La propiedad y el común: reflexiones sobre el valor de la comunidad en el presente de crisis

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Tomo I: Perú


Derecho de los Desastres: Covid-19 Tomo I: Perú


Derecho de los Desastres: Covid-19 © Pontificia Universidad Católica del Perú, 2020 Facultad de Derecho Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú. Teléfono: (51 1) 626-2000 / 5660 www.facultad.pucp.edu.pe/derecho

Diseño de cubierta: Gaby Gamarra Corrección de estilo y cuidado de la edición: José Luis Carrillo M. Diagramación de interiores: Tarea Asociación Gráfica Educativa Primera edición: agosto de 2020 Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Diagramado en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5


La propiedad y el común: reflexiones sobre el valor de la comunidad en el presente de crisis José Carlos Fernández Salas Pontificia Universidad Católica del Perú



1. Introducción El COVID-19 nos ha obligado a aislarnos físicamente y a encontrar creativamente medios para mantener nuestras actividades a distancia. Pero, a la vez, nos ha vuelto más conscientes de elementos de la vida que en los tiempos previos a la pandemia solíamos dar por sentados. Uno de esos elementos es la comunidad. Con ello me refiero a la comunidad que compartimos con los miembros de nuestra familia, los vecinos de nuestros edificios o barrios, los integrantes de nuestros grupos, clubes y asociaciones, los compañeros de trabajo o de estudios y hasta las personas en general con las que compartimos nuestra ciudad. La pandemia no solo ha activado nuestra percepción sobre esos vínculos, sino que en muchos casos es a esas redes de personas a las que muchos han recurrido para sortear estos tiempos difíciles, bien a través de un grupo de Whatsapp en el edificio, bien por medio de una olla común para preparar los alimentos en el barrio. Esa realidad tan cotidiana de la que escuchamos y leemos permanentemente en los noticiarios y las redes sociales se traduce también en los espacios que habitamos. De algún modo, las personas se han organizado para escapar del departamento hacia la azotea, que es el área común del edificio, o para usar las escaleras y terraplenes de la calle, cuando la vivienda propia resulta demasiado pequeña para hacer viable el confinamiento. Aun solo mirando desde la ventana, al vivir en una ciudad sabemos que los otros están ahí; sentimos esa presencia y, también, cómo el valor solidario de las personas se refuerza mucho ante las adversidades: hace un par de años frente a las inundaciones provocadas por el Fenómeno El Niño, hoy frente al COVID-19, mañana no sabemos frente a qué. A ese valor de comunidad a veces difícil de describir y frecuentemente difícil de explicar se le suele llamar «el común» (Ostrom, 1990, p. 2). La idea de que, contra la creencia de que impera entre nosotros el afán por maximizar beneficios al estilo del homo economicus, las personas tienden en muchos casos a cooperar, a ayudarse mutuamente y a compartir sus bienes y recursos. Por ello, cuando se trata de la propiedad, que es el tema en el que me quiero enfocar, no debería sorprender que los ciudadanos cooperen con tanta naturalidad y se asocien, sea para compartir las áreas comunes de un condominio o para formar y mantener una asociación de vecinos que se encargue de las gestiones ante las autoridades para el acceso a agua potable. 453


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En contraste con ese valor de la comunidad que se ha hecho tan palpable durante esta pandemia, lo que sostengo en las reflexiones que siguen es que la regulación de la propiedad en nuestro sistema jurídico civil está impregnada de una filosofía individualista. Señalo, además, que ello no tiene su origen en el giro liberal de las últimas décadas del siglo XX, ni en las ideas de Hernando de Soto (2020) que hasta hace unas pocas semanas afirmaba que la respuesta correcta a la pandemia es la formalización individual de los títulos informales y la generación de capital mediante el desbloqueo de esos recursos. Afirmo que ese paradigma individual de la propiedad viene enraizado en la regulación de los derechos reales desde los movimientos de codificación que se originaron en Europa y que luego reprodujimos en Latinoamérica. Es esta realidad la que —sostengo— torna más complejo el intento de hacer que nuestras normas de propiedad añadan ese valor del común al que parecemos ser tan proclives los peruanos especialmente en tiempos de crisis. Afortunadamente, el derecho no es solo las normas sino fundamentalmente la forma en que estas se han desenvuelto en la realidad de nuestra historia y de nuestro presente (Herzog, 2015, pp. 243-268). Esa mirada a la historia reciente y no tan reciente de nuestro país y de nuestras ciudades nos dice que las personas sí que han materializado el común en el ejercicio de la propiedad. Han contradicho la transitoriedad de la copropiedad del Código Civil y organizado complejos esquemas de tenencia a través de acciones y derechos sobre inmuebles con saneamiento físico legal aún pendiente. Han minimizado el hecho de que la asociación civil es una figura que ni siquiera aparece en el libro de derechos reales y la han convertido en protagonista de los mecanismos de adquisición del derecho de propiedad a través de las frecuentes asociaciones de vecinos o asociaciones de vivienda. Y cuando ha entrado a tallar la titulación individual de propiedades, esta ha sido más bien perniciosa y poco exitosa como política pública (Calderón, 2019, pp. 52-56). Con base en ello, en este artículo afirmo que en esta crisis que vivimos existe una oportunidad para incorporar más de las prácticas comunitarias de los vecinos de nuestras ciudades en las instituciones jurídicas. Ello no solo representa una avenida para el acercamiento de nuestro derecho a la realidad multicultural local, sino que es también beneficioso como política pública: las comunidades de personas pueden ser —y en muchos casos ya lo son— las que suplan los vacíos que se generan con un Estado que no se da abasto para garantizar los mínimos de vivienda, servicios y equipamiento dignos en nuestras ciudades. Los hacedores de políticas públicas, muy pocas veces abogados, no saben cómo hacerlo; nosotros, desde el derecho, estamos en una posición inmejorable para contribuir. Por lo demás, las reflexiones que contiene este artículo se ordenan del siguiente modo. Primero, se describen ejemplos de episodios de cooperación comunes que se han suscitado en estos días de confinamiento forzado. Segundo, se examina la compatibilidad de nuestro libro de derechos reales en el Código Civil con la consideración del común en el ejercicio del derecho de propiedad. Finalmente, se afirma que, aunque las normas formales estén informadas por un paradigma individualista, el desenvolvimiento de la propiedad en la realidad es el que los abogados deberíamos tomar como referencia al momento de repensar las antiguas normas de nuestro Código Civil. 454


