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De los grandes maestros a los grandes mediadores. Diseñando el paradigma de los docentes web 2.0
Nacho (6 años): Una mañana, cuando su madre lo despertó para ir al cole, le dijo Nacho: “No quiero ir más al colegio. Bórrame”. La madre le contestó: “Pero si ya no te puedo borrar, tienes que ir todos los días”. Nacho, con cara de asombro, preguntó: “¿Es que me habéis apuntado con birome?” (Motos, 2008.)
El desafío de entrenar a docentes
Docente que no comunica superlativamente tiene fecha de expiración En La educación como industria del deseo. Un nuevo estilo comunicativo, Joan Ferrés (2008), un viejo y admirado conocido nuestro, define un par de requisitos básicos para determinar qué es ser un buen docente en el siglo XXI. Es imposible/impensable un docente que no tenga capacidades comunicativas superlativas, únicas que lo inmunizarán y le permitirán competir con la oferta creciente de estímulos y de potenciación del deseo supuesto por el complejo mediático, y más aún, por la convergencia mediática, tal como sostiene Henry Jenkins (2008) en
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Cultura de la convergencia. “Todo docente que se precie debe ser un maestro en competencia comunicacional.” Docente que no seduce/persuade, también tiene fecha cercana de expiración Menos previsible, pero no menos importante, es el segundo requisito exigido por Ferrés para ser un buen docente a principios del Tercer Milenio. Si un docente quiere ser escuchado, entendido, asimilado, e incluso recibir un comentario crítico, necesita ser un excelente vendedor, un poderoso publicitario, necesita llegar no sólo a la cabeza de los chicos sino sobre todo hacer titilar (y educarlos en) sus emociones. “Todo docente que se precie tiene que ser un maestro en inteligencia emocional.” Si bien los ejemplos y las argumentaciones de Ferrés resultan a veces esquemáticas y desconocen el detalle de cómo ha cambiado la comunicación y el deseo en los tiempos de Internet, en un terreno anquilosado por una proclama retórica de valores, un desconocimiento creciente de la asimetría/asincronía entre los tiempos de la escuela y los tiempos de los chicos, y sobre todo, habiendo hecho una apuesta insensata buscando volver a algún paraíso perdido que nunca fue, justo en un momento en donde una serie convergente de tecnologías e infraestructuras hacen posible imaginar una democratización auténtica de las competencias y las habilidades como nunca antes, conviene recorrer sus propuestas y recomendaciones.
De la transmisión a la transacción Uno de los problemas de la profesión educativa es que dice creer una cosa y sus exponentes hacen otra.1 Dice buscar ciertos objetivos pero utiliza herramientas que los vuelven imposibles de alcanzar. Siempre hay excepciones y contrajemplos. Si la línea de trabajo que aparece más mentada como posibilidad de superar estas limitaciones es la de las múltiples inteligencias en el aula (Gardner, 2004, 2008), existen también otras escuelas y propuestas de trabajo que anticiparon hace tiempo lo que Ferrés sintetiza y propone hoy. Así,
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Es demasiada la energía que se gasta en declamar y prometer, pero es muy poca la energía efectiva que se utiliza para reinventar la profesión (Zmuda, 2006; Bixio, 2006; Eisner, 2002), para recuperar lo mejor de la tradición pedagógica, a la vez que se añade la sal y la pimienta de los nuevos dispositivos y categorías epistemológicas que nos permiten no sólo entender el mundo sino construirlo a través de procesos cada vez más complejos e inextricables (Lewkowicz, & Corea, 2004; Prats, 2006). Nos equivocaríamos mal y pronto, empero, si imagináramos que los problemas centrales por tratar son de naturaleza operacional (usar o no tecnología en el aula, cambiar o no de didáctica, medir cuán conductistas o constructivistas se es en el aula concreta), cuando en realidad son de naturaleza política y conceptual, y están vinculados a factores relacionales, emocionales y sobre todo vinculares escasamente tratados. Por eso es tan valioso –aunque a veces un tanto superficial– el aporte de Ferrés. Por eso insistimos en complementarlo con las propuestas canónicas de Jackson (2002) o Eisner (2002). la dimensión actoral invocada por Ferrés ha sido trabajada pedagógicamente con éxito por Sarason (2002). Otro tanto podemos decir de la dimensión dialógica bien elaborada por Burbules (1999). Siempre es útil y necesario volver a las propuestas de la práctica de la enseñanza de Jackson (2002). Y ¿qué mejor que ver reflejados los pedidos ansiosos de Ferrés en La escuela que necesitamos de Eisner (2002)? En su obra más reciente, El oficio de enseñar. Condiciones y contextos, Edith Litwin (2008) revisa y sintetiza muchas de las demandas hechas por Ferrés desde una perspectiva más académica. Por eso insiste en poner la experiencia educativa en contexto, formular nuevos marcos interpretativos para el análisis de las prácticas docentes, repensar los aprendizajes, mostrar cómo el oficio en acción supone construir actividades, seleccionar casos y plantear problemas, y urgir a que prolifere la investigación en torno a las prácticas de la enseñanza. En el capítulo 7, “Las tecnologías que heredamos, las que buscamos y las que se imponen” –el de mayor relevancia para nuestro libro–, Litwin nos anoticia de la existencia de cuatro escenas cronológicas en el uso de la tecnología en el aula: ayuda, optimismo, producción, problematización. Al hacer el relevamiento histórico detallado de los apósitos para dar clase, curiosamente insiste en que “el olor de la tiza y el pizarrón es el olor de la clase” (pág.146). Para Liwtin, la máxima de David Ausubel de situar el tema de la clase en el pizarrón es un organizador avanzado. A diferencia de mucha tecnofobia instalada en el discurso pedagógico, esta obra de Litwin –en consonancia con publicaciones anteriores suyas, Litwin (2002, 2005)– va en dirección de una conciliación con las prácticas paraescolares digitales. Litwin reinvindica el espacio autónomo de la escuela, matiza el uso del chat aunque no llega a condenarlo, y entrevé una apropiación intensiva de las tecnologías con vistas a una refundación de la escuela. ¿Pero alcanzará y sobrará con la pizarra electrónica y los buenos –que siempre son pocos– docentes?
