tema do “pastor” ou “pastoreio”, não são poucos os que se escandalizam, como antes se disse: o “normal” parece assombroso. São em alguns casos os mesmos que falam do apostolado ou de cumprir o apostolado. Se alguém na Igreja cumpre um apostolado, esta funcionando como apostolo e o ministério do apostolo segundo a Escritura é aquele que compreende os outros ministérios: mestre-pastor-profeta-pregador do Evangelho. A pergunta seria então, para este caso: Como alguém pode não ser pastor ou mestre e sim ser apostolo? Pelo batismo somos “reis”, “sacerdotes” e “profetas”, podemos ser na Igreja “apóstolos”, mas se dizemos “pastores:” isto escandaliza. Creio humildemente, que isto é por ignorância da Palavra de Deus, por desconhecimento ou interpretações fundadas nos próprios prejuízos, em preconceitos, pois como sabemos inclusive quando a Escritura fala de “bispo” (1ª Timóteo 3,1), faz referência ao que nessa época era o responsável de uma comunidade cristã, sendo para esse tempo, aparentemente para os exegetas, a função do bispo como a conhecemos hoje na Igreja, exercida pelos apóstolos. Em fim, creio, insisto, muito humildemente na importância de uma catequese que, à luz da Palavra de Deus, a Tradição e o Magistério da Igreja, coloque cada coisa em seu justo lugar, para evitar as “questões de semântica” que tem levado a discussões estéreis, ao desconhecimento ou ao conhecimento errado, em alguns casos em intermináveis discussões em questões de “forma”. Enquanto a terrível realidade, por outro lado nos mostra a milhares e milhares de católicos emigrando às seitas. Todos precisamos crer, ser guiados, corregidos, mas sempre com amor, em busca da verdade, em bem de todo o Corpo de Cristo, sua Igreja. Quero aqui dar testemunha, para a gloria do Senhor, de tantos irmãozinhos que hoje estão servindo em nossa comunidade e em outras comunidades, como fruto do amor de Jesus, manifestando nesse “pastoreio” de quem temos a missão de exercê-lo, com humildade e sempre em obediência. Este tipo de coisas, preferem se omitir, mas eu as quis expressar, desde nossa humilde experiência, pois estou convencido que um sinal concreto de ser cristão è dizer a verdade, com amor e respeito, como um filho que fala a seu pai. Feita esta aclaração, quisera muito sinteticamente, apresentar as diferentes funções destes ministérios lembrando uma vez mais, que ainda quando se fale deles por separado, para poder defini-los melhor, o Senhor em sua infinita sabedoria pode dar mais de um ou até todos juntos. Encontramos em Efésios 4.11: “a uns, ser apóstolos...”. A palavra apostolo, como sabemos, significa “enviado”. Pressupõe o ministério de apostolo, os outros ministérios. O mais claro exemplo é o apostolo Paulo: era um discípulo que dava “testemunha”, depois “orou em línguas”, “obrou milagres” no Nome de Jesus, “pregava o Evangelho”, “foi contado entre os profetas e mestres em Antioquía” e finalmente foi “enviado como apóstolo, junto com Barnabé”, seguindo o Livro dos Atos. Geralmente se manifestam neste ministério os dons espirituais de 1ª Coríntios 12.7-11. Sua função é: supervisar, dirigir, controlar, inspecionar, fundar Igrejas locais, presidir. São os que tem o serviço da autoridade, autoridade delegada. “...A outros ser profetas...” O profeta é canal do Espirito Santo, para edificar, exortar, consolar. Ensina a Palavra, ora pelos enfermos. Ele é a “voz”, Jesus é a Palavra. O profeta é o veículo pelo que a Palavra chega ao coração de quem a ouve. Sua vida será “profecia”: ele mesmo é “sinal”. É humilde e corajoso, não transige, não se acomoda, não anda procurando


lugares ou postos. Geralmente se lhe manifestam dons de sabedoria, profecia, palavra de conhecimento, etc. (1ªCorintios 12.7-11). O profeta faz mais que profetizar, é na comunidade instrumento de unidade. “...Ou ainda evangelistas...”. É o kerigma. Poe os cimentos. Seu ministério é parcial, mas fundamental. Traz avivamento à Igreja. É testemunha de Jesus Ressuscitado. Seu tema favorito é a Salvação. É geralmente itinerante, enviado por sua comunidade. Atua inspirado na Palavra e inspira a atuar nela. Leva ao encontro pessoal com Jesus Cristo. Geralmente se lhe manifesta o carisma de sanidade, de palavra de conhecimento e de sabedoria (1ª Coríntios 12.711. Anuncia a Salvação, é testemunha com sua própria vida. “...ou bem pastores...”. Pastoreia às “ovelhas”, é seguido pelo “rebanho”, aconselha, orienta, forma servidores. Sabe ser como um pai, irmão, amigo, confidente, companheiro. Serve com a Palavra à comunidade. Cresce localmente. Aprofunda a Palavra e ora perseverantemente. É paciente, sofrido, misericordioso. O pastoreio não é uma carrega, senão que o exerce com alegria. Geralmente se lhe manifesta o carisma de sanidade, de discernimento de espíritos, de sabedoria e de conhecimento (1ª Coríntios 12.7-11). São dentro das comunidades, líderes ou administradores. “...e mestres...”. É quem edifica sobre os cimentos que pôs o evangelista. O evangelista te inspira a atuar na Palavra, o mestre te diz como faze-lo. Desenvolve o ensinamento. Explica profundidades da Palavra com simplicidade. Destrói falsas doutrinas. Conhece as Escrituras. Discerne as profecias. Deus lhe revela. Capacita a andar mais fortemente no Senhor, guiando sempre ao crescimento na fé, na sã doutrina. Geralmente se lhe manifestam os carismas ou dons de 1ª Coríntios 12.7-11, recebendo-os juntos, como no ministério do Apostolo. O mestre forma, levando ao crescimento na vida cristã. Tudo isto é uma olhada por encima, pois há muito mais para dizer, mas o importante é que tenhamos bem claro, que são graças especiais que Deus dá com o proposito de servir a todo o Corpo, para sua edificação, colocando-os ao serviço da comunidade, discernidos sempre por seus pastores, sob sua guia, assessoria e direção. Em obediência, sujeitos inclusive à correção, quando for necessário; tendo presente que: o exercício incorreto de um carisma, não se corrige por não usa-lo, senão com o uso correto. Andemos então, da mão do Senhor, como humildes servidores em pós desse maravilhoso ideal: “Edificar o Corpo de Cristo... cada um com sua atividade própria para que o Corpo cresça e se construa a si mesmo no amor” (Efésios 4.16).


