Una fuente de energia

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(Contraportada) UNA FUENTE DE ENERGIA Esta obra del jesuita americano P. Heredia es un acabado estudio de la oración. En asunto tan manido como éste, entre los autores ascéticos, el libro del P. Heredia es original en el verdadero sentido de la palabra. La lectura de los primeros capítulos desconcierta. Uno cree hallarse ante un norteamericano de alma industrializada que tiene el maquinismo metido en la entraña, con afán de enquistarlo en el campo de lo sobrenatural; pero al continuar la lectura va advirtiéndose que se trata de un asceta enamorado de los hechos y palabras de Cristo. Presentada su tesis, el autor nos ofrece para probarla unos pasajes del Evangelio tan claros y rotundos, que con ser de sobra conocidos se nos antojan enteramente nuevos, y entonces van fluyendo de las páginas del libro maravilloso las insospechadas perspectivas que la oración nos ofrece para nuestro provecho. En resumen: se trata de una obra seductora como una novela, esmaltada de episodios actuales y de anécdotas que instruyen y deleitan. Una vez el libro en la mano, se devora con avidez y se desea llegar al final, como en las obras de pasatiempo. Es el mayor elogio que se puede hacer de su amenidad, y con ella el alma cristiana va enriqueciéndose de ideas y fervores. Al terminar la lectura de la última página, el lector o lectora, acaso sin advertirlo, orará más y mejor.

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José María de Heredia S. J.

UNA FUENTE DE ENERGÍA

1969

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Nihil obstat: Pedro Morán, Censor Imprimatur: † José María, Ob. Aux. y Vic Gral.

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PRÓLOGO

Querido lector: Que este libro sea muy entretenido no lo digo yo, sino el censor que dio su visto bueno para que se imprimiera. Dice así: «Es mejor leer este libro que leer otras novelas.» Léelo tú, y, al fin, me dirás si el censor tuvo razón o no. Si quieres saber, desde luego, el argumento de esta obrita, vuelve tus ojos al «Almighty Dollar» y él te lo dirá.

Queda, pues, con salud, y que el «Almighty Dollar», fuente muy grande de energía, como buen amigo, te aconseje, y tú sigue su ejemplo si quieres ser feliz. Tuyo afectísimo, C. M. DE HEREDIA, S. J.

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ÍNDICE PRÓLOGO.......................................................................................................................5 ANÁLISIS....................................................................................................................8 DIVERSAS CLASES DE FUERZA.......................................................................................9 LA FUERZA «PETICIÓN»...............................................................................................16 CUANDO «X» ES IGUAL AL INFINITO...........................................................................21 LAS ENSEÑANZAS DEL MAESTRO................................................................................26 LA PALANCA Y LA POLEA............................................................................................32 POR ANDAR VACILANDO..............................................................................................37 LA VARIABLE «Y».......................................................................................................41 DISCUSIÓN DE «Z».......................................................................................................44 TODO ESTÁ EN EL MODO..............................................................................................49 CUANDO DISMINUYE EL BRAZO DE LA PALANCA........................................................53 CÓMO CRECE EL BRAZO DE LA PALANCA....................................................................57 TÚ LO QUISISTE, FRAILE MOSTÉN................................................................................62 LOS ABOGADOS............................................................................................................66 EL ÚNICO MÉTODO.......................................................................................................70 LA CUARTA DIMENSIÓN...............................................................................................74 ¿QUÉ SE DICE, NIÑO...?................................................................................................79 PINACOTECA .........................................................................................................82 EL MAESTRO DE LOS MAESTROS..................................................................................83 CLAROSCURO...............................................................................................................88 CUADROS CONOCIDOS..................................................................................................92 ESTUDIANDO EN LA PRIMERA GALERÍA.......................................................................96 DE LA ESCUELA ANTIGUA............................................................................................99 UN ASUNTO MUY TRILLADO......................................................................................107 LA ROCA DE CADES...................................................................................................111 PAISAJES DEL CARMELO............................................................................................116 NÍNIVE Y LA MEDIA...................................................................................................123 UN CASO PARALELO...................................................................................................132

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ESCUELA ESPAÑOLA..................................................................................................138 UN CUADRO ANDALUZ...............................................................................................143 ESCUELA ITALIANA....................................................................................................148 EL COTTOLENGO........................................................................................................152 LA PICCOLA CASA.....................................................................................................157 UNA OBRA MAESTRA DE LA ESCUELA FRANCESA......................................................165 TERESITA...................................................................................................................169 UN CUADRO INFANTIL................................................................................................174 PRANZINI....................................................................................................................178 CUADROS DE LA MISIÓN............................................................................................185 DE LA ESCUELA MEJICANA........................................................................................191 UN AUTORRETRATO...................................................................................................198 EPÍLOGO.................................................................................................................203 RECAPITULACIÓN.......................................................................................................204 PROLEGÓMENOS.........................................................................................................210 ENTRE NOSOTROS......................................................................................................214 UN CAMINO SEGURO..................................................................................................222 ADIÓS.........................................................................................................................224

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Primera parte ANĂ LISIS

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Capítulo primero DIVERSAS CLASES DE FUERZA

El descubrimiento del petróleo ha causado en el mundo moderno una verdadera revolución, porque ha puesto en manos de la industria una nueva fuente en energía. Sin la gasolina no tendríamos automóviles ni aeroplanos ni infinidad de otras máquinas basadas en el uso de dicha sustancia. La electricidad es otra clase de energía, de naturaleza muy distinta de la gasolina, aunque muy superior en sus maravillosas aplicaciones, pero dependiente de ella, del carbón o del agua. La energía atómica es también otra fuente de energía, terrible si se utiliza para el mal, maravillosa, empleada para el bien. Y sabe Dios que otras fuentes de energía descubrirá el hombre en el futuro. Estas fuentes de energía, combinadas, son el principal fundamento de la colosal industria de nuestros tiempos. La fuerza animal de los siglos pasados ha cedido su lugar a la fuerza del vapor y de la electricidad. Los coches y carros tirados por caballos van desapareciendo paulatinamente, y ¿quién se acuerda ya de los tranvías tirados por mulas? Pero todas estas fuerzas, por grandes que parezcan, si son aplicadas de una manera tan maravillosa, es porque son dirigidas por una fuerza muy superior a todas ellas: la fuerza de la inteligencia humana, de naturaleza perfectamente distinta de la de las otras, pero todas capaces de producir un efecto determinado. Por «fuerza» entendemos, en general, un poder activo, y poder es la facultad de hacer o de llevar a cabo alguna cosa. Fuerza es un poder en acción. Las fuerzas se dividen en materiales, morales y espirituales, resultando otras clases secundarias de ellas derivadas. El poder del dinero, cuando aplicado, es una de las fuerzas más poderosas del mundo moderno. Es verdad que la fuerza de las riquezas ha existido siempre, pero nunca ha estado tan esparcida como en nuestro siglo. En épocas antiguas, las riquezas eran patrimonio de unos cuantos, 9


mientras que, en la actualidad, el dinero, símbolo de la riqueza, anda de mano en mano, repartiendo su poder innegable entre muchos millones de personas. Aunque al presente nos parece que la fuerza del dinero es la más poderosa de todas las fuerzas, porque puede procurarnos infinidad de cosas, no siempre el dinero fue lo que es ahora. La Historia nos cuenta de muchos reyes que no tenían dinero para pagar el gasto de la casa real, reducida a su ínfima expresión. Con el dinero que Byrd gastó en su expedición al Polo Sur, Colón hubiera podido dar la vuelta al mundo, por lo menos. Por otra parte, «el honor» en la época de la caballería era, en ocasiones, una fuerza más poderosa que el dinero, y de hecho muchísimas hazañas fueron llevadas a cabo por esta fuerza, casi sin dinero alguno o a pesar del dinero. En la actualidad, sin embargo, sin la fuerza del dinero no va uno a ninguna parte, según la opinión corriente. Por eso han dado en llamar «todopoderoso» al dólar; y, sin embargo, por grande que sea el poder del dinero, esta fuerza no sólo no lo puede todo, sino que, en muchas ocasiones, es la causa o el obstáculo para no conseguir lo que deseamos. Si la fuerza del dinero pudiera conseguir la salud, por ejemplo, no habría tanto millonario dispéptico, reumático o canceroso. El dinero puede proporcionarnos la asistencia de los mejores médicos, es cierto; pero llega un momento en que los médicos no pueden hacer nada más. El dinero no nos proporciona la paz en la familia. No hay cosa que divida más a una familia (si exceptuamos la política) que el dinero. Los hijos de los ricos, es cosa sabida, no son de ordinario buenos para nada. Y la vida, el don que más se estima comúnmente, no la puede prolongar el dinero, antes sirve muchas veces para acortarla, por los abusos a que se entregan, con frecuencia, los que lo tienen en abundancia. No nos detendremos en hablar de otras fuerzas morales, espirituales o combinadas que existen entre nosotros, como son: la fuerza de la palabra hablada o escrita, la de la autoridad y otras semejantes, por sernos suficiente la del dinero para nuestro propósito. La frase «Almighty Dollar indica la idea universal que se tiene sobre el poder, la fuerza del precioso metal. Hay una fuerza moral, sin embargo, que aunque constantemente usada por todos, casi nadie la considera como una fuerza: LA PETICIÓN. 10


La petición es una súplica que, para conseguir alguna cosa, hace una persona a otra. Ninguno ignora lo que significa «pedir». Todos estamos acostumbrados a pedir desde que nacemos. El niño, con sus lloros, pide el pecho de la madre, y ésta, al oírlo no se puede negar a dárselo. El niño, a pesar de su corta edad, tiene ya esta «fuerza» a su disposición para conseguir lo que desea. ¿Y qué hacemos todos durante nuestra infancia sino pedir? Si analizamos nuestra vida entera, veremos que es una serie continuada de peticiones, las cuales tienen, no pocas veces, fuerza suficiente para conseguir lo que deseamos. En muchas ocasiones, sin embargo, no conseguimos lo que impetramos, pero esto no quita que la petición empleada de la manera debida, sea una fuerza moral de poder extraordinario. ¡Cuántas cosas se consiguen por dinero, y cuántas veces conseguimos dinero con nuestras peticiones! Es bien sabido lo que pueden las lágrimas de una mujer que pide. La fuerza de «las influencias», tan en boga en nuestros días, está basada en la petición. La fuerza de la petición da resultados mayores cuando la persona a quien se pide es rica y poderosa. No queremos decir «que sea más fácil» obtener lo que deseamos si nos dirigimos a un rico o poderoso, sino que, de uno que tiene mucho, podemos obtener más, si nuestra petición es oída, que de otro que tiene muy poco que dar, por la sencilla razón de que el que tiene más «puede dar más», si sabemos cómo pedirle. Un ejemplo aclarará lo que puede la petición cuando es bien dirigida. Años atrás había en los Estados Unidos un trabajador muy hábil llamado Esteban Karket, inventor de una máquina muy ingeniosa para hacer medias. El modelo, aunque imperfecto, pues lo había hecho él mismo sin instrumentos a propósito, daba resultados. Sin embargo, necesitaba otro modelo mejor para poderlo exhibir; y para esto, así como para sacar la patente, le hacían falta doscientos dólares. El pobre inventor lo había empeñado todo y, por más que había buscado quién le ayudara, no lo había podido conseguir. Esteban era viudo y tenía una hija de veintidós años llamada Agnes, la cual, teniendo una fe ciega en la habilidad de su padre, sufría mucho viendo que la falta de dinero lo detenía en una empresa de resultados seguros, con que podía, por lo menos, ganarse lo necesario para pasar una vejez descansada. 11


En la población vecina había un industrial muy rico, el cual hubiera podido financiar la empresa; pero se había negado a hacerlo cuantas veces el pobre Esteban le había hablado de su asunto. Viendo esto Agnes, un día, sin decir nada a su padre, y aprovechando la ausencia de éste, marchó a la población con el cartapacio que contenía los dibujos de la máquina inventada por su padre. Llegó al despacho del industrial y se hizo anunciar; mas aquél apenas oyó el nombre de Karket, rehusó recibirla. Agnes no se desanimó por esto, sino que, pacientemente, esperó a que el industrial saliera para tomar su almuerzo. Salió éste, en efecto, y la joven trató de hablarle; pero aquél no le hizo el menor caso. Al volver a su despacho por la tarde, se encontró con Agnes, quien pacientemente lo esperaba. Creyó él que le iba a hablar, mas la joven sólo lo miró con una mirada tan suplicante, que el viejo estuvo a punto de recibirla; pero en aquel momento el secretario le anunció que otra persona lo aguardaba en el despacho, y entró, dejando a Agnes sin decirle palabra. Estaba nevando, y cuando el rico industrial se retiraba a su casa muy bien arropado, se encontró con Agnes, que, aterida de frío, aún lo esperaba. La joven no era bien parecida, y sus vestidos eran muy pobres; era, sin embargo, muy buena, y en sus ojos, a la escasa luz de la lámpara que brillaba en la puerta de la oficina se podía ver su mirada suplicante. Esta vez, el industrial, compadecido, la hizo entrar, para que se calentara ante la chimenea de su despacho aún no extinguida, y con tono cariñoso le dijo: — ¿Qué quieres? La chica sacó el cartapacio con los dibujos, y respondió —Señor, mi padre ha inventado una máquina y... —¡A1 diablo la máquina y tu padre! —bufó el rico, arrojando al suelo una moneda como limosna, mientras se dirigía a la puerta. —Señor —añadió Agnes, alzando la moneda y devolviéndosela a su dueño—, no he venido a pedir limosna, sino a suplicarle que me oiga. El rico se detuvo con la mano en el picaporte; pero, al hacer esto, sus ojos se fijaron en un retrato de mujer que sobre el escritorio tenía. Le miró tristemente, y volviéndose a Agnes, le preguntó abruptamente — ¿Cuántos años tienes? —Veintidós —respondió la joven sin vacilar. —Mientes, embustera... La joven no se dio por ofendida, sino que con toda humildad le dijo: 12


—Si usted quiere, mañana le traeré mi partida de nacimiento. El viejo miró sorprendido a la joven y, arrepentido interiormente de su grosería, añadió con tono benévolo. —Dispénsame. Hasta mañana. A las nueve llegó el industrial, y al apearse de su trineo, lo primero que vio fue a la joven esperando. La hizo pasar al momento. Agnes, sin decir palabra, le extendió un papel. — ¿Otra vez la máquina? —preguntó el viejo, quitándose su abrigo de pieles. —Es mi certificado de nacimiento —respondió la joven con voz insinuante. — ¿Será posible? —exclamó el industrial, cuando hubo leído el papel—. ¿También te llamas Agnes? —Para servir a usted. —Así se llamaba mi hija —replicó el anciano mirando el retrato que pendía del muro—, y debía, como tú, tener veintidós años; me la recuerdas mucho... —Ella era muy guapa, y yo no —añadió Agnes mirando el retrato. —Pero era como tú, muy buena. Una lágrima surcó las arrugadas mejillas del industrial, que, para disimular su emoción, añadió: — ¿Cuánto necesitas para el negocio de esa máquina? —Mi padre dice que, para construirla y para obtener la patente, bastarán doscientos dólares. Abrió el viejo un cajón y sacó un puñado de monedas de oro que entregó a la joven. —Pero éstos son trescientos. —¡Largo de aquí!... —Pero y el recibo... —¡El rediablo! ¡Vete!..., pero no dejes de volver de cuando en cuando... ¡Me la recuerdas mucho! El verano había llegado, y Agnes no había vuelto. — ¿Se habrá levantado ese inventor con el santo y la limosna? —se decía para sí una mañana el industrial, cuando llamaron a la puerta de su 13


residencia. Salió él mismo a abrir. Agnes estaba allí con un papel en la mano. —¡Al fin —dijo el industrial por todo saludo. — Nos ha costado mucho tiempo sacar la patente. Acabamos de llegar de Washington. Aquí la tiene. —Está a nombre mío —dijo sorprendido el viejo. —Por supuesto, pues el dinero era de usted. — ¿Y ahora? —Ahora hay que formar la compañía para fabricar las medias. Gruñendo y hablando consigo entró el viejo, y pronto volvió con un papel que entregó a la joven. Era un cheque por mil dólares a favor de Agnes Karket. —Si necesitas más, ven a pedírmelo. Agnes, sin embargo, no volvió hasta el día de Navidad, en que entregó al industrial una caja con las dos primeras medias tejidas en la nueva fábrica. El viejo se conmovió con el regalo, y sin oposición alguna, a petición de la joven, mandó poner su trineo y marchó con ella a la fábrica. Era ésta una casita pequeña, donde figuraba al frente este letrero: «Bristol and Karket, fábrica de medias». —Usted es el socio capitalista —dijo Agnes por toda explicación—, y mi padre el socio industrial. Cuando terminó la visita a la fábrica, Bristol, que tal era su nombre, dijo a Karket: —No estoy conforme en que se haya usado mi nombre sin expreso permiso... —Pero... —No hay pero que valga. Mañana, señorita, irá usted a verme. La espero sin falta, voy a hablar con mi abogado. Y, sin decir más, gruñendo, montó en su trineo y se volvió a su casa. *** — ¿Y quién es ese muchacho que la acompaña? —preguntó Bristol a Agnes al día siguiente. —Es Jack, el dependiente de mi padre..., y mi novio —respondió ésta ruborizándose. —Y ¿cuándo piensan casarse? 14


—Tan pronto como esté arreglado lo de la Compañía. —Pues, entonces, trabajo le doy a ese mequetrefe. Agnes se sonrió, en vez de asustarse. —Firme usted aquí —dijo el viejo, dándole la pluma a la joven e indicándole un documento. Agnes, sin leer una letra, firmó. — ¿Pero sin leerlo siquiera? —dijo Bristol, sorprendido—. ¿Sabes lo que has firmado, desgraciada? —¿Y cree que no tengo ya ilimitada confianza para fiarme a ciegas de usted? ¿Podré imaginarme que va a hacer algo que me perjudique, quien ha sido tan bueno conmigo hasta ahora? En efecto, por aquel documento, Bristol traspasaba su parte en la Compañía de medias a la joven, cambiando la razón social en «Karket and Karket». Lo que no pudo conseguir el talento del padre, lo logró la «petición» de la hija; y muchísimo más, pues de tal manera ganó la voluntad del rico industrial, que, sin que fuera ya necesario pedirle de nuevo, fue él sufragando todos los gastos requeridos para hacer prosperar el invento, que de otra suerte hubiera quedado, como otros muchos, olvidado para siempre. La petición de la hija había puesto en acción los recursos del rico. En esto consiste precisamente «la fuerza de la petición»: en poner a nuestra disposición las fuerzas materiales, espirituales o combinadas de que puede disponer la persona a quien pedimos. Es, pues, la petición una fuerza moral, o sea una fuerza que mueve una voluntad, y que pone a nuestra disposición la voluntad ajena y las fuerzas físicas, intelectuales o morales de otra persona.

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Capítulo II LA FUERZA «PETICIÓN»

Que la petición es una fuerza moral, nos parece haberlo explicado ya suficientemente, y el que, algunas o muchas veces, la petición no obtenga lo que pide, no quita que sea una fuerza. Lo único que puede decirse en esas ocasiones es que la fuerza no es suficiente para vencer la dificultad; pero no por eso deja de ser fuerza. El que un niño no pueda levantar diez kilos, no quiere decir que el niño no tenga fuerza, sino que no la tiene suficiente para levantar ese peso. La fuerza verdadera de la petición no está en ella misma, como dijimos, sino en las fuerzas que puede poner en acción o controlar indirectamente. Una semejanza aclarará nuestra idea. Estamos en una enorme fábrica de electricidad, donde las dínamos desarrollan dos millones de caballos de fuerza eléctrica. Pues bien, para alumbrar toda una población, basta que un hombre cierre el conmutador, para conseguir que la electricidad de las dínamos se precipite por los alambres y se enciendan las luces de la ciudad. La fuerza «petición» está representada, en este caso, por la que hace el hombre para cerrar el circuito conectando el conmutador. Fuerza, en sí, pequeñísima, si se compara con los miles o millones de caballos de fuerza que ha puesto en acción. La fuerza de la «petición» está en que, cuando es eficaz, MUEVE LA VOLUNTAD DEL DADOR PARA CONCEDER LO QUE SE LE PIDE. Y, para doblegar una voluntad, se necesita, en ocasiones, una fuerza tremenda. En la «petición» podemos considerar tres elementos: 1) la persona que da; 2) la persona que pide, y 3) la petición misma. Por lo que hace a LA PERSONA a la cual se pide, debemos tener presente: a) que tenga lo que le pedimos o que de una manera u otra nos lo pueda dar, y b) que quiera dárnoslo o que su voluntad sea «doblegable» por lo menos. 16


¿De qué nos sirve pedir a una persona que nos dé cien pesos, si dicha persona sólo tiene o puede tener veinticinco? Y si tiene los cien pesos, ¿de qué nos sirve pedírselos, si tenemos seguridad de que está perfecta e irrevocablemente decidida a no darlos? Entre las personas que «quieren» dar, podemos encontrar tres clases: a) unos dan cuando se les influye, pues de otra manera no dan. Para éstos la «petición» tiene la fuerza de «un abrelatas». b) otros quieren dar, pero esperan la oportunidad para hacerlo; éstos son como un «sifón de agua gaseosa» sólo se necesita apretar la llave para que salga el agua. c) son aquellos que no solamente quieren dar, sino que andan buscando a quien dar, y son comparables a la lluvia que cae, y sólo se requiere poner el vaso para recibirla. Para conseguir por medio de la fuerza «petición» que den alguna cosa los que pertenecen al primer grupo, se necesita gran habilidad, pues «hay que inclinarnos a dar», abrirlos con el abrelatas y luego volcarlos en el recipiente. A éstos se necesita pedirles «cuando estén de buen humor», halagarles la vanidad, picarlos la filantropía, mostrarles las ventajas que de dar les pueden venir y otras cosas por el estilo. Los del segundo grupo, es decir, los que ya tienen voluntad de dar, solamente necesitan ser persuadidos de la conveniencia de dar «en este caso particular». Con los que al tercer grupo pertenecen, y son escasísimos, la petición es de lo más sencillo: basta que el que pide extienda su vaso para recibir la lluvia. La cantidad que reciba dependerá, no sólo de la magnitud del vaso que presente y del tiempo que lo tenga expuesto bajo la lluvia, sino de la amplitud de la boca, pues un botijo de gran capacidad y boca angosta tiene que recibir menos agua de lluvia que un plato de poca capacidad y gran superficie. Por lo que respecta a la persona que pide, debe ser, de un modo u otro, grata a la persona que da, para que la petición sea eficaz. Mientras más grata es al dador la persona que pide, con mayor facilidad consigue ésta, de ordinario, su petición. Por el contrario, si una persona no es grata al dador o le es positivamente ingrata, la probabilidad de que la «petición» sea eficaz disminuye proporcionalmente. ¿Con qué cara nos podemos presentar a pedir algo a una persona a quien hemos injuriado recientemente? 17


Hay cosas que positivamente impiden la eficacia de la petición, y derivan del que pide, y otras que la disminuyen o la retardan, mientras que otras aseguran definitivamente su eficacia. Podríamos extendernos en este punto considerablemente; pero no lo hacemos porque el lector puede discurrir por sí mismo sobre este tema, teniendo presente que todo aquello que nos hace grato a los ojos del dador ayuda a que la petición sea eficaz, y todo aquello que nos hace ingratos a su persona impide naturalmente la eficacia. Hay veces, sin embargo, en que, aunque la persona que pide no sea enteramente grata al dador, obtiene a pesar de esto su petición, porque la petición misma es agradable al que la concede. Se trataba en cierta ocasión de hacer algo por los pobres ciegos de una ciudad populosa, y el Gobierno encargó a un grupo de señoras que recogiera fondos con ese objeto. Las señoras que formaban el Comité, aunque socialmente amigas, eran especialmente desagradables a la riquísima señora X., a quien habían ido a ver con el objeto de recabar limosnas para los ciegos. La otra, sin embargo, le era en extremo agradable, y viendo que de otro modo no podía beneficiar a los ciegos, si no se valía de ese Comité, les hizo un generoso donativo, que las infatuadas comisarias del gobierno atribuyeron a su habilidad y prestigio. En otros casos es al contrario, como recordará el lector que pasó en la anécdota de Agnes Karket y el industrial Bristol. A éste le era desagradable el negocio de la maquinaria; y así Agnes tuvo que portarse hábilmente para que Bristol le concediera el dinero, no por razón del negocio, sino por la simpatía, basada en la fecha de su nacimiento. El dinero pedido lo recibió Agnes no para la maquinaria, sino para ella, según la intención del industrial. La segunda entrega de dinero fue hecha teniendo también en cuenta el negocio, pero siendo ella todavía el móvil principal. Para que la petición sea, pues, eficaz por parte de la petición misma, debe ésta ser del agrado del dador o suplir este agrado que falte, en la manera o forma con que se pide. En otras palabras, cuando la petición objetivamente no es del agrado del dador, el que pide, por su manera de pedir, debe ganarle la voluntad de tal suerte que, «en vista de la persona que pide», le conceda lo que, de otro modo, nunca lo hubiera concedido. En unos casos, la petición directa no da resultado, habiendo necesidad de interponer personas de influencia que nos ayuden a pedir; y 18


en cambio, otras veces los intercesores no dan resultados, siendo necesario que el que pide se dirija directamente al donante para obtener su petición. Había llegado a un alto puesto un médico notable, antiguo amigo de la señorita Z***. Cuando el doctor llegó al poder, dicha señorita, creyendo en su influencia ilimitada, se hizo una especie de medianera entre los peticionarios y el doctor, llevándole frecuentemente muchas solicitudes, que éste recibía con gran afabilidad, pero que, sin leer siquiera, echaba al cesto de los papeles. Alguno, que aquello notó, le preguntó por qué lo hacía. —Pues porque no quiero que la señorita Z*** tenga nada que ver en negocios del Gobierno —contestó el doctor —. Si alguno quiere algo, que se dirija directamente a mí, y veré si se lo concedo. Otros hay, por el contrario, que parece no despachan petición alguna si no va por conducto de intermediario. Para que la petición sea eficaz, hay que tener todo esto presente y no olvidarse además de dos factores importantísimos: el modo y el tiempo. Un amigo mío me contaba, indignado todavía, lo que le había pasado. —Le pedía a Pedrín insistentemente —decía— que me diera cien pesos, pues los necesitaba urgentísimamente. Me dijo que sí, pero se fue a su hacienda, adonde, llevado de la necesidad, le seguí. Al llegar a la hacienda no le encontré, pero me entregaron un sobre que contenía esto. Y me enseñaba un cheque de mil dólares. —¿Y bien? —1e dije. —¡Demonios!, que todo me lo echó a perder, pues era domingo, estaban los Bancos cerrados, y no hubo quien me cambiara el cheque. Con esto perdí la oportunidad en el negocio, ya que otro dio al contado los cien pesos que yo no podía dar, a pesar de tener en mis manos mil dólares, pero en un cheque... Aquí tenemos un ejemplo de cómo el factor «modo» puede hacer ineficaz una petición, por otra parte eficacísima. El factor «tiempo» no es menos interesante en relación a la fuerza «petición». El tiempo en que debe hacerse una petición para que sea eficaz, debe tenerse muy en cuenta. Ya lo dice el antiguo refrán: «Más vale llegar a tiempo, que ser invitado.» Por pedir «fuera de tiempo», muchas veces no 19


se consigue lo que sin dificultad hubiéramos obtenido media hora antes o media hora después. En otras palabras, para que la fuerza «petición» dé resultado, es necesario aplicarla en el «momento oportuno». El factor «tiempo» entra de otra manera no menos importante en el éxito de la petición. El que pide tiene que resignarse a «aguardar» para no comprometer la eficacia de su petición. Estando yo de visita en una casa, llegó a pedir limosna una pobre mujer con su hijita. Las criadas iban a darle una limosna, pero la hija de la señora de la casa, al ver a la niña, se compadeció, y le dijo a su mamá que quería regalarle uno de los vestidos suyos que ya le venía corto. La mamá accedió naturalmente, pero, en ir a buscar el vestido y en que la cocinera preparara una canastita con «un bocadito», se pasó media hora. Cuando salió la niña con su vestidito buscando a la mujer y a su hijita, éstas se habían ya marchado, pensando que «no las querían socorrer», cuando era todo lo contrario. El factor «tiempo» no fue tenido en cuenta, y la petición resultó «ineficaz» cuando habría sido «muy eficaz». Y basten estas pocas reflexiones sobre la naturaleza de la fuerza «petición», pues creemos son suficientes para nuestro propósito. Habiendo tres «variables» en nuestro caso: X, la persona que da; Y, la persona que pide, y Z, lo que se pide, empecemos nuestra «discusión» por ver lo que sucede cuando X=Infinito.

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Capítulo III CUANDO «X» ES IGUAL AL INFINITO

Hasta ahora hemos estudiado el poder de la fuerza «petición» cuando el elemento X es limitado, esto es, cuando la persona a quien se pide es limitada: un hombre como nosotros, rico, poderoso, lo que se quiera, pero limitado y que no puede dar sino limitadamente según sus recursos. Vamos ahora a considerar lo que pasa cuando este primer elemento es igual al Infinito, es decir, cuando la persona a quien se pide no es un hombre limitado como nosotros, sino el mismo Dios, de sabiduría, bondad y poder infinitos. Lo primero que hacemos notar es que esta «petición», cuando se hace teniendo a Dios por término, recibe desde luego un nombre determinado «Oración». Bien sabemos que hay diversas clases de oración de adoración, alabanza, acción de gracias y petición. Pero nosotros sólo trataremos en este libro de la oración de petición y, claro, de la acción de gracias, que es su complemento. Por eso, dejando toda otra definición de oración, por buena que sea, nosotros solamente admitimos para nuestro estudio la que nos da el Catecismo: «Orar es levantar a Dios el alma y pedirle mercedes.» No tenemos necesidad de discutir si Dios «puede» darnos lo que pedimos, pues partimos del principio de que es «omnipotente», como lo confesamos en el Credo: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.» Si nuestra petición puede inclinarlo de algún modo a dar, y quiere darnos, tendremos a nuestra disposición «el poder infinito de Dios». Con razón, pues, nos asegura San Agustín que la oración es «la fuerza del hombre y la debilidad de Dios». De que Dios «puede» darnos, no hay la menor duda. Lo que necesitamos averiguar es «si quiere» darnos y en qué condiciones nuestra oración de petición le mueve a que nos dé y hasta dónde. 21


Mucho se ha discutido la cuestión de si nuestra petición «mueve» a Dios y cómo le mueve. Semejante disquisición la juzgamos, en el caso presente perfectamente inútil frente al HECHO de que Dios quiere que le pidamos para concedernos muchas cosas. Claro está que conociendo Dios nuestras necesidades y deseos muchísimo mejor que nosotros, la exposición de estos deseos y necesidades no le puede mover, como en el caso de un hombre que no las conoce, pero que, enterado por nuestra súplica, «se mueve» a complacernos o a ayudarnos en lo que le pedimos. Dios no obra así. Si hay alguna comparación, aunque muy imperfecta, es la del dador que, conociendo las necesidades del que pide, sólo espera, para darle que se le pida, porque así lo ha determinado. Es la lluvia que está cayendo y sólo se necesita poner el vaso para recibir el agua. Dios quiere darnos lo que necesitamos, «pero, ordinariamente hablando, no quiere darnos contra nuestra voluntad». La oración en que pedimos manifiesta a Dios, aunque Él ya lo sabe, que «queremos que nos ayude», o, en otras palabras, «que dependemos de Él voluntariamente». Pero, sea lo que fuere de esta cuestión la voluntad de Dios se expresa: en muchos casos PARA DARNOS, QUIERE QUE LE PIDAMOS. Así nos lo dice claramente «Clama a mí, y yo te escucharé.» (Salmo 90, 15) Y otra vez por el Salmista «Invócame en el día de la tribulación: yo te libraré y tú me honrarás.» (Salmo 49, 15) Pero donde esta voluntad está perfectamente declarada por Jesucristo N. S., es en los Evangelios «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis: llamad, y os abrirán. Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abrirá» (Mt 7, 7-8). Y por San Marcos: «Por tanto os aseguro que todas cuantas cosas pidiereis en la oración, tened fe de conseguirlas, y se os concederán» (Mc 11, 23). Y por San Juan: «En verdad, en verdad os digo que cuanto pidiereis al Padre en Mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora nada habéis pedido en Mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 23, 24). Desde el momento en que Dios nos dice que acudamos a Él «clamando» en el tiempo de la tribulación y promete escucharnos, es porque tiene voluntad de darnos, si le pedimos. Esto es, «ya está dispuesto a dar», y sólo espera que acudamos a Él con nuestra petición. En este sentido decimos que nuestra oración «mueve a Dios». Esta voluntad de «dar si se le pide» está perfectamente clara en los textos de San Mateo y San Marcos: «Pedid, y recibiréis; y todas cuantas 22


cosas pidiereis con fe, se os concederán.» Sólo espera Dios que le pidamos para poner a nuestra disposición «su poder» y complacernos. Pero no solamente Dios está dispuesto a darnos si le pedimos, sino que tiene un deseo inmenso de dar, como se manifiesta claramente en el texto de San Juan: «Hasta ahora no habéis pedido nada en Mi nombre»; lo que indica el deseo de que le pidamos, pues quiere complacernos y darnos gusto: «Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo.» Y nos dice el mismo San Juan: «Y ésta es la confianza que tenemos en Él, si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que nos oye en cualquier cosa que le pidamos, sabemos que tenemos concedidas las peticiones que le hubiéramos hecho.» Queda, pues, demostrado que Dios no sólo «puede» darnos lo que pedimos, sino que «quiere»; más aún, que está ansioso por concedérnoslo. La condición que pone es que le pidamos. Recordando lo que antes dijimos que el poder de la petición no está en sí misma, sino en las fuerzas que «desata» y pone a nuestra disposición, moviendo o inclinando de algún modo en nuestro favor la voluntad del donante; cuando se trata de «la oración», que tiene por término a Dios, su poder es ilimitado, pues pone en nuestras manos «la omnipotencia del mismo Dios». Y esto es así, sin exageración o hipérbole, pues claramente nos lo dice Cristo: «Si tuviereis fe (en vuestra oración) tan grande como un grano de mostaza, diréis a este moral: arráncate de raíz y trasplántate al mar, y os obedecerá» (Lc 17, 6). La promesa formal está allí: si pedimos sin dudar y con las condiciones debidas, tenemos a nuestra disposición la fuerza infinita del poder de Dios, y «el cielo y la tierra se mudarán, pero las palabras de Cristo no faltarán» (Lc 21, 33). Dios no necesita que le expongamos nuestras necesidades. «Bien sabe vuestro Padre lo que necesitáis» (Lc 12, 30), pero quiere que le expongamos nuestras necesidades, fiándonos enteramente de Él y dejando en Sus manos la solución, con entero abandono a Su voluntad. «Que si entre vosotros un hijo pide pan a su padre, ¿acaso le dará una piedra?; o si le pide un pez, ¿le dará una sierpe?; y si le pide un huevo, ¿por ventura le dará un alacrán? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará el espíritu bueno a los que se lo piden?» (Lc 6, 11-13) Para Dios, todas las cosas son posibles. Así se lo decía Cristo en su angustiosísima oración en el Huerto de los Olivos: « ¡Oh! Padre, Padre 23


mío, todas las cosas te son posibles... » (Mc 14) y basado en eso, le pedía con lágrimas que «pasase de É1 aquel Cáliz...». Basados en esto mismo, Santiago y Juan le hicieron aquella f a m o s a petición: «Maestro, quisiéramos que nos concedieses TODO CUANTO TE PIDAMOS» (Mc 35, 36) Y el Señor, sin reprenderlos en lo más mínimo, les preguntó: « ¿Qué cosa deseáis que os conceda?» Ni podía reprenderlos, ya que les había dicho sin restricción alguna: «Por tanto os aseguro QUE TODAS CUANTAS COSAS PIDIEREIS EN LA ORACION, TENIENDO FE DE CONSEGUIRLAS, SE OS CONCEDERÁN» (Mc 11, 24). Cristo no puso límite alguno a nuestras peticiones razonables, puesto que el que tiene que concederlas es Dios, para el cual «todas las cosas son posibles». Cristo N. S. no restringió en modo alguno «el campo de la petición» para que fuera escuchada; pero, por lo que toca a pedir, no sólo repetidas veces dijo «todo lo que pidáis», sino que, en dos ocasiones, puso unos ejemplos de lo más extraños. El primero fue el del moral que ya citamos: «Que digamos a ese moral, arráncate de raíz y trasplántate al mar, y obedecerá.» El otro, de que nos habla San Mateo, es muy parecido e igualmente raro: «Y viendo una higuera junto al camino se acercó a ellas a la cual, no hallando sino solamente hojas, le dijo: «Nunca jamás nazca de ti fruto», y la higuera quedó luego seca. Lo que viendo los discípulos, se maravillaron, y decían « ¿Cómo se ha secado en un instante?» Y respondiendo Jesús, les dijo: «En verdad os digo, que, si tenéis fe y no andáis dudando, no solamente haréis esto de la higuera, sino aun cuando digáis a ese monte, arráncate y arrójate al mar, así lo hará, Y TODO CUANTO PIDIEREIS EN LA ORACIÓN, COMO TENGÁIS FE, LO ALCANZAREIS» (Mt 21, 19-22). No faltan autores que, inflados con mística pedantería, pretenden poner un límite donde Cristo no lo puso, diciéndonos lo que hay que pedir y lo que no hay que pedir, porque a ellos así les parece. A estos señores les respondemos que Cristo no puso límite alguno a nuestras peticiones razonables, por extrañas que parezcan, y que los dos ejemplos que nos dio del moral y del monte no tienen nada que ver con nuestra salvación eterna; y Cristo, sin embargo, ha dicho, no sólo que lo podemos pedir, sino que, si lo pedimos «sin andar vacilando, con fe, lo alcanzaremos». A Dios le toca responder o no responder a nuestra oración y juzgar de su conveniencia, y no a esos autorcillos poner un límite a la omnipotencia y prudencia divinas, cuando Cristo no lo puso. Dios quiere 24


que le pidamos como a Padre, con entera confianza de hijos, y muchas veces los hijos hacen cándidamente peticiones «rarísimas». Al padre le toca discernir si las concede o no. Lo que al hijo toca es hacer esta petición, dejando la respuesta «enteramente» en manos de su padre. Esto es lo que nos toca hacer a nosotros: «echarnos en brazos de Dios» con resignación completa; pero eso no quiere decir que no le pidamos, con confianza de hijos, lo que nos parece oportuno. Y si esta petición se la hacemos «con entera fe y sin vacilar», Dios nos la concederá, aunque le pidamos una cosa tan extraña como que un monte o un árbol se desarraiguen y se echen al mar. Todo esto lo hemos traído a colación para demostrar, con las mismas palabras de Cristo, que el poder de la oración, cuando se dirige a Dios como Padre y con las debidas condiciones, «tiene un poder sólo limitado por la Omnipotencia Divina». Cuando X es igual al Infinito, el poder de la oración es, pues, ilimitado.

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Capítulo IV LAS ENSEÑANZAS DEL MAESTRO

Si entramos en una librería donde se vendan libros religiosos y revisamos los que de una manera u otra estén relacionados con la oración, encontraremos, ante todo, una cantidad increíble de triduos y novenas a diversos Santos que la Iglesia venera en los altares. Después veremos muchos devocionarios, varios volúmenes de «libros de meditación», y no faltará alguno que otro que trate exclusivamente de «la oración de petición», notaremos que su número, especialmente en castellano, es muy reducido. Y, sin embargo, la oración que Cristo «oficialmente» enseñó a sus discípulos fue «la oración de petición». He aquí los hechos según los encontramos en el Nuevo Testamento. Si leemos con cuidado los Evangelios, notaremos que, si bien Cristo N. S. nos enseñó directa o indirectamente las virtudes que practicamos, más aún insistió sobre la fe y la oración, y nos dio documentos numerosos y hermosísimos sobre estas virtudes, no sólo de palabra, sino también con ejemplos. Muchas veces Cristo había hablado, en su predicación, de la oración; y «un día, estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, dijo uno de los discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). En esta ocasión solemne, preguntado oficialmente el Señor sobre este punto, de que tanto les había hablado, no les dijo: «Dedicaos a la meditación y contemplación», sino que les respondió de esta manera: «Ved, pues, cómo habéis de orar: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nos tu reino, hágase tu voluntad como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día dánosle hoy, perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal Amén». (Mt 6, 9-13)

Y se acabó. Y es lo que Cristo enseñó oficialmente acerca de la oración. 26


En dos ocasiones en que los circunstantes se pudieron dar cuenta de «cómo» oraba Nuestro Señor, recogieron las palabras siguientes, que encontramos en los Evangelios. Cuando el Señor fue adonde estaba Lázaro enterrado, hizo oración, diciendo: «¡Oh, Padre!, gracias te doy porque me has oído; bien es verdad que yo ya sabía que siempre me oyes (cuando oro), mas lo he dicho por razón de este pueblo que está a mi alrededor...» (Jn 11, 41-42). En el Huerto dijo a sus discípulos: «Sentaos aquí mientras yo voy más allá y hago oración...» Y adelantándose algunos pasos, se postró en tierra, caído sobre su rostro, orando y diciendo: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz; pero, no obstante, no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú» (Mt 16, 36-39). Ahora bien: si analizamos la oración del Padrenuestro, oración oficial y solemnemente enseñada por Cristo a sus discípulos, veremos que se compone de «siete peticiones». La oración ante la tumba de Lázaro fue igualmente «una petición»; es más: en ella habla de que «siempre que ora se le concede lo que pide». Finalmente, la oración del Huerto fue una continuada petición, repetida por tres horas mortales. De lo que deducimos que la oración principalmente enseñada por Cristo, de palabra y con el ejemplo, según nos consta en los Evangelios, fue la ORACIÓN DE PETICIÓN». No faltan autores que, considerando la oración de petición algo así como propio de la gente vulgar, escriben sobre la meditación y contemplación como si allí estuviera el meollo de la oración. Nosotros no discutiremos este asunto; lo único que decimos aquí, fundados en los Evangelios, es que la clase de oración que Cristo oficialmente enseñó y practicó fue la ORACIÓN DE PETICIÓN. De las otras clases de oración no nos ocuparemos; nuestro campo lo reducimos a la oración oficial y explícitamente enseñada por Cristo, según consta en los Evangelios. Por otra parte, la Iglesia, fiel intérprete de la doctrina de Cristo, tiene tres libros oficiales en los cuales enseña a los fieles cómo deben orar. Estos tres libros son: el Breviario, el Misal y el Ritual. Pues bien: en estos libros la oración de la Iglesia es siempre y constantemente la oración de petición por medio de Cristo. Todas las oraciones son una petición, que invariablemente termina «por Cristo Nuestro Señor. Amén». La oración de petición es, pues, la oración oficial de la Iglesia. Hemos querido hacer notar esto, pues muchas gentes, oyendo eso de la meditación y contemplación, se entristecen, «porque no saben orar»; 27


están convencidas de que la oración es muy difícil y sólo es posible en la flor y nata mística. Nosotros, sin divagar, seguiremos cuidadosamente las pisadas de Cristo y de la Iglesia; sólo trataremos en este estudio de la oración oficialmente enseñada por Él para todos, esto es, la oración de petición, dejando a otros autores el campo abierto para que escriban cuanto quieran sobre la oración de unión y demás complicaciones de la mística, que no son para todos, pues Dios no llama a todos por esos caminos. La oración, como veremos en otro lugar, es necesaria y, por consiguiente, Cristo nos enseñó el método más sencillo; tal, que pudiera ser usado por todos sin dificultad. Todos, absolutamente todos, desde nuestra tierna edad, podemos orar, porque la oración que Cristo nos enseñó no es sino «UNA PETICIÓN DIRIGIDA A DIOS COMO PADRE»; y desde el momento en que todos sabemos pedir, todos sabemos orar. Este libro ha sido escrito precisamente para que el que lo lea se encuentre con que la oración, de que tanto se nos habla, no es una práctica difícil, sino antes muy fácil, tan fácil como lo es el pedir, y aun menos bochornoso, desde el momento en que, al orar, esto es, al pedir, nos dirigimos a Dios como a Padre. Esta oración hecha a Dios como a Padre es «la fuerza más grande» de que puede disponer el hombre, puesto caso que, cuando es eficaz, «pone en sus manos» toda la fuerza de la Omnipotencia Divina. Los Evangelios están llenos de ejemplos en que se ve la eficacia de esta fuerza extraordinaria, que no sólo mueve 1 a Dios a darnos las cosas comunes de la vida que necesitamos, sino que «lo nueve aun a suspender las leyes de la naturaleza por Él establecidas, para obrar el milagro». Esto no quiere decir que, para que nuestra oración sea eficaz, necesite Dios siempre hacer milagros; no, le basta ordinariamente dirigir las causas segundas según los planes de Su Providencia. Pero cuando lo que se pide, de modo debido, requiere un verdadero milagro, Dios, en cumplimiento de su palabra, lo hace. Y para que se vea que el Maestro no sólo enseñó esta doctrina con sus palabras y su ejemplo, sino que, dado el caso, cumplió sus promesas, pondremos algunos de los ejemplos más hermosos que hallamos en los Evangelios. San Mateo nos cuenta de un leproso que le adoraba diciendo: «Señor, si Tú quieres, puedes limpiarme» (Mt 8, 2-3). He aquí la oración de petición 1

Decimos «mueve» en el sentido antes explicado.

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sencillísima; el leproso cubierto de llagas «cree firmemente» que Cristo «puede» curarle, si quiere. Para hacer esa curación instantánea no bastan los medios naturales; es necesario que Dios use de un poder especial. Jesús no duda un momento en concederle lo que pide, en vista de su fe. Y Jesús, extendiendo la mano, le tocó, diciendo: «Quiero, queda limpio.» Y al instante quedó curada su lepra. Dios había cumplido su promesa. «Cualquiera cosa que pidiereis con fe, sin vacilar, os será concedida.» Todo fue cosa de unos momentos. La fe del leproso era grande y, naturalmente, la respuesta de su oración fue igualmente rápida. La oración del leproso puso en acción la Omnipotencia Divina, y el resultado fue un milagro. Se trata ahora de un pagano, de un centurión romano (Mt 8, 5, 13). Tiene a un criado paralítico, va al encuentro de Cristo, y le manifiesta su necesidad, con fe segura, esto es, confiando en que Él le ayudará. Cristo oye su petición, y el criado queda curado instantáneamente. Y al entrar en Cafarnaúm, le salió al encuentro un centurión, y le rogaba diciendo: «Señor, un criado mío está postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo.» Dícele Jesús: «Yo iré y le curaré.» Y le replicó el centurión: «Señor, yo no soy digno de que entres Tú en mi casa, pero mándalo Tú con tu palabra, y quedará curado mi criado; pues aun yo, que no soy más que un hombre sujeto a otros, como tengo soldados a mi mando, digo a uno: marcha, y él marcha; y al otro digo: ven, y viene; y a mi criado digo: haz esto, y lo hace.» Al oír esto Jesús mostró gran admiración, y dijo a los que le seguían: «En verdad os digo que ni aun en medio de Israel he hallado fe tan grande...» Después dijo Jesús al centurión: «Vete, y suceda conforme has creído»; y en aquella misma hora quedó sano el criado. Una vez más se había cumplido aquello de: «Cualquiera cosa que pidáis con fe, sin dudar, la conseguiréis.» Ahora es una mujer sirofenicia, pagana, cuya oración llena de fe no es por ella misma, como en el caso del leproso, sino por su hija: «Cuando he aquí que una mujer cananea empezó a dar voces diciendo: «Señor, Hijo de David, ten lástima de mí; mi hija es cruelmente atormentada del demonio» (Mt 15, 22-28). Jesús no le respondió palabra, y sus discípulos, intercedían diciéndole: «Concédele lo que pide, a fin de que se vaya, porque viene gritando tras de nosotros.» A lo que Jesús respondiendo dijo: «Yo no soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» No obstante, ella se llegó, y le adoró diciendo: «Señor, socórreme.» El cual le dio por respuesta: «No es justo tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros.» Mas ella dijo: «Es verdad, Señor, pero los perritos comen de las 29


migajas que caen de la mesa de sus amos.» Entonces Jesús, respondiendo le dijo: «¡Oh mujer!, grande es tu fe, hágase conforme tú lo deseas.» Y en esa misma hora, su hija quedó curada.» Cuando Jesús dijo: «Todo aquel que pide, recibe, y el que busca, halla, y al que llama, se le abrirá» (Mt 7, 8), no hizo exclusión de ninguno, fuera israelita, romano o cananeo; y así Cristo, admirando la fe de esta mujer, le concedió inmediatamente lo que pedía, obrando un portento en favor, no de ella, que era la que creía, sino en favor de la hija (creyera o no), por la cual la madre, llena de fe, suplicaba. Y esto nos lleva a otro caso en que Jesús «concedió al demonio» lo que le pedía: «Estaba paciendo en la falda de un monte vecino una gran piara de cerdos, y los espíritus le rogaban diciendo: «Envíanos a los cerdos, para que vayamos y estemos dentro de ellos» (Mc 5, 11-13). Y Jesús se lo permitió al instante, y, saliendo los espíritus inmundos, entraron en los cerdos, con gran furia, y toda la piara, en que se contaban al pie de dos mil, corrió a despeñarse en la mar...» Lo cual nos prueba que «todo el que pide, recibe»; si bien en el caso presente no se debe la eficacia a las cualidades de los orantes, sino a la bondad de Cristo, quien por razones especiales despachó esta petición, bastante descabellada, de los demonios. Las enseñanzas del Maestro sobre la oración quedarían incompletas si no citásemos aquí dos hermosísimos pasajes en que Jesús expresamente expone lo que piensa sobre el poder de la oración. Cuenta San Lucas que, después que les enseñó Jesús el Padrenuestro, continuó diciendo: «Si alguno de vosotros tuviese un amigo, y fuese a él a medianoche a decirle: «Amigo, préstame tres panes, porque otro amigo mío acaba de llegar de viaje a mi casa, y no tengo nada que darle»; aunque aquél desde dentro le responda: «No me molestes, la puerta está ya cerrada, y mis criados están como yo acostados, no puedo levantarme y dártelos», si el otro porfía en llamar, yo os aseguro que, cuando no se levantara a dárselos por razón de su amistad, a lo menos por librarse de su impertinencia se levantará al fin y le dará cuantos hubiere menester. Así os digo yo: pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá, porque todo aquel que pide, recibe, y quien busca, halla, y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 5-10). Para enseñar a sus discípulos cómo es conveniente orar con perseverancia y no desfallecer les propuso la siguiente parábola, que confirma la anterior: «En cierta ciudad había un juez que ni tenía temor de 30


Dios ni respeto a hombre alguno. Vivía en la misma ciudad una viuda, la cual solía ir a él diciendo «Hazme justicia de mi contrario.» Mas en mucho tiempo no quiso el juez hacérsela. Pero después dijo para consigo: yo no temo a Dios, ni respeto a hombre alguno, con todo, para que me deje en paz esta viuda, le haré justicia, a fin de que no venga de continuo a romperme la cabeza.» Ved —añadió el Señor — 1o que dijo ese juez inicuo. ¿Y creéis que Dios dejará de hacer justicia a los que claman a Él de día y de noche, y que ha de sufrir siempre que se les oprima?» (Lc 18, 1-7) En lo cual vemos lo necesario que es contar con el factor «tiempo» cuando se trata de la eficacia de la oración, como en su lugar explicaremos. Y aquí damos fina este capítulo, en el que hemos acumulado las principales enseñanzas del Maestro sobre la oración, según las encontramos en los Evangelios, con el objeto de analizarlas, para así penetrar el secreto de la oración eficaz, la mayor de todas las fuerzas de que puede disponer el hombre.

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Capítulo V LA PALANCA Y LA POLEA

Arquímedes solía decir: «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo.» Y no hay duda en la verdad de este aserto; es prodigiosa la fuerza de la palanca. Consiste ésta, según nos enseña la mecánica física, en una barra rígida que se coloca sobre un punto de apoyo llamado fulcro. De un lado se encuentra la resistencia, o lo que se desea mover, y del otro la fuerza. Se llama «brazo de palanca» la distancia que hay entre el punto de apoyo y la fuerza, o entre aquél y la resistencia. Estos brazos pueden ser iguales o desiguales. Cuando son iguales, tenemos el instrumento llamado «balanza». En este caso, para levantar un peso A se requiere una fuerza A, igual a la resistencia. Pero si crece el brazo que corresponde a la fuerza, ésta, para mover la resistencia, irá disminuyendo conforme crezca el brazo. En este principio está basada la «romana», uno de cuyos brazos, el del peso, es muy corto, siendo muy largo el de la fuerza. De esta suerte, se pueden pesar toneladas con gramos. El peso pequeñísimo de un gramo es capaz de contrapesar muchas toneladas, si el brazo de la palanca donde aquél se aplica es suficientemente largo. Con una palanca conveniente, un niño, aplicando su pequeñísima fuerza, puede muy bien levantar miles de toneladas. ¿No te recuerda esto, querido lector, aquella proposición de Cristo: «Si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: desarráigate y arrójate al mar, y lo hará»? La fuerza de la oración, basada en la fe, es colosal, es una verdadera palanca moral. Considerando la fe como el fulcro o punto de apoyo, nos resulta que la esperanza es la barra rígida, en uno de cuyos extremos está lo que se desea conseguir, mientras que en el opuesto se aplica la fuerza de la oración. Es la esperanza, por parte del que ora, la «confianza» de conseguir lo que se pide: es el brazo de palanca. Mientras mayor sea la «confianza», mayor será el poder de la palanca, necesitándose una fuerza pequeñísima para levantar el peso deseado, esto es, para conseguir lo que se pide. 32


Sin fe, esto es, si no creemos que «Dios puede» darnos lo que pedimos, no hay oración posible. Si no creemos que Dios existe, o si creyéndolo, pensamos que no puede darnos lo que le pedimos, la oración es inútil. Por eso los mahometanos, que creen en el fatalismo, esto es, que lo que está determinado ha de pasar infaliblemente, no tienen oración «de petición». No creen que Dios nos dé algo si se lo pedimos; y así, su oración es de «adoración», la cual hacen con gran devoción tres veces al día; pero no piden nada a Dios, por creerlo perfectamente inútil. El punto de apoyo de la oración es la fe. Pero, para que la oración sea «eficaz», es además indispensable que actualmente esperemos que nos lo va a dar, lo que no es otra cosa que la «confianza», y esta confianza nace no sólo de la fe, que nos dice que Dios puede, sino de la promesa divina de escucharnos. En otras palabras: nace esta confianza, basada en la fe, de que ha de concedernos lo que le pedimos, porque lo ha prometido. Así lo vernos claramente expresado en las palabras de Cristo: «Por tanto os aseguro que todas cuantas cosas pidiereis en la oración, TENED FE DE CONSEGUIRLAS (esto es, confianza), y se os concederán» (Mc 11, 24). Esta fe de conseguirlas es la «confianza», la cual se basa en la promesa misma de Cristo; todo lo cual creemos por la fe. Y por San Mateo: «En verdad os digo que, si tenéis fe, Y NO ANDÁIS VACILANDO 2, no solamente haréis esto de la higuera, sino que, aun cuando digáis a ese monte: arráncate y arrójate al mar, así lo hará, y todo cuanto pidiereis en la oración, SI TENÉIS FE lo alcanzaréis» (Mt 21, 21). La fe y la confianza se completan la una a la otra, hacen la oración «eficaz». Por esto los Apóstoles, que creían ciertamente en el poder de Cristo, pero que andaban vacilando, es decir, que estaban faltos de confianza, le pidieron humildemente que les aumentara la fe, esto es, la confianza. «Entonces los Apóstoles dijeron al Señor auméntanos la fe» (Lc 17, 5). Esta diferencia entre la fe y la confianza se ve muy clara en el caso del padre del poseso, con el que no habían podido los Apóstoles, y nos ofrece San Marcos: «Jesús preguntó a su padre (del poseso): « ¿Cuánto tiempo hace que esto sucede?» «Desde la niñez —respondió—, pero muchas veces le ha precipitado en el agua y el fuego, a fin de acabar con él. PERO SI PUEDES ALGO, socórrenos, compadecido de nosotros.» A lo que Jesús le dijo: «Si tú puedes creer, todo es posible para el que cree.» 2

El texto latino dice: «Si habueritis fidem, et non haestitaveritis…» Ahora bien: el verbo haesito, as, are, significa dudar, vacilar, estar incierto, irresoluto. Por esto nosotros traducimos «el non haesitaveritis» por «y no andáis vacilando».