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2. La propiedad en el presente de crisis Un edificio de tres pisos en la urbanización San Borja Norte ha visto a sus habitantes comunicarse más activamente que nunca. Las áreas comunes de los seis departamentos (dos por cada piso) consisten solamente en una vereda angosta entre los espacios de estacionamientos, las escaleras que comunican las viviendas y una azotea enrejada con algunos cordeles para colgar la ropa. Solamente los vecinos de los dos departamentos del tercer piso conocían de antemano el nombre de los miembros de la otra familia. El resto de las relaciones entre las personas del edificio se limitaba a un saludo cordial al cruzarse en las gradas o en la entrada. Este anonimato mutuo cambió recientemente. Luego de decretado el estado de emergencia por el COVID-19, fue una de las familias del tercer piso la que tuvo la iniciativa de crear un grupo de Whatsapp para el edificio, de modo que las personas que viven en el tercer piso —las familias más jóvenes— puedan ayudar en lo que se necesite a las familias de los pisos más bajos, especialmente en cosas como las compras en el supermercado para la señora de más edad que vive en el departamento 102. El grupo de Whatsapp del edificio se ha vuelto más activo con el correr de los días. A través de este, en las primeras semanas de la cuarentena se animaron todos a salir a las 8 de la noche a las ventanas para aplaudir la labor de la Policía, los médicos y el personal de los servicios esenciales que están trabajando durante la emergencia. Fue también por medio de este que se fueron compartiendo las noticias sobre casos de contagiados con el virus en zonas cercanas al edificio. En cierto momento alguno de los miembros del grupo de Whatsapp cambió el nombre del grupo de «compras en el mercado» a «Vecinos Deraín 188» y le pusieron la foto del edificio como imagen de perfil. Para Alfredo, un profesional de mediana edad que vive solo en el departamento 202 (su familia entera vive en provincia), el grupo fue su mayor desahogo mientras respetaba la cuarentena de tantas semanas. El sufrimiento que le ocasionaron los alargues de esta y las medidas fallidas del Estado, como la de turnar las salidas a la calle por género, se apaciguaban con las iniciativas que tenía para su edificio. Bien el gel desinfectante amarrado a la puerta de entrada, bien la limpieza de la azotea para que las familias puedan salir allí a tomar el sol por turnos durante el día, siempre encontró algo que hacer para mejorar los días de confinamiento para su comunidad de vecinos y para él mismo. El ratio de habitantes por policía en el distrito de Villa María del Triunfo era, al año 2017, 1192 habitantes por cada policía, sustancialmente mayor que el ratio de San Isidro, que es de 299 habitantes por cada policía, y que el de Miraflores, que es de 305 habitantes por cada policía (IDL, 2017, p. 163). Por eso, cuando inicialmente se dispuso el estado de emergencia y la prohibición de salir a la calle, se anticipaba que el nivel de respeto de la disposición no sería el óptimo en zonas de nuestro país como el distrito de Villa María del Triunfo. Sin embargo, es en esos espacios carentes de una presencia sustancial del Estado donde se ubican un conjunto de organizaciones colectivas muy comunes en nuestro país: las asociaciones de vivienda.

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Fueron estas organizaciones de vecinos las que, ante la falta del personal policial o de serenazgo suficiente, coordinaron la realización de rondas a partir de las 8 de la noche para, así, asegurarse de que la gente no saliera de sus casas y se redujeran las posibilidades de que alguien de la comunidad se contagie con el virus y con ello contagie al resto de miembros (Desco, 2020). Así, entre la lejanía del Estado y la omisión en el cumplimiento en la mayoría de sus funciones, por un lado, y la vulnerabilidad de una persona o una familia de manera individual, por el otro, se alza un rol preponderante de un actor no solo jurídico, sino fundamentalmente social y político, que es la asociación que agrupa a las familias de una determinada zona o barrio en las ciudades peruanas. Una de esas organizaciones es la del barrio Virgen de la Candelaria en el distrito de Villa María del Triunfo. El secretario general de esta asociación de vecinos describe la manera en que para esta organización no ha sido una novedad la coordinación de las rondas nocturnas, ya que desde hace años han coordinado de manera colectiva las obras que se han hecho necesarias para el paulatino desarrollo del barrio. A base de faenas dominicales y de cuotas periódicas aportadas por las familias, han hecho las obras necesarias para los caminos, las escaleras y una red de agua, y han realizado las gestiones necesarias para conseguir acceso a electricidad. Recientemente han construido una parte del local comunal donde tienen sus reuniones periódicas para coordinar sus acciones, y de cuando en cuando organizan una reunión social y su respectivo partido de fulbito en la cancha del barrio (Hidalgo, 2018). No era sino natural que sea esta la organización que se encargue de canalizar las necesidades de los vecinos en los tiempos tan diferentes que le ha tocado vivir a la ciudad con la crisis del COVID-19. La pandemia los ha empujado ahora a coordinar actividades de emergencia como la preparación de una olla común para suplir la escasez económica que ahora muchos de los vecinos sufren por la cuarentena. Los propios miembros se han dividido distintos roles para la compra de suministros, para la preparación de la comida y también para fiscalizar el respeto de la higiene y la distancia social en todo el proceso de recogida de los platos de comida por los vecinos. La situación de cuarentena por el COVID-19, extendida una y otra vez, ha sido un constante recordatorio de lo limitada que es la vivienda propia, de la dificultad de los períodos solitarios y, en general, de lo ilusorio de la vida individual. Lo que hasta hace tan poco tiempo era una situación inmobiliaria ideal ha sido puesta en cuestión. Un departamento mediano o grande en un distrito céntrico de la ciudad, con un estacionamiento y un vigilante en la puerta, ha dejado de ser un sueño inmobiliario para pasar a ser un espacio de confinamiento forzado por momentos similar al de una prisión. Se han puesto en discusión los espacios públicos que requiere la gente para complementar su vida de casa, las redes de personas a las que uno pertenece, ya sea en el trabajo, el centro de estudios o en los clubes y asociaciones, la importancia del barrio y los servicios a los que uno puede acceder sin necesidad de manejar por media hora o una hora y la necesidad de conocer la identidad del vecino, bien para apoyarse con las compras, bien para solamente tener alguien con quien conversar. En suma, la necesidad del colectivo.

