Este libro está dedicado a todos mis sobrinos - nietos: Aitor, Laura, Ariana, Marina, Laia, Carlos, María, Ethan, Març, Dani y Leo. También para Andrea y Mini Yo.
Una mujer llamada Muerte Antonio Medina Guevara
“El día que a mi me entierren, no quiero bulla, tampoco lagrimas, solo que cuando me bajen al hoyo, esté rodeado de los que me aprecien …” No recuerdo quien lo escribió …
Dedicado a Don Pedro Antonio de Alarcón. Que parece ser, también dialogó alguna vez con esa Señora…
( Nota: A pesar del título, este es un cuento de fantasía y romance )
Una mujer llamada Muerte (Cuento fantรกstico) Antonio Medina Guevara
*** Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopiado, sin autorización escrita de los titulares del copyright.
Titulo: Una mujer llamada Muerte © 2011, Antonio Medina Guevara. © 2011, Editorial Pelícano. Primera edición 2011. ISBN-13: 978-1460948170 ISBN-10: 1460948173 Impreso en USA / Printed in USA Editorial Pelícano, Charleston, SC.
Se dice que ….
Hay muchos lugares que son bonitos; algunos, hasta son preciosos. Pero en pocos sitios encontramos espacios que suman a su belleza un atractivo tan especial, que los hacen a la vez misteriosos. Son lugares que te trasladan a un mundo de fantasía y que parecen sacados de un cuento. Así es una ciudad del Caribe... Cuentan los que la visitan, que Cartagena de Indias es tan romántica y bella…, ¡que marea!. Y puedo asegurar que eso es verdad. -11-
No se puede explicar con las palabras, lo que se siente cuando se pisan las mismas calles que anduvieron los pies de personajes de leyenda: conquistadores, aventureros, piratas y corsarios…, por sus murallas, que fueron punto de partida de carabelas cargadas de oro, esmeraldas, tesoros…, y amores que nunca volvieron. Que por algo la llaman “la Heroica” —será por el orgullo, de que nunca nadie logró doblegarla…— y, que siguiendo esos mismos pasos, también llegaron de las tinieblas de la noche: la esclavitud, la Inquisición y la muerte… Los nativos —algunos muy supersticiosos—, conviven con el misterio y la belleza de sus calles y plazoletas cargadas de historia y romances. Y son tantas las historias que cuentan, que se tardarían otros quinientos años en poder escucharlas todas; pero como no tenemos tiempo, contaremos solo una: la de un remendón zapatero… Tenía alrededor de veinte años y llamábase José Arnaldo de los Ríos y Conde-Preciados. Ese era el nombre del mísero, de uno de los muchos míseros muchachos, que pululaban por las callejuelas y rincones de la vieja ciudad de Cartagena. Este, como ya he dicho, era muy pobre. Le faltaba a su vida casi toda clase de riqueza mate-12-
rial, pero en cambio le sobraba lo que no se puede comprar con dinero: salud y alegría. Aquél muchacho tenía un nombre tan rimbombante y largo, como falso. Y se le suponía falso, porque seguramente quien se lo dio, se lo había inventado unos minutos antes de inscribirlo —si es que acaso lo había hecho— y, que por tener, solo tenía nombres; pero en cambio sí tenía Arnaldo ese algo que vuelve locas a las mujeres. No me mal interpretéis; que ese algo era casi todo lo que puede tener un hombre: porte, gracia, galantería y salsa incrustada en sus nervios y circulando tan rápida como la electricidad por su sangre. En definitiva: era un galán de éxito, que derramaba simpatía en la misma proporción que el Canal del Magdalena, derrama sus aguas al Caribe. Pero aún así, abundante en pobreza. Era casi tan pobre, como el más pobre de su barrio y pasaba sus días malviviendo a pocos metros de la calle de las Damas, lugar de gentes pudientes habitando la comodidad de las casas históricas, y de alguno más pobre que las ratas, que tenía que hacerlo bajo los dinteles, o sobre aceras y portales. Vamos, tan pobres como él mismo. Solo su nombre y apellidos, tan largo como el de un noble que solo conserva su escudo, y su piel blanca a la vez que dorada por el reflejo del mar que rompe detrás -13-
del baluarte, disimulaban un poco su situación tan humilde. Eso, aparte de sus manos teñidas de negro y marrón que delataban su proceder remendón; pero que si apartamos esos detalles, nada se podía decir de él…, ¡salvo que era miserable!. Aunque como parece, que a veces es verdad, que para ser feliz no es necesario el dinero, él, era feliz remendando zapatos de todas clases. Algunos, con tantos arreglos en su piel y con tanto betún, que se parecían al rostro de la negra que le lavaba la ropa y que a veces…, ¡hasta se la planchaba!. Arnaldo siempre se sintió un poco diferente. ¡Era normal…! No en la pobreza —que en eso eran todos iguales y tan solo estaban salpicados por algunos criollos y mestizos que, venidos a bien con el transcurrir del tiempo, ya se encargaban de recordarlo a cada momento para que no olvidaran la diferencia de clases... ¡Por si acaso, alguna vez lo olvidaban…¡—, pero sí en el color de su piel, muy escaso entre los de su clase. Además de todo esto y —como ya he dicho—, no coincidía su color para nada, con el de su madre… Cosa rara esta circunstancia —la del color diferente a la de su madre. Ya que lo normal debiera de haber sido que no coincidiera con la del padre (como ocurría en muchas familias), pero lo que estaba claro, es que en -14-
ningún otro caso nadie sabía de uno como el suyo—, lo que ya desde muy niño, le reportó buenas dosis de burla por parte de otros “pelaos“, no sabemos si con envidia, o crueldad propia de la infancia. El caso es que era diferente… Arnaldo, a su vez y para también hacer valer su diferencia, decía a quien quería escucharlo —que siempre eran algunos cuenta cuentos y muchas damas, como el nombre de su calle—, que él venía de aguerridos conquistadores; de españoles que con espada en una mano y crucifijo en la otra, la emprendieron hacía ya algunos siglos con los desgraciados de los caribes nativos y otros pobres negros llevados a la fuerza desde África. —¡Pero yo no tengo la culpa…! —decía—, son cosas del pasado y nada tengo en contra de los negros ni caribes…, ¡y menos contra ellas…! ¡Yo soy un auténtico criollo…! Y era verdad… Sobre todo en lo referente a que él no tenía la culpa de lo pasado en la historia; también en que no tenía nada en contra de “ellas”. Olía una piel tersa y joven de fémina, a millas de -15-
distancia, y en cuanto la tenía a su alcance, poco le importaba que estuviera comprometida, casada o viuda, que como buen cazador, toda presa le daría su recompensa. También afirmaba —con falsa modestia—, que si tenía algún atractivo, sería por su madre que era la mujer más elegante y bella de Cartagena —aunque nadie la recordaba, conoció, ni la había visto nunca—, y de su padre: que fue el mulato más apuesto y salsero de la Heroica… Pero la vieja que lo brezó en su vida, lo amamantó siendo un recién nacido, que lo alimentó de joven y que era más negra que una noche sin luna, ella sí que sabía de su verdadero proceder: lo abandonaron a la puerta de su chabola otra noche de bochorno interminable. Una de las tantas y vulgares noches del caribe. Y que su madre, habría sido alguna prostituta amarrada al muelle de la cartera de algún extranjero blanco. Que su padre no pudo ser algún chulo negro de dientes tan blancos, que brillarían bajo las sombras de las esquinas esperando a cobrar los servicios prestados por su madre para así gastarlos en otras igual de rameras, o en borracheras de ron barato. Lo más probable, es que fuera fruto de una prostituta blanca y un turista extranjero, en una noche de mucho sexo y poco amor, quizá, todo ello propiciado por el fulgor de la pasión que da el alcohol. No tenía otra -16-
explicación, porque, ni su rostro, ni su piel, tenía el más mínimo parecido a nadie conocido. La vieja que lo crió —que solo era bella en interior— y no la madre que lo parió —que a vistas lo que dejó al mundo, debió de serlo solo en exterior—, fue en realidad su verdadera madre. No lo natural, que la vieja era casi tan negra, como él blanco, pero si al menos en lo afectivo.
su de lo en de
Lo crió como pudo. Trabajando desde siempre como vendedora de frutas, playa arriba y playa abajo; limpiando mierda a los señoritos de piel oscura que odiaban a los negros, como negros…, y también como santera que le proporcionaba más beneficio que deslomándose. Le llamaba —como todos—, por el nombre de Arnaldo; que el de José era muy español y vulgar — decía—, y los españoles habían sido muy cabrones según le enseñaron en la escuela —la de la calle, claro, porque la pobre mujer, ni vio, ni supo nunca, lo que era un pupitre. El caso es, que lo había criado como a su hijo, y como a su hijo lo trataba. Lo llevó a la escuela mientras otros niños vivían en la calle —muy pobre, pero recogido— y al llegar a la -17-
pubertad, una vez aprendió Arnaldo a defenderse con las cuatro reglas de cálculo, y una buena dosis de palabrería aprendida en la otra universidad misma de la calle, lo presentó a un zapatero que presumía de ser el mejor de la ciudad vieja, y que también este y como era de esperar, decía que el oficio se lo había transmitido su padre, que a su vez era hijo del hijo de otro zapatero oriundo de Toledo; un auténtico artesano de la piel que calzó a reyes y conquistadores, que partió detrás de sus clientes hacía ya muchas generaciones a hacer las Américas. —¡Yo soy hijo, nieto, biznieto y Dios sabe qué más, de uno de los mejores zapateros de viejo en la corte de España…! —decía su maestro a quién le preguntaba—. (Y también a quién no) ¡Creo que alguno de la familia, hasta sería noble…! Todo eso era poco creíble; pues, quién le enseñó el oficio, que también era más negro que la conciencia de un usurero, y que como buen mentiroso y negro, decía que él no era negro; que era más bien mulato oscuro y todo por culpa de una antepasada caribe que se emparejó con su abuelo… ¡Pero que él, no era del todo negro…! En fin…, que todos los que le rodeaban eran de piel y de mente bastante oscura. Que si había alguna gota de sangre blanca en sus venas, se habría ido más que bron-18-
ceando con el tiempo y al sol del caribe, y que en medio de todos ellos, Arnaldo más bien parecía una perla clara caída dentro de un tazón de chocolate, lo que debido a su buen porte y gran palique, la ciudad le ofrecía todo un repertorio de preciosas doncellas y otras no tanto — que algunas tenían más marcas de amantes en su cuerpo, que pisadas en la playa—, pero que le servían para poder saciar su inagotable apetito mujeril, y de paso, llevarse unos pesos extra para sus cosas. Todo ello, muy propio de un hombre educado en el ambiente más machista y de mentalidad lo más machista posible. Una cosa curiosa: su puesto preferido de caza para las nativas, era la puerta de alguna de la decena de iglesias de la ciudad vieja, y para las extranjeras: las interminables playas. Nunca le faltaban presas. Arnaldo dominaba las callejuelas y plazas, como un león domina la sabana. Era el rey de la plaza. En ese asunto no se podía quejar. En el de los asuntos de faldas, claro; aunque también en eso las cosas cambiaban, que algunas féminas ya calzaban pantalón ajustado a sus endiabladas curvas. Pero para él, eso no era problema: solo significaban unos minutos más de labor. -19-
¡Que no se quejaba!. ¿Y cómo lo iba a hacer…?, si con aquellos atributos triunfaba más que una ninfa ante un náufrago. Solo la negra que lo amamantó le recriminaba cada día su actuar. Le repetía y repetía, que alguna vez, cuando ya ni lo pensara, lo trataría alguna mujer entonces como él las trataba ahora; y que recordara, que el día que sintiera algo por alguna y esta no le correspondiera, sabría lo amargo que es sufrir del corazón. Que ella, aunque ya fuera vieja y arrugada negra, también fue una vez joven y con la piel tersa; que aún recordaba, el desasosiego y las lágrimas, que derramó en su día por un hombre como él. Pero eso sí: oscuro. Que se andara con cuidado, que a veces el tiempo devuelve el doble de lo que tú le entregas... ¡Hasta con intereses no deseados!. Arnaldo no le hacía caso, claro; ¿quien se acuerda de lo que es el hambre, cuando está saciado?, ¿Quién se pregunta lo que es la vejez, cuando la piel la tiene tersa y brillante…? ¡Nadie…! Además, para que preocuparse de un tiempo tan -20-
lejano. Debido a sus buenas artes y a otras, no tan buenas, pero sobre todo, a sus buenas manos que igual arreglaban un zapato que un cuerpo de mujer, el joven triunfó en su barrio…, y después de dejar a su maestro, descompuesto, cabreado y sin clientes, instaló un rudimentario taller de zapatero bajo la habitación que desde casi siempre había sido su humilde morada. Al poco, y a vistas de lo bien que le iba el negocio, pensó en complementarlo con la venta de unos pocos pares de zapatos que decía eran de procedencia italiana… —¡la cuna de los buenos zapatos europeos!— , pero que en realidad arrastraban todavía su acento mandarín…. Después, otros más…, y más. Al cabo de unos años, aquello se convirtió en un buen negocio y entonces, ya dejó de ser reparador de suelas y lustrador de pieles viejas, para pasar a ser un buen vendedor de zapatos nuevos. Aunque eso sí, con menos pedigrí que los perros sarnosos que dormitaban en los portales de las estrechas calles de Cartagena. ¡Había triunfado…! Olvidó los utensilios de remendón y solo los usaba en contadas ocasiones. Él decía que seguía siendo el ar-21-
tesano de la elite de la Heroica, y sabía sacar provecho de ello; como todo lo que sus manos tocaban. Unas, cuando alguna ricachona le solicitaba sus servicios, para que un zapato dejara de parecer una herradura en sus pies y se aproximara lo más posible a lo que sería un zapato de cristal en el pie de una princesa; otras, cuando los zapatos, eran un pretexto para otros menesteres que también empezaban por la piel; y muy pocas, cuando algún pie digno de una misma princesa —pero pobre para poder pagar calzado nuevo—, requería su saber hacer…, entonces usaba todo su arte y no solo el de remendón zapatero, sino también el de oportunista ladrón de corazones y cuerpos nuevos. —¡Para empezar con una mujer, siempre se le empieza por los pies…! —decía. En ningún otro caso volvió a tocar un zapato usado. A partir de entonces, empezó a vivir en un cierto mundo de lujo y placeres. Aposentó a su madre —a la negra, claro; que la otra ni Dios sabría por donde paraba—, en una casa en la que más bien parecía la sirvienta y fueron gozando de su buena estrella. No podía ser mejor. Reconocía haber conquistado su pequeño mundo del mismo modo que Bolívar —aquel señor tan orgulloso, que siempre estaba en su plaza recordando a todos sus -22-
conquistas y hazañas. Aunque eso sí, menospreciado y cagado, por toda clase de aves insolentes que no sabían de batallas. A veces recordaba como muy lejano, cuando malvivía en los bajos de la casa de la calle cercana a la de las Damas —y que con su nombre parecía presagiar su futuro con ellas—; también, cómo la negra le cuidó desde siempre como a un hijo. Y se lo agradeció, fue quizá el único agradecimiento de su vida: la colmó de bienestar y hasta le puso una criada también negra para que le ayudara en sus labores domésticas, pero que en realidad y al no estar la mujer acostumbrada, las dos acababan haciéndolas mano a mano…, ¡para que no se perdiera el oficio!. Todo le iba bien en la vida. Por un tiempo, se fueron de su memoria las preguntas relativas a su diferencia de color; su proceder incierto y otras cosas que pasaron sin más, al archivo en su almacén de recuerdos. Y ahora viene, cuando su vida da un tremendo giro… Un día, se presentaron casi a la vez, dos bellezas en su establecimiento en busca de moda para sus pies. La primera, era una preciosa mulata de piel color mezcla de trigo maduro y café de olla. Rondaría su puesta de -23
largo y era cándida como la flor más delicada. Vestía ropajes limpios, pero hechos de fibras que no sabían de riquezas; tenía unos ojos, brillantes y grandes, que más parecían dos inmensos soles negros…, ¡y un talle y unas piernas…, de cuento de hadas!. Al verla entrar —como no podía ser de otra manera—, le dijo a su ayudante, que a esa, la atendía él. —¿En que puedo ayudarte, preciosa…? —fue su entrada. —Busco unos zapatos… —respondió la muchacha de manera inocente, como si en aquél lugar se pudiera buscar otra cosa. —¿De vestir…? —No… De pisar… —Quiero decir…, ¿de vestir…?, ¿de noche…? —Son para pisar en el día y en la noche…, pero que sean bonitos…, y económicos. Que valgan poca plata… A otra la habría despedido mandándola a la tienda de enfrente; a la misma que se tenía que conformar con cualquier pie de cualquier cliente, aunque fuera con forma de pezuña; pero al ser la que tenía delante de sus ojos, aquella preciosidad, se mordió la lengua. Entonces -24-
le dijo: —Tenemos los mejores y los más bonitos. Pero no te preocupes, que seguro que unos pies como los tuyos, saldrán de aquí bien calzados. Así fue… Como no. La preciosidad de muchacha, salió de la zapatería con la compra hecha y también con poco gasto —que para eso la había atendido Arnaldo—, no sin antes haberle pedido su dirección por si había algún “problema“. La chica no se la dio —que a pesar de ser tan joven, no era tonta—, y se fue contenta y sin saber que el problema la seguía muy de cerca. Efectivamente; de manera discreta, como un halcón acecha a una paloma, la siguió durante largo trecho y a pie —que los medios de transporte son para ricos—, hasta su humilde residencia: una medio chabola a las faldas de la Popa. Al ver donde vivía, despacio, dio Arnaldo la vuelta a sus pasos decepcionado y ya con los pies ardiendo y cansados... Aquella preciosidad era aún más pobre que sus días de niño. Le había encandilado su rostro y figura —eso sí—, pero como era muy pobre para sus pretensiones, pensaba que pronto se apagarían las luces de su encan-25-
dilamiento. Llegó a su negocio apesadumbrado. Por un lado, aquella criatura le atraía como la miel a las moscas, por otro, no estaba él como para rondar a miserables, por muy bonita que fuera la chica. Pero como su instinto de cazador podía más que su sentido egoísta, no tardó en cortejarla y en poco tiempo se convirtió casi en uno más de la familia. Que por otro lado, los padres de la chica no veían mal que su princesa aspirara a un mejor trono que el que le ofrecía la chabola, que tantos parientes disfrutaban. Y que por otro, Arnaldo antepuso aquella vez lo que suspiraba su pecho, a lo quería su bolsillo… Era normal… —al menos por parte de los padres de la muchacha—¿Qué padre y madre, no desea lo mejor para sus hijos…? Pero volvamos a la tienda de zapatos y a la otra clienta del mismo día. Por la mañana había llegado la joven; por la tarde llegó una elegante señora. —Buenas tardes… ¿En qué puedo atenderla, doña…? —fueron las palabras de Arnaldo al ver a la señora que derramaba apariencia y glamour, y por lo tanto, era de suponer que debería también derramar plata. -26-
—Busco zapatos de noche… —Pues ha venido al sitio donde están los mejores y más elegantes. Los tenemos de Italia, Francia, Inglaterra, España… ¡Todos las marcas más afamadas y prestigiosas. —le respondió Arnaldo, con tanta arrogancia o más, que un pavo real. —¿Son auténticos…? —preguntó observando las suelas de algunas piezas.