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Y luego el padre del muchacho, bañado en lágrimas, exclamó diciendo: ¡Oh Señor! YO CREO, ayuda Tú MI INCREDULIDAD» (Mc 9, 21- 22), esto es, dame, fortalece MI CONFIANZA.» Aquel padre creía, pero no lo bastante para tener confianza ilimitada en Cristo. Esta oración, cuando «la confianza» es ilimitada, cuando el brazo de palanca es muy grande, es la oración «que obra milagros». Pero, desgraciadamente, este brazo de palanca tan colosal se encuentra muy pocas veces; por esto los milagros no son frecuentes. ¿Qué haremos, pues, para conseguir algo no teniendo sino una confianza limitada? La respuesta es sencilla: usar de UNA POLEA. La polea es una verdadera palanca, «sólo que la barra no es rígida, sino una cuerda flexible que se desliza alrededor de una rueda suspendida por su centro». En un extremo de la cuerda está el peso, y del otro lado la fuerza que, tirando, hace subir, poco a poco, la resistencia. El peso sube por una serie de tirones, poco a poco; pero si dejamos de tirar y soltamos la cuerda, el peso, que ya había subido a cierta altura, cae precipitadamente. Este aparato nos explicará cómo «funciona» nuestra oración, cuando nuestra confianza es limitada... Nuestra oración «ordinaria» puede muy bien compararse a esta polea. Deseamos obtener de Dios una cosa (lo que equivale a querer levantar un peso), pero no tenemos «la confianza suficiente» para poder alcanzarla de una vez (no tenemos fuerza bastante para levantarla hasta una altura determinada de un solo tirón). Entonces empezamos a pedir repetidas veces a Dios lo que deseamos, como si dijéramos: «a pedacitos de confianza». Es el mismo efecto de la polea; subimos el peso «con tirones sucesivos» hasta que llegue a la altura requerida, esto es, hasta que consigamos lo que pedimos. Si nuestra confianza fuera «muy grande», como la del centurión, por ejemplo, no necesitaríamos sino «orar una vez» para obtener lo que pedimos; pero no teniendo esta «confianza», necesitamos dar tirones sucesivos para que el peso suba, esto es, para obtener lo que pedimos. Por esto es necesario «repetir y repetir» nuestra oración, porque nuestra confianza es «muy pequeña». Pero si «nuestros pedazos de confianza» son más grandes, necesitaremos repetir nuestra oración menor número de veces. Lo mismo que pasa en la polea cuando cada tirón es más largo. Pero si nuestra confianza es nula, por más que repitamos mil veces nuestra oración no lograremos nada. Si para levantar un peso por medio de 34


la polea «sólo hacemos que tiramos», sin tirar de veras, el peso se quedará donde está. Pasa a veces en nuestras oraciones que, cansados de pedir, dejamos de hacerlo, «desconfiando de ser oídos», y, claro, nuestra petición no es despachada. El caso es semejante al del que, habiendo tratado de subir un peso por medio de la polea, se cansa y suelta la cuerda; el peso cae, y sus trabajos han sido inútiles. Los mecánicos, previendo este caso, inventaron «la polea compuesta», formada de dos o tres poleas simples, de suerte que, aunque dejemos de tirar, el peso no caiga. Este símil nos representa, por analogía, «la oración hecha por dos o más personas». Mientras una deja de pedir, las otras siguen pidiendo por lo mismo, y finalmente se consigue lo que se pide. Esta es la fuerza de la oración en familia. En este principio está basado el Apostolado de la Oración. Miles y miles de personas «piden a Dios por lo mismo» continuamente, como si cada una tuviera un cabo de diversas cuerdas que se unieran en una, la que sostiene el peso que se quiere levantar. Alguno dirá: la comparación es ingeniosa, pero prácticamente vemos con frecuencia que no da resultado la tal oración. Cada mes se pide a Dios por una cosa distinta, y pocas veces vemos que sea eficaz. ¿Por qué? Pues, entre otras razones, porque «no hallan parejo», no tiran de veras; la oración de los que piden es «de fonógrafo», les falta la confianza. Si los millones de socios del Apostolado pidieran por la Intención Mensual, cada uno «con un poquito de confianza», muy probablemente (si lo que se pide no depende de la libre voluntad del hombre, por ejemplo) Dios concediera nuestra petición. Pero cada uno, generalmente, reza la oración mecánicamente, sin verdadero empeño; y claro, Dios no ha prometido darnos sin más ni más todo lo que le pidamos, aunque se lo pidamos millares de veces, o sean millones los que se lo piden. Su promesa es clara: «Todo lo que pidiereis con fe, sin andar vacilando, se os concederá», según lo tenga determinado en su Providencia amorosísima, pero de ningún modo en virtud de su promesa. Por otra parte, en muchas ocasiones Dios concede lo que se le pide, aunque nosotros no lo veamos. Miles de almas alcanzan, por ejemplo, su salvación eterna, sin que nosotros nos demos cuenta de que por nuestras oraciones la consiguieron. Hacemos notar que todo esto de la palanca y la polea es UNA COMPARACIÓN para explicar de algún modo «el funcionamiento de la 35


oración». Creemos que la comparación es clara y nueva, y nos mostrará el fundamento de lo que vamos a tratar en el capítulo siguiente.

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Capítulo VI POR ANDAR VACILANDO

Preguntó un periodista a un millonario: —¿Cuál cree usted que es el secreto del éxito que siempre ha tenido en sus negocios? El millonario frunció las cejas y respondió: —Yo sé muy bien por qué he llegado adonde he llegado. El repórter, turbado con esta respuesta, preguntó humildemente: —Y ¿podría usted decirme esa razón? —No crea usted, en primer lugar —respondió el magnate—, que mi carrera haya sido un éxito desde el principio. Muchas veces fallé en mis negocios, por no haberme dado cuenta de lo que tenía que hacer para triunfar. Pero desde que descubrí el secreto, puedo asegurarle que las pocas veces que he fracasado ha sido por no haber obrado conforme a este principio. Encendió el millonario su pipa y añadió: —Siempre he procurado, ante todo, saber lo que quiero, y luego, sin vacilaciones, he tratado de llevarlo a cabo. Eso es todo. Tuve una vez un socio muy inteligente, pero que tenía el defecto gravísimo de vacilar y no saber decidirse en los momentos críticos. Esto nos hizo perder varios negocios importantes. Me separé de él, por más que veía que perdía una grandísima ayuda; desde entonces data mi prosperidad. Una vez que me he resuelto a una cosa, nadie me hace vacilar. Este es el secreto de mis éxitos. Muchas personas se preguntan: ¿por qué Dios no responde a nuestras oraciones? O en otras palabras: ¿por qué nuestra oración no es siempre eficaz, o por lo menos parece no serlo? Esta pregunta ha dado muchos quebraderos de cabeza a no pocos autores que han tratado en vano de darle una respuesta adecuada. Ni se crea que sólo han tratado esta cuestión autores piadosos y católicos. Los protestantes la han discutido en muchísimos escritos, y, lo que es más, escritores laicos, hombres y mujeres, han procurado encontrar 37


la solución de lo que llaman «el problema de la oración no respondida». «The problem of Unanswered Prayer» lo trata el Reverendo W. P. Paterson, profesor protestante de la Universidad de Edimburgo, en su monografía «Prayer and Contemporary Mind», en la que resume las opiniones de 1.667 escritores de todos los países y todas las religiones, consultados sobre este punto y otros relativos a la oración. Es muy curioso enterarse de las 1.667 opiniones, clasificadas en grupos, sobre este punto en especial. Los teósofos, por ejemplo, explican la ineficacia de la oración diciendo que, siendo nosotros el resultado de «reencarnaciones anteriores», si pedimos algo que no está de acuerdo con nuestra manera de discurrir en alguna de nuestras previas encarnaciones (!!), esta voluntad anterior impedirá la eficacia de nuestra oración. Otros atribuyen esta ineficacia a que hay otros que piden a Dios precisamente lo opuesto a lo que nosotros pedimos. O a que, pidiendo otros muchos lo mismo y no pudiendo darse aquello sino a uno solo o a unos cuantos, Dios se lo da a quienes mejor le parece. Así habiendo miles que piden el «gordo» de la Lotería de Navidad de Madrid, Dios no se lo da a todos, y muchas oraciones quedan naturalmente sin respuesta. Un chino protestante dice que la culpa es nuestra, pues le hacemos a Dios peticiones tan diversas, que nos da lo que mejor le parece. Entre los católicos, unos dicen que no somos oídos porque no oramos con la debida humildad; otros, porque nos falta la perseverancia; otros, porque no nos resignamos a la voluntad de Dios; y la verdadera razón, si no la única de que nuestra oración deje de ser eficaz, es pura y llanamente PORQUE ANDAMOS VACILANDO... Y ésta no es opinión nuestra, es sentencia de Cristo: «En verdad os digo que, si tenéis fe Y NO ANDÁIS VACILANDO, no solamente haréis lo de la higuera, sino que, aun cuando digáis a ese monte, arráncate y arrójate al mar, así lo hará, y todo cuanto pidiereis en la oración, si tenéis fe, lo alcanzaréis.» Luego si pedimos alguna cosa en la oración y no la alcanzamos es porque NUESTRA FE ANDA VACILANDO, esto es, no tenemos la confianza requerida. Muy pocas personas hay en este mundo que, de una manera constante y ordinaria, sepan lo que ellas mismas quieren en las diversas ocasiones de la vida. El andar vacilando de una a otra cosa es lo más común, y aunque en ocasiones tomemos una resolución que aun a nosotros mismos nos parezca definitiva, todavía pasa, con demasiada frecuencia, que «llevamos la procesión por dentro», temiendo que hayamos hecho un disparate. En otras palabras, «vacilamos en nuestro corazón». 38


Como en la inmensa mayoría de las veces, cuando pedimos a Dios alguna cosa, no sabemos ciertamente si nos conviene o no (aunque la queramos ardientemente), naturalmente «vacilamos», por lo menos en el corazón, y por consiguiente, no teniendo absoluta confianza, nos exponemos a no alcanzar lo mismo que tan insistentemente pedimos. Hay que tener presente que son dos cuestiones bien distintas «en sus causas» el que Dios nos conceda lo que le pedimos. Nosotros estamos discutiendo ahora solamente la causa de LA ORACIÓN NO RESPONDIDA, o, en otras palabras, ¿por qué causa Dios no nos concede en tal caso lo que le pedimos? Dios puede muy bien concedernos muchas cosas, se las pidamos o no se las pidamos; esto es, independientemente de nuestra oración, y de hecho así lo hace constantemente. Dios no depende de nosotros en los planes de su Providencia, si bien tiene en cuenta el libre albedrío que Él mismo nos ha dado. Sin embargo, en el plan amoroso de su Providencia entra el darnos ciertas cosas «si se las pedimos», y de ahí la insistencia con que Cristo N. S. nos exhorta a orar, a pedir para recibir, pues, de otra suerte, muchas cosas que Dios quiere darnos, no nos las dará porque no se las pedimos. Dios N. S. nos da constantemente muchas cosas «porque se las pedimos»; pero eso no quiere decir que É1 esté obligado a darnos «siempre» lo que le pedimos. Hay un caso, sin embargo, en que ha prometido escucharnos. Este es cuando le pedimos algo, PERO CON FE Y SIN VACILAR. En este caso. Él ha hecho la promesa de despachar favorablemente nuestra oración; y así vemos que lo hizo Cristo durante su vida mortal, en los ejemplos antes citados, y en otros muchos que leemos en los Evangelios. Nosotros no nos quejamos cuando Dios nos concede lo que le hemos pedido, si bien nos olvidamos fácilmente de agradecérselo. Pero sí nos quejamos cuando NO NOS CONCEDE LO QUE LE PEDIMOS. Y entonces, en nuestra insensatez, llegamos hasta a tacharlo de que ha faltado a su palabra, ya que ha dicho tantas veces: «Pedid y recibiréis», y nosotros pedimos y no recibimos. Y estas negativas a nuestra oración descorazonan a muchos que, habiendo pedido con insistencia, con verdadero ahínco, sin embargo no consiguieron lo que pedían. ¿Por qué Dios, dicen, no ha escuchado mi oración? Esto es lo que se llama el problema de la oración no respondida. Nuestra respuesta es la de Santiago: 39


«Pedimos y no recibimos, porque pedimos mal»; y pedimos anal, porque pedimos, entre otras cosas, sin la debida fe y andamos vacilando. No tenemos, pues, derecho a quejarnos porque Dios no responda a nuestra oración; ¿hemos acaso orado con fe firmísima y sin vacilar? Muy difícil es probar que así lo hemos hecho, aunque tal nos parezca.

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Capítulo VII LA VARIABLE «Y»

Discutimos ya el caso en que X, la persona a quien se pide, es igual al Infinito, es decir, Dios; nos queda ahora la discusión de las variables: Y, la persona que pide, y Z, la petición misma. Empezaremos por Y. Como ya lo indicamos antes, Cristo N. S. al decir: «Todo el que pide, recibe», no restringió la promesa de dar, si le pedían, a ninguna clase en particular. Desde luego, cuando Cristo hacía esta promesa, hablaba con los judíos, unos bastante rudos, como las turbas, y otros perversos e hipócritas, como los publicanos y fariseos. Cristo no excluyó a ninguno, antes escuchaba con especial predilección a los pecadores. Basta leer los Evangelios para convencerse de esta verdad. «Y sucedió que, estando Jesús a la mesa en casa de Mateo, vinieron muchos publicanos y gente de mala vida, que se pusieron a la mesa a comer con Él y con sus discípulos. Y al verlo los fariseos, decían a sus discípulos: « ¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos y pecadores?» Mas Jesús, oyéndolo, les dijo: «No son los que están sanos, sino los enfermos, los que necesitan médico..., porque los pecadores son, y no los justos, a quienes he venido yo a llamar». Y si Cristo no excluyó a los pecadores cuando dijo «Todo el que pide, recibe», nadie puede considerarse excluido. Queda, pues, echada por tierra la objeción de algunos: ¿Cómo voy yo a pedirle a Dios tal o cual cosa, si soy un gran pecador? De las anteriores palabras de Cristo, mejor se deduce que los que quedarían fuera del combate serían más bien los «que se tienen por justos»; pero ni aun éstos están excluidos. «Todo el que pide, recibe»; y ya vimos a los mismos demonios «pidiendo» y a Cristo concediéndoles la descabellada petición de aquellos de entrar en los cerdo», aunque esto haya sido por bondad de Cristo y no en virtud de promesa alguna. Esta proposición viene a desvanecer un verdadero «prejuicio». No faltan entre los católicos algunos que se figuran que esta promesa, de «dar 41


al que pide», se refiere de una manera exclusiva a nosotros, y de ahí que crean que Dios no oye las oraciones de los protestantes, por ejemplo. Nada más equivocado: todos tenemos derecho a orar a Dios, pues todos somos hechura de sus manos; a todos quiere salvarnos, y la oración es necesaria para la salvación. Y ya que se nos presenta la ocasión, queremos hacer constar aquí un hecho poco conocido entre los católicos. No hay práctica tan extendida entre los protestantes de todas las sectas y denominaciones que creen en la divinidad de Cristo, como la oración de petición a Dios como Padre y en nombre de Cristo su Hijo. Hay una cantidad muy grande de libros protestantes que tratan de esto, y muchos de los ministros protestantes, en sus sermones, insisten en que sus oyentes «pidan a Dios lo que necesitan en el orden corporal o espiritual, en nombre de Cristo». Ni puede ser de otra manera; Dios quiere la salvación de todos los hombres, y, como ya dijimos y adelante veremos, la oración es necesaria para conseguirla. En otras prácticas irán los protestantes descaminados, pero en pedir a Dios en la oración lo que desean, están en su perfecto derecho, ya que Cristo no excluyó a ninguno. Cristo en la Cruz oyó luego la oración de aquel LADRÓN, y JUDÍO por más señas, que acababa de ultrajarle (Mc 15, 27), cuando, reconociéndole por Rey, públicamente le dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino», a lo cual Jesús le respondió: «En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 42-43). ¿Quién, después de esto, no puede exclamar confiado: Ya que a María (Magdalena) absolviste y OISTE AL LADRÓN, a mí también me has dado esperanza» de ser oído..., y perdonado? Todos, chicos y grandes, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, justos y pecadores, católicos, protestantes o judíos, todos, sin excepción, están incluidos en aquellas palabras: «Todo el que pide, recibe.» La variable Y comprende a todo el que pide, sea quien fuere; ya veremos lo que se requiere para ser oído y bien despachado. Hasta ahora hemos considerado el valor «personal» de Y; fáltanos algo muy importante: el valor de Y colectivo, es decir, cuando no es uno solo el que ora, sino cuando son varios los que «piden» lo mismo. «Os digo más: que si dos de vosotros se unieren entre sí, sobre la tierra, para pedir algo, SEA LO QUE FUERE, les será otorgado por mi Padre que está en los cielos» (Mt 18, 19). Lo que exige esta nueva promesa es 42


que, por lo menos dos, se unan ENTRE SI, sobre la tierra, para orar. Y esto basta para que el Padre celestial les escuche. Cualquiera dirá que esto es algo bien extraño. A lo que respondemos que, siendo ésta UNA PROMESA, y dependiendo la condición de la voluntad del dador, nada tiene de extraño. El Padre celestial es el que da, y su Hijo en su nombre lo promete así. Así es, porque así lo ha prometido Cristo, y basta; no nos toca a nosotros andar poniéndole cortapisas ni admirándonos de lo que El dispone. Pero Cristo N. S. no quiso dejarnos con la curiosidad picada; y, en su bondad infinita, nos dio la razón, el porqué de una promesa tan estupenda, que pone la omnipotencia de Dios en las manos de dos o más hombres... Y la razón es que ME HALLO YO EN MEDIO DE ELLOS. «Para DONDE DOS O TRES SE HALLAN CONGREGADOS EN MI NOMBRE, ALLÍ ME HALLO YO EN MEDIO DE ELLOS» (Mt 18, 20). ¿Para qué queremos más?... CRISTO ESTA ALLÍ PARA ALCANZARNOS DE SU PADRE CUANTO LE PIDAMOS... Allí nosotros somos nadie, Cristo lo es todo; nosotros somos los peticionarios, EL ABOGADO ES EL. Esto no necesita comentario alguno. Hacemos notar, para evitar malas interpretaciones, que en este capítulo sólo hemos considerado «la persona que pide», sin declarar las condiciones que debe tener para que su oración sea eficaz. Una cosa es que todos sin excepción tengamos derecho a orar, a pedir a Dios algo, y otra que sea eficaz nuestra oración, o que consigamos lo que pedimos. De las condiciones requeridas trataremos más adelante.

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Capítulo VIII DISCUSIÓN DE «Z»

Según hemos indicado, representa Z la oración misma. Ahora bien: la oración puede tomarse aquí en dos sentidos: 1) el objeto de la oración o lo que se pide; y 2) la manera de orar o pedir. Por lo que toca al objeto de la oración, o lo que se pide, ya hemos visto que, según el espíritu de Cristo N. S., podemos pedir cosas que se refieran a los bienes temporales: «el pan nuestro de cada día». Pero aún hay más: la oración no está limitada ni por el espacio ni por el tiempo. Los bienes espirituales son los que naturalmente tienen que ocupar el primer lugar, ya que Cristo lo indicó claramente cuando dijo: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, que las demás cosas se os darán por añadidura». Tres de las peticiones del Padrenuestro se refieren a estos bienes espirituales: a) perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; b) no nos dejes caer en la tentación, y c) mas líbranos de mal. Esta última petición, sin embargo, abraza tanto los males espirituales como los temporales. Otras tres peticiones de esta oración modelo se dirigen también a pedir bienes espirituales de orden diverso: d) que el Nombre de Dios sea glorificado; e) que Su reino venga a nosotros, y f) que se haga Su voluntad, como se hace en el cielo, así también en la tierra. Por lo que hace a los bienes materiales, los encontramos claramente incluidos en aquella petición: «el pan nuestro de cada día dánosle hoy». Lo cual comprende, no solamente el alimento diario, sino todas las cosas necesarias para la vida del cuerpo. Lo que podemos pedir, no sólo se refiere a las necesidades temporales y espirituales de nosotros mismos, sino a las de nuestros prójimos. Mas, como lo vemos en el Ritual Romano, la Iglesia, nuestra madre, pide a Dios su ayuda con oraciones especiales, porque cesen las calamidades públicas: las pestes, la sequía, las guerras, etc. Tiene 44


oraciones en que pide a Dios por los mismos animales. No hay necesidad temporal o espiritual por la que no pida. La oración de intercesión por otros es tan común entre nosotros que no hay necesidad de explicarla. ¿Qué madre cristiana no pide a Dios mucho por sus hijos? ¿Quién hay entre nosotros que, cuando ve un pariente o un amigo en alguna necesidad, no se inclina a pedir a Dios para que la remedie? Constantemente nos estamos encomendando unos a otros en nuestras oraciones, siguiendo el ejemplo de San Pablo, «orando por todos los fieles y por mí». Esta oración de intercesión por otros es la constante ocupación de las almas buenas, las cuales consiguen de Dios para nosotros muchos favores, sin que de ello nos demos cuenta frecuentemente. Pero, como indicamos antes, lo que podemos pedir no está limitado ni por el tiempo ni por el espacio. Podemos pedir, no sólo por cosas presentes y futuras, sino también por «cosas pasadas», algo así como si la oración tuviera fuerza retroactiva. El hecho que vamos a narrar nos lo contó el Eminentísimo Cardenal Hayes, de Nueva York, un día que conversábamos con él sobre este tema de la oración. Mr. Thomson hacía pocos años que se había hecho católico, habiendo sido anteriormente un gran agnóstico. Su conversión había sido verdaderamente sincera, y era, en la época a que nos referimos, un fervoroso creyente. Tenía, sin embargo, una pena muy honda porque, en el tiempo de su infidelidad, se había opuesto tenazmente a dejar bautizar a sus hijos, y una hijita, a quien él quería entrañablemente, había muerto sin recibir el bautismo. Ahora que «creía», esta falta del tiempo de su incredulidad le perseguía como una pesadilla. Vino un día a vernos y a contarnos su aflicción inconsolable. —¿Qué podré hacer, padre —nos dijo—, qué podré hacer por mi hija? —Pues puede usted orar a Dios por ella —le respondimos. —Pero ¿de qué puede servirle mi oración si murió sin bautismo? —Usted pida a Dios por ella y déjela en sus manos. —Pero ¿qué puede hacer Dios por ella, si esto ya pasó y no tiene remedio? —Pero ¿no ve usted —respondimos— que para Dios no hay pasado ni futuro? —De suerte que, si pido ahora por mi hijita, ¿se salvará? 45


—Yo no le pongo así el caso —respondimos sonriendo—, sino que Dios, para quien todas las cosas son presentes, viendo la oración que usted hace ahora por su hijita, la puede, a nuestro modo de decir, haber tomado en cuenta ANTES de que usted la haya hecho y, en un modo u otro, haber salvado a su hijita; pues a Dios no le faltan caminos para ello, aunque a nosotros nos están ocultos. Muy consolado con esta explicación se fue nuestro amigo, resuelto a bombardear el cielo con oraciones en favor de su hijita, con el mismo fervor que el primer día, decidido a continuar así hasta el fin de su vida. Ya nos habíamos olvidado de aquel asunto, cuando un día vino nuestro amigo, demudado por el gozo, diciéndonos —Padre, Dios oyó al fin mi oración. Mi hijita se ha salvado y está en el cielo... Creíamos que el pobre hombre había perdido el juicio, pero pronto nos enteramos de lo ocurrido. —Figúrese, padre, que Betsy llegó ayer y luego fue a verme. —Y ¿quién es Betsy? —Una antigua criada irlandesa que tuvimos durante muchos años, hasta poco antes de la muerte de mi hijita. — ¿Y bien? —Pues me fue a ver, y cuando supo que me había hecho católico, me abrazó y me dio de besos de pura alegría. «¡Qué bueno es Dios! —me dijo —. He estado pidiendo muchos años por que se convirtiera, y al fin me ha dado el gustazo de poder verlo.» Seguimos hablando de varias cosas, y, naturalmente, le conté mi aflicción porque mi hijita había muerto sin haber sido bautizada. « ¿Qué hijita?», me preguntó. «Pues Mythle, la que usted tanto quería.» «¡Que Mythle murió sin haber sido bautizada!, ¿quién dice eso?» «Pues yo, que lo impedí hasta el último momento.» «¡Ja, ja, ja! — respondió la buena irlandesa —. ¿Y usted cree que sirvieron de algo sus prohibiciones? ¿Cree usted que yo le había de haber hecho caso? No faltaba más. Sin que usted lo supiera, yo la llevé a bautizar a la Parroquia.» Entonces me tocó a mí abrazarla. «¡Cómo! ¿Será posible?» «Tan posible como que yo estoy aquí, y si quiere la prueba, vamos a la Parroquia, y allí podrá ver la fe de bautismo de María Mythle.» Y sacando un papel mi buen amigo, me lo entregó. Era la partida de bautismo de su hijita. Su oración había tenido «efecto retroactivo». 46


Cristo no puso restricción alguna en lo que le podamos pedir, si pedimos racionalmente, y, como Padre, parece que oye con especial cariño nuestras peticiones sencillas e ingenuas. Quiere que dependamos de Él, y así despacha gustoso nuestras oraciones, aunque le pidamos verdaderas niñerías. Quiere darnos gusto y mostrar que nos oye en cosas aun baladíes, para que, confiando más, DEPENDAMOS ENTERAMENTE DE ÉL. He aquí uno de los innumerables casos de oración «despachada», sin que para eso hubiera sido necesario que Dios obrara un milagro. Había en una escuela católica una niña, Helena, sumamente pobre, pero cuya fe confiadísima era la admiración y el consuelo de las Hermanas que la dirigían. La madre de Helena era una viuda con seis hijos, sumamente pobre, tanto que no podía darse el lujo (baratísimo) de comprar mantequilla para su familia. Helena sentía grandísimos deseos de tener mantequilla para comer su pan, y hacía tiempo que no tenía ese gusto. Estando junto a Helena, empezaron a reír varias niñas, con disgusto de la Hermana, quien se acercó a ver qué pasaba, y una niña le dijo: —Figúrese, Hermana, que Helena reza un Padrenuestro muy chistoso. La buena Hermana abrió tamaños ojos, sorprendida. La chiquilla continuó: —Cuando rezamos el Padrenuestro, Helena dice «El pan nuestro CON MANTEQUILLA dánosle hoy... » La Hermana, que sabía lo pobre que era Helena y, por otra parte, conocía su profunda piedad, sonriendo le dijo: —Helena, bien está que le pidas al Niño Dios MANTEQUILLA, pero no lo digas en voz alta, pues las otras niñas se ríen. Helena prometió no decirlo otra vez en voz alta, pero en privado siguió con gran fe repitiendo su petición de «el pan nuestro con mantequilla dánosle hoy». Pocos días después de esto, la madre de Helena se quedó sorprendida de encontrar a la puerta de su pobre casa, junto con la botella de leche que llevaba el lechero por las mañanas, un paquete dirigido a su hijita Helena. Llamó a ésta y le preguntó lo que era. Helena tomó el paquete, lo pulsó, lo olió y dijo contentísima —.La mantequilla que le he pedido al Niño Dios. En efecto, eran dos libras de «muy buena mantequilla». Y desde aquel día, cada semana aparecía un paquete igual, que Helena llamaba 47


MANTEQUILLA DEL NIÑO DIOS. Su oración había sido escuchada, sin que Dios hubiera tenido que hacer ningún milagro... Una de las compañeritas de Helena contó a su mamá la historia de «el pan nuestro con mantequilla dánosle hoy», y la buena mamá se propuso hacer con la pobrecita niña el papel de Providencia. Se informó del nombre y de la dirección de la chiquita, y dio orden a su lechero que cada semana, por la mañana temprano, entregara en aquella casa el paquete de mantequilla, encargando que fuera de la mejor calidad. Dios oye nuestras oraciones, aunque le pidamos «golosinas» o cualquier otra niñería... El es nuestro Padre. Ya vimos un caso de oración «retroactiva». Ahora añadiremos que también podemos pedirle a Dios «cosas para la eternidad...» Sí, para después de nuestra muerte, para cuando estemos en el cielo. Ejemplo de esto es el de «Teresita», de la cual hablaremos detenidamente en otro lugar. Durante su vida pidió a Dios «pasar su eternidad» haciendo bien a los que vivimos en este valle de lágrimas. Le pidió le dejara derramar «una lluvia de rosas» cuando se fuera al cielo. Quería ser MISIONERO en la otra vida, ya que no lo había podido ser en ésta. Dios escuchó su petición, y la despachó «mientras ella vivía» para cuando ella muriera. La lluvia de rosas que tan famosa ha hecho a Teresita, no es otra cosa que «una petición hecha en esta vida» y acogida por Dios para la eternidad. La oración no está restringida al presente. Dios despacha nuestras peticiones PARA LO PASADO Y PARA LO FUTURO. De la segunda parte de la discusión de Z, esto es, «sobre el modo» como debemos orar para que nuestra oración sea eficaz, hablaremos en el siguiente capítulo.

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Capítulo IX TODO ESTÁ EN EL MODO

Si Agnes Karket se hubiera portado con Bristol, no de una manera insinuante, como lo hizo, sino insistiendo tercamente en su petición, lo que probablemente hubiera sacado es que el gruñón industrial le diera con la puerta en las narices. Su modo humilde y suplicante movió al rico, y el recuerdo de su hija, a quien Agnes se parecía, ablandó su corazón. Pero lo que vino a remachar el clavo fue «la confianza ilimitada que Agnes mostró en él, firmando el documento que le extendía, sin mirarlo». Agnes pidió de un modo «inteligente». Así pasa con Dios. Mientras más nos asemejamos a su Hijo, su corazón de Padre se inclinará más a nosotros; pero lo que vendrá a darnos el triunfo decisivo en nuestra petición es que «confiemos enteramente en El»; que le pidamos de un modo inteligente; lo que en términos profanos viene a decir: que le demos a Dios por su lado débil. Y ¡quién lo había de decir! Dios, hablando a nuestro modo, también tiene su lado débil, y tan débil lo tuvo que, por el amor que nos profesa, no dudó en darnos a su Hijo Unigénito, «a fin de que todos los que crean en El no perezcan, sino que vivan vida eterna» (Jn 2, 16). Dios, así como «resiste a los soberbios», no puede negar nada al humilde: «y da su gracia a los humildes» (1 Pedro 5, 5). Y si escogió a la Virgen Santísima por Madre, fue precisamente por su humildad: «Porque miró la humildad de su esclava» (Lc 1, 48). Y es lo natural. Si va uno a solicitar un favor, lo lógico es pedir humildemente, sobre todo cuando uno «no tiene derecho alguno» para ser oído. Si a esto se añade que hemos ofendido a Dios muchas veces, ahora que necesitamos de su auxilio debemos pedírselo con toda humildad. Un ejemplo aclarará la parte que corresponde a la humildad en nuestra oración. Cuando un jefe de estado, por ejemplo, recibe oficialmente, hay que guardar toda la etiqueta del ceremonial empezando por el vestido, que debe ser de un corte determinado; luego hay que hacer lo que indica el 49


maestro de ceremonias, y hay que esperar a que el presidente de licencia para hablar. Entonces es cuando «comienza» nuestra petición. Es decir, entonces es cuando exponemos nuestro asunto y damos las razones que hay para apoyar nuestra demanda. Pues bien: a la humildad corresponde «toda la parte del ceremonial», sin que deje también de tomar alguna parte durante la exposición de nuestras razones, esto es, en la misma oración. Debemos presentarnos a Dios con humildad, no sólo manifestada exteriormente en nuestra postura reverente, sino con humildad interna; pues: «Yo soy el Señor que escudriño los corazones, y el que examino los afectos, y doy a cada uno la paga según su proceder y conforme al mérito de sus obras» (Jer 17, 10). Con Dios tenemos que obrar honradamente y sin farsas. «De Dios no nos podemos burlar» (Gál 6, 7). «Dijimos asimismo a ciertos hombres, que se preciaban de justos y despreciaban a los demás, esta parábola: Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior diciendo: ¡Oh Dios!, yo te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, pago los diezmos de todo lo que poseo.» El publicano, al contrario, puesto allí lejos, ni aun los ojos osaba levantar al cielo, sino que se daba golpes de pecho diciendo: «¡Dios mío!, ten misericordia de mí, pecador.» Os declaro, pues, que éste volvió a su casa justificado, mas no el otro; porque todo aquel que se ensalza será humillado, y el que se humilla, será ensalzado» (Lc 18, 9-14). Si el fariseo hubiera dicho con verdadera humildad de corazón: «Señor, te doy las gracias por tantos beneficios como me has dado. Te doy gracias porque me das salud para poder ayunar, en cumplimiento de la ley. Te doy gracias porque me das lo necesario para pagar los diezmos. Ten compasión de mí, y no me abandones para que no caiga y me haga adúltero o ladrón. Sin tu ayuda, Señor, sería muchísimo peor que los publicanos, que tienen fama de malvados. Pero Tú, Señor, sin duda te apiadarás de mí, como te habrás apiadado de este hombre que, aunque publicano, no osa levantar los ojos al cielo y te pide perdón golpeándose el pecho», si hubiera orado así, su corazón hubiera sido agradable, pero fue al contrario. Su modo de orar desagradó al Señor. Hay, pues, que comenzar por el principio: orar humildemente, pero de corazón. Después hay que exponer a Dios nuestras razones. «Señor —dice una madre—, Tú me diste a mi hijo, y me mandas que yo cuide de él. Míralo que va por malos pasos y no hace caso de mis consejos. ¿Qué puedo hacer 50


yo si Tú no me ayudas? Ayúdame, Señor, mueve su corazón y que vuelva al buen camino.» Un médico dice: «Señor, Tú has puesto estos enfermos bajo mi cuidado. Tú bien sabes lo que puede la medicina. Tú eres la salud y la vida. Ayúdame, Señor, para que acierte en lo que debo recetarles para que curen. En tus manos pongo a mis pacientes.» Un padre de familia ora así: «Señor, Tú me has dado tantos hijos y me mandas que los mantenga y eduque. ¿Cómo podré cumplir con esta obligación que Tú me has impuesto, cuando no tengo trabajo? A Ti te toca ayudarme. Yo no rehúyo trabajar. Dame trabajo, Señor, dame pan para mis hijos.» Una hija ora así: «Señor, Tú has mandado a los hijos que honremos a nuestros padres, que los amemos y los cuidemos. Mi papaíto está enfermo y sufre mucho, no sólo a causa de la enfermedad, sino porque no puede sostener a la familia. Mira cuántos somos. Mira a mis hermanitos, mira a mi pobre madre, y compadécete de nosotros, sana a mi papaíto.» Y así, por el estilo, otras muchas peticiones se pueden hacer a Dios, basándonos en CIERTOS TÍTULOS, por no llamarlos derechos, que tenemos para ser oídos. ¿Cree el lector que oraciones como éstas hechas con humildad de corazón, no moverán a Dios? Pues... «no lo mueven...» por la sencillísima razón de que El conoce mucho mejor que nosotros todas nuestras necesidades, ANTES QUE SE LAS EXPONGAMOS alegando los justos títulos que tenemos para ser escuchados. Pues entonces, dirá alguno, ¿para qué sirven estas oraciones, si de algo sirven? Sirven de mucho. Sirven para movernos a nosotros mismos, para darnos más confianza de obtener nuestra petición. Y si pedimos con confianza, o en otras palabras, «si movemos a Dios», «El nos concederá lo que le pedimos, pues así lo ha prometido, si oramos confiadamente». Por esto dice San Agustín que la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios. Todo lo que tiende a aumentar nuestra «confianza» tiende a hacer nuestra oración eficaz; así como todo lo que tiende a disminuir nuestra confianza, necesariamente disminuye la eficacia de nuestra oración. La confianza en É1, mientras mayor, hace nuestra oración más eficaz. Este es el secreto de la oración eficaz. Si oramos de «este modo», esto es, con verdadera confianza, obtendremos de Dios todo cuanto le pidamos. Mas si confiamos en Él enteramente, Él se encargará, como 51


Padre cariñosísimo, de darnos lo que deseamos, aunque actualmente no se lo hayamos pedido. Se lee en la vida de Santa Gertrudis que muchas personas venían a ella pidiéndole que orara por ellas, para que Dios les concediera tal o cual cosa. La Santa prometía hacerlo, pero muchas veces se olvidaba de orar especialmente por lo que le habían encomendado. Venían, sin embargo, muchos a darle las gracias porque Dios les había concedido lo que Gertrudis había pedido por ellos, lo cual avergonzaba a la Santa. Un día manifestó a Nuestro Señor su pena por esto. El Señor le respondió —Hija mía, ¿no te has puesto enteramente en mis manos, confiándome todos tus asuntos? —Así es, Señor —respondió la Santa. —Pues si tú te fías enteramente de Mí, ¿crees que Yo no tengo cuidado de cumplir tus deseos, aunque tú te olvides de hacerme explícitamente tu petición? Yo concedo las peticiones que se me hacen por tu conducto, aunque tú te olvides de manifestármelas. La entera confianza de la Santa en Dios hacía su oración eficaz, aun cuando ella se olvidaba de pedirle lo que deseaba. Dios tiene cuidado especialísimo de todos los que «confían enteramente en E1». «Tú eres el protector de los que ponen su confianza en Ti; y el que tiene puesta su confianza en Ti, Señor, descansa inmóvil en la misericordia del Altísimo».

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Capítulo X CUANDO DISMINUYE EL BRAZO DE LA PALANCA

No hay que darle vueltas. La mayor o menor eficacia de la oración está basada «en la mayor o menor longitud del brazo de palanca», es decir, en nuestra mayor o menor confianza. Por esto dejamos indicado que todo aquello que contribuye a disminuir nuestra confianza, disminuye la eficacia de ella. Lo que en términos matemáticos viene a formularse así «La eficacia de la oración está EN RAZÓN DIRECTA de nuestra confianza.» Estudiaremos en este capítulo las causas que contribuyen a disminuir esta confianza. Hacemos notar, ante todo, que se trata aquí, no de «la confianza en la oración misma», sino de nuestra confianza «en Dios». Todo lo que de un modo o de otro nos aleje de Dios, contribuirá a disminuir nuestra confianza. El pecado, pues, que de Dios no sólo nos aleja, sino que nos hace enemigos, es el primer obstáculo para que nuestra confianza no sea lo que debe ser, para que nuestra oración sea eficaz. Aunque seamos los mayores pecadores, ciertamente podemos y debemos orar. No se trata aquí de eso. Pero si somos pecadores y lo sabemos, naturalmente no podemos tener, al pedirle a Dios algo, la misma confianza que si estuviéramos en gracia, siendo amigos de Dios. Hay que distinguir, desde luego, dos cosas: a) una es si Dios oye o no a los pecadores cuando éstos le piden algo, y b) si el pecador, como tal, puede tener «la confianza» para que su oración sea eficaz. El ciego de nacimiento de quien nos habla San Juan (9, 31) usó del argumento de que «Dios no oye a los pecadores», en favor de Cristo, que le había curado. «Aquí está la maravilla, que vosotros (fariseos) no sabéis de dónde es éste (Cristo), y, con todo, ha abierto mis ojos. Lo que sabemos es que Dios no oye a los pecadores, sino a quien le honra y hace su voluntad.» En todo lo cual el buen ciego, con un sentido común admirable, probó a los fariseos que «el que le había abierto los ojos, no podía ser un pecador». Y esto es perfectamente cierto y confirma lo que venimos 53


diciendo. Ningún pecador, como tal, puede tener confianza suficiente en Dios, para recabar de Él que obre una maravilla como es la de dar vista a un ciego de nacimiento. Esto no quita que Dios oiga también las oraciones de los pecadores, cuando éstos abominan de sus culpas, como vemos en la Magdalena y en el Buen Ladrón. No tratamos nosotros aquí de si Dios oye o no a los pecadores. Tratamos de si un pecador «como tal» puede orar con la confianza suficiente para que Dios obre un milagro. Nosotros decimos que el pecado, y más cuando es habitual, tiende a disminuir en el pecador la confianza que se necesita para que su oración sea eficaz. Y esto está confirmado por la misma doctrina de Cristo sobre este punto. Hay algunos pecados especialmente odiosos a los ojos de Dios: los que son contra la caridad y la justicia. Cristo nos enseñó a perdonar a nuestros enemigos y nos mandó orar por los que nos persiguen y calumnian, no sólo con la palabra, sino con el ejemplo: «Perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen». Si nosotros desobedecemos su mandato, lo lógico es que no esté dispuesto a escucharnos, y por esto nos enseñó en la oración dominical: «Perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.» La hermosísima parábola que narra San Mateo es particularmente ilustrativa: «Un rey quiso tomar cuentas a sus criados... y le fue presentado uno que le debía diez mil talentos (la friolera de 20.000.000 de dólares); y como éste no tuviera con qué pagar, mandó su señor que fuesen vendidos él y su mujer y sus hijos, con toda su hacienda, y se pagase así la deuda. Entonces el criado, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: «Ten un poco de paciencia, que yo te lo pagaré todo.» Movido el señor a compasión de aquel criado, le dio por libre y le perdonó la deuda. Mas apenas salió este criado de su presencia, encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios (diez dólares), y agarrándole por el cuello, le ahogaba diciendo: «Págame lo que me debes.» El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: «Ten un poco de paciencia conmigo, que yo te lo pagaré todo.» Él, empero, no quiso escucharle, sino que fue y le hizo meter en la cárcel hasta que pagase lo que debía. Al ver los criados, sus compañeros, los que pasaba, se contristaron en extremo y fueron a contar a su señor todo lo sucedido. Entonces le llamó el señor, y le dijo: «¡Oh criado inicuo!, yo te perdoné toda la deuda, porque me lo suplicaste; ¿no era, pues, justo que tú también 54


tuvieses compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?» E irritado el señor, lo entregó en manos de los verdugos hasta tanto que satisficiera la deuda toda por entero. Así de esta manera se portará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno no perdonare de corazón a su hermano.» Hay todavía otro pasaje que se refiere a la oración y que prueba cuánto desagradan a Dios los pecados contra la caridad: «Yo os digo que quienquiera que tome ojeriza con su hermano, merecerá que el Juez le condene... Por tanto, si al tiempo de presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja allí mismo tu ofrenda delante del altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y después volverás a presentar tu ofrenda.» Ahora bien: teniendo presente cuánto desagradan a Dios los pecados contra la caridad y la justicia, ¿quién, viendo su conciencia cargada de ellos, presumirá «tener confianza suficiente» para que su oración sea eficaz?... Y, sin embargo, hay cristianos que, teniendo así gravadas sus conciencias, piden y piden a Dios algún favor especial para ellos o los suyos, y, cuando no lo consiguen, se vuelven airados contra el Señor, que no les quiso conceder lo que le pedían y en el modo y tiempo que se lo pedían... «Deja tu ofrenda delante del altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano..., y luego ofrece tu oración»; entonces no tendrás ese obstáculo que disminuye necesariamente tu confianza. Lo peor es que hay personas que creen tener confianza, y lo que tienen es «presunción». Muchos confunden la presunción con la confianza, porque la presunción es una clase de confianza, pero arrogante y atrevida, que mueve al hombre a esperar algo de Dios, sin razón ni causa justificada. Tal fue el caso que nos refiere San Mateo: «Después de esto, transportó el diablo a Jesús a la santa ciudad, y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; pues está escrito que te ha encomendado a sus ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie no tropiece contra alguna piedra.» Le replicó Jesús: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios.» (Mt 4, 5-6) Lo que el diablo proponía a N. Señor como un acto de confianza en Dios, basándose en la misma Escritura, era sencillamente un acto de presunción. Esta confusión lamentable destruye la verdadera confianza requerida para que la oración sea eficaz. Pero lo que acorta más «el brazo de palanca», lo que destruye radicalmente nuestra confianza, es la desconfianza, el andar vacilando. Si le pedimos algo a Dios con una 55


confianza de «a ver si pega», hemos arruinado por completo nuestra oración. Ahora bien: ya indicamos antes que hay muy pocas personas en este mundo que «realmente sepan lo que quieren». Y eso de no saber uno ciertamente lo que quiere, es la base de la vacilación y, en consecuencia, de la desconfianza. Otra forma de esta vacilación la tenemos en los que quieren dos o más cosas, en muchas ocasiones, o contrarias o contradictorias. El desaliento que nos viene cuando no recibimos «luego» lo que pedimos, es otro factor que disminuye mucho nuestra confianza. Frecuentemente empezamos a pedir con confianza, pero conforme va pasando el tiempo y no recibimos respuesta favorable a nuestra oración, «empezamos a desconfiar», entra la vacilación, y la confianza queda destruida o casi destruida. Pero lo que destruye definitivamente, no sólo la eficacia, sino la oración misma, es la falta de fe. Cuando niño, el señor C. pidió muy intensamente a Dios que le diera dinero para poder atender a su padre, que estaba muy enfermo. El dinero no vino, y el papá murió. Entonces el señor C. sacó esta conclusión: Dios no me ha oído, luego no existe. Y desde entonces se hizo ateo. Claro, perdida la fe, no volvió a orar más. El brazo de palanca se había reducido a cero.

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Capítulo XI CÓMO CRECE EL BRAZO DE LA PALANCA

Hubo en un tiempo una mujer llamada Anna, que vivía, con su marido Elcana, en las montañas de Efraín. Anna era estéril y lloraba amargamente su esterilidad, tanto más agraviada cuanto que su amiga Fenena se burlaba de ella, mostrándole sus numerosos hijos cuando Anna no tenía ninguno. Llevada de un deseo «egoísta» de tener hijos para poder un día desquitarse de su rival, pedía a Dios incesantemente que la librara de aquella ignominia intolerable. El Señor, sin embargo, no respondió por largo tiempo a su oración interesada y egoísta. Pasaban los años, y Anna, poco a poco, iba entrando en razón. Su egoísmo iba disminuyendo, hasta que un día se decidió a dar al Señor enteramente el hijo que naciera, prometiendo consagrarlo a su servicio y entregarlo a Helí, sumo sacerdote, tan pronto como destetara al niño. Hizo, pues, su voto al Señor, y «desde entonces ya no se vio melancólico su semblante». Tan pronto como Anna quitó el obstáculo de su «egoísmo», que disminuía su confianza, el Señor escuchó su oración, y a su debido tiempo le nació un hijo, a quien puso por nombre Samuel, o sea, «se lo pedí al Señor». Anna cumplió religiosamente su promesa, y tan pronto como el niño no necesitó del pecho de su madre, ésta, aunque se le partía el corazón, lo llevó al templo y lo consagró definitivamente a Dios. Sólo iba a verlo una vez al año, y le llevaba un efod (sobrepelliz de lino) para que sirviera al Señor apenas supiera andar. Anna había entregado enteramente su hijito a Dios, y Él, que no se deja vencer en generosidad, dio más tarde a Anna tres hijos y dos hijitas, a cambio de aquel que le había consagrado. Mientras no removamos «los impedimentos» que disminuyen nuestra confianza, Dios no escuchará nuestra oración. Si queremos «tener confianza» para que nuestra oración sea eficaz, hay que empezar negativamente, quitando los obstáculos que la estorban o disminuyen. Esta práctica «de ponernos a derechas con Dios» cuando queremos que nos conceda algo que mucho deseamos, es muy común entre nosotros; 57


lo hacemos, por decirlo así, instintivamente. Se enferma gravemente alguno de nuestra familia, y lo primero que hacemos, con la esperanza de que Dios oiga nuestras súplicas por la salud de aquella persona querida, es limpiar nuestra conciencia. ¿Cómo vamos a tener confianza de que Dios nos oiga, teniendo nuestra alma manchada por el pecado, cuando somos enemigos de ese mismo Dios a quien rogamos que nos oiga? En muchas ocasiones, además, conservamos en nuestro corazón, como Anna, algo que necesariamente desvirtúa nuestra confianza, aunque nosotros «no nos queramos dar cuenta de ello». Si, a pesar de habernos ido a confesar, conservamos en nuestra alma, v. gr., «algún rencor para nuestro hermano, ¿cómo esperamos que Dios nos oiga, si no vamos primero a reconciliarnos de veras con él y a ofrecer con manos puras nuestra oración? «Ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve a ofrecer tu ofrenda...» Y luego nos quejamos amargamente de que Dios no nos oye. Una vez removidos los obstáculos que «impiden» nuestra confianza, veamos qué cosas son las que tienden a aumentarla. Cuando vamos a pedir algún favor a una persona, si hemos hecho algo por ella, o si tenemos algún derecho o título que alegar, nuestra confianza de conseguir lo que pedimos naturalmente aumenta. Ya indicamos anteriormente algunos de estos «títulos» para confiar que nuestra oración sea despachada favorablemente. Todos tenemos una grandísima confianza en las oraciones de nuestras madres. Este título de madre les da a ellas una gran confianza de ser oídas. Tienen las madres un justísimo título para pedir, título que naturalmente aumenta la confianza y consiguientemente la eficacia de su oración. Estaba un día una pobre mujer orando afligidísima por su hijo, que por primera vez iba a torear. Temía que el toro lo fuera a herir mortalmente. El capellán de la plaza, al verla tan afligida, le preguntó por qué estaba llorando. Díjole la mujer que temía mucho que el toro matara a su hijo. —¡Ca, mujer! —dijo sonriendo el buen sacerdote andaluz—, no tema; tenga por cierto que su hijo matará al toro… Sorprendida la mujer le preguntó: —Y ¿por qué tiene, padre, tanta seguridad de que mi hijo matará al toro? 58


—¡Friolera! —respondió el capellán—, porque el toro no tiene madre que pida por él. Esta anécdota que leímos en Trueba (“si non e vero, e ben trovato”), nos da una idea clara de la confianza que inspira la oración de una madre por su hijo. Tienen las madres un justísimo título para pedir, título que naturalmente aumenta la confianza y consiguientemente la eficacia de su oración. Pues bien: como éste hay muchos otros títulos con los cuales nuestra confianza se robustece. Tienen los americanos un principio sumamente arraigado: «If you do something for me, I am obliged to do something for you: «Si usted ha hecho algo por mí, me siento obligado a hacer algo también por usted.» Y lo llevan a la práctica religiosamente. Pues bien. Dios nunca se deja vencer de nosotros en generosidad, y, si hacemos algo por Él, podemos estar seguros de que Él hará algo también por nosotros. Este es, pues, otro «título» que aumentará nuestra confianza cuando pedimos. Por eso tenemos tanta fe en las oraciones de las «monjitas». Ellas se sacrifican por Dios, viviendo una vida de mortificación y penitencia; lo regular es que Dios las oiga con más facilidad que a nosotros, que no hemos hecho nada o muy poco por Él. Este principio es el que da tanta fuerza a la oración de aquellos que practican generosa y sacrificadamente «la caridad para con el prójimo». «Y cualquiera que os diere un vaso de agua en mi nombre, atento a que sois de Cristo, en verdad os digo que no quedará defraudado de su recompensa» (Mc 9, 40). La caridad para con el prójimo, como en otro lugar veremos, es una fuente ilimitada de confianza para alcanzar de Dios lo que pedimos en la oración. Así como todo lo que nos haga «vacilar» disminuye nuestra confianza y consiguientemente la eficacia de la oración, todo lo que nos da seguridad y firmeza robustece nuestra confianza. Pues bien: el secreto para nunca vacilar está en aquellas palabras que Cristo nos enseñó oral y prácticamente: «Hágase tu voluntad.» Nuestra vacilación, cuando oramos, puede venir de dos causas principales: o de que no sabemos lo que queremos o de que, aunque sepamos lo que queremos, no estamos seguros de si Dios lo quiere también. Lo hemos dicho ya varias veces: hay muy pocas personas que, de ordinario, sepan lo que quieren. En muchas ocasiones «creemos que 59


sabemos lo que queremos», aunque en realidad no lo sabemos; Dios, que sí sabe lo que queremos, al responder a nuestra oración nos da aquello que, sin pensarlo nosotros, era realmente lo que queríamos. Por esto, cuando no sepamos lo que queremos, debemos decir para nuestro provecho: «Señor, hágase tu voluntad.» Vamos a citar un caso, en el cual millones de personas, pidiendo lo mismo al mismo tiempo, «no sabían lo que querían». Dios, sin embargo, oyó su oración, dándoles, «no lo que pedían», sino lo que realmente «querían». El caso lo cita H. Clay Trumbull, en su libro Personal Prayer, si bien él lo estudia desde un punto de vista distinto del nuestro. Es muy probable que nunca hayan orado a Dios, pidiendo la misma cosa, tantas personas de tan diferente origen, de tan diversas convicciones religiosas, de tan distintos partidos políticos y de tan diversas condiciones sociales, como cuando M. Garfield, Presidente de los Estados Unidos, fue herido por el puñal de un asesino. Puede decirse que de los cuarenta millones de americanos que entonces había en el territorio de la Unión, más de treinta elevaron a Dios sus oraciones pidiéndole indefectiblemente la misma cosa: la salud del Presidente. Garfield vivió por algunos días, pero finalmente murió. Es de creer que, en medio de tanta gente, habría algunos, por lo menos, que pedirían con la confianza requerida, ya que las circunstancias políticas de aquel entonces hacían presumir, con fundada razón, que la muerte del Presidente causaría gravísimos daños al país. No es del caso analizar cuáles eran esos daños; lo que a nosotros nos interesa es tener presente que si los americanos de entonces oraron tan de veras por la salud de su Presidente, fue porque estaban persuadidos de que la muerte de aquél traería verdaderas complicaciones para la República. Y, sin embargo, Garfield murió... ¿Dónde están las promesas de Cristo?, se preguntaban muchos. La oración no sirve para nada, repetían muchísimos. Lo que ha de pasar, ha de pasar, pídaselo uno a Dios o no..., decían otros. Y, a pesar de esto, algunos vieron claramente respondida, y de la manera más admirable, aquella oración de tantos millones. El pueblo, sin darse cuenta exacta de lo que pedía, pedía unánimemente «la vida de Garfield»; pero lo que realmente quería y la razón suprema por la cual oraba era «porque la muerte del Presidente no causara trastornos a la cosa pública». Dios sabía que el sentido verdadero de la oración del pueblo americano al pedir «que viviera Garfield» era que su muerte no acarreara dificultades políticas. 60


Esto se lo concedió el Señor de una manera sencillísima, PROLONGANDO POR UNOS DÍAS LA VIDA DEL PRESIDENTE. Si éste hubiera muerto a las pocas horas, como se esperaba fundadamente, las complicaciones hubieran venido, a juicio de los entendidos; pero habiendo durado Garfield varios días, EN ESTE TIEMPO SE ARREGLARON LAS COSAS de tal modo que NO HUBO COMPLICACIONES, A PESAR DE LA MUERTE DEL PRESIDENTE. Dios había oído la oración del pueblo americano, es decir, le había concedido lo que «realmente quería», y no la petición que formulaba sin darse cuenta de lo que verdaderamente ansiaba. Así nos pasa a nosotros muchísimas veces. Pedimos lo que creemos que queremos, y Dios nos da lo que verdaderamente deseamos. ¿Qué importaba al pueblo americano que viviera o muriera Garfield? Si un Presidente muere, los americanos saben que viene a sustituirlo automáticamente el Vicepresidente, como en los casos de Harding y Coolidge, de Kennedy o Nixon. El caso de Garfield era distinto, pues su muerte, en el sentir del pueblo, quería decir perturbaciones políticas y por ESTO pedían a Dios con tanta insistencia que «Garfield viviera», para que las complicaciones no sobreviniesen; lo que no era de temer en los otros casos. Pues bien: sabiendo que muchísimas veces «no sabemos lo que queremos», pero DIOS SI LO SABE, ¿no parece racional que nuestra oración deba tener este complemento: Tú, Señor, sabes mejor lo que me conviene, dámelo? Si queremos, pues, que nuestra fe no vacile, cuando no estamos seguros de lo que queremos, pongámosle punto fortísimo: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» Con esto nuestra oración no vacilará, y Dios nos dará seguramente lo que nos convenga, «pues ninguno se fio de Él y salió burlado». Si queremos aumentar el brazo de palanca, en el caso de que no sepamos lo que queremos, no tenemos más remedio que decir de corazón: «Señor, hágase tu voluntad.»

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Capítulo XII TÚ LO QUISISTE, FRAILE MOSTÉN...