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En las zonas más precarias de la ciudad el colectivo ya no es solo una forma de tener una cuarentena más llevadera, sino que se convierte en el elemento del que frecuentemente depende la circunstancia de llevar o no ese día un plato de comida a casa. Las asociaciones de vecinos han sido las redes que han organizado la compra al por mayor de víveres y la preparación de una olla común. Las calles y las escaleras públicas han sido los espacios abiertos que han permitido desfogar el hacinamiento de viviendas con solo una o dos habitaciones. Han sido también los grupos de presión para ponerse en contacto con autoridades, entidades prestadoras de servicios o hasta periodistas, para poder acceder a servicios tan críticos en estos días como el suministro de agua potable. Se pone con ello en cuestión la pertinencia de las políticas públicas que buscan responder a las necesidades de la población a través de mecanismos que dejan de lado al colectivo como, por ejemplo, la ya antigua titulación individual o la reciente transferencia directa de dinero. Este es el punto en el que corresponde preguntarse por el derecho y las instituciones jurídicas. ¿Recogen las instituciones jurídicas este valor de la comunidad que se ha hecho tan patente en estos tiempos de cuarentena? ¿Reflejan las normas la limitación de la vida individual y la necesidad de recurrir al colectivo? ¿Evitan las normas que la exageración de la protección a las decisiones individuales ponga en peligro el bienestar de la comunidad? Evidentemente, el examen de estas preguntas se viene haciendo en muchas ramas del derecho en estos días. Se habla de las restricciones a la libertad y otros derechos constitucionales en pro de la salud pública; se habla, en el ámbito de la contratación privada, del solidarismo y la justicia contractual; y hasta se ha usado el recurso a la solidaridad para proponer un impuesto a las grandes fortunas para el sistema tributario. Lo que a continuación haremos es la evaluación de hasta qué punto esta consideración del común permea la regulación del derecho de propiedad y, en general, de los derechos reales en el sistema jurídico peruano.

3. La propiedad en el Código Civil y el individualismo A contramano de lo descrito en la sección anterior, el sistema formal de derechos reales peruano está organizado en función de los intereses del individuo. La unidad fundamental de esta rama del derecho es el bien y el derecho real que el sujeto de derechos detenta sobre él. Las manifestaciones de colectividad en este sistema son estrictamente evitadas, puesto que contradicen la filosofía de lo exclusivo y excluyente del derecho de propiedad, contradicen el afán de oponibilidad de «mi derecho» frente a los demás —erga omnes— que caracteriza al libro V del Código Civil peruano. Así, por ejemplo, la situación de copropiedad sobre un bien es considerada nada más que una fase transitoria en la situación patrimonial de los sujetos. Cualquiera de los copropietarios, dice el Código Civil, puede pedir en cualquier momento la partición —acción obligatoria e imprescriptible para forzar la terminación de la situación de copropiedad—, sin importar que tenga solamente el 0,0001 % de todas las alícuotas. A eso se le ha llamado tradicionalmente la adopción de la lógica de la 457


