Historias de un pueblo andaluz
Antonio Medina Guevara ( Zújar, Granada, 1952 )
Sobre el autor: Su niñez, dentro de los míseros tiempos que corrían, fue perfecta. Sus primeros andares por la vida no podían ser mejores: campo, naturaleza y, sobre todo, libertad. A los doce años se trasladó a Granada para entrar en un internado, con una beca de estudios que entonces sólo podían disfrutar algunos privilegiados. Allí empezó Bachillerato a marchas forzadas y gracias a Don Juan Olivares, su gran maestro, tuvo la oportunidad de aspirar a desarrollar carrera. Más tarde, en 1965, su familia decidió trasladarse a Barcelona. Sin embargo, nunca se despegó del pueblo ni alejó de su memoria aquella tierra. Se considera admirador de la Generación del 27 y del 98, lo cual queda reflejado en sus textos. Tiene publicadas novelas y cuentos en USA, Colombia y España
Historias y cuentos de la villa de Zújar Antonio Medina Guevara
Este libro es una edición española de la novela “Historias de un pueblo andaluz” complementado con otros cuentos e historias.
Pequeño diccionario de expresiones locales: Arrejuntaban. Viene de “arrejuntarse” = Formar pareja lejos de los procedimientos eclesiásticos o formales. Emparejarse. Abilanao. Persona simplona. Tonto. Abúndio. Alguien que debió de ser muy tonto, porque popularmente se dice: “eres más tonto que Abundio” Atascaos. Viene de “atascao“ = “Cabezón”. Testarudo. Azogue. Respuesta a una situación nerviosa con movimientos rápidos. Nerviosismo que no se puede disimular. Bareta. Irse de: Descomposición intestinal. Cagarse. Berrinche. Disgusto. Enfado. Lloriqueo. Bulla. En este caso significa meter prisa. También como expresión de aglomeración. Burrería. Viene de “burrear” = Poner algo fuera de sentido o tono. Exageración. Cacarrutas. Excrementos sobre la calzada. Calaíllas. Viene de “calá“ = Diminutivo de “calar” = Dar una chupada a un cigarro. Cantarranas. Ser “cortillo” de mente o tener pocas luces. Cañillo. De caño. Fuente pública en las calle. Cebollazos. De “cebollazo” = Dar un fuerte golpe a lago. Freilica. Natural del pueblo vecino de Freila. Guita. Cuerda fina. Gurupina. Comida popular de la zona. Guiso hecho de gurullos. Jalao. De “jalar" = Comer. Papeles. Denominación popular del Drama místico en honor de Nuestra Señora de la Cabeza de Zújar Pitero. Agujero. Salida para beber de un botijo. Robinado. No tiene traducción. Significaría oxidado. Zagalote. De zagal = Chico joven en edad en mocear.
El autor es miembro de la Asociación de Escritores del Altiplano de Granada http://escritoresaltiplanodegranada.blogspot.com Autor: Antonio Medina Guevara Edición Narrativa 2011 ISBN 978-1-937482-19-0 No. Páginas 132 (en la edición americana) Título original: Historias de un pueblo Andaluz: © Antonio Medina Guevara © Editorial Pélicano (Miami, USA) © Sobre algunas fotos: Encarni Vico Noguera Primera edición 2011. Impreso en USA / Printed in USA Editorial Pelícano, Miami, FL Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopiado, sin autorización escrita de los titulares del copyright.
Dedicado a los habitantes del altiplano de Baza ( Granada, España ) En especial a los de Zújar, Cuevas del Campo, Freila, Benamaurel, Carramaiza, Caniles, Bacor, Cullar Baza…
Nota del autor:
Estas “historias” no son verídicas, no han pasado, ni se refieren a nadie en particular; son invención del autor y nada mas pretenden entretener a los lectores.
Si no encuentra algún título del autor en su librería habitual, también puede pedirlo al Email: Zujar2009@hotmail.com Lo recibirá en su domicilio sin gastos de envío.
CapĂtulo I
Se
desperezaba un nuevo día, en un mediano y
pintoresco pueblo de Andalucía, que está enclavado en la inmensidad del altiplano granadino y a las faldas del imponente Jabalcón, y eso pasaba a principios de mayo en los primeros años de los sesenta.
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A los habitantes, arregostados en el lento pasar del tiempo y en repetida armonía, les amaneció con un día claro y luminoso.
El altiplano brillaba en destellos de sol por encima de los bancales de fértil tierra, que exhalaban su aliento retenido. Los olivos, trigales y flores, brotaban erguidos al cielo como queriendo arrastrar sus almas al infinito de la bóveda azulada; y lo hacían con reflejos oleáceos tan cristalinos, que competían con los propios del sol. Desde la puerta de mi casa todo se veía tan claro, que tenías que entrecerrar los ojos al mirar hacia el este.
Una de tantas jornadas de primavera…
Era un día precioso, apacible, como tantos días en esa estación.
La lluvia, caída durante la noche, había lavado las cruces de flores aún no marchitas del Día de la Cruz que, al rociarse con la frescura de la oscuridad pasada, parecían mantener toda su fragancia muerta... Lo mismo que pasaba en la calle y los espacios; lo que daba a todo lo visible, un tono de transparencias vidriosas.
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Olían a frescor las sombras y el sol besaba con su aliento a cuantos encontraba; a la vez que racimos de lilos, daban ya paso al incipiente florecer del oleáceo campo y al perezoso y aún durmiente jazminero; mientras que la textura primaveral, inflamaba los alocados vuelos de pájaros huertanos.
La luna, vigilante y perezosa en su despedida de la noche, colgaba al oeste de Jaufil con su cara brillante de moneda de plata…, y tan cercana a la vista, que casi se podía tocar con la mano.
El aire soplaba tan despacio por entre las calles y estrechos callejones, que parecía el suave aliento de un niño de pecho. Hasta la Cuesta de Viento, se había tomado aquella mañana un respiro en su eterna atracción de los aires; mientras los pájaros, como integrantes de la mejor de las orquestas celestiales, orquestadas y dirigidas a su vez, por una batuta en mano divina, daban sus buenos días con las melodías más plácidas y hermosas.
Todo era paz y quietud…
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El "cañillo" de la Fuente de los Gregorios, murmullaba a la mañana con su continuo y eterno aporte de agua a bestias y paisanos, dando aún más quietud —si es que ello fuera posible—, a todo lo presente.
Los pulmones te pedían, más y más espacio, para que los abrieras a la calle y así poder llenarse del oxígeno que venía cargado de los aromas más frescos: de lavanda, tomillo, romero, rosales con el aroma y el frescor de los huertos de la Alhanda…, y de Dios más sabe dónde…
También llegaban los efluvios de algún corral cercano, que nada sabía de aromas poéticos…
Las rosas, reinas en fragancia y en el tacto de sutiles pétalos, tienen pinchos en su talle; la tierra, madre de la vida, despliegue de belleza paisajística y fuente de alimentos…, se alimenta a su vez de la mierda del abono… Los pueblos no eran excepción; a sus calles de casas blancas e inmaculadas, de rincones llenos de la quietud del vecindario y el fluido apacible de charlas de cuentistas, llegaban a veces el aroma pestilente de algún corral urbanita.
Nada es completo…
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Es como la esposa querida…, que para darle más sabor al matrimonio, siempre viene acompañada de la dulzura de su madre a la que —cariñosamente—, todos llamamos suegra.
Las brisas ya presagiaban, que aquélla sería una jornada preludia de la gozosa entrada primaveral. Los gallos habían casi acabado con su martirio de cacareo impertinente y las herraduras avisaban del paso tardío de algún agricultor en su destino a la frondosa vega…
En este caso: Matías Vidondo y su montura.
—¿A dónde vas tan temprano...? —le preguntó con irónica finura, Manuel Olivares, el tendero de ultramarinos que tenía un apellido que, solo por casualidad, era la fuente de sus ingresos; eso, aparte de la tienda que como cada mañana y a la misma hora, afinaba con la escoba en su barrido matutino sobre las piedras de la calle que miraba al vacío de la Rambla.
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—¡A la vega. A tomar "porculo"...! —le contestó con la misma finura Matías— ¿Te vienes…, y así no hacemos el camino solos...?
—¡Joder, Matías...! Yo solo te he preguntado que a dónde vas.
—¡Y yo, solo te he respondido...! Manolo.
Siguió cada cual a lo suyo: Manuel, a darle lustre a las piedrecillas clavadas al suelo —y que de vez en cuando, propiciaban con malévola precisión, el deslomo de alguna vecina coqueta y calzada de buen zapato de cuero (que la suela de goma no resbala)— y Matías, al campo...
¡Que ya, era hora propia de funcionarios y no de hortelanos...!
Al pasar jinete y montura frente al tendero, sentado Matías sobre la albarda y su mulo, se quedó Manuel mirando como la indisciplinada Ramira —que era como se llamaba la criatura (la mula, claro, aunque a veces era difícil saber, quien era quien)—, levantaba su rabo como
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una antorcha dirigida a la claridad de la mañana y le dejaba caer una linda ristra de boñigas humeantes sobre el sitio barrido y mojado por Manuel, el tendero.
Además, todo eso acompañado de una retahíla de flatulencias del animal, que en nada acompañaba a las melodías del ambiente.
—¡Será "japuta" la guarra de tu mula...! —exclamó el tendero a la espalda de ambos y tardíos campesinos; a lo cual, al escucharlo, torció su pescuezo hacia atrás Matías, y con sonrisa complaciente, le contestó:
—¿Y qué quieres...? El animal no tiene ojos al culo...
—Ese animal, todo, es un apestoso culo... —afirmó el tendero.
—Bueno… ¿Es que vosotros no cagáis…? —siguió diciendo el jinete, mientras se despedía con un corte de mangas a todo lo que quedaba a su espalda.
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Quedó aquel pequeño incidente —que por otro lado, cada día se repetía como las mismas estaciones: a la misma hora con la llegada del buen tiempo y un par de horas más tarde en los de frío invierno— y después de servir de oportuna distracción de algún vecino, esta vez, sí que cada uno siguió a lo suyo.
No cabía duda, de que Matías —como casi toda la gente de la villa—, había olvidado la intranquilidad y el desasosiego —si es que acaso alguna vez lo había padecido—. El tiempo pasaba tan lentamente por sus vidas, que a veces parecía pararse.
Pero aquello iba a cambiar… .
Unos metros más adelante, en su misma calle, Eulogio Contreras y tres peones más, se afanaban en derribar un trozo de su casa y apuntalar a la de su vecino, que mira por donde, era la casa de Matías.
Como Matías les había recriminado en varias ocasiones, que el muro de medianera compartido se estaba agrietando a causa de los mazazos, los cuatro aprovechaban su diaria y tardía partida a las labores de la
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vega, para darle golpes de mayo al muro de piedra mientas tanto; que ojos que no ven y orejas que no escuchan…
Pero he ahí, que en uno de los impresionantes "cebollazos" propiciados por Gurugüi —que el hombre tenía unas manos, que más parecían pezuñas—, quebró una gran piedra compartida por las dos casas colindantes.
—¡Joder… Gurugüi!. ¡Le has hecho al vecino una puerta nueva…!
Se asomó Eulogio por la cavidad causada y pudo ver como su vecina Mariana —la mujer de Matías, que por suerte estaba más sorda que una piedra—, meneaba una gran cuchara de palo dentro del puchero, que a su vez se hacía al fuego de la chimenea; al fuego lento, claro.
La mujer, acostumbrada ya, al diario repicoteo en las obras de la casa de Eulogio, ni se había dada cuenta de que su vecino metía la cabeza en su cocina…
—¡Dios…, Dios…! Menos mal que ya no está Matías… —exclamó llevándose sus manos a la frente Eulogio— Tapemos rápidamente el agujero…
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Gurugüi, un “cantarranas” que por entonces estaba en todo su pleno apogeo físico y… —bueno, solo físico—, tenía grandes dotes para picapedrero o leñador; alguno, hasta pensaba que más se parecía a un chicarrón vasco, que a un agricultor y peón andaluz.
Todos cascaban cuando venía al caso, lo que ya era de dominio público referente a algunas de sus “actuaciones” más relevantes:
Como cuando levantó a pulso un gran bloque de granito que hacía de banco en la plaza de la iglesia, entonces, al faltarle un poquito de aguante en sus hercúleas fuerzas y caerle un pedo que sonó a trompetilla de alguacil, también le cayó la losa al suelo y —aparte de destrozar el banco—, a punto estuvo de dejarle los pies tan planos como espátulas; o, cuando en un alarde de camarería entre dos amigos —él y su borrica— en una mañana de borrachera romera al cerro en un día de Fiestas, al ver como el animal le había subido en su lomo borracho hasta la misma ermita, a la vuelta, después de compartir con el burro su pellejo de vino y alguno que otro más de amiguetes, cargó al pollino a su lomo y lo retornó a su cuadra en el pueblo; eso sí, con la lengua fuera —la
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del pollino; no la suya— y llegó lanzando suaves y alegres rebuznos en su recorrido por la concurrida fiesta.
—¡Eso sí que es ser un buen camarada…! —dijo alguien al verlo sudar con su borrico al lomo—. ¡No sabemos cuál es más bestia; si el de arriba, o el de abajo…! —respondió otro.
En fin…
Parece que Dios siempre compensa: lo que nos quita de algún sitio, siempre nos lo devuelve con creces en otro. A Gurugüi le dotó con la fuerza de un mulo.
En eso se parecía a Manolo; el hijo de otro manolo: “el de la sardina” .
En el colegio y a mi lado, se sentaba el "abilanao" de Manolito; también llamado por casi todos: el Porra.
Manolito —el hijo del “Sardina”—, no había sido dotado de la más mínima inteligencia; solo reía y reía…, para compensarlo, el cielo, que todo lo arregla, le había
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dotado de un miembro tan grande que era la envidia de todos. Incluidos los maestros.
Él lo sacaba a cada momento tan orgulloso de su dote, y el maestro debía de llamarle al orden de vez en cuando. Y cuando en los recreos nos juntábamos a jugar con las niñas del colegio cercano, le pedíamos que se la enseñara.
¡Las niñas salían despavoridas ante semejante artilugio!
Don Eliondo, el maestro, y hasta el alcalde, debieron de llamar al orden a Manolito a través de su madre, al objeto de evitar una desgracia, o al menos, parar el escándalo que repetía su hijo al enseñarla a cada momento a todo el mundo.
—Hijo, intenta mear en oculto y no la pongas a la vista de nadie —le decía cariñosamente el alcalde.
—Hijo mío, piensa que lo tuyo es un don de Dios, y a veces, los dones no son para exhibirlos… —Siguió el párroco.
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—Hijo, si te la tocas mucho, puedes agarrar un infección —acabó el boticario.
—Hijo, hazle caso a estas personas; que ellos solo quieren lo mejor para ti… —le recomendó su madre, después de darle una colleja.
A lo que el pobre Manolito, después de escuchar muy atentamente a todos, salió con lo “suyo” hecho un lío, ante tal cantidad de personas que le decían “hijo“…
—Mama…, ¿por qué tengo tantos “padres“?
Y recibió como respuesta, otra colleja.
Lo que son las cosas: a unos les crece la sabiduría y la inteligencia, lentamente…, y a Manolito le crecía lo suyo, deprisa.
Cuando llegó a la pubertad, aquello se convirtió en algo del tamaño que le correspondería al de un burro, y la gitana que lo vio de refilón al pasar mientras orinaba un día, dicen que dio cuenta de cómo sacarle provecho a
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aquello que para sí, ya querría su marido; y los días que eran de feria en los pueblos cercanos, el Porra, trabajaba más y más a gusto, que los reyes magos en la noche del 5 al 6 de enero.
Pero sigamos…
En casa de Eulogio, siguieron todos en su urgente reparación intentando tapar el gran agujero fabricado involuntariamente, cuando Gurugüi, notó algo al fondo de la oscura cavernita. Metió su brazo en la casi oscuridad y su mano arrastró hacia su lado algo metálico y oxidado.
—¿Qué es…? —le preguntó extrañado Eulogio.
—Parece un baulillo pequeño… —Dijo Gurugüi.
Y ante la sorpresa de todos, sacaron de la horadad una caja de aparente hojalata vieja; robinada en toda su superficie y soldada mediante estaño por todos sus cantos.
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<<¿Cómo se abrirá…?>> —se preguntó para sus adentros el intelecto de Gurugüi— ¡Con un golpe de mayo…! —le ordenó el cerebro a sus manazas.
Así es, que de un único y certero golpe, el oxidado cofrecito quedó casi tan espachurrado como un gargajo bajo la pata de un elefante…
—¡Que bestia que eres, Gurugüi…! —le espetó Eulogio— ¡Menos mal que no es un tesoro…!
—Algo tendrá dentro… —afirmó con sabia observación alguno de los presentes (que si no, para qué diablos estaba aquello escondido en el muro)— Dámela, que la abro…
Y el tercero de los obreros —este ya, con un poco de delicadeza en sus manos—, despegó pacientemente la hojalata mediante presiones y calor en el estañado, todo, ante la mirada suspensa de los otros.
Cuando acabó de abrir la caja, todos pudieron comprobar que dentro no había tesoro alguno; que la idea que había rondado por sus mentes fantasiosas, referentes
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a antiguas historias de tesoros ocultos dejados siglos atrás por moros o cristianos, estarían definitivamente, quizá, por otros lugares del pueblo.
Solo salió de las entrañas de la oxidada hojalata, una especie de pergamino viejo, con ilegibles escrituras que no eran nuevas.
—Bueno…, sigamos a lo nuestro; que un papel viejo no nos hará ricos… —ordenó Eulogio a los otros, mientras encogía con resignación sus hombros.
Taparon el agujero y dejaron a Mariana cocinando el plato preferido de Matías: Gurupina.
Cuando acabó la labor de aquél día — y como era sana costumbre de todos— se fueron los cuatro a tomar unos chatos a la taberna de Contreras, para luego seguir, en ordenada procesión, por alguna de las demás: a la otra de la plaza, a casa Mango, al casino…, hasta llegar a la de Torres en final de peregrinación, catando —y comparando— los diferentes vinos servidos en cada establecimiento…, y una vez que habían ingerido alguno de los penúltimos vasos de vino turbio, —acompañados
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esta vez de garbanzos tostados por tapa—, Gurugúi, en un alarde de inteligente practicidad, sugirió:
—¿Por qué no le llevamos el escrito a don Leandro…?
—Tienes razón, Gurugüi —dijo Eulogio—, Leandro sabe mucho de estas cosas… Si él no sabe descifrar lo escrito, aquí nadie lo sabrá…
—¡O al cura…, a ver si lo que está escrito, es latín de “ese”!.
—No te preocupes…, Leandro sabe, hasta latín…
Y mira por donde, que en ese momento apareció don Leandro Vergara por la taberna con uno de sus mejores amigos bajo el brazo: un libro viejo. Con su impoluto traje, corbata y la gorra sobre su cabeza —que la retiró al entrar—, más propia de un hortelano.
—Buenas noches a todos…
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—Buenas noches, don Leandro… —le respondieron casi al unísono, todos los concurrentes a la taberna.
Don Leandro Vergara, era un personaje que vivía siempre absorto en sus cosas, lo que no le restaba para que fuera muy educado y amable. Venía de familia campesina, pero a la vez que cultivada; andaba siempre metido escarbando en libros viejos de la iglesia y el registro; devorando letras antiguas como una rata de librería, pero con la digna y sana diferencia, de que él, se comía los libros con los ojos.
Si alguien quería saber de algo, de otro alguien, o de hechos acaecidos años y hasta siglos antes, don Leandro era la persona adecuada a quien preguntar.
Pero como el archivo de cada cual —o sea, su cerebro—, también hay que regarlo a diario para que dé buenos frutos, don Leandro Vergara, don Jesús Moscoso, don Ramón Medina, don Mariano, don Eliondo Baca, el cura…, y otros intelectos de la villa, se reunían cada noche en la taberna de Contreras, o bien en el casino, a platicar a la vez que regar con vino lo que en el campo de sus mentes tenían sembrado o pensaban sembrar…
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¡Que todo lo que crece en el campo, debe ser regado para seguir en su correcto desarrollo…!
Aunque es verdad, que algunas cosas es mejor que no crezcan; a veces, ni que nazcan.
En ese apartado estaba el sargento.
Al sargento —al que todos conocían y llamaban por su cargo y no por su nombre de pila— le pegaba su oficio como a un diablo las llamas y las calderas. Era más malo que una pulmonía en el cuerpo de un pobre…
Si se sabía por donde había pasado, no era por la planta inmensa de su bota sobre el suelo, sino por el fétido aliento que su persona regalaba a quien él quería —y más, a quien no quería: a casi todos—. Nunca se le vio una sonrisa en su cara hitleriana, de la misma manera que borrada en todos las suyas…
Su llegada a los sitios, era presagio de toda clase de males; sobre todo a los más humildes…
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Labriegos, obreros y casi todo el pueblo, lo odiaban en la más franca armonía; tampoco era devoción de algunos pudientes, que debían callar sus opiniones ante semejante cafre con tricornio.
