Santiago GarcĂa Tirado
La balada de Eleanora Aguirre
Ediciones Irreverentes
V P REMIO I RREVERENTES
DE
N OVELA
S ANTIAGO G ARCÍA T IRADO
LA BALADA DE ELEANORA AGUIRRE V Premio Irreverentes de Novela
Colección de Narrativa Ediciones Irreverentes
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisión de la totalidad o parte de su contenido por cualquier método, salvo permiso expreso del editor.
De la edición: © Ediciones Irreverentes S.L. De la obra: © Santiago García Tirado Mayo de 2012 http://www.edicionesirreverentes.com ISBN: 978-84-15353-30-0
Depósito legal: M-16225-2012 Diseño de la colección: Absurda Fábula Imprime: Publidisa Impreso en España.
La carencia también tiene un perfume
ROBERT WALSER Todo está ahí y yo no soy nada
GOETHE Los tigres, y cómo vivían, lo hermosos que eran y cómo murieron, cómo me hablaban mientras se comían a mis padres y cómo yo les contesté, y cómo dejaron de comerse a mis padres, aunque eso no ayudó a mis padres en nada, en aquel momento nada podía ayudarlos; hablamos durante mucho rato y uno de los tigres me ayudó con mis deberes de aritmética, y luego me dijo que me fuera mientras acababan de comerse a mis padres, y me fui. (…) Eso es lo que hacíamos aquellos días
RICHARD BRAUTIGAN
Eleanora Aguirre estuvo un rato dibujando líneas en la arena del suelo antes de escribir una letra; luego escribió otra más, después otra, y otra. Antes de eso había mirado al cielo y había estado un rato siguiendo con la vista a una pareja de zopilotes que merodeaban por los arrabales de una nube díscola. Había visto pasar una pick-up con la familia y una perra cargadas en la trasera, mientras otro perro los espantaba a lo largo del camino. Había visto que una mujer de ubres hospitalarias cruzaba el camino con un niño de la mano y en la espalda un atado de mazorcas, y el niño preguntaba por ella, tiene mucho de estar ahí, esperando, esa muchacha, pero la madre tiraba de todo, del niño y de su carga de maíz. Un poco también de la bola del mundo. Todo calladamente. Con la resignación entre los dientes apretados. Eleanora practicaba inglés escribiendo el nombre de sus dibujos, horse, al lado del caballo, SUN, en mayúsculas. Cercando el dibujo, un rectángulo al que llamó window y sonrió. Pésimo inglés, pero le divertía.. Le espera se hacía larga y nadie aparecía por el camino. Nadie que en ese momento pudiera estar por ella, quería decir. No ese viejo de sombrero norteño que la miraba de arriba a abajo como se mira a una res antes de dar un chavo por ella, ni como la cuadrilla de albañiles que pasaba caminando con sus herramientas al hombro («es nueva esa chamaca aquí», «mira qué abarrotes trae debajo de la camisa, buey», «es de los curas —y siseando— con las que cogen bien temprano pa’ que no venga luego la tentación y los agarre solitos»). Llevaba así sus buenas dos horas, sin moverse de la piedra grande de junto al camino. Sin hablar. Desplazándose lo justo para recibir del poste de telégrafos su mínima limosna de sombra. Y asombrada de que el mundo 7
no hubiera descarrilado aún pese a que había decidido marcharse, y para siempre. Se entretuvo en esmaltarse las uñas con el pincelito del frasco, y en sopesar. Sopesaba muy bien. Había sido una estudiante juiciosa y prudente de acuerdo con todos los informes que le enviaban a su familia, y no era ese momento para perder la fama. Si ya no tardaba Emiliano, sus posibilidades de salir entera de allí ganaban puntos. De lo contrario se dispararían las alarmas y las monjas saldrían a buscarla fuera del internado. Eso podría ocurrir más o menos después del desayuno. Había extremos que mejor no sopesarlos, cruzar los dedos, eso bastaba. Emiliano estaba al llegar. Emiliano y su camioneta achacosa. Dos vértebras poco fiables del destino, pero las únicas disponibles. Mejor no pienso en salir corriendo, se dijo esquivando ese hook del desaliento. Mejor seguir con el frasquito del esmalte, y recordar a esa pobre chica de Cárdenas que pasaba un frío del demonio porque se acordó de atiborrar su maleta de cosméticos y luego no le cabían unos calcetines de lana en condiciones. Le dio unos suyos casi nuevos, y ella le dio a cambio dos frascos de esmalte de uñas. En su cumpleaños esa misma chica le regaló una barra de carmín francés. Todo tan prohibido que Eleanora lo usaba en estado de excitación máxima. Se levantó, guardó los trebejos de la manicura, tenía calor. De pie al borde del camino se puso la mano de visera. Mirando más allá del último confín del mundo. Emiliano no venía. Tomó su maletita, se sacudió la falda, echó a andar en dirección a las últimas casas del pueblo donde aún resistían algunos cuadros de sombra. En uno de ellos colocó la maletita contra la barda de un corralón. Se aflojó el cinto de la falda y se sentó en la maleta a seguir esperando. Desconocía la hora. Serían las 10,00 h. Tal vez cualquier hora