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El educador como mediador Siempre fue cierto que el educador para ser tal debía privilegiar la dimensión mediadora de la tarea educativa y ser llamado a mediar, a conciliar polos opuestos e integrar contrarios. Pero en este mundo del Tercer Milenio más polarizado, más irreconciliable, más atravesado de diferencias y más dispuesto que nunca al conflicto y a la confrontación, tal tarea aparece desde el vamos condicionando todo lo demás. Mediadores hay de muchos tipos y clases, y muchos se quedan cortos en cuanto a su relevancia docente. El mediador que estamos imaginando no es ni el mensajero, ni el mecenas ni el editor, ni incluso las propias musas. Tampoco son los sacerdotes y las celestinas, los chamanes o los diputados, los creativos publicitarios, los árbitros, los críticos de arte, aunque todos ellos cumplen cierto tipo de función mediadora. En todos esos casos queda claro que el mediador es un tercero entre dos, que actúa siempre en el terreno del conflicto utilizando estrategias conciliadoras. En el caso educativo –como siempre– la cosa es más compleja y sutil. Porque el mediador no sólo debe ser capaz de resolver los conflictos –en un mundo donde éstos vienen agigantados por las diferencias crecientes de capital cultural y simbólico, social y emocional, cognitivo y económico entre los seres humanos–, sino que encima –para que la mecha educativa finalmente encienda–, también debe ayudar a crearlos. El educador resuelve conflictos pero también debe crearlos He aquí una definición de educador que nos complace endosar. Ser un buen educador implica poseer esa capacidad mediadora para resolver los conflictos derivados de la divergencia de intereses de los educandos y de la institución académica, la familia y la sociedad, el pasado y el futuro, pero también la capacidad de crearles conflictos cognitivos, romper sus esquemas categoriales, sembrar dudas, inquietudes, incertidumbre, desasosiego y curiosidad intelectual –pero también emocional–, así como atizar las otras inteligencias
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como proponen Howard Gardner (2008), Daniel Pink (2007) y Henry Jenkins (2008).2 El mundo actual sobrenada en las contradicciones y necesita muchas veces, antes que inventar sesudos esquemas intelectuales (mapas conceptuales refinados y fijos), o sofisticadas didácticas, simplemente ver lo mismo –el mundo cada vez más supuestamente absurdo que nos rodea–, pero con otros ojos (Von Foerster, 1976; Flores, 1988). No los del desaliento o de la crítica comparativa buscando redimir edenes perdidos, sino los de la valoración plena de la complejidad, la perplejidad y el caos como disparadores maravillosos de nuevos fenómenos de comprensión/acción.3 2 Cada vez que queremos expandir habilidades y competencias, y buscamos determinar cuáles son las insuficiencias de la escuela al fijar parámetros y habilidades, aparece la figura de Howard Gardner, quien desde 1983 insiste en la necesidad de expandir el currículum, desanclándonos de la enseñanza centrada en las inteligencias lógico/matemática y lingüística, y ampliarlo en dirección de las inteligencias kinestésicas, visuales, emocionales, etc. Si bien hay varias decenas de escuelas en el mundo que han implementado sus teorías –incluyendo mi alma mater The Florida School del primario y secundario, en la provincia de Buenos Aires–, ni la comunidad académica ni los estudiosos de estos temas valoran demasiado las teorías de Gardner. Así han llovido críticas acusándolo de relativismo intelectual, de negar la existencia de un factor estadístico real (como “g”) que contribuya a múltiples tareas intelectuales, de hacer correr riesgos a los docentes de excusar a los alumnos de no ser excelentes en las áreas que son débiles. También se le critica que la distinción entre estadio de desarrollo e inteligencia no es adecuada, y hasta de promover una concepción demasiado individualista del destinatario de la enseñanza. Sin embargo, metáfora o no, la cruzada que Gardner emprendió hace ya casi tres décadas, buscando jugar con la extensión y la comprensión del concepto de inteligencia (como insistía Georges Canguilhem en Lo Normal y lo Patológico), merece atención. Muchas de las tesis de Gardner han sido aceptadas en forma más vistosas (y chacabanas también) por Daniel Pink (2005) en The whole new mind. Link sostiene que estaríamos pasando de la era de la información a la era del concepto, y sugiere una serie de distinciones que favorecerían los usos del lado derecho del cerebro. Mitad best-seller marketinero, mitad buena metáfora, se trata nuevamente de un guiño para dejar de tomar como palabra santa las teorías dominantes sobre educación, competencias, habilidades e inteligencias, más que de una propuesta elaborada y profunda de hacia dónde y cómo ir en el camino de la polialfabetización. 3 Hemos pasado de una época donde el orden era la norma a otra donde la norma es el desorden. Muchas décadas atrás Edgar Morin (1999) invitaba a desarrollar un método para entender la eco-feno-socio-organización. Pasada la era de las metáforas heurísticas, hoy buscamos aprehender el desorden, navegarlo y diseñarlo fructuosamente. Kevin Kelly (1994) fue uno de los primeros en balizar este territorio. Después, Stuart Kauffman (2000) le dio status conceptual. La nociones de complejidad y de incertidumbre van cada vez más de la mano (Escohotado, 1999). Para enfoques que nos permiten acercarnos progresivamente a este caos creativo y generativo, se sugiere ver a Abrahamson & Fredman,
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De la mediación educativa a la mediación tecnológica y vuelta. Y de cÓmo repensar/REDISEÑAR ambas La mediación educativa queda muchas veces subsumida como un capítulo menor de la mediación técnica entendida en el más liviano de los sentidos. Para revertir tamaña miopía epistemológica, es necesario contar como compañeros de ruta con resonadores de la categoría y capacidad irreductiva de Bruno Latour (1986; 1987), Lucien Sfez (2005), Scott Lash (2005) y tantos otros. La tecnología no opera alegremente –como los marketineros y vendedores de ilusiones (tecnológicas) sostienen–, simplemente por ósmosis, generalización, extensión, aceptación acrítica y fundamentalmente en forma de adopción inercial e inevitable (Tuomi, 2002; Stefik & Stefik, 2004; Burkman, 2007). La variante educativa de este tecnofetichismo4 insiste en que basta que un mensaje sea vehiculizado por una tecnología para que se convierta en eficaz. En esta versión edulcorada, progresista y lineal de la articulación tecnología/educación, las nuevas (viejas) tecnologías serían la oportunidad que nos regalarían los nuevos tiempos para recuperar de manera automática el interés de los alumnos por el aprendizaje.
Zapping cognitivo ¿triunfo o fracaso de los nuevos formatos? Al revés de lo que promulga ese fetichismo generalizado, las tecnologías no solucionan de por sí los problemas educativos, ni en el (2007). Aportes para entender el aula desde el caos y el desorden se encuentran en Ferrés (2008), Colom (2002), Papert (1995), Resnick (1994). 4 Como ya vimos, Edith Litwin (2008) ha sido muy crítica de esta concepción iluminista y reduccionista de la tecnología en el aula. Dos de los más renombrados especialistas que han tapizado de razones el supuesto fracaso de cualquier tecnología mesiánica han sido Cuban (1986, 2003) y Oppenheimer (2003). Sin embargo, del tecnomisticismo al tecnoapocalipticismo no hay sino un paso, que es prestamente dado por muchos de estos autores. De allí nuestra insistencia en cobijarnos debajo del paraguas del tecnorrealismo (VV.AA, 1998) y sobre todo del irreduccionismo (Latour, 1986). Más operativamente, respetamos y nos interesan sobremanera los enfoques de Snyder (2004), Kress (2003), Knobel & Lankshear (2007).