la
mujer
—¡Señora…, me ofende!. Toda nuestra mercancía viene directa de Europa. No vendemos sino originales. Siguió la mujer observando las piezas detalladamente, como verificando su autenticidad. Arnaldo también hacía lo mismo: observaba a la mujer que parecía ser una auténtica señora. Por un momento, hasta él creyó que sus zapatos eran europeos, que solo habían pasado por algún país asiático por cuestión de transporte. Como la mujer parecía saber lo que quería, y no pedía consejo alguno, Arnaldo aprovechó para hacerse cábalas sobre la intrigante señora que parecía fijarse solo en los zapatos y no en su figura, lo que le produjo una buena herida en su ego. Siguió analizándola. -27-
Debían de haber pasado casi cuatro décadas de primaveras por aquél cuerpo, pero aún conservaba intacta toda la peregrina hermosura de la juventud…, es más, mucho más que cualquier joven conocida. Unos ojos, grandes y profundos como un océano, miraban con apatía todo lo que daba su vista. Una piel, blanca y transparente como una escarcha, cubría un cuerpo que invitaba a pasear por la gloria…, o tal vez por el infierno. No cabía duda de que era la mujer más bella que nunca sus ojos habrían visto —y habían visto mucho—. Observándola, notó como su corazón se alteraba y sus manos se retenían ante aquella beldad. Entonces, con coraje de galán despreciado, se atrevió a decirle: —Doña. Como parece que le cuesta decidirse, ¿qué le parece, si le llevamos a su residencia todos los modelos que ojea, y entonces decide de entre los más elegantes, cual quedarse…, cuando ya esté tranquila…? —Me parece bien… Gracias. Cogió la mujer papel y lápiz, y le escribió unas letras y unos números. Extendió la mano con el papel escrito y le dijo sin mirarle a la cara: —Esta es mi dirección… Le espero mañana a las diez de la mañana… Por favor…, sea puntual. No me gusta esperar ni que me esperen. -28-
Sin más. Sin tan siquiera torcer la mirada de sus ojos tan azules hacía su figura, se despidió de Arnaldo hasta el día siguiente, con la frialdad de un trozo de hielo. Se fue. Quedó el galán roto. Enamorado hasta los tuétanos de aquella mujer que destilaba belleza y misterio en cantidades astronómicas. Se quedó mirando mientras la veía desaparecer por la calle como flotando, andando lentamente en dirección a la plaza e iglesia de Santo Domingo y rodeada de una aura de virgen celestial. Con su piel tan blanca, que brillaba como una nube al sol. Al día siguiente no llegaría tarde. No podía llegar. En un mundo en el que la puntualidad es de tal desprestigio, que casi parece delito, él, no podía llegar tarde a la cita. Y no llegó tarde... Toda la noche la había pasado en vela pensando en aquella piel y en aquél cuerpo; en que le rozaría sus pies al probarle los zapatos, en lo que seguiría a sus tobillos…. A la diez en punto de la mañana, menos unos según-29-
dos, estaba a la puerta de la mansión. La verja estaba abierta y pasó al inmenso jardín de la residencia —una casa de estilo colonial en una travesía de el Laguito—. A medida que se acercaba a la puerta, notaba como el corazón le salía de su sitio. Se calmó un poco y extendió el brazo y el dedo. <<¡Ding.., dong…, ding….!>> —apretó el pulsador y sonó un carillón que parecía el de una catedral. Se abrió la puerta que era blanca como la nieve y apareció la figura de una criada, que era negra como la noche. Le indicó con una especie de reverencia que pasara al interior y esperara. Quedó un rato Arnaldo contando como transcurrían los segundos, que le parecieron horas; sentado en un amplio salón de paredes casi transparentes. Salían de no se sabe donde, sonidos que invitaban a la quietud; el clima se volvió fresco y agradable, nada que ver con el que había dejado a la puerta, lleno de agobio y bochorno. Pensó en lo bien que vivían los ricos…, y también, en que algún día él viviría así. No cabía duda de que aquello si que era vida. El confort y el lujo se notaba hasta al respirar. El aire era limpio y agradable, con aromas que flotaban hasta llegar suavemente a los pulmones. En el tiempo que da medio minuto, apareció la señora y lo invitó a pasar a otro salón más pequeño que señalaba al azul del -30-
mar de la bahía. —Has llegado un minuto antes de lo acordado…, ¡me gusta!. Yo siempre soy puntual, no puedo evitarlo; aunque a veces me gustaría no serlo…,¡pero no puedo evitarlo!. —le dijo la mujer. —Se nota a la legua que es usted europea —le respondió Arnaldo intentando halagarla—. Aquí la puntualidad no se respeta ni al morir la gente… Quedó Respondió:
la
mujer
unos
segundos
pensativa.
—En eso te equivocas. Todos son puntuales a la hora de la muerte; sin excepción alguna…, todos son puntuales. —apareció una sonrisa triste en los labios de la mujer. —Bueno... Si le parece, señora, le muestro todos los zapatos; que unos pies tan bonitos y finos como los suyos, merecen el mejor calzado. —salió la palabrería, mezcla de buen comerciante y galan empedernido. —Tengo que andar mucho —dijo la mujer— y no sabes lo duro que es andar tanto. Pero en fin…, veamos los zapatos. Arnaldo empezó a presentarlos todos en fila; como en un desfile militar y sobre un suelo que parecía un es-31-
pejo. Y a medida que desfilaban los cueros sobre el suelo de espejo, notó que sus zapatos, aún brillaban más que en la zapatería, que parecían coger vida propia. Agarró el primer par y lo puso ante los ojos tan azules de la clienta, después cogió suavemente su pie con la intención de introducirlo al zapato y, al tocar la piel, notó que estaba fría como el hielo. Lo soltó, pensaba que se habría quemado con el gélido contacto, pero una suave y melancólica sonrisa de la clienta, le invito a sugetarlo de nuevo. Esta vez, notó la calidez transitando por las venas de la dama y también un suspiro, que casi calentó la estancia. —Siempre pasa igual…, no puedo evitarlo. —dijo la dama encogiendo los hombros que dejaban entrever unos pechos firmes como rocas. Le lanzó una mirada, acompañada de una sonrisa y un suspiro, que le atravesó al galán el pecho. Le excitó a Arnaldo el suspiro y la sonrisa de aquella mujer tan fría que, pensó, que como todas las mujeres, también tendría su corazón; que ya que la tenía a milímetros de sus garras. Se envalentonó: —Señora, es usted preciosa. Cualquier hombre daría la vida por una mujer como usted. —¡¿Tu la darías…?! —preguntó exclamando al mismo tiempo. -32-
—¡Seguro…! —No digas eso. Lo único seguro es la muerte. —Póngame a prueba. Pídame lo que quiera, que si lo tengo, se lo daré… —Afirmó, levando su cresta como un gallo, Arnaldo. —No me hace falta nada —respondió la clienta—, tengo de todo. Además, lo único que me falta nadie me lo puede dar. —¿Y que es…? Volvió a salir una sonrisa amarga de los labios de la bella mujer, después, otro suspiro de aliento gélido, luego, una mirada tierna y melancólica. Después dijo: —¡Que alguien me desee…, que alguien me quiera! Levantó el mozo la mirada hacía las piernas y el cuerpo de aquella mujer. Después, siguió en recorrido y llegó con su mirada hasta el rostro de la dama… —¿Pero, como puede decir eso…? —respondió entre galante e incrédulo Arnaldo—, cualquier hombre, con ojos en la cara, daría su vida por usted…, vendería su alma al diablo. —No hace falta. Conque alguien me quisiera y vivi-33-
era…, yo sería feliz. Arnaldo no entendía nada. No se imaginaba a aquella mujer, tan bella y rica, diciendo que nadie la quería. Además, salvo que tuviera mil defectos ocultos, hasta parecía ser una buena persona; entonces, sacando todos los redaños de sus adentros, se ofreció: —¡Yo la querría señora… Ya la quiero!. —No digas eso. No me conoces... Pero te diré algo: “Todos me critican, algunos, hasta me odian, pero de quien lo hace, nadie me conoce. Quien me conoce, no me defiende y al no defenderme me ofende. Pero yo solo hago mi trabajo, ¡que nadie se queje…! El que me encuentra descansa, en cambio yo…, ni descanso. <<Estos ricos son raros —pensó Arnaldo—. Seguramente está a vuelta de todo. Estará cansada de ver tanto mundo y su familia vivirá desparramada por otros continentes... Se sentirá sola... ¡Buen partido para no dejarlo escapar!; además, esta mujer me está absorbiendo los sentidos… ¡Será mía…!>> -34-
—¿Tiene usted marido…, hijos? —No. No puedo tener hijos. —¿Y marido…? —Ya te dije que nadie me quiere. —Al escucharla, soltó Arnaldo una mirada al rostro de aquella mujer y se preguntó a sus adentros: <<¿Cómo no va a quererla nadie, si es la mujer más bella del Caribe…? ¿Estará de broma, o solo piensa en zapatos y no se mira al espejo…?>> Siguió preguntando: —¿No está casada? —Solo con Dios. —¡¿Es monja…?! exclamando.
—preguntó
extrañado
y
—¡Nooo…! —volvió a salir la sonrisa de los labios de la mujer, acompañada de una breve risa— Pero digamos que estoy a su servicio; en otro departamento... Claro que puedo tener marido, pero no puedo crear. No puedo tener hijos. Supuso Arnaldo que aquella belleza sería estéril, que al fin y al cabo, nadie es prefecto. Pero que eso no -35-
era problema, además, en caso de querer tener hijos, que mejor que recogerlos de la calle, donde él de sobra sabía que abundaban y que estarían deseosos de cambiar a aquella vida llena de placeres… Siguió preguntando el joven por asuntos banales; de su enigmática procedencia…—que suponía era europea—, en fin, de todo lo que se puede preguntar en una situación así. La mujer siguió: Yo, como muchos otros, vine de Granada, a esta nueva, en busca de fortuna que saciara mi inmensa avaricia, que para entonces, y aunque no lo sabía, ya tenía podrida mi alma…, y ya ves, arrastro siglos de fortuna en los bolsillos y miserias en el pecho. —No le entiendo… —exclamó Arnaldo—, la vida de que usted disfruta, es todo lujo y placer… —¡Lujo sí…!, ¿pero, placer…? —respondió ella levantando su hombro y bajando la mirada. —Medio mundo acortaría su vida, a cambio de vivirla tal y como usted la vive. —dijo Arnaldo suspirando y mirando a la nada. —¡Y yo…! Yo también acortaría la mía…, si pudiera. Es una de las pocas cosas que no puedo hacer. Arnaldo cada vez la entendía menos. -36-
Siguió la mujer: —Alguien, al comienzo de la historia de este Nuevo Mundo, me concedió lo que tanto deseaba: lujo y riquezas… Y me negó lo que no se puede comprar y que la vida te regala… —¡Pero…, de eso, ya hace siglos…! —Sí. Los mismos que vengo arrepintiéndome de haber dejado entonces, lo que ahora tanto deseo… Al escucharla, Arnaldo pensó que a pesar de ser tan bella, a aquella mujer debía de faltarle —o, tal vez sobrarle— algún tornillo; que no era cuestión de contrariarla, por lo que decidió cambiar de conversación y acrecentar la calidad de sus productos. Acabó la hora de pruebas y la mujer le compró los zapatos más bonitos y elegantes. Todos le quedaban perfectos. Los pagó a precio de oro y por una vez en toda su vida, Arnaldo le comentó que, aún siendo de tanta calidad, eran mucho más baratos y no quería tanta plata. La mujer le dijo: —No me importa. El dinero me sobra y a ti parece que te hace feliz; cógelo, y si crees que es mucho, dale lo que creas que sobra a la chica de los ojos negros…, -37-
le hace falta y tiene mucha vida por delante. Mejor que la viva mejor. Se largó Arnaldo de aquella casa palaciega, enamorado de tanta preciosidad y sencillez al mismo tiempo, derramado por aquella dama. Antes, le había preguntado a la mujer por su nombre y aún quedaba el tañido en sus sesos de las letras y la melodía que lo componían: —…¡Esperanza…! Me llaman Esperanza… —le había dicho la mujer al despedirlo, con un sonido aún más dulce que los pastelitos de panela y con un tono que recordaba al quejido de una alondra. —¿Esperanza…? —le había replicado Arnaldo muy bajito al irse— ¡Que nombre tan apropiado a la belleza que usted transmite… No podía ser otro…! —(Ahí, ya salió un poco de cursilería estudiada y controlada por nuestro personaje, pero que a la vez, siempre suena muy agradable al oído de una fémina). —A mi me gusta... —contestó ella con una suave sonrisa, mientras que bajaba a la vez su cabeza y su mirada en una inesperada sensación de timidez— ¡La esperanza es un sentimiento que hace andar al mundo…! —No cabe duda señora… Pero a usted le sienta mu-38-
cho mejor… Siguieron un buen rato hablando cada uno a su modo. Ella: con palabras que delataban su tristeza; él: con las suyas impregnadas de enamoramiento y galantería… Acabó aquella visita. Se fue Arnaldo del lujo de aquella casa, pensando en el rostro y en el cuerpo de aquella mujer…, tan misteriosa y bella. Aquella belleza tan blanca y transparente, no solo la tenía al exterior, sino que también parecía mantenerla dentro de su alma. Aquello era nuevo él. No había visto nunca que alguien no le diera importancia al dinero. También, se fue preguntándose, como diablos sabía aquella mujer lo de la otra persona con los ojos tan negros como la profundidad de un pozo, pero no le dio más importancia y por una vez, fue generoso. En cuanto pudo, le entregó el dinero a la pobre familia de la chica, que lo recibió como al cielo, y para su sorpresa, sintió un enorme gozo al entregarlo. No cabía duda de que aquella mujer lo estaba cambiando. Que lo estaba preparando para asuntos de -39-
más alto nivel... Más importantes. A cada momento pensaba en ella. Así pasó un tiempo. Un día, encontró a un ciego sentado a la sombra y el frescor de una fuente, en la iban y venían, toda clase de pajarillos a refrescar sus picos y patas. Este viejo, siempre estaba allí pasando horas y horas, oyendo lo que sus ojos ciegos imaginaban; durante el día o la noche —que a él le daba igual— escudriñaba todos los rumores, pasos y voces, que a ella llegaban. También gustaba de dar sabios consejos a quien le preguntaba. —¡Lo que no ven los ojos…, a veces lo ve la razón…! —era su frase preferida y repetida. El ciego, conocía a todos por los sonidos que transmitían a la plaza. Por los pasos conocía a las personas y por los rumores al tiempo…, y en la llegada de la noche, crecían los rumores a medida que desaparecían los sonidos mundanos. Entonces llegaban las horas en las que un ciego ve lo que no pueden ver sus ojos. Escuchaba el paso del viento y le devolvía el saludo a su paso. Veía pasar los susurros de las parejas en su retiro a lugares ocultos y -40-
despedía a las hojas en su camino hasta su destino al suelo… ¡Escuchaba hasta a las almas…! Y a veces, cuando la brisa le acercaba el sonido que llegaba de a lo lejos, de los acordes diluidos de un ballenato, se le veía mover entreabiertos sus labios y rítmicamente sus pies y la parte alta de su esqueleto… Decían del viejo, que lo veía todo, hasta lo invisible; o mejor dicho, que no veía nada. Solo leía las marcas de las manos y presagiaba el futuro tocando a los demás con las suyas a los ojos. Así se ganaba su mísero sustento. Le explicó Arnaldo un poco de lo pasado —pero solo un poco, que no era cuestión de airear sus asuntos; además, alguien podría tomarlo por un loco—, y el ciego pasó su mano derecha rozando su rostro; se paró en los ojos… Le temblaron los dedos y le dijo: —Muchacho. ¡Tu has visto a la muerte…! No me pagues por mis palabras, que yo solo cobro por presagiar buenas nuevas…, y la tuya no lo es. Se fue Arnaldo a su casa. -41-
Por el camino, pero sobre todo al pasar por delante del palacio de la Inquisición —almacén, según dicen, de almas negras y no por su sentido, sino por el color de los pobres africanos y de otros desgraciados que en su día la “Santa Inquisición” mandó al otro barrio—, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo hasta llegarle a los mismos tuétanos; a le vez, que seguía preguntándose: ¿sí, sería verdad, que aquél rostro de tanta belleza, con tanta claridad de alma, tan sereno y a la vez tan lejano, pertenecería a alguna bruja o hechicera…?, ¿si sería tal vez la cara de la muerte…? —¡Tonterías…! —gritó a la noche a la vez que un pajarraco que también sería de mal agüero, le devolvió el saludo— ¡La muerte es negra —se decía mientras caminaba— y ella es blanca como la nieve!; ¡la muerte es trágica y en ella es todo tranquilidad, bondad y hermosura!; la muerte es pena y ella cuando sonríe sus labios transmiten una alegría serena. ¿Como una mujer tan hermosa podía ser la muerte?. ¿Cómo aquella mujer de mirada tan tierna podía ser tan macabra…? ¡Eso era imposible…! —Ella es y tiene nombre, que lo dice todo… ¡Esperanza…! Siguió andado, mientras se rebelaba contra las palabras del viejo y de él mismo… Hablando a la noche como un desquiciado lo hace a sus sueños… -42-
—¡No puede ser…! Ese viejo negro y supersticioso habrá perdido la razón. ¿Si no la puede ver, como puede decir eso…? ¡Será un loco…! —le dijo gritando a la calle, a la vez que a sus propios pensamientos. Siguió levantando cábalas a la noche, mientras andaba por la serenidad de la madrugada acercándose a su casa. De vez en cuando, se cruzaba en su lento caminar con algún mendigo trasnochador o un niño de la calle. Y sin saber porqué, a todos les entregaba unos pesos a su paso. Y a cada paso que andaba, a la vez que vaciaba su bolsillo, llenaba de tranquilidad su alma. Se acostó, pero no podía pegar ojo. No es que no tuviera sueño, es que pensaba, que si cerraba sus ojos, la perdería de sus pensamientos. Y poco a poco, sus ojos se negaron a seguir abiertos y los cerró al cansancio. El tañido lejano y suave de un campanario, le trajeron de la madrugada a su memoria la dulzura de la otra: la joven que era el contrapunto a la mujer que le estaba absorbiendo... ¡Isabel…! Y recostado en su aposento escuchando los sonidos de la noche, pensó largamente que las dos eran el tipo de mujer que cualquier hombre soñaría. Que si una era joven y bonita, la otra era de belleza madura pero a la vez fresca. Que si la joven Isabel le atraía con su candidez y brillo de juventud, la mujer que llevaba el nombre de -43-
Esperanza, le atraía de igual manera con su belleza serena y a la vez fría; pero que calentaba como un volcán lo más intimo de su alma. Siguió pensando en suave ensueño, que si una era el calor dorado de un final primaveral, la otra era la belleza del hielo y el misterio... En fin, que era muy difícil afirmar cual de las dos superaba a la otra; que mejor desviar sus pensamientos a solo una: a la mulata que derramaba todo su cariño hacia él. Esperó toda la noche despierto hasta la llegada del alba. A la mañana siguiente, con ganas de levantarse y poder desviar sus pensamientos a asuntos menos complicados, pero a la vez igual de agradables y después de pasar unas horas atendiendo en su establecimiento, se dirigió presto a visitar a la muchacha de los ojos negros que también lo tenía enamorado. Había quedado con ella, fuera de las murallas de la ciudad vieja. Anduvo por las callejuelas con sus pensamientos puestos en su cuerpo y en sus ojos como pozos oscuros. Siguió en su camino, arrancado a su paso flores colgantes de los muros de las casas y antiguos conventos; cruzó la calle de las Damas, recordando su -44-
niñez miserable, luego quebró hacia el Palacio de la Inquisición en dirección al parque de Bolívar y siguió hasta que llegó a la Plaza de los Coches; saludó con la mirada al orgulloso de don Pedro de Heredia y, después de pasar por el Portal de los Dulces, salió hacia el mar pasando bajo la Torre del Reloj que parecía regalarle todo el tiempo de aquél día… Y allí, frente a los Pegasos que no paraban de mirar aquella beldad, estaba Isabel…, ¡su chica!. Cuando llegó a ella, la agarró de la mano como con miedo a que algo invisible se la quitara…, y se fueron los dos juntos a quemar la tarde hasta la llegada de la penumbra. Después, sin darse cuenta del tiempo, llegó la oscuridad con suaves soplos transportando a las brisas que refrescaron el ambiente; mientras la luz de la luna, que colgaba transparente de la bóveda como una gran moneda de plata, los saludó encubriéndolos en sus juegos amorosos con su ojo guiñado. Aquel día y aquella noche se los dedicó solo a ella. Pasearon por los sitios por donde pasean los enamorados, rumbearon durante horas donde rumbean las almas alegres y hablaron conversaciones de amor a las sombras de la muralla y de la noche… Por momentos, se olvidó de aquella mujer que decían era la muerte, mientras las horas discurrían pla-45-