entre las 10,00 y las 11,00 h. Sopesar ese dato empezó a preocuparla. Si Emiliano no la había engañado, debía haber pasado por allí con su camioneta de reparto de leche entre las 9,30 y las 10,00 h. y poco a poco iba asumiendo que ese plazo ya había expirado. Pero no quería ni pensar en salir corriendo. Iba a esperar. Podía ponerle trampas al aburrimiento. Dedicarse a escarbar en su bolsito de mano buscando nada. Hurgar entre: papelitos perdidos, una polvera, un diccionario de inglés, la crucecita que había sido de la abuela paterna, un cuaderno de notas, dos bolígrafos. Quedarse mirando a la pareja de zopilotes que seguía ahí arriba llevando a gala su holgazanería. Había un polvo amarillento hasta en la boca de los perros. Era un pueblo amarillo. Hasta ese día Emiliano no le había dado motivos para sospechar de él. No era un pendejo, no lo era. Tampoco muy listo, pero cumplía. Era honrado en todo lo que tenía que ver con su trabajo. Había acordado con él que al acabar el reparto de la mañana la recogería para llevarla a donde ella quisiera. Siempre que no se saliese del estado de Nuevo León. Con aquel armatoste de camioneta no era posible llegar muy lejos y tener aún la suerte de volver antes de que anocheciera. Esperaba que Emiliano cumpliese su parte. En dos años que lo conocía lo había visto llegar todas las mañanas con las cántaras de la leche. No faltó ni el día de la boda de su hermana. Ni cuando el terremoto del 68. Y no era momento para darle ventaja a la sospecha. Sin embargo el día avanzaba. El sol iba matando los últimos cuadros de sombra y ya llegaba a las puntas de sus zapatos. Había un sopor amarillo en todo y Eleanora se quedó traspuesta. No sabría decir cuánto tiempo estuvo así. ¿Le ocurre algo, señorita? 9
Seguro que es del internado. Parece de la ciudad. Por lo menos de Monterrey. ¿Puede hablar, señorita? ¿Está esperando a alguien? Las voces le llegaban como de un territorio muy lejano. Eran hombres que le hablaban, hombres con voz de borrachos. Apenas podía abrir los ojos, pero cada vez los escuchaba con más claridad. Viejos. Se estaban acercando demasiado, y uno la tocó en el hombro para despertarla. Eleanora Aguirre se sacudió la mano con brío, y mandó al hombre al carajo. Le recomendó además que chingara con su madre, porque esas cosas en familia quedaban mejor guardadas. Que se fueran, que el mundo era muy grande para andar tropezándose unos con otros. El sopor no se marchaba. Flotaba como una espiral de humo sobre su cabeza, y le entorpecía la aceptación de la realidad. Por qué se había mostrado hosca. Se preguntaba, y a la vez trataba de empujar la marcha de su cabeza. No tenía que haberse mostrado tan hosca. No le convenía llamar la atención, y ese genio suyo le iba a jugar malas pasadas. Levantó los ojos y los hombres ya iban calle abajo, fumando y departiendo entre sí. Uno caminaba con una muleta, con movimientos muy trabajosos. El otro era gordo, y tenía una cabeza que rebosaba del sombrero, pero todo su volumen se mantenía sobre dos piernas entecas que arruinaban su propósito de elefante. Los vio alejarse hasta que casi no podía escucharlos y dejaron de parecerle peligrosos. Se afirmó en que no volvería a descuidarse como lo había hecho. No antes de que estuviera a mil kilómetros y se hubiese borrado de esa parte del mundo el olor de Eleanora. El tiempo se mueve liviano a la sombra. La mosca que sube y baja jugando a ser avión de guerra resulta incapaz de fastidiarle la duermevela. Pero no se marcha la mosca. Eleanora flota ahora ingrá10
vida y escucha su vuelo aturdido al regresar. Puede ser que le quiera meter el miedo en el cuerpo con una ráfaga de metralleta. Pero solo intimida; no ataca. Se acerca peligrosamente a la oreja, y luego hunde su zumbido en el más allá, hasta que se hace rumor. Parece que ya ni se oye. La sombra en la que queda flotando Eleanora es una nube mullida que la sana del dolor de riñones. No le duele el culo aplastado sobre la maleta. Entonces siente que la nube la voltea y la pone boca abajo, le acaricia el torso, el vientre, le masajea los tobillos. Todo es placentero, cuando la mosca pone en marcha otra vez su zumbido de guerra. Se va acercando, poco a poco aumenta de volumen, y Eleanora mira hacia la mosca que ahora no está jugando. Ahora la mosca ya no se entretiene en dibujar círculos ni en amagar trazadas kamikazes para lucirse. Ahora la mosca ha tomado una trayectoria rectilínea y viene directa a su encuentro. Eleanora la mira. Se gira como una gata y se pone panza arriba sobre la nube en posición de defensa. La mosca viene disparada en dirección a sus ojos. Y entonces distingue la cara de la mosca: es Ricardito. Va cobrando volumen conforme se aproxima a su encuentro, y así se van dibujando sus perfiles, sus