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ámbito de la enseñanza, pero tampoco en el del aprendizaje. La irrelevancia de este recorte está ejemplificada por el zapping utilizado como herramienta en contra del lenguaje televisivo tradicional (Abruzzese & Miconi, 2002) convertido en una norma dentro de la clase. McLuhan (1962, 1973) sabía qué decir y por qué lo decía, sobre todo con su teoría del espejo retrovisor según la cual avanzamos hacia el futuro mirando hacia atrás. Nadie insistió tanto como él en la capacidad que la sociedad y el poder establecido tienen para forzar a los nuevos medios a desempeñar el papel de los viejos (Bolter & Grusin, 1999). Con las tecnologías en el aula pasa exactamente eso (Ferrés, 2000, 2008). La introducción de la TV, el video y ahora la computadora en red en su seno, ha sido irrelevante, porque en vez de potenciar el carácter disruptor de los nuevos lenguajes, narrativas y medios, se los ha utilizado simplemente como ilustración y amplificación de una voz poderosa, unidireccional, asimétrica, cual fue tradicionalmente la del maestro, y ahora es la del productor del canal, el director o las políticas autorales (Manovich, 2006; Mason, 2008). Hasta ahora el uso de la tecnología en el aula ha permitido perpetuar el viejo discurso de siempre, un discurso verbalista y monolítico –aunque muchas se vende como crítico y dialógico, y tal como lo vimos en las experiencias de “escritura para la enseñanza” y de “leer y escribir a través del currículum”, ocasionalmente lo logra (véase capítulo 6)–. Cada vez que se le pide a la tecnología que esté al servicio de la pedagogía, en realidad lo que se busca (o se logra) es reforzar estos modelos y negar otras promesas implícitas o encubiertas de la tecnología, entre las que está romper irreversiblemente con ellos (Berardi, 2007; Weinberger, 2007; Howe, 2008; Wesch, 2009). La publicidad como modelo para la enseñanza Esas panaceas son más bien placebos. Los problemas educativos no se resolverán con soluciones tecnológicas mágicas. Porque los problemas educativos no son problemas filo-tecnológicos sino que básicamente se originan en asimetrías comunicacionales, en desencuentros generacionales y sobre todo en antagonismos socioculturales
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y socioeconómicos. Es decir, de estilo comunicativo, de infraestructura, y de cuestionamiento ontológico. La eficacia de la tecnología en los procesos de enseñanza-aprendizaje está condicionada por la efectividad del estilo comunicativo con el que se la utiliza –reconociendo también esas otras deficiencias estructurales. Para que el nuevo medio brinde lo mejor de sí, necesita de una canalización de su especificidad expresiva. Y, sobre todo, de un estilo comunicativo capaz de conectar con la sensibilidad de los destinatarios, de sintonizar con ellos, un estilo que se adecue a los cambios producidos por el nuevo entorno social en las nuevas generaciones multimedia e interactivas (los nativos digitales del capítulo 1). En este sentido, Ferrés se mete en un callejón (¿sin salida?), raramente frecuentado por los educadores, al insistir en que si la eficacia educativa está condicionada por la eficacia comunicativa, es necesario asumir –¿cínica o suicidamente?– que la publicidad es un modelo para la enseñanza. Porque más allá de las diferencias entre la educación y la publicidad, hay puntos de convergencia sumamente significativos entre ambas.
Comunicación educativa y comunicación publicitaria Ambas suponen un tipo de comunicación persuasiva/seductora destinada a modificar los conocimientos, las actitudes, los valores y las pautas de comportamiento de los receptores. Los profesionales de ambos campos se ven constreñidos a elaborar sus mensajes en función de un target muy delimitado que hay que conocer con anticipación en sumo detalle. Ambas formas de comunicación están forzadas a vencer indiferencias y reticencias de todo tipo, relacionadas con la falta de interés que despiertan los productos que se desean vender. Para decirlo de una forma brutal que debería llevar (nos) a cambiar en los educadores gran parte de lo que hacemos, los publicitarios son maestros en su arte, mientras que nosotros no dejamos de declamar nuestra impotencia y fracaso. ¿No es este un buen motivo para alentar la comunicación competitiva, confrontativa en/con los docentes siguiendo el modelo publicitario,
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rompiendo con viejos prejuicios y saliéndonos de la cajita de cristal edulcorada, con la que queremos seguir identificando la docencia con los cuentos de hadas? Vocabulario bélico y educación El tipo de vocabulario que usan los publicitarios para referirse a los componentes del proceso comunicativo está básicamente extraído del reservorio bélico.5 Los educadores que se jactan de su pacifismo a ultranza, y de su predisposición por la conciliación antes que por la confrontación, detestan el lenguaje publicitario y lo sindican en las antípodas del educativo. Además de responsabilizarlo por la crisis de valores actuales (Bree, 1995). Lecturas como las de Joan Ferrés nos invitan a quitarnos la máscara, a poner los puntos sobre las íes y a asumir plenamente que la docencia es una campaña publicitaria que necesita definir su blanco, afinar la puntería, recurrir a las mejores armas, seleccionar las mejores estrategias y la lista continúa indefinidamente. Entre las enseñanzas que nos regalan los publicitarios, figura haber descubierto que las nuevas tecnologías son una excelente oportunidad para la elaboración de mensajes seductores. Los publicitarios mejor que nadie han identificado el poder corrosivo del estilo comunicativo de las tecnologías por encima de las tecnologías en sí mismas –lo que también desnuda sus evidentes insuficiencias. A diferencia de la escuela y de la Iglesia, que están centradas en la sobreestimación de los contenidos en una actitud unilateral, de broadcast, top-down, los publicitarios y marketineros saben que el éxito del proceso comunicativo radica básicamente en la capacidad de Deleitarse en los lenguajes políticamente correctos puede ser un rasgo constitutivo de la profesión docente, pero encubre tanto como devela. Conocemos demasiados docentes de todos los niveles –nos pasaba hasta hace algunos años en la Universidad de Buenos Aires, hasta que finalmente reinventamos nuestro enfoque–, que encarando las clases como un campo de batalla ignoran qué armas utilizar para alcanzar sus objetivos, imaginan que existen herramientas mucho más poderosas que las aprendidas en la formación docente para vencer resistencias y para despertar conciencias, pero las desconocen o no las consideran válidas en el espacio aúlico.