7

O combate da fé

“Pelo demais robusteçam-se no Senhor com sua energia e sua força. Coloquem-se a armadura de Deus, para poder resistir as manobras do diabo. Porque nossa luta não é contra forças humanas, senão contra os governantes e autoridades que dirigem este mundo e suas forças escuras. Nos enfrentamos com os espíritos e as forças sobrenaturais do mal. Por isso coloquem-se a armadura de Deus, para que no dia mau possam resistir e se manter na fila, valendo-se de todas as suas armas. Tomem a Verdade como cinto, a justiça como couraça, e como calçado o zelo por propagar o Evangelho da paz. Tenham sempre na mão o escudo da fé, assim poderão atalhar as flechas incendiarias do demônio. Por ultimo usem o capacete da Salvação e a espada do Espirito, ou seja, a Palavra de Deus. Vivam orando e suplicando. Orem em todo tempo segundo lhes inspire o Espirito. Velem em comum e prossigam suas orações sem se desanimar nunca, intercedendo a favor de todos os irmãos. Roguem também por mim, para que, quando fale, me sejam dadas as palavras para anunciar corajosamente o Mistério do Evangelho; que Deus me de fortaleza para falar como devo fazê-lo”. Efésios 6.10-20

Um dos grandes problemas que padecemos como crentes, é o problema da identidade. Que quero dizer com isto? Ser cristãos é viver identificados com Cristo. É andar por este mundo como andou Jesus: em “vitória”. “Eu venci ao mundo...” (João 16.33). Em consequência, todo cristão, todo verdadeiro crente pela fé em Jesus Cristo, no poder do Espirito Santo, tem autoridade sobre toda obra do maligno, sobre todo poder das trevas. A questão é estar convencido disto. Uma vez ouvi que os cristãos alcançaram a conversão, “ao nascer de novo”, mas o que precisamos é convicção, para que essa conversão nos faça alcançar o que queremos: a santidade. Sem essa convicção, nos “estancamos” em nossa conversão. Não cremos em nossa vida cristã. Assim estão muitos irmãos nossos por desconhecimento do que a Palavra de Deus diz sobre o que “sou” e sobre o que “tenho” como cristão. Os crentes temos que redescobrir nossas armas espirituais, nossa autoridade, nossa ofensiva como soldados de Cristo, descobrir os princípios básicos e fundamentais para conhecer: como atua o inimigo, qual é o seu caráter, sua estratégia, seus truques e limitações. Isto não quer dizer que temos que combater contra o inimigo, pois Cristo já o venceu. O diabo é um ser espiritualmente vencido, derrotado, sumamente limitado e o crente verdadeiro tem no nome de Jesus Cristo, vitória sobre ele. Isto ensina a Palavra de Deus: “E estes sinais acompanharão aos que crerem: em meu Nome jogarão aos espíritos maus...” (Marcos 16.17). “Os que creiam”. Esta é, por assim dizer, a clave. O que às vezes acontece é que quando não se crê, nos acontece como ao padeiro espanhol do conto do capitulo primeiro. Como ele, nos privamos de todos esses “benefícios do céu” que para nós estão disponíveis no Nome de Jesus Cristo, Nosso Senhor. Caminhemos então, na autoridade que Jesus nos deu, louvando ao Senhor, declarando por fé na Palavra de Deus “vitória “ em seu Nome, e ignoremos ao inimigo. Nenhuma arma forjada contra ti dará resultado, e farás calar a qualquer que te acuse frente ao juiz. Este é o prêmio para os servidores de Iahweh, pelas vitórias que obterão com minha ajuda, disse Iahweh”. (Isaias 54,017). Estão na Igreja, aqueles que negam a existência do diabo e, portanto de suas obras, apartando-se do ensinamento bíblico e do Magistério da Igreja, como dizia Paulo VI, nessa esclarecedora catequese, onde expressava que não é “algo”, referindo-se ao maligno, senão “alguém”, concreto, espiritual, pervertedor e perverso; mas estão aqueles que se movem, como