Si tenemos la fortuna de saber de un modo cierto «lo que realmente queremos», tendremos mucho adelantado al hacer nuestra oración, pues, por lo que a esto toca, no andaremos «vacilando» de una petición a otra. Ahora hay que dar un paso adelante. Suponiendo que sepamos lo que queremos, queda aún por averiguar: ¿es esto lo que me conviene? Aquí entran de nuevo las vacilaciones, pues se necesita ser muy testarudo para decir: convéngame o no, esto es lo que quiero, y por eso lo pido. Analicemos este caso: «Yo sé lo que quiero, y por eso lo pido, convéngame o no.» Si me conviene, Dios seguramente me lo dará, y en este caso lo mismo valiera haber dicho «con educación»: «Hágase, Señor, como Tú lo dispongas.» Supongamos que «no me conviene», pero yo lo quiero y lo pido con insistencia hasta conseguirlo. ¿Qué pasa entonces? Pues que me llevaré un gran chasco, si lo consigo. Ni siquiera nos queda el consuelo de quejarnos; pues: «tú lo quisiste, fraile mostén; tú lo quisiste, tú te lo ten». ¡Cuántas veces nos arrepentimos de haber pedido algo que Dios, al fin, nos concedió! ¡Y cuantísimas veces no hemos dado gracias a Dios «porque no nos concedió lo que pedíamos»!... Una señorita, a quien llamaremos María, tenía su novio en una ciudad del interior de Méjico, y ardía en deseos de ir a aquella población con una tía suya. Había estado haciendo a San Antonio novena tras novena; y ya estaba todo arreglado para salir un lunes, cuando la tía enfermó, quedando el viaje pospuesto. La rabieta que tuvo María fue igual a su decepción, y con marcada furia tomó el cuadro de San Antonio y lo volvió contra la pared, procedimiento tan impolítico como grosero. Al día siguiente, todavía enfurruñada, al leer el periódico, frunció las cejas, y sin decir palabra fue a su recámara y, como quien no quiere nada, tomó un plumero, sacudió devotamente el reverso del cuadro de San Antonio y, con cierto aire de « ¿me perdona usted?», lo colocó en un lugar conspicuo y le encendió una lamparita. Había hecho las paces... El periódico daba la noticia de que el tren que debían haber tomado María y su tía había sido 62


asaltado por los revolucionarios y varias personas habían quedado muertas y otras heridas... Cristo N. S. NO SE COMPROMETIÓ A DARNOS SIEMPRE LO QUE NOS CONVINIERA, sino lo que le pedimos, si pedimos con confianza. Había un sacerdote muy querido, en una populosa ciudad. Enfermó de tifus, y, a pesar de haberle dado la mejor asistencia siendo asistido por los mejores médicos, su fin se acercaba irremisiblemente, en opinión de los facultativos. Pero fueron tantas y tan fervientes las oraciones que por su salud se hicieron, que finalmente sanó, siendo el caso considerado por muchos como milagroso. La oración había triunfado... Dos años más tarde, aquel padre moría en un manicomio, presa de una locura espantosa... Una de las personas que más había rogado por él durante la primera enfermedad nos decía compungida: « ¡Cuánto mejor hubiera sido que muriera de tifus!...» Cristo prometió que escucharía nuestras oraciones hechas con fe, pero no se comprometió a darnos LO QUE MAS NOS CONVINIERA, sino lo que le pedimos, lo cual es cosa distinta. De lo dicho deducimos una cosa bien clara: si al orar no nos ponemos en las manos de Dios, diciéndole: «Hágase tu voluntad», llevamos siempre las de perder, aun en el caso de que nos conceda lo que pidamos. Pues si no es conveniente..., allá nosotros. Y como en las cosas que se relacionan con los bienes temporales nunca sabemos «de cierto» lo que nos conviene, lo único que nos queda, si no queremos exponernos a un cabezazo, es decir, a Dios humildemente: «Hágase tu voluntad»; y entonces sí nos dará lo más conveniente. Creemos firmemente que Dios sabe lo que nos conviene y que nosotros no sabemos de cierto lo que no nos conviene. Lo lógico es, pues, dejar a Dios que nos dé lo que nos convenga. Pero de ordinario no es así, sino que a veces nos empeñamos en obligar a Dios a que nos dé lo que nosotros estimamos conveniente, y nos quejamos si no nos lo concede. Cuando decimos a una persona «yo confío en usted para tal negocio», no solamente damos a entender «que nos fiamos» de ella por creerla honrada, sino porque la estimamos también APTA para el desempeño de lo que le encargamos. Pero si, después de haber puesto en sus manos un negocio, andamos viendo e informándonos de lo que hace o deja de hacer, es porque no tenemos confianza en él; desconfiamos o de su honradez o de su habilidad. 63


Pues así nos pasa cuando decimos que tenemos confianza en Dios y andamos INQUIETOS Y DESAZONADOS. Tememos que no nos conceda lo que le pedimos, o que nos dé otra cosa que no deseamos. Esto es desconfiar de Dios, por más que aseguremos con la boca que tenemos muchísima confianza. Si confiamos de veras, después de pedirle una cosa, «debemos descansar en Él». «Mas yo dormiré en paz y descansaré; porque Tú, oh Señor, Tú sólo has asegurado mi esperanza.» (Salmo 4, 9-10). La mejor señal de que realmente confiamos en Dios cuando pedimos alguna cosa, es nuestra tranquilidad, nacida de saber que estamos en buenas manos. Para adquirir esta confianza no hay medio más apto que «tratar de conformarnos con su santísima voluntad» cuando algo pedimos. Esto no quiere decir, en modo alguno, que no pidamos; todo lo contrario. Hay que pedirle y pedirle muchas cosas, todo lo que necesitamos, mostrándole en esto, y en dejarnos después enteramente a Su Voluntad, lo mucho que nos fiamos de Él. Este ejercicio continuo de pedir y dejarnos en sus manos irá formando en nosotros el verdadero hábito de la oración. Nos acostumbramos a pedir y a depender de Dios en nuestra petición, que es lo que Cristo nos enseñó de palabra y con el ejemplo. Cristo nos enseñó a «depender de Dios como de un padre»: Padre nuestro. Y Él, en la angustiosísima oración del Huerto, lo llamaba: «Padre, Padre mío.» Como dice el Catecismo: «Nos enseñó a llamarle Padre, para que le pidamos con el afecto de hijos; para que le pidamos CON ENTERA CONFIANZA, para que dependamos de Él como un hijo necesitado depende de su padre. Para que, sabiendo que Él es infinitamente próvido (como que es Dios y es nuestro Padre), estemos seguros de que Él dispondrá siempre lo que más nos convenga.» Cuando uno confía enteramente en otro, éste se siente obligado a hacer por el primero todo lo que puede. La confianza obliga muchísimo. Esto lo sabemos por nuestra propia experiencia. Pues bien, nada hay que mueva tanto a Dios y le obligue a concedernos lo que le pidamos como nuestra ilimitada confianza en Él. Y no hay manera mejor de manifestarle nuestra confianza que decirle de veras, de corazón: «Hágase tu voluntad.» Esta resignación en la voluntad de Dios no es cosa difícil. La práctica nos la irá facilitando poquito a poco. Sobre todo nos queda «la oración misma» para conseguir esta conformidad. Recordemos al padre del poseso: 64


«Creo, Señor, pero Tú ayúdame a confiar.» Recordemos a los Apóstoles: «Aumenta nuestra confianza.» Resumiendo: si queremos aumentar nuestra confianza, haciendo con esto eficaz nuestra oración, no hay como echarse en brazos de Dios, dependiendo de Él enteramente. Pidámosle que aumente nuestra confianza, y empecemos a orar, según Cristo nos enseñó de palabra y con el ejemplo, diciendo: «Padre, hágase tu voluntad.» Si esta voluntad es la que nos dirige, nuestra oración no vacilará un momento, siendo siempre eficaz para alcanzar lo que necesitamos. Pero, si a pesar de todo, nosotros queremos hacer nuestra propia voluntad y pedimos a Dios lo que queremos, Él tal vez nos lo concederá, pero..., no nos quejemos después si algo pasa. «Tú lo quisiste, fraile mostén; tú lo quisiste, tú te lo ten.»

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Capítulo XIII LOS ABOGADOS

Los hijos del Zebedeo estaban entregados a la política y habían planeado conseguirse las dos «carteras» principales en el futuro reino de su maestro Jesús. No debían, sin embargo, estar muy seguros de cómo le caería al Señor esta petición, cuando pensaron valerse de «influencias» para conseguir sus ambiciones, y se buscaron un abogado que los patrocinara. Varias veces debieron los dos hermanos tratar del asunto con su madre Salomé, y ésta, con la autoridad del parentesco, tomó el negocio en sus manos, y pidió a Cristo N. S. que Santiago y Juan se sentaran, uno a la diestra y otro a la siniestra del trono cuando estableciera su reino. No consiguieron que su petición fuera despachada en la forma que la hacían, porque «no sabían lo que pedían»; pero sí sacaron, al fin, un asiento, y muy elevado, en el reino de Dios: «Os sentaréis (los doce) sobre doce sillas juzgando a las doce tribus de Israel.» En muchas ocasiones tenemos que «reforzar» nuestra escasa confianza por medio de «abogados» que sean nuestros intercesores. Aunque esto, por parte de nosotros, pueda demostrar poca confianza, a Cristo N. S. le es muy agradable. Dios, en muchas ocasiones, no quiere despachar nuestras peticiones sino por conducto de alguno de estos abogados: los Santos del cielo. ¡Cuántas veces un hijo, cuya conducta ha sido mala, no atreviéndose a hablar a su padre para pedirle algo, ha usado la mediación de su madre! La Virgen Santísima es nuestra Madre. Ella es refugio de pecadores; Ella la consoladora de los afligidos y la salud de los enfermos... ¿Cómo no hemos de usar de su mediación con toda confianza, sabiendo por otra parte que Ella es la Madre de Dios, a la cual Él nada le puede negar? El lugar que la Virgen ocupa en el cielo la pone en condiciones de poder interceder por nosotros con más eficacia, con muchísima mayor facilidad, que cualquiera de los ángeles o Santos de la corte celestial. 66


Dios N. S. quiere que le pidamos. Infinidad de cosas ha dispuesto dárnoslas si se las pedimos. Por otra parte, sabe que el dirigirnos a Él directamente, cuando tanto le hemos ofendido, es cosa difícil. Él quiere facilitar nuestra oración, y por esto nos dio a Su Madre como la principal medianera de todas las gracias, sabiendo que a Ella recurriríamos con muchísima mayor facilidad, con mucha mayor confianza. Si nuestra fe vacila, Ella nos fortalece. Si nuestra confianza flaquea, Ella nos da firmeza. La devoción cordialísima que todos los cristianos han tenido, desde el principio, a la Madre de Dios y Madre nuestra, prueba cuán providencial fue la disposición de Cristo en la Cruz, cuando nos la dejó por Madre. ¡Cuántos infelices no hubieran perecido sin la especial protección de María! Por esto los cristianos la invocamos constantemente en todas nuestras empresas, en todas nuestras aflicciones. Por esto la llamamos con tantos y tan hermosos títulos en las Letanías, pidiéndole constantemente que «ruegue por nosotros». Ella, como se lo decimos en la Salve, Ella es nuestra ESPERANZA, y, como añadimos en el Acordaos: «nunca se oyó decir que ninguno de los que han recurrido a su patrocinio, invocado su protección o pedido su auxilio, haya sido desamparado». ¿Qué más queremos para robustecer nuestra confianza lo suficiente para alcanzar de Dios lo que pedimos? Dios es el Dueño, el Señor, el Amo. A Él le pedimos que se apiade, que tenga misericordia de nosotros. Pero la Virgen es su Madre y a Ella le pedimos como hijos, que «ruegue por nosotros», pues si lo hace, Dios el Amo, el Señor, no puede menos de escucharla. A más de esta Abogada, ha querido Cristo darnos otros abogados, que, aunque inferiores a Nuestra Madre, «su intercesión» es favorablemente escuchada en el cielo, cuando ruegan por nosotros. Cuando el Señor quiere glorificar, por ejemplo, a uno de sus siervos que, después de trabajar en la tierra, ha ido al cielo a recibir la corona, Dios escucha favorablemente las oraciones que hacemos por su mediación, y, para demostrarnos que aquel bienaventurado le es agradable, obra milagros. Las oraciones que dirigimos a los Santos «para que intercedan por nosotros», son muy agradables a Dios. Él quiere hacernos favores, y se complace en usar como distribuidores de sus misericordias a los que en vida trabajaron por Él. De aquí que veamos Santos que son especiales abogados para conseguir de Dios tal o cual cosa determinada. A otros vemos que la Iglesia los ha elegido por patronos de pueblos y ciudades, 67


esperando que ellos intercedan ante Dios de una manera especial por los que les están encomendados. Por esto la Iglesia, al darnos un nombre en el bautismo, nos pone bajo la protección de aquel Santo cuyo nombre llevamos. Muchas personas tienen la devoción de encomendar sus necesidades al Santo de cada día, pidiéndole que les alcance alguna gracia especial. Otros se encomiendan al Santo del día en que han de morir, para que les alcance una buena muerte. Todo esto nos indica cómo la Santa Iglesia interpreta la voluntad de Dios de hacernos beneficios por medio de la invocación de los Santos, aumentando de esta suerte nuestra confianza de ser oídos. Debemos tener presente, sin embargo, que los Santos, por encumbrados que se encuentren en el cielo, SOLAMENTE SON INTERCESORES; el Amo, el Señor, el Rey, es únicamente Cristo. Por esto en las Letanías, mientras a Cristo le pedimos QUE TENGA MISERICORDIA DE NOSOTROS, a los Santos les pedimos solamente que RUEGUEN POR NOSOTROS. Los Santos no tienen, de sí mismos, nada que darnos: el dueño de todo es Dios y su Hijo, por el cual todas las cosas fueron hechas. Los Santos son meros abogados ante el trono del Señor. Todavía, para aumentar nuestra confianza en pedir, Dios parece que escoge algunos lugares donde hace favores especiales, como pasa en Lourdes y en otros santuarios de Nuestra Señora. También parece que Dios escoge tiempos determinados en que derrama con más abundancia sus favores espirituales y temporales. Durante los días de ejercicios o en las misiones, se nota esto de una manera muy marcada, sobre todo lo que se refiere a los bienes del alma. Pero Dios, que no desea otra cosa que hacernos favores si se los pedimos, no solamente nos da poderosos intercesores en el cielo, sino que también nos da en la tierra intercesores que pidan por nosotros y nos obtengan beneficios. Ya hicimos mención en otro lugar de las «monjitas», en especial de las que se dedican a una vida de austeridad y oración, rogando a Dios por los que dejan de hacerlo. ¡Cuántas veces, descorazonados nosotros de alcanzar de Dios algo que mucho deseamos, acudimos a estas almas buenas, como último recurso, y Dios, por su intercesión, nos concede lo que antes parecía negarnos! 68


Pero cuando Dios se muestra más cariñoso y, por decirlo así, más «manirroto» en concedernos favores, es cuando, en el tiempo de la adversidad, de la tribulación o de las enfermedades, resignados a Su Voluntad santísima, le pedimos algo. Las almas avezadas al sufrimiento, las que mucho han padecido resignadamente las penas que Dios les envía, conformándose en todo con la Divina Voluntad, son las que parecen tener en sus manos, por medio de la oración, toda la fuerza de la Omnipotencia de Dios. Estas almas privilegiadas, aunque son muy pocas, vienen siendo una especie de «pararrayos», pues detienen muchas veces la justa ira de Dios contra individuos, pueblos o naciones. Con lo dicho creemos haber dado una idea general de las diversas clases de «abogados» que Dios pone a nuestra disposición para que nos ayuden a conseguir lo que le pedimos, cuando nuestra fe o nuestra confianza vacilan. Ellos suplen nuestras faltas, ellos interceden por nosotros, y Dios nos concede, por su intercesión, los favores que, de otro modo, no nos hubiera concedido por nuestra poca fe.

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Capítulo XIV EL ÚNICO MÉTODO

—¿Cuántos métodos tiene usted para aprender inglés? — preguntamos en una librería. Por toda respuesta nos enseñaron un estante, y en él pudimos contar veintisiete métodos diversos, entre grandes y chicos. Preguntamos después cuál era el mejor. El dependiente, sonriendo, nos respondió: —Tome cualquiera, que tan malo es uno como los demás. — ¿Entonces? —Si quiere usted aprender a hablar inglés, váyase donde lo hablan, y hable. Todo lo demás huelga. Varias veces nos hemos acordado de esta respuesta cuando alguien nos ha preguntado cuál es el mejor libro para aprender a orar... Todos serán lo buenos que se quiera, pero nada puede compararse con «la práctica». Orar es la verdadera manera de aprender a orar. La oración es como un idioma: el idioma para hablar con Dios. Es un idioma que tiene poquísimas palabras. La razón es muy sencilla: porque esta lengua es únicamente para que Dios nos entienda. Si nuestro Dios fuera una especie de Buda o Huitzilopoxli, de tardísimas entendederas, justificado estaría un lenguaje abundante y sonoro para podernos dar a entender; pero Nuestro Dios no es así. «En la oración no afectéis hablar mucho, como lo hacen los gentiles, que se imaginan haber de ser oídos a fuerza de palabras. No queráis, pues, imitarlos, que bien sabe vuestro Padre lo que habéis menester antes de pedírselo» (Mt 6, 7-8). Pues entonces, ¿para qué son tantos devocionarios, novenas y triduos? Si hemos de decir francamente nuestro parecer, afirmaríamos que, si nos atenemos a las palabras de Cristo, que acabamos de citar, muchísimas de esas oraciones, triduos, novenas y devocionarios deberían ser arrojados a las tinieblas exteriores, cuando contienen oraciones como la «Oración del Justo Juez» u otras muy parecidas. 70


Cristo nos legó el Padrenuestro como el prototipo de la oración que debemos hacer cuando nos dirijamos a nuestro Padre que está en los cielos. Toda oración, pues, que no siga este «patrón», será todo lo buena que se quiera, pero no será conforme a lo que Cristo nos enseñó. A algunos “místicos y místicas” les da por escribir oraciones melosas y tontas, que agradan al vulgo beato, pero que deberían ser prohibidas y jamás avaladas por los obispos, pues dichas oraciones nada tienen que ver con el Padrenuestro, la oración cristiana prototipo. Y si esos escritores o escritoras empalagosos quieren ver cómo Cristo oraba, lean los admirables capítulos del 14 al 18 de San Juan, llenos de misticismo varonil y sublime. Ya lo indicamos anteriormente: todas las razones que pongamos en nuestra oración, todos los motivos que aleguemos, todos los títulos que queramos hacer valer, NO MUEVEN A DIOS PARA NADA, «pues bien sabe vuestro Padre lo que habéis menester antes de pedírselo». Pero estas razones convenientemente expuestas en la oración, esos afectos expresados de un modo debido, SIRVEN PARA MOVERNOS A NOSOTROS MISMOS Y AUMENTAR NUESTRA CONFIANZA DE SER ESCUCHADOS. De suerte que, lejos de reprobar las oraciones hermosamente escritas, las oraciones llenas de pensamientos elevados, las devociones y novenas que encierran oraciones llenas de afectos varoniles y fervorosos; cuando éstas nos mueven a pedir con más confianza y a resignar nuestra voluntad en manos de Dios, son utilísimas y dignas de todo elogio y propaganda. No así las oraciones escritas para halagar solamente nuestros oídos con frases rimbombantes o para exaltar nuestro misticismo con melosidades afeminadas. Cuando uno quiere aprender a hablar un idioma, lo que necesita es aprender «aquellas palabras que son de uso continuo», el vocabulario más usual. Muchas veces nos hemos reído, al leer en libros para aprender español, por ejemplo, frases como éstas: « — ¿Tiene usted ánforas de cristal color púrpura talladas al esmeril? —No, señor, pero tengo unos cortinajes de brocado de color violáceo...» ¿Cuántas veces en su vida va una persona a usar las palabras contenidas en esas frases? Así pasa con muchísimas oraciones de las contenidas en algunos devocionarios, llenos de hojarasca inútil. Una de las mayores dificultades de la lengua inglesa es la diversa pronunciación de las vocales. La «a» tiene cinco valores perfectamente perceptibles y distinguibles para los que realmente hablan el idioma, pero 71


«indistinguibles» e «impronunciables» para los que empiezan el aprendizaje. La frase que tiene más importancia en el «idioma de la oración» es muy sencilla en apariencia, consta de poquísimas palabras; todos las podemos pronunciar sin dificultad; mas, para darle su «verdadero sentido», para pronunciarla «sin acento», para decir con «espíritu» semejante a aquel con que Cristo, nuestro Maestro, la pronunció, se necesitan muchos años de práctica, de ejercicio constante y gracia especial de Dios. Esta frase, compendio de la oración, es la siguiente NO SE HAGA MI VOLUNTAD SINO LA TUYA. Todo el secreto de la eficacia de la oración está en pedir con fe y sin vacilar; pues bien, el único medio de no vacilar creyendo es «ponerse enteramente en las manos de Dios», quien mejor que nosotros sabe lo que nos conviene. Para llegar a punto de ponernos «enteramente» en las manos de Dios hay que empezar por hacer pequeños actos de conformidad de nuestra voluntad con la divina. Con la repetición de estos actos, ayudados de Dios, llegamos a adquirir el hábito de «conformarnos» con su voluntad santísima. Si tomamos un pliego de papel y lo doblamos por la mitad, quedará marcada una línea. Si lo extendemos y volvemos a doblarlo de nuevo, esta línea quedará más marcada que al principio; y si repetimos esta operación muchas veces, el papel llegará a doblarse sin dificultad. De una manera parecida, si empezamos a hacer actos de conformidad con la voluntad de Dios, cuando algo le pedimos, al principio nos costará trabajo resignarnos con lo que Dios dispone, si no es conforme con nuestras aspiraciones; pero si seguimos adelante por este camino, tratando de conformar nuestra voluntad con la divina, llegaremos al fin, ayudados de la gracia, a conformar nuestra voluntad con la de Dios. Desde ese momento, nuestra oración será eficacísima, pues no vacilaremos ni un instante, sostenidos por la roca inconmovible de la «voluntad de Dios». Pues bien, esta repetición de actos no la podemos llevar a cabo si no oramos. Hay que orar y orar muchas veces para venir a adquirir el hábito de la oración, de un modo semejante a cuando aprendemos un idioma. Pero pasa, con el idioma de la oración, precisamente lo contrario de cuando aprendemos una lengua. Mientras más practicamos un idioma, 72


vamos adquiriendo un vocabulario más y más abundante. En el idioma de la oración es al contrario: las palabras van disminuyendo a medida que avanzamos en el aprendizaje de este idioma sublime; hasta que nuestro caudal llega a reducirse a estas solas palabras HÁGASE TU VOLUNTAD Más aún, cuando la oración llega a ser enteramente «confiada», nuestra misma lengua enmudece y NUESTRA ACTITUD DE SUMISIÓN COMPLETA VIENE A SER LA EXPRESIÓN MAS ELOCUENTE DE NUESTRA SUPLICA. Recordemos al Maestro de los Maestros orando en el Huerto con poquísimas palabras primero y luego ya sin palabra alguna, ora postrado con el rostro en tierra, imagen de la sumisión perfecta a la voluntad de su Padre. Recordemos al grandilocuente poeta David disminuyendo sus prolongadas y vehementes súplicas, ir encorvándose poco a poco delante del Señor, hasta exclamar en su lenguaje, siempre pintoresco: «Adhaesit in terra venter noster» Como si dijera: de tanto encorvarme ante tu voluntad, mi vientre ha echado raíces en la tierra. Recordemos al coloso profeta Ellas, después de haber conseguido que bajara fuego del Cielo, doblado como un arco ante el acontecimiento divino, llorar, pidiendo lluvia, sin musitar una sola palabra. Y para que no nos desanimemos pensando que esa clase de oración es sólo propia de los grandes atletas del espíritu, recordemos aquella historia tan admirable que nos narra el Padre Coloma en Resignación Perfecta: SEÑOR AQUÍ ESTA TÍO PELLEJO El contrabandista andaluz había llegado a usar con la mayor elocuencia el lenguaje mudo de la oración.

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Capítulo XV LA CUARTA DIMENSIÓN

Si en tratándose de otras cosas es muy cierto que «el tiempo es oro», cuando se relaciona con la oración, el factor tiempo suele ser desesperante. Porque, si bien Dios ha prometido darnos lo que le pedimos con fe y sin vacilar, todavía no hemos encontrado ninguna promesa de concedernos inmediatamente lo que le pedimos. En las diversas curas milagrosas obradas por Cristo, concedió al punto lo que le pedían; pero promesa de hacerlo así siempre no la encontramos en ninguna parte, y la hemos buscado mucho. David pide muchas veces a Dios que escuche pronto su oración: « Acude pronto a ayudarme» (Salmo 59, 2); pero no sabemos que el Señor haya acudido siempre inmediatamente a socorrerle. Dios da seguramente alimento a los que se lo piden, y se lo da «en el tiempo oportuno», el cual tiempo muchas veces no es el más inmediato. Por esta dilación en recibir respuesta a lo que pedimos, si bien la recibimos finalmente, se usa familiarmente aquel proverbio: «Dios aprieta, pero no ahoga.» ¿Por qué pasará así con tanta frecuencia? ¿No le cuesta a Dios lo mismo darme al punto lo que le pido, en vez de dármelo mañana? La respuesta a esta pregunta la encontramos en el Eclesiastés: «Todas las cosas tienen su tiempo, y todo lo que hay debajo del cielo pasa en el término que se ha escrito...; hay tiempo de pedir y tiempo de recibir.» (3, 1.7) La razón más conveniente de por qué Dios, muchas veces, no despacha nuestras oraciones sino después de algún tiempo, es «porque la oración y la Providencia divina están íntimamente unidas». Toda crisis produce su propio amo. La crisis que se verificó en el Paraíso produjo su propio amo: Satanás. Dios había dado al hombre el dominio de todas las criaturas, dominio que a Él le pertenecía: « Del Señor es la tierra y cuanto ella contiene; el mundo y todos sus habitantes» (Salmo 23, 1). Y dijo: «Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, y domine a los peces 74


del mar, y a las aves del cielo y a las bestias, y a toda la tierra, y a todo reptil que se mueve sobre la tierra» (Gen 1, 26). «Le hiciste poco inferior a los ángeles, le coronaste de gloria y honor, y le has dado el mando sobre las obras de tus manos. Todas ellas las pusiste a sus pies...» (Salmo 8, 6-7). Pues bien, el hombre, por el pecado, pasó al dominio de Satanás, «el príncipe de este mundo», contra el cual vino Cristo a luchar. «Ahora el príncipe de este mundo va a ser lanzado fuera» (Jn 31). «Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el príncipe de este mundo» (Jn 14, 30). «El príncipe de este mundo ha sido ya juzgado...» (Jn 16, 11). «Mas ésta es la hora vuestra, y del poder de las tinieblas» (Lc 12, 53). Por el pecado, el hombre vino a ser hijo de Satanás: «Vosotros sois hijos del diablo, y así queréis satisfacer los deseos de vuestro Padre...» (Jn 8, 44). Pues bien, desde que el hombre pecó, el alma de cada uno de nosotros es el campo de batalla donde pelean frente a frente Dios y el diablo, para conquistar a cada uno definitivamente. Dios, para ayudarnos en esta batalla constante, en la que no podemos triunfar sin su gracia, ha puesto en nuestras manos «un telégrafo sin hilos» para que le pidamos auxilio en todas nuestras necesidades durante la lucha, que es toda nuestra vida. «La vida del hombre sobre la tierra es una perpetua guerra» (Job 8, 1). Esta telegrafía sin hilos es la ORACIÓN. Ella nos pone en comunicación constante con nuestro Jefe, con el cuartel general. Por medio de ella informamos del estado de la campaña y pedimos la ayuda necesaria. Sin este medio, pereceríamos miserablemente. Por esto se dice que la oración es necesaria para nuestra salvación eterna. Pero como hay muchísimas cosas temporales que nos ayudan o nos impiden conseguir nuestro último fin, tenemos necesidad de informar a nuestro Jefe de lo que necesitamos, para que Él nos ayude, teniendo presente que, como ya hemos dicho, el efecto de la oración no es «mover» a Dios, sino «pedirle cosas que Él ha determinado darnos únicamente si se las pedimos». Quiere que en todo, pero en especial en esta lucha contra el demonio, «dependamos de Él enteramente», y por esto quiere que le pidamos constantemente su ayuda. Ahora bien, Satanás sabe perfectamente que, si no oramos, caeremos en sus manos: «Vigilad y orad, para que no caigáis en la tentación» (Lc 22, 40). La oración es un arma «ESPIRITUAL», y, siendo el demonio espíritu, cae la oración directamente «dentro de su legal campo de operaciones». Aquí es donde de veras entra la acción de Satanás y no «bailando mesas o haciendo piruetas espiritistas». Aquí, en el campo espiritual de nuestra alma, es donde lucha con mayor actividad y dentro de su esfera propia. «Sed sobrios, y estad en continua vela (orando), porque vuestro enemigo, 75


el diablo, anda girando como león rugiente alrededor de vosotros, en busca de presa que devorar. Resistidle firmes en la fe» (1 Pedro 5, 8). Para luchar contra este enemigo, nos aconseja San Pablo: «Revestíos de toda armadura de Dios para poder contrarrestar las asechanzas del diablo. Porque no es nuestra pelea contra carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, CONTRA LOS ESPÍRITUS MALIGNOS... Por tanto, tomad las armas de Dios para poder resistir..., HACIENDO EN TODO TIEMPO CON ESPÍRITU CONTINUAS ORACIONES Y PLEGARIAS, velando para lo mismo con todo empeño, y ORANDO por todos los fieles y por mí» (Efes 6, 11.20). En esto vemos claramente que la ORACIÓN es el arma que se recomienda para luchar y vencer a los espíritus en las tinieblas. Es, pues, muy natural que, CONOCIENDO EL DEMONIO EL PODER DE ESTA ARMA, luche DE UNA MANERA MUY ESPECIAL PARA HACERNOS VACILAR EN, LA ORACIÓN, para descorazonarnos. No nos parece, pues, que carezca de fundamento el afirmar que TODO AQUELLO QUE TIENDE A DISMINUIR NUESTRA CONFIANZA EN LA ORACIÓN es obra directa o indirecta de Satanás. Creemos que LA OBRA PRINCIPAL DEL DEMONIO PARA PERDERNOS ESTÁ EN APARTARNOS DE LA ORACIÓN. No le importa al demonio que RECEMOS MUCHO, con tal de que lo hagamos mal. La oración del fariseo debió de ser muy agradable a Satanás; mientras que debió de saberle a «cuerno quemado» la del humilde publicano. Le tiene muy sin cuidado a Satanás que recemos interminables oraciones, repitiéndolas miles de veces. Hay, por desgracia, muchos cristianos, que repiten incansablemente sus oraciones «fonográficas», con especial contento de Satanás, que conoce la ineficacia de, esas oraciones «hechas sin fe y sin confianza», pero, eso sí, en voz alta y repitiéndolas innumerables veces. Cuando hemos hablado de que hay que tener fe al orar, queremos decir: TENER FE EN DIOS, y de ningún modo FE EN LA ORACIÓN QUE DECIMOS. Hay muchas personas que así como le dicen a uno: tome usted esta medicina, que es muy buena para la tos, nos dicen también: LE RECOMIENDO A USTED ESTA ORACIÓN, QUE ES MUY EFICAZ para tal o cual cosa. Eso es una barbaridad: NO HAY ORACIONES EFICACES POR ELLAS MISMAS, Lo eficaz es NUESTRA FE Y NUESTRA CONFIANZA EN DIOS CUANDO ORAMOS, ya sea que usemos estas o aquellas palabras. La fe debe estar en Dios, no en las 76


«fórmulas» que usamos con el nombre de oraciones. Ya hemos repetido varias veces que las oraciones son buenas «para movernos a nosotros mismos», preparándonos para pedir con fe y confianza. Ninguna oración, incluso el Padrenuestro, ES EFICAZ POR SI MISMA. El demonio, pues, nada tendrá que objetar contra nuestras oraciones si no están hechas con fe y confianza, con humildad y resignación en la voluntad divina. Pero sí trabaja, y fuertemente, contra las oraciones hechas con las condiciones debidas. Le va en ello quedar vencido. La oración es un elemento espiritual y, por consiguiente, dentro del legal campo de operaciones del demonio, que es un espíritu. No parece, pues, improbable que Dios dé alguna vez al demonio cierta libertad, dentro de este campo, para procurar retardar el que conozcamos que nuestra oración HAYA SIDO DESPACHADA FAVORABLEMENTE. Acerca de este punto es muy notable el siguiente pasaje de la Sagrada Escritura: «En aquellos días estuve yo, Daniel, llorando por espacio de tres semanas (pidiéndole inteligencia de ciertos sucesos futuros), sin probar pan delicado, carne, ni vino... Al fin de estas tres semanas, se me apareció el Arcángel Gabriel, y me dijo: «Daniel, varón de deseos, atiende a las palabras que yo te hablo... No tienes que temer, ¡Oh Daniel!, PORQUE DESDE EL PRIMER DIA en que, a fin de alcanzar la inteligencia, resolviste en tu corazón mortificarte en la presencia de Dios, FUERON ATENDIDOS TUS RUEGOS; Y POR CAUSA DE TUS ORACIONES HE VENIDO YO. Pero el príncipe del reino de los persas se ha opuesto a mí POR ESPACIO DE VEINTIÚN DÍAS; y he aquí que vino en mi ayuda Miguel...» (Dan 10, 2.14). Notamos aquí lo siguiente: desde el primer día en que Daniel pidió, fue despachada su oración y encargado el ángel Gabriel de ir a comunicárselo. Pero Gabriel es DETENIDO TRES SEMANAS por el ángel de los persas, y tiene que intervenir Miguel para que Gabriel, dando de ello conocimiento a Daniel, pueda cumplir su misión. Sea que por el «Ángel de los Persas» se entienda un ángel bueno, sea el ángel malo, como otros interpretan, el caso es que el conocimiento de que su oración (de Daniel) había sido oída, Vemos, pues, que Dios puede permitir (por conducto de los ángeles buenos o malos) que se retarde el conocimiento de que nuestra oración ha sido ya despachada, lo cual necesariamente tiene que poner a prueba nuestra confianza. 77


No parece, pues, improbable que el demonio, con permiso especial de Dios, procure, por muchos medios que ignoramos, detener el éxito de nuestras peticiones por el mayor tiempo posible, creando en nosotros la desconfianza. Una cosa es cierta: nada hay que descorazone más fácilmente al que ora, como que se prolongue indefinidamente el tiempo en que su oración ha de ser despachada. Pues bien, conociendo esto Satanás, ¿no procurará de una manera u otra, si Dios se lo permite, impedir que se despache nuestra oración, o que conozcamos que ha sido ya despachada, para desanimarnos? Hace tanto tiempo que pido tal cosa, y Dios no me oye; ¿para qué he de seguirle pidiendo? ¡Cuántas veces hemos oído estas palabras, que no pueden menos de causar gran alegría al Malo! Cada vez que «el elemento tiempo o cuarta dimensión» nos hace vacilar en nuestra oración, Satanás consigue su triunfo, no sólo porque nos expone a perder lo que actualmente hemos estado pidiendo, sino porque nos descorazonamos para seguir pidiendo en lo futuro. Y cada vez que dejamos de orar por algo que necesitamos, Satanás triunfa. No nos olvidemos que Dios N. S., por una razón o por otra no ha prometido oírnos INMEDIATAMENTE, aunque pidamos con gran fe. Y si, por no recibir la respuesta al punto, «la cuarta dimensión» nos hace vacilar, hemos perdido verdaderamente nuestro tiempo.

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Capítulo XVI ¿QUÉ SE DICE, NIÑO...?

«Caminando Jesús hacia Jerusalén, atravesaba Samaria y Galilea y, estando para entrar en una población, le salieron al encuentro diez leprosos..., y levantaron su voz diciendo: «Jesús, Maestro, ten lástima de nosotros.» Luego que Jesús los vio, les dijo «Id, mostraos a los sacerdotes.» Y cuando iban, quedaron curados. Uno de ellos, apenas echó de ver que estaba limpio, volvió atrás glorificando a Dios a grandes voces, y se postró a los pies de Jesús, dándole gracias, y éste era un samaritano. Jesús dijo entonces: «Pues qué, ¿no son diez los curados? ¿Y los nueve, dónde están? No ha habido quien volviese a dar a Dios gloria, sino este extranjero.» Después le dijo: «Levántate, tu fe te ha salvado» (Lc 17, 1219). A propósito de este ejemplo de los leprosos, nos decía, en cierta ocasión, una buena mujer Irlandesa: —A mí me acostumbró mi madre, desde niña, a darle gracias a Nuestro Señor siempre que recibía algún beneficio. ¿No hemos de ser con Él más corteses que con cualquiera otra persona? Hay que darle siempre las gracias. Y Dios con esto nos hace mayores beneficios. Y nos contó con toda ingenuidad el caso siguiente: —Mi hijo, Jack, es muy bueno; pero si le da por beber, se pasa meses sin trabajar. El me sostiene, yo ya soy vieja y no puedo hacer nada. Llevaba Jack tres meses bebiendo, y a mí ya me iban a echar fuera de la casa por no pagar el alquiler. Le debía al de la tienda, al carnicero, a varios de los vecinos. No sabía ya qué hacer, y me, fui a la iglesia a pedirle a Dios me ayudara. Se lo pedí de veras, y al fin le dije: Muy Lord, give me money or give me death: «Señor, dinero, o dame la muerte». Y nuestro Señor me dio; mitad y mitad. — ¿Cómo es eso? —le preguntamos sonriendo. —Pues muy sencillo: salí de la iglesia y, al atravesar una calle, me atropelló un automóvil y me rompió una pierna. Y por mi pierna rota me 79


dieron quinientos dólares de indemnización. Hoy salí del hospital, cojeo, pero puedo andar. Por eso dije: mi primera salida es a la iglesia, a darle a Dios gracias por este favor; y aquí tiene, padre, estos cinco dólares para los pobres. Por el caso de los leprosos vemos claramente que Cristo era sensible tanto a la ingratitud de los nueve como a la gratitud de aquel pobre samaritano. Vemos que Él daba gracias a Su Padre, como en el caso de la resurrección de Lázaro: «Oh Padre, gracias te doy porque me has oído» (Jn 11, 41). Dio gracias a Su Padre al instituir el santo Sacramento: «Y tomando el cáliz, dio gracias, lo bendijo y se lo dio, diciendo...» (Mt 26, 27) enseñándonos así, con el ejemplo, a ser agradecidos. San Pablo claramente dice que es voluntad de Dios que le demos las gracias en todo por Jesucristo: «Vivid siempre alegres. Orad sin intermisión. Dad gracias por todo al Señor; porque esto es lo que quiere Dios que hagáis todos en nombre de Jesucristo» (1 Tes 5, 16-18). El Santo Apóstol así lo hacía como lo aconsejaba: «Yo doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre con gozo por todos vosotros en todas mis oraciones» (Filip 1, 3-4). La Iglesia, siguiendo este ejemplo, a diario, y en todas las misas que incesantemente se celebran en todo el mundo, levanta a Dios su voz agradecida en el hermosísimo canto del Prefacio: «Demos gracias a nuestro Dios y Señor. Verdaderamente es digno, justo, equitativo y saludable darte gracias siempre y en todas partes a Ti, Señor santo, Padre omnipotente y Dios eterno.» Si queremos que Dios nos vuelva a favorecer, después de habernos oído, no dejemos de darle las gracias por los beneficios recibidos. Pero si queremos ganarle más la voluntad, démosle gracias «por los beneficios que esperamos nos haga». Mas, si queremos ganarlo enteramente en nuestro favor, démosle gracias también, de corazón, POR AQUELLAS COSAS QUE, HABIÉNDOSELAS PEDIDO, NO NOS LAS HA CONCEDIDO. Esto mostrará que nos ponemos enteramente en Sus manos, que creemos firmemente que Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y que, por consiguiente, le decimos de verdad: «Señor, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. Gracias, mil gracias por todo lo que Tú dispones, has dispuesto y dispondrás para mí. Tú sabes mejor lo que me conviene. Tú eres mi Padre; gracias, Señor, gracias. Beso tu mano tanto cuando me 80


concedes lo que pido, como cuando no me lo concedes. Gracias, Señor, gracias.» ¿No lo hacemos así «por educación» aun cuando pedimos un favor y no se nos concede? ¿No decimos: gracias, volveré otra vez? No seamos con Dios menos corteses. Acostumbremos darle siempre las gracias, como acostumbramos a los niños desde chiquitos, cuando reciben algún favor. « ¿Qué se dice, niño...?», decimos cuando el chiquito se olvida, y el niño responde: «GRACIAS.» Terminaremos con las hermosísimas palabras de San Pablo: «No os inquietéis por la solicitud de alguna cosa, mas en todo presentad a Dios vuestras peticiones por medio de la oración y las plegarias, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepuja a todo entendimiento, sea la guardia de vuestros corazones y de vuestros sentimientos en Jesucristo» (Filip 4, 6).

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Segunda parte PINACOTECA 3

“El señor es fiel en todas sus palabras.” (Salmo 144, 31)

“El que confía en el Señor no sufrirá menoscabo.” (Eccli 32, 28)

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Pinacoteca significa “Galería de Cuadros”, como biblioteca “Galería de Libros”. Esta segunda parte es, pues, una galería de cuadros no pintados sino descritos a pluma.

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Capítulo I EL MAESTRO DE LOS MAESTROS

Y las aguas del Jordán se iluminaron de pronto cuando Jesús, después de bautizado por Juan, salió a la ribera y arrodillado se puso a ORAR; era que los cielos se habían abierto inesperadamente, y una voz celestial decía: «Tú eres mi Hijo amado, en Ti tengo puestas todas mis delicias...» (Lc 3, 22). En este solemnísimo instante, cuando el Padre declaraba a Cristo Rey y el Espíritu Santo descendía para ungirlo, Jesús estaba en oración. La oración de Cristo había abierto los cielos... *** Jesús había pasado el día en la Sinagoga de Cafarnaúm, enseñando con admiración a todos. Esparcida su fama, le habían traído muchos enfermos, que curó, así como también posesos. Para pasar la noche, el Señor va a casa de Pedro, donde encuentra a la suegra de éste enferma con fuerte calentura. Le suplican por su alivio, y la mujer sana. A la caída del sol, la gente seguía llevándole enfermos para que los curara y endemoniados para que los librara... Llega al fin la madrugada, y, cuando todos se entregaban todavía al descanso, Jesús, sin ser notado, se dirige a un lugar solitario para hacer allí oración. Simón y los otros discípulos, al despertar, lo buscan, y al fin lo encuentran orando: «Todos te andan buscando», le dicen; a lo cual Él responde: «Vamos a las aldeas vecinas a predicar, que para eso he venido.» Después de un día de trabajo y fatiga, Jesús se levanta muy de mañana, se va a un lugar solitario y se pone a orar, para seguir predicando. *** San Lucas nos cuenta que, después de la pesca milagrosa y de haber predicado y curado, habiéndose extendido la fama de Jesús, acudían las gentes en tropa para oírle y ser curados de sus enfermedades «MAS NO 83


POR ESO DEJABA ÉL DE RETIRARSE A LA SOLEDAD, Y HACER ALLÍ ORACIÓN» (Lc 5, 16). De lo que se deduce que, a pesar de lo mucho que trabajaba y predicaba, Cristo no dejaba ordinariamente de retirarse a algún lugar solitario a orar. *** La ocasión era solemnísima; el asunto de lo más importante. Jesús tenía muchos discípulos, pero quería escoger a unos cuantos para que fueran sus amigos, los futuros evangelizadores de la Buena Nueva. Iba a escoger a sus Apóstoles. ¿Cuál es la preparación de Jesús para un acto tan importante? «Por este tiempo se retiró a orar en un monte. Y PASO ALLÍ TODA LA NOCHE HACIENDO ORACIÓN A DIOS. Y así fue que de día, llamó a sus discípulos, y escogió doce entre ellos, a los cuales dio el nombre de Apóstoles.» (Lc 6, 12). Y salió tan encendido de aquella oración, «que todo el mundo procuraba tocarle, porque salía de Él una virtud que daba la salud a todos»... Y como de su cuerpo salía aquella virtud, así de su espíritu brotaron aquellas maravillosas enseñanzas: las Bienaventuranzas. «Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que han hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los que padecen persecuciones por la justicia... Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os persiguen y calumnian. Sed, pues, misericordiosos, así como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 20.36). Estas y otras sublimes enseñanzas, contenidas en el capítulo citado de San Lucas, salieron de los labios de Jesús tras aquella noche memorable que pasó HACIENDO ORACIÓN A DIOS... ¡Oh efectos prodigiosos de la oración del Hombre —Dios! *** Iba Jesús a dar el paso más importante en la fundación de su Iglesia. Iba a escoger la piedra fundamental, sobre la cual debía edificarla: «Sucedió un día que, habiéndose retirado a hacer oración teniendo consigo a sus discípulos les preguntó: « ¿Quién dicen las gentes que soy?» Respondieron ellos: «Unos dicen que Juan Bautista, otros que Elías, otros Jeremías o alguno de los Profetas.» Díceles Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Tomando la palabra Simón Pedro, dijo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Y Jesús, respondiendo, le dijo: «Bienaventurado eres, Simón Barjona, porque no te ha revelado eso la carne y sangre, sino 84


mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y que sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella. Y a ti te daré las llaves del Reino de los cielos, y todo lo que atares sobre la tierra será también atado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra, será también desatado en los cielos» (Mt 16, 17-19). La Iglesia es un fruto divino de la oración de Cristo. *** «Sucedió que, cerca de ocho días después de dichas palabras, tomó Jesús consigo a Pedro y a Santiago y Juan, y subió a un monte a orar. Y mientras estaba orando, apareció la divina figura de su semblante, y su vestido se volvió blanco y refulgente. Y se viéron de repente dos personajes que hablaban con Él, los cuales eran Moisés y Elías, que aparecieron en forma gloriosa; y hablaban con Él de su salida del mundo, la cual estaba para verificarse en Jerusalén... Mas en tanto que esto sucedía, se formó una nube que los cubrió y, viéndolos entrar en la nube, quedaron los discípulos aterrados, y salió de la nube una voz que decía: «Este es el Hijo mío querido; escuchadle» (Lc 9, 28, 35). La oración de Cristo había de nuevo rasgado los cielos, y su Padre, a quien Él oraba, lo había declarado, una vez más, su Hijo muy amado, a quien debíamos imitar y seguir... *** Había Jesús enviado a sus Apóstoles y discípulos a predicar y volvían ellos gozosos, diciéndole: «Hasta los demonios mismos se sujetan a nosotros por la virtud de Tu nombre...» Y en aquel mismo punto, Jesús manifestó su extraordinario gozo, a impulso del Espíritu Santo, y (orando) dijo: «Yo te alabo, Padre mío, Señor del cielo y de la tierra, porque has encubierto estas cosas a los sabios y a los prudentes, y descubierto a los pequeños. Así es, ¡oh Padre!, porque así fue tu beneplácito» (Lc 10, 17-22). He aquí una oración de Cristo, basada en el mismo principio que El enseñará: «Hágase tu voluntad.» *** Tanto habían visto los Apóstoles orar a Jesús, y tan grandes prodigios habían notado que producía aquella sublime oración del Hijo de Dios, que un día, estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, le dijo uno de sus discípulos: «Señor, enséñanos a orar, como enseñó también 85


Juan a sus discípulos.» Y Jesús le respondió: «Cuando os pongáis a orar, habéis de decir: «Padre nuestro, santificado sea Tu nombre... » (Lc 11, 1-2). Sin duda Cristo había orado aquella vez para que sus discípulos le hicieran aquella pregunta, que tuvo por respuesta la más sublime de las oraciones: El Padrenuestro. *** Lázaro, el amigo a quien Jesús tanto amaba, había muerto. Marta, la hermana de Lázaro, sale al encuentro de Cristo y llorando le dice: «Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano; bien que estoy convencida de que ahora mismo te concederá Dios cualquiera cosa que pidieres.» Dícele Jesús: «Tu hermano resucitará.» Respóndele Marta: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día.» Le dijo Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida; quien cree en Mí, aunque hubiere muerto, vivirá, y todo aquel que vive y cree en Mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto?» Respondióle: «¡Oh Señor!, sí que lo creo, y que Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo, que ha venido a este mundo...» Jesús, al ver llorar a Marta, y ver llorar a los judíos que con ella habían venido, se estremeció en su alma y se conturbó, y dijo: « ¿Dónde lo pusisteis?» «Ven, Señor —le dijeron —y lo verás.» Entonces se le arrasaron los ojos en lágrimas, en vista de lo cual dijeron los judíos: «Mirad cómo le amaba...» Finalmente, prorrumpiendo Jesús en nuevos sollozos que le salían del corazón, vino al sepulcro... Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «¡Oh Padre!, gracias te doy porque me has oído; bien es verdad que Yo sabía que siempre me oyes; mas lo he hecho por razón de este pueblo que está alrededor de Mí, con el fin de que crean que Tú eres el que me has enviado.» Dicho esto, gritó en voz muy alta «Lázaro, sal afuera.» Y al instante, el que había muerto salió afuera...» (Jn 11, 21-45). Cristo no pudo resistir a las lágrimas de aquellos que creían en Él y que tanto le habían amado, y su oración omnipotente volvió la vida a Lázaro, que ya hedía. *** La idea de su próxima pasión y muerte estaba ya fija eh la mente de Nuestro Divino Salvador. Debía morir, esto no le aterraba; pero al pensar que había de presentarse ante su Padre, cubierto con la lepra de nuestros pecados, para morir como pecador y así redimir al mundo, le hacía temblar y turbarse a la sola idea del pecado con que había de revestirse: «...Pero ahora mi alma se ha conturbado. Y ¿qué haré? ¡Oh Padre!, líbrame de esta 86


hora. Mas para esa misma hora he venido al mundo. ¡Oh Padre!, glorifica tu santo nombre.» Al momento se oyó del cielo esta voz: «Le he glorificado ya y le glorificaré todavía más» (Jn 16, 27-28). La oración angustiosa del Hijo de Dios había rasgado el cielo por tercera vez. El fogoso apóstol Pedro confiaba demasiado en sus fuerzas, y, en lugar de orar para no caer en la tentación, se dormía. Jesús le amaba y le había escogido... Por esto oró especialmente por él: «Simón, Simón, mira que Satanás va tras vosotros para zarandearos como trigo. Mas yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no perezca, y tú, cuando te conviertas, confirma en ella a tus hermanos» (Lc 22, 31.32.36). Satanás, dentro de su propia esfera, trató de impedir que Pedro orara y lo consiguió: « ¿Por qué dormís? Levantaos y orad para no caer en la tentación». Pero aunque Pedro no oró y por eso Satanás le venció, Cristo había orado por él para que su fe no pereciera, como la de Judas. Señor Jesús, ora por mí, para que no caiga en poder de Satanás.

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Capítulo II CLAROSCURO

La siguiente oración forma parte principalísima del Testamento de Cristo: «Y levantando sus ojos al cielo, dijo: «Padre mío, la hora es llegada, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a Ti; pues le has dado poder sobre todo el linaje humano, para que dé la vida eterna a todos los que le has señalado. Y la vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste. Yo te he glorificado en la tierra; tengo acabada la obra cuya ejecución me encomendaste. Ahora, glorifícame Tú, ¡oh Padre!, en Ti mismo, con aquella gloria que tuve Yo en Ti antes que el mundo fuese. Yo he manifestado Tu nombre a los hombres que me has dado del mundo. Tuyos eran, y me los diste, y ellos han puesto por obra Tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste viene de Ti. Porque Yo les di las palabras que Tú me diste, y ellos las han recibido y han reconocido verdaderamente que Yo salí de Ti, y han creído que me has enviado. Por ellos ruego ahora. No ruego por el mundo, sino por éstos que me diste, porque son tuyos, y todas mis cosas son tuyas, como las tuyas mías, y en ellos he sido glorificado. Yo ya no estoy en el mundo, pero éstos quedan en el mundo; Yo estoy de partida para Ti. ¡Oh Padre Santo!, guarda en Tu nombre a éstos que Tú me has dado, a fin de que sean una misma cosa, así como nosotros lo somos. Mientras estaba Yo con ellos, Yo les defendía en Tu nombre. He guardado los que Tú me diste, y ninguno de ellos se ha perdido, sino el hijo de perdición, cumpliéndose así la Escritura. Mas ahora vengo a Ti y digo esto en el mundo, a fin de que ellos tengan en sí mismos el gozo cumplido que tengo Yo. Yo les he comunicado Tu doctrina, v el mundo los ha aborrecido, porque no son del mundo, así como Yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. Ellos no son del mundo, como 88


ni Yo tampoco soy del mundo. Santifícalos en la verdad. La palabra tuya es la verdad misma. Así como Tú me has enviado al mundo, así Yo les he enviado también al mundo. Y Yo, por amor de ellos, me santifico a Mí mismo, con el fin de que ellos sean santificados en la verdad. Pero no ruego solamente por éstos, sino también por aquellos que han de creer en mi nombre por medio de su predicación; que todos sean una misma cosa, y que como Tú, ¡oh Padre!, estás en Mí y Yo en Ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que Tú me has enviado. Yo ya les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean una misma cosa, como lo somos nosotros. Yo en ellos y Tú en Mí, a fin de que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado, y amándolos a ellos, como a Mí amaste. ¡Oh Padre!. Yo deseo que aquellos que Tú me has dado, estén conmigo allí mismo donde Yo estoy, para que contemplen mi gloria, la cual Tú me has dado, porque Tú me amaste antes de la creación del mundo. ¡Oh Padre justo!, el mundo no te ha conocido; Yo sí que te he conocido, y éstos han conocido que Tú me enviaste. Yo, por mi parte, les he dado y daré a conocer Tu nombre, para que el amor con que me amaste, en ellos esté, y Yo en ellos» (Jn 17, 1-26) Este fue el testamento del amor, la oración final por los suyos. Y después de esta oración se levantó Jesús y marchó al Huerto a seguir orando en la oscuridad más profunda. *** Dice San Ignacio que, cuando meditamos la Pasión del Señor, una de las cosas que más debemos contemplar es «cómo la Divinidad se oculta», dejando a Cristo en una oscuridad espantosa, para que así la Sagrada Humanidad pudiera padecer y sufrir... Después de terminada la oración anterior, se levantó Jesús y salió del Cenáculo. Las luces de la lámpara de siete brazos, que durante la cena había ardido, fueron apagadas a la salida del Redentor y sus discípulos. Caminaba Aquél hacia el torrente del Cedrón por pedregosa vereda, apenas alumbrada por la luz opaca de la luna, que con dificultad traspasaba la densa capa de tempestuosas nubes que cubrían el cielo de la ciudad deicida... Pedro, llevando en la mano la linterna, trata de alumbrar la tortuosa senda por la que camina Jesús silencioso, con la cabeza baja, agobiado por el peso de las lúgubres ideas que «el poder de las Tinieblas» suscita en la 89


mente del Hombre-Dios..., queriendo con ellas estorbar la oración en la que la Sagrada Humanidad había de encontrar fuerzas para vencer al «príncipe de este mundo». Al llegar al Huerto, la linterna de Pedro se extingue, por falta de aceite; como la de las vírgenes necias; el cielo se oscurece totalmente, y quedan todos sumergidos en completa oscuridad... Pero Jesús conoce aquel lugar, a donde tantas veces se ha retirado a orar acompañado del que en aquel momento, incitado por Satanás, se prepara a entregarlo. Deja a sus discípulos a la entrada del Huerto, y tomando a Pedro, Santiago y Juan se interna en lo más tupido de la arboleda. Les recomienda que velen y oren para no caer en la tentación, pues Satanás, como león rugiente, los acecha. Se retira Jesús a un lugar más solitario aún más oscuro; se postra en tierra y ora. Alrededor de Jesús, cubriéndolo por doquiera, aparece una oscuridad más densa, más negra, más profunda: la del poder de las tinieblas que lo oprime. Jesús tiembla, oculta el rostro entre las manos y, cerrando los ojos, ora. Ora con intensidad inaudita..., pero no brilla a su lado el menor rayo de luz. «Si eres Hijo de Dios —le dice una voz conocida—, recuerda lo que de Él escribió el Profeta Isaías..., recuerda el capítulo 53...» Jesús se tapa los oídos para no escuchar aquella voz..., pero las palabras del Tentador penetran en su entendimiento. «Él crecerá —prosigue la voz —como una humilde planta, como una raíz en tierra árida; no es de aspecto bello, ni es esplendoroso; nosotros lo hemos visto, y nada hay que atraiga nuestros ojos ni llame nuestra atención hacia Él...» Cristo se arroja por el suelo lleno de angustia, pues sabe muy bien lo que significan aquellas proféticas palabras... La voz odiada resuena de nuevo, después de haber dado tiempo para que penetraran en el alma de Cristo los anteriores conceptos: «Le vimos después DESPRECIADO... EL DESECHO DE LOS HOMBRES..., varón de dolores... SU ROSTRO CUBIERTO DE VERGÜENZA Y AFRENTADO..., no hicimos de Él ningún caso...» Jesús se entristece y angustia..., y ora. Su alma siente agonías mortales y exclama: «¡Padre, Padre mío!...» Mas su voz no tiene eco alguno. El Tentador prosigue: «...Fue llagado y despedazado...» Y Jesús, lleno de angustia, clama: «Padre, Padre mío...», y su Padre no responde... «Yo sé que siempre me oyes...» Pero no viene respuesta alguna...«Reputado como leproso..., herido y humillado por la mano de Dios», añade Satanás...«Padre, Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cáliz», dice Jesús orando con mayor intensidad...Satanás se sonríe, y 90


añade: «Él tomó sobre Sí las dolencias... LOS PECADOS de todos...»Jesús, al oír aquello, «entra en agonía y ora más y más...» «HA CARGADO SOBRE SUS ESPALDAS LAS INQUIETUDES DE TODOS...» Y Satanás calló... Jesús, el pacientísimo Jesús, estaba dispuesto a sufrir toda clase de dolores y padecimientos... Pero Jesús, la inocencia, la justicia misma, tuvo que vestirse con la lepra de nuestros pecados, pasando COMO PECADOR a los ojos de su Padre..., eso era un cáliz que no podía beber, ése era el más espantoso de los tormentos. Y Jesús suda sangre en su agonía: «Y le vino un sudor como de gotas de sangre que chorreaba hasta la tierra...» Y en su angustia exclamaba: «Padre, Padre mío, todas las cosas te son posibles..., aparta de Mí este cáliz.» Y Satanás «Si eres el Hijo de Dios, tienes que pasar por pecador ante los ojos mismos de tu Padre...», ante los ojos mismos de tu Padre... Pecador... PECADOR... PECADOR... Entonces Jesús, reconociendo aquella voz, irguiéndose, exclama: «Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» Satanás se repliega espantado al escuchar aquellas palabras..., y Jesús se levanta para cuidar de sus discípulos... Va a ellos y los encuentra dormidos... Tres veces se repite la batalla, asediando Satanás a Jesús con más fuerza cada vez... Pero Jesús exclama, en medio de su angustia: «NO SE HAGA MI VOLUNTAD, SINO LA TUYA...» Y, al fin, victorioso, se levanta y marcha para ser entregado en manos de los pecadores..., para que «el poder de las tinieblas lo cerque...» Su Padre cuidará de El, AUNQUE EN AQUEL MOMENTO PAREZCA QUE NO LO ESCUCHA. LA ORACIÓN SUBLIME DE CRISTO HABÍA TRIUNFADO. CUMPLIÉNDOSE LA VOLUNTAD DEL PADRE, JESÚS, CON EL HÁBITO DEL PECADOR..., IBA A REDIMIR AL MUNDO... Y A MORIR EN LA CRUZ INFAME... PARA RESUCITAR GLORIOSO AL TERCER DIA...