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sintonizar con el receptor, de conectar con sus habilidades, intereses y deseos, es decir, en la primacía del receptor (Jauss, 1982; Littau, 2008) como viene enseñando la teoría de la recepción desde hace varias décadas, pero sin que la escuela ni la Iglesia (como lo testimonia el crecimiento imparable del evangelismo) lo perciban y contraataquen.6 En el discurso educativo lo que brilla por su ausencia es el receptor. Ignorando los brutales cambios cognitivos, emocionales y relacionales disparados por una inversión de 180 grados en los medios, que han pasado (por razones tecnológicas, culturales e ideológicas) de ser medios de broadcast a medios de narrowcast pero invertidos (donde el receptor de antaño se ha trasmutado él/ella mismo/a en emisor), el receptor brilla por su ausencia (véanse capítulos 9 y 10).
Diseñando nuevos emisores. Crisis encastradas Parte de la fascinación que el receptor siente por los mensajes publicitarios, por los programas televisivos o por los videojuegos, proviene del hecho de que le devuelven su propia imagen, la de sus preocupaciones y esperanzas, deseos y temores. Desde hace varias décadas distintas iniciativas amenazan/prometen permitir finalmente sintonizar los contenidos de personas o de audiencias a medida. Desde el famoso proyecto Daily Me (código Fishwrap) del Laboratorio de Medios del MIT, liderado por Walter Bender a fines de los años 90, hasta las distintas instancias de filtrado colaborativo, cada vez más sofisticadas a partir del concurso anual de Netflix, son numerosas las iniciativas que van implementando los poderes del singlecasting o emisión/recepción a medida (Howe, 2008). Tradicionalmente se consideró que los medios eran agujas hipodérmicas. La teoría de la recepción (teoría literaria de la respuesta del lector; Jauss, 1982) invirtió esta unidireccionalidad. La proliferación de herramientas informáticas cada vez más “inteligentes”, capaces de detectar patrones y de afinar hasta el extremo los gustos del receptor –desde Amazon.com hasta iTunes, desde Internet Movie Database hasta Digg.com–, han problematizado la noción y han generado tanto adeptos entusiastas como críticos no menos demoledores. Entre estos últimos, preocupados por la pasteurización y la homogeneización de la información, se cuenta a Johnson (2001), Sunstein (2006) y Weinberger (2007). Paralelamente todos critican la cámara de eco, en la que muchas veces devienen los espacios de Internet, donde las personas afines sólo escuchan a quienes están de acuerdo con ellos y descartan –sectariamente– al resto, muy fáciles de desarrollar en este entorno virtual. 6
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Jugando con las etimologías, que pueden ser tanto fuente de sabiduría como capricho bien ejercitado, recordemos que educar viene de e-ducere que significa exponer las potencialidades, mientras que seducir (se-ducere) significa llevar a alguien a otra parte, extraviarlo y acercarlo a otra dimensión. Solo se puede educar si se es capaz de seducir. Educar es sintonizar con otros seres que viven en otra longitud de onda.7 La crisis de la escuela es también la crisis de la racionalidad occidental, la del dualismo cartesiano, la de las inteligencias acotadas lógico/matemáticas y lingüísticas. La escuela se desentiende –nominalmente– de las emociones y de la intensidad, de las pulsiones y del deseo, y se refugia en un limbo –aunque el Vaticano lo haya decretado inexistente– hiper racional, desprovisto de todo contenido empático y relacional. Mientras tanto se desata la violencia escolar, los docentes son agredidos, los alumnos publicitan su desconcierto y descontento en Youtube, y una violencia simbólica y física, que ya tiene muchas décadas de incubación, finalmente ve la luz y se convierte en revueltas y defenestraciones (Colom, 2002; Lewkowicz & Corea, 2004).8 7
Baricco (2008) se pronuncia expletivamente: sintonizar con los bárbaros, tener que mediar entre una institución escolar refractaria a la evolución y al cambio, atentos a que las personas cambian cada día mucho más rápido que cualquier institución imaginable, sólo puede magnificar el conflicto entre nativos e inmigrantes digitales. 8 Constatamos desde hace mucho la violencia escolar –ejemplificada en fenómenos que van desde el bullying (acoso) hasta los casos excepcionales (Columbine) de asesinatos entre pares–. También reonocemos el descontento –tanto estudiantil como docente– que oscila entre lo intolerable y lo aceptable (Dussel, 2007). Llama la atención, empero, que muchas noticias acerca del vandalismo, las malas conductas o la resistencia estudiantil activa, no queden confinadas a las oportunistas tapas de los diarios, sino que sean explotadas –perversamente, porque casi siempre terminan identificando a los autores y exhibiendo sus conductas punibles–, por los mismos adolescentes que las provocan, vía Youtube y otros espacios sociales. Ciertas lecturas insisten en que estos arrebatos de exhibicionismo están determinados por la necesidad patológica de autoexposición para la cual contribuyen en igual medida la necesidad del reconocimiento como la búsqueda de expiación (Sibilia, 2008). Una relectura mediática más compleja suma a esas posibilidades fenómenos de fascinación con la pantalla y mediaciones que, como inmigrantes digitales que somos, aún nos falta desentrañar. Sin dejar de mencionar la otra cara del efecto Youtube, cual es la distancia que separa el Mayo francés (de 1968) del diciembre griego (de 2008). Inesperadamente, movilizaciones estudiantiles mediadas por Youtube, Twitter, Facebook y herramientas sociales semejantes, hicieron tambalear gobiernos, habiéndole costado –vía la movilización de
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La situación es contradictoria por cuanto el propio Aristóteles definía la educación como educación del deseo. Con nuestra inveterada capacidad para reducir lo complejo a lo simple, y lo interesante a lo trivial, esta desafección por las ideas es tomada como apología del entretenimiento, la distracción y la evasión. Los jóvenes que son más listos, más rápidos y más sociales que nunca, como muestra Jeroen Boschma (2008) en Generación Einstein, son definidos a la inversa como epítomes de una juventud haragana, inculta (Carr, 2008b; Bauerlein, 2008; Wolf, 2007; Jackson, 2008), cometiendo una falacia de concreción mal aplicada que haría las delicias de Alfred North Whitehead, acuñador del término.