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«comunidad romana» en contraposición a la más colectiva «comunidad germánica». Se llega a decir que la razón por la cual se ha regulado la copropiedad es por la inevitable circunstancia de la vida de que un conjunto de herederos reciba en común los bienes de su causante, pero que será de interés de aquellos deshacerse de esa situación de «confusión» a la brevedad posible. Otra expresión de colectividad, las personas jurídicas —esa manifestación del común en que dos o más personas vinculan sus intereses, sus objetivos y también sus patrimonios—, está enteramente excluida de la regulación de los derechos reales. A la regulación de los derechos reales no le resulta relevante que el propietario sea un individuo o una asociación de 50, 100 o 500 personas o familias. Igual se repite que la exclusividad es un carácter tradicional de la propiedad. Por lo tanto, la forma en que se relaciona con el bien un miembro de una asociación, un comunero de una comunidad campesina o incluso un accionista de una sociedad queda a medio camino entre las normas de personas jurídicas y las normas de derechos reales. La misma propiedad horizontal —todavía llamada así en el texto del Código Civil— es un fenómeno marginal en la tradicional regulación civil de los derechos reales. Los espacios de manifestación del común en las ciudades no se limitan solamente a asociaciones de vivienda o a copropietarios de terrenos sin saneamiento, sino que también incluyen los innumerables edificios de departamentos y oficinas que existen en las zonas más consolidadas. La cotidianidad de la necesidad de administrar una sala común de usos múltiples, de organizar la recolección de las cuotas, el pago del servicio de limpieza y mantenimiento, así como la propia interacción personal entre los vecinos de un edificio o un condominio, son manifestaciones de lo cercanos que estamos todos a los espacios colectivos. Los profesores de derecho y los legisladores se ocupan profusamente de esta materia, al punto de que quizá su regulación registral es hoy en día excesiva. Sin embargo, nuevamente es pertinente apuntar que el Código Civil dedica nada más que un artículo a la propiedad horizontal. Muchos sectores del derecho tienen cierto nivel de flexibilidad para incorporar las evoluciones de la sociedad y responder a las incompatibilidades del derecho formal con las prácticas locales. El mero hecho de que la gran mayoría de las normas en materia de contratos y obligaciones sean supletorias de la voluntad de las partes permite a los sujetos configurar sus acuerdos con ajustes ad-hoc para sus respectivas situaciones. Aunque los derechos reales cuentan con cierto espacio para dicha libertad, tienen una fuerte restricción a la posibilidad de los sujetos de crear nuevos derechos reales y de reconfigurar los que ya existen, por ejemplo, mediante la creación de figuras que incorporen un aspecto más colectivo. El movimiento de codificación civil trajo consigo en los derechos reales la incorporación del principio de tipicidad o de numerus clausus, excluyendo antiguas formas de tener derechos sobre los bienes y limitando la baraja de opciones a los derechos existentes en el Código (Cacciavillani, 2019, p. 124). Por lo tanto, el espacio para escapar del paradigma individualista en el campo de los derechos reales es mucho más limitado que en otras ramas del derecho. Se explica de muchas maneras esta visión respecto de nuestra propiedad. Por un lado, se recurre en muchos casos a la historia reciente de nuestro sistema políti458


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co-económico. La Constitución que hoy nos rige es la de 1993. Su capítulo económico, al que se atribuye el mérito de la estabilidad macroeconómica actual del país y los años de crecimiento económico en la década de 2000, considera la propiedad como un valor inviolable que no se puede vulnerar sino por causales muy restringidas. No estamos solos en ello. México, Chile y Latinoamérica en general fueron el escenario de una ola de reformas liberales entre los años 80 y 90 del siglo pasado que santificaron las libertades económicas y confiaron el destino de la sociedad a la eficiencia de los intercambios por parte de los agentes racionales que, se afirmaba, son los ciudadanos. En el Perú muchos fueron tal vez creyentes de esta visión, especialmente cuando fue el shock económico el que nos hizo avanzar del horror inflacionario del primer Alan García y nos colocó de nuevo entre los países amigos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. La propiedad privada se volvió, por lo tanto, un pilar de nuestro sistema económico, y su parámetro de ejercicio pasó a ser el bien común, abandonando nominalmente la consideración del interés social y restringiendo los motivos de expropiación incluso más allá que otros países latinoamericanos y que los mismos Estados Unidos. Al justificar esta visión de la propiedad, la historia reciente se combina con enfoques funcionales como el análisis económico del derecho al momento de justificar esta toma de partido por la protección de las libertades individuales. No hay alegoría más gráfica que la de los pastos africanos que desaparecen víctimas de la tragedia de los comunes. Que todo pertenezca a todos, se dice, genera que nada se preserve. La intención humana más racional es la de depredar el común (Hardin, 1968, p. 1244). No hay, por tanto, elemento más eficiente que una cerca. Si yo puedo excluir al otro de mi espacio, tengo la motivación de invertir en mi predio. A menos que le confíe la administración del bien al Estado, requiero de los derechos de propiedad privada. Requiero de propietarios individuales con los incentivos de explotación adecuados. Deben desaparecer los pastos comunes. Deben privatizarse también las pistas, los mares, la capa de ozono, la luna. Así tenemos actualmente autopistas urbanas con peaje, concesiones forestales y esquemas de bonos de carbono, programas de titulación individual masiva de posesiones informales, entre muchos otros ejemplos. Pero tanto los ajustes económicos liberales de finales del siglo XX como la incorporación del análisis funcional del derecho en nuestro país son relativamente recientes. Nuestra normativa y sistema civil y de derechos reales no lo son. Sería inocente pensar que la configuración actual de la copropiedad, la marginalidad del común en la propiedad y la restricción a la creación de nuevas titularidades reales son fruto de las tendencias político-económicas de la segunda mitad del siglo XX. Por el contrario, un buen porcentaje de los artículos del libro V del Código Civil actual permanecen casi inalterados desde su inicial concepción en el movimiento de codificación del siglo XIX europeo. Pensemos nada más en el criterio que usa el Código Civil al aceptar que en terrenos que no estén cercados o sembrados un tercero pueda cazar, pescar o hasta buscar tesoros. Esto se debe a que la verdadera reforma legal liberal en el mundo occidental se dio en el siglo XIX. Las reformas liberales de los años 1980 y 1990 son meros vaivenes políticos comparados con los cambios estructurales ocurridos en el siglo XIX europeo y americano. Desde un grupo de campesinos y comerciantes de Massachu459