texturas, hasta que desaparece todo vestigio de duda. La mosca se limpia el sudor (es gorda, y suda a chorros con tanto looping y vuelo raso) y clava en ella sus ojos. Va a estrellarse directamente con ella sin tomar las debidas precauciones, Eleanora patalea sobre la nube, en balde, porque no encuentra nada sólido en lo que apoyarse para poder desplazar su cuerpo. A punto de producirse el impacto, Ricardito-la-mosca extiende un aguijón fofo que le cuelga de su vientre, y gira noventa grados hacia el sur. La va a penetrar. Las piernas de Eleanora están separadas en dos brazos de nube y siente un fresco nuevo que corre sobre sus muslos y hacia su interior. Todo está a punto de consumarse sin dilación. El fin está aquí. 11
El instante que anula los otros instantes. La aniquilación. Está bajando la mosca, el aguijón fofo la va a traspasar, Ricardito, no hay más, el zumbido de avioneta de guerra se ahoga entre sus piernas. Alguien enciende la luz. A la altura de sus ojos la línea quebrada volvía a resituarse, nítida. La frontera entre la tierra familiar y el cielo ficticio. Y arriba, los zopilotes a la deriva. Eleanora pensó en un examen de Geografía, y luego en los restos de comida que había almacenado en el bolso, junto a su pequeño diccionario de inglés. Good morning, sir, good morning ma’am, what’s the weather like, do you want potatoes, I’m eighteen years old. Todo iba a resultar escaso, consideró. El dinero. La comida. La cantimplora de agua. Tenía que haber aprovechado mejor las clases de Geografía. No, no tenía que amilanarse por ello, en todas partes habría indicadores que la ayudarían a guiarse. Y gente a la que preguntar. Pensó también en la Llorona, pero en la que cantaba mamá. Si la cantaban otros no coincidía con la suya. La suya era un alma remisa que habitaba en el desierto por decisión, y no había ido allí a buscar nada en concreto, ni a nadie. Lloraba a conciencia, su motivo era una pena inconcreta, amplia. Ni mucho menos un desamor ni nada por el estilo. La Llorona. La estuvo cantando un rato. La cantó hasta que le vino a la cabeza otra vez Ricardito, el cuñado, tan machito y sonrosado cuando venía a verla con su hermana colgadita del brazo. Oyó la mosca que volvía, y la apartó de un manotazo. Ya no tuvo más ganas de cantar. Apenas había pasado una semana desde la tarde cuando el cine lo precipitó todo. Esa tarde la acompañaban Concepción Gálvez, e Hildegarda de la Cruz, dos buenas amigas; también Mª Esmeralda Salmerón, una chica muy solicitada por todas, que se jactaba públicamente de tener un hermano muy prometedor en todos los senti12
dos. Al hermano nadie lo había visto nunca por allí. Pero eso no era obstáculo para que se hubiera convertido en un ente con personalidad propia que se movía por el internado con total libertad picando en todas las conversaciones. Incluso quitándole tres cuartas partes a lo que Mª Esmeralda Salmerón fantaseaba sobre el hermano, todavía no había forma de negar que fuera un buen partido: tenía veinticinco años, ejercía de médico en Montemorelos, era todo lo bello que se le presupone a un donjuán. La cara inédita que todas tenían del hombre era la de un Joseph Cotten en moreno. Y con bigote. El teorema era indiscutible en esos extremos. Hildegarda de la Cruz había tenido la idea, y estuvo toda la semana preparando lo del cine, convenciendo a las chicas una a una para que la acompañaran. Una niña enternecedora, Hildegarda: a sus diecisiete cumplidos, aún no conocía la utilidad de un sostén, medía 1,85 m. y su referente erótico estaba recogido íntegro en el cine. Últimamente andaba enamorada hasta las cachas de Rock Hudson, al que acababa de jurarle fidelidad eterna. Las demás amigas ya habían sufrido las rupturas de otras fidelidades eternas anteriores a Errol Flynn, a Robert Mitchum y la última a Marlon Brando. Solo que con Brando había sido peor. En vista de la vida azarosa de ese hombre, tuvo que romper a las malas. Se quedó deshecha tras la decisión. Juraba que sería una vieja prematura y esperaría la muerte sin volver a tener trato con varón porque todos en su fuero interno escondían un mono promiscuo. Como Brando. Esa ruptura fue más o menos la razón por la que todas le dijeron que sí cuando Hildegarda vino dando saltos a la hora de la siesta. A unas las asaltó mientras se daban abluciones de agua fresca para espantar el demonio de la calor, y a otras mientras se hacían la manicura. A una velocidad considerable vocalizó que el permiso 13