cidas al lado de la joven con tanta vida. —Isabel…, ¿sabes niña…? —le dijo él— Yo te quiero aunque seas pobre, pero te prometo que conmigo nunca te faltará de nada… —¿Sabes mi amor…? —le contestó ella— Yo te quiero aunque seas rico…, y también te prometo que te querré siempre, hasta si Dios no quiera, te viera como esos pobres tirados por la calle y mendigando…, que yo estaría contigo. Sintió Arnaldo un nuevo y extraño placer al escuchar aquellas palabras tan sinceras, a la vez, que experimentó un tierno cariño por aquella joven que, no solo era de belleza enorme, sino que también tenía un interior tan blanco como la piel de la señora. Se puso a pensar que el dinero estaba bien; que daba lujos y placeres, pero que no se había dado cuenta hasta ese mismo momento de que hay mejores valores que el oro; que se puede ser feliz aún siendo pobre. Recordó sus años de niño al lado de la vieja negra que lo crió, entonces, se dijo que esa era su verdadera madre, y no la que había tenido en sus sueños de huérfano. Aquella noche cambió su vida. Arnaldo, en un ataque de practicidad y lógica, decidió vivir su vida al lado de su negra vieja y su chica. Dedicarse a la obra de su negocio de zapatos que -46-
ya empezaba a darle buenos frutos…, y divertirse y rumbear en los ratos libres. A vivir —o al menos intentarlo— con sus pensamientos libres. Se olvidó de la mujer de la piel pálida durante un tiempo, no sin preguntar de vez en cuando por su vida. —que la belleza no se puede borrar del todo de los pensamientos— Más, teniendo en cuenta que la criada iba un par de veces al mes por su tienda a comprar calzado para su señora. —lo que de paso le refrescaba la memoria—. Y cosa curiosa, ni tan siquiera comprobaba la medida, parecía como si supiera al milímetro la horma de su dueña. Un día le preguntó: —¿Cómo está tu señora…? —De viaje. —¿Lejos…? —Tan lejos que casi nadie vuelve. —¿Pero ella volverá…? —le preguntó intrigado. Tal vez pensando que ya no volvería de Europa, que es donde presumía Arnaldo que viviría la mujer. —Ella siempre vuelve… Y vuelve tan triste después -47-
de sus viajes, que yo intento hacerle la vida agradable llevándole lo casi único que a ella le gusta: los zapatos. —¡Tiene buen gusto…! —le replicó él. —¡Tiene tristeza…! —aclaró ella—, y se fue sin mediar más palabra, eso sí, pagando sin mirar el precio. Tal como hacía su dueña. Cuando salió la negra cargada de zapatos elegantes y de piel dócil, importados —esta vez, sí—, de los mejores zapateros del mundo, pensó Arnaldo que mejor que no volviera; que aquella señora le sorbía el seso cada vez que la veía; que ahora estaba enamorado de su chica y no necesitaba de más... Que sus tiempos de Casanova los había enterrado y solo una mujer era la suya. Esto le acabó provocando una cierta ruina. El negocio fue cayendo un poco al ir desapareciendo las compradoras. —No solo de zapatos, que también de favores. Aquellas señoras, que de señoras solo conservaban el nombre, pero que tenían acceso a la carteras llenas a rebosar de sus maridos. Para compensarlo, la negra le compraba tantos y tan caros, que apenas se resentía de las otras. Esto le proporcionaba a Arnaldo dos placeres: el placer de la plata de la señora…, y el placer de estar con la joya de -48-
su chica. Mejor no podía ser. Pasó otro poco del tiempo… Llegó un momento que en que la felicidad había apartado un poco de sus pensamientos a la mujer de piel pálida… Un día, vio llegar como una sombra clara, la de la señora. Se veía venir a lo lejos, con su imagen difuminada y con una aura como la de una Virgen. Venía acompañada a unos pasos detrás por su criada. Se aproximaban lentamente al establecimiento, a la misma vez que el corazón de Arnaldo bombeaba sangre con más potencia que una locomotora salvaje. Entró… Sin música alguna, las piernas de Arnaldo bailaban solas, mientras que el pecho le latía a ritmo de bombos y le salía hasta la misma calle. Intentó calmarse, sacó genio y orgullo…, y le preguntó: —¿Señora… que es de su vida? —sonrió la mujer al escuchar las palabras temblorosas del joven; lo miró con su mirada color de océanos y le contestó con cara -49-
de apatía: —¿Qué vida…? —¿Ya ha vuelto de Europa…? —Sí... —contestó la mujer— De Europa…, y de otros sitios. —¡Que suerte tiene usted…!. Algún día yo también veré Europa: Paris, Roma, Madrid… —Algún día espero no tener que verlas. —dijo la mujer. Arnaldo no entendía a aquella mujer. Al escucharla pensaba que detestaba lo que otros soñarían; pero también pensó, que tal vez, por ser aquella mujer una privilegiada, tenía la suerte de ser rica, de ver mundo…, ¡y decía que no quería verlo!. Lo que para casi cualquier conocido sería ilusión, el sueño de su vida, para aquella mujer solo era apatía… <<¡Cosas raras de ricos…!>> —pensó. La visita fue rápida. Como siempre, la mujer compró infinidad de buenos zapatos, y también como siempre, se ofreció Arnaldo a -50-
llevarlos a su casa y a ponerlos en los pies de aquella reina. Así es, que al día siguiente, a las diez en punto de la mañana, su dedo apretaba el pulsador del timbre carrillón que abría aquella puerta que daba al cielo. —Buenos días señor zapatero. —saludó con un tic irónico la criada. —Buenos días señorita. Estás muy bonita hoy. — respondió el zapatero que aún no había olvidado sus galanterías, lo que provocó que la sirvienta esbozara una suave sonrisa al escucharlo. Salió la señora y lo invitó a pasar al saloncito donde se veía el mar y que a su vez, contenía cientos, miles de zapatos. —¿Cómo está tu chica…? —fue lo primero que le preguntó. —Bien. Bien… —Es muy bonita…, mejor dicho, ¡es preciosa!. Tiene mucha vida…, y lo que es más importante: te quiere… ¡De verdad que te quiere…! Al salir aquellas palabras de sus labios, los ojos le brillaron a la mujer como lagunas al anochecer. Entonces se le deslizó una gota del lagrimal que rodó por su cara como un destello, pero enseguida desvió la -51-
mirada a otro sitio y levantó el pie con gesto de que empezara a probarle zapatos. Se los fue probando uno a uno, y uno a uno se ajustaban al pie como un molde. —Señora. Aparte de ser usted tan hermosa, es verdad que también es misteriosa. Nadie sabe de usted, nadie la conoce, solo su criada y yo…, o al menos eso parece. —se atrevió Arnaldo a comentarle. —Me conoce mucha gente. De todo el mundo. Pero casi nadie quiere trato conmigo. —No saben lo que pierden… ¡Yo sueño con verla!. —Gracias… —Por cierto…, ¿puedo decirle algo?. —Claro. ¿Acaso no estamos hablando?. —Cuando se fue, me dejó abatido, con el corazón roto…, entonces fui a preguntarle a un ciego… —Lo sé… —contestó ella serena; lo que le extrañó a él, ¿cómo diablos sabría ella que hablo con el viejo y negro ciego? —Me dijo que aquel día ví a la muerte… —Y es verdad… Me viste y me tocaste aquél día. -52-
Al escucharla, sintió como se le helaban las venas, como la cara de la mujer le pareció de frío mármol, y como había descubierto el misterio de aquella dama… Aunque no se lo creía, claro. —No se burle de mí, señora. ¿Cómo va a ser la muerte, si es usted la mujer más bella que vieron estos ojos y tiene la piel tersa como la de un niño de pecho… —Por eso mismo. Por que no envejezco. Y no creas que es agradable no envejecer nunca; que mi piel no sienta una arruga. Pero de nada me vale, hay cosas que no puedo conseguir: Me gustaría enamorar, envejecer, que mis huesos me dolieran y mis pies se cansaran…, tener hijos…, ¡dar vida en vez de quitarla…! ¡Y al final morir…! Pero no puedo; no puedo parar, debo andar siempre; por eso necesito los mejores zapatos. Mientras la mujer le hablaba, sentía Arnaldo como su corazón, caliente como la calle, se acercaba al de la mujer, frío como un glaciar, y que al acercarse, el suyo tan caliente y el de la mujer tan frío, dejaban caer gotas al suelo. Parecían lágrimas heladas… Con unas manos tan firmes como aceros, ella lo apartó y le dijo: —No te acerques. Me harás sufrir y tú morirás. -53-
¡Es mi sino…! —Pues no me importa si he de morir…, lléveme con usted señora… ¡Lléveme! —No debe ser… —¿Por qué…? —Porque tienes una larga vida por delante y una mujer que te quiere. Yo no tengo derecho a llevarte… —No me importa. Yo me iría con usted a donde sea… —Es lo que más deseo; sueño con que alguien me pida eso…, pero no debo… ¡Por favor, vete ya!. Se fue Arnaldo de la casa dejando su pecho dentro. Olvidando a todo y a todos; andando durante horas por las callejuelas y sin destino aparente. A final paró. Se sentó bajo las palmeras del Parque de Bolivar de espaldas a un fuente que rompía su catarata de agua al monumento, miró para atrás al sonido y vio al viejo que leía las manos. Le dijo: —Tenías razón viejo. Vengo de ver a la muerte. Esa mujer mata con su mirada igual que el sol al rocío. —¿Verdad que es bella? —le contestó preguntando -54-
y mirando con la vista perdida y ciega. —¡Bella es poco…, es hermosa! —Tienes suerte y a la vez desgracia —le dijo el viejo—. Quien la ve se queda prendado, se va y ya no vuelve. Algunos, muy pocos, la vieron y no se fueron… Yo fui uno de esos…, yo la vi al quedar ciego y desde entonces no quiero recuperar la vista…, así puedo verla. —¡Yo la quiero!. —le dijo Arnaldo apenado. —Sufrirás y la harás sufrir… ¡Ella es la muerte…!, pero no olvides, que también es mujer y tiene un corazón que sufre. Ni lo escuchaba… Arnaldo estaba tan enamorado de aquella mujer que se decía la muerte, tan deseoso de volver a verla, que se fue de aquel viejo sin oír más de sus palabras. No pudo pegar ojo en la noche, tampoco en el día siguiente. Así es, que con coraje de muchacho lleno de vida, enamorado hasta los huesos, decidió visitar de nuevo a la dama. Llegó tembloroso, helado; llamó a la puerta y no la abrieron, volvió a llamar, una y otra vez... Al final se abrió la blanca hoja de la puerta y apareció esta vez -55-
la señora como si lo estuviera esperando… Lo miró con mezcla de mirada de amor y pena; le dijo sin hablar que se fuera y él, también sin hablar, entró. —¡Quiero que me lleves contigo…! —le dijo. —No sabes lo que dices. Tus ojos solo ven, lo tú quieres ver…, ¡yo no soy la mujer de tu vida! —¡Pues si no eres tú…, no será otra!. La agarró de la muñeca que estaba helada como un carámbano, aguantó el frío en sus dedos y notó como enseguida se volvieron cálidos como una primavera, la estrujó contra él y notó como los dos corazones palpitaban juntos; la piel se le volvió sonrosada y cálida a la mujer, a la vez, que sus labios se volvieron grana, mientras que exhalaban fragancias de otro mundo… —Está bien…, ¡quédate! —le dijo rendida. —¡Para siempre…, me quedaré para siempre! Aquél día debió de durar semanas, meses, porque nunca se acababa. Aquel palacio de paredes casi transparentes y blancas, fue nido de amor insaciable, pero al final la mujer le dijo: —He pedido permiso y por una vez me lo han concedido, te enseñaré lo que sería tu vida a mi lado. -56-
Al día siguiente se fueron los dos de Cartagena, sin equipaje alguno. En cada sitio la señora tenía otros aposentos, a cada cual más lujoso; cada uno con una criada diferente: en Europa era blanca, en Asia era de piel pálida, en África negra como un carbón…, en cada sitio diferente. Durante un tiempo que transcurrió como un segundo, todo fue vivir en un mundo de lujo y placeres, en un continuado de sueños. Los días transcurrían como dulces ensoñamientos; las noches…, ¡hay las noches…! Las noches pasaban por delante de sus vidas como deslumbrantes y claros días. Sin la más mínima nube que enturbiara la claridad de su cielo. Todo era placer y dicha. A Arnaldo muy pronto se le olvidaron los comentarios en referencia a lo que decían que era aquella bella mujer, pero ella se lo recordó un día: —Sabes que soy la muerte, y que tengo que hacer mi trabajo —le dijo cuando menos lo esperaba— y quiero que me acompañes. Es duro, sé que sufrirás, pero quiero que veas lo que hago. Arnaldo creyó que despertaba de un hermoso sueño. -57-
Estaban entonces por Europa. En una ciudad inmensa que hablaban español y —sin saber como—, llegaron a un pasillo que parecía de hospital. La gente andaba sin prestarles la menor atención, deprisa. Empujó una puerta y apareció una cama de sábanas blancas; sobre ellas, una niña de cabeza rapada y ojos de color mar muy claro, tenía puesta la mirada en su pequeña muñeca que descansaba sobre su pecho; a su lado, una mujer dormitaba con un cuento sobre sus muslos: “Alicia en el país de las maravillas”. Al verla ante la puerta, la niña le lanzó la mejor de sus sonrisas. Después le preguntó: —¿Nos vamos…? —Si Alicia…, ya nos vamos. —Espera, que me despido de mi madre. —le dijo la niña. —No puedes. Ella está soñando contigo y no se debe despertar a nadie de los sueños. Pero no te preocupes, ya lo sabe. Salieron de la habitación con la niña agarrada de sus manos, alegre y dando saltitos por el pasillo…, había dejado atrás la cama y los tubos... -58-
Ya no los necesitaba. Corrían y corrían, los tres de la mano por los pasillos que brillaban como espejos al sol, al son de melodías que bajaban del cielo, gritando y saltando alegres por entre las gentes que parecían ignorarlos. Por un momento se olvidaron de todo y de todos. Iban los tres contentos, cuando sonó un grito ahogado en la habitación que dejaban atrás. Al escucharlo, la cara de la niña se olvidó de las risas y, mirando a la señora, esta se las devolvió: Le dijo que no era de su madre, que sería algún grito de alegría…, y se fueron los tres al país de Alicia. Siguieron corriendo por los caminos del cielo. Por entre las nubes, los rayos del sol y las escarchas que caían lentas y cálidas; sintiendo a sus cuerpos tan ligeros como las alas de un colibrí…, hasta que llegaron a un nuevo país. Al cruzar la frontera de aquél país —sin guardias ni barreras—, le entregó unos zapatos del color del cristal. Se los puso la niña dispuesta a andar por aquél paisaje de fantasía, y al hacerlo, el color de las mejillas se le volvieron tan rosadas como la más bonita de las rosas; los cabellos le crecieron en desordenadas madejas hasta la cintura, con un color parecido al del sol…, y llegaron cientos, miles de niños a recibirla... -59-
Y allí quedó, contenta y feliz en su nuevo país…, el de Alicia. Al día siguiente, viajando tal como viajan las estrellas fugaces, llegaron a un lugar caluroso. Y allí, otro niño; este, negro como una noche y delgado como un suspiro, dormitaba en el suelo sobre una manta roída y vieja. Sus ojos, entornados a la luz que se filtraba por entre las rendijas de barro y excrementos, que componían su choza, habían olvidado sus sueños de explorador de confines cercanos; mientras que su piel brillaba bañada por la humedad de constantes fiebres, a la vez que añoraba las frescas transparencias de ríos y lagos. Aún recordaba en su tierna piel, el calor húmedo de la selva y los aromas secos de la sabana en los interminables veranos; habían olvidado sus oídos el rugir de los leones y las risas de las hienas a la claridad de las noches de luna…, y en los pocos momentos, en que las moscas le olvidaban, volvían a su memoria las canciones de su madre que se adelantó al cielo…, tal vez, para no verlo morir. No sabía, si dormía o soñaba, cuando la mujer de la mirada clara se presentó a su vista… Al verla llegar, brillaron los dientes blancos e inma-60-
culados del crío al salirle la risa; le preguntó lo mismo y también se lo llevaron… Esta vez, era a una selva verde y frondosa. Era una inmensidad que no tenía final; llena de animales enormes y fieros, que al llegar el niño, a él se rindieron… Antes de despedirse, la mujer le entregó otros zapatos que se ajustaron a sus pies como un guante —y eso que nunca había usado ninguno—, e inmediatamente, se convirtieron en enormes botas de explorador que corrían como el viento. No solo, todo era verde y brillante, con ríos tan anchos como mares, además allí la comida abundaba... Siguieron con su trabajo… Al poco, de manera vertiginosa, se encontraban en una mansión casi tan lujosa como las de la señora. Una joven de cabello tan rubio como el sol y ojos de color verde trigal, yacía lánguida sobre sábanas de seda, mientras observaba como un hombre y una mujer discutían con un doctor sobre temas económicos. —Doctor —le decía uno al otro—, dígame cuanto cuesta curar a mi hija; que cueste lo que cueste, lo pagaremos. —No es cuestión de precio —contestó el que parecía médico—, es cuestión de Dios… -61-
La joven los seguía mirando de manera apática, inmersa en sus pensamientos y sin escuchar las palabras. También al verlos llegar, su rostro cambió: a partir de ese momento todo fue alegría en su cara. Dejaron discutiendo a sus padres con el doctor, y se fueron los tres riendo por los jardines inmensos de aquella mansión…, luego partieron a lugares limpios; después se fue la chica a Dios sabe donde… Al verla, pensó Arnaldo que tal vez partió a otro mundo de princesas; que aquél que dejaba, debía de ser muy aburrido, aunque también era todo lujo y confort… A esta no le entregó zapato alguno, que los tenía mejores que ella, pero algo le habría dicho al oído, que se fue como flotando y riendo rebosante de alegría... Así pasaba siempre… Todos partían contentos y felices a lugares de cuento de hadas; a cumplir cada uno sus anhelos, ilusiones y cosas de sus sueños… Niños, jóvenes, viejos… ¡Todos se iban felices a su lado…! A cada momento visitaban gente que alegraban su rostro al verlos, como si ellos fueran sus esperanzas. Cuando ella se los llevaba, todos partían con sus zapatos nuevos para andar por donde quisieran; a piso-62-
tear pesadillas y andar por lugares plácidos. Y lo hacían contentos: los niños a sus fantasías; los jóvenes a sus aventuras; los viejos corrían hacia el pasado ágiles como gacelas, a la vez que sus rostros rejuvenecían; ¿entonces, por qué la mujer llevaba aquella cara siempre llena de tristeza? —Paremos un poco… —le dijo la mujer sentada en algo parecido a una nube alejada de todo. Se quedaron un rato solos. Descansando un poco de tanto ajetreo. Ella perdió su mirada y se quedó triste, entonces, al ver su expresión, le preguntó Arnaldo: —¿Porqué estás triste?. ¿Si esto es la muerte…? ¡Todos se fueron contentos…!. Ella, levantó la mirada como un mar a un nuevo día…, y le contestó abatida: —¿Y los que quedaron…? ¿Y la madre de Alicia…? ¿Y los padres, que ya no podrán estrechar entre sus brazos a sus hijos...? ¿Y los huérfanos, que ya no tendrán sueños de niños y sí de pesadillas…? ¡Esos son los verdaderos muertos…! Los otros solo cambian de vida. Empezó a comprenderlo. -63-
La muerte no sufría por los que se llevaba, que siempre partían a una mejor vida; sufría por los que quedaban y que la odiarían para siempre…, ¿cómo si ella tuviera la culpa? Y no la tenía, pero sí que la sufría. —Ven, quiero que vayamos al último. Si después te quieres quedar conmigo, yo seré la mujer más feliz del cielo. —le propuso. En unos segundos estaban pisando la alfombre verde de un cementerio. Un gran hoyo de tierra roja esperaba a un ataúd repleto de flores. Se acercaron. Allí estaba la vieja negra que lo había criado, el ciego que lo había compadecido, el niño que él mismo fue un día…, todos los conocidos y todos derramando lagrimas. Pero había una muchacha más desconsolada que nadie: su chica. La misma que le había prometido quererlo siempre, con dinero o pobre…, ¡pero siempre!. Se acercó a ella y le puso la mano al hombro. Isabel giró la mirada hacia él y volvió otra vez su cabeza, como si no lo hubiera visto; entonces vio Arnaldo como su amante tenía los ojos igual que carbones brillantes y mojados —porque en realidad no lo veía—, volvió a mirar la chica al ataúd y pidió que lo abrieran. Lo abrieron y la muchacha besó desconsoladamente al muerto, que estaba frío como un -64-