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setts, ofuscados por la imposición de más tributos, que se enfrentaron a los soldados profesionales ingleses en Lexington y Concord en 1775 para iniciar la guerra de Revolución americana hasta los intentos de reforma liberal en la península ibérica y las independencias de las excolonias españolas en las primeras décadas de los 1800, el siglo XIX empezó con un quiebre capital con respecto al antiguo régimen. Atrás quedaron estructuras colectivas como las corporaciones de los nobles o del clero. Atrás quedaron también la idea de los pueblos de indios y su deber colectivo de pagar un tributo indígena. Ahora todos eran ciudadanos, libres, iguales y, además, propietarios (al menos en el papel). En ello se encontraba la justificación de la proscripción de los takings en la Constitución de Estados Unidos y la formulación amplia de los poderes absolutos de la propiedad en el Code Napoléon. Esa es la influencia que tuvo nuestro derecho privado al importar el derecho europeo en el siglo XIX. La independencia de nuestro país de España fue una cuestión menor en el derecho, pues no rompimos con las estructuras legales que venían de Europa. Por ejemplo, el caudillo Andrés de Santa Cruz, muy cercano de los representantes franceses en Sudamérica, trató de consolidar una confederación con un Código Civil basado enteramente en el Code Napoléon que, aunque pasajero en el Perú, tuvo un legado duradero en Bolivia (Sobrevilla, 2015, pp. 148,152). Fuerte influencia del Código francés y de sus tratadistas también tuvo el Código Civil de 1852 impulsado por Ramón Castilla y promulgado por José Rufino Echenique (Basadre, 1992, p. 151). En fin, se señala sobre dicho período que «el programa liberal estaba basado en las ideas del individualismo contractualista y pretendía proteger la libertad civil, la seguridad individual, la igualdad ante la Ley y la propiedad de los ciudadanos» (De Trazegnies, 2018, p. 67). A las estructuras legales de ese esquema europeo es que se trató de reconducir la propiedad inmobiliaria en el joven país peruano. En las ciudades se desarrolló el proceso de progresiva eliminación de las vinculaciones, por ejemplo, respetando las capellanías vigentes, pero impidiendo la fundación de nuevas, prohibiendo la vinculación de bienes y afirmando la enajenabilidad de todos los derechos (Guzmán, 2001). Esto se trataba de una tendencia al individualismo que se contraponía al corporativismo y consolidación de la propiedad en el antiguo régimen, pues «[t]anto los mayorazgos como las capellanías laicales eran medios legales de conservar unida la fuente de riqueza familiar, evitando la división del patrimonio y la consiguiente pérdida de poder económico debido a la herencia» (De Trazegnies, 2018, p. 71). Similar suerte tuvo la propiedad rural. La perspectiva individualista de la propiedad del momento era contraria a cualquier tipo de comunidad, fundación o asociación con carácter no lucrativo. Se atribuía a este tipo de formas de organización una baja productividad por la falta de competencia entre sus miembros. Se llegaron a aprobar en el siglo XIX sucesivas leyes que buscaban atomizar las tierras de las comunidades indígenas (De Trazegnies, 2018, pp. 72-73). No fue sino hasta la presidencia de Augusto Leguía que se llegó a reconocer la existencia legal de las comunidades indígenas en la Constitución de 1920 (Ramos, 2011, p. 375). El liberalismo fue, pues, el discurso oficial respecto de la propiedad que el derecho tuvo en nuestro país bajo su influencia europeo continental desde el siglo XIX y que poco ha cambiado en cuanto a las estructuras de los códigos civiles. Esa 460


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misma tendencia al individualismo seguirían los Códigos de 1936 y de 1984, más aún cuando en el siglo XX un referente que reforzó esta perspectiva fue el influyente Código Civil alemán (Bürgerliches Gesetzbuch) de 1900. Distintas tendencias filosóficas y políticas como la de la función social del derecho balancearon en algo el ultraindividualismo de la codificación decimonónica. Sin embargo, normalmente estas influencias se tradujeron en fórmulas como la de establecer que la propiedad se ejercía dentro de los límites de la ley (en el Código Civil de 1936) o la de que debía ejercerse en armonía con el interés social (en el Código Civil de 1984), pero nunca mediante cambios estructurales en la forma en que los derechos reales se encontraban regulados en el régimen civil. Basta con mirar el parecido de nuestro Código Civil actual con los dos códigos anteriores en materia de derechos reales. Hoy en día, por tanto, un trámite como la adquisición formal de una propiedad es muy similar al esquema de los códigos del siglo XIX. Cuando uno compra, se identifica al propietario anterior, se estudian las cargas y gravámenes del bien, se genera una compraventa y tal vez un mutuo hipotecario, y se procede a inscribir en registros públicos el título del nuevo propietario. Solo después de este proceso el nuevo propietario entra a poseer. Quizá solo después de ello llegue el nuevo propietario a conocer algo más de sus vecinos o de su barrio. O quizá no los conozca nunca. No obstante, ese que hemos descrito hasta ahora es el derecho formal, el que se encuentra en las leyes e instituciones. Bien ha repetido la frase Carlos Ramos de que si uno juzga al Perú por sus normas, uno pensaría que se encuentra en Suiza (Ramos, 2013). Y no estamos en Suiza.

4. La propiedad y el común en el Perú Conocer el Código Civil no es conocer el derecho civil. En nuestro sistema jurídico, la regulación de los vicios de la voluntad en el libro de acto jurídico tiene una muy marginal aplicación, pues o se trata de contratos de baja cuantía donde las partes asumen el riesgo de sus equivocaciones o solamente recurren a INDECOPI en caso de contratos de consumo, o se trata de contratos de alta cuantía en los que las partes siguen procedimientos de contratación moderna que excluyen la posibilidad de ir al Poder Judicial (León, 2019, p. 101). En otro de los libros del Código Civil, el de obligaciones, se establece que ante la inejecución de las prestaciones se requiere la constitución en mora para colocar en situación de incumplimiento al deudor. Sin embargo, casi no hay contrato comercial serio que no pacte la mora automática. Esto no es de sorprender si es que uno piensa en que cualquier persona se va a sentir en falta desde el momento en que llega el plazo en que tuvo que pagar y no pagó, aun cuando el Código Civil diga otra cosa. En otro ejemplo similar ya en el libro de reales, el derecho real de anticresis es una institución jurídica casi olvidada en la doctrina y muchas veces objeto de propuestas de derogación. Sin embargo, es uno de los instrumentos de financiamiento más comunes en las ciudades del sur del Perú, donde, por lo demás, la gente con frecuencia omite usar la formalidad ad solemnitatem de la escritura pública e igual cumplen con las obligaciones nacidas 461