sempre pendentes do diabo. Dos primeiros não creio necessário seguir falando, ao menos aqui, mas é claro na Palavra de Deus e no Magistério da Igreja, como o diabo existe e existem demônios, ainda quando em alguns casos se lhe atribuem ao diabo enfermidades que, como todos sabemos tem origem em problemas físicos ou neurológicos, etc. Por outra parte, estão os que “imaginam” ao diabo em todas as coisas que acontecem e isto também é por desconhecimento da Palavra de Deus ou por uma catequese errada. Quem louva a Deus em nós é o Espírito Santo e Ele ignora ao inimigo, pois Ele é Deus e o inimigo nada pode contra Deus, nada tem Nele. Assim também temos que fazer nós: caminhar pelo mundo como Jesus, com sua mesma autoridade e poder, pois “se Deus está conosco, quem estará contra nós? ”. Esta é nossa identidade cristã. Em Cristo temos vitória, pois Ele “já” venceu ao inimigo; portanto nós não temos que combater com ele. O combate no que estamos imersos, é o combate de nossa fé. Esta é a questão: Creio realmente, que em Cristo tenho autoridade sobre o maligno? Esta é a verdadeira batalha que temos que livrar, “a batalha da nossa fé”. A questão é quanto dessa Palavra que eu digo conhecer, pratico concretamente em minha vida? Antes se disse que a fé nunca vai superar, no crente, o que este creu, isto é: a pratica da Palavra de Deus. Todos sabemos que a “fé infusa”, a recebemos como graças mas temos que exercita-la, fazê-la crescer ouvindo a Palavra, para crer (obrar) a Palavra: “A fé é por ouvir a Palavra de Deus”. A fé (nesse sentido), tenho que “aumenta-la” eu mesmo, ouvindo a Palavra e obrando a Palavra. A fé é uma arma espiritual tanto defensiva como ofensiva contra o inimigo. O escudo era uma arma que se usava na antiguidade para se defender dos ataques do inimigo, mas por seu peso, geralmente importante, servia também para bater, para atacar. O “escudo da fé” tem este mesmo sentido. Com respeito à fé podem se encontrar opiniões, em alguns casos, como até contrarias. Estão aqueles que dizem: “Se o Senhor quer, que aumente minha fé”, ou bem: “Se eu tivesse a fé daquele ou aquela”, etc. Insisto, a Palavra de Deus diz: “A fé é por ouvir a Palavra de Deus” (Romanos 10,17). Isto nos ensina que a fé vem por abrir nosso ouvido espiritual e assim recebo mais Palavra, que a sua vez faz mais grande meu ouvido, e assim sucessivamente. A fonte da fé é a Palavra de Deus, e a oração é a fé em ação. Isto que seja bem entendido, pois a oração é imprescindível para a vida cristã, é insubstituível, mas ínsito, a fonte da fé é a Palavra de Deus. Ela é a que aumenta minha fé, quando a exercito. Na oração peço ao Senhor que abra meu ouvido espiritual à sua Palavra, para que, recebendo-a, a pratique concretamente em minha vida, para crescer na fé. São muitos os que conhecem a Palavra de Deus em sua mente, pelos sentidos, mas não provêm a fé dessa forma de conhecimento, senão que a fé é produto do espírito renascido pelo Sangue de Jesus. Provêm da verdade de Deus revelada no espírito do crente, quando este se abre a ouvir essa Palavra que é Espírito e Vida. Isto precisamente é “orar em fé”. Este crente é aquele que quando abre seus lábios e declara sua fé, tem derrotado aos seus pés ao inimigo. É autoridade delegada por Deus, que temos por herança em Cristo. É nosso direito, como nos ensina sua Palavra, e o temos por graça dada por Deus aos que creem em Jesus Cristo, em seu amor, em sua misericórdia, em seu poder salvífico e vivificante. Podemos apelar a esse direito e isto sempre “funciona”. Tudo isto se dá pela fé na Palavra de Deus, vivendo nossa vida cristã, nossa identidade, e tirando os olhos das circunstâncias e de nossa lógica humana que muitas vezes nos paralisam. Se somos cristãos nossa identidade é com Cristo e sua Palavra, não com o que pensa aquele ou diga aquele outro. Temos que recuperar os cristãos, e muito em particular os católicos, nossa identidade com Cristo e vive-la, abandonado muitos prejuízos e critérios humanos que, as vezes encobertos de “religião”, nos fizeram perder de vista nossa vocação verdadeira. Temos em Jesus Cristo vitória sobre todo poder das trevas. Temos autoridade e domínio, dados por graça, para caminhar em paz e com gozo. Vivamos nossa verdadeira identidade andando na fé genuína. Confessando a Palavra de Deus o inimigo nada pode fazer, pois: “Saibam que lhes dei poder de pisotear serpentes, escorpiões e a todas as forças do inimigo e nada poderá danar vocês.”. (Lucas 10,19).


O combate é então, o combate da nossa fé (1ª Timóteo 6,12). O diabo está vencido; Cristo o venceu na cruz do Calvário e todos os que caminhamos por fé em sua Palavra, temos por herança vitória em seu Nome. Toda a Bíblia nos fala por fé, melhor a define na carta aos Hebreus: “A fé é a garantia dos bens que se esperam, a plena esperança das realidades que não se vêm”. (Hebreus 11,1). Em todo este capítulo a Palavra de Deus nos falara dos “heróis da fé”. Muitas e belos ensinamentos encontraremos lendo detalhadamente esta passagem da Escritura, mas o essencial é o que faz direta referência ao que estamos compartindo: “... o que se vê, resulta do que não se vê...” (Hebreus 11,3). Estes homens de Deus foram tais, porque someteram seus pensamentos, razões, lógica humana, etc., à ação do Espirito Santo, tantas vezes misteriosa e incompreensível à razão humana. Deus é aquele que sempre escreve reto, ainda com linhas, que às vezes nos parecem “tortas”. Por isso a fé não é o que compreende a logica humana. Quando a fé é verdadeira, é obediência a Deus que tem sua logica divina da qual podemos participar por essa mesma fé. Esta, muitas vezes, nos leva a fazer o que a mera logica humana não pode compreender sem ela. Por citar um só dos exemplos, de tantos que encontramos na Palavra de Deus: Onde caberia a logica humana no caso de Noé para const5ruir um barco no deserto? “Pela fé Noé recebeu de Deus o anuncio dos acontecimentos que ainda não se podiam comprovar; e soube ouvir e construiu a arca que salvaria a sua família.” (Hebreus 11,7). Todo este capitulo da carta aos Hebreus é revelador para nossa vida de servidores, pois esta nos exortando a “voltar às fontes”, em particular neste tempo de tanto racionalismo entronizado no homem, inclusive em ministros do Senhor. Esta nos convidando fortemente a abandonar toda “religião exterior” que não muda o coração do homem e a andar conforma ao que temos em Cristo, já que por sua graça temos alcançado o cumprimento das promessas, vivendo com valentia cristã nossa vocação de servidores. Falávamos no principio deste capítulo sobre conhecer a “estratégia do inimigo”. Isto de nenhum jeito se contradiz com aquilo de ignora-lo, pois como todos sabem, o cristão que tem seu espirito, sua alma, suas forças e todo seu ser postos em Cristo Jesus, Senhor e Salvador. A vida do cristão é Cristo e assim devemos andar, por fé em Jesus e, em sua Palavra, com nosso coração e toda nossa existência, entregada a seu Senhorio. Isto que é claro, mas quando falamos de conhecer a estratégia do inimigo, é para nos convencer da autoridade que temos sobre ele em Cristo, não deixando-nos enganar por seus truques. Em primeiro lugar, a efetividade de Satanás esta em sua persistência. Isto podemos vêlo na Escritura. No relato da criação, Adão, que tinha nele a vida de Deus, caminhava com autoridade e domínio. Ouvia a Deus sua alma (mente, razão, caráter, personalidade, vontade, pensamentos, etc.) sometida; toda a criação lhe obedecia; mas quando caiu, entregou essa autoridade ao diabo. Por isso Satanás é um “usurpador”, seu “poder” e, sua “autoridade” é usurpada. Aqui podemos ver que sua estratégia é inspecionar influencias para logo atacar. Com certeza é um longo processo “efetivo” por sua “persistência”. Assim tentou a Adão e Eva, pouco a pouco, em forma sutil, “pressionando” na mente do homem para fazê-lo cair e logo tomar o homem lhe entrega. Há três mostras da tentação: “A concupiscência dos olhos, a concupiscência da carne e a vanglória da vida” (1ª João 2,16). Isto é muito interessante, pois o inimigo sempre usa contra o homem “armas carnais”. Não pode tentar ao crente com armas sobrenaturais, pois não pode violar a capacidade que o homem tem para lhe fazer resistência a ele. O diabo tem grandes limitações; isto é muito interessante sabe-lo. Por mais que uma pessoa esteja vivendo em pecado, não pode ser tomado em sua vontade para ser usado como o diabo quer, a menos que decida por própria vontade ser usado por ele (cultos satânicos, bruxaria, etc). Porque afirmamos isto? Muito simples. Porque nem Deus mesmo “entra pela força na vontade do homem”, se este não quer, pois respeita sua liberdade. Quanto menos pode fazê-lo o diabo! Embora não o faz por não respeitar a vontade do homem, como sim o faz Deus. Ainda sabendo que não pode se apoderar de sua liberdade, faz pressão para que ceda livremente ao pecado. Por isso dizemos que o inimigo não pode usar contra o homem nenhum poder sobrenatural. Para lhe fazer pecar, usa só armas carnais. E se não puder violar a vontade do pecador para usa-lo como ele quiser, tampouco pode violar a do crente, tais são suas limitações.