venía dado por el padre Alfredo Goyeneche, que ese domingo había cine, y que les daba la tarde libre para ir al pueblo. Hablaba de una película de Rock Hudson, y prefiguraba que no iban a decirle que no. Antes de que le preguntaran, admitió que ella ya la había visto (pero cómo la había visto), pues que la había visto, cuatro veces (y que si ya sabía cómo acababa, para qué otra vez), porque era de Rock Hudson (hacía calor), y como si la tierra está en llamas. Pijama para dos por cinco. Esa era la ecuación para resolver el domingo. La persuasión pura, Hildegarda. Sin sostén. La única condición realmente severa bajo la que les permitían salir los domingos era la de la luz del sol. Es decir, un poco más severa que la docena de condiciones que acompañaban a cada tarde de domingo, empezando por la petición expresa un día antes del permiso justificando el motivo del paseo. A eso se podían sumar las preguntas supletorias de don Alfredo, que escarbaba entre las intenciones con uñas terribles. Y las charlas de urbanidad de las hermanas, en las que les explicaban: la importancia de no comer nunca chicle en público, y menos ante los hombres; de no pintarse de carmín, porque eso solo quería decir una cosa; de no abandonar nunca una sola el grupo, para no sufrir el acoso del demonio. Era preciso atender a todas las instrucciones y dar prueba de haberlas entendido, antes de recibir el visto-bueno de don Abdón, que como director era el último en poner condiciones. El último, y quien mejor se remangaba para mostrar el puño y convertir en dogma todo cuanto allí se decía. Que no tenía otra finalidad que evitarcualquierbriz nadedudaquepudieraenturbiarlabuenafamadelinternadodelascarme litasteresianasdeSantaMaríadeNuevoLeón. Y que terminaba siempre con una admonición soberana acerca de la luz del sol, símbolo de 14
nuestro señor, bajo cuyo amparo debían volver todas enteritas y salvas por bien de la vida eterna. Y de su vida sin más. El sol alumbraba muy bien a eso de las cuatro y media del domingo. Como el cráter de un volcán invertido bajo el que las muchachas tendrían que atravesar si de verdad querían estar de vuelta antes del anochecer. Llevaban sus sombreros de yute bien atados y las sombrillas abiertas. El agua de colonia en los bolsos por si alguna se mareaba, y una cantimplora de agua fría empapando el interior del bolso. Serían obedientes al menos hasta que llegaran a un buen tiro de piedra del internado. Un poco después, cuando el aire salvaje ya fuera pasando a los pulmones y limpiando de la nariz el poso del incienso, todas comenzarían a aflojarse sus camisas de batista para respirar mejor. Así fue como lo hicieron. Comenzaron a saltar y a correr como niñas de primaria. Se tiraban unas a otras de los lazos de las faldas para deshacerlos, se lanzaban piedrecitas, se hacían cosquillas, se empujaban. Jadeando bajo el volcán. Con los ojos cerrados, Eleanora Aguirre se dejaba llevar de la mano por las otras. Qué importaba la mordida del calor, si era la hora de sentirse libre. La lista larga de deberes para la semana siguiente. La alegría de la tarde venciendo a plazo fijo. El aire reseco. Si las risas se derretían sobre la llanura de fuego. Todas se fueron desabotonando las camisas hasta la altura del sostén. Y en cuanto perdieron de vista el edificio de adobe enjalbegado, se sentaron sobre el polvo y se sacaron las medias sudadas. La única reticente en esta fase del juego fue Concepción Gálvez. Las miraba a todas de reojo sin atinar con la pose que se esperaba de ella, y a la vez queriendo ser como ellas. Con las mejillas encendidas, buscando el momento de hacer un agujero en la tierra y esconder la cabeza. El tiempo que duró la escena permaneció clavada sobre el camino, hasta que Mª Esmeralda Salmerón 15
reparó en ella. La Salmerón se acercó, le quitó el sombrero y le alborotó el peinado, y la llamó otra vez Conchita la chaparrita, con sonsonete incluido. Como hacían cada vez que había que leerle la cartilla a Concepción Gálvez en los asuntos de este mundo. Concepción se revolvió molesta. Pero la Salmerón insistió en la broma, también le alzaba las faldas al ritmo de la canción. Concepción Gálvez se zafó de ella como pudo, y luego mirándola de frente dijo algo sobre las reglas que ordenaban la modestia de las niñas, y sobre sus propios principios perfectamente asumidos, y se apartó a unos pasos del grupo. Con los brazos cruzados y los dientes mordiéndole el labio inferior. A todo esto las otras dos seguían cogidas del brazo sin darse por enteradas, perdidas en una conversación escuchimizada y que sin embargo les debía de parecer interesantísima. Mª Esmeralda Salmerón persistía en su guerra como si no dijera nada, pero sí decía. Clavada en el centro de la carretera. Poniendo todo su empeño en no escupir una risa loca que se le iba apretando contra los carrillos, en tanto que Concepción Gálvez seguía rígida con sus brazos cruzados. Hasta que empezó a sentirse incómoda con el cosquilleo de las gotas de sudor. Con la vehemencia de sus argumentos y el tira y afloja de sus gestos de ira, el cuerpo le había ido entrando en una fase de autoprotección, y empezaba a evaporar en abundancia. Concepción Gálvez notó en su cabeza y en su espalda algo así como docenas de dedos recorriéndole las líneas de la piel, lujuriándose en hacerle cosquillas. Uno de los dedos le recorría el surco entre los pechos, y de ahí se lanzó en cascada a inundarle el ombligo. Allí se dedicó a dibujarle círculos. Círculos y más círculos, luego llegaron los otros que se habían quedado en el sostén, y bajaron desde allí por docenas, docenas de dedos jugando ahora alrededor de su ombligo, corriendo, hurgando. Saltando unos encima de otros. En estampida. 16