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de su acuerdo. En suma, el derecho formal se ve muy diferente en la realidad. El derecho real de propiedad no es la excepción. Hoy en día, muchas personas y familias que adquieren una propiedad lo hacen de una manera muy diferente a la descrita en la sección precedente. No compran propiedad: compran posesión. No compran a un vendedor individual: compran a una asociación. No desconocen a sus futuros vecinos: los ven todas las semanas en reuniones. No concluyen la adquisición con el contrato: la comienzan con él. La mayor parte de la extensión territorial de la ciudad de Lima ha crecido y crece mediante posesiones informales donde las asociaciones de vivienda son los mecanismos por los que sus miembros llegan a la propiedad formal. Y este fenómeno no se da solo en Lima. La adquisición de propiedad en una buena parte de las ciudades peruanas es un proceso de adquisición, más que de la propiedad, de una membresía en un colectivo. Esta lógica la han ido fomentando y consolidando una serie de instituciones estatales que permiten la formalización de la propiedad informal y con ello han dado cabida a la dinámica de crecimiento de las ciudades propia del siglo XX peruano. Apreciado el derecho desde este punto de vista, no podemos decir ya que es una simple importación de lógicas de vida europeas, ni tampoco correspondería dar central importancia a autores extranjeros que escriben desde geografías completamente distintas. Ellos probablemente nunca se han enfrentado a fenómenos migratorios tan titánicos como el que multiplicó la población de Lima por 10 en unas pocas décadas. Tampoco se han visto frente a fenómenos espontáneamente colectivos como las comunidades urbanas autogestionarias de Huaycán o de Villa El Salvador. Para bien o para mal, el común ha estado presente de muchas maneras en ese proceso de urbanización espontánea que ha caracterizado nuestro país. José Matos Mar (1986, pp. 82-83) lo describe así: Las asociaciones y clubes que agrupan migrantes de aldeas, de pueblos y de ciudades serranas, han proliferado en Lima y llegan hoy día [1986] a casi seis mil, con afiliación muy variada, según el tamaño del pueblo de origen. Algunas, pequeñas, no son más que círculos de parentesco más o menos extenso, otras llegan, a veces, a superar el millar de miembros. Su constitución enfatiza intereses sociales, culturales, económicos, políticos, religiosos o deportivos. Pero en todas ellas hay algo en común: congregan y ofrecen al migrante, que de otro modo se vería aislado, una base de vida social y una capacidad institucional de representación frente a las autoridades, los partidos y, sobre todo, el Estado. Refuerzan la capacidad del nuevo limeño, para transferir el vínculo orgánico andino y defender su identidad cultural. El baile y la música forman parte integral del sistema cultural transferido y constituyen un núcleo importante de la nueva cultura adaptiva con que el migrante transforma la vida de Lima.

La organización colectiva trasciende la mera tenencia del suelo y también las propias instituciones jurídicas, pues ha llegado a representar una red de apoyo para grandes segmentos de la población urbana en nuestro país. Cierto es que el crecimiento de Lima sin una adecuada planificación ocasiona problemas críticos para la ciudad y que, especialmente en tiempos recientes, muchas asociaciones han sido 462


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nada más que fachadas de actores en el tráfico ilegal de terrenos. Sin embargo, no se puede tapar con un dedo el hecho de que ante la falta de políticas de vivienda las comunidades de vecinos han sido la forma en que las personas han respondido por sí mismas a sus carencias económicas. Ese es un potencial que es crítico recoger en las políticas públicas del sector. Como se ve, este fenómeno social ha llevado a algunos a considerar esas organizaciones sociales como reproducciones de la cultura andina en las asociaciones vecinales de los barrios periféricos de Lima. Pero tampoco sería acertado considerarlas como una mera restauración de los valores nativos o prehispánicos, como quizá se encuentra en versiones románticas del neoindigenismo o en versiones simplistas del pluralismo jurídico. Es interesante considerar estudios antropológicos más profundos que encuentran que las comunidades son una institución social que tiene asimismo orígenes en prácticas ibéricas de las cuales también hemos heredado. Esa es justamente la sorpresa que se llevó José María Arguedas (1987) al visitar ciudades y pueblos como Zamora y Bermillo de Sayago en Castilla y León, España, y compararlos con las comunidades que él conocía mejor en el valle del Mantaro. Describe Arguedas (1987) sobre lo enraizada que está la idea del común en estos pueblos españoles: El sayagués es avaro, el bermillano lo es quizá en mayor grado, pero, precisamente en Bermillo, ningún labrador concibe todavía que el común deje de ser alguna vez el común, a pesar de que esas tierras se empobrecen progresivamente por el sistema tan inconveniente de reparto a que aludimos. Aparentemente, la posesión de un lote por más de un año, hace surgir la perturbadora idea de que la tierra empieza a convertirse en propiedad individual, en tanto que disfrutándola solo un año e ignorando por entero qué parte del común ha de tocarle a cada vecino, la propiedad comunal aparece como mucho más sólidamente comunal, libre de ejercicio, inclusive de la iniciativa individual para enriquecer cualquier parcela, para diferenciarla artificialmente de las demás.