Ideas versus emociones, un falso dilema Resulta irritante al máximo insistir que la generación de los jóvenes en vez de manejarse por las ideas se maneja por las emociones, mientras que los adultos (que alguna vez fuimos jóvenes) sólo lo haríamos por las ideas. Como la neurobiología9 lo ha demostrado los pingüinos en junio del 2006– el cargo al ministro de Educación, Martín Zilic, y al ministro del Interior, Andrés Zaldívar, en Chile. 9 La obra de Damasio está centrada en la relación entre las emociones, los sentimientos y su base neurobiológica. Desde El error de Descartes, emoción, razón y cerebro humano hasta llegar a Buscando a Spinoza, Damasio exploró la relación de la filosofía con la neurobiología, sugiriendo diseñar una serie de directrices para la ética humana con base científica. En vez de ignorar las emociones y suponer un control racional que la historia desmiente con alevosía, Damasio propone hacernos cargo del entrevero cognitivo/emocional permanente, mostrando cómo las emociones influyen decisivamente en todas las acciones humanas –especialmente en el caso de las economías–. Una escuela de pensamiento representada por la economía del comportamiento se ha visto galardonada recientemente con varios premios Nobel: “análisis de los mercados con información asimétrica” (Joseph E. Stiglitz et al, en 2001); la “teoría de los incentivos en los casos de información asimétrica” (James A. Mirlees, en 1996); o la “integración de insights de la investigación psicológica en la economía, sobre todo en relación con los juicios humanos bajo condiciones de incertidumbre” (Daniel Kahneman, en 2002). La mayoría de estos estudios (véase también Piatelli-Palmarini, 1994; Taleb, 2008) se hacen cargo de los límites de la racionalidad, el rol del egoísmo en la toma de decisiones, y la sobredeterminación en la conducta de los agentes del corto plazo sobre el mediano y largo, llevando en muchos casos a comportamientos agregados con nefastos resultados colectivos. Las obras de Levitt & Dubner (2006), Gladwell (2005) y
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hace mucho, nadie se mueve sólo por las ideas. A lo sumo, algunas personas se mueven gracias a su pasión por algunas ideas. Todos nos movilizamos por las emociones, algunas más primarias, otras más elaboradas, algunas en estado primigenio y violento, otras tamizadas por la intervención de la corteza cerebral (Damasio, 2005; Maturana & Varela, 1980). Si la publicidad entiende al receptor mucho mejor que la educación, es porque entiende mucho mejor el mundo emocional en el que el receptor vive como pez en el agua. Aunque escribió sobre el tema hace cuatro décadas, y cuando lo hizo fue para criticar de un modo demoledor el sistema de producción de mercancías, Baudrillard (1969) entendió bastante bien el sistema de los objetos.
¿Génesis ideológica de las necesidades y nada más? Baudrillard fue uno de los pioneros en entender cómo funciona el mundo de consumo de las mercancías. Lo hizo al poner de relieve que la producción de bienes materiales y de servicios no cumple su función social si no va acompañada por la producción de deseo (Guattari, 2000). ¿Para qué producir si no hay quien quiera comprar? La industria convencional necesita el apoyo de una industria del deseo. El pensador francés denominó –reduccionistamente– a este proceso génesis ideológica de las necesidades. Pero el deseo no goza de buena salud en todas las civilizaciones. Al revés, tanto la ética griega como la era cristiana hicieron lo imposible (pero nunca lo suficiente) para contener, bloquear, disipar y finalmente diluir los deseos10 (Onfray, 2002; Ehrenreich, 2008). los trabajos de Hartford (2007, 2008) examinan en detalle esta intersección inevitable e ininteligible de las consecuencias no queridas de las acciones humanas. Véanse los aportes de Campanario (2005) y Motterlini (2008). Sin olvidarnos de la obra clave acerca de la economía canalla de Napoleoni (2008). Todas estas publicaciones, harto disímiles entre sí, algunas más sesudas, otras meros best-sellers de un verano, apuntan a uno de los puntos ciegos de la economía neoclásica, de equilibrio modelizada sobre agentes racionales inexistentes. Las cosas no son como creemos. Estos autores empiezan a revelar por qué. 10 Pocos filósofos contemporáneos, a excepción de Michel Onfray (2002, 2008)
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En el ínterin, la sociedad postindustrial se ha convertido –buscando potenciar el hiperconsumo– en una máquina de generación de deseos que deja chiquititos los análisis de David Riesman (2001) y de Vance Packard (1963) de los años 50 y 60, convirtiéndolos en manifiestos ingenuos y en advertencias tibias e ineficientes frente a la tremenda maquinaria de bombeo de experiencias e hiperconsumo en manos de las tecnologías del entretenimiento (Wolff, 1999; Fisher, 2004; Abramson, 2005; Galloway, 2004). La cultura del espectáculo (Debord, 2002; Ferrés, 2000) es también una cultura del deseo, pero el cumplimiento del deseo, a diferencia de lo que creen Lipovetsky y Baudrillard, no necesariamente es alienante. La eficacia publicitaria se evidencia en lo imprescindible que son para los consumidores una panoplia de objetos y servicios generalmente irrelevantes o superfluos. Lamentablemente, a los educadores nos pasa exactamente al revés. Decimos poseer productos encantados (valores, conocimientos, procedimientos, pautas de comportamiento) indispensables para el desarrollo de la personalidad de sus presuntos destinatarios –la Generación Einstein, de Boschma (2008)–. Pero resultados obtenidos muestran que algo no anda en Dinamarca. Ferrés detecta los fenomenales déficits que hay en el ámbito educativo y cultural para crear deseo. No se sabe cómo cumplir esta función, hay –a veces– productos de calidad, pero no se sabe cómo venderlos. Se ignora la dimensión pulsional y sobre todo se hace caso omiso de la neurobiología que nos permite entender con mucho más detalles que antaño de qué estamos hablando cuando –retomando intuiciones y desarrollos fantásticos hechos por Gilles Deleuze (1994) hace cuatro décadas–, han entendido adecuadamente el valor educativo de las sociedades hedonistas. En un sentido semejante conviene revisar Una historia de la alegría. El éxtasis colectivo de la antigüedad hasta nuestros días (Ehrenreich, 2008), donde se insiste en que la oposición apolíneo versus dionisiaco es una opción política y no ética, y que la expulsión de las pasiones y los impulsos del sagrado terreno del conocimiento y el aprendizaje generando estado de sublimación represiva (Marcuse, 1995), debe incorporarse en el horizonte de inteligibilidad de los fracasos y frustraciones educativas. Entre nosotros quien mejor perfiló esta relectura, trunca por su muerte anticipada, fue Lewkowicz (2004). Para desarrollos en una dirección semejante, véanse Ferrés, (2000, 2008) y Fernández Martorell (2008).
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hablamos de deseo. Mientras todo se hace en nombre de una cultura de aprendizaje por el dolor,11 dudosamente efectiva. El área de seeking Jan Panksepp (2004) descubrió un área denominada seeking situada en el cerebro emocional responsable de provocar inquietud y excitación. Mark Solms, también neurobiólogo, descubrió que esta área es la misma que se activa durante el sueño onírico, coincidiendo con la libido freudiana. Panksepp redescubrió como neurobiólogo lo que Freud había descubierto como inventor del psicoanálisis. El cerebro emocional es responsable de todas las actividades creativas, de motivar la acción, de impulsarla y de movilizarnos. El emocional es la central energética del cerebro, generadora de las apetencias, los impulsos, las emociones y los estados de ánimo que dirigen nuestra conducta. La mercadotecnia está obsesionada por evaluar el conocimiento que tienen los consumidores de las marcas, así como el afecto que le profesan tanto en el caso de los niños como en el de los adultos. En la ausencia de alguna de las dos dimensiones es imposible actuar (vender) eficazmente.