carámbano... Y al hacerlo, Arnaldo sintió los besos en su rostro, cálidos y salados, como si él los recibiera… Sintió mucha pena al verla y pensó que había pasado el tiempo, que tal vez, habría rehecho la vida con otro. Experimentó una sensación de celos, pero le confortó pensar… ¡Que también debió de quererlo mucho. Se acercó un poco más al grupo, y al levantar la joven su cabeza para que pudieran cerrar la caja, vio asombrado su mismo rostro en el difunto sobre el que se estrellaban las lagrimas de quien lo quería. Retrocedió unos pasos, asustado. —¿Ves…? —le dijo la mujer—, no sufre quien se va, sino quien queda con el corazón roto como un espejo al estrellarle una piedra…, hecho añicos…, y que ya no tendrá remedio. Como le queda a esa pobre que tanto te quiere. Se fueron sin mirar atrás. Volvieron otra vez los dos a la mansión. Muy tristes. Aquella noche ni hablaron. -65-
Los dos estaban apesadumbrados y sus labios no dejaban salir a las palabras. La casa parecía helada a pesar del calor de la calle…, y la mujer estaba con la vista perdida. Pasó lentamente la noche. Al día siguiente, le dijo Arnaldo a Esperanza que se iba a ver a su vieja, a decirle que no había muerto; y a su chica, para que no llorara su pérdida…, a saludar a los que aún le apreciaban… Que no podía soportar recordarlos con tanta tristeza. La mujer accedió. Salió Arnaldo de aquella casa casi deprisa, pero paró un momento y besó a la mujer que tenía el rostro más cálido que nunca. De sus labios de carmín, pintados con la sangre de pasión retenida, parecían fluir palabras, aún estando cerrados…, y aunque él no lo vio, le brotaba en la piel a la mujer la calidez del amor y la añoranza, mientras las mejillas sonrosadas como las de una niña, le brillaban. —Mañana volveré… —le dijo Arnaldo. —¡No. Sé que no volverás…! —le respondió ella— Y mejor para ti que no vuelvas…, ahí fuera te espera -66-
quien te quiere. ¡La vida…! Aquí solo vive la muerte… ¡Que también te quiere…! Salió Arnaldo a la calle que le recibió con una brisa calida… Se cerró la blanca puerta, y detrás de la puerta, quedó apoyada Esperanza con destellos de hielo en su cara… Quedo la mujer otra vez con gesto triste, tal y como Arnaldo la había conocido. Con la mirada azul como el cielo y unas lágrimas corriendo por sus mejillas… …¡Heladas! Ella sabía que se despedía para siempre…, y pensó: ¿en cuanto tardarían en ser otra vez sus noches cálidas?. ¿Si tal vez, por ser recolectora de almas, no tenía derecho a desear lo que significaba su propio nombre de Esperanza…?, ¡la vida!. Entonces —tal vez para consolarse—, se dijo para sus adentros: <<¡yo te esperaré siempre, tengo todo el tiempo del cielo…, y siempre en otra vida…, no es mucho tiempo!.>> Se cerró la puerta blanca y quedaron cada uno a un lado. Sin volver la mirada, Arnaldo se fue corriendo calle -67-
adelante, mezclado con el bullicio y el calor del ambiente a reencontrase con su chica; la muerte quedó dentro, triste, otra vez desolada…, como siempre…, viendo como se le iba su vida…, ¡enamorada…! Soñando, que tal vez, al cabo de los años, o siglos…., viniera a buscarla…, ¡otra muerte! Así fue… En una ciudad, de cuenta cuentos, hay infinidad de versiones sobre Arnaldo. Seguramente la mayoría inventadas… Pero a mí me gustó esta. Dicen, los que dicen, que lo conocieron, que Arnaldo se hizo viejo en su zapatería y con su mujer; que vivieron queriéndose muchos años…, aunque alguna vez, cuando le volvía la tristeza y cerraba sus ojos, aquella mujer, la de la piel de escarcha y ojos color del cielo, lo visitaba en sus pensamientos recordándole con una triste sonrisa…, que lo esperaba. Que cuando le llegara el momento, ella le acompañaría a pasear por los sitios más placenteros y hermosos con sus mejores zapatos…, y que a partir de aquél día, Arnaldo decía a quien le preguntaba, que no temía la llegada de la muerte; más bien al contrario…, que soñaba con verla cuando se acabaran su tiempo… -68-
¡Pero que no tenía prisa….! También decían, que a partir de aquél día, cuando Arnaldo andaba por las calles de Cartagena, no había niño descalzo que él viera y no lo llevara a su casa y lo calzara. Nunca se hizo rico…, pero tampoco pobre; y lo que fue más importante, su vida fue una vida buena; tenía una buena mujer…, y otra que lo esperaba pacientemente… ¡La que le dijo que era la muerte…!. Conclusión: Como dije al principio, hay lugares que arrastran tanta belleza e historia…, ¡que hasta a la muerte enamora!. Así es Cartagena… Supongo que todo lo aquí reflejado, será pura fantasía. Que nadie ha visto a la muerte, la ha tocado, ni —mucho menos— ha vivido para contarlo; aunque a veces he pensado que la muerte no será horrenda, que tal vez será de blanca belleza y con alma de mujer; pero os aseguro, que andando por las estrechas y coloridas calles llenas de misterio y flores, de Cartagena de -69-
Indias, no se le tiene miedo…, ¡ni a la muerte!. Por los demás, y como escribió mi casi paisano don Pedro Antonio de Alarcón —que parece ser, también dialogó alguna vez con esa señora—, solo puedo deciros que yo puedo terminar este cuento del propio modo que terminan las viejas todos los suyos: diciendo que fui, la vi, me enamoré de esa ciudad, vine…, y no me dieron nada. …¡O todo…! Zújar y Badalona, 2.010
© Antonio Medina Guevara © Editorial Pelícano (2.011-2.013) Una mujer llamada Muerte Antonio Medina Guevara
Made in the USA Lexington, KY 26 March 2.011
Isabel y Fernando Antonio Medina Guevara
*** Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopiado, sin autorización escrita de los titulares del copyright.
Titulo: Isabel y Fernando © Antonio Medina Guevara © Editorial Atlantis (2.011 - 2.013)
Isabel y Fernando ( Un cuento romรกntico del Nuevo Mundo )
Antonio Medina Guevara
Se dice que …
Isabel era la flor más bella de todo el imperio incaico. El último beso (Cuento romántico de conquistadores) La habían bautizado con ese nombre, en honor a la que fue reina del Nuevo Imperio: Isabel de Castilla; aunque sin olvidar el suyo propio de Huiracocha; princesa destronada por la que suspiraban a la par, incas y españoles y por la que corría al igual por sus venas, sangre mezcla de inca y español. Huiracocha —que en quechua significa espuma de mar—, era el nombre, que le había dado su padre al nacer y contemplar, como su cuerpo, era tan delicado como una suave ola blanca. -83-
Nadie dudaba, al verla y al sentirla, que el Dios del sol la alumbraba con su calidez hasta en las noches más negras… Era, como un blanco lirio perfumado con el aroma de los campos, que el sentimiento del amor hacía vibrar. Alimentaba a la belleza con su presencia, como la lluvia lo hace a la sabia, o las estrellas a la noche…, y los sonidos que exhalaba, eran tiernos como el quejido de la alondra. Tenía algo más de quince años y su corazón no podía dejar de latir ante la presencia de la imagen del hombre de su alma. ¡Quince años y no amar, es imposible…! A esa edad, el amor es para el alma, lo que el rayo de sol primaveral para los campos. Sus labios tenían todo el rojo del carmín de la sangre, el coral…, y el aroma de la violeta. Eran como una suave línea encarnada sobre el terciopelo de una margarita, mientras que las leves tintas de la inocencia y el pudor, coloraban su rostro como el crepúsculo a la nieve de las cordilleras. Las madejas de cabello, que caían en gracioso desorden sobre el armiño de su torneada espalda, imitaban a los hilos de oro que el padre de los incas derramaba por el espacio de una mañana de primavera. Su acento era amoroso y sentido como el -84-
eco de la quena (1). Su sonrisa tenía todo el encanto de la esposa del cantar de los cantares y toda la sencillez de esa plegaria. Si se podía saber por donde había pasado, no era por la huella que su planta breve grabaría sobre la tierra, sino por el perfume de angelical pureza que dejaba tras de sí. Todo en ella era castidad…, todo era grandeza. El imperio gemía bajo las garras del león de Castilla… Sus vestiduras de armiño, se habían tintado con los mares de sangre de los hijos del Sol… ¡Conquistadores…! Los que proclamaban el Cristianismo y con él, la paz y la libertad, ¿acaso necesitaban campos sembrados de cadáveres, para erigir sobre ellos sus templos?…, ¿acaso, la riqueza del hombre, está en lo que desea y no en lo que tiene…? Pero su obra era maldecida por el eterno Justiciero y se desmoronaban sus cielos como las torres de Sodoma ante la ira de Dios. El sol de la libertad debió radiar a través de las tinieblas de tres siglos, pues allí, como inmortales testigos, quedaban los nombres de Junín y Ayacucho. ¡Su patria…! -85-
¡Cuanta magia se encontraba encerrada en aquella palabra!. Era la estrella que guiaba al peregrino y lo liberaba de caer en las infames garras de los conquistadores… Era una tarde de Mayo de 1566. La luz crepuscular vertía su indeciso resplandor sobre la llanura, que derramaba reflejos de iris complaciendo a los sentidos. El sol, desciñéndose de su corona de topacios, iba a acostarse en el lecho de espumas que le brinda el inmenso océano. La creación en ese instante era una lira que lanzaba débiles sonidos. Era lascivo céfiro que pasaba dando un beso al jazminero; la hoja que caía movida por las alas del pintado colibrí; el turpial que en la copa de un álamo entonaba una canción…, aunque tal vez, de agonía… Mientras el sol se hundía muy lentamente inflamado como una hoguera en el horizonte... Todo era bello en la última hora de la tarde; todo ser y toda cosa, se elevaba como suave bruma, empujada por las brisas de soplos de ángeles hacia el Creador. <<¡Qué grato que es en estos instantes, hablar de amor con la persona que ocupa todo tu pecho…! -86-
—decía para sus adentros un español—. ¡Cuanta magia tiene para el corazón del hombre las palabras de la mujer querida!. ¡Oír, el blando murmurar del pequeño arroyo que se desliza como riachuelos de sangre cristalina; sentir que orea nuestras sienes el aroma cargado del perfume que exhala la flor de los limoneros y los juncales; y en medio de este concierto de la naturaleza, beber el amor del alma en los labios, en las pupilas de la hermosura idolatrada…, es gozar la dicha del paraíso…!>> ¡…Es vivir! Fernando estrechaba entre sus manos las de Isabel. Él, tenía fijos en los de ella sus ojos, porque de los ojos de ella recibía la vida de su espíritu. Se amaban con profunda ternura, desde siempre; como dos flores nacidas del mismo tallo, como dos cisnes, que juntos, aprendieron a rizar el cristal del lago. Isabel y Fernando, con la ironía de llevar sobre ellos los mismos nombres de los reyes que crearon el Imperio, estaban sentados bajo la sombra de un palmero. Hablaban en ese momento el lenguaje de la pasión. La naturaleza entera les sonreía y les hablaba del amor. El hermoso cielo de la nueva patria, cuanto su mirada alcanzaba, tenía para ellos una poesía indefinible. -87-
¡Grandiosa…! La pálida luna, que salía en esos momentos a peregrinar por las noches de estrellas, al oírlos, olvidándose de su viaje a donde moría la aurora, estuvo vagando toda la noche por los interminables cielos. La flora blanca, se tintó de carmín y brilló con el color de la sangre al atardecer, mientras que desplegando sus pétalos al aire fresco, lloró con lágrimas de rocío; un pájaro, que cantaba a la despedida del día, también al escucharlos, se estremeció en éxtasis desplegando sus alas a la brisa que pasaba besando a los cuerpos. Su pico ya no cantaba; emitía sonidos orquestados por el Dios del amor y que, desde su alma más profunda, llegarían al cielo; mientras que fugaces estrellas, paraban en su camino a contemplarlos. El eco de sus palabras, limpio como el corazón de un niño de pecho, fue llevando por el aire hasta la caverna oscura de las colinas…, y despertó de sus sueños a los pastores. Fue flotando entre los cañaverales del río y ellos hicieron llegar su mensaje al mar. Pero, no profanemos el sentimiento copiando las palabras que brotarían de esas dos almas enamoradas. Fernando, un mancebo de poco más de dieciocho años, de apuesto talle y de gentil semblante; era el hijo -88-
bastardo de un conquistador, que murió atravesado su pecho por una espada desconocida y cobarde, quebrando así su afán por impedir muertes injustas a los indios; pero que en realidad no era mas que un instrumento para el logro de miras más ambiciosas. El tiempo estaba parado con toda su belleza en aquél lugar…, como temiendo que una suave brisa, fuera el preludió de un dañino huracán… En el fondo del jardín, apareció la imagen de un anciano envuelto en una larga y grisácea túnica de lino. Su cintura, sujeta por cordeles trenzados, dejaba entrever el paso de los años… Llegaba con pesados andares, en los que el peso de sus años, era más liviano que el pesar de su alma. Él, que solo escuchaba las imaginarias palabras de un Cristo clavado a una cruz; casi desnudo…, y ahora solo llegaban a sus oídos los truenos dorados de la codicia. El anciano era pobre; como lo fue su Maestro…, y también veía, como los mercaderes, no solo se adueñaban de las tierras, sino también de las personas y los templos… ¡Por eso le pesaba tanto el alma…! Sus canosos cabellos caían como hebras de plata so-89-
bre un rostro que respiraba bondad; al verlos, su mirada se detuvo en la de los dos amantes con aire de cariñosa protección. Este anciano era el sacerdote del fuerte. —¡Padre…, ven…! —le grita el joven Fernando. Llegó el anciano a su lado y le rogó el mancebo: —Bendíceme, como bendijiste a mi padre al partir a la aventura de esta nueva tierra. Bendice también a la mujer que amo y dámela por esposa. Y los dos jóvenes se arrodillaron ante el sacerdote, por cuyas rugosas mejillas rodó una lágrima. —¿Vosotros así lo queréis…? ¡Pues sea!... El viejo siguió con el ritual… —Una misma estrella os alumbra…, por lo que yo, en nombre del Creador, bendigo vuestro amor, que es puro como el agua de estos ríos y la brisa que nos acaricia. Hijos míos… ¡Ojalá que el destino os sonría…! Y el anciano se alejó exclamando: —¡Hay de ti, Hijo del cielo…! 90-
¡Hay de tu pueblo,
que busca las riquezas que solo valen para comprar la noche y olvida al amor que de la claridad nos regala todo…! Se quedaron solos los amantes. Entonces le dijo al oído el muchacho a su ya esposa: —Si tu me amas, niña mía... El destino nos ofrecerá sendas repletas de flores; agua para saciar nuestra sed y alimentos para nuestros hijos… —¡Hasta la muerte…! —respondió la joven. Esta escena la observó contrariado el capitán del lugar: Don García de Peralta. Aunque Don García de Peralta no formó parte de los trece aventureros que secundaron a Pizarro, cuando este, en la isla del Gallo, después de trazar una línea con su espada, dijo: “Síganme los que aman la gloria”, merecía el cariño y el aprecio del comandante conquistador, quien en los combates vio a Peralta en los sitios donde más recio se batía el combate. Con un alma de hierro incrustada en un cuerpo de acero, las pasiones del soldado debían ser indomables y frenéticas como un torrente que se desborda. Hombres organizados así, no pueden comprender esos sentimientos dulces —a la par que poéticos—, que for-91-
man para los otros mortales la epopeya de la felicidad sobre la tierra. Don García vio a Isabel y también la amó. Diremos mejor: Ansió poseerla. Porque el amor no es el deseo de ser dueño de todo lo que Dios ha formado bello, sino el anhelo de confundir nuestro ser en otro ser que aliente en la misma atmósfera de misteriosa vaguedad que nosotros. Es una hoguera respecto de la cual cada palabra, cada sonrisa, cada mirada, es como una tea o un esparto lanzado a ella. En el sentimiento de Don García por Isabel, en nada participaba el amor que pretendía pintar. La belleza de la joven hablaba a sus sentidos y había jurado gozar de sus encantos; no entendía sentimientos, solo de lujuria incontrolable. Se buscó una mentira de traición de Fernando a su rey. Por la cresta de un cerro aparecieron Don García y seis soldados que, con el resplandor de sus armaduras, mandaban a los amantes rayos de infortunio. Isabel palideció al ver su amenazador aire de triunfo. El soldado, hijo de otro valiente, que era Fernando, fue se-92-
parado violentamente de los brazos de su amada, fue cargado de hierro y llevado sin contemplación alguna por los otros españoles. Don García miró con sarcástica sonrisa a la joven, la tomó bruscamente del brazo y, obligándola a seguirlo, le dijo: —Ahora nadie puede salvarte... fuerza serás mía!
¡De agrado o a la
Fernando estaba reclinado sobre el banco de piedra de su oscuro calabozo. Sus párpados caían con melancólica suavidad, y una lágrima, transparente como una gota de rocío, se detuvo en su cara. ¿Soñaba, o meditaba…? Su espíritu estaba entregado a una vaga absorción que solemos experimentar en la vigilia. Sus labios se movían como si quisieran dar paso a las palabras. Vino a su memoria, una y otra vez: la imagen de Isabel… La veía reflejada en todos los rincones de la lúgubre habitación; sobre las húmedas piedras tintadas de noche, flotando en aura sobre la nada… De pronto, se abrió la puerta de la prisión y se precipitó en ella una mujer. -93-
—¡Isabel…! —exclamó el prisionero estrechándola contra su pecho. —¡Aparta..., aparta tus labios, porque mis besos dan la muerte…!, Yo he jurado morir digna de ti… ¡Y así moriré…! —¿Por qué hablas de morir, niña de ojos de mar…?. ¡Háblame de amor, no me hables de muerte…! Tus flotantes ropas vierten el perfume más voluptuoso que el tilo y el tamarindo de estas montañas... —¡Esposo mío…! He conseguido venir a expirar en tus brazos... Desfallecida, iba a sucumbir sin vengarme, estrechada por ese asesino... Pero recordé que en un anillo llevaba el veneno con el que confeccionan sus armas los indios de Cajamarca... y lo apliqué a mis labios... Soy tuya le dije a don García, pero cuando hayas firmado una orden de liberación para mi esposo. El infame firmó una orden para que los carceleros no me estorbasen la entrada, y como un tigre famélico se abalanzó a mí... ¡Insensato! ¿No es cierto? Creyó que mis besos de fuego eran un arrebato de placer... Pensó que yo mordía sus labios porque el deleite me embriagaba... ¡Necio mil veces!... Al separarse de mí iba camino del infierno. ¡Él ya será cadáver…! —¡No puede ser verdad lo que me dices…! ¡Tu razón se extravía!. -94-
—Yo soy impura…, y tú me rechazarás... Ya no puedo pertenecerte..., debo morir... ¡Perdóname Fernando…! —¿Perdonarte…? ¿Qué he de perdonarte? Sin ti, niña mía, ¿para qué anhelar la vida? ... ¡Dame un beso!... La muerte será dulce si la recibo de tus labios... ¡Qué importa, si tu cuerpo ha sido profanado por las manos de una bestia, si tu alma es tan pura como es de limpio el firmamento?. Y los dos amantes se oprimieron con frenético arrebato, a la vez que, una nube del amor, veló sus pupilas y las fibras de sus pechos palpitaron con violencia mientras el eco sepulcral del calabozo repitió, suave y fatigosamente, estas palabras: —¡Fernando…, ¡esposo mío! —¡Isabel…! ¡esposa mía! Las sombras del infortunio pasearon aquél día por el fuerte de los españoles… Unas pocas horas después, los carceleros comunicaban a Hernando de Soto, el comandante del fuerte, que el prisionero y su esposa habían sido encontrados muertos en el calabozo…, mientras que un fraile, lloraba amarga y silenciosamente, ante una cruz desnuda…
(1) Quena = Flauta que usan los indios en sus cánticos y danzas.