Se congregó una multitud de dedos tan grande que se desparramó desde el ombligo hasta la cinturilla de la falda, empapándosela de un almíbar templado, nada agradable. Concepción Gálvez, pese al asedio, se mantenía firme. Los dedos seguían en su festival cada vez a un ritmo más vertiginoso, cuando un dedo, el más audaz, huyó de su masa natural y escapó en solitario buscando nuevos territorios inexplorados. Partiendo de la cintura el instinto le indicó la dirección de las ingles. Allí remoloneó unos segundos más indagando el camino para llegar más lejos. La muchacha seguía sin moverse, agitadísima por dentro pero entera ante la humanidad. Incólume frente a la canalla de los dedos. Sin embargo se acercaba a su límite. Lo difícil era en ese momento no lanzarse desesperadamente a poner sus manos ahí donde la acuciaba el cosquilleo. El lugar donde una señorita no debe hurgar. El lugar sin nombre posible. Mientras tanto, el prurito le acrecentaba el malhumor, se frotaba las piernas una con otra, en un baile nervioso que ya empezaba a ser insoportable. En un intento de olvidar que los dedos habían extendido su fiesta por toda la piel, se puso a debatir a gritos con Mª Esmeralda Salmerón. Le fue enumerando una y otra y otra las razones de que una muchachita se mantuviese alejada de esos aires liberales que traían las gentes sin principios ni moral, que no debían de ser más que comunistas disfrazados. Los dedos jugaban ya en multitud, pero no podían con ella. Siguió dando argumentos contra la relajación moral y en pro de la vestimenta decente. Enumeró multitud de convicciones progresivamente más incendiarias que expresaba en tonos álgidos, con una voz atiplada. Mª Esmeralda Salmerón la escuchaba, al tiempo que se acercaba a ella moviendo la cabeza arriba y abajo, como indicándole que era toda oídos. Concepción Gálvez retrocedió dos saltitos abriendo espacio. La otra seguía caminando al encuentro, a la vez 17
replicaba que lo peligroso a esas horas no era otra cosa que el calor, que podía caer redonda de una insolación con tanta ropa encima. Pero Concepción Gálvez volvía a su mutismo indignado. Se alejaba paso a paso como podía y en la medida en que los dedos no la volvían loca. Hasta que ya no pudo más y se arrancó en un baile extravagante como una suite de piruetas. Mª Esmeralda Salmerón le dijo te veo mal, ¿no será que te estás meando, mi amor?, y Concepción Gálvez corría azuzada por los dedos. Bailando y andando a saltitos unos metros por delante, alejándose tanto que las otras dos no pudieron menos que reaccionar al ver lo que pasaba. El grupo se dividió: tres echaron a andar siguiendo a una que jugaba a las carreras de sacos empujada por mil dedos que le recorrían la espalda, los pechos, el cuello, la cintura, las nalgas, las ingles. Mª Esmeralda Salmerón, con desparpajo, le dijo que ya que iba a llegar la primera a la Escondida les fuera pidiendo unas rosetas de maíz para la película, y luego te metes en el lavabo a airearte la pepa. Lo dijo con la voz ronca y un tintineo de hierros que caen de punta, arteramente: pero pídelas antes, que se acaban pronto. Concepción Gálvez ya no sabía dónde meterse, veinte metros delante, sin parar de dar botes. Las otras ya se habían echado a la carrera persiguiéndola, pero no había forma de alcanzarla. Decía al viento cosas como vete al demonio, bruja, sin dejar de correr, al tiempo que se frotaba con el refajo y se iba poniendo más y más colorada. Cuando ya no pudo seguir, se paró en medio del vórtice de polvo que ella misma provocó, y mandó parar con un gesto a sus perseguidoras. Hasta ahí. Que no se les ocurriera dar ni un paso más. Y no miren luego, por lo que más quieran, que no hay una pinche sombra donde meterme a poner en orden mis cosas íntimas. Lo dijo con ese aire ordenado y pulcro que resulta tan cómico cuando los demás están de jarana. Las otras le lanzaron más puyas, 18