Carl Honoré, conocido por su defensa de la lentitud (en contra de la cultura fast y light), acaba de publicar Bajo presión (2008), donde explica cómo nuestro moderno enfoque de la infancia es todo un fracaso: nuestros hijos están más obesos, miopes, más deprimidos y más medicados que cualquier generación anterior. Usando a los niños como forma de revivir nuestra propia vida, o para compensar nuestras frustraciones personales, hemos destruido la magia y la inocencia de la niñez. Sorprende la ingenuidad de una propuesta basada en prescindir de la competitividad y crear espacios existenciales y relacionales donde sea posible la vida inteligente, emotiva y propia –con todo lo que podamos compartir de la propuesta como desideratum, pero en ausencia de instituciones mediadoras y de agentes de cambio especialmente enderezados a lograrlo, no quedará sino en decisiones individuales voluntaristas–. Honoré llama a sacarse de encima todos los cacharros tecnológicos, a desenchufarse de la red y a volver a modos de vida mucho más pastoriles y bucólicos, supuestamente boicoteados por tecnofetichismos varios. El presente libro está destinado a no dejarse atrapar por estos maniqueísmos que sirven para fabricar best-sellers, pero que difícilmente logren más que identificaciones beatíficas y nostalgias a favor de mundos felices que nunca existieron. Para otra lectura al respecto, véase Bustelo (2007).
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En el caso de la educación jamás se mide el afecto o el interés que despiertan determinados contenidos curriculares.12 Preocupa exclusivamente la dimensión cognitiva y residualmente la emocional. Explicar contenidos debería ser sólo una de las reglas del juego educativo. Pero actualmente canibalizó el resto. La educación debe convertirse en industria del deseo si quiere ser industria del conocimiento La mayoría de los docentes se consideran responsables exclusivamente de la explicación de los contenidos, no de la implicación de los alumnos y alumnas. Han sido formados en la creencia de que a los profesores les corresponde explicar bien y a los alumnos esforzarse por aprender. En esta versión canónica de la enseñanza se pasa por alto que ser docente es tener capacidad de implicar al alumno y suscitar su capacidad de esfuerzo (Eisner, 2002; Litwin, 2008). De nada sirve enseñar a leer sino se enseña (si no se transmite) el placer de leer. Parafraseando a Kant, podríamos decir que la habilidad sin el deseo es vacía, y que el deseo sin la habilidad es ciego. El yamike (“¿y a mí qué me importa lo que estás diciendo?”) es el enemigo número uno de cualquier actividad de transmisión que quiera convertirse en transacción. La clave del éxito en la lucha contra el yamike obliga a convertirse en maestros de la comunicación persuasiva. El error de muchos profesionales de la enseñanza es dar por supuesta la demanda y limitarse a facilitar el producto, a transmitirlo. La falta de motivación de una buena parte del alumnado obliga Si bien ya hemos manifestado algunas dudas acerca de la utilidad de la teoría de las múltiples inteligencias de Howard Gardner (1995, 2004, 2008), no podemos desconocer su carácter de revulsivo abriendo puertas cerradas durante demasiado tiempo. Nos interesan también las propuestas de e-skills o competencias digitales (Jenkins, 2006; Gee, 2003; Knobel & Lankshear, 2007; Di Sessa, 2001), aunque su formulación sea aún embrionaria y contradictoria. Desde ángulos más tradicionales nos reconfortan sobremanera los intentos de autores como Eisner (2002), por poner la narrativa, y de Sarason (2002), la representación, en un pie de igualdad con las versiones más cognitivistas y exclusivamente centradas en los contenidos de los currículum en vigencia.
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al profesional de la enseñanza a ser, ante todo, publicitario, a crear demanda. Comunicar mejor para que se venda más. Vender a los demás las ganas de comprar. Y aunque las metáforas marketineras suenen abusivas y pedestres, cuando nos hemos alejado tanto de la comunicación eficaz, este cortocircuito es un paso obligado. ¿Cómo juega todo esto en una cultura digital caracterizada por la hiper aceleración, la interactividad, el aprendizaje horizontal y la lectura en mosaico? (Boschma, 2008; Palfrey & Gasser, 2008).
Diseñando (sin saber cómo) al receptor Las tecnologías están siendo vapuleadas en estos días. Desde políticos que piden autorización social para poder experimentar con ellas, hasta presidentes de asociaciones de TIC que execran los chantajes que el mercado hace sobre las operaciones de aprendizaje –en ambos casos con meditada razón–. Porque cada vez hay más tecnología en el aula y cada vez más los resultados son pobres y desangelados. Pero la mala recepción de la tecnología en el aula no habla bien del aula y mal de la tecnología. Todo lo contrario. Una forma interesante de ver el entrecruzamiento de las tecnologías con la educación es en términos de síntoma social; es decir, como causa y reflejo de los cambios sociales y personales que experimentamos a diario –los que tampoco llegan al aula ni son procesados por ella. Si bien no hay recetas mágicas, no hay tampoco experto o lego que no insista, cada vez que queremos pensar/reinventar la intersección tecnología/educación, que hay que convertir al receptor en eje de la dinámica comunicativa. Pero nadie sabe –y muchos no quieren– cómo hacer esta reconversión, porque no sabemos casi nada –aparte de las proyecciones distorsionadas que hacemos sobre ellos– de la manera de ser, hacer, pensar y expresarse de los bárbaros, Generación Einstein o nativos digitales (capítulos 1 y 6). Por suerte las tecnologías son reveladoras de los cambios experimentados por las jóvenes generaciones. Son un síntoma porque funcionan como medios y operan como mediaciones. Las tecnologías
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son mucho más que cacharros o artefactos. Son conversaciones (Flores, 1988), pero son también el entorno en el que han nacido las nuevas generaciones y forman el eje de sus potestades comunicacionales. Reinvención social de las tecnologías. Los factores contextuales Como Ilka Tuomi (2002) y Bruno Latour (1986, 1991, 2008), como Wiebe E. Bijker, Thomas Hughes y Trevor Pinch (1987) y Harry Collins (1990), como Lisa Gitelman (2006) y Henry Jenkins (2008) y muchos otros, desde matices levemente diferentes lo vienen demostrando en las últimas décadas, las TIC son invenciones condicionadas y condicionantes, en función de su especificidad tecnológica y expresiva. Hay que producir/provocar mucha más etnografía de la que tenemos hasta hoy,13 para saber en qué medida y dirección las TIC están cambiando (o no) nuestros hábitos perceptivos, cognitivos y socializantes. Sin embargo, así como los educadores se quejan del determinismo tecnológico, tenemos el mismo derecho a guardar reservas respecto del determinismo pedagógico. Las tecnologías valen como símbolo, independientemente de su uso educativo, desde su especificidad y desde los usos sociales generalizados que se hacen de ellas fuera del ámbito escolar, en situaciones de aprendizaje multideterminadas que aumentan cada día. Porque las tecnologías y los medios están disolviendo los muros de la escuela y al corroerlos están –voluntariamente o no– poniendo en cuestión el propio sistema educativo.