El sargento solo tenía un amigo; un amigo al que nunca sus ojos vieron de cerca y, que creo, soñaban con su figura como un náufrago lo hace con una ninfa: Franco.
En eso, casi todos los pueblos eran iguales…
Una vez estaban todos chateando, se acercó Eulogio a los eruditos —pocos por cierto— y le entregó aquél papel o lo que fuera y muy desmejorado, a don Leandro.
—Leandro; ¿por qué no miras que puede leerse en este papel que hemos encontrado en las obras…? —Eulogio le quitó en aquella ocasión el don a Leandro; que era de confianza y lo conocía desde la cuna. (Lo de la cuna es un decir, claro; que entonces no había muchas cunas en el pueblo y debían apañárselas, cada una a su manera, para criar a sus retoños hasta sus primeros andares; pero parece que en el caso de don Leandro, este, sí que tuvo cuna)
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—Es raro… Solo se entienden algunas palabras, que parecen una mezcla de un castellano antiguo y signos que no entiendo… Déjamelo, que lo miraré cuando tenga un rato.
Don Leandro plegó con su usual delicadeza el papel que más bien parecía un pergamino viejo y se lo enfundó en su chaqueta.
Y todos volvieron de nuevo a sus chácharas y chatos de vino…
Ya en su casa, don Leandro leyó, apuntó, intentó descifrar y Dios sabe que más, durante días y días —sumadas algunas noches en vela—, lo que aquél enigmático documento podía significar... Al final, lo que quedó escrito en limpio, lo desorientó aún más.
El manuscrito en cuestión no parecía decir nada; solo eran palabras sueltas en un parecido al latín, y unos garabatos que su mente pensó en interpretarlos como árabes.
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Al cabo de los días se reunieron de nuevo en el bar de casa Torres.
—¿Qué dice el escrito…? —pregunto don Mariano.
—Solo aparecen escritas algunas palabras sueltas… Virgen, cosecha, hijas… Solo palabras inconexionadas que no consigo enhebrar… —respondió don Leandro encogiendo sus hombros.
—No entiendo nada… —dijo el alcalde, como si él debiera entenderlo.
—Es que la hoja está muy deteriorada. Habría que restaurarla con algún producto químico. —aclaró el investigador.
—Será una broma de alguien que, posiblemente, hace ya años quiso tomarnos el pelo. —respondió don Jesús, hombre muy de probada inteligencia práctica, encogiendo también sus hombros mientras sorbía el chato.
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—¡O una maldición…! —apostilló don Eliondo Baca, el cura, bebiendo y pidiendo algo de comer al del bar; seguramente rumiando en su cabeza, que con el estómago lleno, se llega mucho antes al cielo.
Don Eliondo, se mostró un poco indignado de que don Leandro no le hubiera dado tan siquiera una mínima oportunidad de intentar descifrar aquellas palabras tan mal escritas, por lo que se calló en el resto de la conversación.
Todos miraron con disimulo su intento de disimular su cabreo, más, sabiendo de la rigidez y disciplina que imponía el cura.
La disciplina y puntualidad, eran los pilares de don Eliondo, que intentaba incansablemente imponerlos en los desordenados parroquianos.
Don Eliondo era tan puntual como el mismo cielo que predicaba. Durante muchos años, todo el pueblo comentó las actuaciones de aquél exagerado párroco, que le llevó a amonestar a más de uno —y de diez—, ante su falta de puntualidad a los sagrados actos.
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Una muestra:
Mandaba al sacristán a ponerse en la entrada de la iglesia y apuntar a cada uno de los impuntuales asistentes…, también —y muy especialmente—, a los que pasaban de largo por la plaza. Luego, durante largas horas, hacia comparaciones, selecciones y toda clase de apreciaciones al margen del informe, como si de escrituras públicas se tratara.
Ya en la noche de navidad, durante la misa del gallo —a la que acudía casi la totalidad de los habitantes de la villa, ya que no cabía excusa ante semejante horario—, pasaba puntual lista de las actuaciones de sus feligreses durante ese año: a unos —los más beatos y beatas—, les agradecía y recomendaba seguir igual o mejor en su cristiana actuación; a otros, a los impuntuales asistentes —aunque solo se hubieran retrasado una sola vez durante todo el año—, les recriminaba su actuar y les conminaba a rectificar en el próximo; y a los otros, a los que pasaban de largo durante casi todo el año y solo los veía en bautizos, bodas y entierros, les predecía todo clase de males y retorcijones; desde malas cosechas, hasta toda clase de enfermedades del alma…
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Alguno de estos últimos, harto ya de semejante intransigente, se le vio al relente en alguna noche buena —bajo las heladas y la débil bombilla de la puerta de la iglesia— esperar en continuo baile de pies, ver salir a su familia de la iglesia.
Cosas de don Eliondo Baca…
En fin…
Que partieron todos ellos de la taberna, preocupados a su manera y zigzagueando cada uno con un estilo propio.
Todo aquello quedó momentáneamente olvidado; es más, ocultada su aparición mediante juramento compartido entre todos los testigos del hallazgo…, y los pocos que se enteraron después.
O sea…, ¡que se enteró todo el pueblo!.
Todos se preguntaban con la mirada al pasar alguno de los descubridores de semejante tesoro, y todos los
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conocedores callaban, aún a sabiendas, de que podrían reventar reteniendo las palabras en referencia al asunto.
Gurugüi —que tenía la boca tan grande cómo sus manos—, intentó durante días no hablar del asunto —mérito incuestionable del hombre, pues no hay nada más duro que callar por obligación—, aunque es verdad, que todo el pueblo tenía experiencia en esa práctica: la impuesta por el sargento, el alcalde y el cura… Cada uno en lo referente a sus asuntos, claro, menos en política, que todos eran de un mismo frente: el ya casi caduco y azul deslucido, frente de las juventudes.
Como todo transcendió, las beatas llenaron con sus eternos rezos los días y hasta algunas avanzadas noches, mientras que sus egoístas maridos —anteponiendo la necesidad de sus tripas, a las de sus almas—, empezaron a cabrearse al tener que prepararse ellos mismos, almuerzo, comida y cena.
Pero es que no entendían que ellas también tenían que elegir; y pensaban las mujeres, que aquello debía de ser algo muy importante para todo el pueblo…
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Inmediatamente la autoridad, siempre atenta a los asuntos que son de vital importancia para todos los parroquianos, llamó a consultas a sus representantes. O sea, al cura lo llamaron de la diócesis de Guadix a que diera todo tipo de detalles al señor obispo, y de Baza, llamaron al señor alcalde para los asuntos civiles.
Llegó don Eliondo Baca a la diócesis…
Ante su superior y a las preguntas del prelado, comentan que dijo:
—Reverendísimo Señor… Poco puedo decir de ese asunto. Solo puedo hablar de los hechos en lo poco que sé: se encontró una especie de pergamino viejo en una casa.
—¿Y qué dice…? —le preguntó intrigado el obispo.
—Está escrito en mezcla de idioma viejo y palabras raras; en definitiva: no lo sabemos.
—¿Y dónde está? —siguió interrogando.
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—Lo tiene don Leandro; buen cristiano y muy estudioso de nuestra historia.
—¡Aquí debería de estar…! pero en fin, esperemos que no se trate de escritos herejes…, o alguna broma.
—¿Broma? —se atrevió a replicar el cura, subiéndole la voz a su superior—. Lo he visto con mis propios ojos y puedo asegurar que es muy viejo…
—Bueno hijo, no te preocupes, y a ver si nos puedes remitir copia de ese papel, o lo que sea…
Después de besar el anillo obispal y pedirle al superior algún favor para la parroquia —a sabiendas de que no iba a ser cumplido—, don Eliondo Baca volvió como se había ido.
A la vuelta de Guadix del párroco, todos se le acercaron de inmediato a preguntarle por lo hablado; pero el cura no soltó prenda.
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Ya a la noche, después de circular por sus gaznates el contenido de algunos vasos de más, y aflojadas las tuercas de las lenguas, don Mariano sacó el tema:
—¿Qué le ha dicho el señor obispo?
—Nada. Él cree que todo será algo sin la mayor importancia, pero me pidió que le enviara el escrito.
—¡Eso será, cuando yo haya acabado…! —replicó un poco molesto don Leandro; como si se le menospreciara su interés por el asunto a la vez que reconocida preparación intelectual.
Mientras tanto, pasaban los días y cada uno seguía a sus cosas: el maestro, a repartir “leña“; el boticario a su botica; el sargento a fastidiar a todos…, y yo, al colegio.
Una mañana, yendo en dirección al colegio y al pasar por la calle Ancha de la Virgen, vimos cruzarse a don Eliondo y don Ramón Frutos.
Nos paramos a ver a los dos saludarse al pasar.
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Pero nos quedamos con la gana…
Al cruzarse los dos, ninguno cedió el paso al otro; y después de lanzarse algo parecido a un gruñido compartido, casi pasa el uno por encima del otro…
Al final, con desprecio compartido, cada uno siguió en su camino absorto en sus cosas tan distantes…
Don Ramón tenía fama de ser ateo; mejor dicho, de pasarse al eclesiástico por debajo de…
Y don Ramón imponía…
Andaba vestido de oscuro y mortalmente serio, casi como mi abuelo. A su figura imponente y moderadamente altiva, todos miraban con una mezcla de envidia y de recelo al pasar. Hablaba el hombre lo justo; solo lo imprescindible para hacerse entender y a la vez ser educado…, y parecía lejano.
Como de otro mundo.
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Además de su aspecto sereno y serio, era cortés e inteligente; con la educación que solo da la vida y los buenos maestros.
¡Y más raro que un gato verde…!
Aparte de ser el hombre más rico de por allí, siempre andaba trajeado; con su traje oscuro en invierno, corbata más que ligeramente desplanchada y con algunas manchas viejas. Con su capa española y oscura a los hombros, atada con un lazo a su cuello —como en las películas de espadachines— y de riguroso blanco en verano; pero siempre trajeado. Se parecía a algún maniquí de los que había en alguna tienda de la ciudad, pero abandonado durante mucho tiempo en el escaparate y al que solo le cambian la ropa cuando cambian las estaciones…, siempre llevaba su sombrero de ala ancha, haciendo juego al color del traje.
La camisa, le sobresalía de las mangas, dejando ver los puños con sus gemelos plateados y el blanco amarillento por la falta de lavados. Los churretes estaban incrustados en su ropa como una parte más de la misma.
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Como estampados de fábrica.
Mi madre decía de él, que no entendía, como un hombre tan rico y con tantos criados, llevaba siempre las camisas tan sucias..., cosas de don Ramón.
¡Era un tío raro don Ramón!.
Andaba con la ropa manchada y desplanchada, pero con los zapatos siempre inmaculados; tanto, que parecían recién sacados del zapatero. Decía y repetía que: <<a un hombre se le conoce por los zapatos, casi tanto como por su mirada>>.
Nadie lo entendía...
Decían que venía de familia de indianos. Tenía una ristra de apellidos y también decían los que le conocían, que dedicó sus años jóvenes a ver mundo; que ya estaba a la vuelta de todo. Y que al volver de su último viaje por las Américas —de Cuba—, trajo en su maleta figuras raras y en su cabeza, pájaros de santones y hechiceros...
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<<¡Un excéntrico!>> —decía el secretario de él—. <<Un hombre raro>>, —decía mi madre—. <<Porque a los raros con dinero les llaman excéntricos…, y a los pobres. Solo raros>>.
En fin...
¡Que era tan raro como le permitía su dinero...!
Cuando a veces mi abuelo, me hablaba de don Ramón y me contaba algo de su vida y de sus viajes, yo pensaba en como podría ser el mundo y lo envidiaba por haber visto otros lugares, otros países…, y al llegar a la cama me esperaban los sueños viajeros, agazapados debajo del colchón que nos sustentaba..., y a ellos viajaba...
Un día, al cruzarse en nuestro camino, él, de manera fría pero educada, me devolvió el saludo.
—Buenos días, zagal... ¿Al colegio?
—Si señor…, que es tarde
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—Pues ve; que aunque no te valdrá para nada, un hombre inculto es medio hombre. Y si no sabes leer, siempre te intentará engañar alguien; ¡esa es la desgracia de los incultos! —respondió con una voz que más parecía una sentencia y con sus ojos llenos de apatía.
—Bueno... Adiós —le dije—
—Espera, zagal... —levantó un poco la voz y medio giró su cuerpo.
Volví a parar en seco a mis pies que ya cogían velocidad a la mañana, y anduve unos pasos hacia atrás, reculando, hasta llegar nuevamente a su lado.
—¿Como está tu abuelo ...? —me preguntó.
—Bien... En casa.
—Dale recuerdos... Toma.
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Me extendió un duro que brillaba como el frío.
Parecía recién hecho. Buena cantidad de dinero en aquellos días. Era más de la mitad del jornal que ganaba un labrador apretando la esteva contra el suelo, y clavando el arado en las entrañas de la tierra durante todo un día de esclavitud.
Se lo cogí dándole las gracias y cerrando mi puño...
Agarrando aquel pequeño tesoro, seguimos corriendo al colegio.
—¿Que te ha dicho?. ¿Qué te ha dado? —preguntaron con mucha curiosidad mis compañeros en carrera contra el frío.
—Un duro.
—¡Un duro...! —chilló uno de ellos, como si hubiera descubierto la penicilina, o un nuevo mundo.
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Seguimos todos otra vez con la carrera a toda pastilla, desenfrenadamente, arriesgándonos a estrellarnos al pisar algún charco helado.
Al final, y por aquel entretenimiento que nos ocasionaba don Ramón, la vara fina y cruel de don Antonio, el maestro, encontraría el placer de humillar nuestras frías manos y de paso, la dignidad de nuestra niñez..., pero por un duro, esta vez dolería menos.
Pasamos como un rayo por delante de la posada.
Unos arcos encalados hasta los ladrillos separaban a la calle de tierra del interior de la casa.
Al pasar, nos saludó con un <<Dios os guarde>> el posadero. Nunca supe su nombre; solo su apodo de profesión: El posadero. Un hombre de ojos legañosos, en apariencia sin pestañas ni cejas, porque eran tan claras, que solo se veían cuando lo mirabas muy de cerca. El hombre era lento en sus ademanes y boca, pero buena persona.
Tenía un aspecto parecido a Sancho, el del Quijote.
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Seguimos a nuestro destino…
Por un momento, mientras corríamos, se me pasó por la cabeza el pensar en cómo habría sido de joven don Ramón. Suponía que nada que ver con su aspecto de entonces.
Apenas si podía andar el hombre de puro viejo, pero mantenía ademanes de señorío en sus piernas. Recto como una vara y mirada entre cansada y desafiante. Casi altiva.
No era encorvado como muchos de los labradores en su vejez; con las huellas de andar agarrados a su arado durante años y años.
¡Era un dandi en el ocaso de su vida…!
Llegamos tarde a la escuela, pero también, y por una vez, el maestro llegó después. Seguramente se habría entretenido hablando con el cura; escuchando del maestro calificador de almas ajenas, la manera de
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hacernos creer en Dios, de forma coordinada, entre los dosâ&#x20AC;Ś, y por cojones.
Y seguĂa todo como siempre.
Lentamenteâ&#x20AC;Ś.
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CapĂtulo II
Foto cortesĂa de Encarni Vico Noguera
Mientras tanto, yo era ajeno a casi todo. Mi vida empezaba y todo era nuevo: juego, amigos, tortazos y aventuras en el campo.
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Era ese tiempo en el principio de la vida de las personas, que todo se reduce a la esencia de solo lo importante: la familia, el barrio, la vega…, y los amigos.
Uno de mis mejores amigos —y eso, a pesar de ser cinco veces mayor que yo—, era Juan.
Juan, “el de la huerta“, era como los frutos del campo; alimentaba con sus manos a la tierra y la tierra alimentaba su vida.
Sus días estaban escritos entre terrones, lluvia y estaciones. Los días claros miraba al cielo, preocupado; y los días de lluvia las gotas regaban su felicidad mucho antes de estrellarse contra el suelo.
Todo el mundo le consultaba cuando era el momento idóneo para las labores del campo. Para la siembra, para los injertos, para labrar; para todo. Era un sabio campesino que andaba con su aura de tierra reflejada en sus ojos.
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Juan, no tenía hijos y siempre le decía a mi madre que cuando se cansara de mí, que se lo dijera, que entonces me iría a su casa a vivir con él y con su mujer.
Yo pasaba de vez en cuando por su casa para sacar provecho a su oferta, y sobre todo, lo hacía cuando las cosas se ponían feas, cuando esperaba algún “regalito“ a mi comportamiento por parte de mis padres; entonces utilizaba la protección de Juan y de su mujer de manera descarada, y me recibían como si fuera de su familia, casi como a un hijo.
Al llegar a su casa, yo, de manera mecánica, siempre le preguntaba a la mujer que donde estaba Juan, a lo que ella siempre me respondía con las mismas palabras: <<Juan está en el campo, trabajando>>.
Mi madre, creo que alguna vez estuvo a punto de aceptar el trato porque sus nervios se rompían día tras día con mi errático y despreocupado actuar; libre como el campo que nos rodeaba. Y yo no entendía los nervios de mi madre el día que me ató al asa que colgaba de una pared del corral —la misma donde ataban al burro, porque mi madre decía, que yo era un pollino—, ni como se desbordaban, si yo no molestaba a nadie, solo volaba...
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Por estar tan cerca del cielo, siempre quise volar.
Cerca, muy bajo, como los gorriones; soñando con los espacios abiertos y el agua clara; el verde clavado a la tierra de color tan gris, que es como miles de brochazos imaginarios en un cuadro con un fondo a la vez tan seco, que llora al recibir la lluvia; siempre acompañado de las brisas y de los colores que llegan cargados de aromas que, venidos de tan lejos, hablan un idioma desconocido y solo entendible por los sentidos. Que al llegar a los espacios abren los pulmones como una gran ventana a la claridad….
Todo mi tiempo transcurrió marcado por los trinos de los pájaros de tierra en vez de los punzantes sonidos de las gaviotas; pero sin saber por qué, me lo imaginaba: El mar debería de ser como un interminable llano azul, con montañas que irían y vendrían; pequeñas y grandes; en forma de cambiantes dunas y rompientes cordilleras coronadas de espumas blancas. Todo de color azul. Pero como solo pisábamos tierra, a veces me quedaba contemplando el impresionante cerro que parecía moverse como una impresionante e inmensa ola, siempre amenazante y a punto de romper sobre el valle, sobre todo, cuando el viento de poniente sopla tan frío como hojas de cuchillo, cuando su cumbre se oculta sobre el blanco de las nubes que parecen de espuma…, pero todo
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se calmaba y él decía orgulloso que no; que es un cerro clavado a las entrañas de la tierra, y que ya olvidó cuando sus rocas estaban sumergidas bajo mares antiguos.
Que es muy viejo para andar y que los cerros no se mueven.
Tanto pensar me hacía estar siempre volando.
No era a ningún lugar muy distante, que toda la vida estaba a unos pasos, pero por lo que se ve, siempre volaba demasiado lejos de mi casa y de los ojos de mi madre.
Pero para eso, estaba Juan.
Juan fue un bálsamo para los nervios de mi madre durante un buen tiempo. Me llevaba con él al campo, decía que yo le entretenía y mi madre descansaba mientras tanto de mí. Sabía que estaba seguro y en buenas manos.
Así, todos contentos.
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Con Juan, descubrí los primeros pasos fuera de las faldas de mi barrio y de mi madre, también mis primeras emociones de correrías y aventuras por el campo; mis primeros descubrimientos de sitios lejanos: las faldas del cerro, las arterias cristalinas de las acequias, su murmullo, el sonido a veces mudo de los nidos en primavera; todo un mundo de sensaciones…, ¡y aventuras lejanas!.
¡Pobre de mí…!, llamar lejanía a unos cientos de metros de distancia; pero es que cuando los pies son tan nuevos y cortos, cada metro es una legua y cada kilómetro, un país.
También me llevó por primera vez al río; a mis ojos, un océano. Grande y serpenteante como un inmenso reptil azul y verde. Resguardado por legiones de chopos que se mecían a la brisa con las suaves melodías de los vientos.
Recuerdo muy claramente, que nos sentamos en unas piedras y metimos los pies en el agua que estaba helada como la nieve, pero que tenía las transparencias de vidrios azules. Los pececillos nadaban en las islas de agua templada y sin arrugas del viento. Felices en sus aguas; seguramente descubriendo su mundo marino, como yo descubría a cada paso el mío.
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Juan me hacía descubrir lugares mágicos, presentes y a la vez ocultos a la insensibilidad, de belleza salvaje y también serena, a veces indescriptible.
Me guiaba a la naturaleza como una estrella guía en la noche.
En aquellos tiempos todo era un regalo para los sentidos; todo parecía funcionar en divina armonía.
Claro era, que también cambiaban de vez en cuando las cosas.
Sin saber nadie el por qué, de la noche al día, algunos decidieron partir al otro mundo en una improvisada competición macabra y campestre.