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Capítulo III CUADROS CONOCIDOS

Entre las tinieblas y la oscuridad existe una gran diferencia: la oscuridad es carencia de luz, pero a las tinieblas se añade: «que debería haber luz donde reina la oscuridad». En una caverna donde nunca ha penetrado la luz, hay oscuridad; pero si, estando en un gran salón perfectamente iluminado, se apaga la luz, decimos que nos quedamos en tinieblas, pues debería seguir la luz encendida. Por eso el Ángel de la Luz, al perderla, se convirtió un Príncipe de las Tinieblas y no de la oscuridad. Una lucha mortal se había entablado entre el que es «LUZ DEL MUNDO» y «EL PODER DE LAS TINIEBLAS». Satanás y todos los suyos, sea que pertenecieran al mundo o al infierno, todos ellos, todo el poder de las Tinieblas estaba luchando contra Jesús; y Este no quiso que ni los suyos de este mundo ni los espíritus angélicos le ayudaran en la lucha. Cristo tenía un arma mucho más poderosa que todas para vencer al enemigo: LA ORACIÓN. Estaba «revestido de la armadura de Dios, para poder contrarrestar las asechanzas del diablo; porque su pelea no y era contra la carne y sangre, sino contra los príncipes y potestades, contra los espíritus malignos» (Efes 6, 11-12). Por eso dijo a Pedro: «Vuelve tu espada a la vaina... ¿Piensas que no puedo acudir a mi Padre, y pondrá a mi disposición más de doce legiones de ángeles?» En cambio, «El tomó el yelmo de la salud y empuñó la espada del espíritu, haciendo constantemente y con todo fervor continuas oraciones y plegarias» (Efes 6, 17- 18). Y con esta espada triunfó en las más tremendas batallas que cielo y tierra han presenciado, aunque después de haber sufrido agonías de muerte. En medio de las tinieblas se había hecho la luz, y Jesús había conocido «la voluntad de su Padre». Tenía que pasar por «pecador» y morir crucificado. « ¿Cómo se cumplirán, si no, las Escrituras —dijo a Pedro—, según las cuales conviene que así suceda?» 92


Nada hay que cause tanta pena a un hombre honrado como ser tachado de ladrón. El diablo había visto que la mayor pena de Cristo era la de pasar por «pecador», y así hizo que sus satélites fueran a prender a Cristo del modo que más le hiriera: como si fuera un malhechor. «Como contra un ladrón, habéis salido con espadas y con palos a prenderme; cada día estaba sentado ante vosotros enseñando en el templo, y nunca me prendisteis. Verdad que todo esto ha sucedido para que se cumplan las Escrituras» (Mt 26, 55-56). Cristo había dicho ya con toda el alma: «No se haga mi voluntad, sino la tuya.» Los sufrimientos corporales que padeció Cristo durante la Pasión, las injurias que le hicieron, la misma negación de Pedro, vinieron en cierto modo a distraer su ánimo de aquella idea fija que le atormentaba: «pasar por pecador a los mismos ojos de su Padre». Pero al llegar el momento del suplicio, la lucha infernal se hace más y más intensa. Los agentes de Satanás, inspirados por éste, crucifican a Jesús «entre dos bandidos», y ambos insultan a «su compañero», culpándole de sufrir por su causa aquel suplicio anticipadamente y con tanto lujo de publicidad. Jesús, en la Cruz, ora y sigue orando... Y ora por los que le persiguen, por los que de El se mofan, y ora a su Padre por ellos: «Padre, perdónalos... porque no saben lo que hacen...» (Lc 23, 34); me calumnian, me toman por un malhechor como ellos... Padre, perdónalos..., no saben lo que dicen... Y Jesús dijo: «Sed tengo» de que se me haga justicia... Y entonces oyó la voz de uno de los malhechores con Él crucificado que decía a su compañero «Cómo, ¿ni aun temes a Dios, estando en el suplicio? Nosotros, a la verdad, estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; PERO ÉSTE NINGÚN MAL HA HECHO...» El ladrón había hecho justicia a Jesús... El último favor, la última oración que Cristo había de escuchar sobre la tierra durante su vida mortal, fue la de aquel bandido QUE LE HABÍA HECHO JUSTICIA... Y el malhechor decía después a Jesús: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino...» Seguía aquel bandido bienaventurado haciendo justicia a Cristo, PROCLAMÁNDOLO POR REY, y haciendo la primera petición que había de despachar apenas entrara en su reino... «Y Jesús le dijo: En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 39-43). 93


En aquel momento, en que la lucha era más espantosa, en que todas las furias del Averno, ayudadas de los judíos, luchaban contra CRISTO SOLO..., la oración del malhechor, del bandido, del criminal, que hace justicia de Jesús, reconociéndole inocente..., más aún, como Rey..., hace suspender el combate para que, el QUE PASABA POR PECADOR CRUCIFICADO, EL REY DE LA GLORIA, FIRME SU PRIMER DECRETO DE PERDÓN CON AQUELLA SANGRE FRESCA QUE ESTABA DERRAMANDO... *** «Esta es vuestra hora, y la del poder de las Tinieblas... » El triunfo de la oración del bandido, en aquellos momentos, debió de enfurecer a Satanás, a los príncipes y potestades, a los adalides de las tinieblas, a los malignos «espíritus de los aires» (Efes 6, 12), los cuales, para aterrar en la lucha y mostrar su poder, desde la hora sexta, o mediodía, hasta la hora nona, o tres de la tarde, cubren de TINIEBLAS LA TIERRA... (Lc 23, 44) No hay fenómenos más aterradores que los que se relacionan con la luz... Si la oscuridad de noche siempre causa temor, cuando nuestro ánimo está preocupado, las TINIEBLAS de día causan verdadero terror... Pero junto con las tinieblas corporales, las tinieblas del espíritu oprimían más y más al Salvador moribundo... Y Satanás, acercándose al oído, le diría: «Si eres el Hijo de Dios..., ¿por qué estás reputado entre los malhechores?... ¿Por qué has llegado a esta condición, sino porque eres de veras un malhechor?... Mal hijo, mira cómo dejas avergonzada a la que te dio el ser... ¿Cómo puede creer en tu inocencia cuando te ve condenado por el más alto y sagrado de los tribunales del pueblo escogido?... Mal hijo... mira cómo dejas a tu madre...» Y Jesús, en su agonía penosísima, se vuelve a María, que está al pie de la Cruz, y se la recomienda a Juan: «He ahí a tu Madre...» «Embustero, hipócrita...», repetiría Satanás. Y los aliados del poder de las Tinieblas decían «Hola, tú que destruyes el templo de Dios y que lo reedificas en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la Cruz...» Y Satanás repetiría al oído de Jesús: «Embaucador, embustero...»

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Y los príncipes de los sacerdotes, haciéndole eco a Satanás, decían en tono de mofa: «Desciende ahora de la Cruz, para que seamos testigos de vista y creamos...» Y Satanás repetiría: «Impostor, embustero, hipócrita..., que venga ahora tu Padre a salvarte... Él que siempre te oye..., que venga..., que venga.» En aquellos momentos la oscuridad en la mente de Cristo, proveniente de haberse ocultado la divinidad para dejarle sufrir, había llegado a su mayor densidad. Jesús no veía nada..., clamaba a su Padre y Éste parecía no responderle..., su oración parecía inútil... Y Satanás le dice: «Clama lo que quieras, llama a tu Padre; pero sabemos que Dios no oye a los pecadores, y Tú eres un pecador, un hipócrita... Clama, clama, que no serás oído... Tu Padre te ha abandonado... » Y Jesús, en su aflicción sin consuelo, exclama «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?...» Después, elevando sus ojos al cielo, dice: «Todo está consumado...» He cumplido tu voluntad... «En tus manos encomiendo mi espíritu.» Y con esta oración en los labios, bajó Cristo la cabeza y expiró... «Y el velo del templo se rasgó... »Y la tierra tembló, y se partieron las piedras, y los cuerpos de muchos Santos que habían muerto, resucitaron... »Y el centurión y los que guardaban a Jesús decían: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios...» La oración de Cristo había sido escuchada. La redención del mundo se había efectuado, pero por el camino elegido por el Padre.

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Capítulo IV ESTUDIANDO EN LA PRIMERA GALERÍA

Cuántas veces hemos visto, en los grandes museos de Europa, a turistas, guía en mano, recorriendo en pocos minutos aquellas galerías donde se encierran los mayores tesoros de arte que han producido el pincel o cincel humanos. Y lo peor del caso es que, al volver a su país, no sólo dan cuenta de las maravillas que han visto, sino que se atreven a criticarlas o a dar su opinión sobre ellas como si las hubieran estudiado a fondo. En cambio, nunca nos olvidaremos de un joven artista a quien encontramos en Roma, sentado, contemplando con aire extasiado y lápiz en mano El rapto de Proserpina, la obra, quizá, más perfecta de Bernini. Nos llamó la atención, y preguntamos quién era. El cicerone nos respondió: —Es un joven florentino que hace un mes viene diariamente, y se pasa las horas contemplando ese grupo desde diferentes puntos de vista, tomando apuntes a lápiz. Al terminar, se acerca y toca con delicadeza el mármol, pasa la mano con cariño sobre las estatuas, como si quisiera persuadirse de si son de mármol o más bien de carne... Y antes de salir, al llegar a la puerta, vuelve la vista para despedirse desde allí del grupo, como si sintiera dejarlo. En los capítulos anteriores dejamos trazada, con amor y cariño, una serie de cuadros tomados de los Evangelios, en los cuales presentamos a Cristo ORANDO, en diversas circunstancias de su vida pública. Es una galería, más que de cuadros acabados, de bocetos trazados con mano maestra por los Evangelistas, inspirados por el Espíritu Santo. Nosotros, para no desvirtuarlos, solamente hemos añadido algunas de las muchas reflexiones que esas obras maestras han despertado en nuestra mente, para ayudar a los lectores. Habrá algunos, desgraciadamente los más, que pasen por esta galería como los «turistas americanos», viendo de paso y sin considerar con 96


detención. Con esto quedarán ellos satisfechos, pero el fruto que de tan superficial recorrido sacarán será insignificante. ¡Cuánto mejor harían los lectores, deseosos de aprender a orar, teniendo delante los ejemplos del Maestro de los Maestros, deteniéndose indefinidamente ante cada uno de los cuadros de esta galería para estudiarlos a su sabor! Nosotros hubiéramos podido hacer comentarios, más o menos atinados, sobre cada uno de ellos, formando una especie de guía; pero el resultado hubiera sido, indefectiblemente, el de la guía: hubieran creído los lectores que con seguir nuestras reflexiones habrían apreciado en lo debido cada uno de estos admirables bocetos; y lo que realmente habrían conseguido sería participar a medias de nuestra manera de apreciarlos, incompleta y necesariamente defectuosa, por buena que hubiera sido. ¡Qué diferencia entre estudiar bajo la dirección de un pobre maestro o ser iluminados por el Divino Espíritu, el cual «cuando venga, os enseñará todas las verdades! » (Jn 16, 13). Aquí es donde entra LA MEDITACIÓN, para que aprendamos a orar. Meditando una y muchas veces estos pasajes, rumiándolos y saboreándolos, iremos encontrando muchas cosas, si con humildad y como discípulos pedimos al Divino Espíritu que nos ilumine para conocer más y más a Cristo, para que, conociéndolo más, lo amemos más y consiguientemente lo imitemos. Consideremos «el hábito de la oración» con que vemos a nuestro Divino Maestro orar continuamente a su Padre; levantándose muy de mañana y, en circunstancias especiales, pasando toda la noche en oración. Consideremos los lugares que escoge para orar: lejos del mundanal ruido: el desierto, los montes, el huerto de los olivos. Acordémonos de la regla que dio a sus discípulos: «Asimismo, cuando oréis, no habéis de hacer como los hipócritas, que de propósito se ponen a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos de los hombres. En verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, al contrario, cuando hubieres de orar, entra en tu aposento, y, cerrada la puerta, ora en secreto a tu Padre, y tu Padre, que ve lo más secreto te premiará» (Mt 6, 9). Cristo no oraba en su aposento, porque, aunque «las aves del campo tienen sus nidos, el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8, 20). 97


Oremos allí donde está Él con nosotros..., ante el Santísimo Sacramento. Consideremos cómo ora y con cuánto tesón, en las grandes crisis de su vida, para conformar enteramente su voluntad con la de su Padre, para adquirir una fuerza necesaria para la lucha con el espíritu de las Tinieblas, el cual, estando dentro de su campo de combate, procura turbar nuestra oración para hacernos caer en la tentación. Consideremos cómo ora por todos y pidámosle siempre que «ore por nosotros como oró por Pedro», para que el demonio no destruya nuestra fe; como oró por sus discípulos, para que seamos uno con Él. Consideremos cómo enseñó a sus discípulos a orar, y pidámosle que nos enseñe. Pidámosle con los Apóstoles que aumente nuestra fe, y con el padre del poseso: «Creo, Señor, aumenta mi fe» Consideremos que toda la oración de Cristo vino a reducirse a estas palabras: «Hágase, Señor, tu voluntad.» Pidámosle que nos enseñe a pronunciar estas palabras, «compendio del lenguaje de la oración», de un modo semejante a como Él las pronunció en el Huerto de los Olivos. Este es el fin con que hemos formado esta galería, para que estudiemos estos cuadros en la meditación constante. No los hemos comentado largamente, «porque no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el gustar las cosas internamente», como dice San Ignacio en los Ejercicios. Gustemos internamente estas enseñanzas de Cristo, muchas veces, y veremos cómo, sin darnos cuenta, aprenderemos a orar a ejemplo del Maestro de los Maestros.

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Capítulo V DE LA ESCUELA ANTIGUA

La escena pasa hace más de cuatro mil años. El sol había desaparecido del horizonte hacía varias horas; los grandes rebaños de corderos y cabritos dormían tranquilos, mientras el ganado bovino rumiaba pausadamente. De cuando en cuando se oían los ladridos de los fieles mastines, y los vigilantes gallos anunciaban con regularidad las vigilias de la noche. Todo está en calma, y mientras la campiña se ve envuelta en apacibles sombras, las estrellas parpadean con insistencia, como si estuvieran alerta para no perder ningún detalle de un acontecimiento extraordinario que parecen presentir... Sobre una pequeña eminencia que domina la campiña se levanta cónica la tienda del amo de aquellos rebaños. Este, medio recostado en un cofre lleno de oro, recarga sobre su mano la venerable cabeza. El anciano Patriarca de luenga y sedosa barba blanca está despierto, pues tristes pensamientos le roban el sueño... «Hace ya veinte largos años —se decía —que salí de Harán, por mandato del Señor, dejando mi parentela, mi tierra y la casa de mi padre... ¿Para qué? Cierto que el Señor me ha bendecido haciéndome rico en oro y en innumerables rebaños; me ha hecho poderoso y respetado por los reyes, que buscan mi alianza. Pero ¿para qué todo esto...?» Y el anciano cerró los ojos llenos de lágrimas..., cuando de pronto oye estas palabras: «Abram, no temas, yo soy tu protector, y tu galardón sobre manera grande.» A lo que Abram respondió: ¡Oh Señor Dios!, ¿y qué es lo que me has de dar? Yo me voy de este mundo sin hijos, y así habrá de heredarme el hijo del mayordomo de mi casa, ese Eliezer de Damasco. Pues, por lo que a mí toca —añadió Abram—, no habiéndome concedido sucesión, he aquí que ha de ser mi heredero este siervo nacido en mi casa.» AL PUNTO le replicó el Señor diciendo: «No será éste tu heredero, sino un hijo que salga de tus entrañas; ése es el que te ha de heredar...» En aquel momento las estrellas brillaban con intensidad extraordinaria; y titilaban como si estuviesen anhelantes... 99


El anciano Patriarca siente en la oscuridad que alguien le toca, le levanta; es el Señor, que, tomándole de la mano, le saca fuera de su tienda y le dice «Mira al cielo...» Abram levanta sus ojos y ve brillar infinitos mundos. «Mira al cielo —le dice el Señor—, y cuenta, si puedes, las estrellas... Pues así será tu descendencia...» «Y ABRAM CREYÓ A DIOS, y su fe se reputó por justicia» (Gen 15, 1-6). Su oración ha sido escuchada... PERO... la CUARTA DIMENSIÓN tenía que seguir interviniendo. *** Dios había llenado a Abram de toda clase de bienes: oro, ganados, honra, poder, y le había dado una mujer de las más hermosas de su época, que había conservado su belleza a pesar de la cuarta dimensión, el mayor enemigo de las mujeres hermosas... PERO Sarái, la generosa, que así la llamaban, era estéril... y pasaba ya de los setenta, por añadidura... Lo cual viendo esta mujer, pensó que, ya que humanamente era imposible que tuviera sucesión, para que el buen Patriarca no siguiera desconsolado por falta de hijos, sería conveniente darle a su esclava Agar por esposa, creyendo así ayudar a los planes de Dios. Pero apenas la esclava se sintió madre, cuando empezó a despreciar a su ama; y, claro, ésta le echó luego la culpa al bueno y condescendiente de su marido Abram: «Mal te portas conmigo —le dijo Sarái—, yo te di a mi esclava por mujer, la cual, viéndose encinta, me mira ya con desprecio; el Señor será Juez entre mí y entre ti.» A lo que Abram respondió: «Ahí tienes tu esclava a tu disposición, haz con ella lo que te parezca.» Y como Sarái la maltratase, Agar huyó (Gen 16, 1-6). En fin, después de los amistosos arreglos que hizo el Ángel del Señor, Agar volvió a la casa de su ama, ya más humilde, y tuvo un hijo a quien llamó Ismael. Y Abram tenía ochenta y seis años, cuando le nació este hijo, PERO este hijo no era el señalado por Dios..., y Abram tuvo que seguir ESPERANDO, sin que esta espera disminuyese en nada su confianza en las promesas del Señor... *** Pasaron DOCE AÑOS..., habiendo Abram entrado en los noventa y nueve y Sarái frisando en los noventa..., y nada..., todavía. O más bien, sí, 100


hubo, no precisamente en la línea que esperaba Abram, sino en otra DISPUESTA POR DIOS. «Cuando hubo Abram entrado en los noventa y nueve años, se le apareció el Señor y le dijo: «Yo soy el Señor todopoderoso: camina delante de mí y sé perfecto. Y yo confirmaré mi alianza entre mí y entre ti, y te multiplicaré más y más en gran manera... Ni de hoy en adelante no se llamará más tu nombre Abram (el gran padre), sino que serás llamado Abraham (padre de una multitud), porque te tengo destinado para padre de muchas naciones. Yo te haré crecer hasta lo sumo y te constituiré cabeza de muchos pueblos, y reyes descenderán de ti... Seré Dios TUYO y de tu posteridad... y para sellar este pacto mío..., todo varón será circuncidado...» (Gen 17, 1-4). El Señor había, como si dijéramos «condecorado» a Abraham, cambiándole el nombre y concediéndole el honor de que Jehová sería llamado de ahí en adelante EL DIOS DE ABRAHAM... Esta honra debió de conmover hondamente el corazón del egregio Patriarca y AUMENTAR SU CONFIANZA en la realización de las promesas que «SU DIOS» le había hecho repetidas veces. Y, en efecto, el tiempo se acercaba. A pesar de no tener Sarái las extraordinarias cualidades de su marido, Dios, por amor a éste, la había cuidado y salvado de gravísimos peligros en las cortes de Faraón y de Abimelec. Pero no contento con esto, «la condecoró» también, cambiándole el nombre: «A Sarái, tu mujer, ya no llamarás Sarái (la generosa), sino Sara (la princesa)». Yo le daré mi bendición, y tendrás en ella un hijo a quien he de bendecir también, y será origen de muchas naciones y descenderán de él reyes de varios pueblos... » Entonces Abraham, teniendo en cuenta su edad y la de su mujer, quiso suplicar por Ismael, el hijo de su esclava, pero al fin hijo suyo también, y «postrándose sobre su rostro, se sonrió diciendo en su corazón: « ¿Conque a un viejo de cien años le nacerá un hijo, y Sara de noventa ha de parir?... ¡Ojalá que Ismael viva delante de ti!...» Y Dios respondió a Abraham: «Sara te ha de parir un hijo, y le pondrás por nombre Isaac (que significa RISA) y con él confirmaré mi pacto de alianza sempiterna... He otorgado también tu petición sobre Ismael; he aquí que le bendeciré y le daré una descendencia muy grande y muy numerosa... PERO EL PACTO MÍO LO ESTABLECERÉ CON ISAAC... » «Entonces Abraham tomó a Ismael, su hijo, y a todos los siervos, y los circuncidó al punto, aquel mismo día, como lo había mandado Dios. Noventa y nueve años tenía Abraham cuando se circuncidó» (Gen 17, 15-24) 101


Satanás no había de estar muy contento con la confianza de Abraham y, valiéndose de su aliado «el tiempo», hizo que el centenario Patriarca se sonriera, muy probablemente incitado por su mujer, y si hubiera seguido dudando, todo habría allí acabado, con gran contentamiento del Malo. Pero Abraham, esperando contra toda esperanza, bajó la cabeza y selló el pacto con Jehová, circuncidándose él y todos los varones de su casa AQUEL MISMO DIA. La fe confiada de Abraham había triunfado una vez más. Su oración ya estaba despachada. *** Es ahora de día y hace mucho calor. Abraham está sentado a la puerta de su tienda, cuando le aparece de nuevo el Señor, en forma visible. Jehová viene a visitar a «su aliado» Abraham, para el cual no quiere tener secretos. « ¿Cómo es posible que yo encubra a Abraham lo que voy a ejecutar, habiendo él de ser cabeza de una nación grande y fuerte y BENDITAS en él todas las generaciones de la tierra?... » Abraham, con toda solicitud, había mandado aderezar un corderillo tierno y gordo que él mismo había ido a escoger al redil. A Sara le dijo que amasara unos panes de harina flor y los cociera en el rescoldo, todo para agasajar a sus visitantes. Una vez preparado esto, tomando mantequilla y leche, les ofreció el almuerzo a sus huéspedes, sirviéndoles él personalmente. Y mientras comían bajo de frondoso árbol, él, como criado, estaba de pie. Sara, al fin mujer, curiosamente los observaba detrás de la cortina que cubría la entrada de la tienda, y escuchaba lo que decían. En habiendo comido, el Señor, con toda corrección, preguntó a Abraham por «La Princesa», por Sara. «Allí está —respondió Abraham—, dentro de la tienda.» Y el Señor dijo: «Yo volveré a ti, sin falta, dentro de un año y por este mismo tiempo, y Sara, tu mujer, tendrá un hijo...» Al oír esto Sara, se rió detrás de la puerta de la tienda, y dijo para sí: « ¿Conque, después que ya estoy vieja, y mi señor lo está más, pensaré en tener hijos?...» Y dijo el Señor a Abraham: « ¿Por qué se ha reído Sara, diciendo: Si será verdad que yo he de parir tan vieja? Pues qué, ¿hay para Dios cosa 102


difícil? AL PLAZO PROMETIDO volveré a visitarte, y Sara tendrá un hijo.» Abraham, muy apenado por la mala crianza de su mujer, llamó a Sara y la reprendió por su falta de educación. Pero Sara, llena de temor al ver que Abraham estaba muy serio, negó diciendo: «No me he reído...» Pero el Señor, por amor a «su aliado», perdonó la falta de la mujer, si bien le dijo: «No es así, sino que te has reído» (Gen 18, 1-15). Los deseos del gran Patriarca se iban a cumplir... al cabo de un año. Siempre la cuarta dimensión..., el factor TIEMPO interviniendo. *** Cuando quedaron solos, aunque Abraham debía de estar muy mortificado, el Señor, cambiando de conversación, le dijo: «El clamor de Sodoma y de Gomorra crece más y más, y la gravedad de su pueblo ha subido hasta lo sumo... » Abraham comprendió que palabras tan graves de «su Aliado» significaban la ruina de aquellos reinos, y se quedó muy preocupado... de pie, con todo respeto delante del Señor. Desde las lomas de Hebrón, donde se hallaban, se veía, extendido como una alfombra de verdura, el valle de Siddim, sobre el cual se encontraban esparcidas las entonces florecientes ciudades de Segor, Adama, Seboim, Gomorra y Sodoma. Abraham tenía un sobrino, Lot, a quien mucho quería, en realidad su único pariente en aquellas regiones, a las cuales ambos habían venido como extranjeros. Dios los había bendecido, multiplicando considerablemente sus ganados, y, para evitar los inevitables disgustos que empezaban a surgir entre los pastores de uno y otro rebaño por cuestiones de agua y pastos, Abraham decidió la separación y dio a Lot a escoger el lugar adonde debía retirarse, marchando él por el opuesto lado. Lot escogió el fértil valle de Siddim. Como el deporte de aquel entonces era la guerra, los reyes ocupaban determinada parte del año asaltándose unos a otros a mano armada, robando cuanto podían, y volviendo, los que triunfaban, cargados con los despojos de los pueblos vencidos. Sucedió, pues, que los reyes de Adama, Seboim, Sodoma, Gomorra y el de Segur, salieron a luchar contra el rey de los Elamitas quien, con otros reyes —sus aliados—, derrotó a los primeros en el valle de las Selvas, parte de los reinos de Sodoma y Gomorra. 103


Hace notar la Sagrada Escritura que en el valle de las Selvas había muchos pozos de «betún», el primitivo petróleo. Allí quedaron derrotados los reyes de Sodoma y Gomorra mientras Codorlahomor, rey de los Elamitas, y sus aliados, saquearon las ciudades vencidas, llevándose entre los prisioneros a Lot y su familia. Tan pronto como supo Abraham que su sobrino Lot había caído prisionero, armó a sus pastores, llamó en su ayuda a varios reyes sus vecinos, y siguiendo las pisadas de Codorlahomor, que había cargado con los bienes los ganados y las mujeres de los vencidos, cercándole de noche, desbarató su ejército y recuperó todo el botín que se habían llevado. Lot recobró todos sus bienes y se volvió a la tierra de Sodoma, cuyo rey salió a recibir a Abraham como a su libertador, cuando volvía de derrotar al rey de los Elamitas. Estas eran las —relaciones que mediaban entre el noble patriarca Abraham y el poco bien reputado rey de los Sodomitas. Habiendo, pues, Abraham oído decir a Jehová que quería destruir aquellas ciudades infames, donde Lot, su querido pariente, tenía sus ganados y vivía con su mujer y sus dos hijas, quiso interponer su valimiento, y, con toda reverencia, se acercó al Señor y le dijo: « ¿Por ventura destruirás al justo con el impío? Si se hallaren cincuenta justos en aquella ciudad, ¿han de perecer ellos también? ¿Y no perdonarás a todo el pueblo por amor de los cincuenta justos? Lejos de Ti tal cosa, que Tú mates al justo con el impío, y sea aquél tratado como éste; Tú que eres el que juzga toda la tierra, de ningún modo harás tal juicio» (Gen 18, 23-25). Esta oración de Abraham es digna de especial análisis. Abraham sabía que Jehová era el Dios justo por excelencia, y aquellas palabras de Jehová acerca de la culpabilidad de Sodoma dan a entender claramente lo acendrado de su justicia: «El clamor de Sodoma y Gomorra —dijo el Señor —se ha subido hasta lo sumo. QUIERO IR Y VER si sus obras igualan al clamor que ha llegado a mis oídos, para saber SI ES ASÍ O NO» (Gen 18, 20-21). Ya dejamos indicado que las relaciones entre Abraham y los reyes de Sodoma y Gomorra no eran tales que acreditaran la intervención de Abraham con Dios para librarlos del castigo. Los sodomitas y gomorreos tenían a Abraham sin cuidado; pero el que sí le interesaba mucho era su sobrino Lot, que habitaba en Sodoma, la más desacreditada de aquellas ciudades. Siendo esto así, ¿por qué no le pidió Abraham a Dios sencillamente que salvara a Lot y a su familia de aquel castigo? 104


Pues porque Abraham acababa de oír aquellas palabras «quiero ir y ver», que había pronunciado el Señor. El buen Patriarca, con su larga experiencia, su muy claro entendimiento y «con los informes» que seguramente tenía de la vida que en Sodoma hacían Lot y sus hijas, no debió de estar muy seguro del resultado favorable «si Jehová iba y veía» lo que pasaba en la casa de Lot, en Sodoma. Como buen ganadero, sabía Abraham lo cierto del refrán: «No con quien naces, sino con quien paces.» No se quiso, pues, arriesgar a tener complicaciones con el justísimo Jehová, y la emprendió por un camino «muy diplomático», incitando, por decirlo así, al Justísimo Jehová a ser perfectamente justo. « ¿Por ventura Tú destruirás al justo con el impío?» Si Abraham hubiera pensado que Lot era lo «indispensablemente justo» para no hacerlo quedar mal, sin duda hubiera orado así: «Señor, no te olvides de tu siervo Lot, que está allí.» Pero se ve que el Patriarca no las tenía todas consigo, y así, haciendo un cálculo aproximado de «uno al millar», dice con relativa confianza: «Si se hallaren cincuenta justos, ¿han de perecer ellos también?... » Pero a Abraham no le interesaban propiamente los cincuenta justos, desde el momento que no contaba a Lot entre ellos; y así añadió, sin dar tiempo a Dios de responderle: « ¿Y no perdonarás A TODO EL PUEBLO por amor de los cincuenta justos?...» Pero lo que Abraham entendía por TODO EL PUEBLO eran Lot y su familia. Y para reforzar su argumento prosigue Abraham diciendo lo que piensa sobre lo que debe ser la justicia: «Lejos de Ti tal cosa... » El Señor, que sabía muy bien adónde iba «su aliado», le concede lo que pide, sin dificultad alguna. Algo debía de indicar al Patriarca que había andado muy largo en su cálculo acerca de los justos..., y sin hacer mención de Lot, que no entraba en la cuenta, comienza Abraham a hacer sus famosas «rebajas». Bajó primero a 45, luego a 20, y finalmente a 10... y «su aliado Jehová» va cediendo sin ninguna dificultad las peticiones del noble anciano... «Y se fue el Señor, luego que acabó de hablar con Abraham, el cual se volvió a su casa...» (Gen 18, 33). Quizá se quedó triste, y, sin embargo, el Señor no se había enfadado con su repetida insistencia, antes le había ido concediendo una a una todas sus peticiones, hasta llegar a los diez...., pero Abraham vio que los tales justos no llegaban a diez... Lot estaba perdido indefectiblemente, ante la inflexible justicia de Jehová, «su Aliado»... 105


Aquella noche debió de dormir bastante mal el venerable anciano, pues «muy de mañana fue Abraham al sitio donde antes había estado con el Señor y se puso a mirar a Sodoma y Gomorra, y todo el terreno de aquella región, y vio levantarse de la tierra llamas y humo como los de un horno». Abraham debió bajar la cabeza resignado, pensando en la suerte de su querido, de su último pariente... La Biblia no nos da cuenta de la entrevista que tuvieron tío y sobrino; lo que sí nos cuenta el Génesis es lo que pasó: cómo el ángel del Señor sacó a Lot por fuerza «de la mano» y lo llevó a lugar seguro antes de poner fuego a las ciudades malditas... Sin duda Abraham, siguiendo su costumbre, levantó un altar al Señor SU DIOS, ofreciéndole su sacrificio en acción de gracias porque había oído «la oración que no había siquiera salido de sus labios»... «Así que determinó Dios acabar con las ciudades de aquel país, se acordó de Abraham (su aliado), por su respeto libró a Lot de la ruina de las ciudades en que había morado» (Gen 19,29). La oración no formulada de Abraham había sido escuchada favorablemente por el Justísimo Jehová, en favor de Lot, sobrino de aquél... Para algo han de servir los ALIADOS.

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Capítulo VI UN ASUNTO MUY TRILLADO

«Y visitó el Señor a Sara, como lo había prometido... y concibió y parió un hijo en la vejez, al tiempo que Dios le había predicho. Y Abraham le puso por nombre Isaac... y lo circuncidó al octavo día, conforme al mandamiento que había recibido de Dios, siendo entonces Abraham de cien años» (Gen 21, 1-5). La promesa se había cumplido con sorpresa de Sara, que dijo: « ¿Quién hubiera creído que Abraham, siendo ya viejo, había de oír que Sara daba de mamar a un hijo que le parió?». De lo cual se deduce que Sara no era del temple de Abraham, ni mucho menos. Pasaron algunos años en paz. Al fin sucedió lo que tenía que suceder. El hijo de la esclava no podía tolerar que otro le quitara el lugar de hijo único del gran Patriarca, el cual, naturalmente, le quería, y mucho. «Mas como viese Sara que el hijo de Agar la Egipcia se burlaba de su hijo Isaac, dijo a Abraham: «Echa fuera a esta esclava y a su hijo, que no ha de ser el hijo de la esclava heredero con mi hijo Isaac» (Gen 21, 9-10). Abraham, al oír esta demanda, que le pareció muy dura, debió, sin duda, recurrir a Dios, puesto que el Señor le habló y dijo: «No te parezca cosa recia lo que te ha propuesto acerca de ese muchacho y de la madre esclava tuya; haz todo lo que Sara te dirá, porque Isaac es por cuya línea ha de permanecer tu descendencia. Bien que aun al hijo de la esclava yo le haré padre de un gran pueblo, POR SER SANGRE TUYA» (Gen 21, 12-13). Aquélla era una pequeña prueba en comparación de lo que más tarde había de pasar Abraham. Con todo el dolor de su corazón y «ciegamente confiado en su ALIADO», muy de mañana despide a la esclava y al hijo a quien tanto quería. Entonces pasó una cosa muy digna de notarse. Encontrándose sin agua en medio del desierto, Ismael, desesperado se echó de bruces bajo un árbol, mientras Agar, su madre, se retiró algún tanto para no verlo morir. Ismael debió de decir algo en su desesperación, mientras Agar lloraba y 107


gritaba pidiendo socorro. Habían subido al cielo dos oraciones; ¿cuál fue la que escuchó el Señor? «Dios oyó la voz y los clamores DEL MUCHACHO... Y el ángel de Dios llamó a Agar diciendo: « ¿Qué haces, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz DE TÚ HIJO desde el lugar donde se halla. Levántate, toma al muchacho de la mano, pues yo le haré cabeza de una gran nación... » Así se le había dicho a Abraham: «Al hijo de tu esclava, yo lo haré padre de una gran nación, POR SER SANGRE TUYA...»Para algo han de servir las ALIANZAS. *** La vida del Patriarca centenario transcurría apaciblemente. Los reyes circunvecinos pedían hacer alianza con él, pues, como le dijo Ficol: «Dios está contigo en todo lo que haces.» Sus rebaños eran numerosísimos, el oro abundaba en sus arcas, su salud era perfecta, su vieja esposa estaba tranquila desde la expulsión de la esclava, y el predilecto, el heredero de las Promesas de Jehová, Isaac, el hijo de las sonrisas, era ya un guapísimo muchacho de trece años, lleno de salud, dócil y cariñoso..., el encanto de sus padres. Una noche en que Abraham, a la puerta de su tienda contemplaba el estrellado cielo, acordándose de las promesas que Jehová le había hecho, el Señor le habló y le dijo: «Abraham, Abraham»; y respondió él: «Aquí me tienes, Señor.» Díjole: «Toma a Isaac, tu hijo único a quien tanto amas, y ve a la tierra de visión, y allí me lo ofrecerás en holocausto sobre uno de los montes que yo te mostraré» (Gen 23, 1-2). La noche que pasaría Abraham no nos la cuenta la Escritura; nosotros creemos que sería algo parecida a la de Cristo en el Huerto de los Olivos. Sin duda el venerable anciano se postraría en tierra, clamando: «Señor, no me obligues a esto..., pero hágase como Tú lo has dispuesto.» Y Satanás, previendo las consecuencias de aquella fe heroica, sin duda trabajaría por infiltrar en el alma de Abraham la desconfianza. Pero Abraham era «el varón fiel», el aliado constante, el hombre que vivía de fe. Su lucha debió de ser espantosa, pero vemos que venció. «Se levantó, pues, Abraham, antes del alba, aparejó su asno; llevando consigo dos mozos y a Isaac su hijo. Y cortada la leña para el holocausto, se encaminó al lugar que Dios le había mandado.» El factor tiempo entra aquí de lleno, porque resulta «indefinido», que es lo peor de todo. Si Dios hubiera dicho: «En tal o cual monte 108


determinado», ya el Patriarca habría sabido a qué atenerse; pero le dijo: «En uno de los montes que yo te mostraré...» Tres días pasó Abraham antes de que Dios le mostrara el monte. Tres días como tres siglos. Tres días en que Dios «tentó» a Abraham, poniendo a prueba heroica su confianza, pues durante estos días, Satanás, de seguro, no perdió el tiempo para dar en tierra con la fidelidad del santo Patriarca. Especialmente durante las noches de aquellos tres eternos días, Satanás se debió de dar, sin duda, vuelo, hablándole mal a Abraham de su aliado Jehová. «Hace cuarenta años —le diría —que te sacó de Harán con vanas promesas. Ahora estás en esta tierra, tan extranjero como cuando llegaste. Te promete, eso sí, darla a tus descendientes... y ¿por qué no a ti, ahora?... No le creas, se está burlando de ti...» Abraham, al oír estas «reflexiones», sentiría bullir la sangre, «pues no le faltaba razón aparente a Satanás para decir lo que decía... Pero Abraham era el VARÓN FIEL, y, arrojándose en tierra, clamaría por ayuda para no dejarse vencer. Oraba para no caer en la tentación. «Mira si no es burlarse de ti —continuaría el Malo —; después de tantas historias te da un hijo..., el hijo de la esclava, al cual te manda eches afuera al desierto para que perezca con su madre..., y ahora el hijo tan prometido, ese hijo te ordena que se lo quemes en holocausto... Pobre Abraham, eres demasiado sencillo, Jehová está jugando contigo... Ja, ja, ja, mira las estrellas del cielo, y cuéntalas..., así de numerosas, y más, será tu descendencia..., la que tendrás de este hijito a quien vas a inmolar...» Y Satanás calló, pero había dicho bastante. Siendo como era Abraham un hombre noble, y ciertamente muy inteligente, no pudo menos de hacerse una y muchas veces estas reflexiones, sugeridas o no por el demonio. ¿Qué haría, pues, aquel Patriarca para que su fe no vacilara? Orar, orar, orar, para no caer en la tentación... A los tres días ve Abraham, por fin, el monte donde debe inmolar a su hijo. Despacha a los dos mozos que le acompañan y, cargando la leña sobre la espalda del jovencito Isaac, se dirige sin vacilar al lugar del sacrificio..., llevando él en sus manos EL CUCHILLO y EL FUEGO... Iba a inmolar todas las ilusiones de su vida... Pero era EL VARÓN FIEL, y su confianza en Jehová no disminuía en lo más mínimo. Jehová, siendo el Dios justo por excelencia, no podía faltar jamás a su palabra. Abraham, no veía entonces cómo se compaginaría la promesa con el mandato; y a él le 109


bastaba cumplir con el mandato, y a Dios quedaba el cuidado de cumplir su promesa; y Abraham no vaciló ni un instante. Caminando así los dos juntos, dijo Isaac a su padre: «Padre mío»; y él le respondió: « ¿Qué quieres, hijo?» «Veo —dice — el fuego y la leña: ¿dónde está la víctima del holocausto?» A lo que respondió Abraham: «Hijo mío, Dios sabrá proveerse de víctima para el holocausto...» Y continuaron juntos su camino» (Gen 22, 7-8) Los niños hacen, a veces, preguntas de lo más embarazosas. Estas únicas palabras de Isaac a su padre, que conserva el Génesis, se prestan a un mundo de reflexiones. Sin duda fueron para el pobre anciano un cuchillo que traspasó su corazón. Pero no titubeó aquel coloso de la FIDELIDAD Y DE LA CONFIANZA; contestó sin derramar una lágrima y siguió adelante. En ocasiones mucho menos difíciles y críticas, vemos a otros hombres célebres en el Pueblo de Dios descorazonarse, entristecerse y pedir a Dios hasta la muerte, Pero Abraham, padre de todos ellos, les es inmensamente superior. Por algo lo había elegido Dios de una manera tan especial. «Llegaron finalmente al lugar que Dios le había mostrado, en donde erigió un altar y acomodó encima la leña, y habiendo atado a Isaac su hijo, lo puso en el altar sobre el montón de leña y extendió la mano, y tomó el cuchillo para sacrificar a su hijo...». Y conocemos el resto de la historia: cómo un ángel del Señor le detuvo. Ya estaba comprobada de sobras su fidelidad. Por algo quiso Jehová ser llamado desde entonces EL DIOS DE ABRAHAM.

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Capítulo VII LA ROCA DE CADES

No hay nada que tanto «ate» a Dios y le «obligue» a oírnos, como el que confiemos en Él ilimitadamente. «Si creéis, sin andar vacilando —nos dijo Cristo, podréis decir a este árbol: Arráncate de raíz y arrójate al mar, y lo hará.» Ese fue el secreto de los triunfos, de los privilegios de Abraham. Su ilimitada confianza en el Señor hizo que Éste le colmara con toda clase de bendiciones. Dios le hizo esperar y retardó el cumplimiento de sus promesas, durante muchos años; pero todo esto era para «tentarle», para ver si flaqueaba, si su fidelidad disminuía. Pero ni las pruebas, ni el tiempo, influyeron en el ánimo de aquel varón FIEL, que confiaba en Dios ilimitadamente, esperando en sus promesas contra toda esperanza. Su oración semejaba a la de Cristo: «Hágase, Señor, tu voluntad...» Abraham había confiado en Dios, y no fue confundido. «Y fueron los días de Abraham ciento setenta y cinco años y, llegando a faltarle las fuerzas, murió en buena vejez, de avanzada edad y lleno de días...» (Gen 25, 7-8) *** El solo nombre de Moisés despierta, aun en los niños que han estudiado la Historia Sagrada, la idea del Taumaturgo. ¿Quién no recuerda los prodigios que Dios obró por medio de la «vara de Moisés» para ablandar el corazón de Faraón, haciendo caer sobre él y su pueblo las Plagas de Egipto?... ¿Quién, al oír el nombre de Moisés, no recuerda el estupendo paso del mar Rojo, la lluvia de codornices, el maná y el agua que brotó de la roca cuando aquél, la hirió dos veces con su vara?... ¿Quién no recuerda a Moisés, bajando del Sinaí, el rostro encendido, portando en sus manos las Tablas de la Ley? 111


Mas si se hace un estudio detenido del carácter de Moisés, de las leyes que dictó, de la obra colosal que llevó a cabo, formando un pueblo de aquella turba murmuradora, indisciplinada y profundamente desagradecida, se queda uno pasmado ante aquella figura colosal. No debe llamar la atención que el genio de Miguel Ángel, penetrado de la grandeza de aquel hombre, hubiera escogido su figura colosal para inmortalizarla en el mármol. Con ningún otro hombre habló Dios más veces y «cara a cara» que con este coloso, que tuvo paciencia y mansedumbre para cargar, por cuarenta largos años, con esa multitud que suspiraba nuevamente por los ajos y cebollas de Egipto, a fin de darle al Señor un pueblo escogido, del cual había de nacer el Redentor. Moisés, grande, muy grande en todos los aspectos delante de los hombres, y polvo y nada delante de Dios escogido por Él y también de Él muy amado, cuando oraba era omnipotente..., y, sin embargo... *** Era Moisés de ciento veinte años de edad, de los cuales había pasado cuarenta en el desierto, lidiando con el testarudo e ingrato pueblo. Estaba, sin embargo, fuerte, pues «no se le habían movido los dientes, ni la vista se le había ofuscado» (Deut 34, 7). Había llegado el pueblo de Israel a la llanura de Moab, en la que había acampado, dividido en tribus. El anciano legislador, como cariñosísimo padre de aquel ingrato pueblo, había bendecido una por una las tribus, pues sentía que el fin de sus días estaba cerca. Una hermosísima mañana, en que el sol brillaba con todo esplendor, tomando su báculo, Moisés emprende solo el camino del monte Nebo, que domina toda la comarca. Va pensativo, recordando sin duda todos los favores que el Señor le había hecho. Las lágrimas surcan sus rugosas mejillas... al recordarse de la roca de Cades, al pie de la cual había sido sepultada su hermana Miriam. Pero el anciano no lloraba por su hermosa, elocuente e intrigante hermana..., lloraba por la falta que allí había cometido él contra aquel Dios que tantas pruebas de su amor y de su poder le había dado. Lloraba por aquel cuarto de hora de «desconfianza» que tuvo, pero en aquel momento, ya fastidiado de la dureza de aquel pueblo, por el cual tanto había hecho..., se olvidó de su Dios, llevado sin duda del mal ejemplo de Aarón, el fundidor del becerro de oro, y pronunció airado 112


aquellas funestas palabras, en que simbolizó su propia desconfianza: « ¿Por ventura podremos nosotros sacaros agua de esa peña?» Oigamos esta triste narración según nos la cuenta el historiador sagrado: «Y faltando agua al pueblo, se mancomunaron contra Moisés y Aarón, y amotinados dijeron: «Ojalá hubiéramos perecido con nuestros hermanos..., ¿por qué habéis conducido el pueblo del Señor al desierto, para que muramos nosotros y también nuestros ganados?, ¿por qué nos hicisteis salir de Egipto y nos habéis traído a este miserable terreno, que no se puede sembrar, ni da higos, ni vides, ni granadas y ni agua tiene para beber?...» «Con esto Moisés y Aarón, separándose de la gente, y entrando en el Tabernáculo de la Alianza, se postraron contra el suelo y clamaron al Señor, diciendo: «¡Oh Señor nuestro Dios!, escucha los clamores de este pueblo, y ábrele tus tesoros —una fuente de agua viva —a fin de que, apagada su sed, deje de murmurar.» En esto apareció la gloria del Señor sobre ellos, y habló el Señor a Moisés diciendo: «Toma la vara y congrega al pueblo, tú y tu hermano Aarón, y HABLAREIS A LA PEÑA ESA en presencia de toda la gente, y de la peña brotará agua, y, sacado que hubiereis agua de esa peña, beberá todo el pueblo con sus ganados.» ¿Qué más podía pedir Moisés, ya que su oración había sido oída? ¿No había ya accedido antes bondadosamente el Señor a una petición semejante haciendo brotar agua de la peña de Horeb? (Ex 17, 6) ¿Qué motivo había para que «no tuviera fe» Moisés en esta ocasión, mostrándolo delante del pueblo? Ninguna. Aquí estuvo su falta. «Tomó, pues, Moisés la vara que se guardaba en la presencia del Señor, según Él se lo mandó, y congregando a la multitud delante de la peña...» En el camino hasta la peña, debió Moisés de desalentarse oyendo los gritos del pueblo, y perdiendo, junto con su ordinaria mansedumbre, la confianza, dijo: «Oíd, rebeldes y descreídos... (increpaba al pueblo por la misma falta que en aquel momento él estaba cometiendo). Oíd, rebeldes y descreídos, ¿POR VENTURA PODREMOS NOSOTROS SACAROS AGUA DE ESA PEÑA?...» (Num 20, 9-10). Ellos ciertamente no podían, PERO DIOS SI PODÍA, Y ASÍ SE LO HABÍA PROMETIDO. Y habiendo alzado Moisés la mano y HERIDO DOS VECES CON LA VARA aquella peña (el Señor le había mandado HABLAR A LA 113


PEÑA, NO HERIRLA), salieron aguas copiosas por manera que pudo beber el pueblo y sus ganados... » (Num 20, 11). En aquel momento de «desconfianza» y falta de fe de Moisés, el Señor debió de acordarse de «su aliado» Abraham en el monte de Moria, levantando la mano para sacrificar a su hijo, y su corazón debió de sangrar ante aquella falta de Moisés y Aarón: «YA QUE NO ME HABÉIS CREÍDO en orden a hacer conocer mi gloria a los hijos de Israel, NO INTRODUCIRÉIS VOSOTROS ESTE PUEBLO EN LA TIERRA QUE YO LE DARÉ...» En esto debía de ir pensando Moisés aquella mañana, cuando solo, apoyado en su báculo, subía a la cumbre del monte Nebo; por eso lloraba... *** El Señor había conservado perfecta la vista de Moisés para que pudiera contemplar el panorama que Él, el mismo Dios, le iba a mostrar desde la cumbre del monte. «Subió, pues, Moisés, de la llanura de Moab al monte Nebo, sobre la cumbre de Fasga, enfrente de Jericó... » (Deut 34, 1). Al llegar a la cumbre, debió Moisés de postrarse en tierra, hizo algo parecido a lo que había hecho Abraham aquella noche en que lo sacó de su tienda y le mostró el cielo lleno de estrellas. Levantando el Señor a Moisés, le fue mostrando aquellas fértiles y pintorescas llanuras, explicándole dónde habían de habitar las diversas tribus: «Le mostró el Señor toda la tierra de Gallad hasta Dan», y Moisés pensaría en la bendición que le había dado a Dan. «Correrá como un león joven desde Basán y se extenderá mucho.» Luego le mostró «la comarca de Efraín y Manasés, el toro gallardo y primerizo con astas de rinoceronte...» Después le mostró todo el país de Judá hasta el mar occidental, «la parte que Dios le había dado para que sus manos pelearan por Israel y fuera el protector contra sus enemigos». Al fin le enseñó la parte meridional y «la espaciosa vega de Jericó, la ciudad de las palmas... » En aquel solemnísimo momento, Jehová se acordó de «su aliado» Abraham, a quien había dicho: «Por Mí mismo he jurado que, en vista de la acción que acabas de hacer no perdonando a tu hijo único por amor a Mí, Yo te llenaré de bendiciones... y daré a tus descendientes el suelo que pisas...»

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Dijo, pues, el Señor a Moisés: «He aquí la tierra de la cual juré a Abraham diciendo: A tu descendencia se la daré. Tú la has visto con tus ojos... MAS NO ENTRARAS EN ELLA» (Deut 34, 4-5). Y murió Moisés, siervo del Señor, en la tierra de Moab, habiéndolo dispuesto el Señor... Esta serie de cuadros que hemos presentado de la vida de Abraham, EL FIEL, y este triste cuadro de Moisés, el amigo del Señor, con quien hablaba cara a cara, pero que una vez «desconfió», se prestan a innumerables reflexiones, todas las cuales vienen a reducirse a esto: Si confiamos incondicionalmente en Dios, todo lo alcanzaremos, como Abraham, AUNQUE TENGAMOS QUE ESPERAR; pero si desconfiamos, como Moisés, disgustaremos profundamente a Nuestro Dios, quien se precia de ser fiel en sus promesas. Por eso dice el Señor: «Sé fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida eterna.» La fórmula que Cristo nos enseñó para manifestar a Dios nuestra confianza dándole prueba de nuestra fidelidad, es la que ya sabemos: «Hágase tu voluntad.»