Fazendo um paralelismo entre a tentação de Adão e Eva (Genesis 3,1-7), e com o relato da tentação de Jesus no deserto (Lucas 4,1-13), podemos entender como tenta Satanás, para descobrir, seu ser “repetitivo” e também as armas que usa. Em primeiro lugar: “Se és tu filho de Deus, manda essas pedras se converterem em pão...” (A Eva: “A mulher viu que a árvore era apetitosa”). Concupiscência da carne. Segundo, a Jesus: “Mostrou-lhe todas as nações... dar-te-ei poder sobre estes povos e te entregarei suas riquezas...”. (A Eva: “a árvore... era atrativa à vista...”). Concupiscência dos olhos. Terceiro, a Jesus: “Se tu és o filho de Deus, se joga daqui para abaixo...”. A Eva: “A árvore... era muito boa para alcançar sabedoria”. (Vanglória da vida). O mesmo método, as mesmas armas, as mesmas três portas, mas uma tremenda diferença, claro, o resultado. Eva se deixa seduzir na carne e cai. Jesus vence a tentação, citando a Palavra de Deus. Sendo Deus encarnado, sempre citou a Palavra e “O diabo foi-se longe dele...”. Este parágrafo de Lucas é muito revelador para nossa vida cristã. Como antes dissemos, identifiquemo-nos com Jesus na oração, em vida sacramental, unido em comunidade, em comunhão e obediência a nossos pastores. O diabo odeia a palavra > obediência. Odeia que os cristãos estejam sujeitos uns a outros por amor, porque ali não pode fazer nada. As fofocas, as murmurações, as rivalidades, as lutas pelo poder, a contenda, a desunião, são os mais “eficientes canais” por onde o inimigo pode aceder. Há muitos cristãos, lamentavelmente, andando em “derrota”; inclusive me falaram isto pessoalmente, em varias oportunidades, ao dialogar com alguns irmãos que me diziam que ainda confessando e comungando diariamente não encontravam a paz. Estavam com vontade de “deixar tudo”. Isto é, sua missão, seu ministério dentro da Igreja, porque “não me entendem” ou “não estou de acordo com aquele irmão” ou “com o sacerdote”, etc. é certo que não sempre podemos viver o que seria o ideal, pois há vezes que temos a razão, estamos na verdade, mas se murmuramos e criticamos podemos cair, sem querer, na fofoca que pode levar às “lutas fraticidas” que com dor se vêm às vezes. A fofoca (com razão ou sem razão), o pecado da língua e como qualquer outro pecado o inimigo “gosta” dela, porque lhe permite “entrar”. Sou consciente de que muitas vezes podemos estar no certo. Sabendo que algum esta errando o caminho e por querer o bem, estar sofrendo. Sei que algumas vezes as críticas são construtivas, porque estão bem fundamentadas na verdade. Quando é assim, em vez de criticar e cair na fofoca há de se expor com amor e misericórdia essa verdade num clima de paz, procurando a unidade. Para "pôr luz”, o melhor é a correção fraterna cristã e no caso de não ser ouvidos, como dolorosamente ocorre fazer como Jesus: “Morrer pela verdade”. Esta não é tarefa fácil, mas Cristo caminha a nosso lado. Ele pode o que eu, com minhas limitadas forças, não posso conseguir. “Tudo eu posso em Jesus Cristo que me fortalece”. Fazê-lo por fé, mas, insisto: não à murmuração, não à fofoca, não a esse “zelo margo e farisaico” que é destrutor ainda quando tudo nos disser que temos razão. Mudemos então nossas atitudes por fé na Palavra: “Sem fé é impossível agradar a Deus” (Hebreus 11,6). Não é pecado ser tentados. Pecado é cair na tentação e ainda, até no pior dos casos, caindo, igual o crente, confessando sua culpa arrependido no sacramento da Reconciliação, “bota fora” em seguida esse pecado e volta ao caminho da graça. Assim de limitado é o inimigo, que não pode “nos tocar”, se andamos unidos a Cristo, por fé em sua Palavra, fazendo-nos “robustos no Senhor com sua energia e força”. Nossa identidade é com Cristo. Portanto, caminhemos neste mundo como Ele que não veio a ser servido, senão a servir; que nos lavou com seu Sangue e nos purificou; deu-nos vida nova no Espirito Santo e autoridade para viver com gozo, em paz e harmonia, com a liberdade dos filhos de Deus: “Pois morrer é se libertar do pecado. E se morremos com Cristo, cremos também que viveremos com Ele”. (Romanos 6,7-8). Esta é a identidade do crente verdadeiro. Não aquela suposta “religião” do “fracasso”, a “derrota”, o “abatimento”, pois simplesmente, é contraria à Palavra de Deus. Cada um dos cristãos, por crer a Palavra, deve afastar de sua vida essa “falsa religiosidade” para poder caminhar na verdadeira identidade que recebemos no