© Antonio Medina Guevara © Editorial Atlantis (2.011 - 2.013)
El nogal y la fuente de las Doncellas Antonio Medina Guevara
El nogal y la fuente de las Doncellas ( Cuentos de Zújar )
Antonio Medina Guevara
Dedicado a mi hijo Carlos… Que de niño hacía “excursiones” a la Fuente de las Doncellas.
En los recuerdos de mi niñez, queda viva la imagen de un árbol, tan gigante, que casi tocaba al cielo. Era un nogal al que me gustaba acercarme cada vez que andaba por allí; sobre todo en verano para poder sentir el frescor de sus sombras. Parecía mágico. Una noche de verano, una de esas noches, que siendo la costumbre tan antigua, de contar historias, los mayores nos contaban cuentos, mis orejas escucharon este: El nogal y la fuente de las Doncellas Hace ya muchos años, cuando era niño, a veces iba un zagal con su padre a un bancal muy cercano a la -103-
Fuente Grande. Estaba en medio de la vega y casi lindante a la acequia que discurre desde la fuente moruna y que pasa por la falda del cerro a regar las frondosidades del campo; allí había un nogal de tamaño descomunal, tanto, que su copa parecía tocar el cielo. Se veía desde todas partes. Aquél árbol que había allí, era tan grande, que costaba subir hasta su primer rellano leñoso. Y cuando llegaba el calor, daba tanta sombra, que la luz solar debía esperar para llegar al suelo hasta la llegada del invierno, cuando los tallos y ramas estaban peladas esperando otra vez la llegada del buen tiempo. Al niño le parecía tan grande y a la vez tan mágico, que a pesar de mucho costarle, en cuanto podía subía a su frondosidad y se perdía entre los brazos de su cuerpo tan verde. Tenía el árbol brazos de gigantes y recovecos entre sus ramas que hacían perderse, pero que incitaban al disfrute de la vista y al frescor de las brisas en los días de estío. Por su bello aspecto y anchísima copa, aquél nogal era la imagen del cielo protegiendo a la tierra; también por su larga vida —que se le suponía tal vez de siglos— , simbolizaba la inmortalidad. Los días de negras tormentas su cuerpo se tragaba los rayos como suspiros, mientras que en los días de ca-104-
lor, era el descanso miles de pájaros y de algún agricultor deseoso de sus sombras. Un día subió el zagal al primer cruce de ramas del cuerpo del nogal, se recostó al frescor observando a poca distancia el piar de unos pajarillos ruidosos que llamaban sin cesar a su alimento, pero que al verlo a él subido, su madre no se acercaba al nido. Entonces se pasó el niño al otro lado del tronco central y el ave se apresuró a entregarles los insectos que portaba en su pico. —Eso está bien…, no hay que molestar a los pájaros… —oyó una voz tranquila a su lado. Al escuchar aquellas palabras, casi se desprende de la rama y se estrella al suelo. —No te asustes. —le dijo un viejo de raro vestido que estaba subido a una rama cercana. Después del susto que casi le hace besar al suelo y de ordenarle a sus venas que se callaran, se fijó en aquel viejo de apariencia tan frágil y rara vestimenta, preguntándose como habría podido subir allí. Pero el viejo se acercó a él con tanta seguridad y rapidez, que más bien parecía un gato. —¿Quién eres…? —le preguntó. -105-
—Yo… —Fue lo único que salió de los labios del zagal. —Ya sé, que eres tú…, ¿te pregunto como te llamas?. Con el susto contenido, le dijo su nombre y el de su padre que laboraba a poca distancia; el viejo le respondió con el suyo: Farid. Le solicitó el zagal que se lo repitiera, que aquél era un nombre raro que nunca había escuchado; él le repitió: —Me llaman Farid. Ahora no se escucha por aquí ese nombre, pero hubo un tiempo en que era tan corriente en este pueblo como el agua de esa fuente — dijo señalando a la balsa de la Fuente Grande. Le dio tranquilidad el viejo y en seguida le gustó oírle las palabras. Siguieron un rato hablando de cosas —aunque la verdad es que solo el viejo hablaba— y le preguntó al niño, si sabía la historia de aquél nogal que se suponía centenario. Le dijo que no; que nadie se lo había contado y que suponía que sería como la de todos los árboles: que primero alguien los planta…, y después, crecen y crecen. —Te la voy a contar… —le dijo el viejo mientras se -106-
recostaba sobre el inmenso tronco—: Hace muchísimos años, en este árbol descansaban los que pasaban en busca de personas desaparecidas... Era parada obligada. —¿Es un cuento…? —le preguntó el chico. —¡Yo te lo cuento…, tu verás!. —respondió el anciano. Se calló el zagal, le intrigaba lo que saldría por la boca del viejo. —Un día —siguió contando—, llegó un joven a lomos de su caballo que corría como el viento y era de belleza damascena. De color negro como una noche sin luna, y elegante como la más elegante de las bellezas peregrinas. Llegó diciendo que venía de muy lejos; preguntó por las piedras invisibles, por el pájaro que escribía, el árbol que hablaba y por la fuente que le decían: “la de las Doncellas“. Le preguntó el viejo del nogal el motivo de su búsqueda… —Si acaso sería en busca de tesoros ocultos de los que dicen está repleto el cerro—, entonces, después del segundo susto —ya que también le preguntó el árbol—, le dijo que sí, que era su tesoro que le había robado un moro malo, que le dijeron que todo eso debía de hacer para recuperarlo; que su tesoro se llamaba Isabela, que era su doncella y la sabía cautiva de un embrujo en esa fuente. -107-
Después de descansar en las sombras y de no poder disuadirle, metió el viejo la mano en una talega y le entregó una bola de granito marrón. Se la ofreció diciéndole: —Ella te conducirá donde tiene que conducirte. Monta en ese precioso caballo y arrójala al camino delante de ti. Rodará y tú la seguirás hasta el paraje en que se pare. Entonces echarás pie a tierra y atarás el caballo a esa bola, que el animal no se moverá del sitio en que lo dejes hasta tu vuelta. El zagal no se lo creía, pero el cuenta cuentos lo hablaba con tal gusto, que sus oídos también gustaban de escucharlo. Siguió: —Treparás a esa montaña donde suben sus devotos a tu Virgen y, cuya cima, se divisa desde aquí. A tu paso, verás por todas partes piedras y oirás voces que no son de los torrentes, ni de los vientos en los abismos, sino voces de las piedras invisibles. Te gritarán palabras que hielan la sangre de los hombres, pero no las escuches… Porque si vuelves la cabeza para mirar detrás de ti mientras te llaman, ya sea lejos que cerca, en el mismo instante, te convertirás en una piedra semejante a las de esa montaña; pero si resistes a esas llamadas y llegas a la cima, encontrarás allí una ermita de cristianos y al pájaro que escribe. Él te indicará donde está el otro árbol que habla. Entonces le dirás: “la Virgen de la Cabeza esté contigo Babul Hazar… -108-
¿Dónde está el chaparro que habla, para que me diga el camino a la fuente de las Doncellas…?” Tras darle esta explicación, el árbol en que estaban montados lanzó un suspiro... Y nada más. —¿Nada más…? —le preguntó aún más intrigado. Nada más dijo el árbol, que ya lo tenía todo dicho. Pero sí siguió hablando el viejo: —El joven se apresuró a montar en su corcel. Antes lanzó la bola con todas sus fuerzas y la bola, rodó, rodó y rodó… Y el caballo negro, que era un relámpago entre los corredores, le costaba trabajo seguirla por entre las breñas que franqueaba, las zanjas que saltaba y los obstáculos que salvaba. Y continuó rodando así, con una velocidad no interrumpida, hasta que tropezó con los primeros peñascos al acabar el llano de Catín. Solo entonces se detuvo. El muchacho, se apeó del caballo y enrollo la brida a la bola quedando el caballo tan quieto como una estatua. Enseguida empezó a trepar la montaña con impetuosa rapidez. En un principio no oyó nada, solo las suaves brisas que viajaban impregnadas de lavanda y romero, pero a medida que iba subiendo, veía cubrirse todo de bloques de piedra que parecían figuras -109-
humanas. —no sabía que eran otros como él que habían pasado y mirado hacia atrás—. De pronto se dejó oír entre las rocas un grito que sonaba a trueno; que jamás en su vida nadie había oído…, y fue seguido de otro y otro, y otros… Aquellos gritos nada tenían de humano. Parecían aullidos de vientos salvajes en un día de tempestad; pero eran gritos de vientos de soledad, de los abismos…, ¡gritos de invisibles!. Y se decían los unos a los otros: “¡Detenedle!, ¡matadle!, ¡empujadle al fondo…!” Y otros se burlaban: “¿Qué, valiente?, ¡ven si tienes valor…, ven…!” El muchacho continuó subiendo sin hacerles caso, sin dejarse engañar por aquellas voces que parecían salir de un infierno, tan terribles que parecían llamarlo con su aliento… Pero el joven tuvo una vacilación y, olvidando lo que le había advertido el viejo del nogal, miró para atrás…, y quedó convertido en granito. Lo mismo que su caballo. Se quedó el zagal como estaba: subido al nogal y con los hombros encogidos. No lo entendía; entonces siguió el viejo contado la historia: —Pero al cabo del tiempo pasó a suceder lo mismo. El mismo caso, el mismo árbol, otro joven que venía a buscar al que quedó petrificado… Llegó el nuevo joven al nogal y encontró al mismo viejo a su sombra; después de preguntarle, este le informó de lo sucedido y le dio las mismas advertencias: le dijo que no lo inten-110-
intentara, que nadie lo había conseguido jamás. Pero el nuevo joven, hermano del anterior y también valeroso, olvidando la disuasión del viejo, partió como el otro a lo más alto del cerro. Siguió escalando peñas… A su paso le salían las voces y los vientos tormentosos, aullidos que helaban la sangre, pero este no respondió a las injurias ni miró atrás a los llamamientos —sabía que eran su perdición—, pero cuando llegando casi al final, oyó la voz de su hermano que le decía: “¡Hermano mío, hermano mío…, socórreme…!”. Volvió la mirada y también quedó petrificado… El tercero de los hermanos, que era su hermana y mujer de valor incalculable, al ver los resultados quiso ella seguir los pasos de sus otros hermanos. Ni que decir que intentaron todos disuadirla, que no era empresa para mujeres, pero no la convencieron. Llegó también al nogal y todo fue igual. Cuando hubo llegado a las primeras rocas, echando pie al suelo, avanzó la joven hacia la cumbre del cerro. A su paso no quiso escuchar a nadie ni a nada —antes se había taponado los oídos— y subió sin detenerse; subió ágil, aún cuando era más débil y delicada que un hombre, pero a cambio le sobraba arrojo y valor. -111-
Llegó a la cima y se encontró una pequeña figura de Virgen cristiana con un niño en su brazo —pero que todos decían ser muy grande en milagros—, a su lado estaba un pájaro escribano y un chaparro parlante; le hizo reverencia a la Imagen y le preguntó al árbol que le devolvió al pájaro escribano. Pidió al pájaro que le describiera donde estaban sus hermanos y la fuente. El pájaro le dibujo un camino y le indicó con sus alas el destino. Entonces la joven, emocionada ante la Virgen y pensando que pronto los encontraría, besó a los pies de la figura y dos piedras se convirtieron en sus hermanos, otras dos, en sus caballos. Al verlos a salvo, una lágrima se estrelló sobre el mantón de la pequeña Imagen que era de alegría y agradecimiento al mismo tiempo. La Virgen, a su vez también se emocionó al ver la alegría de todos y otra lágrima transparente salió de su cara; esta llegó hasta el suelo, siguió como el agua cristalina de una fuente monte abajo y su erosión creó una acequia; los tres la siguieron a su destino por la vega. Se paró el agua a unos metros de donde sonaba el murmullo de un caño, en una erilla cercana; se acercaron y vieron como la fuente estaba repleta de bellas doncellas que al verlos llegar, una gritó con voz de alegría: ¡Aquí…, aquí…! Todo fue algarabía y emoción. Se abrazaron todos y después partieron a su tierra: -112-
los hermanos, la doncella cautiva de la fuente, las otras doncellas… Aquello transcendió de boca en boca por las gentes de los pueblos y quedó claro a partir de entonces, que el valor no es solo patrimonio de la fuerza, sino de la inteligencia a la vez que del arrojo. Así es, que desde tiempos inmemoriales y para no olvidarlo, en cuanto vuelven las golondrinas, las flores y el buen tiempo, todos suben alegres con aquella pequeña Imagen a lo más alto del cerro. ¡…A las cimas del Jabalcón!. Pasaron muchos años… Mataron, o tal vez murió por sí solo aquél nogal…, y con él desapareció el viejo de sus sombras. Con el paso del tiempo, solo quedó la fuente que se resiste a morir seca. Que sufre la insensibilidad de algunos que quieren matarla, o no quieren oír el blando murmurar de un pequeño arroyo que se desliza como sangre cristalina…, sentir en los días de calor como orea nuestras sienes el frescor de su alma… Pero dicen los más viejos, que algunas noches, cuando fluye el agua de la fuente, aún se oyen voces y charlas de doncellas. Y que si tienes valor y sigues para arriba, a medida que se avanza hacia la cima, van aumentando los sonidos de las voces de las piedras del cerro. -113-
Mejor no subir de noche, pero si alguna vez te encuentras por allí bajo la luz de las estrellas y no tienes más remedio que andar por entre las piedras del cerro…, no vuelvas la mirada…, ¡piensa en lo que pasó!. Así creo que fue…, así me lo contaron…, y así lo cuento. Quien no lo crea, que suba a la cima del Jabalcón en una noche en calma… ¡Oirá lo que le dice el viento!
Sobre una idea de las mil y una noches…
© Antonio Medina Guevara © Editorial Atlantis (2.011 - 2.013)
Publicado con autorización de la editorial
Las luciĂŠrnagas y la estrella fugaz Antonio Medina Guevara
Las luciérnagas y la estrella fugaz ( Cuento para niños )
Antonio Medina Guevara
Dedicano a mi hijos Carlos… Que de niño volaba con las estrellas de Zújar
En muy pocos lugares, se ven las estrellas igual que subido a las crestas del Jabalcón en las noches de verano. Antes —de eso, hace ya bastantes años—, cuando nuestros padres no podían comprarnos juguetes y por narices teníamos que inventarlos, cualquier cacharro servía para fabricarlos. Y en las noches de verano, salíamos a buscar pequeñas linternas que habitaban los ribazos: ¡eran luciérnagas…! Alguien que recuerdo muy bien, cuando yo era muy niño, me dijo una vez al ver una lluvia de estrellas, que eran miles, millones de diminutas luciérnagas, montadas a la grupa de pequeñísimas estrellas que pasaban hacia su destino en el infinito y, que de esa manera, alumbraban el camino. Desde entonces, en las noches de pleno verano, me gusta verlas pasar y despedirlas en su viaje al infinito. Todo esto, viene a cuento, porque yo también soy -121-
de los que creen, que sobre ellas vuelan millones de alegres y juguetonas luciérnagas, alumbrando con sus linternas las noches y a los niños buenos y juguetones…, y que brillan saludándonos al paso en su destino tan lejano. Las luciérnagas y la pequeña estrella fugaz Y ahora, os cuento el cuento: Había una vez, una estrella muy pequeña, que era muy alegre, juguetona e inquieta, pero que a su vez era desobediente. No era mala... Solo un poco inquieta. Muchas veces, no hacía caso de las indicaciones que le daban sus padres. Aunque en eso, creo que éramos iguales. Su padre —un sol tan grande, cómo el más grande de los planetas conocidos y desprendiendo tanto calor, que daba vida a toda una galaxia— y su madre —una enorme y rolliza luna plateada, que alumbraba todas las noches mientras su marido dormía—, le decían que no saliera a pasear sola. Existía una advertencia que era sabida por todas las estrellas pequeñas: no salir de casa a pasear por el firmamento sin estar acompañados por una estrella -122-
mayor, para así, poder ser guiados en medio de la vía láctea y que no se perdieran en el gran infinito. La estrella pequeña, que muy bien sabía de ello, tenía mucha curiosidad por hacer sola un viaje por el firmamento que le permitiera ir mucho más allá de lo impensable. A cada momento se preguntaba: ¿Cómo será darse una vuelta de un planeta a otro? ¿Qué será de Júpiter? ¿Podré girar en los satélites de Saturno? ¿Podré visitar la Tierra tan azul? Con tantas y más preguntas, desoyendo los consejos sabios de sus mayores, emprendió un largo viaje interplanetario. Salió de su casa y, sin que sus padres se dieran cuenta, enrumbó volando velozmente hacia lo desconocido; disfrutando de su viaje, dando vueltas y vueltas por miles y miles de estrellitas que dormitaban en la media noche. —¡Ahhh…, esto si que es vida! Volar sin control... Sin que nadie me reclame ni me diga lo que tengo que hacer… ¡Esto es lo máximo que puede sentir una estrella…! —se decía así misma la estrellita, que quería sentirse como la más grande de las estrellas. -123-
Así es, como volando muchas horas, pudo ver de cerca a casi todos los planetas. Y llegó un momento en que solo le faltaba el planeta tierra y, que al encontrarlo, muy emocionada, se fue enseguida a toda velocidad hacía el azul que desprendía al universo. —¡Que bonita que es la tierra…! —exclamaba a los confines del universo—, creo, que es el más bonito de los planetas. Siguió viajando por la noche mientras saludaba a pequeños objetos del espacio…, ¡hasta saludó a algunos de los satélites artificiales que nos rodean…! Pero que al no tener sentidos —a pesar de llevar tanta tecnológica en sus entrañas—, no le devolvieron el saludo. —¡Soosos…! —les recriminó la pequeña estrella. Mientras tanto, en la tierra era de noche y un enjambre de miles, o tal vez, millones de luciérnagas, jugaban con sus linternas al escondite. Sus padres estaban laborando y también les decían que estuvieran todas juntas, que así, de esta manera, las localizarían a su vuelta en la oscuridad. Vieron las juguetonas luciérnagas un resplandor tan brillante cruzando el cielo, que, pensando que eran otras amigas que las llamaban a sus juegos, -124-
decidieron seguirlas. Pero como no tenían alas y solo daban luz, le pidieron a la luna que las subiera hasta el cielo. La luna las complació y lanzándolas con un soplo de viento, las envió volando al cielo en dirección al brillo… Y subieron y subieron al encuentro de la estrella fugaz. Pero, ¡hay, que problema…!, la estrellita se despistó en su vuelo y se complicó la cosa… Quiso parar a saludar a las millares de luciérnagas que llegaban a su encuentro, pero lo hizo tan rápido, que perdió el control y, chocando contra la cara de un gran asteroide, cayó estrepitosamente contra un nubarrón gigantesco. Quedó mareada y dando brincos sin parar, anduvo un buen rato desorientada y toda magullada. El nubarrón, al verla en problemas, quiso con sus copos darle cobijo, pero la estrellita iba tan rápida que no podía detenerse… Seguía volando, sin cesar y sin parar. —¡Ohhh!. ¡Quisiera detenerme…! Desearía volver a mi casa, ¡auxilio, ayúdenme a regresar!. —gritaba -125-
muy asustada llorando. Gritaba con todas sus fuerzas, pero nadie llegaba en su ayuda. Solo lo hizo el hada de las estrellas que, al verla en peligro, se acercó hacia ella para detener lentamente la excesiva velocidad en la que iba por el firmamento. Cuando a fin logró pararla, le dijo: —Estrellita pequeña… ¿Por qué huyes de casa desobedeciendo a tus padres…? ¡Ahora ya no podrás volver! La estrella se asustó aún más. —Hada de las estrellas, por favor, ¡te lo suplico!; quiero volver con mis padres a mi casa… Prometo ser obediente y no hacerlos enojar. —Estrellita pequeña —le dijo el hada del cielo con expresión triste—, es demasiado tarde. Ya nada puedo hacer por ti. Desde el momento en que decidiste emprender este largo viaje, has buscado tu propio fin. Pero no tengas miedo, porque yo te acompañaré a la mansión donde está el Gran Rey de la estrellas…, es allí donde morarás a partir de ahora. -126-
—¡Por favor…, no me dejes ir hada de las estrellas…! —No puedo evitarlo. Así debe ser con las estrellas… —Al menos, déjame antes despedirme de mis padres. Quiero decirles que los quiero —le suplicó una y otra vez, muy triste, la estrella pequeña. —No estrellita… No puedo. —¡Por favor…, dejáme despedirme…! El hada se quedó mirando la tristeza que salía de los ojos de la estrella. Y como era una hada buena, decidió darle una última oportunidad de que la vieran sus padres. —¡Es mi último deseo…! —dijo sollozando la pequeña estrella. —Está bien… —le dijo el hada—, pero solo podrás aparecer por un breve instante…, casi fugaz. Serás vista por toda la vía láctea y por todos los habitantes del planeta tierra…, ¡esa será tu despedida!. Así fue… -127-
La pequeña estrella, alistó sus pocas energías y por un breve instante, apareció más hermosa que nunca. Brilló como un precioso resplandor de destello errante, montó sobre su espalda a todas las luciérnagas y fueron contempladas por toda la vía láctea y por cada ser humano que mirase al cielo. Y al pasar ante los ojos de quienes la miraban, la estrella y las luciérnagas saludaban a todos contentas, mientras que los humanos les pedían toda clase de suertes y esperanzas… Por última vez, la más pequeña de las estrellas, nuevamente se sintió la más grande de todas contemplando el infinito espacio; y con su luz que desprendía, acarició a sus padres con amor, pidiéndoles perdón por haber actuado incorrectamente, a la vez que a los seres humanos les estrechó con los mejores deseos de buena suerte a quien la mirase. Al cabo de unas décimas de segundo, dejó caer de su espalda a las luciérnagas, que brillaron como miles de guirnaldas encendidas en su caída hacia la tierra… Y les dijo adiós la estrella, partiendo hacia su destino tan lejano. Luego, después de tanto esfuerzo para que la vie-128-
eran, como era muy diminuta y débil, se partió en millones de pedacitos… Desapareciendo por completo en medio del firmamento... Y en medio de la nada, el Mago de las estrellas, recogió un rayito de luz que dejó en su hogar y que desde siempre brilla. De los millones de minúsculos trocitos de luz, que cayeron a la tierra, los recogieron las luciérnagas y se los pusieron las muy coquetas a la espalda… ¡Por eso se ven brillar en la noche…! Fue así que ocurrió, y es así como sigue ocurriendo: Cada vez que una estrella pequeña, atraviesa fugaz por el cielo, es porque ella es una estrella traviesa viajando a su destino final. Y en ese esfuerzo por despedirse, descarga su última energía llena de deseo por ser vista pasar en su viaje hacía el infinito de la vía láctea…, y por los seres que habitan en la tierra. Cuando tengas la oportunidad de verla, deséale un buen viaje. Contémplala y únete a ella con un gran y buen deseo…, ¡que de seguro se cumplirá…!