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Capítulo VIII PAISAJES DEL CARMELO

«Vive el Señor Dios de Israel, de quien soy siervo, que no ha de caer rocío ni lluvia en estos años, sino hasta que yo lo dijere» (1 Reyes 18, 1). Tales fueron las duras palabras que, sin temor ninguno, dirigió al rey Acab un hombre de estatura colosal, cabello y barba hirsuta, cubierto con una túnica de pieles. Dichas estas palabras desapareció para ir a ocultarse en una cueva, cerca del arroyo de Carit, donde, por disposición de Dios, los cuervos le traían de comer. Tal era Elías, el más grande de los profetas de Israel y una de las figuras más románticas del pueblo hebreo. Y le sobraba razón para esconderse, pues Jezabel, la esposa fenicia del rey y enemiga declarada de Jehová, le perseguía para matarlo, como había ya hecho con centenares de profetas del Dios de Abraham. Por sugestión de su mujer, mandó Acab buscar a Elías por todas partes, y, no encontrándole, conjuró uno por uno a los reyes vecinos para que lo prendieran..., pero en vano. Entre tanto, a causa de la sequía, el hambre era extrema en Samaria, cumpliéndose a la letra las palabras del Profeta. Pasados tres años, por mandato expreso del Señor, se presenta Elías, de improviso, delante del rey. Este, al verlo, lo reconoce y le dice: «Tú eres el que traes alborotado a Israel.» A lo que Elías responde: «No soy yo el que ha alborotado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, que habéis despreciado los mandamientos del Señor y seguido a los Baales...» (1 Reyes 18, 17-18). El rey se intimida ante aquel coloso que con tanta justicia lo reprendía por haber hecho apostatar al pueblo de Dios. Elías le dice: «Manda ahora mismo juntar delante de mí a todo Israel en el monte Carmelo y a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal y a los cuatrocientos más que comen de la mesa de Jezabel.» 116


Y el rey, sumiso, obedeció sus mandatos: «Entonces Elías, acercándose a todo el pueblo congregado, dijo: « ¿Hasta cuándo habéis de ser como los que cojean de las dos piernas, vacilando de una a otro lado? Si el Señor es Dios, seguidle; y si lo es Baal, seguid a Baal.» El pueblo enmudeció ante aquel argumento de tanto sentido común. Mandó entonces Elías se diera a la turba de profetas del falso dios un buey para que lo inmolaran en honor de Baal, poniéndolo, descuartizado, sobre leña, pero sin aplicarle fuego, prometiendo él hacer otro tanto. «Invocad —dijo —el nombre de vuestros dioses y yo invocaré el nombre de mi Señor, y aquel Dios que mostrare oír, enviando el fuego, sea Éste tenido por el verdadero Dios» (1 Reyes 18, 24). A lo cual el pueblo, encantado de presenciar aquellas ordalías, exclamó diciendo a una voz: «Excelente proposición» «Empezad vosotros que sois más —dijo Elías con sorna — a invocad a vuestros dioses, pero sin poner fuego a la leña.» «Ellos entonces, tomando el buey que les fue dado, lo inmolaron, y no cesaban de invocar el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo: «Baal, escúchanos.» Pero no se oía voz ni había quien respondiese, y, saltando sobre el ara que habían hecho, pasaban de una parte a otra» (1 Reyes 18, 24). Al mirar esta cómica escena, el entrecejo del adusto Profeta se había suavizado, sus profundos ojos brillaban desusadamente, y sus labios se contraían en irónica sonrisa. «Siendo ya mediodía, se burlaba de ellos Elías, diciendo: «Gritad más recio, porque ese dios quizá se halle conversando con alguno, o está en alguna posada, o se ha ido de viaje, o tal vez esté durmiendo la siesta, y así es necesario despertarlo...» Gritaban, pues, ellos a grandes voces y se sajaban las carnes con un cuchillo y se lanceaban hasta llenarse de sangre. Mas pasado ya el mediodía, y mientras proseguían sus invocaciones, llegó el tiempo en que se suele ofrecer el sacrificio, sin que se oyese ninguna voz, ni hubiese quien respondiera ni atendiera a los que oraban» (1 Reyes 18, 27-29). El primer acto había concluido; la comedia había terminado. El drama iba a empezar. Hay que tener presente que la sequía estaba en todo su apogeo y la poca agua que había se guardaba como un tesoro. Elías, sin embargo, después de haber mandado construir un altar con doce piedras que él mismo colocó, poniendo encima leña, y sobre ésta el buey descuartizado, mandó traer doce cántaros de agua y derramarlos sobre el holocausto y la 117


leña para empaparla, y fue tanta el agua que echaron, que se formó una reguera alrededor del altar. Entonces Elías, levantando sus brazos como haces de sarmientos y mirando al cielo, con absoluta confianza y sin vacilar en lo más mínimo, dijo: «Oh Señor, DIOS DE ABRAHAM..., muestra hoy que Tú eres el Dios de Israel, y que yo soy tu siervo, y que por tu mandato he hecho estas cosas. Óyeme, Señor, escúchame, a fin de que sepa este pueblo que Tú eres el Señor Dios... » «Entonces bajó de repente fuego del cielo, y devoró el holocausto y la leña húmeda y las piedras y aun el polvo consumiendo el agua que había en la reguera... » (1 Reyes 18, 36-38). «Visto lo cual por el pueblo, postrándose todos sobre sus rostros, exclamaron: «El Señor es Dios, el Señor es el Dios verdadero...» (1 Reyes 18, 39). El triunfo de la primera oración de Elías había sido completo. Pero aunque Jehová, el Dios de Abraham, había triunfado sobre Baal, el dios de Jezabel, todavía faltaba otra cosa importantísima: el agua. Al extremo de una pequeña cordillera de 20 kilómetros de largo, un escarpado morro, que no llega a doscientos metros de altura, se precipita en el mar. Esta pequeña eminencia, cubierta en otros tiempos de arbustos y flores, es el poético monte Carmelo, la ilusión del Esposo de los Cantares. Mas ahora la gala y la hermosura de aquel parque de aquel jardín, que eso significa Carmelo, habían desaparecido. «Se habían secado sus abundosos pastos y agostado sus laderas» (Amoc 1, 2). «¡Se habían marchitado las flores del Carmelo!» (Nahum 1, 4). El parque —jardín estaba convertido en un erial, donde, durante los calores del día, ni aun las cigarras encontraban sombra para cantar sus endechas... La sequía de tres años había acabado con toda la frescura de aquel lugar, y sus bellezas habían desaparecido... El furibundo profeta, después de haber mandado degollar a los sacerdotes de Baal sostenedores de la apostasía de Israel, enrojeciendo con la sangre de aquellos la seca cuenca del arroyo Cisón, toma su báculo y se dirige al Carmelo. El citado rey Acab, tembloroso en presencia de la airada justicia del Profeta del Dios verdadero, aún no había comido. Elías le manda con imperio: «Anda, come y bebe...» Estaba ya seguro del triunfo definitivo el Profeta, pues había OÍDO los pasos de la lluvia que se acercaba. Su oración había sido ya escuchada... (1 Reyes 18, 41) 118


El día estaba más caluroso que nunca. El sol enviaba implacable sus ardientes rayos, y el cielo estaba sin una nube. Elías necesitaba estar solo para orar, y sube, brincando de roca en roca, hasta la cumbre del Carmelo. Su joven criado, hijo de la ciudad de Serapta, con dificultad lo sigue. «Fue Acab a comer y beber, más Elías subió a la cima del Carmelo» (1 Reyes 42). Su lucha en esta ocasión no era con los falsos profetas de Baal, sino «con los espíritus malignos de los aires» (Efes 6, 12), que a brazo partido trataban de retardar el efecto de la oración del Profeta; ORACIÓN QUE YA ESTABA DESPACHADA, pues Elías ya había oído el ruido de la abundante lluvia que venía. La terrible excitación de aquel día de luchas no había concluido; la victoria no era aún definitiva. Los rayos salidos de un cielo sin nubes habían, es cierto, consumido el holocausto; pero la lluvia, la esperada, la tan necesaria lluvia, de la que dependía la salvación de la tierra y del pueblo, no daba ni remotas señales de aparecer. Y Elías había solemnemente prometido que «no llovería hasta que él lo dijera», y había dicho que «había oído el ruido de los pasos de la gran lluvia que venía...» Hasta que no terminara la sequía no podía llegar al culmen de su victoria, es decir, de la victoria de Jehová sobre Baal, el dios de Jezabel. Elías se había desembarazado de los embusteros profetas, pasándolos a cuchillo aquella misma tarde, para que, al llegar el agua, no fueran ellos triunfantes a la reina, diciendo: «Grande es Baal, él nos ha enviado la lluvia.» Este peligro lo había conjurado la pronta y sangrienta justicia del Profeta; pero ¿el agua..., dónde estaba el agua?... Mas su fe no vacila, su confianza en Jehová es ilimitada; ¿no se llamaba él Elías, esto es, «Jehová es mi Dios»? Tan seguro estaba del triunfo, que manda a Acab que coma y beba en anticipación de la victoria. Necesitaba el rey tener fuerzas para recorrer a toda velocidad las quince millas que separaban su campamento, plantado al pie del Carmelo, hasta su palacio en Jezrael. En su profética visión, Elías había visto el diluvio de agua que se les vendría encima, había visto los secos arroyos convertirse instantáneamente en ruidosos torrentes, había visto el ensangrentado Cisón tomar las proporciones de caudaloso río, capaz de estorbarles el paso si no marchaban inmediatamente. Era, pues, necesario que el rey y los suyos comieran luego, después de aquel día de ayuno tan lleno de profundas emociones. Elías no necesitaba comer, acostumbrado como estaba a prolongados ayunos. Pero aunque hubiera estado exhausto, aquel coloso, de voluntad de 119


hierro, no hubiera probado bocado hasta ver el triunfo definitivo y aplastante de SU DIOS. Necesitaba ORAR y orar con vigor extraordinario, con el vigor que sólo da el ayuno, pues los demonios que en aquellos momentos lo cercaban eran de los que sólo son vencidos «con la oración y el ayuno». El Demonio Meridiano, que había presenciado la vergonzosa derrota de sus aliados, los sacerdotes de Baal, sin duda estaba decidido a usar todo su poder para vencer a aquel COLOSO, retardando la lluvia, como en otro tiempo retardaría al ángel Gabriel veintiún días, para desesperar a Daniel. Pero Satanás y todos los suyos, ante Elías eran como un ejército de hormigas que trataran de mover inmensa roca. La oración de Elías ya no era para conseguir la lluvia; ésta ya venía, ya había él oído sus pasos; era contra Satanás y los suyos, que trataban de detenerla para dar tiempo a que Jezabel, ignorante aún de lo ocurrido, pudiera reaccionar en contra del Profeta de Jehová, como reaccionó después. Satanás sabía que, si detenía la lluvia unas horas más, el terrible atleta, el formidable Elías, que había hecho bajar fuego del cielo, perdería la batalla, pues huiría temeroso ante las amenazas de la fanática Jezabel, muy capaz de darle muerte con sus propias manos. El tiempo, pues, urgía, había que ganar al punto la victoria, o ésta estaba perdida. Elías sabe esto y sube al Carmelo resuelto a orar con toda la fuerza de su indómita confianza en Jehová. Mientras subía presuroso por la escarpada roca, sin duda diría lo que Jeremías: «No nos dejes, Señor, caer en el oprobio por amor de tu nombre. Acuérdate de mantener tu alianza con nosotros. Pues qué, ¿hay por ventura entre los simulacros de las gentes quien pueda dar la lluvia? ¿O pueden ellos de los cielos enviarnos el agua? ¿No eres Tú el que la envías, Señor Dios nuestro, en quien nosotros ESPERAMOS? Sí, porque Tú eres el que has hecho todas estas cosas» (Jer 14, 21-22). El sol ya declinaba cuando Elías llegó a la cumbre. No se detiene, no hay tiempo que perder; entra en su cueva para ORAR, para empezar la colosal lucha. «MAS ELÍAS subió a la cima del Carmelo, DONDE, ARRODILLADO EN TIERRA Y PUESTO SU ROSTRO ENTRE LAS RODILLAS, dijo a su criado: «Anda, ve y observa hacia el mar» (1 Reyes 18, 42-43). *** 120


Elías estaba arrodillado en tierra, hecho un arco, con la cabeza entre las rodillas, orando sin decir una sola palabra. La lucha era demasiado intensa para permitirle musitar una sílaba. Su oración era muda. Elías, humildemente postrado oraba; su actitud misma era una oración. Al fin levanta la sudorosa y arrugada frente, y dice a su criado: «Ve y observa hacia el mar...» Al poco rato vuelve el criado diciendo: «No hay nada.» Y Elías que ya tenía al demonio por los cuernos vuelve a la lucha; continúa su oración y se dobla más y más en la presencia del Señor. Por seis veces hace el Profeta la misma pregunta a su criado, y por seis veces oye la misma respuesta: «No hay nada.». Otro que no hubiera sido Elías, muy probablemente se hubiera desanimado. Aquella oración tan intensa no podía continuar indefinidamente. El día tocaba a su fin, el sol se iba a ocultar bajo el horizonte, y la lluvia no venía... Y la sombra de Jezabel triunfante, aclamando a Baal, lo perseguía como pesadilla y hacía aún más intensa su oración. Todo el Averno se había conjurado contra Elías para retardar la lluvia, pero Elías estaba inamovible, hincado en la roca firmísima de su confianza en Jehová. Al fin, a la séptima vez, vuelve el criado diciendo «que subía del mar una nubecilla pequeña, del tamaño de la pisada de un hombre». Elías se levanta al instante; aquélla era la primera pisada de la lluvia, cuyos pasos había escuchado... Había triunfado. Y sin perder un momento, manda a su criado, a quien dice: «Anda y di a Acab: engancha el tiro de tu carruaje y marcha al instante, para que la lluvia no te ataje en el camino» (1 Reyes 18, 42-44). Excesivamente excitado por el triunfo, «Elías iba de una parte a otra», viendo cómo la nubecilla iba creciendo; ya venía el agua, acercándose ésta a, pasos agigantados, tanto que «se oscureció el cielo en un momento y vinieron nubes y viento y empezó a caer una gran lluvia...» La oración de aquel coloso, cuya confianza había estado inamovible en su Dios, había triunfado. Llega ya el viento huracanado con torrentes de lluvia. Acab monta luego en su carruaje en dirección a Jezrael, y Elías, triunfante, recoge su túnica para que el viento no se la lleve, baja saltando del monte y emprende la carrera delante del carruaje del rey. Y a pesar del viento que le mesa la hirsuta cabellera y de la lluvia que le azota las espaldas, iluminado su camino por la luz de los relámpagos, 121


corre incansable las quince millas que lo separan de Jezrael y llega al palacio antes que la carroza real. JehovĂĄ habĂ­a triunfado y esto le bastaba.

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Capítulo IX NÍNIVE Y LA MEDIA

«Sucedió, pues, que un día, volviendo a su casa fatigado de enterrar, se echó junto a la pared y quedó se dormido; y estando durmiendo, le cayó de un nido de golondrinas estiércol caliente sobre los ojos, que le cegó» (Tob 2, 10-11). Fue un despertar verdaderamente triste para el honradísimo Tobías acostarse con vista y despertar ciego. Pero no fue esto lo peor. Así como no hay nada que tanto alegre a un ciego como que le hablen de cosas amenas, así el oír cosas desagradables, quejas o recriminaciones, le causa un sufrimiento muy profundo, haciéndole sentir todo el peso de su ceguera. Tobías había sido riquísimo. En cierta ocasión, viajando por la Media, prestó a un paisano suyo llamado Gabelo, sin interés alguno, si bien le exigió recibo, la cantidad de diez talentos de plata, que equivalen a dos mil dólares. Por otra parte, «cuando fue llevado cautivo con su mujer e hijo y toda su tribu a la ciudad de Nínive..., fue tan grato a los ojos del rey Salmanasar, que éste le dio permiso para ir donde quisiese y hacer lo que le gustase» (Tob 1, 13-14). Tobías empleaba su dinero y sus prerrogativas en hacer bien a los suyos «visitaba diariamente a los de su tribu, los consolaba y repartía a cada uno, según alcanzaban sus fuerzas, una porción de sus bienes. Daba de comer a los hambrientos, vestía a los desnudos y tenía mucho cuidado en dar sepultura a los que habían fallecido o habían sido muertos» (Tob 19, 20). Esto último le acarreó su desgracia, pues habiendo subido al trono Senaquerib, enfurecido contra los israelitas, a quienes aborrecía y hacía matar, Tobías, apiadado, sepultaba sus cadáveres. Lo que habiendo llegado a noticias del rey, mandó quitarle la vida y confiscarle sus bienes. Tobías escapó de la muerte, pues lo ocultaron muchos que bien le querían, pero perdió su hacienda. Esta persecución no entibió en nada su caridad, «pues Tobías, temiendo más a Dios que al rey, robaba los cadáveres de los que habían sido muertos, los escondía en su casa y a 123


medianoche los sepultaba» (Job 2, 4). Habiendo terminado una de estas obras de misericordia, al volver y dormirse, fue cuando le pasó lo que llevamos indicado, que perdió la vista... Caminos ocultos del Señor... De la opulencia cayó, pues, Tobías en la miseria, y «Anna, su mujer, iba todos los días a tejer, y traía el sustento que podía ganar con el trabajo de sus manos» (Tob 2, 19). Un trivial incidente le causó una pena más profunda que su ceguera y se entristeció tanto que, resignado, vino a pedirle a Dios la muerte. Le regalaron a Anna un cabrito de leche, y lo trajo a su casa. Tobías, ciego, oye los balidos del animal, y con toda honradez dice a su mujer: «Mira que no sea acaso robado: hay que restituirlo a sus dueños, porque no es lícito comer ni tocar cosa robada.» Mas ella, en lugar de contarle que se lo habían regalado, se enfurece contra el pobre ciego y le dice: « ¿Dónde está tu esperanza por la que hacías limosnas y entierros? Bien claro es que tu esperanza te salió vana, y ahora, con tu ceguera y nuestra pobreza se ve el fruto de tus limosnas.» Y con estas y otras tales palabras le zahería (Tob 2, 21-23). Ya sus amigos le habían apenado con palabras semejantes; pero al oír a su mujer hablar de aquella manera, el pobre ciego rompe a llorar y, no encontrando más consuelo que la oración, va a derramar su corazón afligido ante Dios, diciendo: «Señor, justo eres, y justos son tus juicios, y todas tus sendas no son más que misericordia y verdad y justicia. Ahora, pues, Señor, acuérdate de mí y no tomes venganza de mis pecados, ni refresques la memoria de mis culpas... Grandes son al presente, Señor, tus juicios... HAZ DE MI LO QUE FUERE DE TU AGRADO, y manda, si tal es tu que sea recibido en paz mi espíritu, porque ya mejor es morir que vivir» (Tob 3, 2-6). Caminos ocultos del Señor. *** ¡Cuánto nos equivocamos los hombres cuando nos metemos a juzgar los caminos de Dios, midiendo sus disposiciones con nuestras medidas y juzgando sus juicios por nuestros juicios! Nosotros somos verdaderamente temerarios atreviéndonos a sondear y criticar las ocultas disposiciones de su bondadosa Providencia. ***

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Nos encontramos ahora en Ragés, población de la Media muy distante de Nínive, donde hemos visto a Tobías orando afligidísimo, pero perfectamente resignado con la voluntad de Dios. Otro incidente muy trivial: Sara, hija de Raguel, reprende a una de sus criadas por una falta común y corriente... La criada se vuelve contra su señora y la ultraja diciéndole: «Nunca jamás veamos entre nosotros sobre la tierra hijo ni hija nacida de ti, homicida que has sido de tus maridos. ¿Quieres también matarme a mí como lo has hecho con tus siete maridos?...» (Tob 3, 10) Lo natural era que Sara hubiera dado una paliza a la insolente esclava, pero no pasó así. «A estas voces se retiró Sara al cuarto más alto de su casa y pasó tres noches y tres días sin comer ni beber, sino que, perseverando en ORACIÓN, suplicaba a Dios con lágrimas que la librase de aquella infamia» (Tob 3, 10-11), aparentemente inmerecida. Al tercer día, terminada su oración, Sara, con la frente levantada, exclama, bendiciendo al Señor «Bendito sea tu nombre, oh Dios de nuestros padres, que perdonas los pecados de los que te invocan. A Ti, Señor, vuelvo mi rostro, en Ti pongo mi confianza. Te ruego, Señor, que me libertes de esta ignominia, o a lo menos me saques de este mundo... Tú sabes, Señor, todo lo que me ha pasado, ni sé yo qué razón habrás tenido para ordenarlo así; PORQUE NO ESTÁ AL ALCANCE DEL HOMBRE PENETRAR TUS DESIGNIOS» (Tob 3, 13 sig.). La viejecita tenía razón: los juicios de Dios son... inescrutables... *** Como el humo del incienso, así subieron al trono del Señor las plegarias del afligido ciego Tobías en Nínive y la de la no menos afligida Sara en Ragés. «A un mismo tiempo fueron oídas las plegarias de ambos en la presencia de la Majestad del Soberano Dios. Y fue despachado por el Señor el Santo Ángel Rafael, para que los libertase a ambos; las oraciones de los cuales habían sido presentadas a un tiempo en el acatamiento del Señor» (Tob 3, 24). *** Tenemos, de un lado, en Nínive, a un pobre ciego arruinado, pidiendo a Dios se acuerde de él, ya que su misma esposa lo desprecia. A una distancia muy grande, en la Ecbatana, a una criada irrespetuosa que 125


injustamente ultraja a su ama, la cual, afligidísima, pide a Dios, o que la libre de la infamia o la saque de este mundo. Por otra parte, tenemos a un judío, Gabelo, con dos mil pesos pertenecientes al ciego Tobías, quien guarda cuidadosamente el recibo de aquel préstamo hecho muchos años atrás. Por último, tenemos un gran pez que nada tranquilo en el río Tigris, sin saber para qué. Estos elementos tan disímiles y distantes, sin relación alguna entre sí, a nuestro parecer, tenían un nexo invisible en los amorosísimos planes de la Providencia Divina. La oración de aquellas dos almas afligidas había unido todos estos cabos. *** «Pensando, pues, Tobías que Dios había oído su oración PARA QUE LE SACASE DE ESTE MUNDO, llamó a su hijo Tobías el joven, y le dio admirables consejos. Terminados éstos, añadió el pobre ciego: «Te hago saber también, hijo mío, cómo presté, siendo tú aún niño, diez talentos de plata a Gabelo, residente en Ragés, ciudad de los Medos, y conservo en mi poder el recibo, firmado de su mano. Por tanto, procura buscar modo como vayas allá y recobres de él la sobredicha cantidad de dinero, devolviéndole su recibo» (Tob 4, 21). *** En aquella época no se viajaba con las facilidades de ahora, y eso de ir desde Nínive hasta Ragés, ciudad situada en los montes de la Ecbatana, tenía sus dificultades. Esto fue lo que dijo el joven Tobías a s u padre; pero éste confiaba en Dios que dirigiría a su hijo, y su confianza no salió fallida. Sale el joven Tobías de su pobre casa y con lo primero que se encuentra es —¡qué casualidad!, diríamos nosotros— con un joven que iba a salir en aquellos momentos precisamente para Ragés, en las montañas de Ecbatana, y que conocía muy bien a Gabelo. Hechos todos los arreglos de viaje con Tobías el viejo, marcha Tobías el joven, acompañado de Azarías, después de despedirse de su anciano padre y en medio de los lloros y protestas de su madre. *** La escena pasa en una posada junto al río Tigris, donde van a pasar la noche los viajeros. Tobías hijo, que era muy aseado, va a lavarse los pies 126


al río; mas el pez que por allí nadaba, como dijimos, no hace más que ver los pies de Tobías y saltar. Asustase Tobías, pero Azarías, que estaba allí a su lado, le manda agarrarlo por las agallas y sacarlo a tierra. Comen, en la posada, de aquel pescado, salan otra parte para el viaje, y, por consejo de Azarías guarda Tobías el corazón, la hiel y el hígado. Hecho lo cual prosiguen al día siguiente su camino. Ya tenemos al pez en acción. Al llegar a Ragés, hablan de la cuestión del alojamiento, a lo que Azarías responde: «Aquí hay un hombre llamado Raguel, pariente tuyo, de tu tribu el cual tiene una hija llamada Sara..., la cual debes tomar por mujer. Pídesela a su padre y te la dará por esposa» (Tob 6, 11-12). La fama de la pobre Sara había llegado a oídos de Tobías, el cual presenta a Azarías sus dificultades, temiendo le pase lo mismo que a los otros siete maridos de que había hablado la criada citada. Azarías le quita los temores, le aconseja LA ORACIÓN, y que queme el hígado del pez para ahuyentar al demonio. El joven Tobías fue recibido por Raguel y su familia con verdadero cariño, pero cuando le pidió la mano de su hija se turbó, pues no quería le pasase a Tobías lo que a los otros siete. Azarías interviene, y Raguel, conforme, exclama: «No dudo que Dios ha acogido mis oraciones y lágrimas en su acatamiento, y creo que por esto os ha traído a mi casa» (Tob 6, 13). Y le dio a su hija Sara por esposa a Tobías aquella misma noche. Raguel, a pesar de lo que había dicho de que creía que Dios había oído sus oraciones, no debió tenerlas todas consigo, y, por las dudas, «estando cerca el primer canto del gallo, mandó llamar a sus criados, y fueron con él a abrir una sepultura, pues decía: Le puede haber sucedido lo que a los otros siete» (Tob 8, 11-12). Pero, ¡cuál no sería la sorpresa de la criada que envió Anna, probablemente la que había insultado a Sara, al ver que ella y Tobías estaban sanos y buenos! Un nuevo triunfo de la oración de los dos esposos. La oración de Sara había sido despachada favorablemente. Raguel y Anna, su mujer, profundamente agradecidos, prorrumpen en una hermosísima oración de acción de gracias: «Te alabamos y damos gracias, ¡oh Señor, Dios de Israel!, porque no ha sucedido lo que temíamos, sino que has hecho que experimentemos tu misericordia y has expelido lejos de nosotros al enemigo que nos perseguía, compadeciéndote de los dos hijos únicos de sus padres. Haz, Señor, que te bendigan ellos más cumplidamente..., para 127


que conozca el mundo todo que Tú eres el único verdadero Dios en toda la tierra» (Tob 8, 17-19). El pez, cuyo hígado quemado había ahuyentado al demonio que perseguía a Sara, había empezado a prestar sus servicios, de acuerdo con los «ocultos planes de la Providencia Divina». Dios, queriendo demostrar a todos los murmuradores que ni por un momento se había olvidado de las obras de caridad que habían dado tanta fuerza a la oración resignada del viejo Tobías, devuelve a éste sus riquezas por medio de Azarías. A estas riquezas añade la dote riquísima de Sara. Pero el buen viejo ignoraba esto: «el elemento tiempo» lo hacía afligirse, aunque no desconfiar. Pasaban los días y el joven Tobías no regresaba. *** « ¿Cuál será el motivo de la tardanza de mi hijo, o por qué se habrá detenido allí? ¿Se habrá muerto tal vez Gabelo y no hay quien le devuelva el dinero?» Con esto empezó a afligirse sobre manera, tanto él como su mujer Ana, la cual, inconsolable, decía: « ¡Ay de mí, hijo mío! ¿Para qué te hemos enviado a lejanas tierras, lumbrera de nuestros ojos, báculo de nuestra vejez, consuelo de nuestra vida, esperanza de nuestra posteridad?» (Tob 10, 1-4). Tobías tenía muchísima más confianza en Dios que su mujer, y le decía: «Calla, no te inquietes, que nuestro hijo lo pasa bien»; mas ella no admitía consuelo alguno; antes, saliendo cada día fuera de casa, miraba por todas partes e iba recorriendo todos los caminos por donde esperaba que podía volver...» (Tob 10, 7). *** La razón de la tardanza del joven Tobías es de lo más explicable, pero..., el viejo Tobías ni se lo imaginaba. Lo que el buen viejo, con su gran sentido común, pensaba, era que hubiera muerto Gabelo y no encontrara su hijo quien le pagara el dinero... Pero Dios había conservado también la vida de Gabelo, para que ni siquiera esta dificultad se presentara. Raguel y Anna no querían que su hija Sara se les fuera tan pronto; por otra parte, había que cobrar el dinero de Gabelo, quien, según parece, había cambiado de residencia o vivía muy lejos. Pero Dios, cuyos juicios 128


son..., inescrutables, hace que Azarías se encargue de esto: «Entonces el joven Tobías llamó aparte a Azarías..., y le dijo: «Te suplico que, tomando caballerías y criados, vayas..., a encontrar a Gabelo y le devuelvas su recibo, cobrándole el dinero, y le convides a venir a mis bodas» (Tob 4, 3). Todavía Dios concedió a los pobres viejos, Tobías y su mujer, otro grandísimo favor: les dio un muy buen hijo, quien, a pesar de todos sus triunfos, no se olvidaba de sus padres ni un momento, cosa no tan fácil de ordinario, cuando van dinero y bodas de por medio. «Tú sabes —continuó diciendo Tobías hijo a Azarías—, tú bien sabes que mi padre está contando los días, y, si tardo un día más, tendré en continua aflicción su alma. Ves, por otra parte, cómo Raquel me ha hecho jurar que me detendré con él dos semanas, juramento al que no puedo faltar» (Tob 9, 5). Azarías accedió gustoso, fue, y no sólo cobró el dinero de Gabelo, sino que lo trajo a las bodas del joven Tobías. «Al llegar a la casa de Raguel, encontró a Tobías sentado a la mesa, el cual levantándose al punto se besaron mutuamente, y lloró Gabelo, y alabó a Dios diciendo: «Te bendiga el Dios de Israel, pues eres hijo de un hombre de bien, justo, temeroso de Dios y limosnero...» (Tob 9, 8-9). «Y habiendo todos respondido Amén, se pusieron a la mesa y celebraron con santo regocijo el convite de bodas» (Tob 9, 12). Todo iba saliendo muy bien, pero..., ¿cuántos años de buenas obras y confianza en Dios tuvieron que pasar antes de esto? Muchos. No nos olvidemos de la cuarta dimensión..., y de que los juicios de Dios son..., inescrutables. *** El joven Tobías se negó rotundamente a quedarse ni un día más de las dos semanas prometidas, por más que Raguel se lo rogó. «Le entregó, pues, Raguel a su hija Sara, con la mitad de la hacienda en esclavos y esclavas (entre las cuales debió de ir la famosa criada), en ganados, en camellos, en vacas y en gran cantidad de dinero, y le dejó ir a su casa sano y gozoso, llenándole además de bendiciones.» (Tob 10, 10) Cuando, a los once días, llegaron a Carán, que está a la mitad del camino, dijo Azarías a Tobías hijo «Hermano, bien sabes en qué estado dejaste a tu padre. Por lo tanto, si te parece, adelantémonos, y venga detrás tu esposa, con toda la impedimenta de ganados, animales y criados... » (Tob 11, 2-3) A lo cual el buen hijo accedió al momento, llevando consigo lo que restaba del «famoso pez». 129


*** Y el primero que llegó fue el perro del joven Tobías, como si fuera a darle la buena nueva al pobre ciego. Este, oyendo a su mujer gritar que su hijo venía, ciego como estaba, empezó a correr, exponiéndose a caer a cada paso; mas dándole la mano a un criado, salió a recibir a su hijo; y, abrazándole, le besó, haciendo lo mismo la madre y echándose ambos a llorar de gozo. Y después de haber adorado a Dios y DÁNDOLE GRACIAS, se sentaron… (Tob 11, 8, 12) ¡Gente agradecida! Con razón Dios les hacía favores. «Entonces Tobías hijo, tomando la hiel del pez, ungió los ojos de su padre...» La cuarta dimensión de nuevo. «Estuvieron esperando casi media hora», que debió de hacérseles un siglo. Si aquella rara unción no surtía efecto, bien podía repetir Tobías el viejo lo que antes había dicho: « ¿Qué alegría puedo yo tener viviendo en tinieblas v sin ver la luz del cielo?...» La oración del viejo debió de ser intensísima. El infierno trataría de disminuir su confianza, para echarlo todo a perder. Tobías el joven sin duda tendría grandísima esperanza, después de haber visto los admirables efectos del hígado quemado... La que muy probablemente no sabría qué pensar de todo aquello sería Anna... Todos estaban en gran expectativa, mientras Azarías debía de sonreír regocijadamente teniendo al demonio a raya. De pronto se oye un pequeño grito de sorpresa y gozo. «Tobías ve que empieza a desprenderse de los ojos de su padre una especie de telilla de huevo y, asiendo de ella, la saca el joven de los ojos de su padre, quien al momento recobra la vista, viendo primero que a nadie a Tobías, su hijo, la lumbrera de sus ojos...» (Tob 11, 13-17) Y sin perder un momento, exclama el buen viejo triunfante: «Te bendigo, ¡oh Señor Dios de Israel!, porque Tú me cegaste y Tú me has devuelto la vista, y yo veo a mi hijo Tobías... » LA ORACIÓN CONFIADÍSIMA DE TOBÍAS, APOYADA EN LA CARIDAD, RABIA TRIUNFADO POR COMPLETO... Dios le había dado salud, riqueza y, sobre todo, un buen hijo. Habían pasado años y años de aflicción; años en que su confianza había sido puesta a prueba, como la de Abraham; pero Tobías había estado firme y, ayudándole su eximia caridad, había conseguido, sin saberlo, que el Señor le enviase nada menos que el ángel Rafael para obrar en su favor todas estas maravillas. 130


Y Azarías le dijo: «Cuando tú orabas con lágrimas, y enterrabas a los muertos, y te levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu casa, y los enterrabas de noche, YO PRESENTABA AL SEÑOR TUS ORACIONES. Y por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario que la aflicción te probase. Y ahora el Señor me envió a curarte, a ti, y a librar del demonio a Sara, esposa de tu hijo. Porque yo soy el ángel RAFAEL, uno de los siete que asistimos delante del Señor...» (Tob 12, 15) «Entonces Tobías y su hijo, postrados en tierra sobre sus rostros por espacio de tres horas, estuvieron bendiciendo a Dios, y, levantándose de allí, publicaron todas sus maravillas.» (Tob 12, 22)

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Capítulo X UN CASO PARALELO

Una fe de bautismo en Nueva York, unas cartas de California y una Biblia son los medios que, de la manera más natural y sin milagro alguno, unió la Providencia Divina para despachar las oraciones de dos personas que insistentemente oraban. Un caso paralelo al de Tobías y Sara, sólo que sin la intervención de ningún arcángel. La mano de Dios no se ha acortado. Y para despachar favorablemente nuestras oraciones no necesita hacer milagros a cada paso. Usa de las causas segundas, dirigiéndolas Él, si bien de una manera incomprensible para nosotros hasta que no descubrimos «la providencial trama». Lo repetimos de nuevo: los juicios de Dios son..., inescrutables, y sus caminos, ocultos a nuestros ojos, son verdaderamente admirables. *** Estando en Nueva York, en la iglesia de San Francisco Javier, fuimos llamados al recibidor, pues estábamos de guardia. Era un viejo cartero que venía con el objeto de sacar la fe de bautismo de su mujer. No sabía él cuándo había sido bautizada, y no estaba seguro ni aun del año en que Elisabeth, así se llamaba, había nacido. Tomamos el volumen que correspondía al año aproximado, y lo abrimos al acaso. Con sorpresa no pequeña, el primer nombre que vimos en la abierta página fue el que buscábamos. El viejo cartero, que se llamaba Mike, se sonrió y nos dijo —La Providencia de Dios, padre; hace meses que buscamos esta partida en varias iglesias de la ciudad, y yo ni aun sabía que mi mujer hubiera sido bautizada en esta parroquia; pero ella tiene mucha fe, y le pide a Dios con mucha confianza, y alcanza siempre, tarde o temprano, lo que pide. Lo que otras personas llaman casualidad, ella siempre lo llama Providencia. —Y tiene razón —respondí, mientras hacía una copia de la partida. Entonces el bueno y locuaz cartero me contó la siguiente historia. 132


—Tenía yo necesidad de mi fe de bautismo para que me dieran mi retiro en el correo, donde llevaba muchos años de servicio. Yo sabía que había nacido el día de San Miguel, pero ignoraba el año, así como la fecha de mi bautismo, y no tenía la menor idea de la parroquia en que me habían bautizado. Me urgía tener el certificado, pues de otro modo no me daban mi retiro. Mi mujer pedía con mucha fe a Nuestro Señor que encontrara yo mi partida, mientras yo, por mi parte, había ido recorriendo todas las iglesias de la ciudad sin encontrar ni rastros de mi nombre. Entre las cartas que tenía que repartir, llegó una con el sello de California, dirigida a María Zabloka, allá por la calle 65, en el este de Nueva York. Llevé la carta a la dirección indicada, pero nadie me pudo dar noticia de la interesada, que, por el nombre, juzgué debía de ser polaca. Contra toda mi costumbre, guardé aquella carta, por distracción, en la bolsa de mi saco. Mi mujer, que siempre anda registrándome las bolsas, encontró la carta y me preguntó lo que significaba. Se lo conté, y me dijo, después de examinar el sobre detenidamente: «Esta carta tiene dinero; debe ser de algún hijo o marido que está en California y se lo manda a su madre o mujer. ¡Pobrecita! Es necesario, Mike, que busques a esa mujer hasta que la encuentres.» Durante la semana siguiente hice cuantas pesquisas pude para dar con la Zabloka, en la cual estaba ya más interesado, pues había llegado una segunda carta para ella, con la misma letra y dirección, y esta carta también contenía dinero. Pasé tres semanas buscando a la dueña de la carta sin encontrarla. Mi mujer seguía pidiendo a Dios que encontrara a la polaca para entregarle, no ya una, sino tres cartas. Un domingo me dormí, y en lugar de ir a la misa de siete, en mi parroquia, fui a la de diez y media a otra iglesia adonde yo nunca iba. Leyó el padre las amonestaciones, y, con gran sorpresa y gusto, oí que la novia se llamaba Zabloka, o algo parecido. Terminada la misa, fui a la sacristía y pregunté al padre por el nombre y dirección de la novia. Se llamaba Zabloka, en efecto, y vivía en una calle del Este, muy arriba de la ciudad. Tomé la dirección y volví a mi casa, triunfante, a recoger las cartas, pues yo las había guardado. Aquella misma tarde, aunque era domingo, fui a la dirección indicada, donde, en efecto, vivía una María Zabloka, pero que no tenía nadie en California que le escribiera; en fin, no era la interesada... Como el cuento iba para largo y yo tenía que hacer, dije al buen irlandés: 133


—Y ¿qué tiene esto que ver con su fe de bautismo? —Espérese un tantito, padre —respondió—, y verá que tiene mucho que ver. Óigame con paciencia unos minutos más. Resignado, me crucé de brazos y seguí escuchando al locuaz ex cartero. —Salía desconsolado de aquella casa —continuó—, cuando, yendo ya a mitad de la calle, una chiquilla me llamó diciéndome que su madre quería hablarme. Era una polaca que se había enterado de lo de la carta. Esta me dijo que ella conocía a una pobre viuda de ese nombre que tenía un hijo en California y que vivía en tal calle del Oeste, pero mucho más abajo de la ciudad. Apunté la dirección, y, con muchas esperanzas, fui al día siguiente. La portera de la casa me informó que allí había vivido una mujer de ese nombre, pero que la había echado el dueño, hacía tiempo, por no haber pagado el alquiler, y que se creía se había mudado al último piso de una casa de la calle próxima. Me dirigí allí luego, y, en efecto, un chiquillo me informó que allí vivía una mujer con varios hijos y que no había pagado el alquiler. Subí hasta el último piso y llamé a la puerta de una miserable buhardilla. Una niña como de doce años salió a abrirme toda asustada. Le pregunté si vivía allí María Zabloka, y temblando me respondió que sí. Le pregunté si tenía algún pariente en California, y menos asustada dejando la puerta un poco más abierta, me dijo que tenía allí un hermano llamado Estanislao. Entonces, padre, contemplé una escena que nunca podré olvidar. Sobre una mesa miserable había un Crucifijo y una imagen de la Virgen Santísima, ante los cuales ardía un cabo de vela. Arrodillada vi a una mujer que, rodeada de seis chiquillos, oraba con fervor extraordinario, rezando en su lengua y llorando. Era María Zabloka, la madre viuda de aquellos chiquillos. Creyendo que yo era el casero que venía a echarla de aquella pocilga, se ve que pedía a Dios con toda su alma que no la fuera, de nuevo, a poner en la calle... Entonces di a la niña la primera carta y la llevó a su afligida madre. Esta la tomó, la besó, y me pareció que se la ofrecía a la Virgen. Después de un momento la abrió y sacó, junto con la carta de su hijo, un billete de cinco dólares. Se postró de nuevo ante la sagrada imagen y le ofreció el dinero. Después de esto se levantó y vino hacia mí con el billete y la carta en la mano. 134


La mujer no hablaba ni palabra en inglés, y por medio de su hijita me rogó que leyera lo que decía. Era muy lacónica: le decía que, al fin, había encontrado trabajo, y le mandaba los primeros cinco dólares que había ganado. La buena mujer se sonrió gozosa en medio de sus lágrimas, y hablando en su lengua, me entregó los cinco dólares. Yo no sabía qué decir, pero, claro, rehusé decididamente recibir aquel dinero. La chiquilla me tradujo lo que su madre decía, y era que ella había ofrecido a la Virgen dar A LOS POBRES los primeros cinco dólares que recibiera de su hijo. «Pero yo no soy pobre», respondí con las lágrimas en los ojos. «Dice mi mamá que usted debe ser un buen hombre, y podrá dar ese dinero a los pobres.» «Pero ¿más pobres que ustedes?», respondí. No hubo más remedio. Me obligó a tomarlos para darlos a los pobres, pues así lo había prometido. Entonces yo saqué la segunda y la tercera carta, en la que venían veinte dólares en cada una. La mujer me los arrebató de la mano y fue a arrodillarse ante las imágenes diciendo yo no sé qué, pero presumo eran acciones de gracias... En aquel momento me llamaron para atender a un enfermo del próximo hospital, y tuve que dejar a mi irlandés con su historia comenzada. Pero entonces fui yo quien le rogué me esperara, para que concluyera su relato, y prometió aguardarme... Al cabo de tres cuartos de hora volví, y mi irlandés me esperaba. —Bueno, Mike —le dije—, ¿en qué paró la historia? —Padre —respondió el buen viejo—, aquella escena me puso enfermo. Yo creía que sólo los irlandeses teníamos fe, pero entonces me convencí que también los polacos tenían, y mucha. Me fui a mi casa y conté todo a mi mujer, y nos pusimos los dos a llorar y dar gracias a Dios por aquel beneficio que había hecho a la pobre viuda por nuestro medio... —Bueno, Mike, ¿y la fe de bautismo? —Allá voy —prosiguió el simpático viejo —. Aquella tarde no pude trabajar y hablé por teléfono al correo diciendo que estaba enfermo. Pero mi mujer no me dejó en paz. El billete de cinco dólares, que había besado con todo respeto, parecía que le quemaba las manos. «Ese dinero es de los pobres —me dijo —y hay que entregarlo al momento.» «Y ¿a quién?» «Pues a las Hermanitas de los pobres, tus amigas... Allí estará seguro.» Me puso el billete en la mano y mi gorra en la cabeza, y me despachó a las Hermanitas.» 135


Yo, padre, soy muy afecto a leer libros piadosos, vidas de Santos, sobre todo, y cuando leo un buen libro voy a las Hermanitas y se lo regalo, pues ellas los aprecian mucho. Llegué a la casa de las Hermanitas, y, sin hablar mucho, cosa rara en mí, les entregué el billete; todavía estaba yo demasiado conmovido para contar aquella historia sin llorar y no quería yo enternecerme delante de las Hermanitas. Ya me había despedido, cuando una Hermanita francesa, muy viejecita, me encontró en el corredor y me dijo: «Voy a pedirle un favor.» «El que usted quiera, Hermanita», le respondí. «Yo voy a celebrar mis bodas de oro en religión, y tengo ganas de leer un libro que he buscado mucho y no lo he podido encontrar aquí. Lo leí en Francia hace casi cuarenta años; y, como usted nos trae libros de vidas de Santos, pedí permiso a la Superiora para pedirle ese favor.» «Con todo gusto, Hermanita: ¿cómo se llama el libro?» «La Vida de Nuestro Señor, por Ludovico de Sajonia.» « ¿Por quién? », repliqué. «Aquí traigo escrito el título y el autor»; y me dio un papelito. Le prometí buscárselo y me marché. Aquí tuve que interrumpirlo de nuevo, pero fue por algunos minutos nada más. —Fui primeramente a todas las librerías católicas de Barkley St., pero ni siquiera conocían el libro. Y pasó casi un mes sin que me volviera a ocupar del asunto, pues lo de mi fe de bautismo me traía muy ocupado. En esto recibo una invitación para asistir a la Misa que iba a decirse en la Capilla de las Hermanitas, para celebrar las bodas de oro de la viejecita. Esto me hizo recordar mi promesa, y me fui a la Cuarta Avenida, para ver si entre los libros viejos podía encontrar la famosa Vida de Nuestro Señor, por Ludovico de Sajonia. Yo iba a esas librerías con frecuencia en busca de vidas de Santos, y tenía muy conocidas aquellas tiendas. Busqué en varias, pero no encontré el libro. Al fin dije: «Voy a Shulty, pues ése tiene todo, y si él no la tiene, no la tiene ninguno.» Fui, en efecto, y pedí el libro. No lo conocían, pero me dijo el dependiente: «Usted ya sabe dónde están los libros que tratan de la Vida de Cristo, las Biblias, etc.; vaya y busque usted mismo...» Padre, le aseguro que yo había visto aquellos estantes, buscando libros, más de diez veces, y nunca, nunca me había fijado en lo que vi entonces desde luego. 136


Al empezar a revisar los libros viejos de aquella sección, lo primero que miré fue una gran Biblia. Me quedé parado mirándola, y un vaguísimo recuerdo vino a mi memoria. «Yo conozco ese libro», dije para mí, e instintivamente alargué la mano y saqué el volumen cubierto de polvo. Lo abro..., ¡quién lo hubiera creído!... Era Muy family Bible. ¡La Biblia de mí familia! la antiquísima Biblia donde mi madre escribía las fechas del nacimiento de sus hijos, el día de su bautismo y la parroquia donde habían sido bautizados. Allí estaba yo..., pero no había sido bautizado en Nueva York, sino en Boboken... Fui a la iglesia indicada, di la fecha, y luego el párroco encontró el acta de mi bautismo. La envió a Washington, y a los pocos días me conceden mi retiro... Yo quedé profundísimamente impresionado con aquella sencilla narración. La Divina Providencia, sin hacer ningún milagro, juntó de manera admirable: las cartas de California, la Biblia y la fe de bautismo, para despachar dos confiadísimas oraciones, la de la buena viuda polaca y la del piadoso matrimonio irlandés. Aquellas oraciones, ROBUSTECIDAS POR LA CARIDAD, habían sido escuchadas al mismo tiempo, como la de Tobías y Sara, despachadas juntamente, ante el acatamiento del Señor. Al terminar aquella entrevista con el ex cartero, subí a la capilla a dar gracias a Dios por aquel admirable caso con que robustecía mi confianza en Él, demostrándome una vez más el poder de la oración.

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Capítulo XI ESCUELA ESPAÑOLA

Los dos cuadros que formarán éste y el siguiente capítulo no son nuestros, sino de la bien cortada pluma del Padre Luis Coloma en su obra “Resignación Perfecta”. No daremos nosotros sino extractos de las relaciones escritas por el insigne novelista andaluz, presentando ambas dos fases diversas de la «Oración», pero ambas llenas de profundas y sencillísimas enseñanzas. La escena pasa a la una y cuarto de la madrugada en tierra de Andalucía, camino de Algar, pueblo de la Sierra. Cuenta la historia de un mochilero, o contrabandista al por menor, de la Sierra de Ronda. Se llamaba el narrador Cristóbal Pérez, El tío Pellejo. *** «Una tarde vi llegar al aperador del Cortijo de la Hora... Fui volando a verlo; el corazón no me había engañado, su hijo había vuelto de África y por él había sabido que, de tres de los míos que estaban en el ejército, el mayor había muerto en la toma de Sierra Bullones; al segundo lo habían matado a traición en las trincheras, y que el tercero, Sebastián, estaba en el hospital de Algeciras con el cólera morbo. Volví en busca de Chana, mi mujer, y le di la noticia... Ella se encogió como si viera venir encima el torreón de Tepul: los ojos se le desencajaron y se puso más blanca que un papel. —Vamos a Algeciras, Cristóbal —me dijo. Aparejé la burra y tomamos el camino de Algeciras. La noche se nos vino encima poco más allá de Martelilla. Chana caminaba en la burra, arrebujada en un pañolón, rezando credos y salves. Yo iba detrás, echando sapos y culebras, y renegando de cuanto bicho viviente se menea... Yo no era malo: creía en Dios y en la Virgen Santísima, y en cuanto hay que creer en el mundo; pero aquella pena me había derramado toda la jié (hiel) por el cuerpo, y hasta la saliva de la boca me sabía amarga... De repente, 138


tropezó la burra y tiró las alforjas... Me cegué..., me cegué y eché una blasfemia. Chana saltó de la burra como si hubiera oído la trompeta del Juicio; se me puso delante más tiesa que un muerto en la sepultura y me dijo: —¡Calla esa lengua, Cristóbal! ¡Calla esa lengua; que bien mereces que Dios te mate a tu último hijo! —Y ¿por qué hace Dios con nosotros esas tropelías? —grité yo más furioso. —Porque somos pecadores... —contestó con una voz que parecía un juez sentenciando a muerte—. Mira —añadió levantando la mano— a esos puñados de estrellas; mira las lágrimas que costamos a María Santísima... Cuéntalas si puedes... ¡Ella las derramó y nosotros pecamos!... Yo no sé lo que me pasó entonces; pero el corazón se me salía por la boca, y me fui quedando atrás, atrás, para verme solo. Miraba yo esas benditas estrellas del cielo, y se me salían por los ojos las lágrimas como garbanzos. —Virgen Santísima que por mí lloraste —decía yo a veces —; si no supe lo que dije, ¡Madre de pecadores, ampara a esta oveja perdida!... ¡Madre que perdiste a un Hijo, ten piedad de quien pierde a tres de un golpe!... Llegamos a Algeciras por la mañana, y nos fuimos derechos al hospital; preguntamos a un cabo por Sebastián Pérez, y nos hizo entrar en la oficina del registro. Había allí un sargento, que buscó el nombre en el registro. —Sebastián Pérez —dijo —entró el veinticinco de mayo... Salió el uno de junio. — ¿Y para dónde ha salido? —preguntó Chana. —Para el campo santo, con los pies por delante —respondió el sargento. »Sentí que Chana me clavaba las uñas en el brazo y que temblaba como si tuviera frío de cuartanas. —Vamos al campo santo —dijo. Y fuimos al campo santo, pero ya lo habían cerrado y el conserje no nos quiso abrir. Chana se sentó en el umbral, y por una rendijilla de la puerta miraba allá dentro, por ver desde lejos la tierra que se comía a su hijo. 139


Teníamos diez reales, y Chana mandó decir una Misa a la Virgen de los Dolores. Yo me escurrí a la sacristía, en busca de un padre cura, y me confesé mientras tanto, llorando de hilo en hilo. A la vuelta caminamos siete horas sin decir palabra. Al oscurecer me faltó hasta el aliento, y me dejé caer junto a un pozo de abrevar ganado. Chana se apeó de la burra y se sentó a mi vera. — ¿Qué haremos ahora, Chana? —pregunté yo, hablando primero. Chana levantó la cabeza. — ¿Qué haremos? —dijo—. Lo que dice el Padrenuestro, Cristóbal... «HÁGASE TU VOLUNTAD, ASÍ EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO...» Yo me eché a llorar como una criatura, porque, aunque era hombre que con una mano paraba una yunta de bueyes, no tenía en el corazón el aguante de aquella santa mujer, que no era una mujer de carne y hueso, sino un ángel del cielo. —Cristóbal —me dijo con una voz que parecía cosa del otro mundo —, había un hombre pobre como nosotros, que se llamaba Juan, tenía mujer e hija, y labraba un hacecillo de tierra para mantenerlas. La langosta devastaba entonces la campiña, y el infeliz Juan vio con terror que aquella plaga amenazaba su sembrado. Se fuse derecho al Cristo de Mirabal, y, postrado ante la imagen, pidió auxilio al Señor, que hace madurar los trigos del campo. —Señor —decía alzando sus cruzadas manos—. Conserva mi cosecha, y la miseria huirá de mi hogar. Preserva mis mieses, y el pan no faltará en la casa de tu siervo. El Señor no escuchó, sin embargo, las súplicas de Juan; tras la cosecha perdida llamó a sus puertas la miseria. — ¿Cómo ha de ser? —dijo entonces a su esposa—. El Señor nos ha conservado salud y brazos... Él bendecirá nuestro trabajo. Pero de allí a poco cayó su mujer enferma y se vio en breve a las puertas de la muerte. Juan corrió de nuevo a pedirle al Señor, que da y quita la vida, salud para su esposa. —Señor —decía postrado ante la imagen—, salva su vida... No dejes a mi hija sin madre. Devuélvele la salud, rayo de sol que ilumina los escasos goces del pobre. Pero tampoco esta vez escuchó el Señor sus plegarias, y la mujer de Juan murió a los tres días, dejando solo a su marido y huérfana a su hija. 140


— ¿Cómo ha de ser? —se dijo Juan entonces—. El Señor me ha quitado a mi mujer; pero me ha dejado a mi hija. De allí a poco se declaró en la niña la misma enfermedad de la madre, y Juan corrió más angustiado que nunca ante el devoto Cristo. —¡Señor! —decía, apoyando su frente a la reja—, ¡salva a mi hija!... Anciano soy y desvalido... ¿Qué haré yo solo, como árbol sin rama, y sin fruto?... Juan volvió a su casa esperanzado; se acercó a la cama de su hija y la vio inmóvil; palpó su frente, y la encontró yerta; tocó su corazón, y ya no palpitaba... Pidió entonces de limosna una mortaja blanca; hizo un ataúd con las tablas de su propio lecho y le dio él mismo sepultura a los pies de su madre. —¡Perdí mi cosecha!... ¡Perdí mi mujer!... ¡Perdí mi hija! pensaba Juan volviendo al hogar solitario. Y diariamente seguía yendo a la capilla, se arrodillaba humildemente ante el Cristo, cruzaba pacientemente las manos, bajaba sumiso la cabeza... y sólo decía — ¡Señor, aquí está Juan!... Murió Juan al cabo, y su buena alma llegó a las puertas del cielo; allí se arrodilló para rezar su oración: «¡Señor, aquí está Juan!, dijo. Y las puertas del cielo se abrieron ante él de par en par... El tío Pellejo, al acabar su relación, guardó silencio. La oscuridad nos impedía ver si lloraba. — ¿Y qué había sido de Chana? —le pregunté al fin—. A Chana le pasó lo que al caballo viejo... Desde entonces hincó la cabeza en tierra, y no la volvió a levantar nunca. Corazón le sobraba; pero el cuerpo se le iba solo a la sepultura, y a los tres meses estaba en la eternidad con sus tres hijos. Yo me quedé solo, señorito, solo... Trabajo cuando hay en qué, y cuando no hay, nunca me niegan un pedazo de pan por esos cortijos. Acompaño a los señores cuando vienen a tirar jabalís, y siempre que paso por el Cristo de Mirabal, me asomo a la capilla y digo —Señor, aquí está tío Pellejo... Setenta años tengo ya... Señor, ¡no se te olvide!... *** 141


La historia de Juan es una bellísima fábula ascética...«Pero el ejemplo de Chana y el tío Pellejo ES UN HECHO VERDADERO, que prueba con cuánta fidelidad practicaba aquel contrabandista lo que con tan subida perfección sentía. Hasta aquí el P. Coloma en su historieta Resignación Perfecta. Para resignarnos, para rendir enteramente nuestra voluntad a la de Dios, cualidad de la perfecta Oración, no se necesita ser un Abraham... Con la gracia de Dios, y buena voluntad de nuestra parte, puede llegar a esa perfección sublime un mochilero.

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Capítulo XII UN CUADRO ANDALUZ

No cabe duda, dirá alguno, que el cuadro anterior es muy edificante; pero... para los que no tenemos fe y resignación, tal vez nos convendría algo más perfecto... que no ir viendo morir a uno de nuestros familiares... A los que así piensan hay que decirles lo que Cristo a sus Apóstoles: «Hombres de poca fe...» Y lo que los tales deben pedir es lo que el padre del poseso: «Creo, Señor, pero ayuda a mi poca confianza...» Sin embargo, para «aumentar» la fe de éstos, ponernos a continuación un hermosísimo cuadro «andaluz», de la pluma del mismo autor. *** «La Cuaresma tocaba a su fin al mismo tiempo que la primavera comenzaba a anunciarse en Sevilla con sus heraldos obligados: el azahar de sus naranjos y los innumerables extranjeros que a ella acuden en este tiempo delicioso. El día primero de abril había comenzado el quinario del Santo Cristo de la Expiación, y debía terminar el Viernes de Dolores. Al pie de la Cruz estaba la imagen de María, la Madre de los afligidos. Se hallaban enfilados por debajo del presbiterio doce gruesos cirios, y al pie de cada uno velaba un devoto del Santísimo Sacramento. Era uno de éstos un anciano más que sexagenario... Su frente se apoyaba en el cirio como si la doblegase el peso de un pensamiento; sus brazos caían a lo largo del cuerpo; sus ojos no se abrían; de sus labios se escapaban a largos intervalos palabras entrecortadas, que parecían pedir algo con esa convulsa energía que inspira al dolor la fe acrisolada; con esa agonía terrible del alma cuyo único paliativo en la tierra es el llanto. Y, sin embargo, sus ojos permanecían secos como un manantial agotado; su cuerpo inmóvil como una pena clavada en el alma sin esperanza y sin remedio. 143


El quinario tocaba a su fin, y el coro entonó la letanía de la Virgen. El anciano pareció entonces salir de su letargo; fijó los ojos en la imagen de María, y cruzó las manos sobre el pecho... El coro entonó el Consuelo de los afligidos y un llanto abundante brotó entonces de los ojos del anciano, mientras extendía los brazos hacia el altar, exclamando en voz tan alta que todos oyeron: «¡Ruega por nosotros... Ruega por nosotros!...» Una señora anciana, que se hallaba sentada tras él, se levantó como obedeciendo a un movimiento instintivo, y luego volvió a sentarse. Al terminar el quinario, la señora se dirigió a la puerta, y a poco salió también el anciano. La señora parecía de edad muy avanzada... El anciano se dirigió lentamente hacia la calle de las Armas, agobiado por el peso del dolor. A la tarde siguiente ambos ancianos se encontraron también en el quinario del Santo Cristo. Al terminar, la señora salió decididamente, y se detuvo a la puerta. A poco apareció el anciano; una niña de doce años se le acercó, y le dijo — ¿Vamos a casa, abuelito? —Sí, vamos... No puedo más... La señora los siguió de lejos... Se detuvieron ante una modesta casa de la calle de Z... y entraron ambos. La señora examinó la fachada y apuntó en una carterita el número 69. *** La antecámara del despacho del señor Gobernador se hallaba poblada de un sinnúmero de pretendientes de ambos sexos, y todos aquellos infelices se afanaban en ser los primeros en presentar sus pretensiones. El Capitán General había llegado dos horas antes a conferenciar con el Gobernador y aumentado con esto la impaciencia de los que esperaban. Un portero sumamente gordo y pequeño los disponía en turno, contestando a sus observaciones con grosería. Dos horas habían pasado desde la llegada del Capitán General, cuando apareció en la antecámara la señora que ya dimos a conocer. — ¿El señor Gobernador? —preguntó al portero. —Ocupado —contestó sin levantar los ojos del periódico. —Pásele usted mi tarjeta —dijo la señora. —Ocupado con el Excelentísimo señor Capitán General —replicó el portero. 144


—No importa, pásele la tarjeta. —Pero ¿está usted sorda o hablo en griego? —Pase la tarjeta al instante, o si no... El Júpiter de librea se apeó de su Olimpo, y tomando la tarjeta entró sin replicar palabra en el despacho del Gobernador. La sorpresa de todos subió al punto al ver que éste se presentaba en la antecámara seguido del Capitán General. —Pero, señora —exclamó, dirigiéndose a la anciana—, ¿por qué no me ha avisado usted y hubiera ido yo mismo a ponerme a sus órdenes?... La señora tendió una mano al Gobernador y otra al Capitán General, y los tres desaparecieron tras el pesado cortinaje que cubría la puerta... Diez minutos después de haber entrado salía de nuevo, acompañada de ambas autoridades. —Mañana a primera horade decía el Gobernar —tendrá usted cuantas noticias sea posible averiguar... Yo mismo iré a dárselas. —Gracias —contestó la señora—. Le espero a usted sin falta. *** — ¿Qué noticias me trae usted? —decía la señora al Gobernador, un día más tarde. —Muchas en cantidad, malas en calidad —contestó éste sentándose. —Veamos —dijo la señora con interés. —Desde ayer —dijo el Gobernador— ha tenido usted en movimiento a toda la Policía... Sacó entonces del bolsillo un papel, y comenzó a leer de esta manera — —El inquilino de la casa número 69 de la calle Z, se llama don Esteban Rodríguez, de setenta años de edad y en la mayor miseria. Su familia se compone de la mujer paralítica hace siete años; una hija idiota, y seis nietos, hijos de otra hija difunta hace tres meses, de los cuales la mayor tiene doce años y la menor cuatro. Se ignora el paradero del padre de estos niños. Don Esteban ha estado empleado veintitrés años en las oficinas del Ayuntamiento, y quedó cesante hace tres, cuando la caída del Ministerio. Desde entonces ha venido poco a poco a la miseria; debe al casero 3.625 reales, y éste ha amenazado con embargarle los muebles y echarle de la casa, si el día cinco del corriente, a las tres de la tarde, no ha satisfecho su deuda... 145


—Mañana es día cinco —le interrumpió con terror la señora—. ¡Dios mío! ¡Mañana Viernes de Dolores!... —Don Esteban no tiene con qué pagar —continuó leyendo el Gobernador—, y se sabe que el casero ha avisado ya para el embargo. Don Esteban es persona honrada y de toda confianza. El Gobernador dejó el papel sobre la mesa, y la señora exclamó abatida —Ahora lo comprendo todo. ¡Razón tenía para afligirse!... No bien quedó sola la anciana, volvió a leer detenidamente la nota.... Luego exclamó: —¡Imposible! ¡Imposible que Dios no oiga tantas súplicas!... ¡Imposible que, en el día de sus dolores, no remedie la Virgen Santísima uno tan grande! ¡Si yo fuera rica!... ¡Si yo pudiera hacerlo en su nombre!... La señora escondió el rostro entre las manos, y comenzó a sollozar. Se acercó al fin al pupitre, y se puso a escribir una carta, cuyo sobre iba dirigido al Excmo. Sr. Marqués de X., alcalde de Sevilla; al pie del sobrescrito, añadió esta palabra: Urgentísimo. Tres horas después recibió un oficio de la Alcaldía; la anciana rompió el sobre apresuradamente, y una alegre exclamación se escapó de sus labios. Había encontrado la credencial, ya firmada, de un destino en las oficinas del Ayuntamiento, y una cariñosa carta del alcalde que se le remitía. El nombre del agraciado estaba en blanco; la anciana escribió en el hueco: en favor de Don Esteban Rodríguez. Abrió luego un cajoncito, en cuyo fondo había varias monedas de oro y algunos billetes de Banco: eran seis de a mil reales cada uno. —Hasta junio no puedo cobrar —murmuró entre dientes —. ¿Qué importa? A mí no han de embargarme... Y volviendo los seis billetes en la credencial del destino, lo encerró todo en un sobre, sin firma ni carta alguna, y puso de este modo el sobrescrito La Virgen de los Dolores a su devoto; y por debajo añadió el nombre del anciano cesante. Luego se marché al quinario, y, aunque vio desde lejos al anciano, inmóvil y lloroso como todos los días, la señora ya no lloraba; movía los labios como si orase y de cuando en cuando se sonreía... El Viernes de Dolores era el último día del quinario y la señora llegó más temprano que de costumbre a la capilla del Cristo; el sitio del anciano estaba vacío. 146


—Vendrá de seguro —pensó la anciana—. Es temprano todavía. Pero el tiempo transcurría insensiblemente: ya el quinario había comenzado, y el desgraciado cesante no venía. — ¿Qué habrá sucedido? —pensaba la anciana—. Su desgracia está ya remediada; su porvenir asegurado... ¿Será una de tantas almas que invocan a Dios en sus dolores y no dan las gracias en las alegrías? Un rumor de pasos distrajo su atención. Volvió la cara, y vio a dos hombres conduciendo en una silla de brazos a una mujer tullida; detrás venían seis niños pequeñitos, vestidos de luto. Colocaron la silla de la tullida al pie del presbiterio; uno de ellos, que parecía mozo de cordel, salió de la iglesia; el otro, que era el anciano, fue a arrodillarse en su sitio acostumbrado al pie del cirio. Parecía rejuvenecido, y aunque de sus ojos se desprendían lágrimas, eran de gratitud y de alegría. Los niños se habían arrodillado en torno de la paralítica, quedando la mayor de las niñas al lado de la anciana, que los observaba. — ¿Es esa señora tu mamá? —preguntó a la niña. —Es mi abuelita. — ¿Está enferma? —Está tullida, pero hoy ha hecho la Virgen un milagro con nosotros, y ha querido que vengamos todos a darle las gracias. La señora no preguntó más y bajó cuanto pudo el velo de su mantilla... Aquella anciana, opulenta en otros tiempos, vivía entonces del producto de su privilegiado talento; era la ilustre Marquesa de Arco Hermoso, Cecilia Bohl de Fáber, conocida en el mundo literario con el seudónimo de Fernán Caballero.» Este es el extracto del bellísimo «cuadro andaluz», pintado por la pluma del P. Coloma en la historieta El Viernes de Dolores.