Entonces empezaron a palmarla en ordenado ritual. Alguien de mente clara, dijo que la culpa sería de los vientos del Pozo; que después de soplar sin parar durante varios meses con gélido y molesto viento, creían que había dejado a más de uno, con el cerebro seco y helado como un embutido en la solana.
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Un día encontraron a Miguel, el cabrero, con una "guita" al cuello y colgado de una gruesa rama en su pelado y mejor almendro; otro, a uno que vino del río a competir con los del pueblo y que apareció colgado de un nogal como una inmensa nuez…, y otro, al Sardina, el padre de Manolito, que seguramente no pudo soportar que su pequeño hijo la tuviera cinco veces más grande que la suya…, y poco más se queda como un arenque colgado de su árbol.
En fin…, que por suerte, aquella tonta competición quedó olvidada de la misma forma en que se presentó.
Así pasaba el tiempo.
Pero vayamos a la historia…
Como todo lo referente a lo pasado con el descubrimiento del manuscrito —a pesar de ser anecdótico y novedoso—, no parecía tener la más mínima importancia, quedó momentáneamente olvidado por casi todos.
Y digo por casi todos, porque don Eliondo, temeroso a todo lo que no fuera quietud mental en sus feligreses, 60
estaba obsesionado con todo y aquello parecía representar una amenaza tanto para él, como para sus feligreses; por eso no paraba de darle vueltas y vueltas a su cabeza, pensando que al salir aquel papel —o lo que fuera— a luz, seguro, que traería algo malo a los tranquilos habitantes de la villa.
Era una cuestión de estadística.
Nunca se había dado el caso —o al menos que se supiera—, que un hallazgo documental hubiera traído algo bueno…
Si al menos hubiera sido una imagen divina la encontrada, un resto arqueológico, o un pequeño tesoro lo oculto, todo sería diferente; pero un escrito que, encima, parecía predecir toda clase de males —aunque nadie supiera exactamente lo que significaba— estaba convenciendo a más de uno y de diez, de que eso, acabaría siendo un desastre.
—Con tonterías así se perdió la fe —le comentaba con franca inquietud don Antonio, el maestro que martirizaba las manos de todos nosotros con su fina vara de olivo—, y ya ves lo que pasó: que acabaron quemando iglesias e imágenes. ¡Seguro, que son cosas de rojos…! 61
—¡Hay Señor…! —exclamaba don Eliondo Baca apoyando cruzadas las manos sobre su buche, que ya empezaba a recordarle mediante ruidos intestinales y de manera impertinente, que estaba allí—. ¡La de pruebas que nos pone Dios!
Naturalmente que don Eliondo, incidió durante largos meses en sus sermones en la necesidad de cultivar los asuntos del alma y olvidarse de los terrenales —mucho menos importantes—, para una buena vida en transición momentánea, hacia otra mejor.
A su empeño se añadieron —no sabemos si por casualidad— dos freiles que recorrían los pueblos predicando a las gentes sencillas, la felicidad de una vida sin apetencias sexuales ni materiales; y a la que el párroco local —siempre atento a esos menesteres—, dedicaba especial importancia.
Para refrendar su discurso compartido, los tres representantes de la iglesia seguían recomendando fuera de la sagrada casa a cuantos les escuchaban —y les invitaban, ya sea en los bares que en sus casas— todas las ventajas de sus pretensiones.
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O sea: que se atiborraban de vino, tapas y toda clase de manjares, mientras recomendaban lo contrario.
Y cuando pasaba don Ramón por la puerta de la iglesia, se le oía rezar:
"Predique usted padre, que por un oído me entra y por el otro me sale".
Para completar su discurso, don Eliondo Baca compró por aquellas fechas un par de bancales más, para así poder añadirlos a su larga colección de propiedades terrenales; seguramente pensando el hombre en aquellos momentos, que la vida en esta tierra es muy dura y que hay que hacerla llevadera… Y cuando don Eliondo visitaba a sus trabajadores, siempre les regalaba —aparte de su presencia— una estampita, su bendición, y una frase: Hijos, por el trabajo se va al cielo; Dios esté con vosotros…
Las monedas —o un buen trozo de pan y tocino—, pensaría el hombre que eran solo eran cuestiones terrenales…, vamos: sin la mayor importancia.
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Por suerte no todos compartían la totalidad de las actuaciones del cura. Don Mariano, don Jesús, don Leandro, el médico y el boticario —entre pocos más— tenían fama de pagar en comida, lo que tal vez, no podían hacer en dinero.
Algo es algo…
Seguían con su imparable andar los días..
Como sea que todo el mundo seguía hablando del dichoso e indescifrable manuscrito, el alcalde, a requerimiento de algunos convecinos, publicó un bando pidiendo ayuda.
Y el sábado, día de mercado y de muchas otras cosas, Manolo “el Cojo” llamaba a la atención de todos los presentes en la plaza mediante un pito de latón, que imitaba a un cuerno de vaca y que sonaba más a pedo que a trompeta. Después, pegó un papel en la fachada de la iglesia, que fue comentado de inmediato por todos.
El bando decía:
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Bando.
Don Juan Rus y Rus, secretario de este ayuntamiento, hago saber a todos los convecinos que:
Don José Cáscales Principal, alcalde de la villa y legal representante de los derechos y obligaciones civiles de sus habitantes, que:
Primero: He reclamado con el concurso de la autoridad que represento, información sobre el manuscrito encontrado en fechas pasadas en la villa. Y que al no poder ser descifrado, invito a todos los vecinos a aportar cuanta información sepan al respecto.
Segundo: Cualquier información, sepan, que es de obligado cumplimiento comunicarlo a la Alcaldía.
Lo que yo comunico a todos los habitantes de la villa.
El alcalde de Zújar.
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Al bando, nadie pudo o quiso aportar nada nuevo.
Y volvió a olvidarse el tema.
Los tiempos estaban cambiando muy de prisa y para mal.
Ya, las muchachas salían a pasear solas con sus amigos hasta la carretera…, y de seguir así, acabarían retozando en los solitarios y ocultos lugares de la vega.
—¡Ya no hay vergüenza…! —decía con indignación don Eliondo cada domingo en el púlpito de la iglesia y en su cada vez menos escuchados sermones.
Las viejas asentían con la cabeza a las proclamas del cura; los hortelanos salían a la plaza a fumar un cigarro en el tiempo de sermones… ¡Hasta alguno pasaba de largo sin besar al anillo sacerdotal…!
No cabía duda que todo se estaba derrumbando.
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La parejas se arrejuntaban en modismo más bien económico, lo que hacía que el pobre de don Eliondo, tuviera el almanaque con fechas de pomposas bodas, más vacío que el bolsillo del "abúndio" del tío Miserias; lo que le obligaba a realizar más espaciadas sus adquisiciones de fincas.
—¡Hay…! ¿Dónde iremos a parar…? —repetían y se preguntaban, una y otra vez, el alcalde y algún que otro vecino de más, al cruzarse con la juventud que empezaba a importarles un pimiento la moralidad de sus mayores.
Pero no a todos, o a todas…
—La moralidad no es un asunto de modas, sino de cristianos principios. —le indicaba muy complaciente el cura, a algunas de sus cada vez menos incuestionables seguidoras.
—¡Siempre quedarán personas decentes, don Eliondo…! —le indicaba con absoluta marcialidad eclesiástica, dona Virtudes, la mujer del alcalde, agarrando de la mano a su avinagrada hija Cabeza que, a pesar de su innegable belleza, tenía menos salero que un chino bailando flamenco.
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—¡Si hija…! Por suerte, Dios y nuestra Virgen, siempre velan por nosotros. —afirmaba el cura con su mano al hombro de la muchacha, que ya marcaba un par de preciosos e imaginarios pechos.
—¡Me moriría, si una hija mía se descarriase…, padre!.
—Eso no pasará, Virtudes; ¡que de un buen árbol, siempre sale buena madera…! Y vuestra familia es un gran árbol plantado en la tierra de la iglesia…
Y siguió el hombre dando recetas y consejos a Virtudes, que lo escuchaba atentamente.
—Sé que sois una buena familia cristiana; que advertís a menudo a vuestros hijos y quien haga falta, de que la decadencia de los valores cristianos es la propia de la vida misma. Sé también, que no sois de esos que creen que con su actuar se liberan de algo, cuando en realidad caen al precipicio del infierno y las llamas eternas… —y siguió el cura dando recomendaciones, hasta que al final se quedaron solos.
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—Bueno, don Eliondo; espero que venga a comer a nuestra casa después de la misa…
—Claro hija. Será un placer…
Cuando acabó la misa, se largaron cada uno a sus cosas: doña Virtudes, con el salero de su hija a la mano y calle adelante a preparar la comida, y don Eliondo, a dar la matraca a los demás…
Ya en la comida —a la que esta vez, por ser onomástica de alguien, invitaron a casi todas las fuerzas vivas de la villa menos al sargento, que para gozo de todos, estaba de servicio por esos caminos de Dios persiguiendo a ladrones de leña—, y en el tiempo de café, salió como era de esperar, todo el asunto.
—¿Y qué podemos hacer…? —preguntó muy preocupada doña Filomena, la mujer del despistado boticario que, muy disimuladamente, miraba como su marido dormitaba en plácida digestión.
—Solo Dios lo sabe… —respondió resignado el cura mientras se masajeaba la panza después de haber "jalao" como un cosaco. 69
—Todo tiene arreglo —apuntó sabiamente don Jesús.
—¿Y cómo…? —interrogó el alcalde.
—O nos adaptamos…, o nos amurallamos. —les respondió don Jesús.
—¿Qué quieres decir? —volvió a preguntar doña Filomena.
—Pues…, que o dejamos todo como está; o los que consideramos que esto va por mal camino, tomamos el nuestro, sin importarnos el que tomen los demás…
—Sigo sin entenderte, Jesús.
—Lo aclaro: nosotros a lo nuestro; como siempre. Los demás, que anden el por camino que quieran.
—Me parece muy bien… —consintió en rara complacencia el párroco; tal vez, porque estaba degustando una buena copa de brandy y podía perder todo 70
su aroma—, si algunos damos muestras de dignidad y decencia…, todos acabarán copiando.
—Creo que os preocupáis por una tontería… —dijo don Juan Rus, el secretario del ayuntamiento que tenía fama de dejar todo para mañana para que no faltara el trabajo—, las cosas cambian… ¡Tienen que cambiar…!
—Lo malo hijos, es que cuando cambian, siempre cambian a peor… —incidió don Eliondo.
—Todo cambia… Es la ley de la vida. —insistió el secretario.
—¡Hay cosas que no deberían…! —apuntó de nuevo doña Virtudes, con su voz que parecía una escopeta cargada con postas de sal y asentida por su santa madre —que rondaría el siglo y medio—, a la que el secretario dedicaba con sorna —cuando no estaba hija ni madre, claro— un poema del Alcalde de Zalamea:
“Tuviste mujer sin madre, ¡gran suerte, y de envidiar!; gozaste mundo sin viejas, 71
ni "suegrecita" inmortal“.
Después de mirar con “cariño” a su suegra —y pensar para sus adentros: ¿por qué no aprovecharía la mujer, el nicho que quedaba vacío en el panteón de la familia?—, siguió hablando el secretario:
—La gente de este pueblo es buena gente… Creo que lo que nos sobra es aburrimiento.
—Tú, como siempre… ¡Todo lo ves bien…! —respondió su esposa aparentemente contrariada; a la que el secretario respondió con un sorbo de café y un encogimiento de hombros.
—Hay que entrarles suave…, ¿acaso no sabéis, como son de “atascaos” estos labriegos….
Siguieron horas platicando…
Así es, que después de aquella larga comida que casi llegó a cena, quedaron dos cosas claras en el pueblo: los tradicionalistas seguirían como siempre…, y a los demás, se les suponía que copiarían su actuar. 72
El día seguía reluciente y cálido…
Ya a la tarde —mientras los comensales seguían buscando alguna solución al asunto—, los que podían —que algunos hortelanos no sabían de fiestas—, convergían en el punto de referencia en festivo: la carretera.
Las muchachas y muchachos, paseaban tonteando como los gorriones en primavera; eso sí, vigilados de cerca por toda clase de carabinas y escopetas, en un intento inútil de conformándoles una imaginaría jaula.
Gurúgüi, mientras tanto, deambulaba sin parar por mi calle intentando muy disimuladamente que mi prima se fijara en él; pero mi prima no estaba por la labor.
Y eso que Gurugüi, era un alto y fornido muchacho; con mulas, casa y tierra, que le daba para vivir relativamente bien…, y al que solo se le encontrarían —rebuscando mucho—, un par de defectillos sin la menor importancia: que un ojo le miraba al frente y el otro a un lado; y que aparte de eso, era menos suave con las mujeres que unas bragas de madera. Pero nada. De nada le valía su
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talla y fuerza…, estaba claro que mi prima tenía otros gustos.
A su vez, mi prima Angustias, buena moza de interminables piernas y torneado talle, estaba loquita por los huesos de un camionero murciano que pasaba a “regalarle” su presencia de vez en cuando.
He de decir, que mi prima también solo tenía dos —bueno, tres— defectos: su mollera era una inmensa pajarera en la que cabían todos los pájaros de la vega; de mente más simple que el mecanismo de un cántaro…, y el que cargara con ella, tendría a la vez, la mejor de todas las suegras: mi tía.
¡Hay mi tía…!
Mi tía era como una bruja, pero sin escoba.
El nombre le pegaba: Martirio. Parecía exorcizar a todos con su mirada y con sus palabras, metiendo al diablo en todo lo que ella trataba, en vez de sacarlo.
Era, como la Rancia, pero mala. 74
De aspecto lúgubre en su mirada, era canija y arrugada como una pasa; todo, motivado por los ayunos a que se sometía con ánimo purificador de su cuerpo y de su alma. Mi tía vivía en permanente ayuno. Decía que era en penitencia; y sería verdad, ya que tenía que convencer —y bastante—, si quería subir algún día al cielo.
De paso ahorraba en comida, que tampoco tenían mucha.
Una vez me dieron una pedrada en la sien.
En contra de mi voluntad, me atendió ella. Yo no quería, era como si me auxiliara el diablo. Puso en mi frente una perra gorda tan apretada con una venda, que el chichón me creció para adentro. Menos mal que vivíamos tan cerca, que si no, me hubiera quedado con la cabeza abombada.
Durante años vaticinó que yo acabaría mal.
Pero volvamos a mi prima…
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Cuando llegaba el geta del murciano, lo avisaba con un bocinazo en la puerta del bar de Torres, que se oía desde todo el pueblo y desde los pueblos cercanos.
Entonces mi prima, al escuchar los bocinazos, corría hacia la carretera como un cochecito en busca de su vía; y cuando lo veía, sus largas piernas se movían como cañas al viento…
Todo era romanticismo en ella y el camionero; y todo lo contrario en Gurugüi.
En cambio el murciano —ese sí que sabía cómo conquistar a una moza—, cada vez que llegaba, la obsequiaba con algo que era la envidia de las vecinas y el regocijo de mi tía Martirio… Y cuando él partía, mi prima se pasada horas enteras, dibujando a su amor en su mente y en las hojas de papel de un cuaderno especialmente comprado para eso. Lo pintaba y coloreaba junto a su Leyland inglés de color rojo intenso atravesado por rayos azules; montado, subido y asomado a la ventana del camión, diciéndole adiós
Por lo que se vio después, la parienta del murciano le dijo que menos cháchara y más estar con sus hijos…, y una vez, se despidió el cabrón de verdad… 76
Nunca más apareció el camionero por el pueblo.
Mi prima, se quedó con su pájara mirando durante años a la carretera que sabía llevaba a Murcia; como Penélope en la estación…, pero que en vez de sentada en su banco verde esperando al tren, se quedó sentada en su poyato esperando al camión. Entonces su madre —la misma que cuando llegaba el gacho del murciano, le regalaba alguna de sus contadas sonrisas—, le reprochaba su asnería en pensar, que aquel que venía de tan lejos, sería mejor partido que alguno local, pero mi prima siempre pensó que, por la misma carretera que lo vio largarse, también lo vería llegar de nuevo.
He de reconocer, que yo también eché de menos durante largo tiempo al gilipollas del murciano; o mejor dicho: lo que su presencia representaba.
Él pensaba que me caía bien; pero la verdad sobre él, es que yo pensaba a mi vez, que solo era un imbécil que me llevaba algunos kilómetros en su camión y que eso hacía que me convirtiera en la envidia de todos mis amigos…, eso, aparte de invitarme a gaseosas y toda clase de golosinas; que tampoco estaba mal.
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Pero se fue…
Entonces, volvió Gurugüi a intentar ocupar el vacío dejado por el camionero y recuperar el suyo propio; a perseguirla; pero los pájaros no se iban de la cabeza de prima. Ni se fueron nunca.
Y el pobre Gurugüi, enamorado como un perro asustado, la seguía a distancia soñando con sueños imposibles. Y al llegar a su lado —que es un decir, claro, porque siempre la observaba de lejos—, sentía un repetido “azogue” que le hacía mover su corpulento cuerpo como un flan en el centro de un terremoto. A veces, hasta le salía un “berrinche” o se iba de "bareta" disparado al oculto de algún árbol o ribazo.
Cuando la veía a distancia, la seguía; cuando la veía acercarse…, huía… Lo dicho: a pesar de ser tan grande, era como un perro asustado y a la vez enamorado.
La gente le metía bulla para que él se le acercara, pero solo conseguían ponerlo más nervioso; a lo que él, cabreado, les respondía con alguna burrería.
En fin… 78
La gente salía a pasear.
Todos andaban carretera arriba —hasta el puente Grande—, y carretera abajo —hasta la cuesta del Moral; aunque algunos, más atrevidos, llegaban hasta la Primera Trinchera—, y al andar, giraban su mirada al cruzarse con la persona que en sus sueños propios de juventud, tal vez calentaría en el futuro su cama en los fríos inviernos; mientras las madres —olvidados ya sus años en los que su corazón producía latidos de pasión—, soñaban a su vez en ver a sus hijas o hijos, emparejados con otros jóvenes de buena familia.
Pero confirmaban que las cosas se les iban de la mano…
A algunas pocas muchachas y casi todos los muchachos, esa pretensión de sus mayores, les seguía importando un comino…
Esta actitud insolente de algunos jóvenes, había traído algún que otro quebradero de cabeza a sus padres, pero en la mayoría de los casos, se imponía al final la cordura a la pasión tonta e inútil…
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¡Que eso de: “contigo pan y cebolla…”!
Ahí se repetía como siempre la historia...
A los padres les gustaba uno…, y a los hijos, otra u otro.
Mi hermano Lucas —que también era más soso que un bocado a una piedra—, estaba desde siempre loco por la insulsa de la hija de Virtudes: Cabeza. Y por lo que se veía en el cruce de miradas en la carretera, la joven Cabezica suspiraba a su vez por los huesos de mi hermano —literalmente, porque estaba más canijo que un galgo—, que a pesar de ser igual que ella en sosería, le devolvía apagadas sonrisas, mientras su mirada le inflaba su precioso pecho con el aire de los suspiros a la vez que disminuía su talle de avispa al respiro.
Pero había un gran problema…
Ella era hija de familia pudiente…, y nosotros, aún nos alumbrábamos con candil al no poder pagar la luz eléctrica.
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Dios da pan duro a quien no tiene dientes, y aquella preciosidad, era de carne tan joven y dura, que rompería los de mi hermano Lucas al primer intento de bocado...
O se los rompería su padre, que a pesar de ser el alcalde, era más bestia que Gurugüi.
El caso es, que al cruzarse los dos, Cabezica le lanzaba una tierna y tímida sonrisa que atontaba aún más —si es que era posible—, a mi hermano; y mi hermano, tropezaba hasta en una raya en la carretera al contemplarla andar como flotando, saltando como una delicada bailarina sobre las impertinentes "cacarrutas" de la carretera, con sus bonitos y relucientes zapatos blancos e inmaculados calcetines del mismo color; transitando como una ángel sobre las piedrecillas y pedruscos de la vía.
Había de reconocer —aunque yo era niño—, que al verla pasar, la condenada era tan preciosa y delicada como un ángel…, ¡como un ángel atontado!.
Y lo que son las cosas…, aquella criatura preciosa, pero a la vez tan insípida, al llegarle la flecha de cupido rebotada en mi hermano Lucas, parece que la infectó de
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dulzura y resplandor; por lo que su aspecto pasó, de ser preciosa, a ser preciosa y simpática como un sonajero.
La zagala saludada a todos al cruzarse y hasta se paraba a saludar al vecindario. Su cuerpo, torneado y grácil, se completó con abundancia de simpatía, que sumada a su añadida belleza, la convirtió de pronto en la flor más deseada.
¡El milagro de Cupido...!
Como diría un poeta: era, como un blanco lirio perfumado con el aroma de los campos, que el sentimiento del amor hacía vibrar. Alimentaba a la belleza con su presencia, como la lluvia lo hace a la sabia, o las estrellas a la noche…, y los sonidos que exhalaba, eran tiernos como el quejido de la alondra.
En fin… ¡Que era la flor que siempre querría el jardinero!