El valor del común se muestra tan engranado con esa costumbre local que la propiedad individual se excluye a toda costa. En el texto referenciado se describe cuánto la cultura de esos pueblos españoles valora el mantenimiento de un bien común aun a costa de la reducción en la productividad de esos terrenos. Así, se cuestiona con ello que las comunidades del Perú sean solo una reminiscencia de los ayllus andinos como algunas visiones románticas proponen (Cuadros, 2019, p. 17). Las comunidades parecen ser más bien una combinación de las culturas que nuestro país sintetiza. En suma, hoy en día, y desde cientos de años atrás, los vecinos de las ciudades peruanas han usado estratégicamente las instituciones del derecho de propiedad importadas de Europa y las han transformado a su propia realidad. Sus operadores han sido ágiles en dominar las normas de contratación y las del derecho registral para permitir que el crecimiento urbano se dé a través de inmuebles con decenas o hasta cientos de copropietarios. Esos que compran «derechos y acciones» con un plano adjunto de su futura parcela independizada. En el Perú, como en todo país

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pluricultural, el derecho en general y la propiedad en particular requieren la búsqueda de una mixtura, tal vez similar a la que parece haber surgido en los últimos años respecto de la gastronomía peruana. ¿Qué clase de mixtura sobre la propiedad se puede desarrollar? Pienso que en un país como el nuestro es perfectamente válida la idea estudiada en otros contextos del común o the commons. El postulado básico de este concepto es que la realidad cotidianamente desmiente la aserción de que la existencia de recursos en común provoca automáticamente su sobreexplotación. Abundan los ejemplos en que, sin necesidad de intervención estatal o de derechos de propiedad privada, el autogobierno de los colectivos consigue resultados exitosos en el manejo de los bienes. Ya sea en la producción de madera en Suiza, en la administración de tierras en montañas de Japón, en los sistemas de irrigación en Filipinas o en el manejo de las huertas en España, es más bien una decisión muy natural de los humanos encontrar formas de cooperar en la utilización de bienes de uso común (Ostrom, 1990, pp. 58-60). Me parece que la forma de habitar en las ciudades de nuestro país es también un perfecto ejemplo de este concepto. El proceso de urbanización acelerada en Latinoamérica y en el Perú en el siglo XX hizo que estas manifestaciones colectivas empiecen a permear la vida urbana, como hemos descrito supra. Ello permite comprender la naturalidad con que entendemos las acciones de las personas durante la cuarentena que ejemplificamos en la primera sección de este artículo. Es cierto: hay quienes han aprovechado para especular en el precio de las medicinas o de las mascarillas y quienes, con base en una decisión individualista, se han empecinado en salir a correr a la calle o llamado irresponsablemente a las líneas de emergencia. Sin embargo, han sido muchos los casos en los que los vecinos de un edificio, los propietarios de una cuadra, los miembros de una asociación de vivienda, los integrantes de comunidades campesinas han cooperado entre ellos. Por lo demás, el reconocimiento del valor de la comunidad en el desenvolvimiento de la vida urbana no implica solamente una figura jurídica, sino generar espacio para una entidad política. Mientras que en la concepción moderna de ciudadanía la unidad fundamental era el individuo en su posición contrapuesta con el Estado, la sociología urbana actual reconoce la importancia de entidades políticas intermedias que canalizan los reclamos de los ciudadanos en su afán por formar parte de su barrio, su ciudad y su nación (Davis & Fernández, 2019). En esa línea se encuentra también el concepto del derecho a la ciudad nacido en el seno de las ciencias sociales, pero que ya se ha ido recogiendo legislativamente en los últimos años en países como Brasil, México y Ecuador (Lefevre, 1978). La idea de que el derecho de propiedad privada es insuficiente para garantizar la vida digna de las personas en las ciudades y que se requieren aspectos como el acceso a los servicios públicos, una vivienda adecuada y espacios públicos es un campo en el que la participación de las comunidades es crítica. Hoy los colectivos son los primeros espacios de cooperación ante la pandemia del COVID-19, pero en el pasado lo han sido para la respuesta a las inundaciones por el Fenómeno El Niño y más adelante lo serán para los siguientes problemas que se presenten.

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5. Ejemplo: los programas de titulación Aunque las reflexiones que hemos presentado tienden hacia un estructural cambio del paradigma individualista en el tratamiento del derecho de propiedad, vamos a referirnos a un ejemplo concreto en el que se puede traducir la propuesta. Una de las grandes oportunidades perdidas de la política pública en materia urbana son los programas de titulación masiva que en el Perú tienen a COFOPRI como su institución más representativa. Antes del momento del otorgamiento de los títulos de propiedad, la organización colectiva suele tener gran fortaleza como espacio de cohesión de los miembros de un barrio en las zonas en consolidación de las ciudades. Por ejemplo, estas organizaciones han sido los vehículos a través de los cuales las personas han negociado su reubicación de una zona de la ciudad a otra que una municipalidad les ha aceptado ceder. Han sido los representantes de los vecinos en la gestión de la instalación del tendido eléctrico. Son los que trabajan en la elaboración de proyectos de acceso a agua y desagüe para su propuesta a las empresas de suministro de agua (Ramírez-Corzo & Riofrío, 2006, p. 44). Son este tipo de organizaciones las que antes mencionamos que han coordinado las acciones de prevención frente al COVID-19 mediante rondas nocturnas, así como mediante la compra y preparación de alimentos en ollas comunes. No obstante, cuando se produce la titulación de la propiedad de manera individual por parte del Estado, estos valiosos espacios colectivos muchas veces se diluyen. Así, además de los distintos problemas que los investigadores encuentran en este tipo de programas —como, por ejemplo, el clientelismo y la casi inmediata desactualización de los títulos registrados que se produce con los títulos otorgados—, los ahora propietarios empiezan a ‘bailar con su propio pañuelo’ (Calderón, 2019, p. 53). La consecuencia es el debilitamiento de las organizaciones que, por lo general, todavía podrían servir a varios fines vecinales como la construcción de veredas y escaleras, la seguridad ciudadana, la respuesta ante situaciones de desastre o la mera fraternidad para eventos deportivos y de esparcimiento. El asunto ha sido estudiado con más detalle por científicos sociales más que por abogados. Daniel Ramírez-Corzo y Gustavo Riofrío (2006, pp. 43-44) citan las complicaciones generadas con la titulación para un conjunto de barrios en la ciudad entre los cuales se encuentra el barrio Rafael Chacón en Villa María del Triunfo. Ya que la titulación no se suele hacer de todas las propiedades, porque algunas zonas están categorizadas como zonas de reserva, porque algunas zonas no estaban previstas previamente como de vivienda o porque algunas zonas se encuentran simplemente fuera del mapa que los funcionarios de COFOPRI manejan, la asociación de vecinos termina quebrada en dos. Los propietarios titulados empiezan a tratar su propiedad desde la lógica individual de las normas formales y, en ejercicio de su derecho, incluso optan por irse a vivir a otro lugar, pues el título de propiedad les da la seguridad de no tener que mantenerse en posesión para conservar su inmueble. El interés a veces especulativo de esos nuevos propietarios contrasta con la situación precaria de los que no han sido titulados, más aún cuando aquellos se verán beneficiados