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Capítulo XIII ESCUELA ITALIANA

Los peregrinos que van a Roma difícilmente dejan de visitar dos grandes santuarios en Francia: Lourdes y Lisieux; y con sobrada razón, pues Dios ha querido manifestar las maravillas de su poder en el primero, consagrado a su Madre Inmaculada, y los prodigios de su amor en el segundo, dedicado a una flor del jardín del Carmelo: Santa Teresita. Pero hay muy pocos que, al llegar a Italia, se detengan en Turín para admirar uno de los mayores prodigios de la Edad Moderna: la «Piccola Casa de la Divina Providencia». Y la razón es muy humana, porque nadie espera ver allí algún milagro o recibir un favor especial, y la gran mayoría ni siquiera sabe que exista semejante casa, y ni menos conoce los prodigios «providenciales» que vienen realizándose allí desde hace un siglo sin interrupción alguna. Estamos convencidos de que, para la gran mayoría de nuestros lectores, ni aun el nombre de ese lugar les era conocido hasta que han leído estas líneas. Por otra parte, si uno quiere que se le encoja el corazón contemplando juntas todas las miserias humanas, no tiene sino traspasar los umbrales de la «Piccola Casa». Allí se encuentran recogidos, en diferentes pabellones: niños expósitos, chiquitines deformes, paralíticos, ancianos. Allí tienen abrigo los tullidos, los cancerosos, los epilépticos, los tuberculosos. Allí los viejos y viejas más repugnantes tienen su morada. Allí los seres más miserables encuentran un lugar de asilo. Allí los pilluelos de la calle, las muchachas del arroyo, las magdalenas, encuentran amparo. En una palabra, allí están reunidos los desechos del mundo físico y moral, excepto los locos. Y en aquella situación, de más de siete mil infelices de toda clase, no se oye que Dios obre prodigios de curaciones para aliviar tantas enfermedades como en Lourdes. Allí no se ve nada extraordinario si se mira con los ojos del cuerpo. Sólo se ve el ejercicio de la oración y de la caridad cristiana en grado heroico, pero nada más... 148


Sin embargo, si uno pregunta: ¿cómo se sostienen todos aquellos infelices y los religiosos de ambos sexos que de ellos tienen maternal cuidado?, se quedará sorprendido al saber que todos aquellos «están sostenidos por la Divina Providencia». Esta inesperada respuesta deja al visitante sin saber qué pensar, pues semejante «Banco» le es desconocido; no está registrado en ninguna lista de las instituciones bancarias en operación. Y, sin embargo, así es literalmente. Aquella institución, al frente de cuyos edificios se leen estas palabras: «El que confía en el Señor no padecerá penuria» (Eccli 37, 28), no tiene renta alguna, allí no se llevan libros de contabilidad, ni se pide limosna; está sostenida HACE más de UN SIGLO únicamente por los tesoros inagotables de la Divina Providencia. *** Cuando hace ya muchos años, visitamos aquella institución, fuimos testigos de cómo la Divina Providencia, sostiene aquella «Casita» que le es tan querida. Tuvimos la fortuna de que el director de «aquella maravilla» fuera nuestro guía. Al llegar y preguntarle con filial confianza sobre los «métodos de la Divina Providencia», nos enseñó sonriendo, con sencillez admirable, sin la menor pretensión un montoncito de 45 liras que tenía sobre la mesa. —Esto es todo lo que tenemos para sufragar los gastos de más de siete mil asilados. En cambio, aquí tiene estos recibos —y nos enseñó un montón, que debían subir a más de treinta mil liras, de cuentas por pagar... Y, sin más comentarios, nos llevó a recorrer la institución. La primera parte a donde nos condujo fue a la capilla. Allí se arrodilló, y por espacio de unos diez minutos se puso a orar delante del Santísimo. Aquel hombre no hablaba, sino que, bajando la cabeza y arrodillado sobre un reclinatorio, volvía las palmas de las manos hacia el cielo como un pordiosero que mundanamente pide limosna. Después, sonriente, se levantó y nos llevó por todos los edificios, hablando cariñosamente con los enfermos, respondiendo con toda tranquilidad a las preguntas que le hacían las hermanas y dándonos cuenta de todos los detalles. Cuando terminó nuestra entrevista, que duró más de dos horas, teníamos el corazón «como una pasa metida en una copa de vino generoso». Nunca habíamos visto tantas miserias juntas, ni caridad más heroica. 149


Nos invitó de nuevo a entrar en la capilla. Parecía que aquel hombre no podía pasar cerca del Santísimo sin entrar a saludarlo... La visita fue muy corta. Después nos llevó a su despacho. Acababa de llegar el correo de la tarde, y había sobre la mesa un gran montón de cartas, más otros paquetes que no habían venido por correo, pues no mostraban sello alguno. —Siéntese, padre —nos dijo—; tal vez haya aquí algo que le interese —y tomando una plegadera, comenzó a abrir la correspondencia... El primer sobre que abrió contenía una carta, corta, pero muy expresiva. La leyó sonriendo y me la pas6 para que la viera. Era de un acreedor al que la «Piccola Casa» debía 2.000 liras, y con lenguaje «robusto» reclamaba su dinero. Siguió luego abriendo otras cartas; veía el contenido de algunas y, sin sacarlo, las iba amontonando a un lado. Otras las leía y apartaba en montón diverso. Así pasaron unos minutos sin decir palabra. Cuando hubo terminado su tarea, sin la menor sorpresa por parte de él, fue sacando el contenido de las cartas del primer montón y pasándomelo a mí... Lo primero que tomé en mis manos fue un cheque por 50 liras, luego una letra por 200 libras esterlinas, luego otra por mil francos, luego otra de 500 dólares... En fin, aquello era un verdadero diluvio de dinero. Mientras yo veía esto «atontado», fue y abrió los paquetes; todos, a excepción de dos que eran libros, contenían monedas en su mayoría de oro... Aquello era un capital... —Llegó V. R. —me dijo— en uno de nuestros días de apuro; ya ve cómo la Divina Providencia se encarga de socorrer su «PICCOLA CASA...» Llamó a otro religioso y sin contar el dinero, le entregó el montón de cheques y el de cuentas por pagar, encargándole que pagara al momento. —Venga, padre —me dijo, y fuimos de nuevo a la capilla y estuvimos allí por media hora... Estaba dando gracias a la Divina Providencia... Yo, por mi parte, me arrodillé en otro reclinatorio, y, cubriendo el rostro con las manos, me eché a llorar... — ¡Qué milagros! —decía yo al salir—. Esto es mil veces más admirable.

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Habíamos visto una vez en nuestra vida a la Divina Providencia en acción..., pues en nuestra reducida experiencia ya la habíamos visto «operar», pero nunca «en tan grande escala». Entonces dijimos: no hay duda, cuando el «fulcro» de la Fe es firmísimo, la barra rígida de la Esperanza presenta un largo brazo de palanca, y todo esto lo empuja la Caridad, no hay cosa imposible para la oración... Y al decir esto, alzamos la vista y leímos en uno de los edificios: « El que confía en el Señor no sufrirá penuria...» *** Alguno dirá quizá: «El cuentecito está bien compuesto y mejor narrado.» Pues al que tal diga le respondemos: «Hombre de poca fe, vete a Turín, y entonces verás todo esto por tus propios ojos, y como los Samaritanos a la Samaritana, después podrás decirme: «Ya no creemos por lo que tú nos has dicho, pues nosotros mismos lo hemos visto». Y a los que no pueden ir a Turín les diremos aguardad un poquito y veréis cosas mayores. Pues esto que acabamos de contar es uno de los innumerables casos ocurridos en la «Piccola Casa» DESDE HACE CIENTO CINCUENTA AÑOS. Vamos a extractar algunos pocos de la vida de San José Benedicto Cottolengo, este hombre, de oración confiadísima y candidísima, hace precisamente un siglo estaba fundando la «Piccola Casa de la Divina Providencia», la institución más admirable que existe en toda la cristiandad.

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Capítulo XIV EL COTTOLENGO

Nos encontramos con un joven canónigo de la iglesia del Corpus Christi en Turín, lleno de caridad para con los pobres, sin recursos propios, sin poder contar con la ayuda de su igualmente pobre familia y sin amistades entre los ricos de la ciudad. Para poder socorrer a los necesitados, a los enfermos, a los menesterosos, tras los cuales se iba su caritativo corazón, necesitaba dinero: ¿qué hacer? Un sólo camino le quedaba abierto, y por ése marchó decidido: «Echarse incondicionalmente y sin vacilar en brazos de la Divina Providencia.» Don Cottolengo, que así se llamaba ese hombre admirable, empezó su obra basándose en la teoría de que «a Dios lo mismo le cuesta mantener dos que dos mil»; y que el que «ora con confianza y sin vacilar» tiene a su disposición todas las fuerzas de la Omnipotencia Divina. Comenzó, pues, su obra «orando frecuentemente» y «con toda confianza» delante del Santísimo Sacramento; ocupando todo el tiempo que sus obligaciones como canónigo le dejaban, en buscar a los más desvalidos para ayudarlos. Al principio no podía darles más que «simpatía» y «palabras de consuelo», lo cual, si bien animaba a los infelices, no les daba remedio temporal ninguno en sus miserias y sufrimientos. A pesar de que todo el sueldo que recibía como canónigo se lo daba a los pobres, este sueldo era pequeñísimo, y los necesitados innumerables. Desde los principios, daba siempre, sin mirar el dinero que daba, sin contarlo. Para lo cual tenía una graciosa razón fundada en las palabras de Cristo: «Si Nuestro Señor nos ha dicho: «que no sepa la mano izquierda lo que hace la derecha», ¿por qué lo ha de saber el ojo? Por otra parte —continuaba—, si al hacer la caridad vemos a Cristo en los pobres, ¿vamos a andar contando el dinero que le damos a Él?» Los ricos, que tienen mucho que dar y a quienes innumerables gentes piden, no saben lo bochornoso, lo desagradable que es para una persona «decente» pedir. Los ricos están cansados de que les pidan toda clase de personas, las cuales creen que su propia necesidad «es la mayor de todas», 152


y así piden como si ellos fueran los únicos a quienes este o aquel rico «debería» socorrer. Y así algunos se ponen furiosos cuando la persona a quien piden no escucha su demanda, y echan pestes contra los ricos porque no socorren a los pobres, esto es, porque no les han socorrido a ellos, aunque, por otra parte, esos mismos ricos hagan, como pasa frecuentemente, otras limosnas y obras de caridad. Esta actitud de muchísimos «pedigüeños» hace que los ricos estén en guardia contra esta verdadera plaga, y con justísima razón. Una cosa es que los ricos deban socorrer a los necesitados, y otra que estén obligados a socorrer a «este necesitado» especialmente. Los ricos son muy dueños de disponer de su dinero según su voluntad, pues es de ellos, y la responsabilidad de hacer o no hacer «tal obra de caridad determinada» es enteramente de su incumbencia, y no de la del que pide. Esto lo hemos dicho, tanto en defensa de muchos ricos injustamente criticados, como contra la plaga de «pedigüeños» que cada día hacen más difícil, con sus exigencias e importunidades, que los ricos den oído a los verdaderamente necesitados. Don Cottolengo, teniendo necesidad de dinero para socorrer a los infelices, después de habérselas entendido con Dios primeramente, se lanzó a conseguir los medios necesarios para remediar las necesidades, no ya de los pobres, sino de los más carentes de amparo, de los más infelices, de aquellos de quienes nadie se acuerda. El buen canónigo se había dedicado a dos trabajos muy propios de su ministerio: el confesionario y el púlpito. Sobresaliendo en este último, tanto por su instrucción como por su sentido práctico empezó a hacerse popular, abriéndole esta popularidad las puertas de las casas de los ricos, tras los cuales andaba para llevar a cabo sus «ensueños» de caridad. Invitado en cierta ocasión a casa de una familia rica, en Turín, accedió Don Cottolengo. Con su educación, su talento y su carácter alegre y bondadoso, tenía encantados a los de su familia; conversaba muy llanamente. Le ofrecieron, como es costumbre «una copita» de vino excelente. La aceptó Cottolengo, y con la habilidad de un buen catador, después de alabar la transparencia del vino, su aroma y su excelente sabor, les dijo, mirando el poco líquido que aún quedaba en el vaso: «Una copita de este tan añejo vino, haría felices a mis pobres enfermos del hospital...» Y siguió la conversación por otro camino muy distinto. El resultado fue que, al día siguiente, llegaban a la casa del simpático canónigo dos barricas de aquel vino exquisito, con la siguiente 153


etiqueta: «Al Rev. Canónigo Cottolengo, para sus enfermos.» Y, claro, de allí fueron los barriles a parar directamente al hospital. En otra ocasión visitaba a otra señora rica. La encontró tejiendo unas camisetas de lana que la anciana dedicaba a sus nietos. Admiró Cottolengo la obra, y como era invierno, echándose sobre los hombros una camiseta de las ya acabadas, como si sintiera su poderoso abrigo, dijo: «¡Qué calentitos estarían con unas camisetas como éstas los pobrecitos niños de mi barrio! Una semana después recibía el caritativo e inteligente canónigo dos grandes bultos conteniendo cien camisetas de lana, que inmediatamente fueron entregadas a los niños más necesitados de la vecindad. Lo cual supo la dama al poco tiempo, pues fue Cottolengo a darle las gracias y le llevó uno de los chiquitines vestido con la abrigadora camiseta. Con esta preparación y después de sufrir humillaciones y desprecios exteriores y pruebas internas a que Dios lo sujetó, ya se encontraba el buen canónigo tan sólo MEDIO DISPUESTO para empezar «su ensueño de caridad» en favor de los seres más desvalidos. Su primera intentona, el Hospital de «Volta Rossa», fue, sin embargo, un fracaso. La confianza en Dios de Cottolengo no estaba madura. Dios no quería aquello, quería la «Piccola Casa», fundada únicamente en la Divina Providencia. Empezó ésta hacia el año de 1830, en una casuca de dos cuartos, un establo y un corral. Para entonces el modo de proceder de Cottolengo había ya variado por completo: YA NO PEDÍA A NADIE, SINO A DIOS, confiando absolutamente en su Providencia. Aquella «Piccola Casa» no era una fundación sino de la Divina Providencia, que quería mostrar al mundo de manera palpable que «el que confía en Dios no padecerá penuria». Para esto se necesitaba que el fundador escogido por Dios para desarrollar obra tan admirable, tuviera «una confianza extraordinaria en Dios». Por eso la confianza que en Dios tenía Cottolengo no podía ser mayor. Pero no fue sólo esto, hubo mucho más. Aquel santo hombre infundió su espíritu en los religiosos y religiosas que fundó, de tal modo que hasta la fecha se conserva ese maravilloso espíritu de confianza que hace de la «Piccola Casa» una institución única en el mundo: «una Universidad de la oración y de la caridad cristiana», como muy bien la llamó un celebrado autor francés después de haber visitado aquel prodigio. 154


Viendo un padre cómo empezaban a brotar como hongos, pabellones y edificios, que, llenos hasta su mayor capacidad, se sostenían sin dificultad le dijo: «Entiendo que todo lo que ganáis como canónigo lo dedicáis a la «Piccola Casa.» «Estáis equivocado respondió el canónigo —: lo que yo gano lo reparto FUERA de la «Piccola Casa», pues ésta no tiene ni puede tener más rentas que las que le señala la Providencia Divina. Si yo pusiera un solo céntimo de mi salario, creo que todo se arruinaría. De tal modo confío en la Divina Providencia, que, cuando tengo que salir fuera por una temporada, ni me vuelvo a acordar de las necesidades de esta casa, pues sé que Dios tiene cuidado de ella.» Y la institución siguió creciendo y creciendo de modo formidable, albergando toda clase de infelices; y en ciento cincuenta años que lleva de existencia, ha seguido adelante, siempre creciendo, hasta tener más de siete mil asilados, como hemos dicho. Cotolengo había aprendido ya por experiencia y había sacado provecho de ella, entendiendo la parte que juega «el elemento divino» cuando se trata de la oración. «La Providencia dilata sus provisiones — decía—, no porque ignore nuestras necesidades o no quiera favorecernos luego. La causa de esta dilación en recibir respuesta a nuestras peticiones está en que NUESTRA CONDUCTA ES DÉBIL, o en que nuestra conciencia está culpada.» Es decir, el demonio, por nuestras culpas o desconfianza, ha conseguido detener el efecto de la oración. Ni se crea que ese hombre admirable no conociera el valor del dinero; bien que lo sabía, y bien que entendía que «ése es el medio» para poder llevar a cabo lo que pretendemos. Pero no ponía en el dinero su confianza, sino en Dios. Por eso, cuando le faltaba dinero, y era con mucha frecuencia, no perdía su serenidad, pues sabía que «si bien los comerciantes más ricos, los banqueros y aun los Gobiernos hacen bancarrota, la «Piccola Casa» no podía quebrar en modo alguno, mientras tuviera sus fondos guardados en el Banco de la Divina Providencia, que nunca quiebra ni puede quebrar». Sabía también otra cosa: «que si Dios recompensa una confianza ORDINARIA concediendo dones ORDINARIOS, cuando le pedimos algo extraordinario necesitamos tener en él una confianza EXTRAORDINARIA». Por esto, siendo la «Piccola Casa» algo EXTRAORDINARIO, no sólo él tenía en Dios confianza EXTRAORDINARIA, sino que exigía de los que le ayudaban que la tuvieran también. 155


Un día, la Superiora de las Hermanas de San Vicente, sus ayudantes en esta obra, fue a quejarse a él, con gran ansiedad y no escasas palabras, de que estaban en necesidad extrema careciendo de lo más indispensable para los asilados. Todo su capital era una moneda de oro de veinte liras. « ¿Dónde está ese dinero? », dijo Cottolengo. La buena Superiora sacó temblando un papelito donde tenía la moneda de oro envuelta con sumo cuidado, y la entregó al hombre de Dios Este tomó la brillante moneda, fue a la ventana y con toda su fuerza la arrojó al jardín, perdiéndose el dinero entre el abundante pasto. «Ahora —añadió—, no se apure la Hermana, que Dios proveerá abundantemente.» Y así fue, en efecto: aquella misma tarde dejaron en la alcancía de la puerta una suma de dinero muy considerable. La Hermana Dominica fue una vez temprano a decirle que no había pan para el desayuno de las muchachas asiladas, que eran muchas, y que tendrían que pasarla sin desayunarse esa mañana. « ¿Y las muchachas van a murmurar?», preguntó Don Cottolengo. «No murmurarán, pero su apetito no disminuirá por eso.» «Muy bien —respondió—, a su hora, mándelas a desayunarse, que la Providencia no se olvidará de que sus hijas no tienen desayuno.» Y esto diciendo se fue a la capilla a hacer oración. Poco tiempo después, la encargada de la alcancía que está a la puerta, vino trayendo dinero para darles un abundante desayuno. La Hermana Petronila le dijo, afligida, en otra ocasión, que ya no había vino, pues todas las barricas estaban vacías. «La Providencia las llenará —.respondió —si la Hermana tiene confianza en Dios.» No había pasado media hora, cuando llegaron varios carros trayendo unas pipas enormes, y descargándolas en el patio los que las habían traído, sin decir quién las mandaba. Lo más curioso del caso es que, cuando hubo de clausurar el Hospital de «Volta Rossa», se fue a Valdoceo Don Cottolengo a madurar sus planes para abrir la «Piccola Casa», y después de orar mucho, NO TENÍA PLAN NINGUNO, si no es el de trabajar por socorrer a los necesitados, dejando lo restante, es decir, TODO, en manos de la Providencia Divina. « El que confía en Dios no sufrirá penuria.»

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Capítulo XV LA PICCOLA CASA

Con dificultad creemos poder presentar a los lectores un «cuadro» más admirable que describir a grandes rasgos el espíritu de la «Piccola Casa de la Divina Providencia» para animarlos a «confiar en Dios» en absoluto y sin andar vacilando. La oración confiada pone a nuestra disposición los tesoros de la Omnipotencia Divina. Don Cottolengo tuvo, como Abraham, esta admirable confianza; pero no es esto lo más admirable, sino que sus sucesores han seguido por este camino, obteniendo los mismos y mayores resultados. La edad presente es la de la confianza absoluta EN EL DÓLAR, EL YEN, EL PETRÓLEO O EL EURO TODOPODEROSO, y la oración, que no es dinero, es mirada con desprecio y ridiculizada por los «espíritus fuertes». Sin embargo, Dios no pudo menos que sonreírse de estos individuos cuando llegaron a las trincheras... Nos decía una vez un amigo nuestro, que estuvo en la Guerra Mundial en lugares peligrosísimos, que el antiguo adagio «si quieres aprender a orar, entra en el mar», debe cambiarse en este otro: «entra en las trincheras». Pues, como decía un soldado que allí estuvo, todos oraban sin excepción. Pues bien, por ese olvido de la oración, creemos que Dios ha querido que exista en nuestra época la «Piccola Casa de la Divina Providencia», donde, por un 150 AÑOS, la oración sólo la oración ha estado produciendo el dinero suficiente para sustentar tantos miles de personas. La «Piccola Casa», como el Bienaventurado Cottolengo la estableció EN EL SIGLO XIX, todavía existe, y es el monumento más glorioso en honor de la ORACIÓN. Ha tenido “hijos” que continúan con el mismo espíritu: los Cottolengos del P. Orione: los Cottolengos del Padre Alegre que en el 2002 en que escribimos esto tienen casas en España, Portugal y Colombia. Son una refutación práctica de algunos de los errores modernos; 157


son en sí mismos, una respuesta contundente a todos aquellos que niegan el poder de la oración. La «Piccola Casa» es, en un modo supremo, CASA DE ORACIÓN. La oración es su vida, su vigor, su gozo y su constante ocupación. Allí se les enseña a todos a ORAR SIN ANDAR VACILANDO. Allí los constantes efectos de la oración, a todos visibles, hacen que ya nadie tenga por extraordinario lo que en otras partes se tiene por cosa inusitada. Pasa allí lo que a nosotros nos pasa, por ejemplo, con las computadoras. Hay tantas que ya a nadie le llama la atención ese aparato, el más maravilloso que hasta ahora ha producido el ingenio humano. En la «Piccola Casa» el efecto extraordinario de la oración es tan común, que a ninguno le llama ya la atención. Más le llamaría la atención que la oración no tuviera respuesta, como tiene. Las máximas de Don Cottolengo, que desde su tiempo han sido practicadas con toda religiosidad, han hecho que este «milagro» de la Providencia haya continuado: «La prosperidad de esta casa —les decía— depende enteramente de nuestra confianza en Dios. Si el espíritu de fe se pierde, esta institución bajará el nivel de las otras instituciones humanas.» Lo que buscaba Cottolengo era «la voluntad de Dios» y nada más. «Nada hay mío —decía — en la «Piccola Casa», todo se ha hecho según la voluntad de Dios; y estoy dispuesto a destruir todo lo hecho, a echar abajo ladrillo por ladrillo, el día que entendiera que ESTA ERA LA VOLUNTAD DE DIOS.» Estas pocas máximas, llevadas a la práctica por él y sus sucesores, orando todos con ilimitada confianza, son la causa del prodigio constante de la conservación de la «Piccola Casa». Los hechos que vamos a narrar y que pasaron durante la vida del Bienaventurado Cottolengo no son exclusivos de su época, se han seguido y siguen repitiendo constantemente, pues no fue Cottolengo el que obró estas maravillas, sino «su oración confiada y sostenida por su eximia caridad». Y como sus sucesores han seguido por el mismo camino, los prodigios se repiten sin interrupción; pues Cristo dijo: «Todo lo que pidiereis con fe y sin andar vacilando, lo conseguiréis», y la mano del Señor no se ha acortado. Cottolengo fue admirable, pero, como él podemos ser igualmente admirables si tenemos en Dios la confianza que él tuvo. Los gastos de aquella casa, solamente «Piccola» que abrigaba a miles de personas, eran y son muy fuertes. Don Cottolengo no siempre tenía a 158


mano el dinero con que pagar sus deudas inmediatamente, y, claro, no pocas veces se vio muy comprometido. En una ocasión, uno de los acreedores lo demandó delante del señor Arzobispo, y éste le citó para un día determinado con el objeto de que pagara aquella deuda. Don Cottolengo no titubeó un momento en presentarse delante de su superior; pero iba con las manos vacías, a confesar su deuda, sin poder pagarla. Cottolengo no se inmuta. Aquellas deudas las ha contraído por ayudar a los infelices, y sabe que la Providencia Divina tiene que apoyarle. Llegado el día, se disponía a ir ante el prelado cuando dos extranjeros, que venían de Aosta a ver a sus hijas, le entregaron, sin que nadie se lo pidiese, una considerable suma de dinero muy superior a la deuda. Con lo cual Don Cottolengo pagó al acreedor al punto, y éste se vio obligado a retirar su acusación. Debía la «Piccola Casa» una suma muy considerable al tendero, que, fiado, les había dado muchísimos comestibles. Llegó el momento en que ya no quiso fiar más y se fue con su cuenta en la mano a reclamar al Siervo de Dios. Este no tenía en aquel momento ni un céntimo, y así le dio buenas palabras, exhortándole a que fiase en la Providencia. Pero el tendero no quería consejos, sino dinero. No pudiendo obtenerlo, se le fue la lengua, y, al estilo italiano, le dijo al santo varón infinidad de improperios, que éste aguantó muy humildemente. Pasó la noche en oración, y, al día siguiente por la mañana, le anunciaron de nuevo la visita del tendero. Con toda resignación bajó Don Cottolengo a escuchar el «resto» de injurias que le esperaba, pues no tenía dinero. El tendero, sin embargo, no sólo no venía encolerizado, sino que le pidió perdón por lo que le había dicho la tarde anterior, dándole las gracias por el dinero que le había enviado, y ofreciéndose a seguir surtiendo en adelante la «Piccola Casa». Don Cottolengo, sin admirarse de esto, dio gracias a la Divina Providencia por haberle sacado de aquel apuro, sin saber él quién había pagado al malhadado tendero. En otra ocasión, un acreedor no sólo lo maltrató de palabra, sino que sacó tamaño cuchillo para reforzar sus argumentos. Don Cottolengo, que no tenía un céntimo con que pagar, dio un paso atrás, y metiendo mano a la bolsa para sacar su pañuelo blanco en señal de parlamento, lo que sacó fue un rollo con monedas de oro que él no se acordaba de haber puesto en la bolsa. Con lo cual se apaciguó el acreedor, y guardó junto con su navaja, el dinero que de manera tan cómica, cuanto oportuna, había aparecido en la bolsa del buen canónigo. Al contar el dinero, cayó una moneda de oro al 159


suelo, pero lo que le quedó en la mano al acreedor era precisamente lo que Don Cottolengo le debía. Cuando después de esta escena entró la Hermana Telesfora, encontró todavía pálido del susto al buen canónigo, quien le dijo que recogiera aquella moneda y la guardara en testimonio de aquel doble favor que acababa de hacerle, de modo tan inesperado, la Divina Providencia, pues el acreedor estaba resuelto a usar de su cuchillo en caso de que no pudiera obtener su dinero. Otra vez la «Piccola Casa» llegó a deberle al panadero la friolera de dieciocho mil liras. El panadero estaba para quebrar y pedía con insistencia su justo dinero. «Tenga un poquito de paciencia», le decía Don Cottolengo, quien no tenía un céntimo. «Ya he tenido muchísima», replicó el justamente irritado panadero; el cual tuvo finalmente que irse echando sapos y culebras, y decidido a no fiar ni una lira más al buen canónigo. Pero no hizo más que llegar a la panadería cuando un caballero se presentó, y, preguntándole cuánto le debía Don Cottolengo, le entregó al punto las dieciocho mil liras, rogándole entregara el recibo al Siervo de Dios. Pertenecía entonces la ciudad de Turín al reino de Cerdeña, de la cual era capital. El Gobierno del Rey había observado con atención el inusitado crecimiento de la «Piccola Casa», sin intervenir directamente. Mas cuando vieron que pasaban de seiscientos los asilados y que el que los sostenía no tenía ni un céntimo de renta, se pensó intervenir por el bien público. El rey Carlos Alberto mandó a su ministro, el conde de Escarena, para que investigara el estado del establecimiento. Tuvo, pues, una entrevista con Don Cottolengo, que merece ser reproducida palabra por palabra. El Ministro. —¿Usted es el director de la «Piccola Casa»? Don Cottolengo. —No precisamente; yo sólo soy un agente de la Divina Providencia, que es la que dirige la Casa. El Ministro. —Esto está muy bien; es muy edificante. Pero, ¿con qué recursos cuenta usted para sostener tantas personas? Don Cottolengo. —Con los que me da la Divina Providencia. El Ministro. —Pero, padre, para sostener a tantas personas, usted debe de tener algunos fondos determinados: algunas rentas fijas. Don Cottolengo. —Por supuesto que las tenemos. La Divina Providencia nunca se olvida de los desvalidos. ¿Cree su excelencia que a la Divina Providencia le van a faltar fondos? 160


El Ministro. —Señor canónigo, será como usted quiera, pero el Gobierno tiene derecho y obligación de enterarse de la conducta de usted, pues es una temeridad meterse en una obra de esa magnitud sin tener algunos fondos asegurados. Don Cottolengo. —Espero que su excelencia no nos culpe porque vivimos a expensas de la Divina Providencia. El Ministro. —Pero Don Cottolengo. —, reflexione en lo que pasaría si usted fallara. Calcule en la posición en que pondría al Gobierno, cargándole de improviso cerca de mil personas enfermas y destituidas. Don Cottolengo. —Excelencia, Dios proveerá para el futuro, como ha provisto hasta ahora. Hasta el presente no hemos causado mal ninguno a los súbditos de Su Majestad, ni le hemos pedido ayuda ni favor alguno al Gobierno. No veo, pues, motivo, señor, para temer en lo futuro, pues Dios nunca falta a los que en Él confían. Con esto concluyó la entrevista. El ministro informó al rey: «que era tan firme la confianza de Don Cottolengo en la Providencia Divina, tan angelical y sereno su continente, y sus motivos tan puros y nobles, que él estaba convencido de que la mano de Dios estaba con él. Por lo cual creía que aquella obra era merecedora del patrocinio del rey». El buen rey quiso seguir el consejo del ministro y tomar la «Piccola Casa» bajo su real protección... Don Cottolengo fue a verlo y le dijo que le agradecía mucho sus buenas intenciones, pero que aquello era imposible, ya que el Patrono era Dios, infinitamente superior al mismo rey. A lo cual el rey accedió, verdaderamente edificado de la respuesta. Pero no fue esto solo. Un día llegó a la «Piccola Casa» un oficial anunciando a Don Cottolengo que el rey «iba a honrar» la casa, haciéndole una visita. A lo cual respondió el Siervo de Dios: «Que la «Piccola Casa» agradecía muchísimo a Su Majestad aquella honra; pero que Su Majestad le haría un favor mucho mayor NO YENDO A VISITARLA, pues semejante manifestación de protección humana quizá no sería muy del agrado de la Divina Providencia.» A lo cual el rey nada tuvo que decir, y suspendió su proyectada honra. Esto no impedía que el rey llamara a Don Cottolengo para consultarlo en muchas ocasiones, y que el bienaventurado canónigo fuera personalmente al palacio real. En una de esas visitas el rey le dijo: 161


«Mi querido canónigo, espero que Dios le conceda una larga vida; pero, cuando usted muera, dígame, ¿qué arreglos, qué disposiciones ha tomado acerca de su sucesor? ¿No le parece que es cosa de prudencia que escoja a alguno?» « ¿Qué cosa? —respondió Don Cottolengo ¿Tiene Su Majestad desconfianza de la Providencia Divina? ¿Por qué no he de dejar que Dios escoja mi sucesor? Le ruego, señor, que vea lo que está pasando a la puerta del palacio»; y lo llevó a una ventana. La guardia se estaba renovando. «Una palabra pasaba de uno a otro soldado —dijo—, y la nueva guardia reemplaza a la anterior, y ésta se va a su cuartel a descansar. Así sucederá cuando Dios disponga mi reemplazo. Dios hablará al oído de algún otro, y el nuevo centinela vendrá a ocupar mi lugar.» El rey verdaderamente asombrado de aquella nunca vista confianza en Dios y de la sencillez con que Don Cottolengo le hablaba, respondió: «Que se haga como usted lo dice, muy querido canónigo, y que la Divina Providencia siempre le siga protegiendo como hasta ahora. Por lo que a mí toca, Dios me libre de oponerme en nada a los planes divinos.» Como en la «Piccola Casa» no se llevaba contabilidad de ninguna especie y fueran varias las quejas sobre ello, el rey Carlos Alberto llamó otra vez a Don Cottolengo, y con todo cariño y respeto le dijo: «Mi querido canónigo, creo que es muy conveniente que en la «Piccola Casa» se lleve una buena contabilidad; ponga un tesorero y un tenedor de libros, por lo menos, para que los registros estén en orden. ¿No ve, mi querido canónigo, la confusión que habrá el día que usted falte? ¿Cómo podrán los acreedores recibir su pago y la «Piccola Casa» saber lo que le pertenece?» «Señor —replicó prontamente el canónigo, dirigiéndole, al propio tiempo, una mirada mucho más expresivas que sus palabras —: ¿me pudiera decir Su Majestad cuánto tiempo hace que la Divina Providencia gobierna el Universo? » «Hará unos seis mil años», respondió el rey. « ¿Y durante tan largo tiempo, se ha sabido alguna vez que la Divina Providencia haya hecho mal a alguno o negándole lo que le pertenece? ¿O sabe Su Majestad que Dios tenga tenedores de libros o haya llevado cuentas? ¿O que por esto u otra causa cualquiera haya estado en bancarrota? Pues la «Piccola Casa» es la casa de la Divina Providencia, guiada por Ella y por ella provista. Nunca ha padecido penuria ni ha negado a los deudores lo suyo. Cuando este instrumento (el Cottolengo) envejezca y se apolille, será substituido por otro, y éste dará a cada uno lo suyo.» 162


El rey sonrió admirado y despidió a Don Cottolengo diciendo: «Haga, padre mío, como Dios le inspira; la Divina Providencia ha empezado esta obra, y Ella la llevará adelante.» *** Llevaba sólo diez años de establecida la «Piccola Casa», cuando Don Cottolengo, víctima del tifus, contraído en la administración de los enfermos, presintió la cercanía de su muerte. Lo natural y ordinario era que quisiera morir rodeado de sus pobres. Pero no queriendo en modo alguno ser causa de que a su muerte los suyos fueran a poner en él más confianza que en la Divina Providencia, después, de haberse despedido de todos, dándoles sus últimos consejos, moribundo corno estaba se hizo llevar a Chieri, a la casa de su hermano el canónigo Luis. Llegado a esta casa, donde iba a morir, no se le volvió a oír hablar ni una palabra de la «Piccola Casa». La dejaba enteramente en manos de la Divina Providencia, y lo demás holgaba. Allí, pues, el día 13 de abril de 1842, a las ocho la noche, entregó su alma en manos del Creador, quien para tanta gloria suya le había mandado al mundo 56 años antes... Desde entonces la «Piccola Casa» ha estado sosteniéndose solamente de lo que la Divina Providencia le envía, y ha seguido creciendo más y más cada día, hasta formar una verdadera población. El Gobierno italiano ha querido repetidas veces «asignarle rentas», pero los sucesores de Cottolengo han rehusado constantemente esas ofertas. ¿No tiene a su disposición los tesoros de la Providencia?... Hombres de poca fe, id a Turín y veréis por vuestros propios ojos ese prodigio. Allí veréis cómo la oración confiada da dinero, y mucho dinero. Todos los que visitan aquel prodigio sienten, al ver tantos infelices atendidos por hombres y mujeres heroicas, sin recurso humano alguno, sienten que la bolsa se les afloja» y dan, dan de lo que llevan y después siguen enviando siempre algo, para hacerse instrumentos de la Providencia. Por este medio tan sencillo Dios sigue dando y dando lo que necesitan aquellos que como hijos confían en Él. Allí todos oran, no para obtener favores determinados, sino que, sabiendo que Dios conoce mejor que ellos sus necesidades, como pordioseros, solamente levantan a Dios sus manos vacías esperando que Él les socorra, y los socorre infaliblemente. 163


Cuando los visitantes, de todas partes del mundo, preguntan maravillados: ¿con qué fondos se sostienen tantos infelices?, los guías que les enseñan la Institución les dicen: vengan y verán. Y llevándolos a la iglesia les enseñan a los asilados que, por turno; están orando delante del Santísimo. Entonces, con toda sencillez, les dicen: Aquí están nuestros fondos, de aquí vienen nuestras rentas... «Quien confía en el Señor no quedará defraudado»

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Capítulo XVI UNA OBRA MAESTRA DE LA ESCUELA FRANCESA

Visitando en St. Louis Missouri «The Shaw's Garden», uno de los jardines botánicos mejores del mundo, nos fue mostrada una flor tan rara como hermosa, traída de Africa, si mal no recordamos. Todos los visitantes iban a verla como cosa rarísima, y en efecto era «rarísima en los Estados Unidos». Tanto se nos habló de lo raro de la flor, que quisimos informarnos detenidamente de su procedencia, y vinimos en conocimiento de que, en la región africana de donde es nativa, era aquélla una flor de lo más común, aunque no corriente. La flor no era rara en su propio terreno, pero se consideraba como tal en el clima de St. Louis. ¡Cuánto se ha escrito y hablado, en estos últimos años, de la Florecita Blanca de Jesús, Santa Teresita, la cual ha sido considerada como un prodigio! Y, sin embargo, como Santa Teresita hay innumerables flores en la Iglesia de Dios y las ha habido siempre; son flores comunes, aunque en modo alguno corrientes. Sólo Dios Nuestro Señor puso esa bellísima flor en «The Shaw's Garden» del Carmelo de Lisieux. Esto ha hecho que innumerables personas hayan tenido oportunidad de ver una de esas flores, mientras otras semejantes están escondidas en los “valles africanos” es decir, en conventos, donde muy pocos las ven y menos las aprecian. Si conseguimos semillas de esa flor africana exquisita, las sembramos en la época propicia, las regamos oportunamente y con todo cuidado las cultivamos en un invernadero, es muy probable que consigamos obtener algún ejemplar, si bien es fácil que se nos malogren muchas semillas antes de obtener la flor deseada. Igualmente pasa con las «flores espirituales» semejantes a la querida Santita. Esto no quita en modo alguno su valor a la flor, pues ya lo hemos dicho, que, aunque es común, pues sí las hay, y en mucho mayor, número del que nos imaginamos, todavía estas flores no son corrientes, sino en extremo exquisitas y delicadas. Los diversos autores que sobre la Santita han escrito, se han fijado casi únicamente en la Flor misma, extraordinariamente bella; nos hablan 165


de «su Caminito», de la «Niñez espiritual» y de otras de sus virtudes sumamente simpáticas y atractivas. Pero, sobre todo, la «Lluvia de rosas» es lo que atrae a muchísimas personas completamente enamoradas de ella, ya que con tanta prontitud y eficacia despacha las peticiones que se le hacen. Nosotros, al estudiar esta «Obra Maestra de la Escuela Francesa» (lo cual no excluye que haya también obras maestras en otras escuelas), vamos a considerar esta prodigiosa Flor, pues lo es (aunque no la única), desde un punto de vista algún tanto diverso. Teresita es para nosotros un caso evidente del prodigioso efecto de la oración. Creemos que Dios N. S. puso a la vista del público esa Florecita en el Jardín de Lisieux, más que para otra cosa alguna, «para promover la oración de petición», tan indispensable para la salvación de las almas, en esta época del «TODOPODEROSO DINERO», contraponiendo la oración al dinero, ya que con aquélla se consigue no sólo éste, sino otras muchísimas cosas que el dinero no puede darnos. *** Corría el año 1823, un siglo precisamente antes de la beatificación de Teresita. Un soldado muy cristiano, que había servido en los ejércitos de Napoleón el Grande, acababa de tener de su esposa, en Burdeos un hermoso niño, a quien pusieron en el bautismo el nombre de Luis José Estanislao. El capitán Martín, su padre, recibió aquel niño como un don del Cielo, Y arrodillado dio gracias a Dios «rezando la oración del Padrenuestro», pues tenía aquel valiente soldado una devoción grandísima por la oración dominical, la cual rezaba con tanto fervor que hacía arrasar en lágrimas los ojos de los que le escuchaban. El capitán Martín, acostumbrado a repetir desde el fondo de su corazón v con toda sinceridad «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo», daba gracias a Dios por aquel hijo que le había concedido, y se lo consagraba, para que un día fuese misionero. *** Han pasado veinte años. El joven Luis Martín, llevado de su amor a la oración, sube una mañana las encumbradas cimas del Gran San Bernardo y llama a la puerta de la histórica Abadía. El Prior le acoge afablemente y le escucha con atención; pero en lugar de abrirle los brazos al punto y recibirlo en la comunidad, como el joven pretendía, le aconseja 166


que vuelva a su hogar, al que retorna Luis, repitiendo con humildad la oración que rezaba su padre: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.» *** Acompañada de su hermana mayor, Celia Guerin va una tarde a la casa de las Hermanas de la Caridad en Alençon y solicita de la Superiora ser admitida en su comunidad, pues Dios le ha dado grandísimos deseos de trabajar en las misiones. La Superiora la escucha sonriente y le dice: «Su vocación es para el mundo, Dios la quiere para formar una familia.» Nunca hubiera Celia esperado esta salida, pero comprende que Dios le ha hablado por boca de la Superiora, y al ver que, pocos meses después, su hermana mayor es admitida como religiosa en el Convento de la Visitación, exclama: «Dios mío, ya que Tú no me quieres por esposa, como a mi hermana, para CUMPLIR TU SANTÍSIMA VOLUNTAD me casaré. Concédeme, al menos, que tenga muchos hijos y que todos ellos a Ti sean consagrados.» *** Sucedió, pues, que el 12 de julio de 1858 fueron unidos en santo matrimonio, en la iglesia de Notre Dame, en Alençon, Celia Guerin con Luis Martín. Aquellas dos vocaciones frustradas dieron por resultado el matrimonio de dos seres cuyo mayor deseo era EL DE TENER UN HIJO MISIONERO... Y así, empezaron a pedir a Dios, con toda el alma, que les diera un hijo que pudiera salvar muchas almas. Dios les manda el primer descendiente, pero resulta hija, a la que ponen por nombre María Luisa. Siguen pidiendo «el misionero», y Dios les manda otra hija, María Paulina. Impertérritos prosiguen en su fervorosa oración, y Dios les da otra hija, María Leonia. No se descorazonan, y enseñan a sus tiernas hijitas a pedir a Dios les dé un «misionero». Los dos esposos y las hijitas piden con insistencia, y Dios les manda... otra hija, María Elena. Siguen las oraciones de toda la familia «por un misionero...» Al fin Dios les da un hijo, José Luis. El gozo de los buenos esposos y sus hijitas es extraordinario; ya Dios les había dado un hijo, un hermano, pero a los pocos meses muere José Luis... 167


La muerte de este niño es llorada por todos, no tanto por haber perdido a uno de la familia, sino porque «el futuro misionero» había desaparecido. Se redoblan las oraciones. Las niñas piden con instancia extraordinaria, como sus padres, que Dios les conceda otro misionero. Y Dios les concede a Juan Bautista, el cual llena de alegría toda la casa, para partir al cielo dentro de poco tiempo... Aquel matrimonio y sus hijas tenían una fe, una confianza como la de Abraham, y siguen pidiendo «el misionero...» Después nace... María Melania... A pesar de lo cual las oraciones siguen con más insistencia... *** Es una noche del mes de enero, y está nevando. Luis Martín, que ya peina canas, está en su estudio, sentado, viendo caer la nieve y pidiendo a Dios con todo fervor que el último vástago que va a enviarle sea «un misionero». Con los ojos entreabiertos, ya le ve crecer, justo y lleno de gracia como Samuel. Ya le ve diciendo su primera Misa... y luego marchar para las misiones de Oriente, para la China. Allí le ve convirtiendo muchas almas a Cristo... Luego le contempla mártir, dando su sangre por la confesión de esa fe que había predicado con tanto fruto como trabajos... De pronto se abre la puerta del estudio, y oye una voz conocida, la del doctor dela familia, que, conmovido, le dice: «Será misionera... » Luis Martín siente como un peso enorme que le agobia... Su última ilusión ha desaparecido... Pero después de unos momentos se recobra... Le parece ver a su padre, el capitán Martín, recitando con unción el Padrenuestro... y, con la resignación cristiana que el viejo militar le había infundido desde la cuna, brotan heroicamente resignadas de su boca aquellas sublimes palabras: «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo...» Nos parece después verle levantarse de su silla e ir a la ventana que abre. Aunque la tierra se halla cubierta con su sudario de blanca nieve, el cielo está claro y brillan las estrellas, como en tiempo de Abraham..., y nos parece que una voz secreta le dice «Cuéntalas si puedes... Muchas más serán las almas que traerá a Mí este MISIONERO...»

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Capítulo XVII TERESITA

Una cosa es la misión, por ejemplo, del Sumo Pontífice y otra las virtudes personales de quien desempeña este cargo. Del mismo modo debemos distinguir entre las virtudes personales de Teresita y la misión a la cual Dios la había destinado. Los autores, como hemos dicho, se fijan más en las atractivas virtudes de esta flor del Carmelo que en la misión especialísima a que Dios la destinara; hablan de ella, pero sin analizarla profundamente como merece, investigando la causa por la cual Dios la hizo Misionero. Nosotros nos ocuparemos únicamente de «su misión», la cual sostenemos que fue principalmente, no el fruto de sus virtudes personales, sino el de la oración de toda su familia, incluso la de ella misma: fue el fruto de la oración de tres generaciones. *** Cuando Luis Martín dio el primer beso a su hijita recién nacida, él y Celia, su esposa se miraron con tristeza; pero, bajando al punto la cabeza, dijeron interiormente con toda resignación: «Hágase tu voluntad.» Mas no por este contratiempo desistieron de su oración aquellos bravos corazones normandos. No solamente siguieron adelante pidiendo a Dios ellos Mismos y sus hijas por un misionero, sino que, desde que pudo hacerlo, enseñaron a Teresita a pedir lo Mismo. Desde el principio de su vida matrimonial, aquellos santos esposos habían pedido a Dios «con insistencia» Un misionero. Nunca, que sepamos, pidieron ver a su hijo ya misionero, pues no lo pedían para ellos mismos, sino para la gloria de Dios. Su oración era generosamente desinteresada. Querían que todos sus hijos fueran consagrados a Dios, como lo había pedido Celia, aun antes de tenerlos. Pero tenían especial empeño en que uno de ellos, por lo menos, fuera misionero, para que convirtiera muchas almas a Cristo. Así le ofrecieron, al nacer, los 169


varoncitos, como Anna, la madre de Samuel; y los hubieran visto, con el mayor gozo espiritual, embarcarse para la China, aunque se les rompiera el corazón, sin esperar jamás volver a gozar de su presencia. Teresita fue recibida por sus padres «como cualquiera de sus otras hermanas», pero nada más; ni había razón justa para otra cosa. Una hija más no significaba nada extraordinario en un hogar donde ya había seis mujeres. Una prueba de esto la tenemos en el siguiente hecho: recién nacida Teresita, enfermó, y sus padres se vieron en la necesidad de enviarla al campo para ser amamantada allí por una nodriza, y esto duró catorce meses. Ahora decimos nosotros: si, en lugar de haber sido una mujer, hubiera sido hombre, y hubiera sido necesario un cambio para el recién nacido, ¿no se hubiera TODA LA FAMILIA trasladado al campo tras el «futuro misionero»? Pero era una niña, como las otras seis; y claro, con mucha pena, la dejaron ir al campo para ser amamantada allí por una nodriza. El aprecio extraordinario de sus padres y sus hermanas por Teresita empezó después. A la muerte de la señora Martín, cuando Teresita contaba sólo cuatro años, lo natural era que toda la familia se agrupara alrededor del ser más necesitado de cariño y protección, y así sucedió. Pero esto mismo sirvió para que todos empezaran a descubrir en aquella criatura algo especial, que era la elección que Dios había hecho de ella para ser el misionero deseado sin que nadie se diera cuenta de esto. La inteligencia y bondad extraordinarias de aquella niña hacían que todos la quisieran de modo especial y cuidaran de ella como cosa propia de cada uno. De allí vino el cariñoso nombre con que su padre la llamaba, sin envidia de ninguno: mi REINA. Ella, en efecto, era la Reina de la familia; era, sin que nadie lo sospechara, el futuro misionero. No es nuestra intención hacer aquí un análisis de las virtudes personales de Teresita, sino estudiar su misión y cómo fue Dios preparándola para ella. La gloria de haber formado desde el principio a esta misionera de la oración recae principalmente en su noble padre. El la enserió a orar con el ejemplo, como el capitán Martín le había enseñado a él. «Todas las tardes —nos cuenta ella misma— salía con mi papá a visitar al Santísimo Sacramento, en una iglesia. Una de esas tardes fue cuando, por vez primera, vi nuestra capilla del Carmelo. «Mira, reina mía 170


—me dijo—, detrás de esas rejas están unas monjitas santas que continuamente están ORANDO a Dios Nuestro Señor.» »Por las noches, cuando íbamos a rezar nuestras oraciones, colocada junto a mi querido papá, no tenía sino mirar a él para aprender COMO ORAN LOS SANTOS.» El primer fundamento para que la oración sea eficaz, es una confianza enteramente resignada en manos de Dios. El «Hágase tu voluntad» del capitán Martín, pasando por el admirable conducto de su hijo Luis, vino a infiltrarse de tal modo en el corazón tiernecito de Teresa, que desde la edad de tres años nunca había rehusado a Dios cosa alguna; esto es, estaba entregada a su Voluntad Santísima. A una edad muy tierna había pronunciado aquellas palabras: «Sólo una cosa temo hacer: mi propia voluntad. Acepta, pues, Señor, la oferta que de ella te hago, y desde ahora escojo todo lo que Tú quieras.» Insensiblemente aquella criaturita empezó a orar con estos fundamentos «Mis reflexiones se hicieron más y más profundas y, sin saber lo que era orar, mi alma quedaba absorta en oración.» Y su oración se elevaba desde entonces pidiendo a Dios ser misionero. Desde entonces Dios le había dado «una gran compasión por las almas que padecen». «En aquella radiante noche empezó el tercer período de mi vida... Él me hizo pescadora de hombres...» *** La antigua idea de que hubiera en su familia un misionero, movió más que nada al generoso Monsieur Martín a dar gustoso a Dios una por una sus hijas para el Carmelo, religión dedicada a misionar espiritualmente por medio de la oración. Esta idea seguía también clavada en la mente de las hermanas de Teresita; pero ella fue más adelante. Estaba persuadida de que no en vano pone Dios en nuestra alma un deseo que nos asedia constantemente: « ¿Acaso Dios me habría dado este deseo, siempre creciente, de hacer bien en la tierra DESPUÉS DE MI MUERTE, si no fuera porque Él quería concedérmelo?» Por muchos años toda la familia había estado pidiendo a Dios un misionero, y Dios inspiró a Teresita que le pidiera mucho durante su vida «ser misionero después de la muerte», para que de este modo no sólo fueran concedidas sus propias oraciones, sino las de toda la familia. Ella debía ser el fruto de la oración de tres generaciones. 171


Ya hemos dicho en otro lugar que para la oración no hay límites como no los hay para Dios, que es quien ha de concedernos, o no, lo que le pedimos. No habiendo, pues, límites de espacio ni de tiempo para la oración, nada tiene de particular que se le metiera a Teresita en la cabeza pedir a Dios ser misionero después de la muerte, ya que durante su vida no podía serlo sino indirectamente. Sabía que, como Juana de Arco, «Mientras estaba aprisionada y encadenada, no podía cumplir su misión; pero después de la muerte había de llegar el tiempo de sus grandes conquistas» 4. Ya una idea de que «había de volver» seguía obrando en su corazón, como el final, el último eslabón de una cadena de oro: «el Misionero». Pero no sólo tenía la persuasión de su vuelta, sino que aún proveía los medios de que Dios se había de valer para que su misión fuera un verdadero triunfo. «He leído y releído el manuscrito de mi vida, y sus páginas han de hacer mucho bien..., y por esto sé bien que todo el mundo me ha de amar». «Es muy cierto que todo en este mundo pasa, y Teresita también pasará..., pero volverá de nuevo». «Mi misión, como la de Juana de Arco, por voluntad expresa de Dios, se ha de cumplir a pesar de la hostilidad de los hombres». «Sí, yo he de volver a la tierra para hacer amar a Mi Amado». «Siento que mi misión va a comenzar...; si mis deseos se cumplen, yo pasaré mi cielo derramando una lluvia de rosas sobre la tierra, hasta el fin del mundo. Sí, yo pasaré mi cielo haciendo bien en la tierra. Esto no es imposible, puesto que los mismos ángeles, que gozan de la Visión Beatífica, cuidan de nosotros. No, no podré descansar hasta el fin del mundo, mientras haya almas que salvar. Pero cuando el Ángel declare que el tiempo ha pasado ya, y empezada la eternidad, entonces descansaré, entonces podré regocijarme porque el número de los elegidos está completo... Mi corazón tiembla de placer con este pensamiento. Si aun mis más pequeños deseos me los ha cumplido Dios tan abundantemente, me parece imposible que el mayor de todos, del cual le hablo constantemente en mi oración, no se realice también por completo». Este deseo lo vemos expresado muy claramente en estas palabras suyas: «Como los Profetas, yo seré luz para las almas. Iré de una a otra parte del mundo, predicando tu nombre, e izaré en el suelo pagano el glorioso estandarte de la Cruz. Una misión sola no satisfaría mis ardientes deseos. Yo esparciré el Evangelio por todas partes, aun en las islas más lejanas. Yo seré misionero, no por unos cuantos años solamente. De haber 4

Novissima Verba.

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sido posible, hubiera deseado serlo desde la creación hasta el fin de los tiempos.» En estas palabras tenemos la expresión de la primera parte de su misión: salvar almas, muchas almas, y hasta el fin de los siglos. La segunda la vemos claramente expresada en las últimas palabras de su manuscrito: «Te ruego que mires ese gran número de almitas; te ruego que entre ellos escojas una legión de víctimas dignas de tu amor.» La principal misión del misionero es «salvar almas», enseñarles el camino del cielo. Que guarden los mandamientos. Esto es lo principal. Pero también el misionero perfecto busca algo más: «enseñar a las almas escogidas el camino de la perfección». Teresita, en su misión póstuma, fruto de la oración de tres generaciones, llenó esta doble misión de la manera que veremos en el capítulo siguiente.