Y el jardinero, era mi hermano.
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Poco a poco, con la llegada del verano, los días se eternizaban y daban tiempo para casi todo. Y también poco a poco, mi hermano, Matías hijo, Fernando, el hijo de Eulogio —junto a alguien más que vino de Freila a agregarse a la fiesta—, acabaron emparejándose a escondidas con María, la hija de Manuel el tendero, Cabezica, Amanda, la hija del boticario y alguna otra muchacha.
Daba gozo ver al oscurecer y paseando a escondidas, a tanta juventud y tontería junta.
—Es la edad del pavo —decía algún vecino al verlos pasar.
Y tenía razón; había más pavos sobre la carretera y tonteando en lugares semi-ocultos, que en todos los corrales juntos. Eso sí, con las crestas mas tiesas que gallos de pelea, ellos; y a punto de poner un huevo, ellas.
Cosas de la edad.
Así es, que como en todos los corrales siempre manda un gallo, Matías hijo, intentaba mandar a su gallina al
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campo. Y que mejor, para que una gallina te siga, que tirar de todo el gallinero.
Matías los invitaba a todos a ir a la era de su tío…, a ver como llenaban los costales de grano.
Al principio le costó que lo siguieran a la era, pero al final consiguió, no solo que le siguiera todo el gallinero, sino que se quedaran las gallinas hasta bien entrada la llegada de las estrellas.
Ni que decir, que cuando aquello transcendió, se acabaron las eras, las gallinas, los pollos y hasta el pavo. Se repartieron más hostias en aquellos días, que las que daba don Eliondo Baca en una mañana de domingo…, y todo volvió a la quietud y a las buenas formas.
O eso pensaban todos…
Pero parece ser que es verdad, que es imposible ponerle puertas al campo, y mucho menos, que la sangre no hierva a esa edad.
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Como en una secta secreta, los integrantes de aquel gallinero seguían reuniéndose en grupo —y también en parejas sueltas— a la más mínima oportunidad.
Luego supimos que Matías, después de convencer sin mucho esfuerzo al grupito de amantes —y después de agenciarse una botella de güisqui, que decían sabía a chinches triturados—, festejaron en la era una fiesta, que algunos críticos calificaron de orgía…
Siguió cada uno a sus cosas en los largos días de verano.
Yo en cambio, disfrutaba de las eras en todo el calor del día.
En las siestas me acercaba a la más cercana.
Aquel, había sido un año de malas cosechas.
Ya se vio en primavera, que fue de mucho sol y poca lluvia; a vistas de que los trigales no cuajaron, solo la mitad de las eras se abrieron a la trilla. Por eso, apenas se oían los cantos de los trilladores, seguramente, porque no 85
dan ganas de cantar, cuando piensas que lo que te cantarán serán las tripas en invierno.
Me acercaba a una.
Allí estaba el viejo Juan trillando, ¡mi amigo…!, con su rostro hundido en un sombrero marrón de paja y un pañuelo alrededor de su frente adsorbiendo los sudores. Al verme, los surcos de los años en su cara se alegraban, parecía rejuvenecer. Le pedía las riendas y montaba en el trillo de a pié, el más raudo y ligero, durante horas y al solano; él sonreía complacido mientras yo volaba por mares color del oro deslizándome por las olas de paja y grano, lo contrario de lo que les pasaba a los mulos, que al verme llegar, sabían que acababa su tranquilad.
Entonces, él se repechaba sobre un ribazo a la sombra, donde corriera la brisa que a veces ardía, se enfrentaba al "pitero" y bebía un largo trago del botijo, le metía unas "calaíllas" al cigarro que él mismo se liaba, se cubría la cara con el sombrero y nunca supe si soñaba o roncaba; permanecía como muerto durante horas.
A veces al atardecer, cuando la trilla ya había domado a las olas de las mies, llegaban mis hermanos a la era. Entonces las carreras eran desenfrenadas, con las brisas de 86
la tarde entremezcladas con los gritos y los cantos de las mujeres al ver la riqueza de los granos.
¡Todo era alegría!
La trilla era dura, casi tanto como la siega.
Como duras son los calores para los hombres del campo, por eso supongo que se alegraba tanto Juan al verme; porque podía descansar durante un buen rato.
Y las mulas mientras tanto trotaban dando vueltas, en círculo sobre la parva del grano. Al principio el trillo saltaba como en una montaña rusa; y poco a poco, después de mil vueltas a la era, se suavizaba el viaje sobre la paja y el grano… Parecía deslizarse sobre la parva, como en suaves olas del color de las puestas de sol.
A veces me he preguntado, ¿por qué tendrían que desaparecer las eras con sus trillas…?
Hay cosas que deberían perdurar por siempre.
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En el verano, las noches brillaban como espejos y los aromas de la vega se extendían por los campos, entre los del tomillo y el romero que venían de lejos, de los montes que ya empezaban a vestirse de lavanda, marrón y verde.
Aquel fue un tiempo de felicidad absoluta.
Yo era consciente de mi dicha y me gustaba saborear el tiempo y las cosas, como intentando retener todo aquello…., y los días pasaban…
De las cosas que no puedo olvidar, hay algunas, que aún aparecen en mis sueños: las acequias, las eras, la trilla, Juan el herrador martilleando las pezuñas de las mulas, la carretera de grava, que cuando llovía dejaba pequeños estanques a los pájaros…, los desaparecidos paisajes de los trigales y las montañas de remolachas amontonadas…
Ya solo quedan las acequias…
Pero en fin, sigamos a lo nuestro.
Mi hermano ya trabajaba y contribuía a la casa. Yo, también “ayudaba” a mi padre a rellenar gaseosas en la 88
fábrica de Torres que había en el callejón del cine, y aprovechaba de paso para llenar con doble brebaje las de consumo propio…, pero las marcas comerciales empezaron a inundar los bares del pueblo y los de los pueblos vecinos…, y gaseosas y sifones “Mariloli” pasarían al poco tiempo —como pasó con tantas cosas—, al capítulo de los recuerdos.
Siguió el continuo paso del tiempo…
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Capítulo III
Zújar en los años 60 (Foto cortesía de Encarni Vico Noguera)
Aquél verano pasado, creo que fue el mejor de mi vida.
No me daba cuenta de que el pueblo, poco a poco, se estaba despoblando. Cada día partía más gente a lugares lejanos: a Cataluña, Alicante, Alemania, Suiza…
Era un goteo constante. 93
Y llegó el invierno.
Las montañas empezaban a cubrirse de blanco y melancolía. Tiempo de hornos y dulces, de aromas cálidos y roscos de anís; y para los ricos, también de turrón.
Un día, al bajar a la plaza a buscar un recado para mi madre a la tienda, me di cuenta de que —aparte del invierno—, el frío nos recordaba, que aquello se estaba muriendo como una planta a la primera helada.
El pueblo estaba vacío.
Habían desaparecido tantas almas, que parecía muerto. Era como un cementerio, pero sin cruces. Solo se veía por sus calles a los viejos sin futuro, con las huellas de los surcos de la tierra abandonada en sus caras, quemando sus pocos días al frío…, y de oscuro.
Y a las mujeres, todas viejas.
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Todas con su chal entre gris y negro, descolorido de esperanzas. Andaban con paso lerdo, como empujando al viento, como perdidos en sus años... Solo había algunos niños.
Hasta el yugo y las flechas parecían corroídos y viejos, olvidados, abandonadas por todos y por el tiempo. Parecía, era, un pueblo desmantelado.
¡Muerto…!
Daba tristeza pasar por las calles donde algunos perros deambulaban como almas en pena, buscando entre las gentes a sus desaparecidos dueños..., y te seguían en tu camino implorando afecto en sus ojos, por los lugares donde en otro tiempo todo había sido vida.
Ya solo quedaban los gorriones, que también parecían estar poseídos por la melancolía y la tristeza; con sus picos mudos, como el frío...
Los campos estaban abandonados y solo se veían barbechos llenos de malas hierbas, enfermos de tristeza, dejados de las manos de los labradores que buscaban el pan en otros sitios, donde no olía a tierra... 95
Los pocos amigos que me quedaban, ya se contaban con los dedos de una mano; y al ver todo aquello, daba gracias a Dios por ser tan afortunado, por ser uno de los pocos jóvenes que quedaban en la tierra que nos vio nacer.
Mis padres se planteaban a diario el emigrar.
Y no pensaban por ellos, sino por mis hermanos que parecían no tener futuro; pero aguantaban un poco más, a ver qué pasaba...
Y pasó lo que tenía que pasar…
Que llegó la primavera con todo su esplendor y las abejas y avispas con su crueles aguijones…
Con la llegada de las fiestas de la Virgen, todo parecía volver al pasado.
El pueblo se llenó de gente.
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El sábado de fiestas, el día más importante de la villa en todo el año, fue —como ha sido siempre— día de estrenos y lágrimas a la bajada de la Virgen de la Cabeza. Luego —también como siempre—, siguieron la romería, la representación de los “Papeles” y las procesiones abanderadas por José Ramón.
Todo parecía volver a la normalidad.
Pero no. Era un espejismo que se vendría repitiendo durante décadas… El martes de fiestas, el pueblo volvió a quedar semi-desierto.
Pero en fin, no todo era malo…, era primavera.
Salí a la calle.
El sonido “robinado” de las bisagras de la puerta, espantó a los pájaros acostumbrados a la soledad de mi casa; pero enseguida siguieron a sus cosas como si nada. Al fondo, donde solo se veía con la imaginación, un jilguero se desgañitaba saludando al nuevo día como si se lo intentaran quitar de sus ojos. Al escucharlo, por un momento me olvidé de todo y cerré los míos al infinito,
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mientras los sonidos volvían otra vez a mis orejas que apuntaban a todos lados.
Respiré hondo y pensé en la suerte de levantarse así, acompañado de sonidos del campo y aromas limpios que venían de viajar por el frescor de la noche.
Aquel día lo dediqué a pasear mis sentidos, mientras mis ojos lo dedicaron a hablarle a mi cabeza diciéndole las imágenes que veían a cada paso, y mi cerebro se dedicaba a ordenar las cosas: unas a los recuerdos, otras al gozo, y alguna que otra…, a la nostalgia.
Todo era, y nada era, igual y diferente.
Me senté apoyado en la pared de un corral que daba a los campos de paredes de adobes blanqueados y, que unos años antes, yo mismo había pisoteado en una fiesta de barro. La cal crujía al prensarla con mi espalda; estaba caliente y el calor se transmitía a mis carnes. La atracción que sentí por aquél lugar, me sorprendió; un lugar tan pobre en construcción y me gustaba más que las imaginarias y grandes avenidas. No entendía la atracción de aquellos pobres adobes..., y menos aún, lo que sentía por mi viejo y destartalado barrio.
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Pero me gustaba.
Me fui a pasear por los campos.
Resulta difícil conducir a tus pies con los ojos opacos. Así era. Pasaba por los lugares que conocía con mis pensamientos, por los sitios que mi niñez ya habían clavado en mi cerebro para siempre, pero una simple piedra, una simple china que asomara sus narices a la calle, me hacía andar a trompicones.
Parecería un borracho…
Mi cabeza y mis ojos no estaban sincronizados.
Por suerte los días ayudaban. La primavera estaba en todo su esplendor, con su cielo azul y los campos verdes y multicolores.
Me escapaba al campo. Quería estar solo.
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Solo las vistas primaverales apaciguaban mis sentidos. La vega, las acequias, llenas de murmullos que me atraían al cercano pasado y me llamaban con sus sonidos del agua cristalina, los nidos, que decían que allí había vida, el azul del cielo y su brisa…, todo era paz.
Pasaron algunas semanas…
Al paso de los días, parecía que Dios estaba repartiendo: los pájaros a su nido; el agua a sus acequias; el céfiro: a cimbrear las flores y las plantas; el sol: a bañar los campos con todo su brillo. Todo estaba distribuido de manera exquisita, seguramente divina.
Salí de mi casa a recoger un recado en la plaza.
Mi vecina Remedios, al verme pasar, me solicitó la mujer que le leyera la última carta recibida de su hijo que llevaba varios años en Alemania.
Todos sus hijos vivían lejos y, a pesar de tener muchos, los tenía a todos repartidos por el mundo, emigrantes; y a la pobre se la hacía grande su minúscula casa viviendo sola.
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Se la leí despacio, una y otra vez, diciéndole a sus oídos solo lo que querían oír. Cuando acabé, quedó la mujer sentada en la silla y con la mirada puesta en el papel lleno de borrones de tinta, con sus pensamientos en ningún sitio.
Me dio pena dejarla tan sola y derrotada…, pero seguí en mi camino a la plaza.
Al pasar ante un gran ventanal, me llamó el sonido que salía del interior de la casa atravesando el aire.
Paré unos segundos a escuchar la melodía que salía por entre los barrotes de una ventana.
Volaban las notas de un piano.
El sonido del piano atravesaba los geranios, que eran todos rojos, casi rozando al negro. Una mujer, soltera y casi mayor, acariciaba las teclas como si fuera la piel de un amante, dando sonidos a la calle que parecían volar a otra dimensión.
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Me asomé, y vi a Amanda deslizar sus dedos sobre las teclas blancas y negras, mientras que sus hombros, como olas, iban y venían.
Desde niño, a veces, cuando volvía del colegio a mi casa, me paraba a escucharla al trasluz de su ventana. Creo que si Amanda hubiera querido el cielo, alguien se lo habría puesto en sus manos; pero Amanda solo quería un cielo..., que estaba detrás de otro cielo...
Era dulce y guapa; de expresión entre felina y tierna, también de piel clara y opaca como una escarcha…, y muy educada y amable con todos; aunque siempre fue discreta…
Y con dinero.
Decían, que a aquella mujer le paró su reloj un republicano venido de lejos durante los años de guerra. Y que al acabar, partió con la promesa de volver. Pero como en tantas cosas que mató la guerra, parece que también hirió de muerte la promesa de su amante.
¡Amanda…!, hasta su nombre fue un presagio de lo que sería su vida; y no precisamente por no ser bonita, 102
que lo era y tuvo siempre a los hombres revoloteando a su alrededor como mariposas sobre el agua, sino porque parecía de otro mundo, de otra dimensión.
Dicen que murió la promesa de su amante; que desapareció.
Y que ella lo esperó... ¡Siempre…!
Me hubiera quedado a escuchar lo que salía de sus dedos y que era ciertamente hermoso, pero seguí en mi camino…
Crecían las plantas y se formaban los frutos del campo…
Del campo y del pueblo; porque al llegar el buen tiempo, empezaron también a crecer tres barrigas…
Inmediatamente, empezaron todos a pensar que habría sido todo una maldición del manuscrito —menos los afectados, que como era de suponer y en aplicación de toda lógica: callaban—, por lo que desapareció para siempre sin saber nadie que diablos representaban aquellas 103
palabras sueltas —si es que acaso, algo representaban—. Otros pensaban —también con sabia lógica—, que con el güisqui y la brisa de la era…
En fin, que se iban hinchando.
Una fue la hija de Mariano, Luisa.
A Luisa le empezaron a crecer las caderas y su rostro resplandecía como los rayos del sol. Se convirtió de la noche a la mañana —o mejor dicho, del verano pasado a la salida del invierno—, en una guapísima mujer.
Todos vieron extrañados como el volumen de su vientre crecía, y como su amargura era regada con ríos de lágrimas que salían sin cesar de sus jóvenes ojos.
Escuché en conversación de lavanderas, que la llevaron a casa de la Rancia a que le sacara al diablo que le crecía en la barriga.
La Canija, después de exorcizar su vientre y de rociarlo con agua bendita que robó de la pila de la iglesia,
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dicen que encendió una vela y mandó a rezar a todos durante casi una hora.
Después de las muchas y muchas oraciones e imploraciones correspondientes, les vaticinó que, aunque el diablo había salido por pies a otros sitios, lo que quedó dentro saldría a los nueve meses, que fueran pensando en un nombre.
Y salió la familia de la casa, preguntándose como habría entrado aquello allí, dentro del vientre de su hija.
Humillada y triste, como si el nacimiento de su hijo fuera un funeral y no una bendición, la familia y ella misma, andaba cabizbaja y lo menos posible por las calles del pueblo.
¡Como si hubieran cometido algún delito!
Y al llegar la primavera, que siguió al fogoso verano de Luisa —y los otros participantes—, dando la razón a las sabias y proféticas palabras de la Canija, llegó también el fruto de aquel verano pasado.
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Comentaban que llegó entre aguas del cielo y los primeros calores; tiempo de cuaje del grano, de alegrías y esperanzas para la gente del campo; que salió a la vida alumbrado por la aureola de un arco iris que atravesaba todo el altiplano. Con signos de alegría oculta. Y que cuando nació la criatura, blanco y guapo como un ángel, no quiso el cura bautizar al crío porque —según él—, nació del pecado…, y el abuelo, después de escuchar la negativa del cura, lo mandó muy educadamente a tomar por donde amargan los pepinos.
El cura, don Eliondo Baca, se indignó al escuchar a Mariano.
—¡Que falta de respeto! —gritó para que nadie le escuchara—, ¡no sé a dónde vamos a llegar!
Don Eliondo y don Mariano, no se hablaron en mucho tiempo…
Al cabo de los meses, pensó el párroco que el niño no tenía la culpa de nada; que también era hijo de Dios, y se dirigió a su casa y se ofreció a rectificar su miserable actuación y bautizarlo cuando ya correteaba por la calle.
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Llegó a la puerta de la casa y lo recibió el niño en sus primeros correteos al sol, le dijo el cura al abuelo que se lo había pensado, que no estaba bien que estuviera el niño sin bautizar:
—Imagina la desgracia, ¡Dios no lo quiera, que le pasara algo al niño …! —le dijo— A lo que el abuelo, que también ejercía, a falta del otro, de padre, se negó en rotundidad y lo mandó nuevamente al huerto, donde crecían los pepinos.
Se fue el cura nuevamente indignado, no comprendiendo el rechazo de aquella familia a su ofrecimiento, aun siendo tardía su rectificación.
—¡Solo Dios puede entenderos, Mariano…, ¡Tú no eres un labriego…! —se fue diciendo.
Algunos años después, partieron Mariano y su familia a otro lugar, llevándose con ellos la respuesta a la incógnita de quién sería el padre y con el crío sin recibir el agua bendita; que mejor sin bautizar y que nunca supiera del miserable de su padre.
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Solo salió una frase de los labios de Luisa:
—El padre y yo, sabemos cómo fue…, y mi hijo no se merece a un padre que no quiere a su hijo.
Así es que Luisa, con un par de ovarios, que ya querría su desgraciado acompañante de la era, nunca dijo a nadie lo que no le importaba; aunque todos imaginaban quiera era...
Como dijo alguien: <<de la cuna le vino a aquella familia la tristeza…, y de la cuna les llegó toda su alegría>>.
Nunca más se supo de aquella familia.
Se me olvidó decir, que Manolito “el Porra”, seguía creciendo en todos los sentidos físicos, y que —aunque aún era un poco crío— ya tenía aspecto de formado muchacho.
¡Qué problema…! Pensaba su madre al verle de refilón lo suyo. ¡Qué envidia…! Pensaba el resto del pueblo.
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Virtudes —no la Virtudes de don José Cáscales, el alcalde, sino una mujer que vivía ajena a todo esto, y de innegable belleza oculta por trapos que no la merecían— ,era mujer de mediana edad y más necesitada de cariño que un gato recién nacido. Su marido, se pasaba meses y meses fuera trabajando por esos andurriales de Dios, mientras que ella, se debatía entre la rutina de ir a misa, o limpiar mil veces seguidas su limpísima casa.
Al estar la mujer tanto tiempo sola, el enemigo de todos nosotros según el cura —o sea, el diablo— se dedicaba a presentarle durante sus largas noches toda clase de malos pensamientos.
La buena mujer se negaba a casi todos, pero el diablo no desistía. Y mira por donde, que una vez le puso a Manolito en sus pensamientos y en el momento más necesitado.
Una siesta lo vio pasar por su puerta aburrido y solitario… Y pensó que a nadie haría mal invitándolo a refrescarse.
—Hola Manolo…, ¿quieres tomar algo fresco? —lo llamó por su nombre de pila, lo que aumentó la moral tan
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apagada del pobre Manolito, al que todos miraban casi con odio.
—Bueno… —respondió él, contento.
—Pues, pasa.
Y pasó el "zagalote" dentro de la casa que respiraba frescor.
Le preparó la mujer un refresco que hervía de frío y se sentó enfrente de Manolito.
Manolito miraba y degustaba el refresco…, y la mujer miraba el bulto del muchacho… Se cruzaron las miradas en medio del camino y, Virtudes, muy disimuladamente, se agachó a rascar una mota del suelo que brillaba de tanto fregarlo, entonces, “sin querer”, dejó salir por el hueco de su escote un poco de una de sus magníficas y desaprovechadas “virtudes”.
Monolito casi se atraganta.
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—¿Qué te pasa? —le preguntó la mujer agarrándolo mientras lo estrujaba contra su corazón, que latía como una locomotora loca— ¿se te fue por el conducto equivocado?