la persiguieron. Como colegialas, riendo sin saber parar. Concepción Gálvez se alejaba más aún, con la cara llegando a un tono cárdeno, sin encontrar dónde meterse. Sacudiéndose y rascándose. Desesperándose entre los malditos dedos que la erizaban. Las otras canturreban Conchita la Chaparrita, cuando vio una posible salida en forma de huizachera y se lanzó hacia allí, Conchita la Chaparrita, la Chaparrita, una huida tonta como ella. Una tonta que hasta tenía corrido a medida. Parapetada detrás de la huizachera se secó el sudor como pudo, se quitó la falda. Hizo lo mismo con las medias y con la camisa. Las revisó detenidamente para comprobar en qué estado habían quedado tras la carrera, y simultáneamente se abanicaba la entrepierna con el sombrero para ahuyentar el riesgo de una apoplejía. Sin sorpresas: las medias las tenía ensopadas, y una carrera de palmo y medio se le había abierto desde un cachete hasta la corva. Así no había forma de parecer ni formal ni educada. Se lo pensó entre lágrimas de dilema moral. Más bien lloró sin dilema, hasta que aparecieron a su lado las otras tres. Ya no tenía las medias pero sí la falda bien colocada y bien atada con su lazo en la espalda. Había hecho un lío con las medias rotas y se las había guardado en su bolso por miedo a dejarlas allí, un miedo atávico a que anduvieran en manos de desconocidos o mordidas por las fieras de aquellos páramos. No miró a ninguna de sus compañeras cuando se puso en pie y echó a andar con la cabeza gacha. Se paraba cada dos o tres pasos para sacudirse la falda del polvo del camino y de vez en cuando daba un hipido lejano, casi inaudible. O gruñía. Me siento desnuda así, dijo, mientras se sonaba la nariz con un pañuelo de los que trajo al internado con su nombre cosido en punto de cruz. Me quiero volver. 19
Eleanora Aguirre, que ya hacía rato había dado por acabada la broma, hizo un gesto a las otras para que olvidaran cualquier intento de abrir la boca. Dio unos pasos hasta alcanzar a Concepción Gálvez y la tomó de la mano. Como si agarrara un papel. La acarició. La besó en las manos, en la frente (la abanicaba con el sombrero, todavía sudaba mucho), le decía al oído cosas que las otras no podían escuchar. La fue llevando de vuelta al camino, pausadamente, con una dulzura que ni ella misma se había conocido antes. Le habló de lo primero que le vino a la cabeza, de su casa, de su familia. Le contó nimiedades del fardo de su memoria. Le habló para que en su oído hubiese un hálito reparador. Nada más que por eso. Sin dejar de acariciar con su mano la mano de Concepción Gálvez. Ni siquiera la chicharra se atrevió a replicar nada durante el tiempo que Eleanora le estuvo hablando. Con la sombrilla en una mano y la otra en la cintura de su compañera, regresaron al camino que llevaba a La Escondida, donde se proyectaba la película. Era aconsejable hacerlo así, por otro lado, si no querían despertar sospechas en un pueblo donde cualquier visita resultaba sospechosa de necesidad. Las otras dos las seguían a poco menos de un tiro de piedra, y habían dejado de reír. No hablaban siquiera. Caminaban de la mano y desconociéndose a la vez, como esas amigas que no saben exigir un peaje de atención ni cómo pagarlo, pensando una tal vez en las ventajas e inconvenientes de que un marido se llame Rock y sea tierno, cuando no se tiene criada, en tanto que la otra seguía con la vista el rosario de cagaditas que dibujaba en el espacio un avión que era un cóndor, que era un búmeran, que era un chevrón iridiado, que era superman y que al final era sobre todas las cosas un machete afilado destazando el cielo. Un status quo de no más de tres o cuatro minutos, suficientes para esperar que cada una solventara su 20
problemática interna. Para entonces, Hildegarda de la Cruz creyó entender que Concepción Gálvez ya respiraba mejor, y que por eso había comenzado a hablar con Eleanora. Lo que solo podía significar que la broma se había olvidado y que ya la barrera del silencio se había quedado inútil. En un intento de recuperar la armonía del grupo, Hildegarda se soltó del brazo de la Salmerón y prefiguró dos momentos inmediatos. En uno se ajustaría los cascos del sostén, que con el ajetreo se le habían subido hasta las clavículas; en el segundo daría esos saltos ligeros que eran su especialidad, y en un vistonovisto se posicionaría a la izquierda de Eleanora, bajo su sombrilla. Vuelta al orden circular. Iban al cine y eran cuatro amigas. Las unían demasiadas cosas como para dejar que un malentendido arruinase una tarde de diversión. Luego de darle alcance al brazo y a la sombrilla de Eleanora, Hildegarda se sorprendió pensando que se había dejado sin prefigurar un tercer momento: el de la vuelta a la conversación con Concepción Gálvez. Cómo volver a hablarle a la cara sin despertarle la fiera a Concepción Gálvez, eso era complicado. Atrás seguía caminando sola la Salmerón, que le guiñaba el ojo para darle ánimos cuando le volvía la cara como interrogando. Que había tenido un novio una vez, eso fue lo que dijo Hildegarda. Un novio en Hualahuises que trabajaba de maquinista en un cine. Tenía las manos grandes y duras como un metate cuando la apretaba, y daba besos largos en los que le metía la lengua para adentro. Eso la asustó la primera vez, pero él le explicó que los besos eran así, y que lo demás eran arrumacos nada más que para las primas y los abuelos. Se sabía la filmografía completa de todos los mexicanos, aunque especificaba que no le gustaba ninguno. La segunda vez se asustó menos. A la tercera le levantó la falda y le rompió unas braguitas nuevas con un solo dedo sagaz como un 21