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con las externalidades positivas en sus inmuebles de las obras que los vecinos que se quedan hagan o consigan del Estado. Desde esa perspectiva, es una oportunidad perdida la de dejar ir a esos colectivos que tanto han resaltado durante la pandemia. Esto es más grave en un país como el nuestro, en el que las funciones estatales se encuentran tan limitadas y existe tanta distancia entre la persona individual y el Estado. Pero hay formas de responder creativamente a esto. Y hay un espacio grande para los mecanismos legales en el diseño de las políticas públicas respecto del suelo. Por ejemplo, en otros países de Latinoamérica se viene trabajando en la introducción de los denominados «fideicomisos comunitarios de tierra» (community land trust) que buscan no solo preservar la accesibilidad a vivienda asequible, sino también generar la participación de los colectivos en la gestión del suelo en las ciudades. Estos son básicamente una combinación de un contrato de fideicomiso respecto del suelo que mantiene el gobierno de la zona en la comunidad y derechos reales de superficie sobre las viviendas para las familias individuales (Davis & Fernández, 2019). En nuestro país existen los mecanismos legales para implementar propuestas como los fideicomisos comunitarios de tierra, pues tenemos regulados el fideicomiso, el derecho real de superficie y hasta en la Constitución, aunque tímidamente, se reconoce la propiedad en forma privada o comunal. Los reglamentos y procedimientos destinados a estos fines deberían quizá recoger como referencia la regulación que desarrolló el sucinto Código Civil en materias como la propiedad horizontal y las otras modalidades de la propiedad. Naturalmente, estas regulaciones deberán tratar de ser menos burocráticas y más ágiles para responder adecuadamente a un sector tan dinámico como el crecimiento de las ciudades. Es el pensamiento legal el llamado a delimitar de qué manera la titulación individual podría vincularse con mecanismos asociativos que posibiliten mantener las organizaciones vecinales en las zonas tituladas y excluyan los intereses especulativos. No será un arquitecto ni un economista el que pueda formular correctamente este tipo de políticas públicas. Será un abogado. En fin, como señala Ciro Alegría Varona (2015, p. 151), en momentos tan difíciles como el presente tenemos la oportunidad de preguntarnos «[…] cómo orientarnos a partir de la crisis, cómo convertir el conocimiento de la crisis en fuente de actividad crítica y cómo hallar el principio de esta actividad, el criterio».

6. Conclusiones En este texto se identifica la forma en que las actitudes espontáneas de las personas ante la crisis del COVID-19 y el consiguiente aislamiento físico muestran altos niveles de cooperación, ya sea al interior de un edificio o a través de organizaciones vecinales en las zonas menos consolidadas de las ciudades, prácticas que englobamos bajo la referencia a «el común». Frente a ello, se formula la pregunta de hasta qué punto las instituciones que rigen el ejercicio del derecho de propiedad en nuestro sistema jurídico recogen este tipo de manifestaciones.

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De un examen de la normativa de los derechos reales en nuestro país y, en particular, del tratamiento del derecho real de propiedad, concluimos que dichas prácticas se encuentran manifiestamente excluidas al menos en la formalidad de las normas jurídicas. Se describe que esta opción legislativa no proviene de los vaivenes políticos de la historia reciente de nuestro país, sino que más bien se encuentra enraizada en la codificación civil liberal desarrollada en la Europa decimonónica y reproducida bajo esos mismos valores en países latinoamericanos como el Perú. Posteriormente, se equilibra el análisis del derecho formal con la mirada al desenvolvimiento de las normas en la realidad. En particular, se describe la forma en que el crecimiento informal de las ciudades peruanas desborda y reconfigura el derecho oficial para dar como resultado prácticas jurídicas que decididamente recogen la cercanía de los ciudadanos peruanos con el común. Desde esa perspectiva, se cuestiona la utilización de programas que se empeñan en promover la titulación de la propiedad de manera individual. En reemplazo, se propone recoger en el derecho y en las políticas públicas el valor de las organizaciones vecinales tanto para el ejercicio del derecho de propiedad como para la canalización de reclamos ante un Estado al que le cuesta garantizar los mínimos de vida digna a sus ciudadanos.

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