Publicado con autorización del autor
© Antonio Medina Guevara © Editorial Atlantis (2.011 - 2.013 )
El morisco y el mestizo Antonio Medina Guevara
El morisco y el mestizo ( Cuentos de ZĂşjar ) Antonio Medina Guevara
Hace poco, paseando por Baza, pasé por delante del decrépito y ruinoso Palacio de los Enríquez…, ¡que pena…! Tantos siglos en sus muros…, y a punto de besar el suelo. Bueno, espero que el sentido común impere y que al menos sus paredes y dependencias, vuelvan algún día a todo su esplendor. Pero eso no es lo que quiero contar. Lo que quiero contar es del pueblo de al lado: de Zújar. Y está relacionado con esa casa y sus moradores de hace quinientos años. El morisco y el mestizo Contaban los cuentistas viejos de la villa —de palabra, claro, porque no hay papel que lo soporte—, -137-
que un verano de hace cinco siglos y consumidas ya más de tres cuartas partes de lo que llevamos de esta era tan cristiana, siendo por entonces dueños absolutos de estas tierras, los Enríquez, que ya dieron de siempre muestras de menosprecio a los de creencia islamista y también a los conversos, un joven de sangre muy pura y muy disimulada —de cruz y espada, claro está, porque era sarraceno y de la media luna—, maldecía para sus adentros tanto avasallamiento y desprecio hacia los de su clase Más, viniendo como venía, de estirpe del Profeta Supremo, ismaelita, de sangre conquistadora del medio mundo conocido y de sabios interpretes de las estrellas, el cielo y su movimiento, de medicinas contra dolores y enfermedades…, y aún así, con tanto que enseñar a los demás, despreciados por bárbaros que odiaban al agua y al jabón, casi tanto como a ellos mismos. —La
ignorancia y el fanatismo son los principales enemigos de la razón… —le decía un joven a su hermano. —¿Por qué dices eso, hermano? —le preguntó el
otro. —Porque a veces pienso, ¡y que el Profeta me perdone por hacerlo, que Dios nos tiene olvidados…! —le respondió el mayor de los dos al otro que estaba -138-
de espaldas a su sombra y de cara a su hermano, el menor. —¡No digas eso, hermano —le contestó el otro— , que aparte de pecar por tus labios y pensamiento, esas palabras puestas en otras orejas, te podrían acarrear el destierro; o lo que es peor, que te envíen de visita a nuestros antepasados. —¡Ya lo sé —contestó—, pero no sé que es peor…, si la muerte libre, o esta vida de preso en vida…! —Sigamos a lo nuestro. Olvida tantas injusticias y piensa que todo pasa; hasta lo malo. —le recomendó
con sabia lógica el menor. —¿Si tenemos un mismo Diós…, por qué solo a
ellos los escucha, por qué no atiende a tanta voz gritando Justicia…? —replicó. —¡Calla…, calla y sigamos!
Todo esto venía a cuento, porque tanto ellos, como toda su familia y que aún viniendo de los que venían desde cientos de años atrás, de moradores y dueños de sus abundantes y propias tierras, ahora debían de trabajarlas en vasallaje a los cristianos crueles e incultos. Que no tenían bastante con recibir -139-
en holgazana vida los frutos de su trabajo, sino que también abusaban de sus mujeres al menor descuido. Así las cosas, llegó a la villa un día un capitán soldado de tez mestiza, de aspecto altivo, pero atento a todas las palabras que salieran de las bocas, ya fueran de cristianos viejos, que también de moriscos aún más viejos. Apellidado Gómez Suárez —aunque debía haber sido de la Vega y no pudo ser por su condición de bastardo—, decían de él, que era el primer capitán de la cristiandad, mestizo y español al mismo tiempo. Que venía de guerrear por las Alpujarras intentando meter en cintura al moro llamado Aben Aboo, que se había rebelado y decretado el alzamiento contra las injusticias del Rey mismo don Felipe y sus gobernantes; contra la Cruz de madera de su Dios, que consentía tamañas ofensas e injusticias y todo eso a la sombra de la única fe verdadera: la de Alá y su Profeta. También corrió por boca de todos, que venía de las Amerícas —aunque entonces les llamaban: “Las Indias“—, que había navegado por los mares océanos de medio mundo defendiendo a la corona, y que también se sentía menospreciado por el color de su piel, a pesar de ser hijo de conquistador y de madre -140-
princesa, aunque eso sí, inca. Aún arrastraba con él los aromas de la sierra y el olor de la sangre de la batallas en sus narices, también y solo un poco más lejano, el pensamiento de su vida en Perú, su paso por Panamá, Cartagena de Indias —donde decían que dejó a alguien con los ojos mojados— y luego ya, en la piel de toro, un largo peregrinaje por diferentes lugares de la Corte. Pero sin éxito, que el color de su piel no le ayudaba. Había llegado hacía ya una década de su Cuzco natal, para venir a reclamar los títulos nobiliarios y las riquezas heredadas de su difunto padre, el capitán Sebastián Garcílaso de la Vega, y que solo había obtenido decepciones y puertas cerradas a sus legales reclamaciones, todo, seguro que debido a su condición de hombre mestizo, hijo de su padre y madre, en una Nueva América que solo le había traído tales y dolorosas inconvenientes, marcado por ser descendiente directo y natural, de un hijodalgo español y una bella princesa inca llamada Chimpu Ocllo, que fue bautizada con el nombre de Isabel. Por eso, por defender su derecho del único modo que un rey entiende; o sea, defendiéndolo con su espada, luchaba como capitán de su ejercito. El sol con su enjambre de rayos tostaba solo las partes de sus mejillas al pasar entre el enrejado del -141-
casco. Sabía que Dios miraba de frente a los hombres, y que en su infinita sabiduría, había elegido el Reino Español para proteger y expandir la fe cristiana por el mundo; empezando por aquí, siguiendo por las Indias, y acabando en cualquier sitio que diera el sol, el mismo que nunca se ponía en el Imperio, o donde solo Él sabía. Y que para eso debía de machacar a todo infiel, o sea, a los no católicos, pero sobre todo a los sarracenos. Contaba que el gran viento de la Alpujarra sopló en su nariz hasta parecerle impenetrable el respirarlo, que era un aire grave que venía del aliento de los moros para contaminar a los españoles, pero que reconocía, que eran muy fieros y nobles, dignos de un rey como el suyo y que no entendía, porqué estaban enfrentados en vez de tenerlos a su servicio. A pesar de todo, a pesar de su piel tan diferente y de ser bravo defensor de tan injusto reino, debía de cumplir con su Santa Misión, lo que al menos a él, no le impedía ser justo y caballero. Pero volvamos al momento en que se cruzan las vidas de estas dos personas alejadas por un mismo Dios; el mismo momento en que Fernando de Hinojosa —que era el nombre cristianizado del morisco—, se presenta a pedirle favor al cristiano para que interceda ante la poderosa familia de los -142-
Enríquez. Los nietos de la familia de los Enríquez, siguiendo su tradición de hacía ya alguna década, se dedicaban a mancillar impunemente la pureza de las zagalas que sabían estaban indefensas. O sea, a las moriscas. La futura esposa del joven Fernando — cristianizada a la fuerza y con su alma escondida a todo lo que no fuera su antigua religión y su familia— , estaba puesta en los ojos de uno de los sobrinos de la poderosa familia; y no era de extrañar, pues la joven destilaba belleza por todos sus poros, lo que sumado a su piel protegida por un velo casi transparente y del color de la escarcha, la hacía de extraordinaria belleza tanto real, como oculta al mismo tiempo. —Señor Capitán… —le dijo con respeto y doblegando su cuerpo y orgullo—, la familia de los
Enríquez nos tiene opresos, y siendo vos representante del mismo Rey, os quiero informar que los nietos de esa familia toman las posadas y nos disfaman a nuestras mujeres, por lo que a sabiendas de vuestra intermediación y justicia, esperamos los entréis en razón. Pero con respeto os advierto, que llegada la hora, Dios no quiera, le ocurriera algo a la mía, determinaría antes hacer pagar con su vida al -143-
causante y morir libre, que no morir en vida como un esclavo…. —Eres insolente… —le contestó el cristiano—, pero es justo lo que dices, que nadie debe mancillar a una mujer, ni tampoco nadie debe permitirlo. —Gracias señor…, espero que todo quede ahí... —le dijo el muchacho al ver que al menos este
le escuchaba. —Mañana partiré a primera hora para Baza y
comunicaré vuestra queja. Te daré la respuesta que me den, en unos días. Ahí quedó el tema. Todo se olvidó, y por una vez aquella familia no tomó represalias por aquella insolencia hacia alguno de la familia. No era lo habitual, pues casi siempre las quejas eran de peor resultado que el permitir los avasallamientos, pero también todos pensaron —incluido el capitán—, que tal vez, y debido a que el militar podría pasar la información de aquellos atropellos a alguien de la corte, todo quedó zanjado. Al menos de momento… -144-
Y como los momentos son siempre cortos, al cabo de unos meses todo volvió a la rutina; o sea, los moriscos a sufrir el avasallamiento por parte de los de la cruz, y los de la cruz, a deshonrarla. En vez de menguar las injusticias, crecieron como una negra nube crece al calor del verano. El capitán siguió con sus quejas, pero eran ninguneadas sistemáticamente por aquella familia; que para eso eran familia del Rey. Así pasó otro tiempo. Un día, iba la futura esposa de Fernando solo acompañada por su borrico vestido con su albarda y cantarera, al caño del Mentidero. El día era muy caluroso y la gente dormitaba al casi frescor de la siesta; al llegar a la fuente, la joven sintió la necesidad de refrescarse, por lo que miró a la soledad de las calles, retiró el velo de su rostro, se remangó la ropa que le cubría sus brazos, y bañó todo lo visible con el agua clara. Todo esto no habría tenido más importancia, de no ser, que al igual que un asqueroso buitre vigila desde el cielo, desde un lugar y oculto, vigilaba a su presa Juan de Enríquez, el más villano de los villanos de aquella villana familia. -145-
Salió de las sombras, amordazó a la joven con su propio velo, la cargó a su caballo, y desapareció en dirección a Baza bajo la soledad de la tarde. El burro, que ya sabía el camino de ida y también el de vuelta, al ver que nadie le mandaba, decidió volver a su cuadra; eso sí, vacío de agua y sin doncella. Inmediatamente en su casa dieron la voz de alarma, que ni estaba bien que hubiera ido sola a la fuente, y mucho menos que no volviera. Pensaron lo peor. Y tenían razón en pensarlo. Todos sabían que sería presa de aquél indecente cristiano. No podía ser otro y menos un morisco, que se jugaría la vida al ser de los suyos por semejante ofensa. Lo pusieron en conocimiento del capitán cristiano que a su vez indagaría sobre los hechos, no sin antes advertirle el joven Fernando de Hinojosa, de manera muy enérgica, que él no temía a los pocos hombres, que si había sido uno de ellos, lo buscaría hasta encontrarlo y pagar por lo que hiciera. El capitán lo dejó preso, no se sabe si por insolente, o tal vez, para evitar males aún mayores. -146-
A la vuelta de Baza del capitán cristiano, ya acompañado de la propia joven que mojaba su velo de tanta lágrima y deshonrada, liberó de inmediato a Fernando; no sin antes advertirle, que no consentiría revancha alguna, más sabiendo que la vida del joven iba en ello. Fernando, mancillado y roto de amor, no tardó en hacer justicia. A las pocas semanas, encontraron al Enríquez con sus vergüenzas colgadas de un palo y al resto de su cuerpo colgado a su vez de un almendro; al sol, donde los de su calaña pudieran verlo al mismo tiempo que los buitres y grajos, para así poder degustar su carroña. Ni que decir, que todo fueron desgracias. La joven —la que debía de ser algún día su desposada, deshonrada y humillada—, acabó en un convento de religión distinta a la suya. Los Enríquez, heridos en su orgullo y en sus sentimientos, no escatimaron medios en encontrar al miserable que los había provocado. Mientras tanto, el capitán fue destinado a Córdoba y el pobre Fernando, muerto de amor y soledad, deambuló por montes y bosques durante meses. -147-
Nunca lo encontraron. Pero decía la gente vieja, que se había transmitido durante siglos, la idea de que algunos aldeanos le ayudaron a escondidas y también a sabiendas del cabal comportamiento de aquella familia de moriscos. Así parece que pasaron algunos años… Pero por caprichos del destino, el capitán Gómez Suárez había tenido mientras tanto dos suertes: por fin recibió dineros y título, y también una esposa no impuesta. O sea, por amor; cosa rara entre nobles. Su último encargo como militar —ya que pensaba pasar el resto de su vida disfrutando de todas sus suertes en Córdoba—, fue la puesta en filas de una compañía que embarcaría rumbo a la Florida, donde parece ser que los indios no estaban muy dispuestos a besar la cruz. Para su sorpresa, un día se encontró frente a frente con Fernando; le saludó como a un amigo y también le propuso alistarlo con el grado de soldado en la expedición; naturalmente con nombre diferente y prometiéndole no decir nunca que lo había visto… Cuentan, que Fernando llegó a ser oficial del Reino y en pago a su valor. -148-
Resumiendo: así fue la historia, o al menos la contaron: Se fue un joven zújareño llamado Fernando a las Américas —aunque eso sí, con el corazón muy roto y en su mente la idea de algún día volver a la tierra que lo vio nacer— y otro llamado Suárez de Figueroa a Córdoba, con el suyo lleno de alegría ante el cambio que daba su vida. Así es, que la ironía de la vida, hizo que un blanco ismaelita acabara sus días en la Florida Americana —donde a un moro pocos le iban a escuchar en asuntos del Islán—, defendiendo como un noble a su rey cristiano con su espada. Y el mestizo, descendiente de noble madre inca, acabara a su vez los suyos con la pluma, escribiendo sus cosas en Córdoba, defendiendo con sus letras tantas injusticias vistas y sentidas, intentando cambiar los pensamientos ajenos…, que tampoco mucho caso le harían. Los dos tenían mucho en común y también acabaron sus días de igual manera: muy lejos de donde nacieron. Así fue… -149-
Si alguna vez vais a la catedral de Córdoba, pensad que allí están los huesos —o lo que quede—, de un capitán hijo de princesa. Mitad español y mitad inca. Noble de linaje y también de ideas, llamado el capitán Mestizo y también por el propio de Garcilaso de la Vega, “el Inca“, humanista, religioso, historiador y padre de las letras de las nuevas Españas ( Gómez Suárez de Figueroa ), que los de aquél de la villa que puso a al sol los atributos del Enríquez, llamado Fernando, se les supone por la Florida. Eso nos lleva a la conclusión que solo hay un Dios. Ni verdadero ni falso, sino el que está en el destino de cada cual…, y que siempre nos acompaña. Así me lo contaron… Por lo demás, solo puedo deciros que yo puedo terminar este cuento del propio modo que terminan las viejas de la villa todos los suyos; diciendo que es lo que oí, me lo creí, me gustó, me fui…, y nada me dieron. Zújar, primavera de 2.010
Š Antonio Medina Guevara Š Editorial Atlantis (2.011 - 2.013)
Marina Antonio Medina Guevara ( De un capítulo de la novela: La noche que casi tocamos las estrellas …)
Dedicado a mis sobrinas: Ariana, Marina y María… Que tienen los ojos color del mar.