garfio hecho a su trabajo. Eleanora le preguntó qué quería decir unos años mayor que ella, y también le dijo que un muchacho que sabía meter la lengua ya tenía que haber practicado antes muchas veces. Hildegarda le contestó que imitaba muy bien a Mickey Rooney, a Burl Ives, a Tom Ewell, a Billy Gilbert, a George Sanders y a Henry Daniell. El mejor de todos, según él, era Monty Clift, pero no había encontrado la forma de imitarlo. Porque era demasiado hombrote para Monty Clift, explicó. Unos años mayor querrá decir que estaba casado, interrumpió Eleanora. Era guapo, se afeitaba todos los días, siguió Hildegarda, seguramente fantaseando con su chico de Hualahuises y un poco con todos los actores que sabía imitar. Que cómo se llamaba. Hildegarda se quejó de que así no podía pensar, si no la dejaban terminar lo que iba contando de una vez por todas. Cuéntame eso de la lengua otra vez, le pidió Concepción Gálvez que parecía estar regresando poco a poco de su olvido, y aclaró: pero hazlo tú para que entendamos cómo te lo hacía ese hombrote casado. Yo no dije que estuviera casado, corrigió Hildegarda en tono de urgencia. Lo dijiste, le replicó Eleanora Aguirre, pero da igual que no lo digas; a ti te provocan los casados. Cuando acabó de decirlo, Hildegarda ya tenía la vista vuelta atrás, al camino de donde llegaba un estrépito espantoso. En medio, la voz de Mª Esmeralda Salmerón gritando, increíblemente nítida. Una especie de gusano de seda gigantesco, con un ruido bronco y paulatinamente más cercano devoraba la tierra y venía hacia el grupo. ¡Miren, es Emiliano!, dijo Eleanora, señalaba una pick-up que surgía de entre la nube que había sido gusano de seda unos momentos antes. Todas se lanzaron al asalto de la camioneta, incluida Concepción Gálvez. Emiliano, el que conducía, un poco corrido entre tanta mujer, se había bajado de su asiento y saltado a la trasera, donde le daba sacudidas con su sombrero a los cajones que transportaba y les pedía disculpas antes 22
de invitarlas a sentarse. Eleanora llegó la última, derecha al asiento delantero. Con una sonrisa se bastó para saludar al muchacho. Mientras lo esperaba sacó un pañuelo de su bolso y con unas gotas de agua de colonia se limpió el polvo y el sudor de la cara. Llegaste a la hora de salvarnos, Emiliano. El sol nos devoraba, y estas mujeres nomás querían jugar. En la puerta Emiliano sacudía ahora su sombrero sin decir una sola palabra. Ensayaba la pose de un hombre duro, pero de lejos se notaba que no tenía todos los recursos dominados. Por el lado izquierdo de la boca se le escapó una media sonrisa. ¿Les llevo a La Escondida, verdad? Las otras mujeres hablaban a gritos entre sí, y él se apocaba en esas circunstancias. Eleanora le explicó que iban al cine, pero eso él ya lo había dado por supuesto. Antes de oírla ya tenía la vista al frente y la marcha engranada. La carrera hasta el pueblo no duró ni cinco minutos. Una vez allí las ayudó a bajar, precaviéndose de no mirar a los ojos a ninguna de las mujeres. Así logró decir adiós sin ceder a los gestos blandos, como un hombre. Lo observaban desde la cuadra de al lado otros hombres que charlaban al resguardo de una sombra, y era consciente de que además lo vigilaban más ojos desde la penumbra de las ventanas. Las muchachas apenas le dijeron un adiós callado, y enseguida se dieron la vuelta buscando la primera sombra que estuviera disponible. Se habían ahorrado un buen tiempo con el viaje en la pick-up, no era cuestión de hacerle pasar un mal momento en público. Aún les quedaba una media hora larga para comprar unos helados y andar perdiendo el tiempo por las calles aledañas. A la hora en punto eran cuatro sombreros entre la turbamulta descubierta que esperaba a la entrada del cine. Había expectación en el aire (la tarde de cine era una excepción siempre) y en el suelo, donde se formaban pequeñas olas de gente con el vaivén de los 23