batismo: “Pois, pelo batismo, fomos sepultados junto com Cristo para compartir sua morte e, assim como Cristo foi ressuscitado dentre os mortos pela Gloria do Pai, também nós caminharemos numa vida nova”. (Romanos 6,4).

8

Qualidades do servidor

“Se alguém aspira a ser bispo, sua ambição é boa: disto não cabe duvida. É necessário, pois, que não se possa reprochar nada ao bispo. Marido de uma só mulher, homem sério, judicioso, de bons modais, que facilmente receba em sua casa e seja capaz de ensinar. Não deve ser bebedor e desordeiro, senão indulgente, amigo da paz e desinteressado do dinheiro. Um homem que saiba dirigir sua própria casa e cujos filhos lhe obedecem e respeitam. Pois se não sabe governar sua própria casa, como cuidará a assembleia de Deus? Não deve ser bispo um recém convertido; não seja coisa que se encha de orgulho e caia baixo a mesma condenação na que caiu o demônio. É necessário também que goze de boa fama ante os que não pertencem à Igreja, não seja que falem dele de mau jeito e se ache enredado nas redes do demônio”. (1ª Timóteo 3,1-7)


Nesta passagem da Escritura, como também em Tito 1,5-9, como foi aclarado anteriormente, quando Paulo fala do bispo, faz referência ao responsável duma comunidade; quando diz “presbíteros”, que eram nessa época o que se conhecia também como “anciãos”, seriam hoje os servidores missioneiros nas tarefas de assistência, visita aos enfermos, intercessão, salmistas, etc. isto não é para toma-lo em forma literal, mas o que sim é claro é que não faz referencia ao bispo, presbítero ou diácono, como o conhecemos hoje na Igreja, pois ao presente destas epístolas, ela não estava ainda organizada como agora se a conhece. Isto veio depois. Portanto, ao ler a Escritura é muito importante conhecer o texto e o contexto, as verdades absolutas e temporais, o tempo histórico, as tradições, a cultura, os costumes desse tempo e desse lugar e, entre outras coisas, o que é que diz e a quem se dirige. Agora bem, nos diz a Palavra em primeiro lugar, que o responsável duma comunidade e também os servidores todos, devem ser irreprensíveis, de uma conduta impecável. Vamos a continuar assim, como está na Palavra de Deus em singular, mas, estas recomendações de São Paulo a Timóteo, são para todo servidor na Igreja. Já nos disse: irreprensível, agora, homem de uma só mulher, significa casado uma só vez, fiel ao Sacramento. Quantas polêmicas se geram entre os católicos por este assunto! Temos que entender que o matrimonio como nos mostra a Palavra de Deus, é uma instituição sagrada, divina, pois o mesmo Deus o estabeleceu assim (Efésios 5). O homem, criado a imagem e semelhança de Deus é a única criatura que se reproduz à imagem e semelhança de Deus. Vamos tentar de explicar um pouco: ao trazer um filho ao mundo, o matrimonio traz um ser que claramente é criado por Deus mas que é também fruto dessa união. Este ser tem um espirito eterno. Para a “vida eterna” no céu ou para a “morte eterna” no inferno, mas eterno; isto é o que pretendo destacar. Esta capacidade de engendrar em certo modo um “espirito eterno” não a tem nenhuma outra criatura, pois os anjos, não tem sexo, não se reproduzem, são criaturas espirituais, maravilhosas, mas criaturas que não tem essa capacidade que sim tem o homem. Por isso a instituição do matrimonio é sagrada e não pode ser tomada de qualquer jeito. O homem (colaborador de Deus ao trazer um filho ao mundo, nessa união do matrimônio), é a única criatura de toda a criação que tem capacidade de “se reproduzir” à imagem de Deus. O homem é a única criatura que tem “imagem e semelhança” de Deus, segundo a Escritura. Deus criou ao homem e os fez macho e mulher para que nessa união sagrada, os dois, sem deixar de ser dois (dois caráter, duas vontades, duas personalidades, etc), sejam um em Cristo. A Escritura diz: “Por isso o homem deixará seu pai e sua mãe para se unir com sua esposa, e os dois formarão um só ser” (Efésios 5,31). Os dois não serão senão um só corpo, e um a seu corpo o cuida. Quando essa instituição é corrompida pelo pecado, se quebranta um principio sagrado estabelecido por Deus. O matrimonio foi estabelecido por Deus para perpetuar como Pai amoroso seu Nome nessa família. O matrimonio é também figura de Cristo e sua Igreja: “Maridos amem a suas esposas como Cristo amou a sua Igreja e se entregou a si mesmo por ela. E a banhou e a santificou na Palavra, mediante o batismo de agua” (Efésios 5,25-26). Por isso Deus aborrece o divorcio (Malaquias 2,16), pois o divorcio corrompe essa sagrada instituição. Isto esta claro na Palavra de Deus e os convido irmãos que leiamos detidamente a carta de Paulo aos Efésios em todo esse capitulo 5. Dissemos, diz a Palavra de Deus, que o Senhor aborrece o divorcio. Mas o divorcio existe. Há matrimônios separados. O que fazer? O primeiro é descobrir que o pecado não pode ser corregido com a tolerância, senão com a verdade e misericórdia. Tem que se analisar cada caso em particular e discernir. É um tema que preocupa à Igreja que, como mãe ama a todos os seus filhos. Tampouco é questão de pôr a todos os que vivem nesta situação como em “prisão perpétua”. A Igreja, insisto, tem em seu coração este problema que hoje é o de muitos filhos e está atenta para dar uma resposta a isto como um desafio mais, mas por razões obvias, levará seu tempo. Insisto que há de se ver cada caso em particular e obrar em consequência, com verdade e misericórdia. Em nossas comunidades participam muitos irmãos nesta situação. Acontece que ás vezes vem homens convidados a um Seminário de Vida no Espirito Santo e estão vivendo com