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Capítulo XVIII UN CUADRO INFANTIL

Suele pasar con frecuencia, cuando se trata de aclimatar una planta en diferente clima, que la flor deseada no brota con toda su hermosura sino hasta el tercer trasplante. Así pasó con Teresita, la cual, insistimos en nuestra tesis, es el fruto de la oración de tres generaciones. La misma Teresita no pudo menos de sospechar que tantas gracias como había recibido durante su vida, y esperaba recibir «después de su muerte», eran debidas a oraciones especiales que otros habían hecho por ella, de un modo u otro. Y así, decía a su hermana y superiora, la madre Inés de Jesús, estas palabras: «Un día, queriendo la Hermana María de la Eucaristía encender las velas para una procesión y no teniendo cerillas, se acercó a una lamparita que casi se estaba extinguiendo y allí encendió la mecha, con la cual siguió encendiendo las otras velas de la comunidad. Entonces me dije: « ¿Cómo puede uno gloriarse en sus propias obras? Así como la lamparita casi extinguida pudo producir otras llamas que a su vez encendieron otras innumerables, siendo, sin embargo, una, humilde y pequeña, la que fue causa de que se encendieran las otras, así pasa en la Comunión de los Santos. Sí, una llamita es capaz de encender en la Iglesia aun los doctores y los mártires. Muchas veces no sabemos que las gracias y las luces que recibimos son debidas a un alma ignorada, porque Dios quiere que los Santos se comuniquen uno a otro su Gracia POR MEDIO DE LA ORACIÓN...» Ahora fijémonos en la lógica conclusión que sacó de eso Teresita: «¡Cuántas veces he pensado que tal vez las gracias que yo he recibido son debidas a la ORACIÓN de alguna almita que las ha obtenido de Dios para mí y a la cual no conoceré sino hasta el cielo!...» A nosotros nos parece que hemos descubierto ya este secreto... Esta primera llamita fue la oración del capitán Martín, el «Hágase tu voluntad», que con tanto fervor como sinceridad repetía al pronunciar la oración del Padrenuestro. Esta llamita la comunicó a su hijo Luis, el cual encendió los 174


corazones de su esposa e hijas pidiendo a Dios «un misionero...», y estas oraciones de tres generaciones produjeron la llama, el incendio de Teresita. Que aquellas oraciones existieron, es un hecho. Y esas oraciones no pudieron quedar desoídas. ¿Qué nos resta, pues, sino creer que Teresita fue el fruto obligado de todas ellas? Y para que este fruto fuera gozado, a lo menos, por algunas de las que tomaron parte en ellas, Dios quiso que sobrevivieran a Teresita cuatro de sus hermanas y que fueran testigos, no sólo de su gloriosa exaltación a los altares, sino del cumplimiento de su misión. Como Teresita ha habido, hay y habrá muchas almas a Dios consagradas que florezcan con iguales virtudes: PERO LA MISIÓN ESPECIAL QUE ELLA TUVO YA ES OTRA COSA. Esta no es el fruto de sus virtudes mismas, es el efecto de la elección divina, fruto de la ORACIÓN de toda su familia. En esto se distingue esta bellísima flor del Carmelo de otras muchas. Ha sido puesta por Dios en Lisieux para que el mundo entero la contemple y para que de este modo pueda llevar a cabo la misión que por tantos años pidieron sus padres y pidió ella misma: SER MISIONERO. Por eso Dios inspiró a esta alma privilegiada el deseo de ser misionero después de su muerte; cosa que no se han atrevido a pedir muchas almas, por privilegiadas que hayan sido. Esta criatura, en «su confianza ilimitada y filial», no tuvo empacho en decir algo que hubiera escandalizado a otros: «Yo sentía que había nacido para grandes cosas desde la niñez, aspirando desde entonces a ser santa. Y esta aspiración que a muchos parecerá temeraria, dada mi imperfección, perdura en mí desde entonces, teniendo confianza absoluta de que llegaré a ser UNA GRAN SANTA, no por mis méritos, sino por los de Aquel que es la Virtud y la Santidad mismas.» Ella nació para Santa y Santa Misionero, por las oraciones de su familia, a lo cual ella misma cooperó, sin saberlo, pidiendo a Dios por lo mismo. Repetimos que, a nuestro modo de ver lo que distingue a esta Santa de muchas otras almas igualmente privilegiadas es principalmente «su misión», la cual fue fruto, no de sus virtudes personales, sino de las oraciones de su familia y de ella misma. Veamos ahora cómo ha cumplido esta Misionero su admirable misión. *** 175


La misión de Teresita, como lo hemos indicado, fue doble: conducir un grupo de almas por «su caminito» y salvar muchas, muchas almas estilo misionero. En la primera parte de su misión, bien la podemos comparar con Santa Teresa, Santa Juana Chantal y otras grandes Santas escogidas por Dios para enseñar a muchos el camino de la perfección. Esta misión la han tenido, a su modo, otras grandes Santas. En lo que se distingue la de Teresita es en que simplifica este camino. No pocos autores ascéticos, en su empeño de regularizar el ejercicio de la perfección, han hecho casi impracticable, para muchos, el camino de la santidad. El tal caminito de confianza y abandono de Teresita, no es tal caminito, sino el gran camino real que conduce directamente y sin rodeos a la más elevada santidad. Pero Teresita, en lugar de proponernos que andemos a pasos agigantados por este camino, nos exhorta a andarlo como los niños, poquito a poco: por medio de actos pequeños, de sacrificios chiquitos, por todos practicables. Teresita es el Coué de la vida espiritual. El famoso boticario francés exhortaba a sus pacientes a repetir: «Cada día y de todos modos voy mejorando más y más.» Así quiere ella que hagan las almas que la sigan. Cada día ganan un poquito. Decía el boticario que si andamos, sin dificultad alguna, sobre una tabla de un pie de ancho, colocada sobre el suelo, con práctica podremos andar sobre esa misma tabla colocada a diez pies de altura. Todo es cuestión de práctica, de ejercitarse «poco a poco» subiendo la tabla más y más arriba. Esta es, ni más ni menos, la teoría espiritual de Teresita. Ejercitándonos repetidas veces en actos pequeños, lograremos, con la gracia de Dios, llegar a los actos más heroicos. Eso de los pasos agigantados de los ascéticos hace que muchos, que a pasitos hubieran llegado muy adelante, no se atrevan a seguir por ese camino que los asusta. Es el andar sobre la tabla a diez pies de altura, sin haberse ejercitado antes, poco a poco, en este ejercicio a menores alturas. En esto está el quid de Teresita, en los pequeños sacrificios, en las oraciones, pidiendo a Dios cositas chiquitas que, obtenidas, nos dan granitos de confianza, los cuales sumados nos dan verdaderos montes. Es la misma teoría nuestra de la polea que en otro lugar expusimos. Una serie de «tirones» pequeños dan por suma total el «brazo de palanca requerido para conseguir el efecto deseado». En otras palabras: Teresita mete en sus enseñanzas y muy suavemente la cuarta dimensión, el elemento TIEMPO. Quiere que crezcamos en virtud, como crecen los 176


niños, quienes se desarrollan poco a poco. Los que «se estiran demasiado pronto», muy cerca están de que se les doble la gelatinosa osamenta. Por esta diferente manera de considerar la perfección y el camino de la santidad, le pasaba a Teresita: «que los libros de autores ascéticos me dejaban fría, y lo mismo me pasa hasta ahora», y continúa: «Por más hermoso y conmovedor que sea un libro, mi corazón no responde, y lo leo sin entenderlo o, si lo entiendo, no puedo meditar en él.». En cambio, cuando leía la Imitación, la encontraba de una grandísima ayuda, encontraba en ella un maná escondido y genuino. «En los Evangelios, empero, es donde encuentro mi mayor ayuda para orar; pues encuentro en sus páginas todo lo que necesita mi pobre alma, y siempre encuentro nueva luz y escondidos en ellos descubro los sentidos más misteriosos». Y lo mismo le pasaba con los «devocionarios»: la dejaban fría. Para ella las únicas oraciones eran el Avemaría y, sobre todo, el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad...»; en esas palabras lo encontraba todo. Este es el «caminito de la niñez espiritual» que practicó aquella angelical criatura y por el cual ha empezado a arrastrar tras sí tantas almas a la perfección, en cumplimiento de parte de su misión. *** Esta primera parte de la «misión» de Teresita, sin embargo, es más de «director espiritual que de misionero». Estos no pueden andar predicando « la perfección» cuando las almas a ellos confiadas carecen aún de la luz de la Fe o la tienen ofuscada por los vicios. La verdadera misión de Teresita, la que la distingue completamente de otras Santas, es la «de verdadero misionero», que comenzó a ejercer, no durante su vida, sino desde el mismo instante de su glorioso tránsito.

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Capítulo XIX PRANZINI

En cierta ocasión presenciamos la siguiente escena en casa de un amigo nuestro, muy rico en otro tiempo y que lo había perdido todo en la revolución, menos las espléndidas alhajas de su esposa. Juanito, su hijo, tenía unos diez años, y, aunque había visto innumerables veces las magníficas joyas de su madre, nunca había apreciado el valor de ellas hasta que sucedió lo que vamos a relatar. Su padre, a quien llamaremos don Antonio, viéndose escasísimo de metálico, tuvo necesidad de empeñar o vender las alhajas, para lo cual había mandado llamar aquella tarde a su casa, a un joyero. Juanito había estado insistiendo todo el día con su padre que le diera cincuenta centavos para comprar una pelota. Al fin, con grandísima dificultad y juntando centavo por centavo, don Antonio dio al niño el dinero deseado, diciéndole que ya no le daría más, pues necesitaba lo poco que tenía para dar de comer a su familia y no para pelotas. Juanito fue y compró su pelota y, al volver a casa, encontró a su padre tratando con el joyero. Después de examinar varias alhajas, dijo éste que lo único que podía interesarle era un brillante enorme engarzado en un anillo. Don Antonio pedía, como mínimo, cinco mil pesos; pero el joyero había dicho que no daba sino dos mil quinientos. La necesidad obligó a don Antonio a ceder, y el joyero, sacando varios paquetes de monedas de oro y fajos de billetes de Banco y contándolos sobre la mesa, le entregó dos mil quinientos pesos. Juanito, nacido en tiempos aciagos, nunca había visto tanto dinero junto, y en su imaginación hacía la cuenta de las innumerables pelotas que él hubiera podido comprar con aquel dinero. Pero la admiración del chiquillo llegó a su colmo cuando vio que su, recogiendo aquel dinero, daba en cambio al joyero «solamente» el anillo con el brillante... Jamás se había imaginado que, por aquel anillo con el que tantas veces había 178


jugado, sacándolo del dedo de su madre, pudieran dar una cantidad tan grande de dinero. Y sin decir nada salió, vendió su pelota a otro chiquillo y con esos centavos fue a comprar un anillo con un enorme brillante que había visto en la tienda de juguetes. Volvió con él a su casa, y con toda generosidad se lo dio a su papá «para que él lo vendiera más caro que el otro...» Rió de buena gana don Antonio, y entonces le explicó el valor de los diamantes y demás piedras preciosas. Muchos años después nos encontramos a Juanito, ya todo un hombre, convertido en corredor de alhajas. Ya sabía entonces lo que éstas valen. Nunca podremos imaginar el valor de un alma hasta que entendamos lo que ha costado a Cristo redimirla...La virtud característica del misionero es el celo por la salvación de las almas, y este celo crece en razón directa del aprecio que se tiene de ellas. *** ¿Quién se había de imaginar ahora que «el aprecio en que eran tenidos el clavo, la pimienta y otras especias» que hoy vemos relegadas a un rincón oscuro de la cocina, hubiera sido la causa motora del descubrimiento del Nuevo Mundo? Las «especias» eran rarísimas en Europa, y las pocas que había eran traídas con innumerables trabajos desde el lejano Oriente. Valían, entonces, las especias tanto o más que el oro. Pues bien: para encontrar un camino más corto por el cual traer esas especias y otros productos similares, y no el oro, desde las lejanas Indias, se le ocurrió a Colón llegar a esas mismas Indias» por otro camino. Y el buen don Cristóbal murió creyendo todavía que lo que había descubierto eran las costas de la China o el Gran Catay, como entonces llamaban a esa región. Pero no bien se supo que en «estas Indias» había oro, se emprendió la conquista de tan ricas tierras por hombres que jamás hubieran venido a ellas si no fuera por el aliciente de «El Dorado Metal». El aprecio, el conocimiento que tienen los misioneros del «valor de un alma» es lo que hace a esos soldados del Reino de Cristo lanzarse a las tierras más lejanas e inhospitalarias en busca de almas que convertir a la religión del Crucificado, quien a costa de su sangre las ha redimido. Conociendo la familia Martín «el valor de las almas», no tenían otra ilusión ni pedían a Dios nada con tanta instancia como que les concediera «un misionero» que fuera a convertir muchas almas que parecían olvidadas por no haber quien fuera en su busca. El tesoro de la sangre de Cristo 179


quedaba sin aprovecharse para redimir tantas almas, por falta de operarios en aquella inmensa viña. Querían ellos contribuir a esta obra tan gloriosa por medio de uno de los suyos que fuera a misionar en el lejano Oriente. Este gran celo por la salvación de las almas provenía, en Luis Martín y su esposa, del conocimiento que tenían del valor de un alma, y este conocimiento lo infiltraron en el corazón de sus hijas, en especial de la más tierna de todas, Teresita. Pasaba con ésta lo que era muy natural: sus hermanitas mayores le predicaban a ella, quien las escuchaba atentísimamente. Primero, Paulina, a la muerte de su madre, se encargaba de «formar» a la futura misionera, y, cuando aquélla entró en el Carmelo, María se daba vuelo con su pequeña cuanto aprovechada discípula, saltando todos los registros de su fervorosa elocuencia, muy capaz, según Teresita, de convertir a los más obstinados pecadores. De todo lo cual resultaba que su corazoncito de niña se iba encendiendo más y más en el celo de la salvación de las almas, característica principal del misionero: «¡Cuánta era, desde entonces, mi compasión por las almas que se pierden!» De modo tan natural como admirable, Dios iba disponiendo la formación de esa alma para su futura misión, no sólo llenándola Él de gracias, sino haciendo que toda la familia, que con tan grandes instancias pedía un misionero, fuera parte en la formación de éste, Teresita, a pesar de su corta edad, iba apreciando más y más el valor de las almas, «porque iba entendiendo mejor y mejor el valor infinito de la Sangre de Cristo, vertida para redimirlas... «Un domingo —dice Teresita—, al cerrar mi libro al fin de la misa, se deslizó algún tanto para afuera una estampa del Crucificado, dejando visible una de Sus Divinas Manos, taladrada y chorreando sangre. Entonces sentí una emoción indescriptible como nunca la había experimentado. Mi corazón se llenó de una pena inmensa viendo la Preciosa Sangre cayendo al suelo sin que hubiera quien recogiera aquel inestimable tesoro. Al momento formé la resolución de permanecer en espíritu al pie de la Cruz, para recoger yo misma este rocío divino de salvación, para derramarlo sobre las almas. »Desde aquel momento, el grito de mi Salvador: «Sed tengo», resonaba en mi corazón ardentísimo de celo por la salvación de las almas, deseando a toda costa arrancar cuantas pudiera de las inextinguibles llamas del infierno.» Teresita tenía entonces catorce años... 180


*** En las memorias de Goron, el antiguo jefe de Policía francés, encontrará descrita quien la quiera leer la historia del famoso criminal Pranzini, de ese don Juan, de origen desconocido, que tenía un atractivo irresistible para las mujeres, de quienes hasta lo último hizo su juguete y sus víctimas. Lo más curioso es que, a pesar de lo frío y calculado de sus crímenes, la inmensa mayoría de las mujeres, tanto en Francia como en toda Europa, se interesaron por aquel hombre de una manera extraordinaria. Parece que esa atracción peculiar, que lo había hecho triunfar en sus empresas galantes, no disminuyó, sino que aumentó, entre el bello sexo, cuando los periódicos dieron la noticia de la prisión de Pranzini... Por aquella época vivía en Lisieux la honradísima familia de un antiguo joyero, formada por él, ya viudo, y cinco hijas, de las cuales una acababa de entrar en el Carmelo de aquella ciudad. La última de las hermanas era una chiquilla de catorce años, sumamente simpática e inteligente, en cuyos grandes y azules ojos brillaba una mirada de encantadora pureza. Esta criatura, verdaderamente extraordinaria por su candor e inocencia, por un contraste psicológico curiosísimo, al tener noticias de las hazañas, los crímenes y la prisión de Pranzini, llegó a interesarse por él de un modo inusitado. Pero este interés era de una naturaleza muy diferente del interés que mostraban por Pranzini otras mujeres; era un interés vivísimo «por la salvación del alma de aquel desgraciado». Oigamos a la interesada, Teresita Martín, la cual nos cuenta este hecho con las siguientes palabras: «Para enardecer más mi ardor por la salvación de las almas, nuestro Maestro Divino quiso mostrar de un modo palpable cuánto le agradaba mi celo. Por aquellos días oí a varias personas hablar de Pranzini, el notorio criminal que había sido condenado a muerte por varios crímenes horribles. Se sabía mantenido impenitente, y con razón se temía por su salvación eterna. Anhelando con vehemencia extraordinaria evitar la perdición eterna e irremediable de aquella alma, me di a emplear cuantos medios espirituales pude para obtener el rescate de aquel pecador; y sabiendo que de mí nada tenía, ofrecí a Dios los méritos infinitos de Nuestro Salvador y todos los tesoros de méritos de la Santa Iglesia.» Entonces, nos parece, debió de entablarse una terrible lucha espiritual entre los ángeles que presentaban al Señor las oraciones de muchas almas 181


buenas que se interesaban por la salvación de Pranzini, y el poder de las tinieblas, deseoso de conservar lo que por tantos motivos, le pertenecía. Dios, cumpliendo su promesa, había escuchado las oraciones en favor del condenado a muerte, concediéndole la entrada en el cielo, a pesar de sus crímenes, en vista de tanta oración por él ofrecida... Por esta parte no había dificultad ninguna, el perdón divino estaba concedido... Pero a Pranzini NO LE DABA LA GANA DE ACEPTARLO. En estos momentos decisivos, nos parece que debió de entrar en acción «la oración de Teresita», y Dios, por un medio desconocido, pero sin forzar la voluntad libre del criminal, hizo que en el momento supremo Pranzini cambiara libremente de parecer y aceptara humilde perdón. Pero oigamos a Teresita: «En lo más íntimo de mi corazón sentí un profundo convencimiento de que mi oración era escuchada; mas para aumentar en adelante mi intrepidez y perseverar en la conquista de almas, le dije a Dios con toda sencillez: Dios mío, estoy segura que Tú perdonarás a este infeliz Pranzini, y yo seguiré firme en mi persuasión, aunque no se confiese ni de señal alguna de arrepentimiento; tan grande es la confianza que tengo en tu misericordia sin límites. Pero ya que éste es MI PRIMER PECADOR, te ruego que me des una sola señal de su arrepentimiento que me confirme en mi creencia. »Mi oración fue atendida al pie de la letra. Aunque papá nunca nos dejaba leer periódicos, no pensé desobedecerle cuando, al día siguiente de la ejecución, tan pronto como llegó La Croix, corrí a leerla, buscando la parte que contenía lo de Pranzini. ¿Qué vi, Dios mío?... Las lágrimas me hicieron traición y corrí a ocultarlas a mi recámara... Rehusando confesarse, Pranzini subió al cadalso, y el verdugo iba ya a colocarlo bajo la guillotina, cuando, repentinamente y como si respondiera a una inspiración súbita, dio un paso atrás y, arrancando al sacerdote que lo acompañaba el Santo Cristo que llevaba en la mano, BESÓ LA SAGRADA LLAGA DE NUESTRO SEÑOR, ¡TRES VECES!... »Había obtenido yo la señal deseada, que me llenó de dulzura inexplicable, pues habían sido las llagas de Jesús chorreando sangre las que humildemente había besado. Fueron esas llagas sangrientas que días atrás habían despertado en mí la sed insaciable de la salvación de las almas. Había anhelado dar de beber a los pecadores la Sangre Inmaculada del Cordero, para que limpiaran sus crímenes, y he aquí «que mi primer 182


hijo» había apretado sus labios contra aquellas Llagas Divinas. ¡Qué respuesta tan tierna me había dado el Cielo! » Nadie en el mundo, excepto Teresita, se pudo dar cuenta entonces de esta escena: la virgencita inocente y pura abriendo por medio de su oración las puertas del cielo a uno de los mayores criminales de la época: Pranzini. Pero cuando, diez años más tarde, a la muerte de aquella criatura angelical, comenzó a correr impresa La Historia de un Alma, todos los que la han leído no han podido menos de detenerse al llegar a este ROMANCE de inocencia y perversidad, viendo el triunfo de aquélla sobre ésta de un modo poéticamente sublime. Para nosotros, sin embargo, este ROMANCE no termina aquí. Los caminos ocultos de Dios sólo nos serán conocidos en el cielo; pero, con el debido respeto y salvedades, no nos está vedado hacer conjeturas. Hay una cosa notable, entre otras muchas, en el caso de Pranzini. ¿Por qué despertó este criminal impenitente tanto interés en muchas almas, para pedir a Dios por él, cuando tantos otros en iguales circunstancias no sabemos que hayan despertado interés alguno?... ¿Por qué quiso Dios que por este criminal, que rehusaba orgulloso el perdón del Cielo, viniese a interceder de un modo tan eficaz una niña angelical que andando el tiempo había de ser colocada en los altares? Creemos que nos será permitido aplicar en este caso extraordinario la «teoría de la primera llamita», con la cual tan poéticamente explicaba Teresita la admirable intercomunicación en la Comunión de los Santos. Y entonces preguntamos: ¿quién fue la llamita inicial que vino a causar este incendio? Estamos íntimamente convencidos de que la llamita inicial fueron las oraciones de la madre de Pranzini, pues éste, a pesar de sus crímenes, había sido un buen hijo... La oración de la pobre madre por su hijo fue, según pensamos, la llama que encendió otras muchas para que intercedieran por él, hasta que llegó la lumbre a encender el cirio de Teresita, que disipó la oscuridad en aquella alma ciega por tantos años. ¿Qué sintió Pranzini en el momento decisivo? Nadie puede saberlo; pero ¿podríamos conjeturar que en aquel momento le vinieron a la memoria los recuerdos de su infancia, cuando oraba arrodillado junto al regazo de su madre y ésta le enseñaba a besar humildemente las llagas del Crucifijo?... No sabemos lo que pasó; lo único que nos consta es que humildemente las besó... 183


¡Dichoso Pranzini, que tuvo una madre que pidiera por él y una Teresita que por él orara en el momento decisivo!

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Capítulo XX CUADROS DE LA MISIÓN

La gran misión de Teresita nunca hubiera podido ser tan extraordinaria como ha sido, a no ser que ella hubiera sido canonizada, como lo fue. Sus mismos escritores, ahora tan aplaudidos y estimados, no hubieran probablemente tenido gran publicidad. ¿Quién es una pobre monja carmelita para «dar lecciones» sobre la vida espiritual? De hecho, en los principios «el camino» tuvo muchos opositores. Pero no bien hubo Roma hablado, y hablado de la manera que habló 5, cuando todos tuvieron que bajar la cabeza; los opositores «del caminito» y de otras teorías de Teresita, verdaderamente revolucionarias en el campo de la ascética, las aceptaron primero con sumisión y después con entusiasmo. Era necesaria la canonización de Teresita para que el éxito de su misión fuera completo. *** Monseñor Teil, Vicepostulador de la causa de los Carmelitas de Compiègne, después de haber obtenido la beatificación de estas Mártires, empezó una gira de conferencias por los conventos de Carmelitas de Francia y fue Lisieux, donde a la sazón vivía Sor Teresita. Les hablaba a las monjas de las dificultades con que se tropieza en Roma cuando los candidatos a la beatificación no hacen milagros, si bien, tratándose de los Mártires, no son esenciales, una vez probado evidentemente que murieron por confesar la Fe. Terminó, pues, en son de broma, diciéndoles: «Si alguna de las que ahora me escuchan tiene intención de que la canonicen, tenga la bondad de compadecerse del pobre Vicepostulador y haga muchos milagros.» ¿Quién le había de decir al buen Monseñor que allí estaba Teresita, la cual no echaría el consejo en saco roto? Nosotros pensamos que, al oír esta recomendación, Teresita, quien, desde los días de su Primera Comunión, estaba persuadida de que «un día había de ser una gran Santa», ahora que sabía de los labios del Postulador que, para ser reconocida como tal por la 5

Véanse las alocuciones de Benedicto XV y Pío XI.

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Santa Iglesia, eran necesarios muchos milagros, no dejaría, «con su modo de niña», de pedir a Dios hacerlos y grandes, después de su muerte, ya que estaba decidida a mandar sobre la tierra una lluvia de rosas. Cuando, pues, en 1909, Monseñor Teil fue señalado Vicepostulador de la causa de Teresita, sabía bien a qué atenerse; y así nos dice: «Yo sabía que la causa de cualquier Carmelita estaba desahuciada en Roma. La Sagrada Congregación de Ritos estaba ya cansada de causas que, aunque probaban que tal o cual Venerable había practicado las virtudes en grado heroico, carecían, sin embargo, del requisito indispensable: milagros perfectamente autenticados. »La última canonización de una Carmelita (Santa Teresa) tuvo lugar hace cuatro siglos. Pero vi bien desde el principio que el caso presente era distinto. Junté, pues, muchos testimonios de curaciones admirables atribuidas a la intercesión de Sor Teresita, y así, bien documentado, me presenté ante los miembros de la Congregación de Ritos, los cuales, después de enterarse de mis documentos, dijeron: «Esto ya es otra cosa; al fin tenemos algo substancial para poder empezar.» Y Teresita, cuyo anhelo durante su vida había sido permanecer oculta, se dedicó a ANUNCIARSE desde el cielo, como poquísimos Santos lo han hecho, pues, como dijo S. S. Pío XI en la alocución del 11 de febrero de 1923: «Teresita es un milagro de virtudes y UN PRODIGIO DE MILAGROS.» *** Los varios volúmenes de Lluvia de Rosas publicados hasta el presente, son demasiado conocidos para que insistamos en dar ejemplos de los innumerables favores que Dios ha dispensado a católicos, protestantes y a cuantos le piden algo por intervención de Santa Teresita. No es una lluvia de rosas, es un verdadero aguacero de favores, grandes y chicos, pero principalmente «chicos», pues la Santita se ha dedicado al «menudeo»; parece se ha establecido una tienda de «5 y 10» céntimos de favores espirituales y corporales. Ahora bien, sabemos que «el fin de Teresita Misionero» es traer a Dios muchas almas y que éstas no perezcan eternamente, haciendo inútil la Preciosa Sangre de Cristo por ellas derramada. ¿Cómo, pues, las lleva este Misionero a conseguir el fin deseado? Nuestra respuesta es: «enseñándoles a orar». Y les enseñaba a orar, puesto que les enseñaba a pedir; y orar no es otra cosa que pedir según Cristo nos enseñó en el Padrenuestro, 186


Analicemos esta grandiosa obra de la Providencia Divina, la cual ha tomado por instrumento de ella a Santa Teresita. Vamos a citar un caso particular, como hay muchísimos, y de él nos serviremos para hacer nuestro análisis. Un amigo nuestro, norteamericano, nos contó lo que sigue: «Me casé con una mujer del gran mundo que no practicaba religión alguna. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años y yo nunca había sido inclinado a las prácticas religiosas; así que, con el ejemplo de mi esposa, bien pronto acabé de perder la poquísima piedad que me quedaba. Educamos, sin embargo, a nuestras hijas en una escuela religiosa, porque a ella iban otras niñas de familias amigas. Yo me dediqué en cuerpo y alma a los negocios, y, prosperando, no me volví a acordar de Dios. Un día se me presentó un negocio para el cual necesitaba una cantidad de dinero contante y sonante, que no tenía a mano, ni me era fácil conseguirla en el plazo de sólo cuatro días. Estaba yo con esto muy preocupado y traté del asunto con mi mujer, por ver si ella me podía conseguir el dinero. La mayor de mis hijas, de nueve años, oyendo esto y viéndome tan preocupado, me dijo: «Papá, ¿por qué no le rezas a la «Little Flower» 6 para que te ayude?» Yo, que no sabía qué clase de flor era aquélla, pensé que era «alguna superstición» que las monjas le habían enseñado a mi hija y, algún tanto incomodado, le dije que yo no le rezaba a flor ninguna. Mi hijita, mirándome entre asombrada y triste, se marchó, dejándome esta escena aún más desazonado que antes. Tres días después no había yo conseguido el dinero, y el día siguiente había de cerrar el negocio. Aquella noche pasé por el cuarto de mi hijita en el momento en que, antes de acostarse, guiada por su institutriz irlandesa, rezaba devotamente sus oraciones delante de una estampa de Teresita. La escena me conmovió, y aún me sentí más conmovido cuando mi hija corrió a besarme diciendo: «Papá, Marta y yo le hemos hecho un triduo a la «Little Flower» (y señalaba la imagen de la Santa) para que mañana se te arregle tu negocio. Ella —prosiguió la niña— ha prometido enviar desde el cielo una lluvia de rosas... Pasé una noche muy molesto, tanto más cuanto que mi mujer volvió de un baile casi al amanecer. »Al llegar a mi despacho, llamé a mi secretaria para dictarle una carta diciendo al interesado que me era imposible arreglar aquel negocio. Mientras la mecanógrafa escribía la 6

La Florecita, nombre dado a Teresita en los Estados Unidos.

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carta, anunciaron a Míster X., un antiguo amigo mío a quien no había visto hacía años. Pasó, y, después de unos momentos de conversación, me dijo: Vengo a pagarte una antigua deuda; he tardado cinco años en cumplir mi obligación, pero hasta ayer no tuve oportunidad de conseguir el dinero.» Esto diciendo, puso un cheque sobre mi mesa, y, excusándose por la tardanza, se marchó diciendo que no quería quitarme más tiempo. Al mirar el cheque, me quedé como quien ve visiones: estaba ex —tendido precisamente por la cantidad requerida para el negocio... Al volver a casa aquella tarde, pasé por delante de la casa de una florista, y al ver en el escaparate un magnífico ramo de rosas, me detuve a comprarlo. Pensaba en «la lluvia de rosas» de que me había hablado mi hijita la noche anterior. Al llegar se las di, añadiendo que su «Little Flower » me había enviado el dinero. Entonces fui con mi hijita a su recámara para poner las rosas ante la estampa de Teresita sintiendo una ternura inusitada. A los pocos días mi hijita me trajo una estampa de Teresita, y me pidió mi cartera para ponérmela allí, a lo cual accedí gustoso. Tres días más tarde iba yo a tomar el «metro», y, sin saber por qué, se me cayó la cartera; me agaché para recogerla, siendo este tiempo suficiente para que se pusiera en movimiento el tren, y cerraran las puertas, obligándome a esperar el siguiente. De pronto se oyó un gran ruido y se apagaron las luces... El tren que había yo perdido acababa de descarrilar, cosa rarísima en el «metro», y varios fueron los heridos y muertos. Salí a la calle sudando frío. ¡De la que me había escapado! Por primera vez en varios años entré en una iglesia próxima, y mi sorpresa fue grande al ver una estampa de la Santita ante la cual ardían muchas luces. Me arrodillé y, sin saber lo que hacía, me encontré orando fervorosamente, dando gracias a Dios por haberme librado tan providencialmente de morir o quedar baldado, favor que yo atribuía a la mediación de Teresita, cuya imagen había puesto mi hijita en la cartera. Poco tiempo después compré una estatuita de la Santa, que regalé a mi hijita. También me vendieron allí la Historia de un Alma, que empecé a leer por distraerme y la terminé interesadísimo. Lo que me hizo un efecto extraordinario fue el caso de Pranzini. Fui a comprar un gran Crucifijo, que desde entonces tengo sobre mi cama, y cuyas llagas beso devotamente todas las noches.

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En fin, cambié de vida, y mi esposa también, y ahora me tienen convertido en propagandista de la devoción a la «Pequeña Flor», a la cual quiero muchísimo, pues ella me enseñó a orar y me hizo volver a Dios.» Por desgracia, es un hecho que en este mundo «hay muchísimas personas que nunca oran», nadie se lo han enseñado o lo han olvidado. Pues bien: Santa Teresita, con sus favores «chiquititos», hace que la gente le pida a ella, esto es, que oren. Una vez concedido el primer favor, naturalmente, le piden el segundo y el tercero, esto es, ORAN. Vuelven las peticiones, y siguen los favores; con lo cual la gente «practica la oración», que empieza dirigiéndose a Teresita y termina implorando a Dios, el verdadero dador de todos los bienes. Empiezan a pedir bienes temporales y luego, insensiblemente, siguen los del alma, a lo cual viene, de ordinario, a ayudar la lectura de la autobiografía de aquella jovencita admirable, «que hace tan simpática y fácil la práctica de la virtud». Es bien sabido que, durante la Guerra Mundial, los soldados tenían a Teresita, aún no beatificada, una devoción extraordinaria. Y no eran sólo los soldados católicos, sino los protestantes, o sin religión alguna, La gran prontitud con que respondía a las súplicas de cosas temporales hacia que los soldados le cobrasen confianza y le siguieran pidiendo, esto es, que oraran y que se acostumbrasen a «confiar» en la oración, ye que veían que «les daba resultado». De aquí pasaba Teresita a hacer «su negocio», pues empezaban a pedir también a Dios la salvación de sus almas. De este modo ella «los llevaba a Cristo insensiblemente por su caminito de confianza», de lo temporal a lo espiritual, de la petición por la protección de sus vidas a pedirle la salvación eterna. Pues lo que pasó de un modo maravilloso con los soldados, está pasando constantemente con toda clase de personas, no sólo religiosas, sino del mundo. Es increíble el cariño que le han tomado infinidad de hombres de negocios al ver la eficacia con que despacha sus asuntos temporales. En los Estados Unidos, el país del «Todopoderoso Dólar”, la devoción a Santa Teresita se ha «extendido», a la americana, por todas partes. Puede decirse que no hay iglesia católica en donde no haya una imagen de ella. Lo mismo pasa en Inglaterra, en Escocia y en Australia, por no decir nada de las naciones latinas. Esta Santita, fruto de la oración de tres generaciones, ha empezado de una manera grandiosa SU MISIÓN DE ENSEÑAR A ORAR a muchos 189


que no oraban, y hacer que oren «con más confianza» aquellos que oraban anteriormente. Teresita hace que la oración de petición, enseñada por Cristo, la practiquen innumerables gentes. Desde que ella apareció en la Iglesia de Dios, un número inmenso de personas, que antes no oraban, han empezado a orar. Los excita ella, alcanzándoles de Dios, con gran prontitud, los favores temporales que le piden. Con esto les da a entender la fuerza verdadera de la oración, en que antes muchos no pensaban ni creían. Ella es «el megáfono» que hace oír en el cielo las oraciones de los que a su intercesión recurren. Cuando un infeliz está en un campo de batalla, y no puede moverse, abandonado de todos, tiene un consuelo inmenso si encuentra un megáfono con que pedir auxilio. Su voz débil, que no llegaría a oídos de los más cercanos, aumenta al usar el megáfono, de tal modo que esa misma voz puede ser oída a distancia. Teresita es el megáfono puesto por Dios en manos de aquellos cuya voz espiritual es muy débil. Usando el megáfono cobran confianza de ser oídos, cuando desconfían de que sus súplicas pudieran llegar al cielo. Esta misión de enseñar la práctica de la oración creemos que es la verdadera misión de Teresita, la cual, a su vez, es el fruto de las oraciones de su familia.

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Capítulo XXI DE LA ESCUELA MEJICANA

Es el Papa Pío XI, en su alocución del 11 de febrero de 1923, con motivo de la aprobación de los milagros de Teresita, quien pronunció estas palabras dignísimas de recuerdo: «La riqueza inagotable del poder de Dios, los infinitos recursos de este celestial Artista, se nos manifiestan en el orden sobrenatural tanto como en el mundo visible. Más aún: bien puede decirse que el conocimiento de la naturaleza nos sirve de introducción para lo que tiene un valor inmensamente superior, para entender las cosas sobrenaturales. Pues el mismo Dios que lanzó al espacio el estupendo sistema cósmico que se mueve en ordenada armonía, es el mismo que labra en el oculto corazón de las rocas las delicadas facetas del cristal que, en su simetría, nos habla, con no menor elocuencia, de su infinita sabiduría. La mano misma que creó el mamut y los monstruos de las profundidades, forma también los organismos pequeñísimos, invisibles al ojo humano. »Otro tanto pasa en el mundo espiritual. Circunscribiéndonos a los Santos cuyos centenarios ha celebrado la Iglesia recientemente, vemos que Dios ha creado gigantes de santidad y celo como Ignacio de Loyola y Francisco Javier. Tras los cuales, en el lejano horizonte de los tiempos, vemos las siluetas de Pedro y Pablo, de Atanasio, Crisóstomo y Ambrosio. Pero he aquí que ese mismo Artista Celestial ha formado, con amor igualmente infinito, LA MAS EXQUISITA MINIATURA DF LA PERFECCIÓN ESPIRITUAL, esa modesta y humilde virgencita, esa niña, Teresita.» Todos los cuadros que hemos mencionado en esta Pinacoteca, o galería, son igualmente admirables, pues tan obra son del Artista Divino Abraham y Elías, como el cartero americano y el tío Pellejo. Todos han sido pintados por el mismo pincel de un Dios FIDELÍSIMO A SUS PROMESAS. El valor del cuadro no está en el tamaño, ni en el argumento mismo, sino en la maestría con que ha sido ejecutado por el artista. Por 191


esta razón, son obras igualmente maestras la Inmaculada y el Niño Tiñoso, de Murillo. Los hombres son tan sólo los modelos; el pincel del artista es el que los inmortaliza. Dios ha prometido dar todo su apoyo a la «oración hecha con fe y sin vacilaciones»; nada importa que el que cumpla con estos requisitos sea un profeta o una pobre vieja desconocida. La obra maestra es de Dios, y de Dios solamente. Y así como los grandes artistas han dado prueba de su genio estampando en el lienzo, con igual arte, argumentos sublimes o triviales, así Dios nos da prueba de su fidelidad escuchando lo mismo las oraciones de los grandes Santos o de los más miserables pecadores. Más aún: así como el arte de un pintor es más notable cuando hace una obra de arte, usando de un modelo común, o repugnante, así Dios muestra de una manera más sublime su FIDELIDAD, escuchando la oración de una persona humilde y oscura. La obra es de El, de su misericordia infinita, de su fidelidad sin límites. Por eso nosotros nos atrevemos a presentar estos «cuadritos» de la escuela mejicana; igualmente sublimes si se considera LA FIRMA QUE LOS AVALA. *** La historia que narramos a continuación la recogimos, siendo niños, de labios de nuestro padre, quien, junto con nuestra madre, nos enseñó a orar. Corría el año de 1847, y el general americano Winfield Scott tomaba la ciudad de Méjico el 14 de septiembre. El día 16 del mismo mes flameaba la bandera norteamericana en el antiguo palacio de los Virreyes. Los mejicanos, heridos en lo más hondo de su patriotismo, empezaron a cazar, desde balcones y ventanas, a los soldados norteamericanos, quienes, enorgullecidos por su triunfo, marchaban por las calles cantando la canción de moda entonces: «Green grows the bushes: Crecen las matas verdes»; por lo cual los mejicanos, al oír repetir a los soldados las primeras palabras, «Green grows» (se pronuncia Grin gous), les dieron el nombre de «gringos», que en la actualidad perdura. Para detener la matanza clandestina de americanos, Scott publicó un bando en el cual amenazaba con «diezmar» a toda la población masculina de la ciudad si volvía a aparecer muerto un solo soldado americano. La ciudad quedó, pues, sumida en un silencio de muerte, sin que nadie se atreviera ni aun a salir a la calle, muchísimo menos a tocar una campana. 192


Había entonces en Méjico una comunidad de monjitas capuchinas, en la calle que aún lleva su nombre. Según una regla o costumbre, aquellas buenas almas, que se mantenían de las limosnas de los fieles y de la venta de dulces hechos por ellas, en el caso fortuito de carecer con qué alimentarse durante tres días, podían tocar una campanita, únicamente a esto dedicada, pidiendo auxilio en su necesidad extrema. Durante dos siglos, desde la fundación de aquel convento, las religiosas no habían tenido ocasión de tocar dicha campana, pues nunca les había faltado el ordinario sustento. Pero en aquellos días aciagos las cosas habían cambiado. Los habitantes de la ciudad de Méjico habían forzosamente abandonado a las pobres capuchinas, quienes carecían hasta de agua para beber, pues el aguador que la llevaba diariamente no se había presentado. La necesidad de aquellas pobrecitas era extrema; y así, cuando hubieron consumido las últimas provisiones, se recogieron en la capilla para orar y pedir les enviara con qué sustentarse a Aquel que sustenta las aves del campo. Era ya el tercer día de ayuno, y esperaban la llegada de la tarde para hacer uso de la campana, cuando estando toda la comunidad reunida en la capilla haciendo oración, la campana empezó a sonar inesperadamente. La superiora, sorprendida, creyendo que alguna monja se hubiera adelantado a tocar la campana sin haber recibido orden para hacerlo, se levantó de su reclinatorio y dirigió una mirada de extrañeza a las monjas, las cuales, igualmente asustadas, se miraban unas a otras. Pero con sorpresa de las monjitas, no faltaba en la capilla ni una sola de la comunidad, y, sin embargo, la campana seguía tocando. ¿Quién podría ser? Salió la superiora a ver y no encontró absolutamente a nadie, pero ya la campana no tocaba. Volvió a dar cuenta a la comunidad de lo ocurrido, diciéndoles que sin duda era un Ángel del Señor el que había llevado a cabo aquel prodigio. Aún estaba hablando cuando resonaron en la puerta del convento golpes desusados. Salió la superiora a abrir ¡y cuál no sería su espanto al ver que los que llamaban no eran sino soldados americanos que venían a preguntar quién y por qué razón había tocado aquella campana! En medio del profundo silencio que en la ciudad reinaba, el repique inusitado de aquella campanita había puesto sobre las armas a los americanos, quienes pensaron que los mejicanos tocaban «a rebato» para asaltarlos inopinadamente. Los mejicanos, por su parte, estaban igualmente 193


alarmados, pues creyeron era aquélla la señal de los americanos para empezar a diezmar a la población, según el general lo había prometido. Al encararse el jefe del piquete con la buena superiora y saber, por un intérprete, que, debido a la necesidad extrema, las religiosas habían tocado la campana pidiendo socorro no pudo menos de reírse del susto que aquellas inocentes les habían dado y fue luego a relatar lo sucedido al general Scott. Este, al enterarse de lo ocurrido, no se rió, pero sí se conmovió profundamente, y dio orden de que al momento llevaran abundantes provisiones a las pobres religiosas. Apenas había pasado una hora, cuando volvieron a llamar a la puerta del convento. Las asustadas monjitas, temiéndolo todo de «aquellos gringos protestantes», estaban orando afligidas pidiendo a Dios su ayuda. ¡Cuál no sería la sorpresa de la buena superiora cuando, al abrir la puerta y ver de nuevo a los soldados americanos, le informó el intérprete que en modo alguno venían a molestarlas, sino a traerles provisiones por orden expresa del general Scott!... No acababa de salir de su sorpresa, cuando de repente la campanita volvió a sonar. Al oírla las buenas religiosas corrieron a ver al Ángel del Señor» que la tocaba..., pero su desilusión fue grande al ver que el misterioso campanero no era un ángel, sino la cabrita del convento. Las capuchinas vendían unas panochitas, muy buscadas por su sabor peculiar debido a que las hacían con leche de cabra, para lo cual tenían una cabrita que se la suministraba. El pobre animalito, que no había hecho ni promesa ni voto de abstinencia, acosado por el hambre, viendo colgado de una cuerda un manojito de hierbas, puestas allí por una monjita, se encaramó a comerlas y dando tirones a la cuerda tocó la campana. Asustada por el ruido de la superiora, que buscaba al Ángel del Señor, la cabrita se escurrió fuera tranquilamente; pero, acosada de nuevo por el hambre y sabiendo dónde encontraría algo de comer, trepó otra vez a comer la cuerda misma de la campana. En esta operación la encontraron las buenas monjitas la segunda vez que «se repetía el prodigio». Tan pronto como se marcharon los soldados, y antes de probar bocado, la superiora mandó que la comunidad se reuniera de nuevo en la capilla para dar gracias a Dios, quien de una manera tan providencial les había mandado abundante sustento. Todavía esperaba a las monjitas otra sorpresa. Desde entonces todos los días llamaban a la puerta unos soldados americanos, trayéndoles más provisiones, por orden expresa del general Scott. Enterado éste de todo lo 194


sucedido, no quiso dejar la obra comenzada, y mandó a uno de los oficiales que diariamente proveyera de todo lo necesario a las capuchinas, y así se hizo mientras el ejército invasor ocupó la capital. Las monjitas no salían de su asombro al reflexionar que aquel a quien Dios había escogido para socorrerlas era un «hereje protestante», y en su candidez y agradecimiento pusieron por nombre a la cabrita la Generala, en recuerdo del general americano Winfield Scott, su providencial protector en aquellos días aciagos. Dios no necesita hacer milagros para responder a la oración confiada; bástale, de ordinario, usar los medios más sencillos de su admirable Providencia. Siempre FIEL a sus promesas, nunca desoye la oración de los que en Él confían. *** El siguiente episodio, aunque descrito por el Padre Coloma en el Cazador de Venados, le fue narrado a dicho escritor por el P. Heraclio de la Cerda, quien lo recogió de labios del señor Arciga, primer descubridor de aquel hecho providencial. «A fines de 1868, llegó a la parroquia de San Juan de la Hucana, el Arzobispo de Michoacán, don José Ignacio Arciga, haciendo la visita de su diócesis. Hallábase un día el Arzobispo en el confesionario, como solía hacerlo en sus visitas, cuando vio entre la multitud de penitentes que lo rodeaban a un pobre tullido que pacientemente esperaba su turno. Le llamó al punto y con todo cariño le confesó, después de lo cual le mandó que le esperara, pues quería socorrerle, juzgándole necesitado. — ¿De dónde eres? —le preguntó el Arzobispo. —Padrecito —le contestó el tullido—, de un monte que dista de aquí más de quince leguas. — ¿Y cómo has venido? —Atravesado en un mulo, padrecito. — ¿Qué estado tienes? —Viudo, padrecito, y con dos hijas casaderas. — ¿Y cuál es tu oficio? —Cazador, padrecito. 195


— ¿Cazador tú? —exclamó el Prelado, estupefacto—. Pero ¿qué es lo que cazas? —Cazo venados, padrecito. — ¿Venados, hombre?, eso no puede ser. —No sería así —respondió el tullido— si mi Padre no me ayudase. Sorprendido el Arzobispo de tan sencilla como profunda respuesta, rogó al tullido le refiriera su género de vida. —Pues mire su mercé —contestó el tullido con sencilla calma—, todos los días al levantarme por la mañana digo una oración a mi Padre Dios; almuerzo lo que mis hijas me tienen preparado y arrastrándome después, como puedo, salgo al campo con mi carabina... A los pocos pasos que he dado fuera de mi casa, ya me tiene mi Padre Dios un venadito como se lo he pedido en mi oración... Lo mato, vienen mis hijas, lo llevan a casa, y con la carne, los cuernos y el cuero que vendemos nos mantenemos hace años... Maravillado el Arzobispo de lo que con tanta sencillez le relataba el tullido, le instó a que le dijera la oración en la que diariamente pedía el venado a aquel Dios, a quien, con verdadera confianza, llamaba su Padre. —Eso no haré, padrecito —replicó vivamente el tullido. — ¿Pero por qué? — —Porque me da vergüenza. —Pero, hijo mío, ¿no dices esa oración delante de tu Padre Dios? —Sí, padrecito, pero mi Padre Dios es otra cosa... —Mira que yo te ruego que me la digas. —Pero, padrecito, si esa oración no la he aprendido en ningún libro, no me la ha enseñado nadie... —Sea como fuere..., dila. —Pues mire, padrecito, porque su mercé no lo tome a desaire, se la diré... Cuando me pongo, pues, de rodillas en medio de mi choza, le digo a mi Padre Dios: « ¡Eh, Padre Dios!... Tú me has dado estas hijas que tengo y también Tú me has dado esta enfermedad que no me deja andar... Yo tengo que alimentar y vestir a mis hijas, porque ellas no han de ir a ofenderte... Ea, pues, Padre mío, ponme aquí cerca un venadito, donde yo lo pueda matar, y así quedará socorrida esta pobre familia... El Arzobispo escuchaba absorto, como si el Príncipe de la Iglesia aprendiese del pobre tullido, y éste, sin reparar en la admiración de aquél, 196


concluyó sencillamente —Esta es la oración, padrecito... Y cuando la he dicho salgo al campo seguro de encontrar el venadito que he pedido a mi Padre Dios, y lo encuentro siempre... Y en veinte años que llevo de estar enfermo, nunca me ha faltado este socorro: porque mi Padre Dios es muy bueno, muy rebueno... » *** Daba yo una misión en Sahuayo y, como de ordinario, les había predicado mucho sobre la oración, contándoles de Abraham, Tobías y otros Santos, cuya oración confiada siempre fue oída. Les conté finalmente la historia del Cazador de Venados para aumentar su confianza, pues Sahuayo está también en el Estado de Michoacán. Terminado el sermón, varios rancheros me rodearon en la sacristía mostrándose muy satisfechos con lo que habían oído. Entonces pregunté a un ranchero gordo y ladino, que me miraba sonriendo: —Bueno, hijo, ¿qué te parece lo del Cazador de Venados? ¿Qué dices? —Pues, padrecito —respondió socarronamente—: «Que también en Sahuayo hace aire»7.

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El refrán significa, en el presente caso: «No sólo en otras partes hay ente que ora con confianza; también en Suhayo entre nosotros, hay quien sabe orar así.»

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Capítulo XXII UN AUTORRETRATO

En los grandes mosaicos que adornan las antiguas iglesias de Roma, casi siempre se descubre, entre las figuras del cuadro, en un rinconcito, el autorretrato del artista. En esta galería de cuadros, por nosotros recogidos, creemos se le permitirá, igualmente, poner al fin nuestro autorretrato, ya que, como antes indicamos, el valor del cuadro no está en el modelo, sino en la mano maestra que lo inmortaliza con su pincel. Por otra parte, en nuestra galería hay un hueco que llenar: falta el retrato de UN NIÑO ORANDO. En cierta ocasión oímos decir a un gran artista que él no pintaba niños, por ser uno de los argumentos más difíciles de pintar. Para idealizar a un niño es necesario convertirlo en ángel, como hizo Murillo con sus mofletudos chiquitines asomados al marco de la Purísima, o contraponer la miseria y enfermedad humanas con la frescura y terneza propias de la infancia, como sucede en el Niño Tiñoso, del mismo autor. En los niños es donde se muestra de una manera evidente la obra de Dios, pues en ellos la cooperación se reduce al mínimo. Nuestro autorretrato será el de nuestra niñez, de aquella edad feliz, cuando aprendimos a orar en el regazo materno. En este retrato también se descubre la firma infalsificable de UN DIOS INFINITAMENTE FIEL A SUS PROMESAS, y no titubeamos en compararlo con el «NIÑO TIÑOSO», DE MURILLO. *** Bien puedo asegurar que los versos siguientes los repetí desde que supe hablar, pues los aprendí de los labios de mi madre cuando aún yo balbucía: Tu Divina Providencia se extiende en cada momento, para que nunca nos falte 198


casa, vestido y sustento. Oh Dios Supremo y Santo, yo, como tu hijo tierno, diariamente descanso en tu pecho paterno. La semilla de la confianza en Dios como Padre, en cuyo seno descansaba diariamente, estaba sembrada en mi pequeño corazón, cuando ni aún entendía mi mente lo que mis labios repetían. Pero poco a poco aquella semilla se fue desarrollando al riego del constante ejemplo de la confianza que en Dios tenían mis padres. Las noches que no había visitas, había yo notado que mi padre, después de terminar sus trabajos en su cuarto de estudio, solía ir a la sala, y allí, sentado en un sillón, quedándose a oscuras, permanecía hasta la hora de cenar. Una noche me entró curiosidad de saber lo que mi padre hacia solo y a oscuras. Aunque con dificultad llegaba mi mano a la altura del picaporte, abrí la puerta y me puse a espiarlo. Por supuesto que, como estaba oscuro, no vi nada; pero mi padre, que me quería muchísimo, sí me vio y me llamó, preguntándome lo que deseaba. Yo le dije que quería saber lo que hacia allí a oscuras, y él, haciéndome caricias, me dijo: «Le estoy pidiendo mucho a Nuestro Señor por todos vosotros (refiriéndose a mis hermanos) y por ti, para que Él te haga muy bueno.» Mi corazoncito palpitaba enternecido, y subiéndome sobre sus rodillas le cubrí de besos. Entonces él empezó a decirme muchas cosas de Dios, repitiendo varias veces: «Quiérele mucho, porque es muy bueno, muy bueno.» Desde aquella noche, siempre que podía entrar sin ser notado, me escurría a la sala, me subía sobre las rodillas de mi padre y le pedía que me hablara de Dios. Él, entonces me contaba muchos ejemplos de los Santos que habían querido mucho a Dios y a los pobres, cuyo amor también él infiltró en mi corazón. Y siempre terminaba diciéndome que «quisiera yo mucho a Dios, que era mi Padre y era muy bueno». En una de estas ocasiones me contó la historia de las monjitas capuchinas, referida anteriormente. Y, como ésta, me contaba otras historias, que, según lo entendí más tarde, eran para 199


enseñarme a confiar en Dios como en un Padre, como él mismo en Él confiaba. *** Transcurrieron los años, y, teniendo yo unos ocho, me pasó el siguiente caso que llamo «mi primer contacto con la Divina Providencia». Era el tiempo de Cuaresma, y mi madre, cuando no iba yo a la escuela, me llevaba consigo a los sermones que, por las mañanas, predicaba el P. Malavear en la iglesia de Santa Clara. Y por las noches, siempre que podía, me pegaba a mi papá para asistir con él y mis hermanos mayores a los sermones del Padre Moro, en la iglesia de la Encarnación. De los sermones de uno y otro, haciendo una mezcla en mi mente, saqué las siguientes conclusiones: «Que todo el que pide, recibe, y el que pide con confianza y sin vacilar, puede decirle a un monte que se pase de un lugar a otro, y el monte se pasa irremisiblemente. Que la limosna es muy agradable a Dios cuando se hace a los pobres como si fuera a Él. Y (aquí estaba el enredo) que al que daba una limosna a un pobre y oraba con confianza, Dios le daba el cien doblado y después la vida eterna.» De lo que deduje que, si yo le daba a un pobre, por amor de Dios, cinco centavos y oraba con fe, Dios necesariamente tenía que darme cinco pesos, pues lo de la vida eterna me tenía, entonces, sin cuidado. En el acto puse en práctica mi teoría, SEGURO, en mi inocencia, que Dios había de oírme. Di, pues, a un pobre, pensando que se los daba a Dios, CINCO CENTAVOS, y luego me puse a rezar con todo empeño, pidiendo a Dios cumpliera su promesa. No quise, sin embargo, dejar que Dios hiciera todo el negocio solo, y pensé ayudarle del modo siguiente: En los bajos de mi casa había un «tendejón» llamado «La Providencia», propiedad de una excelente señora, doña Manolita. Entre otras cosas, vendía también billetes de lotería, que colgaba en una cuerda que atravesaba de un lado a otro el estanquillo. Al pasar una mañana para ir a la escuela, viendo los billetes se me ocurrió una idea: «Dios me tiene que dar CINCO PESOS por los cinco centavos que he dado al pobre. Pues bien —pensé—, si yo compro «un cachito» de billete para la próxima lotería, Dios me dará por este medio los cinco pesos a que se ha comprometido, puesto que cinco pesos es el cien doblado de los cinco centavos que le di al pobre.» Entré, entonces decidido, y compré un cachito. 200


Llegó el día de la lotería, mas yo no pude ver la lista sino hasta el siguiente. Revisé cuidadosamente los números, pero no encontré el mío. No había sacado nada, ni una miserable aproximación... Este fracaso no me desanimó, pues pensé que lo que Dios había prometido era el cien doblado, y no que me sacara la lotería. Rompí el cachito y subí a mi casa, confiando, sin vacilar, que Dios cumpliría su promesa. Acababa de dejar mis libros sobre mi cama cuando oí la voz de mi mamá que me llamaba diciendo —Ven a saludar a tu tío Felipe. Hacía mucho tiempo que no veía yo a mi tío Felipe, el cual siempre me tuvo gran cariño. Entré a saludarle, y después de hacerme caricias y algunas preguntas, sin más ni más METIÓ MANO A LA BOLSA, SACÓ UN BILLETE DE BANCO DE CINCO PESOS Y ME LO DIO... Según lo que recuerdo, yo no manifesté la menor extrañeza, pues me parecía justo que Dios cumpliera su promesa, aunque interpretada a mi modo. Por mucho tiempo guardé yo aquel billete, pues, sin saber por qué, le había cobrado cariño... Era mi PRIMER CONTACTO con la Divina Providencia. *** Este cuadrito, aunque insignificante, por lo que se refiere al modelo, muestra la maestría de su ejecución, LA INFALSIFICABLE FIRMA DE UN DIOS INFINITAMENTE FIEL A SUS PROMESAS. Para Dios es lo mismo darme a mí cinco pesos que cuarenta mil francos a la «Piccola Casa». Todo lo que es necesario en uno u otro caso, es la CONFIANZA EN Él, SIN VACILAR; lo restante corre por su cuenta. Desde entonces Dios Nuestro Señor me ha seguido mostrando más y más su Misericordia infinita, concediéndome la gracia de que confíe en Él. Como un hijo tierno, que diariamente descansa en tu pecho paterno... A este cuadrito, que bien podríamos llamar El Niño tiñoso de la Divina Providencia, hemos querido darle cabida en este lugar, no sólo por haber sido la primera semilla de que brotó el presente libro, sino la señal de gratitud inmensa a Dios Nuestro Señor por haberme dado unos padres 201


que desde mi niñez me enseñaron a orar y A CONFIAR EN DIOS COMO EN UN PADRE.