A lo que Manolito —tonto de la cabeza, pero no de todo el resto de su cuerpo—, le agarró la mano y se la puso en…
—¿Qué haces Manolo…? ¡Deja, por Dios…, deja!
—Bueno… Pues dejo. —parece ser, que se asustó el muchacho, y apartó inocentemente su mano de la de Virtudes.
—¿No ves, que soy una mujer mayor…? —le preguntó con voz de reproche cariñoso la pobre mujer, eso sí, sin retirar la mano de lo de Manolito.
—Ya te he soltado… —le indicó extrañado el joven.
—Puedes tocar un poco —rectificó entonces la mujer, pensando tal vez, que si Manolito retiraba de golpe su mano, podría después sentirse mal. 111
Pues.., toco. —y siguió tocando.
Al final, se dejaron de excusas, y cada uno tocaba lo que podía del otro. Las manos, las caras, los pies…, todo parecía guiarse de manera autónoma y loca…. Era como una pelea entre pulpos.
Deberían de ser como dos fieras en lucha a muerte. Y había que entenderlo, pues no hay nada más salvaje, que un instinto retenido…, más, sin son dos los instintos; entonces es doblemente salvaje.
Bueno, mejor no seguir, pero es de imaginar lo que pasó aquella siesta.
Cuando todo acabó —y que parece ser, duró algunas horas—, Virtudes quedo: primero, muy satisfecha; segundo, muy arrepentida y desgreñada, y tercero, deambulando como una loca por la soledad de su casa con grandes problemas de conciencia…, y Manolito convertido en Manuel.
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Pero, como la conciencia se lava como unas bragas después de ser usadas, volvían los dos de vez en cuando a lo mismo: Virtudes a sufrir con su conciencia…, y Manolito a ser Manuel.
De vez en cuando, Virtudes se cruzaba “sin querer” en el camino del zanguango y precoz amante, y le lanzaba una sonrisa acompañada de una mirada tan brillante, que Manolito se quedaba al momento encandilado.
Entonces, sin perder tiempo, los dos acababan empezando una nueva tanda de arrepentimientos y gozos.
El caso es que Virtudes se convirtió en pecadora de costumbre, aunque penitente de oficio y relicario de virtudes cristianas, eso sí, haciendo viajes constantemente a la iglesia y parando en el confesionario, donde se lavarían sus pecados como en una lavandería celestial… Supongo.
Como también supongo, que la mujer no contaría con pelos y señales al párroco todos sus retozos con el “tonto” de Manolo, que aunque este, no muy listo, sí que sabía lo que no debía de salir de su boca cuando algún envidioso le preguntaba sobre el asunto.
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Aquello pasó con el tiempo al archivo de los misterios…
Pero volvamos a los nuestros.
Del resto de los partícipes en aquella “nefasta” noche en la era, cada uno afrontó el desenlace como quiso o pudo.
Ni que decir, que las lenguas se secaron durante un buen tiempo de tanto hablar del asunto, y lo que era peor, que parecía importarles un comino las habladurías de las lenguas calientes a los propios causantes.
Todo lo contrario de lo que les pasaba a sus mayores que —intentado disimular lo que crecía—, daban toda clase de estúpidas explicaciones, hasta que en sabia determinación, decidieron callar.
María, la del cortijo de la Fuente Grande, que era mujer muy lúcida a pesar de estar apartada de la sapiencia de la villa, recomendó a todos que lo vieran como un milagro, y que recordaran al casi oficialmente santo de
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don Atanasio, que pasó a la historia local como milagrero en reproducción humana.
Y es que, nuestra villa, aparte de muchos y variados intelectos, siempre ha sido cuna de verdaderos religiosos; tanto en hombres, como en mujeres…, y también en híbridos; como es el caso de sor Fernanda Fernández que —después de más de dos siglos—, aún no sabemos a qué sexo pertenecía…
Ya, en mediados del siglo XVI, cuentan que aportamos varios de ellos a la impagable misión de expandir la fe católica allende las Américas. Todos fueron buenos predicadores a la vez magníficos artífices en gestas que, no solo alimentaron las almas descarriadas de aquellos indios, sino que también fueron partícipes muy activos en el desarrollo humano de tan noble misión.
Uno de estos personajes —que a pesar de su entrega y en injusticia, no pasaría a la historia—, fue don Atanasio Hortal de Medina.
Don Atanasio, hombre de fe convencida y convincente, partió a la Nueva Granada en un día de Mayo a la misión de San Jonás Mártir, en donde pronto se hizo querer por los nativos, tanto por mostrar el camino cristiano a todos, 115
como por ayudar a los demás con sus conocimientos médicos.
Pero he allí, que sucedió un hecho, que después todos calificarían de divino:
En la medicatura de San Jonás Mártir, se formó el zaperoco del año un lunes: cuando nació el primer hijo de Filomena Govea de Gonzáles, esposa india del cacique local y de innegable belleza oscura; y sucedió algo, que cuando menos, era muy extraño en aquel alumbramiento.
Como tantas veces, el cacique se encontraba de viaje en asuntos de vecindad con otros pueblos, cuando se levantó un aguacero que duró alrededor de diez días; lo que le impidió estar presente en tan señalado momento; pero es que no había asno, carro, ni caballo, que pudiera desplazarlo por aquellos barrizales.
Y llegó el momento del parto…
En un pueblo, donde la negrura abunda como las piedras del río, y los ojos negros son lo primero que se le ve a un muchacho recién nacido, el vástago de Filomena,
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llegó al mundo blanco como la leche y con los ojos azul del cielo.
Al cogerlo de entre las piernas de su madre, para arrearle el primer sopapo que da la vida…, azul se puso el doctor; azul quedó la partera, los vecinos, el segundo alcalde y las viejas de lengua larga de un pueblo demasiado pequeño y caliente. Y más azulado quedó el cura… Todos quedaron azules —menos el marido, que por suerte no estaba y que de haber estado, su color sería entre el rojo y el negro—. Y todos a una, miraron al único par de ojazos que conocían —aparte de los del cura, claro—, tan nuevos y azulitos, como el claro añil de 2 centavos ....
El día domingo, el cura don Atanasio se puso su sotana roja de gala y se preparó a celebrar la misa. La iglesia se llenó hasta la empuñadura de fieles; amén de indios que nunca habían pisado la santa casa y que harían regocijo en cualquier buen cristiano, además de los consabidos averiguadores y chistosos…, todos esperando que algo bueno sucediese.
Se retrasó la eucaristía…
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El cura, que no era tonto…, sabía que lo iban a encarar; que la tardanza era propiciada a que llegase el ofendido marido, machete en mano, para que su adorado ministerio terminase en lonchas como un tocino.
Con voz pausada y sudando a mares, comenzó:
—Antes de reconozcamos...
celebrar
los
sagrados
misterios,
—¡¡Diga de quien es el muchacho, padre!! —una voz sonó como un trueno al eco de la iglesia.
—Nuestros pecados... —respondió el párroco intentado desviar la atención y mirando al púlpito.
—¡¡Ande, padre, diga…!! fondo.
—volvió a resonar al
—Yo confieso, ante Dios todopoderoso...
—¡¡¡Diga, padre, de quien es el muchachito!!! —insistió la impertinencia.
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El ilustre zujareño, quedó un momento con las manos extendidas y el corazón intentando salir por su cuenta a la calle para correr hacia la selva; miró primero al techo de la cúpula donde algunos angelitos mal pintados también le observaban como esperando su respuesta…, y después, quedó fijada la mirada de sus ojos azules al Santo Patrón que parecía sonreírle, y dijo preguntando:
—¿…Y de quien va a ser, hermanos míos…? —replicó suavemente don Atanasio, mientras levantaba las manos al cielo—. ¡Es hijo de San Jonás Mártir…! ¡¡¡Es el hijo de nuestro Santo Patrón…!!!. Tráiganlo mañana para bautizarle y así daremos inicio a las fiestas patronales del pueblo!
Ni que decir tiene, que el pueblo entero se olvidó de hacer más preguntas. Solo quedaba espacio para la fiesta y el aguardiente que correría a cántaros en los próximos días.
Al niño lo bautizaron en medio de una algarabía popular que duro más de una semana. Hasta el mismo don Atanasio, el apacible cura andaluz, miraba al cielo y en silencio daba las gracias a San Jonás por salvarle el pellejo, la sotana, y ... 119
Así decidió solemnemente nuestro santo paisano don Atanasio y en sagrado secreto de confesión, seguir sembrando la semilla de Dios.
Sembró, sembró y sembró…
… Y en los siguientes años, las semillas brotaron de lo más profundo de aquella tierra, en cada rincón de la Nueva Granada…, ¡la América mestiza!.
Miles y miles de hijos e hijas de San Jonás Mártir. Los hijos bellos del continente adornado de leyendas e historia. De negros cabellos al viento ondeantes; de piel dorada y tersa…
De ojos cristalinos y limpios que brillan como estrellas…, en noches sin luna.
En fin…, sigamos al tiempo casi actual.
Al final callaron afectados y sufrientes. Todos; todo el pueblo. Aunque también creo, que a eso ayudaba el que todos se largaban poco a poco de la villa. 120
El de Freila, se llevó la suya a parir a su pueblo y allí fundaron su nuevo hogar al lado de la familia del fogoso "freilica"; lo mismo que el tercero del asunto, que hizo lo propio en Zújar.
Y mi hermano, después de muchos lloros y tratos forzados entre las dos familias, se casó con Cabeza…, su madre no se murió pese al “descarrío” de su hija, y mi hermano y el resto del grupito de intrépidos amantes, han repetido mil veces, entre risas y besos: ¡que fue la mejor noche de su vida!.
A los demás —pasado ya el tiempo—, parece que tampoco les ha ido mal; seguramente pensarán…, ¡que lo que se hace con amor, siempre da cosechas de bienes!.
Aunque a muchos les costó tiempo levantar la mirada, tal vez, porque no estaban acostumbrados a mirar nada claro que no fuera el azul del cielo…, y nuestra familia, como tantas otras, partió poco después a otros lugares.
Pero eso, ya es otra historia…
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Al cabo de un tiempo no cambiaron a mejor las cosas; al ingente chorreo de emigrantes, ya se había añadido también mi familia…
… ¿Y dónde puñetas acabaría el manuscrito….?
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Historias de la villa de ZĂşjar (I) El nogal y la fuente de las Doncellas
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El nogal y la fuente de las Doncellas Antonio Medina Guevara
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Dedicado a mi hijo Carlos… Que de niño hacía “excursiones” a la Fuente de las Doncellas.
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En los recuerdos de mi niñez, queda viva la imagen de un árbol, tan gigante, que casi tocaba al cielo. Era un nogal al que me gustaba acercarme cada vez que andaba por allí; sobre todo en verano para poder sentir el frescor de sus sombras.
Parecía mágico.
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Una noche de verano, una de esas noches, que siendo la costumbre tan antigua, de contar historias, los mayores nos contaban cuentos, mis orejas escucharon este:
El nogal y la fuente de las Doncellas
Hace ya muchos años, cuando era niño, a veces iba un zagal con su padre a un bancal muy cercano a la Fuente Grande. Estaba en medio de la vega y casi lindante a la acequia que discurre desde la fuente moruna y que pasa por la falda del cerro a regar las frondosidades del campo; allí había un nogal de tamaño descomunal, tanto, que su copa parecía tocar el cielo.
Se veía desde todas partes.
Aquél árbol que había allí, era tan grande, que costaba subir hasta su primer rellano leñoso. Y cuando llegaba el calor, daba tanta sombra, que la luz solar debía esperar para llegar al suelo hasta la llegada del invierno, cuando los tallos y ramas estaban peladas esperando otra vez la llegada del buen tiempo.
Al niño le parecía tan grande y a la vez tan mágico, que a pesar de mucho costarle, en cuanto podía subía a su 132
frondosidad y se perdía entre los brazos de su cuerpo tan verde. Tenía el árbol brazos de gigantes y recovecos entre sus ramas que hacían perderse, pero que incitaban al disfrute de la vista y al frescor de las brisas en los días de estío.
Por su bello aspecto y anchísima copa, aquél nogal era la imagen del cielo protegiendo a la tierra; también por su larga vida —que se le suponía tal vez de siglos—, simbolizaba la inmortalidad.
Los días de negras tormentas su cuerpo se tragaba los rayos como suspiros, mientras que en los días de calor, era el descanso miles de pájaros y de algún agricultor deseoso de sus sombras.
Un día subió el zagal al primer cruce de ramas del cuerpo del nogal, se recostó al frescor observando a poca distancia el piar de unos pajarillos ruidosos que llamaban sin cesar a su alimento, pero que al verlo a él subido, su madre no se acercaba al nido. Entonces se pasó el niño al otro lado del tronco central y el ave se apresuró a entregarles los insectos que portaba en su pico.
—Eso está bien…, no hay que molestar a los pájaros… —oyó una voz tranquila a su lado. 133
Al escuchar aquellas palabras, casi se desprende de la rama y se estrella al suelo.
—No te asustes. —le dijo un viejo de raro vestido que estaba subido a una rama cercana.
Después del susto que casi le hace besar al suelo y de ordenarle a sus venas que se callaran, se fijó en aquel viejo de apariencia tan frágil y rara vestimenta, preguntándose como habría podido subir allí. Pero el viejo se acercó a él con tanta seguridad y rapidez, que más bien parecía un gato.
—¿Quién eres…? —le preguntó.
—Yo… —Fue lo único que salió de los labios del zagal.
—Ya sé, que eres tú…, ¿te pregunto, cómo te llamas?.
Con el susto contenido, le dijo su nombre y el de su padre que laboraba a poca distancia; el viejo le respondió con el suyo: Farid. 134
Le solicitó el zagal que se lo repitiera, que aquél era un nombre raro que nunca había escuchado; él le repitió:
—Me llaman Farid. Ahora no se escucha por aquí ese nombre, pero hubo un tiempo en que era tan corriente en este pueblo como el agua de esa fuente —dijo señalando a la balsa de la Fuente Grande.
Le dio tranquilidad el viejo y en seguida le gustó oírle las palabras. Siguieron un rato hablando de cosas —aunque la verdad es que solo el viejo hablaba— y le preguntó al niño, si sabía la historia de aquél nogal que se suponía centenario. Le dijo que no; que nadie se lo había contado y que suponía que sería como la de todos los árboles: que primero alguien los planta…, y después, crecen y crecen.
—Te la voy a contar… —le dijo el viejo mientras se recostaba sobre el inmenso tronco—: Hace muchísimos años, en este árbol descansaban los que pasaban en busca de personas desaparecidas... Era parada obligada.
—¿Es un cuento…? —le preguntó el chico.
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—¡Yo te lo cuento…, tu verás!. —respondió el anciano.
Se calló el zagal, le intrigaba lo que saldría por la boca del viejo.
—Un día —siguió contando—, llegó un joven a lomos de su caballo que corría como el viento y era de belleza damascena. De color negro como una noche sin luna, y elegante como la más elegante de las bellezas peregrinas. Llegó diciendo que venía de muy lejos; preguntó por las piedras invisibles, por el pájaro que escribía, el árbol que hablaba y por la fuente que le decían: “la de las Doncellas“.
Le preguntó el viejo del nogal el motivo de su búsqueda… —Si acaso sería en busca de tesoros ocultos de los que dicen está repleto el cerro—, entonces, después del segundo susto —ya que también le preguntó el árbol—, le dijo que sí, que era su tesoro que le había robado un moro malo, que le dijeron que todo eso debía de hacer para recuperarlo; que su tesoro se llamaba Isabela, que era su doncella y la sabía cautiva de un embrujo en esa fuente.
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Después de descansar en las sombras y de no poder disuadirle, metió el viejo la mano en una talega y le entregó una bola de granito marrón. Se la ofreció diciéndole:
—Ella te conducirá donde tiene que conducirte. Monta en ese precioso caballo y arrójala al camino delante de ti. Rodará y tú la seguirás hasta el paraje en que se pare. Entonces echarás pie a tierra y atarás el caballo a esa bola, que el animal no se moverá del sitio en que lo dejes hasta tu vuelta.
El zagal no se lo creía, pero el cuentacuentos lo hablaba con tal gusto, que sus oídos también gustaban de escucharlo. Siguió:
—Treparás a esa montaña donde suben sus devotos a tu Virgen y, cuya cima, se divisa desde aquí. A tu paso, verás por todas partes piedras y oirás voces que no son de los torrentes, ni de los vientos en los abismos, sino voces de las piedras invisibles. Te gritarán palabras que hielan la sangre de los hombres, pero no las escuches… Porque si vuelves la cabeza para mirar detrás de ti mientras te llaman, ya sea lejos que cerca, en el mismo instante, te convertirás en una piedra semejante a las de esa montaña; pero si resistes a esas llamadas y llegas a la cima, encontrarás allí una ermita de cristianos y al pájaro que 137
escribe. Él te indicará donde está el otro árbol que habla. Entonces le dirás: “la Virgen de la Cabeza esté contigo Babul Hazar… ¿Dónde está el chaparro que habla, para que me diga el camino a la fuente de las Doncellas…?”
Tras darle esta explicación, el árbol en que estaban montados lanzó un suspiro... Y nada más.
—¿Nada más…? —le preguntó aún más intrigado.
Nada más dijo el árbol, que ya lo tenía todo dicho. Pero sí siguió hablando el viejo:
—El joven se apresuró a montar en su corcel. Antes lanzó la bola con todas sus fuerzas y la bola, rodó, rodó y rodó… Y el caballo negro, que era un relámpago entre los corredores, le costaba trabajo seguirla por entre las breñas que franqueaba, las zanjas que saltaba y los obstáculos que salvaba. Y continuó rodando así, con una velocidad no interrumpida, hasta que tropezó con los primeros peñascos al acabar el llano de Catín.
Solo entonces se detuvo.
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El muchacho, se apeó del caballo y enrollo la brida a la bola quedando el caballo tan quieto como una estatua. Enseguida empezó a trepar la montaña con impetuosa rapidez. En un principio no oyó nada, solo las suaves brisas que viajaban impregnadas de lavanda y romero, pero a medida que iba subiendo, veía cubrirse todo de bloques de piedra que parecían figuras humanas. —no sabía que eran otros como él que habían pasado y mirado hacia atrás—. De pronto se dejó oír entre las rocas un grito que sonaba a trueno; que jamás en su vida nadie había oído…, y fue seguido de otro y otro, y otros… Aquellos gritos nada tenían de humano. Parecían aullidos de vientos salvajes en un día de tempestad; pero eran gritos de vientos de soledad, de los abismos…, ¡gritos de invisibles!. Y se decían los unos a los otros: “¡Detenedle!, ¡matadle!, ¡empujadle al fondo…!” Y otros se burlaban: “¿Qué, valiente?, ¡ven si tienes valor…, ven…!”
El muchacho continuó subiendo sin hacerles caso, sin dejarse engañar por aquellas voces que parecían salir de un infierno, tan terribles que parecían llamarlo con su aliento… Pero el joven tuvo una vacilación y, olvidando lo que le había advertido el viejo del nogal, miró para atrás…, y quedó convertido en granito. Lo mismo que su caballo.
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Se quedó el zagal como estaba: subido al nogal y con los hombros encogidos. No lo entendía; entonces siguió el viejo contado la historia:
—Pero al cabo del tiempo pasó a suceder lo mismo. El mismo caso, el mismo árbol, otro joven que venía a buscar al que quedó petrificado… Llegó el nuevo joven al nogal y encontró al mismo viejo a su sombra; después de preguntarle, este le informó de lo sucedido y le dio las mismas advertencias: le dijo que no lo intentara, que nadie lo había conseguido jamás. Pero el nuevo joven, hermano del anterior y también valeroso, olvidando la disuasión del viejo, partió como el otro a lo más alto del cerro.
Siguió escalando peñas…
A su paso le salían las voces y los vientos tormentosos, aullidos que helaban la sangre, pero este no respondió a las injurias ni miró atrás a los llamamientos —sabía que eran su perdición—, pero cuando llegando casi al final, oyó la voz de su hermano que le decía: “¡Hermano mío, hermano mío…, socórreme…!”. Volvió la mirada y también quedó petrificado…
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El tercero de los hermanos, que era su hermana y mujer de valor incalculable, al ver los resultados quiso ella seguir los pasos de sus otros hermanos.
Ni que decir que intentaron todos disuadirla, que no era empresa para mujeres, pero no la convencieron.
Llegó también al nogal y todo fue igual.
Cuando hubo llegado a las primeras rocas, echando pie al suelo, avanzó la joven hacia la cumbre del cerro. A su paso no quiso escuchar a nadie ni a nada —antes se había taponado los oídos— y subió sin detenerse; subió ágil, aun cuando era más débil y delicada que un hombre, pero a cambio le sobraba arrojo y valor.