uma mulher que não é sua esposa, ou se é mulher com um homem que não é seu esposo. Algumas vezes vem o casal com certo temor e inibição. Vou citar um caso: um homem, separado de sua mulher, casou-se com outra mulher e teve filhos com ela. Sua primeira mulher também vive com outro homem e tem filhos com ele. O que fazer? Se separar? E esses filhos? Isso seria somar um pecado maior ao já cometido, pois se quebrantou a instituição do matrimônio. Talvez como acontece em muitos casos, se desprezou o sacramento por ignorância, porque mesmo batizados viviam no “mundo”. Este exemplo que citei, destes que vivem divorciados de seus conjugues e agora casados por lei civil e tem filhos dessa união, não “conheciam” ao Senhor, mas agora o conhecem e tentam viver uma vida na fé, na esperança e, no amor. Como ocorre com tantos irmãos convertidos da toxicodependência, do alcoolismo, da prostituição, etc., quando conheceram ao Senhor (temos na Renovação Carismática infinidade de testemunhos do que digo), passam para dar testemunho e todos juntos exclamamos: Gloria a Deus! Converte-se o criminal e todos glorificamos a Deus, mas e àquele que falhou no matrimonio? Agora, cada dia, esse casal vive descobrindo que Deus é amor, que condena o divorcio, mas, que como ama a todos os seus filhos, quer restaurar todas as suas feridas. Certamente o criminal ou a prostituta que se convertem e, portanto abandonam essa vida de pecado, e confessam sua culpa, retornam ao caminho da graça. Mas quem vive em estado permanente de pecado não encontra perdão até reconhecer sua culpa: “tão só reconhece tua culpa” (Jeremias 3,13). Mas, insisto nisto com fervor, o Senhor é quem restaura todas nossas coisas com sua infinita misericórdia e Ele é quem julga os corações. No pessoal sou daqueles que abrem a todos os irmãos as portas tentando de não atar “a boca ao boi quando ele pisar o grão”, mas discernindo com nossos irmãos, sob a direção do assessor espiritual, tentando de ver juntos cada caso em particular e obrar conforme ensina o Magistério da Igreja e os documentos sobre o tema, com verdade e misericórdia. Quero aclarar que junto com minha esposa, desde essa graça poderosa do Sacramento do Matrimônio, servimos ao Senhor, mas antes de conhecê-lo, fui adultero. Não me separei “por essas coisas”, mas quase eu o fiz. Foi a misericórdia de Deus que salvou meu matrimônio, minha família e minha vida. É Deus quem me perdoou quem sempre te perdoa, te cura e restaura todas as tuas coisas. Em sua bondade nos chama a ter um coração generoso em amor e misericórdia. “Jesus é o único que transforma o fel em mel” (São Francisco de Assis). Certamente há muito para dizer neste tema tão serio, mas, para continuar com isto que estamos compartilhando e passar a outro aspecto, quero concluir esta parte insistindo que sempre tem que se ver cada caso em particular, sem fechar jamais as portas; corregendo o pecado sem “paus” nem “correntes”, senão com amor, verdade, com justiça e muita misericórdia. Agora falemos de outra coisa: “homem sério” é aquele ou aquela mulher, que toma o ministério de maneira responsável. A responsabilidade inclui capacitar-se, conhecer, crescer, saber falar e saber calar, sempre procurando a unidade. Paulo diz também, que “judicioso” é ter bom juízo, não ser “alocado”, pois isto não corresponde a um servidor. Também deve ser no aspecto exterior, pois o servidor não só tem que ser bom senão demonstrá-lo, dando testemunho no visível aos demais daquilo que mora em seu coração. Não se aconselha, por dar um exemplo, que o homem se apresente em sua comunidade com calça curtinha e todo justo, dessas que usam para o ginásio ou para nadar, ou uma mulher vestindo esses shorts de ginástica, ou com uma saia curtinha, etc. Cada um sabe bem em que outros aspectos têm que se dar testemunho desse bom juízo para poder servir ao Senhor, sem ser ocasião de escândalo para os que nos vêm. Sabemos que não é nenhum pecado usar essas roupas e que a santidade não tem que ver com a maneira de vestir, mas o servidor se submete por amor daquele que o chamou a servir-lhe, para que sua presença não seja obstáculo para o Ministério que quer cumprir. O servidor deve ser “de bons modais”. Quantos ministérios fracassaram por isto que parece tão pequeno! Podem-se dizer às vezes coisas muito fortes, mas se os “modais” são os apropriados se recebem como uma correção. Há pessoas que até quando te saúdam parece que te “rejeitam”. Um servidor que não seja amoroso no trato com seus irmãos, não vai ser “seguido pelas ovelhas”.