En ese sentido revistas canónicas como First Monday <http://www.uic.edu/htbin/ cgiwrap/bin/ojs/index.php/fm/>aportan mucho en esta dirección. Para algunos pasos preliminares en esta construcción de la etnografía interneteana véanse, entre otros, la reciente publicación de la tesis de doctorado de Danah Boyd (2008) y las iniciativas de Michael Wesch (2008, 2009) por fundar una etnografía digital.
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Sensorialidad y dinamismo Estos síntomas pueden agruparse en cinco categorías empezando por la intensificación de la sensorialidad y la concreción14 (Ferrés, 2008). Mientras la imprenta privilegió la abstracción y la conceptualización (Olson, 1989), las TIC han ido configurando la identidad expresiva de los nativos digitales y sus usos sociales de una forma muy distinta de las pautas impresas (Papert, 1995; Umaschi-Bers, 2007; Salgado Carrión, 2006; Arizpe & Styles, 2005). La fotografía y el cine y la TV fueron pioneras en cuanto a iconizar el universo abstracto de la imprenta (Yoel, 2004; Young, 2006; Badiou, 2005; Bergala, 2006). Internet empezó siendo textual por default, pero con la aceleración de los procesadores y de la transmisión, la invención del color y el aprovechamiento pleno del multimedia e incipientemente del sonido, Internet también siguió el mismo camino que otros medios iconizantes previos (Bolter & Grusin, 1999). La imprenta se encargó de movilizar trazas inmóviles15 –como bien lo recordaba Bruno Latour (1990) en el maravilloso artículo 14 A diferencia de la mayoría de los autores que hacen una apología insensata de la abstracción, como característica estrictamente humana, investigadores de/en las fronteras como Oliver Sacks (1987) y Seymour Papert (1995) han demostrado con lujo de detalles que en ausencia de la capacidad de abstracción, muchas veces la humanidad se preserva. Pero cuando sucede lo contrario, como es en el caso de la pérdida de la capacidad de concreción, la vida se vuelve infinitamente más ignominiosa. En su serie de luminosos ensayos incluidos en la compilación El hombre que confundió a su mujer con su sombrero, Sacks ilustra profusamente los peligros de la pérdida de la concreción. Papert, por su parte, trabajó durante décadas intentando que los chicos (piagetianamente) construyeran el conocimiento desde la acción al concepto y no al revés, como lo vemos encapsulado en gran parte del currículum, tal como lo conocemos y es enseñado hoy. 15 Elizabeth Eisenstein (1983) conceptualizó la imprenta como un aparato de movilización, un dispositivo que hace posible al mismo tiempo la movilización y la inmutabilidad. Eisenstein no buscó la causa única de la revolución científica, sino una causa secundaria, que alinearía todas las causas eficientes. La imprenta fue obviamente una causa de efectos poderosísimos. La inmutabilidad vino asegurada por el proceso de impresion de muchas copias idénticas; la movilidad, por el número de copias, el papel y los tipos móviles. Los “links” entre diferentes lugares en el tiempo y el espacio se vieron completamente modificados por esta fantástica aceleración de móviles inmutables que empezarían a circular por todos lados y en todas las direcciones en Europa a principios del siglo XVI.
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Drawing things together–. La imprenta difundía pero estáticamente, trasladaba pero en forma inmutable, multiplicaba pero no pretendía alterar el contenido. La escuela está incubada en esa matriz. Las TIC van en la dirección exactamente contraria. Dinamización sin fin En menos de dos décadas de vida, la Web también ha potenciado y creado un medio dinámico. Pero los videojuegos son los que más han demostrado el aumento de iconicidad, concreción, sensorialidad y dinamismo (Gee, 2003, 2007; Prenski, 2006; Casell & Jenkins, 1998; Juul, 2005; Bogost, 2005, 2007; Frasca, 2003). (Véase capítulo 2.) La hiperestimulación sensorial, el dinamismo vertiginoso y la relación entre lo visual, lo sonoro y lo motriz forman parte de la definición del nuevo medio. Los videojuegos mejoran la coordinación motriz, la integración de estímulos visuales y auditivos, la coordinación perceptiva y neuromuscular, la rapidez de respuestas y los reflejos, con una intensidad y una omniabarcatividad nunca vistas previamente en las tecnologías de la información. Estas habilidades –si bien no contradicen las textuales– tienen poco y nada que ver con ellas (Baricco, 2008; véase capítulo 6 del presente texto). Articularlas es, empero, uno de los desafíos más estimulantes, pero también más frustrantes, que vivimos a diario en el aula y fuera de ella. Emociones primarias, procesamiento intuitivo y fomento de la interactividad La tecnología como síntoma se comprueba, asimismo, en el refuerzo de las emociones primarias, la difusión del procesamiento intuitivo de la información, y el fomento de la interactividad propia de los nuevos modos de comunicar y de sentir. Los cambios de los cuales las tecnologías son síntoma, causa y efecto –en un proceso circular sin fin– están vinculados, a su vez, a la
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solicitación preferente del cerebro emocional sobre el racional y más concretamente a la activación de las emociones primarias. Por su mayor proximidad con el intelecto, el texto escrito tiende a privilegiar respuestas de carácter reflexivo (“Estoy de acuerdo o no”), mientras que la imagen, por su mayor proximidad a las emociones, privilegia las respuestas de tipo emocional (“Me gusta o no me gusta”). Para emocionarse a partir de un texto escrito hay que realizar complejas operaciones mentales que llevan a descifrar el significado (Harris, 2005). Las emociones se detectan empáticamente, pueden evadir un procesamiento lógico de la información, con los riesgos que supone esta falta de filtrado. Pero, al mismo tiempo, con las ventajas que las emociones implican para el descubrimiento, la innovación, la renovación de pautas que conectan y las heurísticas (Bateson, 1976; Eco, 1988). Tratando la información en modo flash Todos los procesos anteriores convergen en formas muy diferenciadas de tratamiento de la información. Mientras que la descripción de un entorno puede necesitar de una página de texto, una imagen se nos devela en su totalidad en instantes (Manguel, 2003). La actitud de concentración exigida por el texto es sustituida por una de asimilación y apertura en el caso de la imagen.16 16
Es tan ingenuo, como contraproducente, sostener que una imagen vale mil palabras, como suponer que una palabra evoca mil imágenes. En una época de infoxicación visual como la nuestra, la imagen está condenada a ser exorcisada, mientras que la palabra –vendida muchas veces como especie en extinción– es doblemente valorada. En Leyendo imágenes. Una historia personal del arte, Alberto Manguel (2003) avanzó precisamente en la “narrativización” de la imagen. Manguel presentó una lectura del mundo de las imágenes a través de artistas como Van Gogh, Caravaggio, Marianna Gartner o la fotógrafa Tina Modotti, entre otros. Para Manguel, fijar las impresiones o experiencias de la obra necesariamente pasa por la mediación de las palabras a través de lecturas abiertas y personalizadas. Así como hay ciertas experiencias emocionales que son vehiculizadas por el sonido sin necesidad (o posibilidad) de una traducción verbal, lo mismo puede ocurrir en más de un caso –alejándonos de la polución visual marketinera y publicitaria– frente a ciertas experiencias estéticas irreductibles a la verbalización.