Llegó a la cima y se encontró una pequeña figura de Virgen cristiana con un niño en su brazo —pero que todos decían ser muy grande en milagros—, a su lado estaba un pájaro escribano y un chaparro parlante; le hizo reverencia a la Imagen y le preguntó al árbol que le devolvió al pájaro escribano. Pidió al pájaro que le describiera donde estaban sus hermanos y la fuente. El pájaro le dibujo un camino y le indicó con sus alas el destino. Entonces la joven, emocionada ante la Virgen y pensando que pronto los encontraría, besó a los pies de la figura y dos piedras se 141
convirtieron en sus hermanos, otras dos, en sus caballos. Al verlos a salvo, una lágrima se estrelló sobre el mantón de la pequeña Imagen que era de alegría y agradecimiento al mismo tiempo.
La Virgen, a su vez también se emocionó al ver la alegría de todos y otra lágrima transparente salió de su cara; esta llegó hasta el suelo, siguió como el agua cristalina de una fuente monte abajo y su erosión creó una acequia; los tres la siguieron a su destino por la vega. Se paró el agua a unos metros de donde sonaba el murmullo de un caño, en una erilla cercana; se acercaron y vieron como la fuente estaba repleta de bellas doncellas que al verlos llegar, una gritó con voz de alegría: ¡Aquí…, aquí…!
Todo fue algarabía y emoción.
Se abrazaron todos y después partieron a su tierra: los hermanos, la doncella cautiva de la fuente, las otras doncellas…
Aquello transcendió de boca en boca por las gentes de los pueblos y quedó claro a partir de entonces, que el valor no es solo patrimonio de la fuerza, sino de la inteligencia a la vez que del arrojo. Así es, que desde tiempos 142
inmemoriales y para no olvidarlo, en cuanto vuelven las golondrinas, las flores y el buen tiempo, todos suben alegres con aquella pequeña Imagen a lo más alto del cerro.
¡…A las cimas del Jabalcón!.
Pasaron muchos años…
Mataron, o tal vez murió por sí solo aquél nogal…, y con él desapareció el viejo de sus sombras.
Con el paso del tiempo, solo quedó la fuente que se resiste a morir seca. Que sufre la insensibilidad de algunos que quieren matarla, o no quieren oír el blando murmurar de un pequeño arroyo que se desliza como sangre cristalina…, sentir en los días de calor como orea nuestras sienes el frescor de su alma… Pero dicen los más viejos, que algunas noches, cuando fluye el agua de la fuente, aún se oyen voces y charlas de doncellas. Y que si tienes valor y sigues para arriba, a medida que se avanza hacia la cima, van aumentando los sonidos de las voces de las piedras del cerro.
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Mejor no subir de noche, pero si alguna vez te encuentras por allí bajo la luz de las estrellas y no tienes más remedio que andar por entre las piedras del cerro…, no vuelvas la mirada…, ¡piensa en lo que pasó!.
Así creo que fue…, así me lo contaron…, y así lo cuento.
Quien no lo crea, que suba a la cima del Jabalcón en una noche en calma…
¡…Oirá lo que le dice el viento!
Sobre una idea de las mil y una noches…
© Antonio Medina Guevara
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Cuentos de la villa de ZĂşjar (II)
Las luciĂŠrnagas y la estrella fugaz
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Las luciĂŠrnagas y la estrella fugaz Antonio Medina Guevara
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Dedicado a mi hijos Carlos… Que de niño volaba con las estrellas de Zújar
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Zújar con el imponente cerro Jabalcón al fondo
En muy pocos lugares, se ven las estrellas igual que subido a las crestas del Jabalcón en las noches de verano.
Antes —de eso, hace ya bastantes años—, cuando nuestros padres no podían comprarnos juguetes y por narices teníamos que inventarlos, cualquier cacharro servía para fabricarlos.
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Y en las noches de verano, salíamos a buscar pequeñas linternas que habitaban los ribazos: ¡eran luciérnagas…!
Alguien que recuerdo muy bien, cuando yo era muy niño, me dijo una vez al ver una lluvia de estrellas, que eran miles, millones de diminutas luciérnagas, montadas a la grupa de pequeñísimas estrellas que pasaban hacia su destino en el infinito y, que de esa manera, alumbraban el camino.
Desde entonces, en las noches de pleno verano, me gusta verlas pasar y despedirlas en su viaje al infinito.
Todo esto, viene a cuento, porque yo también soy de los que creen, que sobre ellas vuelan millones de alegres y juguetonas luciérnagas, alumbrando con sus linternas las noches y a los niños buenos y juguetones…, y que brillan saludándonos al paso en su destino tan lejano.
Las luciérnagas y la pequeña estrella fugaz
Y ahora, os cuento el cuento:
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Había una vez, una estrella muy pequeña, que era muy alegre, juguetona e inquieta, pero que a su vez era desobediente.
No era mala... Solo un poco inquieta.
Muchas veces, no hacía caso de las indicaciones que le daban sus padres. Aunque en eso, creo que éramos iguales.
Su padre —un sol tan grande, cómo el más grande de los planetas conocidos y desprendiendo tanto calor, que daba vida a toda una galaxia— y su madre —una enorme y rolliza luna plateada, que alumbraba todas las noches mientras su marido dormía—, le decían que no saliera a pasear sola.
Existía una advertencia que era sabida por todas las estrellas pequeñas: no salir de casa a pasear por el firmamento sin estar acompañados por una estrella mayor, para así, poder ser guiados en medio de la vía láctea y que no se perdieran en el gran infinito.
La estrella pequeña, que muy bien sabía de ello, tenía mucha curiosidad por hacer sola un viaje por el
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firmamento que le permitiera ir mucho más allá de lo impensable.
A cada momento se preguntaba: ¿Cómo será darse una vuelta de un planeta a otro? ¿Qué será de Júpiter? ¿Podré girar en los satélites de Saturno? ¿Podré visitar la Tierra tan azul?
Con tantas y más preguntas, desoyendo los consejos sabios de sus mayores, emprendió un largo viaje interplanetario.
Salió de su casa y, sin que sus padres se dieran cuenta, enrumbó volando velozmente hacia lo desconocido; disfrutando de su viaje, dando vueltas y vueltas por miles y miles de estrellitas que dormitaban en la media noche.
—¡Ahhh…, esto sí que es vida! Volar sin control... Sin que nadie me reclame ni me diga lo que tengo que hacer… ¡Esto es lo máximo que puede sentir una estrella…! —se decía así misma la estrellita, que quería sentirse como la más grande de las estrellas.
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Así es, como volando muchas horas, pudo ver de cerca a casi todos los planetas. Y llegó un momento en que solo le faltaba el planeta tierra y, que al encontrarlo, muy emocionada, se fue enseguida a toda velocidad hacía el azul que desprendía al universo.
—¡Que bonita que es la tierra…! —exclamaba a los confines del universo—, creo, que es el más bonito de los planetas.
Siguió viajando por la noche mientras saludaba a pequeños objetos del espacio…, ¡hasta saludó a algunos de los satélites artificiales que nos rodean…! Pero que al no tener sentidos —a pesar de llevar tanta tecnológica en sus entrañas—, no le devolvieron el saludo.
—¡Soosos…! —les recriminó la pequeña estrella.
Mientras tanto, en la tierra era de noche y un enjambre de miles, o tal vez, millones de luciérnagas, jugaban con sus linternas al escondite.
Sus padres estaban laborando y también les decían que estuvieran todas juntas, que así, de esta manera, las localizarían a su vuelta en la oscuridad. 157
Vieron las juguetonas luciérnagas un resplandor tan brillante cruzando el cielo, que, pensando que eran otras amigas que las llamaban a sus juegos, decidieron seguirlas. Pero como no tenían alas y solo daban luz, le pidieron a la luna que las subiera hasta el cielo.
La luna las complació y lanzándolas con un soplo de viento, las envió volando al cielo en dirección al brillo…
Y subieron y subieron al encuentro de la estrella fugaz.
Pero, ¡hay, que problema…!, la estrellita se despistó en su vuelo y se complicó la cosa…
Quiso parar a saludar a las millares de luciérnagas que llegaban a su encuentro, pero lo hizo tan rápido, que perdió el control y, chocando contra la cara de un gran asteroide, cayó estrepitosamente contra un nubarrón gigantesco. Quedó mareada y dando brincos sin parar, anduvo un buen rato desorientada y toda magullada.
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El nubarrón, al verla en problemas, quiso con sus copos darle cobijo, pero la estrellita iba tan rápida que no podía detenerse…
Seguía volando, sin cesar y sin parar.
—¡Ohhh!. ¡Quisiera detenerme…! Desearía volver a mi casa, ¡auxilio, ayúdenme a regresar!. —gritaba muy asustada llorando.
Gritaba con todas sus fuerzas, pero nadie llegaba en su ayuda.
Solo lo hizo el hada de las estrellas que, al verla en peligro, se acercó hacia ella para detener lentamente la excesiva velocidad en la que iba por el firmamento.
Cuando a fin logró pararla, le dijo:
—Estrellita pequeña… ¿Por qué huyes de casa desobedeciendo a tus padres…? ¡Ahora ya no podrás volver!
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La estrella se asustó aún más.
—Hada de las estrellas, por favor, ¡te lo suplico!; quiero volver con mis padres a mi casa… Prometo ser obediente y no hacerlos enojar.
—Estrellita pequeña —le dijo el hada del cielo con expresión triste—, es demasiado tarde. Ya nada puedo hacer por ti. Desde el momento en que decidiste emprender este largo viaje, has buscado tu propio fin. Pero no tengas miedo, porque yo te acompañaré a la mansión donde está el Gran Rey de la estrellas…, es allí donde morarás a partir de ahora.
—¡Por favor!. ¡Por favor…! No me dejes ir, hada de las estrellas…!
—No puedo evitarlo. Así debe ser con las estrellas…
—Al menos, déjame antes despedirme de mis padres. Quiero decirles que los quiero —le suplicó una y otra vez, muy triste, la estrella pequeña.
—No estrellita… No puedo. 160
—¡Por favor…, déjame despedirme…! El hada se quedó mirando la tristeza que salía de los ojos de la estrella. Y como era una hada buena, decidió darle una última oportunidad de que la vieran sus padres.
—¡Es mi último deseo…! —dijo sollozando la pequeña estrella.
—Está bien… —le dijo el hada—, pero solo podrás aparecer por un breve instante…, casi fugaz. Serás vista por toda la vía láctea y por todos los habitantes del planeta tierra…, ¡esa será tu despedida!.
Así fue…
La pequeña estrella, alistó sus pocas energías y por un breve instante, apareció más hermosa que nunca.
Brilló como un precioso resplandor de destello errante, montó sobre su espalda a todas las luciérnagas y fueron contempladas por toda la vía láctea y por cada ser humano que mirase al cielo.
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Y al pasar ante los ojos de quienes la miraban, la estrella y las luciérnagas saludaban a todos contentas, mientras que los humanos les pedían toda clase de suertes y esperanzas…
Por última vez, la más pequeña de las estrellas, nuevamente se sintió la más grande de todas contemplando el infinito espacio; y con su luz que desprendía, acarició a sus padres con amor, pidiéndoles perdón por haber actuado incorrectamente, a la vez que a los seres humanos les estrechó con los mejores deseos de buena suerte a quien la mirase.
Al cabo de unas décimas de segundo, dejó caer de su espalda a las luciérnagas, que brillaron como miles de guirnaldas encendidas en su caída hacia la tierra… Y les dijo adiós la estrella, partiendo hacia su destino tan lejano.
Luego, después de tanto esfuerzo para que la vieran, como era muy diminuta y débil, se partió en millones de pedacitos… Desapareciendo por completo en medio del firmamento... Y en medio de la nada, el Mago de las estrellas, recogió un rayito de luz que dejó en su hogar y que desde siempre brilla.
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De los millones de minúsculos trocitos de luz, que cayeron a la tierra, los recogieron las luciérnagas y se los pusieron las muy coquetas a la espalda…
¡Por eso se ven brillar en la noche…!
Fue así que ocurrió, y es así como sigue ocurriendo: Cada vez que una estrella pequeña, atraviesa fugaz por el cielo, es porque ella es una estrella traviesa viajando a su destino final. Y en ese esfuerzo por despedirse, descarga su última energía llena de deseo por ser vista pasar en su viaje hacía el infinito de la vía láctea…, y por los seres que habitan en la tierra.
Cuando tengas la oportunidad de verla, deséale un buen viaje. Contémplala y únete a ella con un gran y buen deseo…, ¡que de seguro se cumplirá…!
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Š Antonio Medina Guevara
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Historias de la villa de ZĂşjar (III)
El morisco y el mestizo
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El morisco y el mestizo Antonio Medina Guevara
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Uno de los muchos caños de Zújar (Foto de Encarni Vico Noguera)
Hace poco, paseando por Baza, pasé por delante del decrépito y ruinoso Palacio de los Enríquez…, ¡qué pena…! Tantos siglos en sus muros…, y a punto de besar el suelo.
Bueno, espero que el sentido común impere y que al menos sus paredes y dependencias, vuelvan algún día a todo su esplendor.
Pero eso no es lo que quiero contar.
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Lo que quiero contar es del pueblo de al lado: de Zújar. Y está relacionado con esa casa y sus moradores de hace quinientos años.
El morisco y el mestizo
Contaban los cuentistas viejos de la villa —de palabra, claro, porque no hay papel que lo soporte—, que un verano de hace cinco siglos y consumidas ya más de tres cuartas partes de lo que llevamos de esta era tan cristiana, siendo por entonces dueños absolutos de estas tierras, los Enríquez, que ya dieron de siempre muestras de menosprecio a los de creencia islamista y también a los conversos, un joven de sangre muy pura y muy disimulada —de cruz y espada, claro está, porque era sarraceno y de la media luna—, maldecía para sus adentros tanto avasallamiento y desprecio hacia los de su clase
Más, viniendo como venía, de estirpe del Profeta Supremo, ismaelita, de sangre conquistadora del medio mundo conocido y de sabios intérpretes de las estrellas, el cielo y su movimiento, de medicinas contra dolores y enfermedades…, y aún así, con tanto que enseñar a los demás, despreciados por bárbaros que odiaban al agua y al jabón, casi tanto como a ellos mismos.
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—La ignorancia y el fanatismo son los principales enemigos de la razón… —le decía un joven a su hermano.
—¿Por qué dices eso, hermano? —le preguntó el otro.
—Porque a veces pienso, ¡y que el Profeta me perdone por hacerlo, que Dios nos tiene olvidados…! —le respondió el mayor de los dos al otro que estaba de espaldas a su sombra y de cara a su hermano, el menor.
—¡No digas eso, hermano —le contestó el otro—, que aparte de pecar por tus labios y pensamiento, esas palabras puestas en otras orejas, te podrían acarrear el destierro; o lo que es peor, que te envíen de visita a nuestros antepasados.
—¡Ya lo sé —contestó—, pero no sé qué es peor…, si la muerte libre, o esta vida de preso en vida…!
—Sigamos a lo nuestro. Olvida tantas injusticias y piensa que todo pasa; hasta lo malo. —le recomendó con sabia lógica el menor.
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—¿Si tenemos un mismo Diós…, por qué solo a ellos los escucha, por qué no atiende a tanta voz gritando Justicia…? —replicó.
—¡Calla…, calla y sigamos!
Todo esto venía a cuento, porque tanto ellos, como toda su familia y que aún viniendo de los que venían desde cientos de años atrás, de moradores y dueños de sus abundantes y propias tierras, ahora debían de trabajarlas en vasallaje a los cristianos crueles e incultos. Que no tenían bastante con recibir en holgazana vida los frutos de su trabajo, sino que también abusaban de sus mujeres al menor descuido.
Así las cosas, llegó a la villa un día un capitán soldado de tez mestiza, de aspecto altivo, pero atento a todas las palabras que salieran de las bocas, ya fueran de cristianos viejos, que también de moriscos aún más viejos.
Apellidado Gómez Suárez —aunque debía haber sido de la Vega y no pudo ser por su condición de bastardo—, decían de él, que era el primer capitán de la cristiandad, mestizo y español al mismo tiempo. Que venía de guerrear por las Alpujarras intentando meter en cintura al moro llamado Aben Aboo, que se había rebelado y decretado el 174
alzamiento contra las injusticias del Rey mismo don Felipe y sus gobernantes; contra la Cruz de madera de su Dios, que consentía tamañas ofensas e injusticias y todo eso a la sombra de la única fe verdadera: la de Alláh y su Profeta.
También corrió por boca de todos, que venía de las Américas —aunque entonces les llamaban: “Las Indias“—, que había navegado por los mares océanos de medio mundo defendiendo a la corona, y que también se sentía menospreciado por el color de su piel, a pesar de ser hijo de conquistador y de madre princesa, aunque eso sí, inca.
Aún arrastraba con él los aromas de la sierra y el olor de la sangre de la batallas en sus narices, también y solo un poco más lejano, el pensamiento de su vida en Perú, su paso por Panamá, Cartagena de Indias —donde decían que dejó a alguien con los ojos mojados— y luego ya, en la piel de toro, un largo peregrinaje por diferentes lugares de la Corte. Pero sin éxito, que el color de su piel no le ayudaba.
Había llegado hacía ya una década de su Cuzco natal, para venir a reclamar los títulos nobiliarios y las riquezas heredadas de su difunto padre, el capitán Sebastián Garcilaso de la Vega, y que solo había obtenido 175
decepciones y puertas cerradas a sus legales reclamaciones, todo, seguro que debido a su condición de hombre mestizo, hijo de su padre y madre, en una Nueva América que solo le había traído tales y dolorosas inconvenientes, marcado por ser descendiente directo y natural, de un hijodalgo español y una bella princesa inca llamada Champú Ocllo, que fue bautizada con el nombre de Isabel.
Por eso, por defender su derecho del único modo que un rey entiende; o sea, defendiéndolo con su espada, luchaba como capitán de su ejército.
El sol con su enjambre de rayos tostaba solo las partes de sus mejillas al pasar entre el enrejado del casco. Sabía que Dios miraba de frente a los hombres, y que en su infinita sabiduría, había elegido el Reino Español para proteger y expandir la fe cristiana por el mundo; empezando por aquí, siguiendo por las Indias, y acabando en cualquier sitio que diera el sol, el mismo que nunca se ponía en el Imperio, o donde solo Él sabía. Y que para eso debía de machacar a todo infiel, o sea, a los no católicos, pero sobre todo a los sarracenos.
Contaba que el gran viento de la Alpujarra sopló en su nariz hasta parecerle impenetrable el respirarlo, que era un aire grave que venía del aliento de los moros para 176
contaminar a los españoles, pero que reconocía, que eran muy fieros y nobles, dignos de un rey como el suyo y que no entendía, porqué estaban enfrentados en vez de tenerlos a su servicio.
A pesar de todo, a pesar de su piel tan diferente y de ser bravo defensor de tan injusto reino, debía de cumplir con su Santa Misión, lo que al menos a él, no le impedía ser justo y caballero.
Pero volvamos al momento en que se cruzan las vidas de estas dos personas alejadas por un mismo Dios; el mismo momento en que Fernando de Hinojosa —que era el nombre cristianizado del morisco—, se presenta a pedirle favor al cristiano para que interceda ante la poderosa familia de los Enríquez.
Los nietos de la familia de los Enríquez, siguiendo su tradición de hacía ya alguna década, se dedicaban a mancillar impunemente la pureza de las zagalas que sabían estaban indefensas.
O sea, a las moriscas.
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La futura esposa del joven Fernando —cristianizada a la fuerza y con su alma escondida a todo lo que no fuera su antigua religión y su familia—, estaba puesta en los ojos de uno de los sobrinos de la poderosa familia; y no era de extrañar, pues la joven destilaba belleza por todos sus poros, lo que sumado a su piel protegida por un velo casi transparente y del color de la escarcha, la hacía de extraordinaria belleza tanto real, como oculta al mismo tiempo.
—Señor Capitán… —le dijo con respeto y doblegando su cuerpo y orgullo—, la familia de los Enríquez nos tiene opresos, y siendo vos representante del mismo Rey, os quiero informar que los nietos de esa familia toman las posadas y nos disfaman a nuestras mujeres, por lo que a sabiendas de vuestra intermediación y justicia, esperamos los entréis en razón. Pero con respeto os advierto, que llegada la hora, Dios no quiera, le ocurriera algo a la mía, determinaría antes hacer pagar con su vida al causante y morir libre, que no morir en vida como un esclavo….
—Eres insolente… —le contestó el cristiano—, pero es justo lo que dices, que nadie debe mancillar a una mujer, ni tampoco nadie debe permitirlo.
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—Gracias señor…, espero que todo quede ahí... —le dijo el muchacho al ver que al menos este le escuchaba.
—Mañana partiré a primera hora para Baza y comunicaré vuestra queja. Te daré la respuesta que me den, en unos días.
Ahí quedó el tema.
Todo se olvidó, y por una vez aquella familia no tomó represalias por aquella insolencia hacia alguno de la familia. No era lo habitual, pues casi siempre las quejas eran de peor resultado que el permitir los avasallamientos, pero también todos pensaron —incluido el capitán—, que tal vez, y debido a que el militar podría pasar la información de aquellos atropellos a alguien de la corte, todo quedó zanjado.