“Que facilmente receba em sua casa”. Isto é hospitalário. Não só em sua casa, que tem que estar aberta ao irmão, senão em seu coração para acolher ao “irmão difícil”. “E seja capaz de ensinar”. Este é um requisito indispensável naquele que tem a missão de guiar à comunidade. Um dos problemas mais sérios que algumas comunidades tem neste tempo, sobre tudo falando da Renovação Carismática, é por falta de ensinamento. Isso eu exponho desde minha própria experiência, por ter sentido isso em diferentes seminários de crescimento para servidores, em diálogos com alguns servidores que exercem liderança, em diferentes encontros, etc. Às vezes é como se estivessem funcionando os grupos de oração com grupos paroquiais ou como reuniões onde se reza unicamente o Santo Rosário. Não estou abrindo juízo, senão simplesmente expondo uma realidade. O rezo do Santo Rosário é belíssimo, eu o faço todos os dias, e há muitos bons grupos paroquiais, mas essa não é a identidade da Renovação Carismática. Em fim, tudo isto e algumas outras coisas mais com as que alguns se confundem, tem sua origem na falta de ensinamento. Há servidores que dizem que “com amor basta”. Isto se ouve muito bem, mas no fundo guarda uma falsa sabedoria, pois o sábio é aquele que sempre reconhece a necessidade de aprender e crescer. Há comunidades que não tem ensinamento da Palavra de Deus e outras onde se ensina desde o que se dá em chamar “conversa”, como para encher um espaço de tempo “dizendo alguma coisa”. Isto acontece quando quem vai ensinar algo na Igreja não o faz “para dizer algo”, senão porque tem “algo para dizer”. Sou consciente de que alguém pode até ficar bravo comigo, mas eu gosto de expor com amor o que considero verdadeiro à luz do Espírito Santo, aceitando a correção. Se este não é teu caso irmão, dê a gloria a Deus; se pelo contrario o descrito tem algo a ver com tua situação, lembra que “inimigo conhecido, meio vencido”. O Senhor se serve de nosso coração, que se descobre frente ao necessitado, pois sempre há em nossa vida coisas que temos que aprender. Isto é, insisto, sabedoria. Só Deus é Santo e digno de todo louvor. Por esta falta de conhecimento de líderes e servidores em geral, as comunidades às vezes se estancam, não crescem ou andam como à deriva, recorrendo em ocasiões a trazer pregadores de outros lugares. Está muito bem se isto é para um impulso, mas, por minha própria experiência e a de outros irmãos com quem compartilhamos o ministério da Palavra, estes eventos de pouco servem se não tem a capacidade de levar a quem participam, até uma experiência mais profunda de comunidade. Quando não é assim, como ocorrem tantas vezes, os participantes em sua maioria esperam que haja outro evento, para então assistir, mas seus frutos são “relativos”. Não quisera ser mal interpretado, pois há muitos bons servos do Senhor, como os há aqui, de quem aprendemos e por graça de Deus seguiremos aprendendo, pois sempre temos coisas “para receber”, como certamente, “coisas para dar”. O que eu digo é que estar sempre esperando que nos trouxessem o “alimento”, é signo de falta de crescimento e de imaturidade espiritual. Jesus nos diz: “Deem-lhes vocês de comer”. Ele vai multiplicar o pão e os peixes, mas os que repartem aos irmãos o que Jesus multiplica, somos cada um dos seus servos quando temos por sua graça, “os cinco pães” de nossa entrega, de nosso compromisso e de nossa busca, para que Ele multiplique. O ensinamento é requisito fundamental para aquele que pastoreia a comunidade e é missão deste e de seus irmãos que uma vez confirmados, e depois desse período de capacitação, devem começar a dar frutos. Como testemunha eu quero expressar que em nossa comunidade estão se enviando irmãos para servir no ministério do ensinamento a outros lugares. Insisto, eu digo para gloria do Senhor, temos para dar e estamos para receber, pois mesmo quando recebamos o carisma de “mestre”, nunca deixamos de ser discípulos do único que merece ser chamados Mestre: Jesus Cristo, o Senhor!. Diz Paulo também: “Não deve ser bebedor, nem desordeiro, senão indulgente”. Este é o caráter cristão verdadeiro: o equilíbrio. O servidor nunca entra em contenda, é sempre prudente, corrige com amor, é instrumento de paz. Aqui também que importante que é isto, pois


quantas dores de cabeça causam num servidor a imprudência, uma língua descontrolada, a indiscrição, o desequilíbrio emocional, etc. “Desinteressado do dinheiro”. Lamentavelmente, é possível utilizar o ministério para tirar proveito material. De fato acontece, em alguns casos, cair no grave pecado de se valer do ministério para “fazer dinheiro”. Não creio necessário aclarar que as coisas de Deus se dão por amor, gratuitamente; pois “grátis recebemos do Senhor, grátis temos que dar”. É também certo que se pode dar a um servo do Senhor uma oferenda para pagar seus gastos de viagem, estadia, etc. Mas isto é outra coisa. Também tomo o principio bíblico do dizimo que é “para que haja alimentos na minha casa” (Malaquias 3.10), já que isto foi estabelecido por Deus. Isto pertence ao Antigo Testamento, e não é (como se crê às vezes, por ignorância) “evangélico”. Os irmãos “separados” o praticam e isso, e daí? Também louvam a Cristo, então o que fazer “para que não se confunda”? Com esse mesmo princípio, vamos deixar de louvar a Jesus? Por favor, deixemos os “prejuízos” e comecemos a caminhar por fé na Palavra e não privemos a nossos irmãos separados, nem nos privemos nenhum de nós na Igreja, da bendição do Senhor, pois “Derramou para vós a chuva bendita até a ultima gota...” (Malaquias 3.10). O dizimo como a oferenda, é um principio bíblico que se praticou no tempo da lei, como no Novo Testamento (Gálatas 6.6; Hebreus 7.4-10, por citar algumas passagens). Mais ainda, quatro séculos antes, da “promulgação da lei”, Abraão pagou o dízimo (Gênesis 14.17-20). Jamais deveria fazer-se comercio na Igreja e quanto menos apoiados num ministério. O que se deveria de tentar fazer é criar em cada irmão a “consciência comunitária”, pois como diz a Palavra de Deus “pagar o dizimo” para o crente, é um mandato divino: “Entreguem, pois, a dízima parte de tudo o que vós tendes, ao tesouro do templo, para que haja alimentos na minha casa. Tentem depois me provar, lhes propõe Iahweh dos Exércitos, para ver se eu lhes abro as comportas do céu ou se derramo para vos a chuva bendita ate a última gota...” (Malaquias 3.10) e também: “Honra a Iahweh dando-lhe do que tens, oferece-lhe as primícias de todos os teus frutos. Então, teus celeiros estarão cheios...” (Provérbios 3.9-10). Sigamos o exemplo da primeira comunidade cristã, onde se compartia e “... não havia entre eles nenhum necessitado...” (Atos 4.34). “A cada um segundo sua necessidade” (Id., 35). Continuando com as qualidades do servidor, encontramos o seguinte: “...que saiba governar sua casa e cujos filhos lhe obedecem”. Antes foi dito: um ministério verdadeiro nunca pode criar conflitos: um ministério verdadeiro nunca pode criar conflitos em tua vida, em tua família, em teu matrimonio ou te enfermar, ou “te anular”, ou “tirar sua paz”, etc. Ao contrario, pois tendes um “dever de estado” que tem que ser cuidado. Nunca tentes fazer o que outro faz, já que Deus te chama a ser tu mesmo. Não são poucos os que destruíram seu matrimonio, seu lar, sua “paz”, por não fazer o que deviam e pretender fazer o que queriam; em alguns casos por “escapismos”, fugindo de suas responsabilidades de pai e mãe ou esposo ou esposa. Deus te quer equilibrado, não em conflito. Se esta ocorrendo algo como o que estamos descrevendo, com tua vida, tua saúde, teu matrimonio, tua família, lembre isto: não obra assim o Senhor. Pare e peça ajuda idônea. Busque direção espiritual, pois é claro que se não podemos ter em nossa casa ou em nossas relações familiares tampouco podemos servir na assembleia de Deus. Por ultimo diz, “não tem que ser um recém-convertido” e sim “que goze de boa fama”, dentro e fora da Igreja. “Não” à personalidade dupla. Não devo ser de uma maneira na Igreja e fora dela me comporto com os critérios do mundo. O cristão tem que ser testemunha de Cristo tanto na Igreja como em sua casa, em seu trabalho, na rua e em todas as partes. Devemos ter muito presente que à vez que servimos num ministério somos, segundo o caso, medico, mecânico, tecelã, enfermeira, etc. Mas antes que nada, temos que ser servidores de Cristo com tudo que isso implica. Deixei para a parte final “não tem que ser um recém-convertido”, que também quer dizer que não seja um imaturo. Esta imaturidade não tem que ver tanto com a idade como com o “caráter”. Sei de servidores, e em alguns casos são pessoas maiores de idade, tanto no chamado