Hay capítulos en el tiempo de cada cual, que son muy aparte. En esta parte de mi vida entró Marina… Cuando mi diario era gris y con nubarrones tan fríos, que solo soltaban lluvia helada de rocío, una persona alegró mis días y ayudó a que saliera el sol con toda su paleta de colores, como un arco iris ante mis ojos. Su presencia me alegraba la vista y los sentidos. Era como un cascabel, pero que en vez de sonido, saludaba emitiendo una luz de rayos azules por donde ella pasaba; ella me empujaba sin saberlo para adelante, para seguir a donde el tiempo nos llevara. Esa, era Marina. ¡Hay Marina…! Marina no había visto nunca el mar, pero sus ojos hablaban de él. De aquellos ojos podía decirse, que por mucho que los miraras, nunca veías el fondo. Eran tan apacibles, alegres y profundos, que atraían como un imán todo lo que ellos miraban. Tenían algo del cielo y todo lo de los océanos; parecían reflejar un mundo infinito y, que al mirarlos, te absorbían como un pozo a la oscuridad. -155-
Su padre, un antiguo pescador venido de Almería y a la vez, desastroso campesino, decía, que cuando ella nació y abrió los ojos, vio reflejados sus años en el mar que le habían quemado los pulmones y que tanto extrañaba, pero la verdad, es que si se los había quemado con algo, habría sido con los puros que él mismo se fabricaba y que no paraba de fumar. No dejaba de toser y maldecía el salitre que, según él, tenía en sus pulmones y no la nicotina que tintaba de negro todo el interior de su pecho. No paraba de hablar de sus tiempos de pescador. Era una constante contradicción entre su vida y sus pensamientos. Aquel hombre, añoraba el mar como un jilguero preso en su jaula añora las ramas de los árboles y la caricia de las brisas, pero aún así, parecía conformarse con su nuevo mundo de campesino, alejado solo un centenar de kilómetros del agua, pero que en realidad estaba a cien años luz de las olas. Él, siempre quiso volar; surcar los mares y arribar y despedirse de mil puertos; todo ello, tal vez motivado, porque lo primero que vieron sus ojos fue el romper del agua salada sobre la tierra seca de su tierra, pero parece que debió de acostumbrase a pisar tierra, a sustituir en sus ojos a las grandes olas por las aún más grandes montañas; al azul blanquecino lejano, por el verde tan cercano; al salitre de las brumas, por la humedad de las -156-
las nieblas que emanan los inviernos en los campos. Su tiempo transcurría marcado por el trino de los pájaros en vez del punzante sonido de las gaviotas. Pero aún así, parecía feliz cuando se mezclaban sus solitarios cánticos de habaneras y letras de canciones de la mar, entre los murmullos de la vega. Dicen que cuando nació Marina, su mujer había querido ponerle el nombre de su madre: María, que era como el suyo y el de la madre de su madre, pero el marido la convenció para que le pusieran Marina, que decía que es como el mar, que siempre es azul y nunca muere. Le costó poco convencerla, ella accedió al ver aquellos ojitos tan limpios como azules. <<¡El nombre le pega! >> —decía orgullosa al mirarla a los ojos y cuando hablaban de Marina. También decían los mayores, que a los pocos minutos de abrir por primera vez los ojos a luz del día Marina, aquél hombre acurrucó su cuerpo de muñeca entre sus rudos brazos y se sumergió entre el azul de la mirada de su hija, bajando a las aguas más profundas y absorbiendo el olor a gloria de sus carnes tan nuevas. Y que durante mucho tiempo, se olvidó del mar, de las brisas, de las albas y ocasos del levante y del poniente. -157-
Ya tenía su propio mar, más pequeño, pero aún más bonito y transparente. Cuando volvimos al pueblo yo no me acordaba de ella; luego averigüé que habían vivido al otro lado, en las cuevas, pero que después de partir nosotros, y al irles mejor la economía, bajaron a vivir a la parte baja, a mi barrio, mas lisa y más verde. Un día estaba sentado al tranco de mi puerta; había estado limpiando almendras y me dolía el cogote, así es, que cuando salí a la calle a respirar un poco del aire fresco, vi como llegaba; o mejor dicho: como llegaban. Eran dos muchachas que siempre iba juntas, pero una brillaba de manera especial: era Marina. Se acercó andando con su amiga, dando saltitos con una gracia que más bien parecía de jovencita bailarina. Ella me saludó como si me conociera de siempre, con sus ojos que hablaban sin decir palabra; quedé impresionado al ver la claridad de su mirada. También abrió su boca que incitaba al pecado: —¡Hola catalán! ¿Qué haces…? —saludó y preguntó. —Ya ves…, tomando el fresco de la calle. -158-
—le
respondí. —Mi hermano también está en Cataluña. —Sí. ¿Dónde…? —le pregunté para averiguar si era donde estaban todos los que yo conocía. —En Tarrasa. —No conozco Tarrasa, solo Barcelona y los alrededores. —Bueno. Pues adiós. —me dijo con una sonrisa tan bonita que iluminó de azul la calle. —Adiós… —le contesté casi al mismo tiempo que ella seguía corriendo con su amiga en dirección al final de mi calle, como si hubieran hecho alguna travesura. Al llegar al final, pararon y se sentaron en un banco que pegaba a la vega, plantado como un puesto fronterizo e imaginario entre el pueblo y el campo. Miraban y se reían… Me quedé un rato mirándolas. Las dos eran casi mujeres en su aspecto y bonitas, pero a Marina le resplandecía la mirada. Se fueron y entré dentro, a la vez que mi madre salía y le pregunté por su nombre: -159-
—Marina…, ¡se llama Marina!. —respondió mi madre con una sonrisa socarrona que me alegró la tarde; hacía mucho tiempo que no la veíamos sonreír, y al verla, le di las gracias con mi pensamiento a aquella muchacha que, por un momento, había devuelto un poco de alegría a sus tristes labios. —¡Ahhh…! —dije yo, disimulando. — Tiene los ojos bonitos, ¿verdad? —comentó al verla correr. —¡Verdad que sí! —le respondí sin mirarla, con los míos puestos al final de mi calle. —Esa niña será preciosa… —precisó al verla alejarse. Mi madre atravesó la calle y se puso a platicar con mi vecina; las dos sonreían al mirarme, como si me hubiera quedado con cara de pasmado y que seguramente, tendría. Entré en mi casa y durante un buen rato, mis pensamientos se quedaron fijados en aquellos ojos tan alegres y luminosos. —¡Si que es bonita la condenada…! —me hablé a mi mismo. A partir de aquel día, siempre que se cruzaba en mi -160-
camino, su sonrisa y su mirada me calaban hasta los huesos, y poco a poco, tonteando, encontraba motivos para verla. No es que fuera de forma fortuita, es que si tenía que ir a mi casa pasaba por su puerta, aunque el rodeo cansara a mis piernas; que por otro lado no se cansaban de andar para verla. Y cuando la veía, un hormigueo recorría por mi estómago como si tuviera dentro una bandada de pájaros nerviosos. En aquellas fechas rayaba Marina los quince mayos cuando la conocí; yo andaba casi por los casi dieciocho agostos. Ella era muy cría para mí —al menos eso pensaba entonces—, su apariencia era la de una incipiente mujer. Bonita, pero a mis ojos todavía una cría. Creo que por entonces, yo jugaba a esos juegos de imaginación prohibidos por la educación prestada de los padres. A esos años todo lo ves raro; miraba a las muchachas mayores y yo me veía un crío a su lado; la miraba a ella y la veía una cría. Supongo que es la edad del pavo, porque cuando pasan los años te das cuenta de la poca importancia de todo eso, pera a esa edad todo es un problema, al menos para esos asuntos. Además, sentía una especie de culpa por gustarme aquel proyecto de mujer, aunque no podía quitarla de mis pensamientos. Siempre venían a hablar y juguetear al cruce de las -161-
acequias que se bifurcaban al final de la calle, allí pasaban el rato como las abejas en la flores, revoloteando su frescura cerca de mi casa. Algunas veces me sentaba con ellas en el banco que daba a los campos, el mismo que al atardecer sabía de todos los chismes de los vecinos de mi calle, y allí hablábamos de tonterías propias de adolescentes. Un día de primavera, estaban aguantando entre sus manos un nido que era de gorrión; con unos huevos moteados que tintaban al trasluz la vida de unos poyuelos. Me miraban como si tuvieran entre sus manos el trofeo más valioso. Me acerqué y les dije que no tocaran los huevos, que tal vez su madre los aborrecería y sería como matarlos con sus propias manos. Marina me entregó la madeja de pelos y ramitas como asustada; lo cogí, y lo puse en donde había caído y al poco se acercó la madre. Aquél día se me estremeció el corazón al agarrarle la mano temblorosa que sujetaba al nido, y a partir de entonces, ellas pasaban lanzando miradas precoces y diabólicas, lo que me producía un estado de timidez que supongo notarían. Pero eso era infinitamente mejor que no verla, así es, que en cuando pensaba que pasarían, las esperaba. Otro día de verano y bochorno que abrasaba, jugaban con el agua que corría transparente y fresca a -162-
regar los campos. Una nube, negra como el carbón, escondió a la calle y a todos nosotros al sol tras su negrura, mientras que el calor de la tierra marcaba remolinos de polvo juguetones; sonó un trueno que abrió al cielo en dos mitades y gritaron las dos como gallinas asustadas… Una gota, precedió a otra, y a otra, y un diluvio se precipitó en un instante sobre su sitio. Las gotas se estrellaban sobre el suelo que levantó una bruma de polvo a la vez que rociaban sus cuerpos que quedaron empapados. Entonces aparecieron dos botones en su pecho que me parecieron la antesala del cielo. Ella cubrió sus vergüenzas con sus manos, intentando taparlas mientras le aparecía un sonrojo de tomate maduro, pero no pudo evitar que antes dejaran ver su pecho pequeño y eréctil, como el tallo que empieza a salir de la tierra y que acabará siendo árbol. Mi pecho se desbocó al ver el suyo, mis ojos se pegaron a su cielo imaginando el paseo de mis manos por aquél cuerpo…, entonces me avergoncé de pensar en aquello tan incipiente como bonito. ¡Diós…! Mi razonamiento luchaba contra mis deseos, sentía culpa y me avergonzaba de tener aquellos pensamientos, pero la beldad de aquella criatura me -163-
quitaba el sueño. Se alejó de mi vista y de mi calle con el pelo mojado, corriendo, con su cara derramando lágrimas de lluvia y de risas, gritando, mirando al diablillo del cielo que le había gastado aquella broma… —¿Por qué lloráis Marina…? —le gritó un vecino al verlas correr mojadas y con lágrimas de risa. —¡Es de la risa…! —le contestó la amiga en carrera a no se sabía donde. —¡Hay… la juventud! —dijo el vecino al verlas correr con expresión mezcla de envidia y añoranza— ¡Quien la pillara!. Hay lágrimas que refrescan y desahogan y lágrimas que encienden las miradas; y aquellas lágrimas de Marina, que eran lágrimas de ojos color del cielo, pícaras y a la vez inocentes, encendieron a mis ojos que soñaban con ellas. Yo también miré hacia arriba, pero para darle las gracias a la nube por desparramar sus gotas que me habían enseñado la gloria aquel día. Desvié mi cara hacia el cielo, para que también me la regara, pero Marina se había ido y la nube se fue siguiéndola, jugando con sus sombras. -164-
Mis pensamientos tenían sensación de culpa, pero no podía evitarlos. Tenía que dejar pasar el tiempo… Y pasó el tiempo, si es que a dos años de una vida se le puede llamar “pasar el tiempo“, y pasaron muy despacio, viendo como se transformaba en la criatura más bonita. Sus pechos crecieron, sus piernas se alargaron y su cintura quedó como estaba, diminuta y ligera como la de una avispa; a la vez que su piel, mezcla de nieve y de trigo maduro, brillaba a los reflejos del sol. ¡Era preciosa…! Es difícil definir a alguien que tú quieres. Seguramente se aumentan sin pretenderlo sus virtudes, a veces parecen verdades cuando son en realidad mentira, que solo lo ven tus ojos…, pero en este caso, no. Marina era especial. Tenía facciones delicadas, pero con una fuerza inexplicable; sin ser alta, resultaba imponente. Su pelo colgaba como una cascada hasta su cintura, derramando brillo mientras se cimbreaba como los tallos de un sauce llorón; pero ella siempre estaba contenta; daba alegría y belleza a todo lo que tocaba, lo mismo que a los espacios a donde llegaba. -165-
¡¿Y su mirada…?! Me quedaba embobado mirándola mientras ella reía al verme embobado. Maliciosa, con desparpajo y timidez al mismo tiempo. Con esa autoridad que da el espejo al ver reflejado en el vidrio algo bonito, con ese sentido de coquetería adolescente que da brillo a las niñas cuando se sienten mujeres. Marina siempre empezaba los saludos y las conversaciones; también las terminaba; como si ella fuera la mujer y yo el niño, pero no me importaba porque me daba una serenidad su presencia que apaciguaba mis sentidos. En eso, como en tantas otras cosas, ellas maduran cuando nosotros aún estamos muy verdes. Le brillaban siempre los ojos, con el misterio de los ojos azules. ¿A veces me pregunto por qué tendrán tanto misterio los ojos de las mujeres…,? ¿y ese brillo a cera encendida que parece que siempre lloren…? Si están contentas: brillan con resplandor de agua al sol; si están tristes: brillan con color de lágrimas de cristal. Pero siempre brillan. Es como si tuvieran un sol dentro de cada mirada. Así miraba Marina. Con miradas de sol y brillo que me derretían al llegar hasta mi cuerpo. -166-
En unas fiestas de verano, empezamos a “salir” después de una noche de algarabía y risas. Sus amigas sonreían al vernos mientras ella las mandaba a la porra al ver sus risas maliciosas. Y a mi me gustaba verla reír, era como si su risa volara a un mundo imaginario donde yo la esperaba. Aquellos ojos tan azules podrían haber matado tantos corazones, que siempre estarían de entierro; aunque parece que decidió solo romper uno: el mío. Y lo consiguió. Me lo dejó destrozado, arrollado como si por encima me hubiera pasado una locomotora. Soñaba con ella, tenía celos de los otros mozos que la perseguían como perros en celo…, y ella reía; siempre reía. Parecía disfrutar castigándome. Llegó un momento en el que decidí adelantarme, pensé que si no me decidía, la perdería; que tantos perros para una sola presa acabarían con ella. Así es que en una fiesta que bebí algo que sabía a rayos, pero que me envalentonó la cabeza, le pregunte: —¿Te gusta alguien…? —se lo pregunté mientras temblaba todo mi cuerpo igual que un sonajero en la mano de un niño. Y entonces me respondió con una sonrisa que heló mis venas: -167-
—Sí. ¡Tú…! Me tembló hasta la lengua. Creo que balbucee algo que no recuerdo, pero que debió de ser muy estúpido, porque ella soltó la risa. Me dio un poco de vergüenza al imaginar mi cara de imbécil; solo me conformó lo que salió de sus labios: —¡A mi me gustas, tú! ¿O es que eres tonto…? Se acercó a mí y me estampó un beso, que sonó en la noche como un cohete de feria. Y el cohete debería de ser yo, porque creo que casi me desmayo al oír aquellas palabras. Su amiga Pepi, que escuchó todo aquello fisgoneando nuestra intimidad, reía de manera insolente. —¡Vaya…! ¡Ya tenemos otra parejita! —soltó en voz alta, lo que provocó que todos nos miraran y yo quedara por debajo de las pisadas. Marina seguía riendo de manera provocativa, lo que me producía una mezcla entre bochorno y complacencia. —No seas tonto… —me dijo a la oreja—, tú me gustas y yo te gusto. Olvídate de los demás... ¿O es que no te gusto…? -168-
—¿Qué si me gustas…? ¿Es que no se nota? —Claro que se nota… Y me gusta que se note. —Bueno... —fue lo único que dije al ver como hablaba, como si lo que salía de sus labios no tuviera la mayor importancia. Sacando pecho a la noche y al ruido que ocultaban una legión de tambores; los que sonaban dentro de mí. Yo, que la tenía a cada momento en mis pensamientos, que había esperado pacientemente a que se convirtiera en mujer…, ¡y a ella todo le parecía normal! En fin… Seguimos la fiesta. Estaba un poco mareado; dudé de si era la bebida o de las palabras que no querían asumir mis orejas, tontas de escuchar lo que habían escuchado. Ella seguía igual, rompiendo las miradas como me había roto a mí. Acabó la fiesta y sus amigas se fueron. No se si las echó o se fueron, pero el caso es que nos quedamos solos. —¿Me acompañas a casa? tontamente; sabía la respuesta. -169-
—me
preguntó
—Claro… —fue lo único que respondí, costaba sacar a mis palabras que estaban amarradas a no se donde. Empezamos a andar en dirección a su casa, temiendo que el camino fuera demasiado corto, que todo fuera una broma; no quería que aquellos ojos que brillaban en la noche se burlaran de mis sentimientos. Con esa inseguridad que dan los primeros pasos del corazón. A los pocos minutos, cuando el bullicio desapareció y solo las pocas luces de las calles daban luz a nuestro camino, temiendo no se qué, le pregunté: —¿No será broma lo que has dicho? —¿Qué…? ¿Que me gustas? Con eso no se debe hacer broma. Si no fuera así, no te lo diría. Me quedé otra vez sin palabras, aún más atontado, viendo como su cadera se pegaba a la mía; sintiendo como sus manos se agarraban a mis dedos. Noté como un suave calambre pasaba de sus manos a las mías. Se paró a la sombra de una tapia y me regaló un beso tan suave, que me olvidé de mis piernas que a su vez quedaron olvidadas en la tierra. —¡Yo te quiero…! —me dijo por primera vez seria -170-
mientras apretaba su pecho contra el mío—. ¡Desde que te vi la primera vez…! Mi oído, me entregó un escalofrío, que recorrió mi cuerpo y se clavó en la medula de mis huesos que también se estremecían. Sus labios murmuraron a mi oreja un sonido que sonaba a canto de ruiseñor; con una voz temblorosa que parecía derribar todo su control. A pesar de la calidez de la noche, temblaba su cuerpo como una flor a las gotas del rocío; entonces comprendí que decía la verdad, que no se podía engañar con aquel sonido que salía de sus labios. Intenté tomar el control del asunto, vengarme de tantos días en los que ella me había matado con sus risas; no sin antes tener que echar todos mis redaños a la noche, y suerte que era de noche, porque de haber sido día claro, ella habría visto mis labios que temblaban como los de un animalillo helado. Cogí genio. Me avergonzaba pensar que ella diera todos los pasos, con ese estúpido orgullo machista de hombre no maduro. Y la apreté contra la tapia con todas mis fuerzas, tanto, que casi la tumbamos al suelo. Se apartó riendo y besándome, recordándome que ella mandaba. -171-
—¡Puf…! —dijo— Pensaba que te costaría, que yo no te gustaba. —¡Que si me gustas…? —Como siempre estabas distante. Me tratabas como a una niña. —me decía con una sonrisa que brillaba más que las estrellas que nos alumbraban. Mis ojos, ciegos a todo lo que no fuera ella, se reabrieron a la noche y miré al cielo. Todas las estrellas se presentaron a la oscuridad de la noche para saludarla. Me calmé un poco. Seguimos agarrados de la mano y parando a cada sombra. Inundando los metros con tantos besos, que desapareció el camino que fue corto como un suspiro. Me dio el último. A escondidas de todos los ojos menos los de la noche; me dijo hasta mañana, o mejor hasta después, que el alba ya brillaba al nuevo día. Me fui hasta mi casa tan despacio, que llegué con el sol a mis espaldas; paré en todos los poyatos y en todos los trancos, despacio, pensando en aquellos ojos que ahora parecía que serían míos, queriendo retener aquella noche; pero llegó el nuevo día, brillante, el mejor día de mi vida. -172-
Es difícil explicar como pasan estas cosas; como llega tu hora agarrada de la mano del destino y te agarra de la tuya, y aquella noche había llegado con fuerza, había lanzado su figura contra mis ojos con la intensidad de un latigazo. A pesar de ser noche estrellada, sentí la lluvia estrellándose contra su cuerpo que ahora era el mío, retrocedí en mi pensamiento hasta el día que su pecho me estremeció…, y cerré los ojos para poder verla de nuevo. No pude dormir en muchas horas. Aquel día continuaban las fiestas y Marina estaría conmigo; y estuvo; tan pegada a mí que se clavó su fragancia de juventud a mis sentidos. Quería retener los minutos, estar a su lado, y muy despacio llegó la noche. En cuanto oscureció, ya solo pensaba en cuando la acompañara a su casa, solos los dos. Llegó esa hora y fuimos lentamente por las calles, parándonos a cada sombra de la luna, besando su cara y sus labios que estaban templados como una primavera; pegado a su cuerpo, agarrando su cintura que parecía cortada. ¡Dios, que noche…! Pasaron las fiestas y seguimos saliendo; a pasear, al cine, a todos los sitios…, y juntos. -173-
Los tiempos que siguieron fueron de ensueño; el cielo azul bajó a la tierra, a rivalizar con los ojos de Marina aún sabiendo que perdía. Ella resplandecía cada día más; había muchachas bonitas, pero Marina era la mas preciosa. Al menos para mí, claro. Pasaron las estaciones. Marina se había pegado a mí como una lapa a una roca…, y yo a ella, como un sueño a la noche. Llegaron tiempos de felicidad absoluta. Marina se hallaba en toda la plenitud de la peregrina hermosura, o mejor dicho: en ese momento en que una mujer, conocedora de su propia naturaleza, regala belleza a todo lo que mira; y parece ser, que solo en mí fijaba su mirada. No podía ser mejor. Su cuerpo ya había olvidado las formas de niña, aunque aún conservaba esa aureola mezcla de mujer y niña al mismo tiempo. Sus cabellos parecían abrazar el azul de sus ojos… -174-
¡Dios, que bonita que era…, y sigue siendo! Nunca olvidaré el día que la tuve por primera vez sin las fundas de su ropa entre mis manos. Era un día caluroso. Salimos a pasear por las veredas de la vega, a escuchar como las aguas de las acequias murmuraban su frescor de atardecer. El día había sido bochornoso y el campo atraía; el frescor y su aroma seco, entraban como una droga a los pulmones. Nos sentamos a ver la puesta de sol en un recodo del camino; metimos los pies en el agua que estaba como sacada de un glaciar. —¡Hay que ver…! —dijo—, con el día tan caluroso y lo fresca que discurre el agua. —¡Fresca y limpia! —contesté. El sol ya se estaba despidiendo, cuando notábamos como el agua acariciaba nuestros pies, era como una lengua helada. El color de oro de los últimos rayos del día se estrellaba contra su cara; su cara y todo su cuerpo que brillaba más que los propios reflejos del sol. Parecía un imán de los reflejos. -175-
Me quede mirando como aquel cuerpo de mujer se recostaba sobre las yerbas del ribazo. Invitando a la lujuria; era como una diosa de fuego. Abrió sus ojos y brillaron como témpanos de hielo mientras yo me derretía al mirarlos. Los cerró de nuevo, castigándome. Se rió al ver mi cara, de idiota, como siempre que la miraba; sabía que ella era la dueña mis pensamientos. La sombra de mi cuerpo, alargada por los rayos del crepúsculo, besó su cara y su labios que brillaban con brillo propio, sin necesidad de luz ajena... Seguí a mi sombra; celoso de que antes la besara. Me acerqué a su cuello que olía a aromas de otro mundo…, y la besé. A los besos en su cara seguí con los besos a su alma. Ella se dejaba. Cerró los ojos y se apagó la luz azul del campo; besé su frente, sus zarcillos que colgaban de sus orejas como frutos maduros. Abrió de nuevo sus ojos y los cerró; besé sus parpados cerrados que estaban suaves como amapolas…, otra vez sus labios que se convirtieron en la frontera de sus pensamientos… Seguí transitando por su hombro que estaba suave como las dunas de un cielo; llegaron a mis narices los aromas cálidos y jóvenes de su piel…, luego seguí a su cuerpo, a todo su cuerpo. ¡Haay…! -176-
No seguiré contando, que hay cosas que no se pueden contar, solo diré que se largó el día y nos saludo la noche. ¡Y que noche…! ¿…Seguramente…, después de todo lo contado, os preguntareis quien es, esa Marina…? No existe... ¡O tal vez sí…! Que siempre hay alguna mujer como Marina… Aunque la llamen por otro nombre.