Al menos de momento…
Y como los momentos son siempre cortos, al cabo de unos meses todo volvió a la rutina; o sea, los moriscos a sufrir el avasallamiento por parte de los de la cruz, y los de la cruz, a deshonrarla. 179
En vez de menguar las injusticias, crecieron como una negra nube crece al calor del verano.
El capitán siguió con sus quejas, pero eran ninguneadas sistemáticamente por aquella familia; que para eso eran familia del Rey.
Así pasó otro tiempo.
Un día, iba la futura esposa de Fernando solo acompañada por su borrico vestido con su albarda y cantarera, al caño del Mentidero. El día era muy caluroso y la gente dormitaba al casi frescor de la siesta; al llegar a la fuente, la joven sintió la necesidad de refrescarse, por lo que miró a la soledad de las calles, retiró el velo de su rostro, se remangó la ropa que le cubría sus brazos, y bañó todo lo visible con el agua clara.
Todo esto no habría tenido más importancia, de no ser, que al igual que un asqueroso buitre vigila desde el cielo, desde un lugar y oculto, vigilaba a su presa Juan de Enríquez, el más villano de los villanos de aquella villana familia.
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Salió de las sombras, amordazó a la joven con su propio velo, la cargó a su caballo, y desapareció en dirección a Baza bajo la soledad de la tarde.
El burro, que ya sabía el camino de ida y también el de vuelta, al ver que nadie le mandaba, decidió volver a su cuadra; eso sí, vacío de agua y sin doncella.
Inmediatamente en su casa dieron la voz de alarma, que ni estaba bien que hubiera ido sola a la fuente, y mucho menos que no volviera.
Pensaron lo peor.
Y tenían razón en pensarlo. Todos sabían que sería presa de aquél indecente cristiano. No podía ser otro y menos un morisco, que se jugaría la vida al ser de los suyos por semejante ofensa.
Lo pusieron en conocimiento del capitán cristiano que a su vez indagaría sobre los hechos, no sin antes advertirle el joven Fernando de Hinojosa, de manera muy enérgica, que él no temía a los pocos hombres, que si había sido uno de ellos, lo buscaría hasta encontrarlo y pagar por lo que hiciera. 181
El capitán lo dejó preso, no se sabe si por insolente, o tal vez, para evitar males aún mayores.
A la vuelta de Baza del capitán cristiano, ya acompañado de la propia joven que mojaba su velo de tanta lágrima y deshonrada, liberó de inmediato a Fernando; no sin antes advertirle, que no consentiría revancha alguna, más sabiendo que la vida del joven iba en ello.
Fernando, mancillado y roto de amor, no tardó en hacer justicia. A las pocas semanas, encontraron al Enríquez con sus vergüenzas colgadas de un palo y al resto de su cuerpo colgado a su vez de un almendro; al sol, donde los de su calaña pudieran verlo al mismo tiempo que los buitres y grajos, para así poder degustar su carroña.
Ni que decir, que todo fueron desgracias.
La joven —la que debía de ser algún día su desposada, deshonrada y humillada—, acabó en un convento de religión distinta a la suya. Los Enríquez, heridos en su orgullo y en sus sentimientos, no
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escatimaron medios en encontrar al miserable que los había provocado. Mientras tanto, el capitán fue destinado a Córdoba y el pobre Fernando, muerto de amor y soledad, deambuló por montes y bosques durante meses.
Nunca lo encontraron.
Pero decía la gente vieja, que se había transmitido durante siglos, la idea de que algunos aldeanos le ayudaron a escondidas y también a sabiendas del cabal comportamiento de aquella familia de moriscos.
Así parece que pasaron algunos años…
Pero por caprichos del destino, el capitán Gómez Suárez había tenido mientras tanto dos suertes: por fin recibió dineros y título, y también una esposa no impuesta. O sea, por amor; cosa rara entre nobles.
Su último encargo como militar —ya que pensaba pasar el resto de su vida disfrutando de todas sus suertes en Córdoba—, fue la puesta en filas de una compañía que embarcaría rumbo a la Florida, donde parece ser que los indios no estaban muy dispuestos a besar la cruz.
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Para su sorpresa, un día se encontró frente a frente con Fernando; le saludó como a un amigo y también le propuso alistarlo con el grado de soldado en la expedición; naturalmente con nombre diferente y prometiéndole no decir nunca que lo había visto… Cuentan, que Fernando llegó a ser oficial del Reino y en pago a su valor.
Resumiendo: así fue la historia, o al menos la contaron:
Se fue un joven zújareño llamado Fernando a las Américas —aunque eso sí, con el corazón muy roto y en su mente la idea de algún día volver a la tierra que lo vio nacer— y otro llamado Suárez de Figueroa a Córdoba, con el suyo lleno de alegría ante el cambio que daba su vida.
Así es, que la ironía de la vida, hizo que un blanco ismaelita acabara sus días en la Florida Americana —donde a un moro pocos le iban a escuchar en asuntos del Islán—, defendiendo como un noble a su rey cristiano con su espada. Y el mestizo, descendiente de noble madre inca, acabara a su vez los suyos con la pluma, escribiendo sus cosas en Córdoba, defendiendo con sus letras tantas injusticias vistas y sentidas, intentando cambiar los 184
pensamientos ajenos…, que tampoco mucho caso le harían.
Los dos tenían mucho en común y también acabaron sus días de igual manera: muy lejos de donde nacieron.
Así fue…
Si alguna vez vais a la catedral de Córdoba, pensad que allí están los huesos —o lo que quede—, de un capitán hijo de princesa. Mitad español y mitad inca. Noble de linaje y también de ideas, llamado el capitán Mestizo y también por el propio de Garcilaso de la Vega, “el Inca“, humanista, religioso, historiador y padre de las letras de las nuevas Españas ( Gómez Suárez de Figueroa ), que los de aquél de la villa que puso a al sol los atributos del Enríquez, llamado Fernando, se les supone por la Florida.
Eso nos lleva a la conclusión que solo hay un Dios. Ni verdadero ni falso, sino el que está en el destino de cada cual…, y que siempre nos acompaña.
Así me lo contaron… 185
Por lo demás, solo puedo deciros que yo puedo terminar este cuento del propio modo que terminan las viejas de la villa todos los suyos; diciendo que es lo que oí, me lo creí, me gustó, me fui…, y nada me dieron.
Zújar, primavera de 2.010
© Antonio medina Guevara
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Una historia sin título ( … Es un avance de una nueva novela aún sin título. )
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Una historia sin tĂtulo Antonio Medina Guevara
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Esta no es una historia de la villa, es un trozo de una que me contó un paisano de un pueblo cercano ….
El ser humano, es la única criatura conocida capaz de odiar y amar al mismo tiempo …
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Se quedó grabado para siempre en mi memoria… El día que los vi salir por la puerta de la iglesia. Ella, con su ramo de violetas; el mismo que yo le había cortado solo unas horas antes al abrigo de las sombras en la acequia grande, para que estuvieran tan frescas como las primeras albas de primavera al llegar a su mano; y él, con su sonrisa que le llegaba de oreja a oreja, lleno de placer y alegría, dudé entre maldecirles o desearles toda la felicidad del mundo, porque he de reconocer, que un frío
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de envidia recorrió mi cuerpo y se clavó en mi pecho como lo haría un carámbano en forma de afilada daga.
Allí, delante de la iglesia que unos momentos antes había sido testigo del enlace ante el cura; el mismo que los unió en la riqueza y en la pobreza, ante la enfermedad, la felicidad y hasta que la muerte los separase, al pasar aquél pensamiento por mi cerebro atravesándolo como un rayo, yo me maldije por desearle a mi hermano que, ya que no los podrían separar las cosas de la vida, los separara la más negra de las muertes.
Entonces me sentí mal. Muy mal…
Intentando borrar mis pensamientos, inmediatamente, le pedí al santo que se veía al fondo de la inmensa puerta centenaria y que presidía el altar lleno de flores y luz, y llena también su cúpula de ángeles que parecían reírse de mí…, que no… Que no tuviera en cuenta mis pensamientos, que me perdonara, que todo era el fruto de la desesperación y la ira, de la más miserable de las ruinas humanas: ¡la envidia…!, y que les diera a ellos en abundancia, lo me a mí me negaba.
Y al pensarlo me sentí un poco mejor… Solo un poco.
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—¿No me vas a dar un beso, Antonio…? —me preguntó Marina después de lanzar al aire las violetas que viajaron a unas pretendidas manos de mujer afortunada.
—¡Claro…! —les respondí disimulando el nerviosismo de mis labios y la frialdad de mis pensamientos.
—¡Pues, dámelo…!
Y se abalanzó sobre mi cuerpo de títere casi inerte, y me besó en la cara, casi rozándome la comisura de los labios… Y sentí la calidez de los suyos; y el carmín dulzón que los cubría, se paseó por la frontera de los míos como un arco iris en frescor de lluvia de verano, mientras que el corazón, creo que me dejó de latir…
Aquél día era la criatura más bonita de la tierra —si es que alguno no lo había sido—, y la fragancia viajaba por su cuerpo, transparente y fresca como el agua de los arroyos que tantos días fueron testigos del placer de nuestros cuerpos de niños.
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Ella siguió besando a diestro y siniestro; regalando felicidad a todos con sus gestos y su mirada. Él, Joaquín, me observaba un poco más serio. Me miró y me dijo con la mirada, en un idioma que solo él y yo entendíamos, que había ganado la partida… ¡Que había vencido!.
—¡Dame un abrazo, Antonio…! celebraremos la tuya…! —me dijo él.
¡Que
pronto
<<¡La mía…! ¿Cuál…, la de consolación?, ¿la misma que se ofrece a los perdedores?. ¿Cómo el deportista que pierde una final y le dan un diploma de consolación que solo le sabe a derrota…?>>
<<¡La mía no se celebrará nunca!>> —me decía yo mismo, estúpidamente.
Cuando se apartaron de mí, seguí observando aquél jolgorio que para mí era de luto. Ellos celebraban su nueva vida…, yo enterraba mi pasión. O al menos pretendía enterrarla, porque se revelaba queriendo largarse de mi pecho como un reo ante el pelotón e intentando pedir una última voluntad…: ¡que aquello acabara…!
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—Felicidades…, espero que seáis muy felices —le dije después a Joaquín sin convencimiento alguno.
—¡Gracias Antonio; sé que lo deseas de corazón…!
<<¿Que sabrás tú del corazón…?, ¡y mucho menos del mío!>>! —le dije lleno de resentimiento, pero para mis adentros— <<¡Tú, que lo estás viviendo al lado de la felicidad…! ¿Y yo…, que haré yo?
Naturalmente, que ellos eran ajenos a mis pensamientos. ¿Cómo iban a saber lo que estaba pensando, si de mis labios nunca salió una frase, ni tan siquiera una sola palabra, que trasmitiera lo que sentía desde niño por Marina.
Muchas veces antes, cuando todo aquello no era ni tan siquiera un proyecto, yo debería de haberlo dicho, decirle a Marina, que desde antes de que ella tuviera formas de mujer, ya soñaba con ella…
Pero aquello ya no tenía remedio…
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Y mientras todos pensaban en el futuro, yo me consolaba intentando volver al pasado. Al principio de todo…
A los días de nuestra vida temprana; cuando son esos días que siempre brillan, hasta cuando el cielo está cubierto de negro y la lluvia o la niebla lo vuelve todo gris, pero que para ti es día claro.
Esos que son los mejores días de todas las vidas…
Joaquín y yo éramos de la misma edad, casi de los mismos días. Su casa había sido mi casa y la mía la suya. Habíamos comenzado nuestro vocabulario llamándonos primo, y lo acabamos diciéndonos hermano. Todos sabían que no nos unía parentesco alguno, que solo nos unía la calle y la infancia, pero cuando los que nos conocían nos preguntaban al uno por el otro, nos decían: “dile a tu hermano esto…, o aquello”, y era como si fuéramos en verdad del mismo padre y madre.
Todo venía de nuestros padres.
Ellos también eran más que simples amigos, desde siempre, y a nuestras madres les pasaba lo mismo; era una 200
rara relación de familia sin parentesco, una de esas raras relaciones que prima más lo simple y cotidiano, los sentimientos, que la propia sangre.
Que solo nos ataba, lo que debe atar…
Creo que nos debieron de engendrar el mismo día.
Según comentarios sueltos, debió de ser una noche después de mucho baile y vino. Y también según los mismos que lo comentaron —nuestros padres—, decidieron los cuatro aumentar la familia al mismo tiempo.
Cosas de días de fiestas…
Empezamos a andar al mismo tiempo, a volar el mismo día, a los mismos lugares, a soñar juntos…, ¡y desde el principio de los recuerdos, siempre con ella: con Marina!.
Desde muy niños, Marina se había pegado a nosotros como una lapa a dos rocas, como lo hace un cachorro al ángel de su guarda, y cuando en los juegos de niños 201
alguien la molestaba, era contestado con una guerra coordinada en trío. Y pobre del que la molestara, porque ella los amenazaba con “sus primos” y “sus primos” la defendían como fieles mosqueteros de su reino.
Ella, era la princesa de nuestro reino de las infancias…
Aunque como siempre pasa, algunas personas de mentes oxidadas y carentes de sensibilidad alguna, no la llamaban precisamente así.
<<¡Marimacho…!>>
Así la llamaban las otras niñas y sus madres al verla desde siempre a nuestro lado; siempre los tres metidos en todos los fregados: en las peleas de niños, encaramada en los árboles y robando nidos, con sus pantalones de tirantes en contraste con los vestiditos de las otras…
¡¿Marimacho…?!
¿Cómo se podía llamar así a los ojos más azules del pueblo?, ¿a los labios que nacieron ya pintados del color
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del carmín y de la sangre?, ¿de la gracia de un cuerpo que ya derrochaba feminidad desde la cuna…?
Pero ya se sabe…, cuando una niña no juega con muñecas, cuando no sigue los cánones establecidos en no sé qué regla, le llaman marimacho; cuando no lo hace un hombre, le llaman maricón...
Así es la vida...
Pero a Marina siempre le importó un comino lo que la gente de ella pensara. Vivía en los cielos cuando algunos se arrastraban sobre la tierra como el más vil de los gusanos. Y nos invitaba a volar con ella; a Joaquín y mí. Entonces éramos como tres mosqueteros del aire. Vivíamos surcando las brisas en los largos días de los veranos y cortando los fríos en los más largos inviernos; entonces le daba calor a los espacios cuando ella pasaba. Sabía que era más bonita que ninguna, que los niños corrían tras ella babeando como perros, y Joaquín y yo, sabíamos de sobra que ella solo se pegaba a nosotros.
Creo de niños nos odiaban los otros niños. Y que solo nos odiaban por una cosa: no poder acercarse al “marimacho” de Marina.
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Así era Marina…
¡Hay Marina…!
Marina no había visto nunca el mar, pero sus ojos hablaban de él. De aquellos ojos podía decirse, que por mucho que los miraras, nunca veías el fondo. Eran tan apacibles, alegres y profundos, que atraían como un imán todo lo que ellos miraban. Tenían algo del cielo y todo lo de los océanos; parecían reflejar un mundo infinito y que al mirarlos, te absorbían como un pozo a la oscuridad.
Su padre, un antiguo pescador venido de Almería y a la vez, desastroso campesino, decía, que cuando ella nació y abrió los ojos, vio reflejados sus años en el mar que le habían quemado los pulmones y que tanto extrañaba, pero la verdad, es que si se los había quemado con algo, habrían sido con los puros que él mismo se fabricaba y que no paraba de fumar. No dejaba de toser y maldecía el salitre que, según él, tenía en sus pulmones y no la nicotina que tintaba de negro todo el interior de su pecho.
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No paraba de hablar de sus tiempos de pescador. Era una constante contradicción entre su vida y sus pensamientos.
Aquel hombre añoraba el mar como un jilguero preso en su jaula añora las ramas de los árboles, pero aun así, parecía conformarse con su nuevo mundo de campesino, alejado solo un centenar de kilómetros del agua, pero que en realidad estaba a cien años luz de las olas.
Dicen que cuando nació Marina, su mujer había querido ponerle el nombre de su madre: María; que era como el suyo y el de la madre de su madre, pero el marido la convenció para que le pusieran Marina, que decía que es como el mar, que siempre es azul y nunca muere. Le costó poco convencerla, pues ella accedió enseguida al ver aquellos ojitos tan limpios como azules.
<<¡El nombre le pega! >> —decía orgullosa al mirarla a los ojos y cuando hablaban de Marina.
Y claro que le “pegaba”, aquel nombre estaba pensado y escrito, solo para una criatura como Marina.
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De la primera vez que la vi, ya no me acordaba de ella; seguramente porque mis razón aún no estaba formada; luego averigüé que habían vivido al otro lado, en las cuevas, pero que después de pasados un par de años de nacer ella, y al irles mejor la economía, bajaron a vivir a la parte baja, a mi barrio, mas lisa y más verde.
A mi calle, al lado de Joaquín y el mío.
A Joaquín seguramente le pasaba lo mismo. Ya que según aseguraban todos, Marina, desde que empezó a andar, siempre lo hizo a nuestro lado. Su carácter, rebelde y más propio de un chico, la hacía la amiga perfecta. Al menos para nosotros, porque algunos niños no opinaban lo mismo y era constante motivo de peleas por considerarla de esa manera, pero parece que su madre la sentía segura a nuestro lado.
Siempre fuimos como tres mosqueteros.
Defensores de causas perdidas, conquistadores de mundos imaginarios, colegas en el más amplio sentido de la palabra…, y aporreados por meternos a menudo donde nadie nos llamaba.
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Pero los tres, siempre como uno solo…
—¿Te gusta Marina…? —recuerdo como si fuera hoy, cuando con apenas diez años, Joaquín me preguntó en un día que nos bañábamos los tres en la acequia grande.
—¡Claro …! A todos les gusta Marina... Es la más bonita.
—¿Pero cómo hermana…, o como novia?
—¡Como todo…!
—Cuando sea mayor me casaré con Marina… —sentenció aquél día Joaquín.
—¡Y yo también…! —le contesté desairado.
—Bueno…, pues entonces, nos casaremos los dos con ella… —remedió Joaquín ante aquél dilema.
—¡Pues nos casaremos los tres…! —le dije yo.
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Le propusimos el trato a Marina y ella aceptó complacida.
Así es, que después de cerrar el acuerdo con puño y saliva embarrada, los tres al mismo tiempo, tal como habíamos visto en una película de aventuras pintada en blanco y negro, nos pusimos a secar como pimientos rojos al sol que abrasaba. Los tres mirando al sur; nosotros con el pelo rapado en forma de erizo…, y Marina, con su cabello atado en dos trenzas que, cuando se soltaban, parecían gavillas ondulas de trigo seco, y que cuando abría sus ojos, parecían ser dos lagunas brillantes entre los rastrojos.
—¿Pero eso puede ser…? —preguntó Marina tendida entre los dos, como un bocadillo en el que ella era el jamón de pata negra y nosotros el pan que empezaba a tostarse; con los ojos cerrados.
—¿Qué…? —respondimos preguntando Joaquín y yo al mismo tiempo.
—Que nos casemos los tres.
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—¡Pues claro que puede ser…! —contestamos los dos.
—Pues nos casaremos… —sentenció ella.
Pobres niños…
O tal vez ricos; que solo las mentes tempranas son capaces de encontrar soluciones en los espacios donde habitan los imposibles.
Durante años, hasta llegar a la pubertad, se mantuvo aquél trato, y cuando salía el tema, los mayores reían al escucharla decir que tendría dos maridos.
Ojalá que los días de niños no acabaran nunca; ahora Marina sería nuestra mujer: la de Joaquín y la mía. Que seguro que habría espacio en su corazón para los dos. Pero la infancia se va como se van los días…, y siempre llegan después las oscuridades a todas nuestras más profundas añoranzas.
Aquél día, después del baño y ya secos, nos dirigimos en trío a los morales silvestres a recolectar sus frutos en la hora perfecta: la de la siesta. Y después de salir los tres de 209
entre las hojas de mora, del color del manto de un Nazareno y con más raspaduras y arañazos que un burro viejo, partimos hacia nuestro barrio con nuestras camisetas a modo de costal y cargadas de frutos que chorreaban…
A llegar nos esperaban:
—¡Pero bueno…! ¿De dónde salís los tres pintados de morado…? —fue la pregunta de la madre de Marina antes de fustigarnos a los tres con la cuerda que llevaba en la mano.
—Hemos ido a buscar moras… —le respondió firme Marina.
—¡Ya os daré yo moras…! ¡No me extraña que digan de ti, que eres un marimacho…! ¿Por qué no te comportas como cualquier niña…? —intentó ofenderla su madre.
Nos quedamos Joaquín y yo parados. Con las moras en el pliegue de nuestras camisetas que seguían filtrando el morado de su jugo. Acojonados de los gritos de su madre, que parecía perder por segundos todo su buen carácter.
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—¿Y vosotros…? —nos chilló mientras nos atravesaba con su mirada encendida de ira— ¿No tenéis otros zagales para jugar…, para ser unos guarros, que siempre la lleváis pegada como una sombra…?
Y paso seguido, recibimos más guantazos y latigazos de la cuerda, que si fuéramos un mismísimo Nazareno.