a missionar como nas sanidades ou outros temas em que os irmãos da comunidade os consultam. Como dever, os aspectos fundamentais a ter em conta são, com respeito à missão: “primeiro está tua casa e tua família” (isto já foi creio, suficientemente aclarado). Com respeito às sanidades há sempre que aconselhar o seguinte: “... recorre ao medico, porque a ele também o criou Deus; não prescindas dele, posto que o precisas...” (Eclesiástico 38.12). A esta “corrente de graça” acodem muitos irmãos com problemas de saúde, tanto no físico como no psíquico ou mental. Portanto, sempre há que recebe-los com alegria e amor, como um dia fomos recebidos nós, recomendando o antes exposto e orando com fé, pois somos testemunhas dos inumeráveis casos de sanidade que o Senhor opera na vida de seus filhos, como ensina sua Palavra: “Filho meu, quando estiveres enfermo não te amargues, senão roga ao Senhor e ele te sanara” (Eclesiástico 38,9), mas diz, insisto nisto: “Recorre ao medico...”. A fé verdadeira é crer a Deus, obedecendo a sua Palavra, não só a parte que “eu gosto”. Nunca como servidores devemos afirmar os que não conhecemos com certeza. É preferível dizer ao irmão que nos pede uma orientação, que “não sabemos”, antes que para demostrar que sabemos, dar um conselho errado. Pode se dizer ao irmão, por exemplo: “Isto eu não sei, vou investigar e depois te respondo”. O qual é também um gesto de humildade. Somos servidores com tudo o que isso significa. Caminhemos pois até a maturidade com responsabilidade e prudência. Sem temores, sabendo que convosco vai “o Pastor dos pastores”. Quem nos chamou deu-nos sua graça e nos revestiu com seus dons para lhe servir em cada um dos nossos irmãos, com fidelidade ao Evangelho no seio da sua Igreja Santa, à que um dia virá buscar, como essa “noiva enfeitada” para celebrar “as bodas do Cordeiro”. Amem! Vem, Senhor Jesús!

EPÍLOGO


Queridos irmãos em Cristo Jesus; como descobriram ao ler este livro, o mesmo esta escrito desde uma limitada condição de alguém que, como servo inútil que é, de nenhuma maneira pretende responder a todas as perguntas, senão apenas compartilhar as experiências próprias e alheias que no caminhar no Senhor recebemos por sua infinita Misericórdia. O tema do servidor de Deus é inesgotável. Portanto espero que “O servidor e a cruz” seja um humilde grãozinho de areia mais, na Renovação Carismática Católica, que ajude aos que o leiam, a servir a Jesus com renovado entusiasmo, para edificação de todo seu corpo místico: a Igreja. Quero dedicar este livrinho à memoria do meu pai Haroutiun Hovhanessian, que o Senhor chamou à sua amorosa presença o 8 de Outubro de 1995, como assim também, a todos os irmãos servidores de nossa comunidade “Santa Maria” que nos precederam no caminho ate o encontro definitivo com o Senhor. “ O vencedor se vestira de branco. Nunca borrarei seu nome do livro da Vida; mais bem proclamarei diante do meu Pai e seus anjos”. (Apocalipses 3,5). Gloria ao Pai! Gloria ao Filho! Gloria ao Espirito Santo!

ÍNDICE

Apresentação………………………………………………………….5 Prólogo………………………………………………….…………..7 1. La loucura da cruz………………………………………….….9 2. El Senhor vem …………………………………………………..15 3. Los carismas e os ministérios…………………………………21 4. Vocação do servidor …………………………………………..27 5. Caminhar em obediência…………………………………………35 6. Edificar o corpo ……………………………………………….45 7. El combate da fé ………………………………….………….55


8. Qualidades do servidor………………………………………...65 Prólogo……………………………………………….……………..77





Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.