cuerpos que empujaban. No era la primera vez que las muchachas del internado se presentaban en el pueblo a la hora del cine, y sin embargo las gentes las miraban otra vez sin inocencia, cacheándolas con los ojos de arriba a abajo, como si fueran apariciones intrusas. Las muchachas del pueblo más que nadie. Para tener qué decir cuando, al día siguiente, a los más jóvenes se les ocurriera chismear con el asunto de esas chamacas del internado. Para salvar su autoridad en el terreno las del pueblo eran diestras en artes de engatusamiento: movían las caderas exageradamente al ir entrando, o se ajustaban el botón del escote sin perder el paso con su grupo de amigas. Cosas así. La gente alrededor andaba en otra guerra, cuchicheaba y se señalaba con el dedo, se repartía los refrescos, hacía crujir las sillas. Se apagó una bombilla, y luego otra, y proporcionalmente se fue apagando también el bullicio. Se hizo negro absoluto. La secuencia fue: 1. El público empezó a meter ruido pateando sobre el suelo. 2. Aparecieron las primeras luces sobre la sábana blanca. 3. Hubo puntitos negros que volaban, del tamaño de un escarabajo. Chocaban contra la pantalla, y caían. 4. Las luces iban cobrando forma sobre la sábana; acompañadas de una fanfarria que todo el mundo parecía conocer. 5. Los padres con sus hijos y los maridos de cierta edad mandaban callar en un círculo de dos o tres metros (su radio de influencia social), chistando. 6. Los escarabajos eran rosetas de maíz que el público lanzaba desde atrás. 7. En la pantalla evolucionaban imágenes diversas de un noticioso: un torero, una cantante con traje charro, el presidente y una fábrica de cerveza, un humorista saludando al bajar la escalera de un 24
avión, un modelo nuevo de coche en una factoría futurista, el presidente saludando al subir la escalera de un avión. Cada imagen era detallada por una voz masculina que leía apasionada o irónicamente según lo requiriese el tono de la imagen. 8. Hildegarda de la Cruz avanzaba a las otras el planteamiento de la película, y empezaba a revelar detalles de la trama. 9. Eleanora les hacía una señal con el dedo en los labios para que se callasen. La secundaba una señora que se desparramaba en la silla de delante y volvía una cabeza sin cuello para chistar y hacer el mismo gesto de Eleanora. 10. Ya no se oía al speaker. Había una voz de mujer en su lugar que cantaba en un inglés muy mal pronunciado. Cantaba o gruñía, en todo caso no usaba las cuerdas vocales. Eleanora andaba a vueltas con un pañuelo, tratando como podía de ponerle freno al rosario de estornudos en que se ahogaba. Quería escuchar a esa mujer que cantaba sobre la pantalla y bailaba con un movimiento espasmódico, pero la alergia no estaba de su parte. El locutor apareció otra vez por encima de la música narrando la historia de un festival en Monterrey, la imagen de la mujer desapareció y en su lugar se sucedieron otras imágenes similares alternando con planos generales del festival. Un tumulto colorido. Allí en el cine, sin embargo, nadie al parecer le prestaba atención al noticioso, cosa que a Eleanora la desquició. Sobre la pantalla había contemplado una aparición inenarrable y ni una sola persona a su alrededor parecía haberse dado por concernida. No era parte de la película, no tenía importancia. Un nuevo acceso de estornudos la obligó a refugiarse en el pañuelo, y apenas pudo escuchar otra cosa del reportaje sobre el festival. Lo que había oído y visto fue suficiente para que un malestar nebuloso se le 25
instalara toda la tarde en la cabeza. De la película posterior no entendió nada. La gente reía, sus amigas parecían estar en un limbo placentero, pero ella ni a tientas hubiera encontrado el modo de volver a la fiesta de los demás. Tras haber visto las imágenes de esa gente del festival vestida como una tribu nueva, esos cuerpos que se abrazaban y se besaban abiertamente, el pelo sembrado de flores, todo a su alrededor perdió instantáneamente el color. Eleanora empezó a hablar al oído de Concepción Gálvez. ¿La viste a esa mujer, Concepción? No te oigo, Eleanora. Si me hablas en susurros no sé qué me quieres decir. La mujer que cantaba. Esa güera de la melena larga que daba quejidos como de perra. Si es que la viste. ¿Cuál güera? No me fijé en ninguna. En el cine siempre son todas güeras, ¿por qué preguntas? Había una que tenía un vestido dorado, una que dicen que cantó una vez en Monterrey. ¿Oíste antes hablar de ella? Pregúntale a Hildegarda. Ella sabe de muchos gringos famosos. Pero yo no hablo de películas. Esa gente que viste así. Es rara. Si quieres la llamo a Hildegarda. No. Cuando acabe esto yo le preguntaré. A punto de terminar la película, la gente seguía riendo a gusto. También lo hacían Hildegarda de la Cruz y Mª Esmeralda Salmerón con las manos entrelazadas, su postura de costumbre. Eleanora las oía reír desde antes de que la carcajada general estallara. Todo recurso en la película parecía haber encontrado la fórmula para desatar el buen humor del público. Concepción Gálvez acabó también unida al coro de risas, desde ese instante todo cobró un cariz de hermandad universal, bonachona. Siempre alrededor de Eleanora Aguirre, pero sin contar con ella. Estaba excluida. Eleanora seguía viendo 26