Marina ni se inmutó, ya estaba acostumbra al gatuperio de las palabras de algunos, y sin mirar para atrás y con paso firme y tieso, tintada de color morado hasta el pelo, entró en su casa a llorar donde nadie la viera. Con su orgullo intacto… Ya era entonces una criatura de carácter; y a Joaquín y a mí, nos dieron después ración extra al entrar a nuestras casas.
Pero de nada valían las reprimendas y palos; al día siguiente todo sería igual. Lo sabía su madre, su padre, los nuestros, los vecinos…, y hasta el cura que la calificaba de incipiente pecadora…
¡¡Que sabría él…!!
¿Qué puede saber alguien de un ángel, si solo los conoce de estar pintados en el techo…? ¡Nada! 211
Pero a vistas y oídas del cura, todo estaba mal.
El día que hicimos la primera comunión llegamos los tres juntos a la iglesia —como no podía ser de otra manera—, Marina quiso salir del grupo de niñas que —como proyectos de novias del cielo—, miraban repipis a sus padres con sus vestiditos inmaculadamente blancos. Marina se sentó a nuestro lado; entre Joaquín y yo. Inmediatamente la separaron de nosotros, a la vez que el cura y sus padres la regañaron.
—Si esta es la casa de Dios, de todos…, ¿por qué no puedo sentarme donde quiera…? —fue su reproche al cura.
—Porque las niñas van a un lado y los niños al otro… —le respondió el sacerdote con sonrisa de sapo harto de insectos.
—¿Y por qué…? —volvió a preguntar Marina.
—¿Porque así debe de ser….! —fue la última frase que salió de la conversación airada del párroco;
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seguramente cabreado, al no poder dar explicación coherente a las palabras de Marina. Y todo el ceremonial siguió como debía seguir; al menos para ellos, porque para nosotros hubiera sido preferible los tres juntos, pero ya se sabe: en el ayuntamiento manda el alcalde y en la iglesia, manda el cura.
Así era, y así será siempre…
Aquella separación solo duró lo que duró la ceremonia, porque al rato ya estábamos otra vez los tres juntos fuera de la iglesia. Y cuando llegó la hora del convite, ella, ya sentada entre los dos, presidiendo la alegría, parecía en miniatura lo que ella quería ser: una novia con dos maridos.
En los recreos, cruzaba como una exhalación la plaza que nos separaba de su colegio para venir a nuestro lado, y el día que ella no lo hacía, los pasos los corríamos nosotros hacia su lado. Íbamos y volvíamos juntos; parábamos en los mismos lugares, golpeábamos las mismas puertas y lanzábamos las mismas piedras; ella nos revisaba los deberes y los corregía…, era la estrella guía de nuestro camino.
Allí se tenía que haber parado el tiempo… 213
Pero el tiempo no se paró; ni allí, ni en ningún sitio se para el tiempo. Siempre anda para adelante, que para atrás solo andan los cangrejos y los recuerdos; y pasaba tan deprisa, que los días se parecían a los minutos.
Los inviernos, las primaveras, los veranos, los otoños…, empalmaban otra vez con los inviernos que llegaban como sus escarchas. Y las primaveras con sus colores; los veranos con sus calores, frutos y sabores…, y los otoños, con sus tardes color de cobre viejo…
Como desde que se creó el mundo.
Y vuelta a empezar.
¡Hay que ver…! ¡Cómo pasa el tiempo cuando se tiene tanto por delante…! Solo te das cuenta, cuando es tiempo pasado y ya solo te quedan los recuerdos. Entonces, y solo entonces, te gustaría rebobinar, deshacer los pasos o andarlos de nuevo…
Marina ya daba incipientes muestras de futura mujer.
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Sus miradas ya herían a las de otros, a las de muchos... Menos a las de Joaquín y a las mías, que sin darnos cuenta, no queríamos verlas. ¿Para qué…?, ¿para qué mirar a las estrellas, cuando tienes en tus manos a todo un cielo…?
Pero los cielos a veces cambian de color y llegan nubes. Sin darte cuenta. Y llegaban las nubes de la pubertad cargadas de las lluvias con todos sus prejuicios… A Marina se le presentía ya casi una mujer y los demás la miraban con mala cara, como si no vieran en ella lo que era: un cielo de niña.
Siempre venía a hablar y juguetear al cruce de las acequias que se bifurcaban al final de la calle, con alguna amiga y más veces sola; allí pasaba el rato como las abejas en la flores, revoloteando su frescura cerca de nuestras casas. Ya no se alejaba con nosotros al campo y parecía poco a poco distanciarse de los tiempos pasados. Supongo que en aquellos momentos no nos dábamos cuenta, pero ya estaban cambiando muchas cosas en ella: que estaba pasando por la frontera que separa a una niña de una mujer. Algunas veces, nos sentábamos con ella en el banco que daba a los campos, el mismo que al atardecer sabía de todos los chismes de los vecinos de nuestra calle, y allí, hablábamos de tonterías propias de adolescentes.
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Un día de primavera, estaba aguantando entre sus manos un nido que sería de gorrión; con unos huevos moteados que tintaban al trasluz la vida de unos polluelos. Nos miraba como si tuviera entre sus manos el trofeo más valioso. Me acerqué y le dije que no tocara los huevos, que tal vez su madre los aborrecería y sería como matarlos con sus propias manos. Marina me entregó la madeja de pelos y ramitas como asustada; lo cogí, y lo pusimos en donde había caído y al poco se acercó la madre.
Aquél día se me estremeció el corazón al agarrarle la mano temblorosa que sujetaba al nido, y a partir de entonces, ella pasaba lanzando miradas precoces y diabólicas, lo que me producía un estado de timidez que supongo notaría. Pero eso era infinitamente mejor que no verla.
Otro día de verano y bochorno que abrasaba, jugaba con el agua que corría transparente y fresca a regar los campos.
Una nube, negra como el carbón, escondió a la calle y a todos nosotros al sol tras su negrura, mientras que el calor de la tierra marcaba remolinos de polvo juguetones; sonó un trueno que abrió al cielo en dos mitades y gritó como una gallina asustada. Una gota, precedió a otra, y a otra, y un diluvio se precipitó en un instante sobre su sitio. Las 216
gotas se estrellaban sobre el suelo que levantó una bruma de polvo a la vez que rociaba su cuerpo que quedó empapado. Entonces aparecieron dos botones en su pecho que me parecieron la antesala del cielo. Joaquín y yo nos quedamos con cara de idiotas. Ella cubrió sus vergüenzas con sus manos, intentando taparlas mientras le aparecía un sonrojo de tomate maduro, pero no pudo evitar que antes dejaran ver su pecho pequeño y eréctil, como el tallo que empieza a salir de la tierra y que acabará siendo árbol.
Mi pecho se desbocó al ver el suyo, mis ojos se pegaron a su cielo imaginando el paseo de mis manos por aquél cuerpo…, entonces me avergoncé de pensar en aquello tan incipiente como bonito.
¡Diós…!
Mi razonamiento luchaba contra mis deseos, sentía culpa y me avergonzaba de tener aquellos pensamientos, pero la beldad de aquella criatura me quitaba el sueño.
Lo mismo que a Joaquín… Supongo.
Se alejó de nuestra vista y de mi calle con el pelo mojado, corriendo, con su cara derramando lágrimas de 217
lluvia y de risas, gritando, mirando al diablillo del cielo que le había gastado aquella broma…
Hay lágrimas que refrescan y desahogan, y lágrimas que encienden las miradas; y aquellas lágrimas de Marina, que eran lágrimas de ojos color del cielo, pícaras y a la vez inocentes, encendieron a nuestros ojos que soñaban con ellas.
Yo también miré hacia arriba, pero para darle las gracias a la nube por desparramar sus gotas que me habían enseñado la gloria aquel día. Desvié mi cara hacia el cielo, para que también me la regara, pero Marina ya se había ido y la nube se fue siguiéndola, jugando con sus sombras.
—¡Dios…, que bonita que es Marina! —dijo Joaquín, a la vez que también asentí:
—Sí. Es preciosa… —contesté intentando disimular.
—¡Tendré la novia más guapa del pueblo! —afirmó Joaquín.
218
<<¡Ya veremos…!>> pensamiento.
—Le
respondí
con
mi
En unos meses cambió, parecía otra.
Sus pechos crecieron, sus piernas se alargaron y su cintura quedó como estaba: diminuta y ligera como la de una avispa; a la vez que su piel, mezcla de nieve y de trigo maduro, brillaba a los reflejos del sol.
¡Era preciosa…!
Es difícil definir a alguien que tú quieres.
Seguramente se aumentan sin pretenderlo sus virtudes, a veces parecen verdades cuando son en realidad mentira, que solo lo ven tus ojos…, pero en este caso, no. Marina era especial. Tenía facciones delicadas, pero con una fuerza inexplicable; sin ser alta, resultaba imponente. Su pelo colgaba como una cascada hasta su cintura, derramando brillo mientras se cimbreaba como los tallos de un sauce llorón; y ella siempre estaba contenta; daba alegría y belleza a todo lo que tocaba, lo mismo que a los espacios a donde llegaba.
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¡¿Y su mirada…?!
Aquellos ojos podían matar tanto con su mirada, que siempre estarían de entierro. Pero es que estaban diseñados, no para quitar vida, sino para darla…
¡Y daban…!
En su infancia más temprana, cuando empezó a andar y corretear por los espacios cercanos, dicen los que la conocieron, que su alegría y su mirada alumbraban con el azul de sus ojos a cuanto ella miraba; que su calle era siempre del color claro cuando jugaba. Y que cuando no estaba, lo sombrío se aposentaba en el ambiente.
Que era como un cascabel sin sonido; ¡que brillaba!.
Y cuando ya era casi una mujer…
Nos quedábamos embobados mirándola, mientras ella reía al vernos embobados. Maliciosa, con desparpajo y timidez al mismo tiempo. Con esa autoridad que da el espejo al ver reflejado en el vidrio algo bonito, con ese 220
sentido de coquetería adolescente que da brillo a las niñas cuando se sienten mujeres. Marina siempre empezaba los saludos y las conversaciones; también las terminaba; como si ella fuera la mujer y nosotros los niños, pero a mí no me importaba, porque me daba una serenidad su presencia que apaciguaba mis sentidos. En eso, como en tantas otras cosas, ellas maduran cuando nosotros aún estamos muy verdes.
Todo cambiaba vertiginosamente…
En poco tiempo pasó de ser la protegida, a protegernos. Era la jefa de todo...
Un día que estábamos los tres sentados a la noche en nuestro banco de siempre. Solos. Nos dijo que su madre le había llamado “la atención”, porque aunque comprendía que los tres éramos como hermanos, las gentes del pueblo murmuraban a nuestras espaldas:
<<Ya eres una mujer —le dijo—, y las mujeres no andan con los zagales por el campo…>>
Esa era la frase que se repetía en bocas de brujas, beatas y carroñeras de lavanderas; de personas que ya 221
habían olvidado que una vez vivieron sus días de primavera; y esa misma frase ya entrada en mi cerebro como un pecado ajeno. Lo mismo que en la de Joaquín… Supongo.
Pero a Marina le seguían dando igual los comentarios de todas aquellas brujas… Como siempre.
Aún seguíamos siendo tres mosqueteros…
De vez en cuando algún mozo le tiraba los tiestos, pero Marina se los devolvía de la misma manera. Parecía que su mente aún no estaba en la edad de su cuerpo. Seguía con pensamientos tempranos; de niña con cuerpo de mujer.
Aún seguíamos siempre los tres juntos.
…Y Joaquín y yo, pensando en que el trato que hicimos de niños no se podría cumplir, que teníamos que averiguar a quién se arrimaría Marina en el futuro como mujer…
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Si es que acaso, pensaba arrimarse a alguno de nosotros…
Un día que estaba hablando con Mariano, “el inventor” y que pasó Marina y nos saludó, Mariano, supongo que al ver mi cara a su paso, me dijo:
—¡Te diré una cosa, Antonio: nunca dejes para después, lo que puedas hacer…, o decir, hoy!
¡Cuánta razón tenía Mariano!.
Por eso era tan inteligente. Él, siempre intuía las cosas antes de que pasaran.
Mariano tenía fama de loco; de raro. Pero decía mi madre que no. Que no estaba loco; ni era raro; que tenía la rara suerte de ser él mismo, y que de haber tenido Mariano dinero, el calificativo le habría cambiado: le llamarían excéntrico.
Pero nunca tenía un duro…
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Mariano desarrolló mil inventos.
Casi ninguno de aplicación práctica; pero que a mí me gustaba verlos y toquetearlos. Me iba a su corral donde pasaba los días y a veces hasta las noches, dibujando y haciendo trastos de hierro y maderas. Allí había de todo: arados con varios pinchos de reja y que él decía, que con varios animales tirando al mismo tiempo, se labraría con rapidez; molinos con aspas que subirían el agua de los pozos, artefactos para pelar toda clase de frutos del campo…, en fin, artilugios que solo valían para estrujarse la ideas… Aunque alguna que otra vez, algo sí tenía cierta utilidad, y entonces se ganaba unas pesetas que invertía en alguna nueva o vieja idea.
Mariano era un sabio…, o un loco. O un sabio un poco loco. ¡Como debe ser un sabio!.
Un día inventó una máquina de ablentar cominos y hasta que logró perfeccionarla y funcionó correctamente, la calle olía y sabía, a un enorme estofado con cominos.
Pero aquello sí que le dio dinero. Tanto, que le permitió vivir y pagarse su entierro con cierta dignidad.
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El pobre se fue al otro mundo unos años después, y como vivía solo, todos sus trastos se perdieron poco a poco por el pueblo. Aunque siempre perduró su ingenio.
En fin…
Que Mariano, el eterno visionario, tenía toda la razón aquel día…, cuando me dijo, que no dejara para después lo que podía decir entonces.
Entonces tenía que haberlo hecho: decirle a Marina lo que por ella sentía.
Después, ya fue muy tarde…
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Continuará …..
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Portadas de la edición americana y española "Una mujer llamada Muerte" Es un cuento fantástico en formato de novela narrativa, ambientado en la preciosa ciudad colonial de Cartagena de Indias (Colombia). En él, se da rienda suelta a la fantasía de los personajes, que se entremezclan con los maravillosos ambientes cargados de historia de la “Heroica“. Está editado por editorial Pelícano en formato de novela de bolsillo para USA y en tamaño 15.5 x 21 completado con otras historias para España. Argumento: Arnaldo, es un joven blanco, que una mujer negra lo crió como si fuera su madre y al que las cosas le van bien con su negocio de zapatero en Cartagena de Indias. Un día conoce a dos mujeres de extraordinaria belleza: una, es la peregrina juventud en el pleno resplandor de una mulata; la otra, es una belleza madura y fría, de piel de
escarcha. Un día, decide marchar con la que le dice ser la muerte. Es entonces, cuando descubre que también es una mujer que sufre y que añora la vida de los humanos … Un fragmento del libro: Quedó el galán roto. Enamorado hasta los tuétanos de aquella mujer que destilaba belleza y misterio en cantidades astronómicas. Se quedó mirando mientras la veía desaparecer por la calle como flotando, andando lentamente en dirección a la plaza e iglesia de Santo Domingo y rodeada de una aura de virgen celestial. Con su piel tan blanca, que brillaba como una nube al sol… …. Aún recordaba en su tierna piel, el calor húmedo de la selva y los aromas secos de la sabana en los interminables veranos; habían olvidado sus oídos el rugir de los leones y las risas de las hienas a la claridad de las noches de luna…, y en los pocos momentos, en que las moscas le olvidaban, volvían a su memoria las canciones de su madre que se adelantó al cielo…, tal vez, para no verlo morir. No sabía, si dormía o soñaba, cuando la mujer de la mirada clara se presentó a su vista…
Portada de “No matéis al gorrión” (2ª edición)
Argumento: Antonio es un niño que ama a su vecina Isabel desde que la vio por primera vez. La Guerra Civil acaba de terminar y en el pueblo la vida vuelve a su cauce, aunque los dos bandos persisten enconados en lo cotidiano. Ayuda a su padre en las labores del campo…, y va creciendo, hasta que viaja a la capital a estudiar. No Matéis al Gorrión es una historia de amor que va más allá de la muerte. Un pueblo con la naturaleza a flor de piel, una calavera de plata y dos jóvenes amantes. Antonio e Isabel. El odio fratricida, el despertar sexual, el campo exuberante, los secretos de los masones… Una novela deliciosa, emocionante y trágica a su manera, ambientada en la oscura España de la posguerra, pero con una mirada romántica y una rara y hermosa sensibilidad. Reseñas:
Libros y autores. Opinión: Lo que más me ha gustado de esta novela, son sin duda los personajes que le dan vida. Las descripciones que hace el autor tanto de ellos como de los lugares donde se desarrolla la historia son muy buenos. La última parte del libro me ha parecido sorprendente y muy emotivo. Cuando comencé la novela me acordé de otra historia de un niño y su vida en un pueblo castellano, se trata de El camino, una hermosa historia de Delibes, y también vino a mi memoria otra novela que tiene como protagonista a un niño y su entorno, es El viento de la luna de Antonio Muñoz Molina. En resumen que me ha gustado y me ha sorprendido. Os la recomiendo. Periódico Cultural Alteridad (Argentina ) "No matéis al gorrión" es una historia de amor que va más allá de la muerte. Un pueblo con la naturaleza a flor de piel, una calavera de plata y dos jóvenes amantes, Antonio e Isabel. El odio fratricida, el despertar sexual, el bosque exuberante, los secretos de los masones... Una novela deliciosa, emocionante y trágica a su manera, ambientada en la oscura España de la posguerra, pero con una mirada romántica y una rara y hermosa sensibilidad. Solo le encontramos un defecto: que es muy corta Mensaje de una lectora desde Argentina: Tu novela “No matéis al gorrión” es HERMOSA ¡¡¡¡¡ He llorado por el abuelo y por el perro acompañado del gato; he comprendido a Isabel y don Ramón; he reído con Manolito; he pensado en mis tías que no son Virtudes, ni Martirio, ni Dolores…, pero que se le parecen… Tengo tantas cosas que decirte que no me caben en el mensaje. Simplemente…. GRACIAS ¡¡¡¡
Portada de “Largo camino de Vuelta” En su nuevo libro “Largo camino de vuelta” el autor vuelve con una historia de ficción, en la que personajes e historias, son mezcla, tanto de su imaginación, como de sus propios recuerdos. Todo ello escrito con su habitual estilo sencillo, pero que a la vez es narrado con humor y sensibilidad. La novela relata la vida de un muchacho que, al morir su padre y retornar con su familia al pueblo, encuentra en Juan al amigo que le recuerda su infancia; le redescubre los lugares que tanto añoraba y le habla de los tiempos pasados…, acabando los dos, pese a su gran diferencia de edad, en amigos inseparables… Una historia llena de sensibilidad, en la que el autor, vuelve al relato rural en el que tan bien se desenvuelve.
Sobre el autor: Antonio Medina Guevara (Zújar, Granada, España, 1.952) Su niñez, dentro de los míseros tiempos que corrían, fue perfecta. Sus primeros andares por la vida no podían ser mejores: campo, naturaleza y, sobre todo, libertad. A los doce años se trasladó a Granada para entrar en un internado, con una beca de estudios que entonces sólo podían disfrutar algunos privilegiados. Allí empezó Bachillerato a marchas forzadas y gracias a Don Juan Olivares, su gran maestro, tuvo la oportunidad de aspirar a desarrollar carrera. Más tarde, en 1965, su familia decidió trasladarse a Barcelona. Sin embargo, nunca se despegó del pueblo ni alejó de su memoria aquella tierra. Se considera admirador de la Generación del 27 y del 98, lo cual queda reflejado en sus textos. Su primera publicación fue tardía; la primera novela “No matéis al gorrión” se publicó a principios del 2.010 y fue todo un éxito, repitiendo edición al agotarse. Después vendría “Una mujer llamada Muerte” que se publicó primero en los Estados Unidos a principio de 2.011 y que poco después salió al mercado en España. “Largo camino de vuelta” es su tercer título publicado tanto en USA como en España. Libros y autores (USA): No tengo información de este escritor de nacionalidad española, pero pronto la conseguiré. Está en esta sección porque he querido reseñarlo. Tengo simplemente la referencia de un trabajo titulado “Una mujer llamada muerte” que tuve ocasión de leer con mucha atención y del cual puedo decir, es “sorprendente“. Aquí lo reseño para ustedes.
En “Una mujer llamada Muerte”, ANTONIO MEDINA GUEVARA nos deja ver en esta obra la magia de sus letras y su gran imaginación, y con ello, bien responde al por qué es uno de los autores más actuales y de mayor futuro en este género. “Historias de un pueblo andaluz” es la última publicación del autor editado por Editorial Pelícano (Miami – USA) para el mercado Latinoamericano.
Pel铆cano relato
Historias de un pueblo andaluz - Antonio Medina Guevara Made in the USA (Miami, FL ) Esta edici贸n se acab贸 de imprimir el 12/09/2.011