© Antonio Medina Guevara © Editorial Atlantis (2.011-2.013) Publicado con autorización del autor
Editado con licencia del autor y
De un capítulo de la novela: “No matéis al gorrión” ISBN: 978-84-92592-10-6
Historias y cuentos de ZĂşjar Antonio Medina Guevara
Llegamos a la villa cuando el sol ya bañaba a los trigales y les daba las formas de ondas del mar…, y sin avisar. Inmediatamente, me entregué a los placeres de la vista en primavera: al aire entre fresco y cálido, impregnado de los aromas que viajaban por el viento; a los paisajes que eran brochazos infinitos de una paleta de arco iris… Mis pulmones y mis ojos disfrutaban más que un cochino en un charco. Aquella vez, al día siguiente, también acompañe a mi padre al campo. Era muy temprano, tanto, que al sol de cada día se le suponía durmiendo. El frescor de las mañanas primaverales ofrecía un placer extraordinario a mis sueños. Como se despierta en un día de fiesta, me despertaron a mí. -187-
—Niño..., niño... —llamó varias veces mi padre con voz enérgica—. Que se hace tarde. Estiré lentamente todos los músculos de mi cuerpo, incluidos los de mi cerebro —si es que existen, pero que en caso de existir, seguro que estaban en el mejor de los sueños—. No entendía por qué dejar aquel estado de felicidad. ¿Para qué tanta prisa, si el campo estaría ahí más tarde, como siempre había estado, por toda la eternidad? ¡Que no se lo llevaría nadie...! Pero la insistencia de sus llamadas terminó por convencerme. —Ya voy..., ya voy... Respondí de manera perezosa, al mismo tiempo que ponía mis pies en el suelo de tierra prensada y fregada tantas veces, que parecía de duro cemento. Estiré por última vez los brazos en dirección al blanco y encalado techo de la habitación, a la vez que mi abuelo y compañero de cama retiraba las ropas que, como cada noche, ponía sobre mi cuerpo con la intención de hacer más confortables mis sueños. Mi madre me llamó desde la cama, me repitió que me abrigase, que por la mañana haría frescor; hice caso omiso, y llegué a la mesa donde mi padre ya tenía preparado el desayuno. Él ya consumía su taza de café de -188-
malta complementado con moyas de pan; a mí me daba un poco de asco ver flotar las moyas sobre el marrón del café, por lo que bebí el mío casi de un sorbo y salí a la calle con un rosco en la mano y dispuesto a acompañarle a la vega. —¡Vamos ya...! Papa... Le metí prisa a mi padre para devolverle la tocadura de narices que representaba hacerme levantar tan temprano, para vengarme, por ser domingo... Mi padre ni contestó y agarrando el ranzal del burro que nos había prestado la madre de Isabel, que había descansado aquella noche en mi casa, dispuso los aparejos sobre el animal y salió. Mi perro y yo les esperábamos en la calle. Montamos en el burro y en el serón de pleita que una vez fabricó mi madre con sus manos y para el burro que se murió; le solicité a mi padre: —Déjame las riendas... —No. —respondió autoritario. Partimos hacia el trozo de tierra de aquel día monta-189-
dos en el asno, mi padre delante, y yo detrás. Avanzamos al despuntar el alba por la calle que parecía sacada de un cuento de hadas; los pequeños jardines ya brillaban a los primeros rayos del día, con su verde primaveral; los lilos se apiñaban en inmensos ramos de flores, blancas y lilas; y las casas, blancas como la nieve, esperaban la llegada de las fiestas. Y es que, al llegar la primavera, todas las paredes se encalaban, hasta las de los corrales; la cal viva hervía en los cubos y barreños, purificando las paredes año tras año. Algunas paredes, tenían tantas capas de cal, como años desde que algunas manos las levantaron. Pasamos por debajo de un inmenso llorón que decían había plantado mi abuelo y que en los veranos daba sombra a la calle; andando por la vereda no tardamos en escuchar el murmullo de la fuente. La fuente que no paraba de regalar agua a la acequia que pasaba por enfrente de mi casa. Al verla, le dije a mi padre que parara, que quería beber agua; él accedió, y también bajo a beber. Bueno, más que a beber, a saborear; realmente no teníamos sed, pero era costumbre parar a beber su agua cuando pasabas por allí, casi como un ritual. En verano, cuando el calor quemaba y volvían del campo los segadores, se quitaban sus sombreros de paja, capuzaban su cabeza hasta la cintura, y veías como su estomago se hinchaba de agua fresca y cristalina. Sus -190-
barrigas parecían globos a punto de explotar. Los pajarillos se bañaban en las siestas, cuando solo los lagartos se atrevían cruzar bajo el sol... Los lagartos y nosotros; que la siesta era el momento más tranquilo para coger fruta ajena y bañarse en las balsas, sin que ningún guarda te arreara. Una vez, Antonio, mi vecino y guarda forestal, nos pilló en una de esas siestas bañándonos en una balsa. Era normal que nos pillara; hacíamos tanto ruido que se nos oía al otro lado de la vega. Se agazapó por entre los matorrales, sigilosamente, observándonos como un lince a los conejos y con su callado de compañía; supongo que cuando pensó como fastidiarnos, después de retirar nuestras ropas de los troncos de los olivos, nos llevó en “pelotas“ por la vega y por el pueblo. Como adanes. No hace falta imaginarse el bochorno de todos nosotros, ni las risas de los demás. Después nos obsequió con algunos mamporros de su callado y de propina, los de nuestros padres. ¡Disfrutó sádicamente aquel día…! Bebimos de la fuente. -191-
Actuamos con cierta celeridad; todos, menos el burro, que ese sí que parecía tener sed de verdad. Enseguida seguimos todos a nuestro destino: mi padre, el burro, el perro y yo. No mediamos palabra alguna durante un buen trecho, a excepción del burro, que mediante rebuznos parecía querer conversación, a lo que mi perro, sin pedigrí, respondía mientras intentaba morderse la cola sin éxito, como queriendo tener la última palabra..., o ladrido. Subíamos por el altonazo por el que discurría el camino, hasta llegar a la parata donde despedían a la Virgen en su romería primaveral, a lo más alto del cerro. Le llamaban la Erilla Empedrá…, y no sé por qué, porque ni era erilla, ni era “empedrá”. Cosas del pueblo… Pasada la suave cuesta con la mente ya fresca, empecé a pensar en aquella fuente de nombre tan misterioso; le llamaban la fuente de las Doncellas, y hablaban de aquella fuente los viejos y los niños en cuentos de fantasías... ¿Quienes habrían sido esas doncellas? ¿Qué había pasado con ellas...? Los viejos más fantasiosos hablaban del pasado morisco del pueblo, y también decían que bajo la tierra de aquel barrio descansaban los huesos de moros infieles; y era verdad, alguna vez, escarbando en los huertecillos, encontrábamos restos óseos que hablaban del pasado. -192-
Decían, que cuando expulsaron a los árabes, alguno quedó merodeando por los campos y las callejuelas, de las que algunas conservaban sus nombres antiguos, y sobre todo, en la alcazaba ruinosa. Y también hablaban de que sus espíritus nunca aceptaron dejar sus casas y sus tierras, y mucho menos, a sus antepasados. Tanto habíamos oído de aquello, que algunas noches, en los cálidos estíos, y jugando en concursos de miedosos, los niños del barrio corríamos a encontrarnos con el sonido del agua de la fuente. En la oscuridad, esperando la voz de alguna doncella... Quedaba ganador el que aguantaba más segundos escuchando el murmullo del agua, el canto de los grillos, y las quejas de las lechuzas. Nunca escuchamos la voz de ninguna doncella, ni nada por el estilo y mucho menos vimos su imagen, pero seguro, que allí estaban ... Seguimos andando por el camino y, poco a poco, disfrutábamos de la incipiente mañana. La senda atravesaba la vega, que estaba verde y limpia, como los ojos de Isabel, mientras las acequias murmullaban su agua cristalina y cerca, lejos, por todas partes, los pájaros daban sus buenos días con las melodías más sonoras y hermosas. -193-
Yo ya era consciente de tanta belleza que desprende el campo en primavera. Y a pesar de tener claro nuestro destino, parecíamos vagar por las veredas, estrechas como venas de la vega, pero con mucha vida. A nuestros oídos llegaban claros y confusos los sonidos, los rumores del aire, de las fuentes, de los pájaros, de cualquier cosa. Y con tanto desorden que sonaba como la mejor de las melodías. A lomos del burro, y cerrando los ojos, todo se veía transparente y limpio. Empezaron a brillar los primeros rayos de sol, con fuerza de primavera, derramando sus rayos de oro por el costado del Jabalcón, y ya se divisaba a los lejos, como una cajita en la alta lejanía de la cima del cerro, la ermita. Había algunos vecinos aún más madrugadores nos saludaban al pasar. —Buenos días, Antonio... —se oyó la voz de un hortelano, no sin cierta sorna—. ¿Donde vais tan temprano? —Buenos días…, Manuel. —respondía mi padre sin hacer caso de su guasa. —¿Por qué se ríe ese hombre? —pregunté, sin entender su cachondeo. -194-
—Cosas de Manuel.... —dijo mi padre sin prestarle mucha importancia. Seguimos en dirección a nuestro destino por la vereda. Mi padre, en un alarde de equilibrio, liaba un cigarrillo de picadura a lomos del burro; el primero de la mañana. Sacó su chisquero de cuerda y lo encendió… Llegamos a nuestro destino y atamos con un soga larga al burro, para que comiera durante las horas en que él arreglaba el bancal, con una medida calculada para que no llegara al del vecino. A la tarde, cuando el sol ya parecía una inmensa moneda de fuego y cobre sobre el oeste de Jaufil…, regresamos. Yo me fui a jugar con los amigos y mi padre a descansar; que no paraba ni tan siquiera los domingos y lo agradecía más que la comida. Cuando todo acababa en aquél día; me puse a pensar que: …¡faltaban solo seis días para el sábado de Fiestas…!
De un capítulo de la novela: “No matéis al gorrión”
© Antonio Medina Guevara © Editorial Atlantis
Historias de Zújar De un capítulo de la novela: “La noche que casi tocamos las estrellas”
Antonio Medina Guevara
No me puedo quejar, la vida es generosa; aunque a veces, cuando estoy solo, añoro a los que se fueron y a algunas que otras cosas…, ¡pero no me puedo quejar! Ahora, salgo a pasear por donde otros pasos conocidos antes pasaron. La lluvia y el tiempo parece que los borraron…, pero no. No los borraron, porque no los pueden borrar de mi memoria. Ahí están, yo los veo; con los ojos abiertos y también cerrados, porque para ver algo no hace falta tener los ojos abiertos. Cada día que pasa me alegro más de parecerme a ellos, de arregostarme por las cosas sencillas; esas cosas aparentemente iguales, pero que a la vez son siempre tan diferentes. Y tenía razón mi amigo al decir que no hay que irse muy lejos, que el cielo a veces lo tenemos a los pies; y también que a veces lo pisoteamos… -199-
Se me olvidó contar, que unas semanas antes de todo aquello, Juan me preguntó que quería que me regalara para mi cumpleaños; le dije que nada, ¿que por qué tanta prisa?; si aún faltaban unos meses y que lo tenía casi todo; pero que si quería hacerme un regalo que de verdad yo quería, que fuera un álbum de fotos viejas que sabía tenía en un baúl también viejo. Se rió de mis pretensiones tan poco caras y me contestó que: <<hecho, llévate el baúl>>. Así es que, a la vuelta al pueblo, en cuanto pude, cargué con el pesado baúl por el que nadie hubiera dado un duro por él, pero que yo sabía que estaba lleno de recuerdos sin precio. La cargué en el burro moderno: el tractor. Lo pasee por las calles del pueblo como en una procesión; algunos se reían al verme pasar con aquella antigualla y me preguntaban si me mudaba, y yo les respondía que las cosas, cuanto mas antiguas, más valiosas; después me dirigí al sitio de mi casa donde se archivan los recuerdos: la cochera. Cuando llegué a mi casa y lo descargué como pude, en una especie de ceremonial y estando ya solo ante aquella caja, que ni era fuerte, ni había que abrirla con una combinación numérica, levanté el cierre y abrí la tapa que sonaba a puerta de castillo. Después de soplar al polvo acumulado por el paso y por las rendijas en el tiempo, lo primero que ví, fue una caja vieja de chapa, llena de fotos también viejas y cosas que sabían de los recuerdos. -200-
Después de dejar en el suelo un montón de libros que ni sabía que habitaran en silencio al fondo del baúl, viejos y descoloridos, me paré en una de las fotos también del color del otoño. Allí estaban reflejadas casi todas las personas que eran parte de mi vida: Juan, contándole al oído algo a Loli que la hacía reír; mi madre: joven y con unos trapos sobre sus rodillas, con la piel tan blanca y tersa, que parecía de porcelana y del color de la escarcha; mi padre: con su boina clavada a la sien y también con gesto alegre; una vieja, que supongo sería la madre de mi amigo o su suegra, y que sujetaba por la cintura a mi hermano de muy pocos años sentado sobre sus rodillas…, y un perro idéntico al que nos buscó por los campos y por el pueblo, que supongo sería de la familia… Mi familia de entonces…, antes de que mi hermana y yo fuéramos ni tan siquiera un proyecto… ¡Pero mi familia…! Habían cosas con las que dudé en dárselas a sus hijos; se me pasó por la cabeza que, de haber sido de mis padres…, yo no las querría en otra casa, pero también pensé que no las echarían en falta…, y que al fin y al cabo, en mis manos no se perderían… ¿Por si acaso…? -201-
Seguí escarbando en los recuerdos ajenos, recuerdos de los que yo solo era participe en unos pocos, pero que al pasar por mis manos parecían que también los había vivido junto a todos ellos… …Y otra foto en la que aparecía una muñeca fabricándose en las manos de mi madre…, ¡la muñeca que nunca cerró sus ojos…! Algunos días; esos que parece que los sueños vuelven, me pongo a pensar en todos ellos y les hablo sin que nadie me oiga, para que no piensen que estoy loco y por que sé que están a mi lado; que me oyen aunque no les hable con mi boca. Me gusta y me da tranquilidad. Lo mismo que cada día recuerdo aquella noche y como la cara de Juan viajaba a otros tiempos pasados…, creo que fue feliz…, y yo de que lo fuera. Aquella noche fue especial, casi tocamos con nuestras manos las estrellas. Me acordaba a menudo de su cara y de sus palabras, también de lo que me dijo aquella noche y que por un tiempo se me había olvidado: “el día que me entierren no quiero bulla, tampoco me gustarían las lagrimas, -202-
solo que al bajarme al hoyo, estuviera rodeado de los que me aprecien” Así fue… A veces pienso que algunas personas mueren donde les gusta, que la señora Muerte les deja escoger; por eso me conformo al pensar en mi padre y en Juan; parece que ellos pudieron escoger. ¿Y que mejor que cerrar tus ojos donde puedas soñar?, ¿donde puedas ver lo pasado y borrar lo que no te gusta…? Mi padre los cerró a los primeros rayos de sol reflejados sobre el azul del mar; Juan los cerró a las estrellas, a la inmensidad de la noche que bañaba lo que él quería…, oliendo los aromas del buen tiempo y junto a un amigo. ¿Qué más se puede pedir…? Solo puedo decirles una cosa… ¡Gracias por pensar en mí…! Hay muchas cosas que ya no volverán, y si acaso vuelven, serán tan diferentes que no las reconoceremos; aunque siempre queda la memoria para llamarlas de nuevo… Pasó el tiempo y se olvidaron muchas cosas; pero -203-
no Juan. Él es mi amigo, mi maestro de las pequeñas cosas. Ese amigo que no te halaga, que a veces te dice cosas que no quieres escuchar, pero que en los buenos y en los malos momentos, siempre te acompaña. Que cuando no está, lo extrañas, y cuando él no viene, tú vas a él. Juan está en mis recuerdos, al lado de mi padre; a mi lado…, ¡junto a todo lo importante!. Cuando paseo por el campo, lo miro y todo lo veo como el día anterior y como el anterior…, y como siempre. Y al labrador, que pasa con su tractor lo mismo que su padre y el padre de su padre lo hacía con los mulos y el arado. Y el coche que ha sustituido al carro y la motocicleta al burro, pero todo sigue igual. Ahí están los árboles, los mismos de antes y los hijos de los se secaron; los pájaros y el agua… Ahora, con el paso del tiempo, ya casi solo me dedico a recordar, que según parece dijo alguien, es el gozo de los que lo han vivido; todo me parece que fue efímero, pero no; yo creo que lo pasado es para siempre. Parece que el tiempo lo borra todo, ¿o es que tal vez no pasa nada?; que como decía Eustaquio cuando le preguntaban por su curvatura: <<Eso…, son cosas de la vida…>> Así creo que pasará con todos nosotros, lo mismo que pasó con todos ellos: que nos iremos un día, que -204-
quedarán los que llegaron después…, y que al menos a mí, no me gustaría que me olvidaran. Lo mismo que a Juan… Él me transmitió muchos sueños; pensamientos que alivian los dolores de los malos sueños; esos que llaman pesadillas. Y me alegro de que viviera siempre así, y que la vida se le fuera con un dulce sueño…, y, aunque dicen que nunca se tiene dos veces el mismo sueño, yo seré muy raro, porque en mi memoria siguen soñando los mismos recuerdos, los de aquella noche junto a mi amigo... Junto a Juan… ¡La noche que casi tocamos con nuestras manos las estrellas…! Si como decía mi madre, que las personas no mueren mientras las recuerdan…, ellos, están muy vivos. …Y donde puñetas, acabaría el manuscrito…?
Conclusión: -205-
Esta historia, no tiene buenos ni malos; aventureros, villanos o viajeros que descubrieron mundos; ni tan siquiera personajes ilustres, de leyenda o que dejaron una gran huella a su paso… Solo es la historia —un poco inventada— de personas normales. De buenas personas… Son las cosas de la vida… Los que conocéis los lugares reflejados, os preguntareis, quien es ese Juan… No existe…, o tal vez sí. Que hay muchos Juanes paseando delicadamente por un mundo…, donde otros pisotean. A veces —tal vez sin darnos cuenta—, olvidamos que todos estamos de paso…, que todo se acaba; que solo somos andantes, emigrantes de la vida... Y que para atrás… —y aparte de los cangrejos—, solo andan los recuerdos.
Otros títulos del Autor:
No matéis al gorrión ( Atlantis - Madrid 2.010 )
Una mujer llamada Muerte ( Pelícano - USA 2.011 ) Edición americana