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Aunque se conocen estos procesos semióticos desde hace décadas, y han corrido ríos de tinta tratando de mostrar la predominancia de uno sobre el otro, no se ha tomado debida noticia de las consecuencias de la socialización de estas prácticas en la conformación de nuevos patrones perceptivos y valorativos para centenares de millones de chicos y jóvenes en los albores del Tercer Milenio. Cuando Sony convirtió sus series de los años 70 y 80 en Minisodios –reduciendo 44 ó 22 minutos de los capítulos enteros de programación original a cápsulas de entre tres y medio y cinco minutos–, y además decidió no sólo pasarlos en su propio canal en MySpace sino regalarlos por la red, percibió astutamente esta aceleración de la decodificación cognitiva. El espectador contemporáneo se ha acostumbrado a encadenar, relacionar, asociar, comparar y contrastar. Todo va cada vez más rápido.17 Pero también todo es más sutil. Convenciones que tardábamos una buena cantidad de minutos en decodificar hace un siglo (el pasaje de la noche al día en una película, por ejemplo), hoy se entienden en segundos. Publicidades que necesitan de varios minutos en el aire para ser inteligibles, ahora se ven encapsuladas en 20 segundos y sobran para darnos cuenta de qué se trata –y generalmente no prestarles atención. Internet se ha convertido en una cultura mosaico (Abruzzese & Miconi, 2002), caracterizada por la dispersión y el caos aleatorio (Calabrese, 1989). La fabricación de cultura en la era tecnológica no deviene del esfuerzo por lograr conocimientos articulados, sino de una propuesta incesante del exterior con sus reglas y guiños (Baricco, 2008) que se nos imponen, nos iluminan, nos irritan pero fundamentalmente nos sacan de nuestros sueños dogmáticos. 17
Demasiadas cosas están ocurriendo en simultáneo. Lo palpamos, lo sentimos, lo verificamos, lo probamos y muchas veces lo sufrimos. La aceleración de casi todo es tanto una percepción subjetiva como una comprobación objetiva. La tecnología está en la base de esta aceleración, pero también el arte, las noticias, las invenciones, las experiencias que toman momentum y van cada vez más rápido. Esta velocidad, aunque a veces nos fascina, en otras ocasiones nos tortura y preocupa. Lo cierto es que cada vez entendemos menos el tiempo y por ello somos sus víctimas (Gleick, 1999). Para una lectura combativa en contra de esta aceleración, véase Honoré (2008).
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Estamos en las antípodas de la linealidad del libro. Y frente a esta constatación podemos llorar de pena –como hacen sus viudos, las Academias de las Letras, los organizadores de Ferias del Libro, los editores monsergas, los educadores del canon– o alegrarnos por la invitación a la reinvención del sentido y la creación de renovados formatos, soportes, y opciones de inteligibilidad –tal como refulgen en la red, en exposiciones interactivas, en la estética experimental, en el Zemos 98, en DLD 2009 y en TED 2009, dos exhibiciones únicas en el mundo, en cuanto a sintonizar con los nativos digitales se trata.
Prosumidores e interactividad De todas las transformaciones a las que estamos asistiendo, la obliteración del poder omnipotente del autor, y su sustitución a manos de la sabiduría de las multitudes (Shirky, 2008; Howe, 2008), con sus riesgos y exageraciones, es una de las más fascinantes y de mayores alcances que podamos experimentar hoy. Se trata de ir más allá de la interactividad predigerida (del hipertexto o de la propia Web, por ejemplo) cuestionando cualquier orden fijo del saber, haciendo posible menúes cognitivos a la carta.18 Este panorama no hace feliz ni a docentes ni a padres amantes del viejo orden. Ni a los Ministerios de Educación ni a los sindicatos demasiados acostumbrados al tiempo lento y la reiteración de lo mismo. Instituciones y agentes se resisten a estas configuraciones y las imaginan –a veces bien intencionadamente pero muchas otras La noción taylorista de menú único (ya sea en un producto o en un servicio) está siendo desacreditada crecientemente. En parte facilitado por las tecnologías, en parte por nuevas categorías taxonómicas, en parte por mutaciones cognitivas y por hibridaciones cada vez más fuertes entre lo virtual y lo real, yendo a contrapelo de una economía de la personalización, el justo en tiempo y el a medida de masa. Resulta sorprendente, sino escandaloso, que ninguna de estas nociones haya entrado aún en el currículum escolar, no ya a nivel de la escuela primaria o media, sino de los estudios terciarios y universitarios. Cuando es posible fabricar conocimiento a medida, y transmitir formatos de todo tipo y nivel, que cada curso o cada materia siga impartiéndose como hace 100 años o 1.000 años resulta una mezcla de misterio y de desilusión. 18
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permeados de resistencia y agresividad– como meras estrategias de mercadeo o como pereza intelectual bañada en tecnoreduccionismo. Poco importa esta visión de los educadores, los censores, los zares de la cultura establecida, o de los últimos herederos de Gutenberg, frente a una realidad que no está interesada en conciliar con ellos o a buscar términos intermedios que no son ni chiche ni limonada. No escribimos este libro para quejarnos impotentemente, ni para hacer leña de los árboles caídos o por caer. Partimos en este capítulo, siguiendo a Ferrés, de una situación de incomprensión mutua y de conflicto de las generaciones. Este breve itinerario recorrido ha buscado identificar cuáles son las raíces del conflicto, cuáles son las causas de la discordia y cuáles son algunos de los elementos concretos entre los que hay que mediar. Hicimos un buen recorrido del problema, ahora se trata de empezar a ofrecer formatos, iniciativas y propuestas para ingresar decididamente en el Tercer Milenio Educativo. Antes de mostrar en detalle cuáles son las herramientas y los procedimientos ligados a la sabiduría de las multitudes que están conformando este nuevo desorden digital, ilustraremos una experiencia institucional de reformateo del paradigma educativo, a la luz de lo aportes del mundo digital. Que esta experiencia haya tenido lugar en una institución dependiente directamente del Ministerio de Educación de la República Argentina, como es Educ.ar, el portal educativo de la Nación, ilustra acerca de posibilidades abiertas, de dificultades por transitar y revela contradicciones sin fin. Como corresponde al mundo confuso en el que por suerte nos ha tocado vivir.
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