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Tercera parte EPÍLOGO

«La oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios.» San Agustín. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? Mat., 16, 26

Pedís y no recibís porque pedís mal. Santiago 4, 3-4

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Capítulo primero RECAPITULACIÓN

Arquímedes dijo: «Dadme un punto de apoyo, y moveré el mundo.» Este postulado, aunque perfectamente cierto en teoría, no puede comprobarse: no existe el pedido punto de apoyo como condición requerida. En el mundo moral, sin embargo, este punto de apoyo con su correspondiente brazo de palanca existe, siendo posible por este medio obtener resultados extraordinarios. Arquímedes dijo: «Dadme un punto de apoyo, y moveré el mundo.» Este postulado, aunque perfectamente cierto en teoría, no puede comprobarse: no existe el pedido punto de apoyo como condición requerida. En el mundo moral, sin embargo, este punto de apoyo con su correspondiente brazo de palanca existe, siendo posible por este medio obtener resultados extraordinarios. «El mecanismo» de la oración, si se nos permite esta palabra está basado en la Fe como «fulcro» o sea punto de apoyo en la palanca de la Esperanza, y en la fuerza de la Oración, que, obrando en este sistema, vence la resistencia. La Fe nos da a conocer las promesas hechas por un Dios infinitamente VERAZ, que en modo alguno puede engañarnos. Es, pues, el punto de apoyo y de partida indispensable para que la Oración exista. La Fe informa a nuestro entendimiento de la existencia de la Promesa Divina. Viene después la Esperanza, en la cual podemos considerar dos elementos: el anhelo o deseo de conseguir lo prometido por Dios, y la confianza de conseguirlo, si se lo pedimos, por medio de la Oración. La Esperanza enciende nuestra voluntad con el deseo de obtener lo que la Fe promete y añade a esto la Confianza, la seguridad de obtenerlo, la cual Confianza —que es el brazo de palanca— se funda en la INFINITA FIDELIDAD DE UN DIOS QUE SIEMPRE CUMPLE SUS PROMESAS. 204


La oración, pues, apoyándose en este brazo de palanca, hace fuerza para vencer la resistencia, que nos representa el objeto anhelado. En este sistema, la fuerza Oración puede ser relativamente pequeña si el brazo de palanca, esto es, la Confianza, es muy grande. Ahora bien, aunque la Fe es indispensable para la Oración, lo que hace a ésta EFICAZ no es la creencia en la Promesa Divina, sino la CONFIANZA ILIMITADA Y SIN VACILACIONES EN LA FIDELIDAD DE DIOS. Sin desintegrar, pues, esta maravillosa máquina, vemos que lo indispensable para que la Oración sea eficaz es la Confianza, ilimitada y sin vacilaciones, en la Fidelidad Infinita de Dios. La fuerza tremenda de la Oración no está, sin embargo, en la oración misma, sino en las fuerzas que ella «desata» o pone a nuestra disposición. Para dar luz a toda una población basta cerrar el conmutador que deja paso todo libre a la enorme fuerza eléctrica desarrollada en las dínamos. Si un niño «ruega a su padre» que le deje cerrar el conmutador y el papá accede a los deseos de su hijito, la fuerza insignificante del niño, al cerrar el conmutador, hará que toda la ciudad se ilumine. Así pasa con la Oración. En la Oración hay tres elementos: 1) La persona a quien se pide; 2) La persona que pide; y 3) La petición misma. Si representamos estos tres elementos por X, Y y Z, tenemos que, cuando «X» es igual al Infinito, esto es, cuando Dios es la persona a quien se pide, la fuerza de la Oración es ilimitada, puesto que pone a nuestra disposición EL PODER INFINITO DE DIOS. Cristo Nuestro Señor, Dios y Hombre verdadero, hizo, durante su vida mortal, PROMESAS perfectamente determinadas en lo que a la Oración respecta: «Pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá. Todo lo que pidiereis con fe y sin andar vacilando, os será otorgado; y aunque digáis a este monte desarráigate y arrójate al mar, así será hecho», etc. Ahora bien «los cielos y la tierra pasarán, pero sus promesas serán cumplidas». Esto es, entre otras varias cosas, lo que la Fe nos enseña acerca de la Oración. La infinita Fidelidad de Dios ESTA COMPROMETIDA y Él no puede jamás faltar a Su Palabra. La Esperanza entonces nos dice: «Confía en Él y tu petición será escuchada y despachada.» Y la experiencia confirma absolutamente la verdad de esta proposición como lo vemos, no sólo en los Evangelios sino en infinidad de casos, siempre que se cumpla el requisito indispensable de confiar en Dios, sin andar vacilando. Viene en seguida la variable «Y», esto es, la persona que pide. No estando restringidas las promesas de Cristo sobre la oración a ningún 205


grupo determinado de personas, resulta que por «Y» está representado «todo aquel que pide», sea cristiano o judío, justo o pecador, rico o pobre, niño o viejo. Mas, de los ejemplos que leemos en los Evangelios y de las mismas palabras de Cristo, son los pobres, los enfermos, los miserables, los pecadores, los más favorecidos en este punto. Nadie tiene, pues, derecho a decir: «yo no pido porque soy un gran pecador», ya que Cristo escuchó la oración del buen Ladrón. Por otra parte la oración en común, si es unánime, tiene promesa especial de ser oída, puesto que «Él está en medio de ellos» y Él es quien aboga delante de su Padre en favor de los que de esta suerte oran. Por «Z» hemos significado la petición misma. En la cual hay dos cosas que distinguir: lo que se pide y la manera de pedirlo. Por lo que hace a lo que se pide, Cristo no puso restricción alguna cuando dijo: «Todo lo que pidiereis con fe y sin vacilar, os será concedido.» Podemos, pues, pedirle, como un hijo a un padre, cuanto queramos razonablemente espiritual o corporal, temporal o eterno, para el presente, el futuro o el pasado A nosotros nos toca pedir a Él le toca decidir si nos lo concede, cuando nos resignamos en su Voluntad Santísima. Él ha prometido concedernos «todo lo razonable», si tenemos fe y no vacilamos, no importa que sea una cosa tan poco común como decir a un árbol que se cambie de lugar. Pero, si bien esto es cierto, también lo es que, si le pedimos con los requisitos debidos algo que no nos conviene ÉL TAMBIÉN NOS LO DARÁ, resultando esto, sin embargo, para nuestro mal. Por lo cual es indispensable siempre pedir, como Él nos enseñó: «Hágase tu voluntad». De otra suerte, nuestra oración nos puede resultar terriblemente contraproducente, ya que Él se comprometió a darnos «lo que le pidamos con fe y sin vacilar», pero no se ha comprometido a que esto fuera lo mejor para nosotros, a no ser que se lo pidamos condicionalmente: «Si así me conviene.» Podemos pedir lo que gustemos como un hijo a su padre; a Dios toca dárnoslo o no, si ponemos nuestra petición en sus manos. Pero para conseguir lo que deseamos, hay que tener en cuenta «el modo» de pedir. No es lo mismo decir orgullosamente con el fariseo: «Señor, te doy las gracias porque cumplo con lo que la ley ordena, pago diezmos, ayuno, etcétera», que decir esto mismo con humildad, reconociendo que Dios es quien todo nos lo ha dado. La humildad es necesaria en la oración, como 206


es necesaria la etiqueta para ajustarse a las reglas del ceremonial cuando queremos hablar con un potentado de la tierra. Pero lo esencial para que la oración sea eficaz es «la confianza». De nada sirve nuestra humildad si desconfiamos de Dios cuando algo le pedimos. Todo aquello, pues, que disminuya nuestra confianza, disminuirá la eficacia de nuestra oración aumentándola todo aquello que aumente nuestra confianza. El pecado, sobre todo contra la justicia, necesariamente disminuye en nosotros la confianza. ¿Cómo vamos a pedir con confianza a Dios alguna cosa cuando le tenemos ofendido? Ya Él mismo nos lo dice en el ejemplo del hermano que va a ofrecer su sacrificio y recuerda que está disgustado con su hermano. Para que la oración sea aceptada, debe primero ir a reconciliarse con su hermano y luego pedir a Dios lo que quiere. Esto es lo que nos enseñó Cristo en el Padrenuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Quitados los impedimentos que disminuyen nuestra confianza, debemos aumentar ésta por diversos medios. Para esto podemos alegar los títulos que tenemos para ser oídos. Una madre tiene título muy grande para pedir a Dios por sus hijos; un obispo, por sus diocesanos; un médico, por sus enfermos; un abogado, por sus clientes. Mientras más miserables seamos y más pecadores, teniendo más necesidad de ayuda, podemos exponer humildemente nuestra miseria, como título para ser escuchados. Cuando nos sentimos con poca confianza, por razón de nuestra mala vida u otra causa cualquiera, Dios quiere que, para aumentar esa confianza, recurramos a abogados o intercesores. De ahí que la Virgen nuestra Madre ocupe el primer lugar entre los que interceden por nosotros. Con nuestra Madre tenemos más confianza. Por eso la aclamamos: Refugio de pecadores. Consoladora de afligidos, etc. Recurriendo a Ella, nuestra confianza se aumenta. Lo mismo pasa, en debida proporción, con los otros Santos del cielo y con las almas buenas de este mundo, a quienes interesamos en nuestro favor. Cuando nuestra confianza es limitada, no pudiendo usar de la palanca, necesitamos usar de la polea. Entonces podremos conseguir lo que pedimos, usando, por decirlo así, «pedacitos» de confianza, dando tirones sucesivos para subir el peso hasta el punto deseado. En este caso, sin embargo, entra de modo directo el elemento «tiempo o cuarta dimensión». Así como el tiempo es oro en otras cosas, en tratándose de la 207


oración es el elemento más peligroso; pues, cuando se prolonga demasiado, nos sentimos inclinados a desistir de nuestra petición, o quizá nos desesperamos por no ser escuchados pronto. Aquí es donde entra de lleno la obra de Satanás, quien nada teme tanto como la oración confiada. Y así, ya que no puede en muchos casos evitar que oremos debidamente, cuando ve que la oración ha sido eficaz, alcanzando lo pedido, no parece improbable que, con permiso de Dios, procure retardar el efecto de ésta, para que nosotros, creyéndonos desoídos, desistamos de pedir o nos desesperemos. La oración es un verdadero lenguaje, facilísimo de aprender, ya que orar no es otra cosa que «pedir», y todos sabemos pedir. Pero una cosa es que «nos demos a entender» y otra que hablemos correctamente y sin acento. Esto es ya mucho más difícil. Se han escrito infinidad de libros sobre la oración, como se han escrito otros para aprender idiomas; pero así como éstos de poco sirven «sin la práctica», así de poco sirven aquellos si no nos ejercitamos en la oración. Cuentan que cuando el general norteamericano Pershing llegó a Europa con motivo de la guerra, fue a visitar a los diversos generales y a pedirles un consejo sobre lo que debía hacer para triunfar. Uno le recomendó el cuidado de la artillería; otro las maniobras aéreas; otro le encargó que se fijara en las trincheras. Cuando pidió su opinión al simpático general De Castelnau, le dijo éste por todo consejo: «Go and meet the Bosh: Enfréntese con los alemanes.» La mejor regla para aprender a guerrear es meterse en la lucha. Todos los libros que se han escrito para enseñarnos a orar, inclusive éste, sirven de muy poco si no nos ponemos a orar nosotros mismos. El mejor sistema para aprender a orar, es orar, orar constantemente. Hay que tener presente que en este lenguaje de la oración, la frase que lo compendia todo, y que debemos procurar pronunciar «con el mejor acento posible», es la que Cristo nos enseñó de palabra en el Padrenuestro, y de obra en el Huerto de los Olivos: «Hágase tu voluntad.» Y la razón es porque esta expresión encierra «lo sumo de la confianza». Cuando nos dejamos enteramente en manos de Dios, de suerte que le podamos decir de corazón: «Hágase tu voluntad», es porque CONFIAMOS EN ÉL ILIMITADAMENTE. 208


Pero hay que tener presente que esta frase puede ser pronunciada con «acentos» muy diferentes. Puede pronunciarse con acento blasfemo, como el de Juliano el Apóstata, según cuenta la leyenda: «Venciste, Galileo», es decir: ya se hizo tu voluntad, por más que contra ella he luchado; hasta el acento divino con que Jesús la pronunció en el Huerto: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya.» Entre estos dos extremos hay infinidad de acentos intermedios. Cuando lleguemos a pronunciarla con la perfección del mochilero andaluz, habremos adquirido un «acento» muy razonable: «Señor, aquí está tío Pellejo.» No nos queda, pues, otra cosa que decir sino que nos portemos cortésmente con Dios, y cuando nos conceda algún favor, le demos las gracias. *** A esto se reduce la Recapitulación de la primera parte de este libro. La segunda parte está dedicada a ponernos ejemplos de cómo esta frase «Hágase tu voluntad» ha sido pronunciada en el transcurso de los siglos por todos aquellos que han puesto en Dios su confianza, desde las figuras colosales de Abraham y Elías hasta la pequeñita del Niño Tiñoso, de la Divina Providencia. La segunda parte está escrita para que meditemos en esos ejemplos, viendo que todos podemos aprender, con la ayuda de Dios, el lenguaje sublime de la oración. Los ejemplos prácticos, tanto antiguos como modernos, contenidos en los «Cuadros de la Pinacoteca», pintan, no sólo la eficacia y poder de la oración, sino que nos enseñan «el modo de orar eficazmente» y nos estimulan a poner en práctica la «oración de petición», que tan buenos resultados ha dado a otros. Nos enseñan también cómo el elemento tiempo, o cuarta dimensión, entra en este «sistema de la oración» en contra nuestra, para desanimarnos a pedir, al ver que Dios no nos concede al punto lo que le pedimos. En estos cuadros, en fin, vemos «la oración en acción» practicada por toda clase de personas con resultados análogos cuando las disposiciones son semejantes. En fin, vemos todos estos cuadros, cualquiera que sea su argumento, avalados con la firma de un Dios infinitamente fiel a sus promesas. 209


Capítulo II PROLEGÓMENOS

Fuera del ingenioso prólogo del Quijote, hay pocos prólogos que valgan la pena. Por otra parte, casi nadie lee los prólogos, sean buenos o malos; por lo cual, teniendo nosotros cosas muy importantes que decir a los lectores, preferimos guardarlas para ahora, más bien que confiarlas al prólogo, con peligro de que muy pocos o nadie las leyeran. Estamos seguros, querido lector, si eres de la clase para los cuales fue escrito el presente libro, que, después de recorrer atentamente sus páginas, nos habrás cobrado cariño; si es así, te damos las gracias, y puedes tener por cierto que estás, por nuestra parte, correspondido, aunque sin conocerte. Y como el cariño mutuo suele engendrar confianza, nos creemos en posición de hacerte ahora confidencias que no nos hubiéramos atrevido a hacer al principio. Desde luego, te confiamos que este libro no ha sido escrito para «beatas ni beatos», sino para gente de mundo. Los que «se creen justos» o sumamente ilustrados en materias ascéticas, no necesitan de un libro como el nuestro, al cual, seguramente, tacharán, si no de heterodoxo, por lo menos de indigno del asunto que trata, por estar escrito en un estilo que juzgarán reporteril y aun chocarrero. Sentimos en el alma tan autorizada censura, pero repetimos que este libro no ha sido escrito para los tales. Nosotros hemos tenido presente, al escribirlo, un género de lectores muy distinto. Nos hemos puesto ante los ojos un auditorio semejante a aquel con quien Cristo trataba; pero no de fariseos, a quienes constantemente reprochaba; ni de orgullosos doctores de la Ley, a quienes un niño «venció» con sus admirables respuestas; ni de los príncipes de los sacerdotes, que lo anatematizaron, arrojaron de la Sinagoga y condenaron a muerte, sino de los que escuchaban dócilmente su doctrina, le seguían y le amaban. 210


Este libro ha sido escrito para banqueros, como Mateo; comerciantes y prestamistas, como Zaqueo; para nobles militares, como el centurión; para mujeres, o trabajadoras y honradas, como Marta, o del mundo, con el corazón de Magdalena, o arrepentidas, como la adúltera. Nos hemos fijado en gente sencilla y ruda, pero bien inclinada, como los apóstoles y discípulos antes de la venida del Espíritu Santo; en pobres y miserables, como Bartimeo el ciego, que deseaba ver la luz; en personas agradecidas, como la suegra de Pedro; en paganos, como la siriofenicia, inteligentes y humildes; en hombres incrédulos, del tipo de Tomás, y aun en gente extraviada, pero de corazón generoso, como el Buen Ladrón. Finalmente, hemos tenido presentes a personas instruidas que, aunque agudas en la discusión, son ingenuas, honradas y, sobre todo, consecuentes, como Natanael. No hemos pretendido escribir un libro «devoto», por más que el sublime argumento en él desarrollado parezca requerirlo. Hemos pretendido escribir de suerte que el libro sea interesante, aun para personas poco dadas a la lectura de asuntos piadosos. Ha sido nuestra intención que los hombres de ciencia y las personas de mundo no se avergüencen de tener este volumen en sus bibliotecas. Y con el objeto de que no se les caiga de las manos a los lectores poco piadosos, nos hemos abstenido hasta ahora de hablar de «los bienes eternos», que son, de ordinario, el único tema de los libros que tratan sobre la oración. Hemos querido demostrar, y esperamos haberlo conseguido, que la fuerza de la oración es muy superior a la del dinero, pues aquélla consigue, no sólo éste, sino otras muchas cosas que no puede dar aquél. Hemos tratado de convencer al lector de que el orar no es cosa difícil, aunque lo sea al llegar a hablar, con el debido acento, este lenguaje sublime a la par que omnipotente. Hemos tratado de probar que nadie, cualesquiera que sean las ideas que profese, puede juzgarse excluido de hacer uso de esta «fuerza» cuando le venga en talante, para conseguir lo que necesita o desea. Hemos, en fin, probado que el campo de acción de esta fuerza maravillosa se extiende tanto a lo futuro como a lo pasado, al tiempo y a la eternidad. ¿Por qué, pues, no hacer la experiencia, cuando tan poco cuesta? *** Hubo una vez un famosísimo general, varón esforzado y rico, al cual debió la Siria llegar a ser un reino poderoso. Este general, llamado 211


Naamán, que era muy estimado del rey por sus grandes servicios, estaba leproso. Había visto a muchos encantadores, que eran los médicos de la época, pero sin conseguir alivio; antes bien, la enfermedad seguía adelante a pasos agigantados. La mujer del general Naamán tenía a su servicio una doncella judía, la cual, al enterarse de la enfermedad del amo, dijo a su señora: « i Ah!, si mi amo fuera a verse con el profeta que está en Samaria, sin duda curaría la lepra.» En efecto, vivía por entonces en Samaria el profeta Eliseo, famoso por los repetidos milagros que obraba en nombre del Señor. Cuando el general Naamán se enteró por su mujer de lo que decía la israelita, marchó sin pérdida de tiempo a contárselo al rey. Este se alegró mucho de la noticia, y, habiendo escrito una carta de presentación para el rey de Israel, mandó a Naamán fuera a verle, cargado de presentes. Llegado el general sirio a la presencia del rey de Israel, le entregó la carta de que era portador, y que estaba concebida en estos lacónicos términos: «Al Rey de Israel. Por esta carta que recibirás, sabrás que te he enviado, Yo, el Rey de Siria, a Naamán, mi criado, para que lo cures de su lepra.» Bien puedes imaginarte, lector querido, la cara que pondría el rey de Israel al verse clasificado en el número de los curanderos. Pero pasada la sorpresa se asustó de veras, creyendo que aquello era sencillamente un ardid de que se valía el de Siria para declararle la guerra, caso de que no sanara al general Naamán después de someterse al real tratamiento, como era lo más probable. Y así, siguiendo la costumbre de aquella época, «rasgó sus vestidos y dijo: ¿Soy por ventura Dios para que este rey me envíe a decir que yo cure a un hombre de la lepra? Reparad y veréis cómo anda buscando pretextos contra mí» (2 Reyes 5, 7). No faltó quien llevara luego a Eliseo la noticia de la rasgadura de los vestidos reales y de la causa inaudita que la había motivado. Entonces Eliseo, que siempre trataba sus asuntos por tercera persona, mandó a decir al rey: « ¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que venga ese hombre a mí y sabrá que hay, profeta en Israel.» Envalentonado con esto el rey dándose tono, dijo al general Naamán que, aunque él no se dedicaba precisamente a curar enfermedades de la piel, como su hermano de Siria suponía, todavía tenía en su reino un profeta, quien le daría un tratamiento con que sanaría prontamente de la enfermedad que le aquejaba. 212


El pomposo general Naamán se encaminó entonces a Gálgata, poblado insignificante donde habitaba Eliseo con sus discípulos. Llegó, pues, el general al pueblo y mandó decir al profeta, que allí estaba y que traía trescientos mil pesos en plata, ciento veinte mil en oro y diez mudas de ropa, con que esperaba pagarle sus honorarios. No se dejó deslumbrar el austero Elíseo por tanta fanfarronada y «le envió a decir al general, por tercera persona: Anda, báñate siete veces en el Jordán, y tu carne recobrará la salud, y quedarás limpio» (1 Reyes, 5, 10). Calcula, querido lector, la impresión que este «recadito» causaría al pomposo general Sirio. Se enojó de veras y dijo muy indignado «Yo pensaba que él hubiera salido al punto a recibirme personalmente y que, puesto en pie, invocaría el nombre del Señor Dios suyo, y tocaría con su mano el lugar de la lepra y me curaría. Pues qué ¿no son mejores el Alfana y el Farfar, ríos de Damasco, que todas las aguas de Israel para lavarme en ellos y limpiarme?». Y, enojado, volvió las espaldas para encaminarse a su tierra. No faltó, sin embargo, un sirio discreto que, con gran sentido común, le hizo esta observación tan sencilla como exacta: «Padre —le dijo—, aun cuando el profeta te hubiese ordenado una cosa dificultosa, claro está que deberías hacerla; pues ¿cuánto más ahora que te ha dicho: Lávate y quedarás limpio?» (2 Reyes 5, 11-12). El argumento era contundente, y el general, que debía de tener talento, tomó el consejo. «Fue, pues, y se lavó siete días en el Jordán, conforme la orden del Varón de Dios, y se volvió su carne como la carne de un niño, y quedó limpio». Pues bien, lector amigo, nuestro argumento es el mismo que el del criado de Naamán. Cuando estés triste, cuando estés afligido, cuando estés necesitado, cuando, habiendo tratado de conseguir algo que deseas, usando de otros medios, no lo hayas conseguido, ¿por qué no sigues nuestro consejo y te pones a orar? Esto nada cuesta y es muy sencillo. Hazlo, no una vez, sino «siete», es decir, muchas veces, y verás el admirable efecto que te produce. Verás que cuando hayas empezado a experimentar lo admirable de esta «fuente de energía», no dejarás de seguirla usando, tanto más cuanto que en ciertos casos es indispensable, es un medio necesario para conseguir la salvación, como en confianza, «entre nos», te lo diré en el capítulo que sigue. 213


Capítulo III ENTRE NOSOTROS

En la primera mitad del siglo XVII, la Universidad de París era uno de los centros científicos más renombrados del mundo de entonces. A pesar de existir en España la famosa Universidad de Salamanca, muchos españoles iban a cursar Artes y Teología a la capital de Francia. Entre aquellos estudiantes encontramos a un guipuzcoano de edad madura, y a un navarro en la flor de la juventud, bastante más alegre de lo debido. Mientras éste se había ya graduado en las aulas y enseñaba filosofía, el guipuzcoano estaba aún atrasado en sus estudios, que había empezado ya de edad, después de haber servido como soldado en los ejércitos del Emperador Carlos V. El viejo era discípulo del joven y gran admirador suyo. Iba con frecuencia a consultarle sus dificultades, le traía discípulos y no perdía ocasión de elogiar al profesor de filosofía, llamado el Maestro Francisco. Un día, estando los dos solos, después de haber recibido una brillante explicación sobre un punto discutido, Iñigo, que así se llamaba el guipuzcoano, dijo a su maestro: «Mi querido Francisco, sois muy aventajado en las artes, tenéis un entendimiento muy claro y brillante; sin duda llegaréis a ser, con el tiempo, uno de los teólogos más renombrados de la cristiandad, alcanzando gran fama. Sois noble, y quizá un día honrarán vuestros talentos con una mitra... Pero, decidme, ¿de qué os servirá todo esto si al fin perdéis vuestra alma?» Semejante pregunta no pudo menos de disgustar al joven maestro, un tanto alegre, y desde entonces se mostró distanciado; sin embargo, acudía a él para pedirle dinero prestado con qué pagar las deudas contraídas en sus francachelas. Pero Iñigo sabía lo que traía entre manos, y, sin dejar de seguir elogiando a Francisco y proporcionándole dinero, siempre que se le presentaba la oportunidad volvía a decirle: «Francisco, ¿de qué os servirá ganar todo el mundo si al fin perdéis vuestra alma?» Francisco, que era muy inteligente y tenía un fondo noble, empezó a pensar, en sus ratos de soledad, en aquellas palabras, y en su vida disipada, 214


y vino a concluir que Iñigo tenía razón. Y un día, estando solo con el guipuzcoano, le dijo: «He reflexionado en lo que tantas veces me habéis repetido y veo que tenéis razón; ¿qué debo hacer para salvar mi alma?» Iñigo, que ya esperaba esta pregunta, le dijo: «Yo os enseñaré el camino.» Y le enseñó a ORAR, dándole los Ejercicios. Y el maestro aprendió tan bien la lección del discípulo, que, convirtiéndose a su vez en discípulo de aquél, llegó, con el tiempo, a ser el admirable Apóstol de las Indias, Francisco Javier, mientras el guipuzcoano, por el camino que enseñaba, llegó también a la cumbre de la santidad; éste era Ignacio de Loyola. Ahora que estamos hablando «entre nos», también te pregunto a ti, lector querido: ¿de qué te servirá ganar el mundo si al fin pierdes tu alma? No te asustes, pues no tengo intenciones de hacerte abandonar el mundo ni convertirte en apóstol, que ni tú eres Javier ni yo Ignacio. Pero sí quiero decirte algo que me digo muchas veces a mí mismo. Dice un refrán popular que, «de músico, poeta y LOCO, todos tenemos un poco». No te ofendas, pues, si te incluyo en el número de los últimos, pues yo no tengo empacho en admitir la parte de locura que me toca, como a cualquier otro hijo de vecino. Y a la verdad, cuando uno piensa que, a pesar de saber que podemos perder nuestra alma, todavía seguimos sin preocuparnos por la vida futura, merecemos justamente el nombre de LOCOS. Esta idea fue la que dio lugar a la hermosísima cuanto profunda octava, que unos atribuyen a Javier, mientras que otros dicen que Lope de Vega fue el que la escribió. «Yo, ¿para qué nací? Para salvarme. Que tengo de morir, es infalible; Dejar de ver a Dios y condenarme, Triste cosa será, pero posible. ¡Posible!... ¿Y río, y duermo y quiero holgarme? ¡Posible!... ¿Y tengo amor a lo visible? ¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto? ¡Loco debo de ser, pues no soy santo!...» Te vuelvo a repetir que, no incluyendo ni a ti ni a mí en el número de los santos—dispensa mi franqueza—, no hay más remedio que nos coloquemos ambos en la categoría de los locos... Pero, para tu consuelo, te digo que, aunque no lleguemos a santos también los locos que andamos 215


sueltos, nos podemos salvar. Pues si sólo se salvaran los Santos, muchos tendríamos que perder la esperanza de ir al cielo. Y ya que te hablo del cielo, no creas, como algunos autores se empeñan en describirlo, que es un lugar lleno de «beatos y beatas»; eso sería una atrocidad. Ni muchísimo menos es un lugar donde vayamos a estar rezando de rodillas por toda la eternidad; eso sería una verdadera lata. Ni donde hay perpetua música; ¡qué barbaridad!... Figúrate una radio tocando incesantemente y por toda la eternidad..., cosa de volver loco al más santo. No, amigo mío, el cielo no es nada de eso, ni otras muchísimas cosas que nos cuentan. Pues entonces, ¿qué es? Pues, sencillamente, un lugar donde nadie puede aburrirse aunque quiera. En cambio, el infierno es un lugar donde te aburres soberanamente desde el principio; aburrimiento que va en aumento para que no haya peligro de que te acostumbres. No tomes esto a choteo irrespetuoso, ni siquiera a broma, que estoy hablando en serio; solo que uso de símiles que tanto tú como yo podamos entender fácilmente, y nada más. Para que comprendas lo que es el cielo, que puedes perder para siempre, si te descuidas, te diré, sin que esto incluya la menor falta de respeto, te diré que para entenderlo debemos tener siempre ante los ojos que Dios es una persona muy “cumplidora”. Dios es bueno, infinitamente bueno, Y es, además de esto, NUESTRO PADRE. Este padre, infinitamente poderoso y rico, ha preparado para sus escogidos algo que «ni el ojo vio, ni él oído oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento qué cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman» (1 Cor 2, 9). Y esto no es nuestro, sino de San Pablo. ¿Cómo quedaría la infinita fidelidad de Dios, si después de promesa tan explícita fuéramos a encontrarnos con algo que no respondiera a la INFINITUD DE TODOS LOS ATRIBUTOS DIVINOS COMBINADOS? Si pensáramos frecuentemente que Dios es NUESTRO PADRE, nunca nos preocuparíamos de comprender lo que es el cielo sobre todo, cuando tan clarito nos lo dice el Espíritu Santo, por San Pablo, que no lo podemos entender. Por lo que a nosotros toca, y estamos hablando «entre nos», nunca nos hemos preocupado en imaginarnos lo que es el cielo. Sabemos que Dios es nuestro Padre Y eso nos basta, como te bastará a ti, lector amigo, si tienes un entendimiento claro y eres persona fiel, como se presupone. Esto supuesto, Pasemos adelante. 216


Pues bien: dirás, lector amigo, ¿qué es lo que debo hacer para salvarme? De seguro que esperarás como respuesta a esta pregunta «un chubasco de ascetismo», un sermón sobre la penitencia, o que te exhortemos a dejar el mundo, o quizá que te animemos hasta desear padecer el martirio... ¿no es verdad? Si esto piensas, te llevas un chasco fenomenal. No te vamos a hablar así, por la sencilla razón de que ara conseguir LA ENTRADA EN EL CIELO, no basta todo esto, óyelo bien, NO BASTA TODO ESO Y MAS QUE HICIERAS. No te asustes, querido lector, como si fueras «beato o beata», que te consideremos persona decente. Espera un poco, y verás la razón que tenemos para decirte lo que te decimos. El don de la perseverancia final es una gracia que no se puede merecer en modo alguno; Dios la da solamente a quien quiere. Ya puedes padecer el martirio; si Dios GRATUITAMENTE no te concede la gracia de ENTRAR EN EL CIELO, ni con el martirio la puedes merecer. Esto nos lo enseña la Fe8. Ni te desconsueles; antes alégrate. La gracia de la perseverancia final no se puede merecer en modo alguno, es cierto; pero DIOS NO SE LA NIEGA A NADIE QUE SE LA PIDA con confianza y queriendo trabajar fielmente. Por eso la oración es enteramente indispensable para obtener la salvación eterna. No te aterre el haber tenido una vida de lo más depravada, ni el haber pasado muchos años sin guardar los Mandamientos; si de veras te conviertes a Dios y le pides con fe y sin vacilar la entrada en el cielo, ÉL TE LA CONCEDERÁ en su infinita misericordia. Él así lo ha prometido, y es un Dios INFINITAMENTE FIEL A SUS PROMESAS. Y si no, acuérdate del Buen Ladrón, que hasta momentos antes de morir blasfemaba aún de Cristo; del Ladrón que había quebrantado todos los Mandamientos... PERO QUE NO VACILÓ en dirigirse a Cristo moribundo y oró diciéndole: «Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino», y al cual Cristo Rey le respondió: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»... « Tú que oíste al Ladrón, a mí también me has dado esperanza.» *** Dirá quizá algún «beato o beata —que tú, lector amigo, no esperamos pienses así ¿entonces, no hay que guardar los Mandamientos, ni 8

Vide BERAZA, Tractatus de Gratia, n. 200.

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mortificarse, ni practicar ninguna virtud? Ten presente que «no hemos dicho eso», sino que la gracia de la perseverancia final no la podemos merecer, por ser un don gratuito; que Dios no la niega a quien se la pide con confianza y sin andar vacilando, si quiere trabajar fielmente. Y recuerda lo que en otro lugar dijimos sobre lo que nos puede hacer VACILAR EN NUESTRA CONFIANZA, que es el pecado. Hay que procurar obrar bien, andar a derechas con Dios, para que nuestra oración pueda ser confiada y consiguientemente eficaz. La práctica de las virtudes cristianas, los sacrificios, la mortificación y otras cosas parecidas, por otra parte, NOS HACEN MERECER LA GLORIA, pero no LA ENTRADA EN LA GLORIA, a más de aumentar nuestra confianza al pedir. Un símil nos explicará esta aparente contradicción. Suponte, querido lector, que se te ocurre comprar un terreno en otro país y mandas a un corresponsal para que te haga la compra. Quieres seguir aumentando tus propiedades y sigues mandando más y más dinero, y al cabo de un tiempo te encuentras con que tienes allí un terreno, varias casas y otras propiedades. Un día tienes ganas de ir a ver tus posesiones, pero, al llegar a la frontera, NO TE ADMITEN. Tú alegas que tienes propiedades pero te responderán que, mientras no tengas permiso del Gobierno PARA ENTRAR, ya puedes poseer la mitad de la capital, no te admiten. No te queda, pues, otro recurso «que pedir, que suplicar al Gobierno, te haga el favor de permitirte la entrada». Entonces, si al Gobierno le parece bien darte el permiso porque eres persona grata, te lo da GRATIS; y si no, aunque alegues lo que quieras, te quedarás en la frontera y no entrarás. Podemos merecer y debemos procurar merecer, con buenas obras, la gloria y muchos grados de ella; pero, si queremos ENTRAR en el cielo, además, TENEMOS QUE PEDIR LA ENTRADA, la cual se nos concede GRATIS. Por eso es necesaria la oración. El billete de entrada en el cielo no se vende, no se merece en modo alguno; pero Dios no se lo niega a nadie que se lo pida con humilde confianza y sin vacilar, la cual confianza debe robustecer con las buenas obras. Y ¿qué le pasará al que consiga billete de entrada en la gloria sin tenor allí «propiedades» compradas, esto es, merecidas con sus buenas obras? Pues le pasará lo que a los mejicanos que “con permiso del Gobierno” entran en Méjico, pero que no tienen aquí propiedad alguna; 218


estarán en el último grado de pobreza y en una posición, por decirlo así, muy ridícula. Por eso Nuestro Señor, que es muy bueno, infinitamente bueno, ha dispuesto, en su misericordia infinita, lo que los teólogos llaman LA REVIVISCENCIA DE LAS BUENAS OBRAS. A pesar de nuestras «locuras», cuando nos arrepentimos y cuando Dios nos admite gratuitamente en el cielo, dispone que «todo el bien que hayamos hecho en nuestra vida, reviva y sea computado en nuestro favor...» ¿No es eso portarse como persona cumplidora, como Padre amorosísimo? Y, sin embargo, nosotros tratamos muchísimas veces a Dios con un desabrimiento inconcebible, por nuestros pecados, desconfianza e ingratitud. Quede, pues asentado que, si no queremos encontrarnos en el cielo en una posición «ridícula», es necesario que practiquemos muchas buenas obras, por cuyos méritos se aumente nuestra gloria accidental. Pero quede igualmente asentado que, para conseguir la ENTRADA EN EL CIELO, es indispensable que OREMOS, ya que no podemos merecerla, por ser don gratuito; pero pidiéndole a Dios del modo debido, no nos la negará. Por eso, repetimos, la oración es indispensable para la salvación eterna. *** Por otra parte, si le pedimos a Dios con fe y sin andar vacilando que nos admita en el cielo, y queremos trabajar fielmente Él se encargará de «atarnos» para que nos portemos de una manera «decente», cual conviene a todo aquel que ha de ser, un día, admitido en el número de los bienaventurados. Esto es, nos dará su gracia para guardar los Mandamientos y practicar otras buenas obras. Y aquí nos parece que viene muy a cuento una historia que el P. Coloma nos narra en su novelita Boy. Era Boy un verdadero boy (muchacho), noble, simpático, atolondrado y bastante calavera. Pero día, después de cometer una gran barrabasada, Dios escuchó su oración sincera y le «ató» como a loco, según el mismo Boy se lo pedía todas las noches. He aquí el fragmento a que nos referimos, pues quien quiera puede enterarse de otros detalles leyendo la citada preciosa novelita del conocido autor de Pequeñeces. «Me acosté yo antes que Boy (dice Burunda), y, sentado en la cama y fumando un cigarro, le vi desnudarse. Acechaba yo la ocasión de preguntarle algo sobre aquel largo viaje que tan mala espina me había 219


dado, y así le dirigí la palabra. Mas él, muy serio y muy grave, me contesto: —Calla ahora, que estoy rezando... Le vi, en efecto, arrodillarse a los pies de la cama, hundir en ella el rostro entre sus manos y permanecer así un minuto muy escaso. Se levantó al cabo con el rostro todavía muy contraído por la honda emoción, y dijo muy grave, muy serio, muy emocionado aún: —Habla ahora..., ya acabé... —¡Pero, chico! —exclamé yo, estupefacto—, ¿rezas tú por logaritmos?... —Ni con Dios me gusta ser pesado —respondió Boy muy gravemente—. Rezo lo bastante para que Dios me entienda y SIENTA YO que me ha entendido... ¿Crees que Dios necesita, como tú, un cucharón de bayeta para conocer lo que hay en el fondo de los corazones?... —¡Pero si no has tenido tiempo ni para rezar un Avemaría! —Pues lo he tenido para pedir por tres veces el remedio que necesito. —Pero, ¿con qué fórmula, con qué oración? —Con una que yo he compuesto. —¡Tendrá que ver una oración compuesta por ti!, —dije riendo. —¡No te rías, que de estas cosas nadie debe reírse!... Yo te diré mi oración y cómo y cuándo la compuse... Y metiéndose en la cama, encendió un cigarro, y, con una especie de sencillez candorosa, me habló de esta manera —Cuando estuve embarcado en La Blanca, nos detuvimos en Fernando Poo más de tres meses. Un misionero se hizo amigo mío y me regaló un librito piadoso. No lo leí de pronto; pero un día que estaba de guardia, me lo encontré en el bolsillo de mi chaquetón de a bordo... Lo abrí al azar y encontré una octava firmada por Lope de Vega. La autoridad de la firma me hizo leerla; la sonoridad de los versos me obligó a repetirla, y la profundidad del concepto y su terrible alcance me hicieron leerla y releerla y meditarla hasta que la aprendí de memoria... Porque presupuesta la fe que, gracias a Dios, he tenido y tengo, jamás he visto verdades tan sencillas y triviales unirse y encadenarse entre sí con tan formidable lógica, para llevarle a uno a la confesión de su locura y de su propia miseria... La octava es ésta Yo, ¿para qué nací? Para salvarme. 220


Que tengo de morir, es infalible; Dejar de ver a Dios y condenarme, Triste cosa será, pero posible. ¡Posible!... ¿Y río, y duermo y quiero holgarme? ¡Posible!... ¿Y tengo amor a lo visible? ¿Qué hago? ¿En qué me ocupo? ¿En qué me encanto? ¡Loco debo de ser, pues no soy santo!... Y aquella noche, paseando sobre la cubierta de La Blanca, entre el cielo y el mar, únicos testigos, pasaba yo revista a mis yerros, a mis goces, a mis locuras, y pensaba amargamente: Loco debo de ser, pues no soy santo... Y como no me encontraba con fuerzas para dejar de ser loco y ser santo, le pedí a Dios, con toda la fuerza del convencimiento, que hiciera conmigo lo que se hace con los locos: ¡atarlos!... Y como si le viera asomar allá en el cielo, clavado en la Cruz entre las estrellas, le decía: «Átame, Señor, porque, aunque ruin y manchado, te AMO mucho... y no quiero ofenderte... Átame, Señor, porque aunque loco y ciego, creo en Ti, que eres mi Dios... Átame, Señor, porque, aunque sucio y roñoso como soy, espero en Ti que eres mi Padre. Átame, Señor, y ten piedad de mí. Y ¿lo ves?... ¿Lo ves cómo me oye?... ¡Mira cómo me va atando! » *** Querido lector, siendo tú simpático, inteligente y profundamente creyente, aunque tal vez seas tan calavera o más que Boy, no debes dejar de aprender esta maravillosa oración y repetirla todas las noches con profunda fe y confianza. Y ya que estamos hablando «entre nos», te lo contaré sin avergonzarme «yo me considero entre los locos y le pido a Dios que me ate». No dejes tú de hacer lo mismo. Dile a Dios de corazón: ¡Átame, Señor, y ten piedad de mí! Y verás cómo lo hace; pero no como un brusco loquero que amarra a un infeliz demente, sino como un Padre infinitamente fiel y bueno, que, con todo amor, venda el brazo roto de un hijo muy querido.

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Capítulo IV UN CAMINO SEGURO

Estaba para morir un viejo abogado que, aunque educado en la Religión Cristiana, se había apartado de ella por largos años, llegando a persuadirse, él mismo, de que no creía ya en nada. Pero la enfermedad y el sufrimiento le hicieron cambiar de opinión y, habiéndole desahuciado los médicos, procuró prepararse cristianamente para la muerte. Cuando supo esto uno de sus «descreídos» compañeros, le fue a visitar, y con sonrisa irónica le dijo: «Parece increíble, compañero, que un hombre del talento de usted se haya dejado vencer por la superstición.» A lo cual respondió el viejo abogado, también sonriendo «Cuando usted, compañero, se encuentre en el trance en que yo me hallo, podrá juzgar, por sí mismo, si he obrado cuerdamente. Unos, como usted, dicen que no hay infierno; y otros dicen que sí, como Voltaire, quien, en situación parecida a la mía, una vez que enfermó, aunque por entonces no murió, mandó llamar al sacerdote POR LAS DUDAS, muriendo, sin poder confesarse, cuando más tarde le llegó de veras.» Si tú eres creyente, lector amigo, nada tengo que decir para animarte a pedir a Dios, desde ahora, que te conceda la gracia de una buena muerte. Si eres incrédulo, y fuiste alguna vez creyente, te aconsejaré que te acuerdes de Voltaire en su primera enfermedad. No te olvides de pedir a Dios, desde ahora, que se apiade de ti y te conceda la GRACIA de la entrada en el cielo; pues si esto no haces, te expones a llevarte un solemnísimo e irreparable chasco. Si yo te aconsejara algo difícil, si te dijera que era necesario orar a Dios «en público», exponiéndote a las burlas de tus amigos, tendrías un pretexto, sino una excusa, para no seguir el consejo que te doy. Mi consejo es que pidas a Dios, en el secreto de tu corazón, aunque sea a lo Nicodemo, que se apiade de ti y te conceda la gracia de una buena muerte. Acuérdate que, si te equivocas una sola vez en este asunto, te quedarás equivocado para siempre. 222


Querido lector, si quieres obtener la gracia de la ENTRADA EN EL CIELO, un camino fácil y seguro para conseguirla es rogar diariamente a la Virgen María te la alcance de su Hijo Santísimo. Y si eres buen hijo de esta Madre de Misericordia todas las noches despídete de Ella antes de dormirte (y enseña a los tuyos a hacer lo mismo) rezándole tres Avemarías. Y al llegar a aquellas palabras: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte», pídele confiadamente que te alcance de su Hijo la Gracia de la Perseverancia Final, y verás cómo en tu última hora Ella, «después de este destierro, te mostrará a Jesús, fruto bendito de su vientre».

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Capítulo V ADIÓS

Cuentan que Cervantes, pobre, manco y casi olvidado de todos, solía encerrarse en su miserable habitación, y allí, a la luz de un candil de Lucena, pluma en mano, se ponía a escribir algo, que nadie sabía lo que era. Muchas veces, a altas horas de la noche, oían los vecinos grandísimas carcajadas, de lo que dedujeron que el Manco de Lepanto estaba loco, y lo que pasaba en realidad era que estaba escribiendo el Quijote. Pues bien: sin comparar ni por un momento mi escrito con los de aquel genio, puedo muy bien comparar el modo con que escribió él su libro con el que he tenido para escribir el presente. Yo también lo he escrito en un pobre cuartucho; y si bien he tenido para alumbrarme una bombilla eléctrica y he usado una máquina de escribir, en vez de pluma de ave, todavía en muchísimas ocasiones no he podido menos de reírme a carcajadas, pensando en lo que dirán no pocos al leer esta obrita, escrita en un estilo tan estrafalario y diverso de lo usado hasta aquí en libros que tratan de argumento parecido. Si me hubieras oído reír, me habrías, sin duda, tomado también por un loco, y eso que no he puesto aquí mil cosas bastante originales que se me han ocurrido, pero que no las hubieran dejado pasar los serios y reposados censores. Has de saber, lector amable, que este libro es fruto de las tinieblas, es decir, lo he escrito de noche, cuando, terminadas las múltiples ocupaciones del día, debiera retirarme a descansar. Sin embargo, aunque corporalmente cansadísimo, pero con la mente más clara que nunca, empezaba a esa hora mi tarea, sentando ante la máquina, teniendo en una mesa contigua la Biblia, las Concordias y alguno que otro libro de consulta. Entonces, mientras fumaba mi pipa, me ponía a pensar en ti, lector querido. Lo que tenía que decirte me preocupaba poco, casi siempre, pues la materia de este escrito la he ido acumulando en mi mente durante muchísimos años. Lo que me interesaba era cómo «podría dorarte la píldora». 224


He leído infinidad de libros sobre la oración, y los he encontrado en su inmensa mayoría muy cansones, por lo menos para personas de mundo, y me daba pena que un argumento tan grandioso, tan admirable, tan importante, hubiera sido tratado siempre a la antigua, estilo siglo XVI. Y esto me causaba tanto más tristeza cuanto que, leyendo en inglés libros, no pocos de ellos escritos por protestantes, sobre esta misma materia los encontraba, si no superiores, ciertamente mucho más legibles que los nuestros. Las ideas, juntamente con la forma, bullían en mi mente, y me decidí al fin a escribir sobre este asunto, estropeando, si no rompiendo, los antiguos moldes, exponiéndome a que los venerables censores dieran carpetazo a mi pobre manuscrito. Pero, gracias a Dios, parece que, como otro Abraham, no he tenido que cortarle el pescuezo a ese engendro de mi pluma, digo, de mi máquina... Te decía, lector amigo, que he pensado mucho en ti: me he enfrentado, en mis soledades nocturnas, con los fantasmas de toda clase de lectores, tratando de leer en sus nebulosos rostros la impresión que pudieran hacerles mis razones. Todos parecían aprobarlas, excepto los «beatos y beatas», acostumbrados a formalismos anticuados y a ascetismos trasnochados, como se encuentran en librejos que abundan en «mentiras piadosas», y a melosos conceptos, solamente agradables a personas de gusto espiritual estragado, como por desgracia aún quedan. También me inquietaba, y no poco, los rostros agriados de los fariseos y doctores de la Ley, siempre formalistas, siempre apegados a la letra que mata, siempre quisquillosos, siempre injustos para con los demás, siempre abusando de su posición para imponer a otros cargas pesadas, sin estar dispuestos en lo más mínimo a prestarles ayuda para levantarlas... Por eso decidí excluirlos del número de mis lectores, como antes dije, y, haciendo de ellos caso omiso, me dediqué a escribir únicamente para personas de tu talento. Ni creas que por eso he tenido «vía libre» para seguir escribiendo. Al tratar con mis fantásticos oyentes, he notado algo poco agradable. Cuando se les habla de Dios, muchos de ellos se tapan los oídos, pues, por desgracia, hay muchísimas personas que tienen de Dios una idea muy falsa. Para ellas, Dios es algo así como un Ser que se complace en perseguirnos sin dejarnos respirar, castigando hasta nuestras faltas más pequeñas y amenazándonos constantemente con el castigo eterno. Conciben a Dios como si fuera un muchacho que anda tras un perro para darle de palos a la primera oportunidad. Lo tienen como si fuera un 225


juez tiránico, un fariseo que aplica la ley sin misericordia alguna. Nada más equivocado. A reforzar esta idea absurda contribuye muchísimo la antigua manía de algunas personas que se complacen en decir a todos, tan luego como les pasa un suceso adverso: «ya Dios te castigó». ¿Quiénes son estas personas para decir y afirmar que tal o cual cosa es UN CASTIGO DE DIOS? ¿Desde cuándo son ellos, por más autorizados que parezcan, secretarios particulares de Dios? Siempre podremos decir: «eso lo dispuso Dios para tu bien»; pero decir que es CASTIGO, nunca podemos asegurarlo. De aquí nace que desconfían muchos de Dios. ¿Cómo se va uno a fiar de un Ser que nos anda siempre persiguiendo? Y si no nos fiamos de Él, ¿cómo vamos a decirle: «Hágase tu voluntad», cuando creemos que ésta es sólo fastidiarnos? Esta idea de que «ya Dios te castigó» por tal o cual cosa, es una verdadera injuria que hacemos a Dios, juzgándolo por nuestra propia pequeñez y miseria. No, Dios no es así; es falsa, falsísima, esa idea. Es justo, en verdad, justísimo, infinitamente justo, pero NO ES JUSTO A NUESTRA MANERA. Dios es infinitamente justo, PERO A SU MANERA DE ÉL, y ÉL es igualmente infinitamente misericordioso. Si Dios fuera justo a nuestro modo, todos estaríamos fastidiados, perdidos sin remedio. Y eso de que «ya Dios te castigó» es juzgar de la Justicia Divina a nuestro modo estúpido, estrecho y miserable. Dios todo lo dispone para nuestro bien. Esta idea absurda de la Justicia Divina a nuestro modo, es uno de los mayores obstáculos para la oración, ya que contribuye a hacernos desconfiar de Él. Si queremos imbuirnos en la verdadera idea de la Divina Justicia, MIREMOS A CRISTO CRUCIFICADO. Él es el libro abierto de la Justicia Divina, que, mientras castiga en su Hijo nuestro pecado de la manera más terrible, hace al propio tiempo que la VICTIMA DEL PECADO NOS ABRA LOS BRAZOS. Cristo con los brazos abiertos para recibirnos y perdonarnos es la mejor imagen de la Justicia A LA MANERA DE ÉL. Repasemos uno a uno los ejemplos de Cristo en el Evangelio, y veremos lo que es la Justicia AL MOD0 DE ÉL. Resistirá al orgullo de los fariseos con verdadera violencia; pero siempre abrirá los brazos al humilde publicano, a la amante pecadora, a la arrepentida adúltera. Así es Él, y no como nos lo pintan los presumidos 226


que creen estar en los secretos de la Divina Justicia, diciéndonos por cualquier motivo «ya te castigó Dios». Mienten los que tal dicen, pues lo que juzgamos castigo a nuestro modo, «muy bien puede ser un favor inmenso de su misericordia infinita». Oíd el caso siguiente, vosotros los que os arrogáis el derecho de asegurar lo que es o no Justicia de Dios: Cuando en 1884 decretó el Gobierno francés que las imágenes de Cristo y de los Santos fueran quitadas de las escuelas, había un joven verdaderamente fanático que, por su propia cuenta y llevado de su odio a la Religión, se ofreció a ir él mismo de escuela en escuela quitando las imágenes. Le fue concedido el permiso y, al punto, empezó su obra con furia verdaderamente satánica. No quitaba las imágenes, las arrancaba, las arrojaba al suelo, las pisoteaba como si se tratara de dañinas sabandijas. Este joven tenía una madre buenísima que constantemente pedía a Dios por él. Cuando llegó a oídos de la pobre mujer la conducta impía de su hijo, su corazón cristiano y maternal se hizo pedazos; pero en vez de aflojar en su oración, redobló sus peticiones con más instancia. Un día, finalmente, le trajeron a su hijo inconsciente, víctima de un ataque al corazón... Pero lo peor no era eso, sino la historia ligada con el ataque. Encontró el joven, en su furia iconoclasta, en una de las escuelas, un gran Crucifijo empotrado sólidamente en el muro. No pudiendo arrancarlo, lleno desafía, tomó un pesado tronco y a palos empezó a demoler la imagen, que caía en pedazos al suelo. Estando en esta obra impía, súbitamente le dio un ataque al corazón, y cayó privado de los sentidos sobre los dispersos fragmentos del Crucifijo... Todos los que esto vieron tomaron aquel ataque, que ponía al joven a las puertas de la muerte, COMO UN CASTIGO del Cielo por su conducta impía. Lo que sufrió la buena madre al recibir a su hijo todavía inconsciente, después de haber oído la causa del desmayo, no es para descrito. Llamado el médico, opinó que, aunque el primer ataque había pasado y el joven recobraría los sentidos bien pronto, todavía un segundo ataque le quitaría la vida; por lo cual había que evitarle toda clase de emociones fuertes o desagradables. La madre, viendo que su hijo vivía, más que nunca y con una confianza ciega, pedía a Dios la salvación del joven, aunque tuviera que morir después que recobrara los sentidos; y así mandó llamar a un sacerdote, para que estuviera a mano cuando el enfermo volviera en sí. Mas el sacerdote, al enterarse de lo ocurrido, no quiso entrar en la 227


recámara del enfermo, temiendo muy justamente que éste, al verlo, se pusiera a blasfemar, según su antigua costumbre, y muriera como un réprobo, víctima del segundo y mortal ataque pronosticado. Estaban en estas pláticas, cuando el joven abrió los ojos sonriente, mostrando deseos de hablar. El médico quería impedírselo, pero la madre, al ver aquella inesperada sonrisa, acariciándole, le preguntó lo que quería. En voz apenas perceptible dijo: «Lo he oído todo; sí, quiero ver al sacerdote, pero antes quiero decirte algo para que lo cuentes a todos.» El enfermo entornó los ojos, sonriente. Viendo esto el médico, le hizo beber un tónico, y, después de un rato, el joven, volviendo a abrir los ojos, habló de esta manera: «Madre, dé muchas gracias a Dios por su infinita misericordia para conmigo... Cuando empecé a herir despiadadamente el Crucifijo, lleno de un odio infernal..., me pareció que el rostro del Señor se animaba... Esto me dio más rabia y seguí... destrozando la sagrada imagen. De pronto sus ojos se fijaron en mí con tal expresión de ternura, que me quedé aturdido con el tronco levantado... Sentí entonces un dolor tan grande, una pena tan atroz al considerar mi ingratitud, sentí tal arrepentimiento por lo que hacía, que cayó de mis manos el palo. Luego di un grito pidiendo a Cristo perdón..., y ya no supe más de mí... Madre, cuéntaselo a todos, para que entiendan lo que es la misericordia infinita de Dios...» Volvió los ojos al sacerdote, que se había acercado al lecho, y suplicándole con ellos le perdonara, los volvió a cerrar para siempre, mientras el ministro de Cristo, en nombre de Él, perdonaba al joven impío sus pecados.... Cristo, sin duda, como al Buen Ladrón, le abrió Él mismo las puertas del Paraíso... ¿Castigado por Dios?... No, no, no, sino un efecto de su infinita misericordia; una prueba más de SU FIDELIDAD INFINITA, que no puede dejar de oír la oración de los que en Él confían. Y si aún insistís en llamar a esto Justicia, llamadla en hora buena; pero Justicia AL MODO DE DIOS, no a nuestro modo ruin. *** Tengo ya que despedirme de ti, lector querido; p —ro deseo que nunca te olvides de lo que voy a decirte; y aunque la frase te parezca extraña y desusada, aunque no irrespetuosa, piensa, piensa mucho QUE DIOS ES PERSONA MUY LEAL, INFINITAMENTE FIEL. Si tú, lector amigo, eres persona fiel, cual creo, esta frase, aunque nunca usada anteriormente, te dará a entender mucho, mucho más que 228


otras muy trilladas. Piensa lo que es una persona FIEL, y luego multiplica esas cualidades por el infinito y tendrás idea de lo que con ella pretendemos explicar. No te canses de pensar que Dios es bueno, muy bueno, infinitamente bueno; que se porta con nosotros con una delicadeza, con una finura infinitas; que es infinitamente noble y generoso; que nunca deja de cumplir su palabra; que jamás ha dejado chasqueados a los que en Él confían; que es sumamente consecuente; que es, en fin, INFINITAMENTE FIEL; que se precia de ser FIEL y que nada le hiere tanto como que desconfiemos de Él, que dudemos de su fidelidad; por eso la desesperación, que se basa en la desconfianza, es el mayor, el más abominable de los pecados. Toma todas las noches tu Crucifijo y piensa en la misericordia de ese Dios que así murió por salvarte; y si te ayuda a pensar en su justicia, mira también el Crucifijo y con él piensa en ella; pero no te olvides de corregir tus ideas, quizá algún tanto deformes en este punto; y piensa que si Él es Justo, infinitamente justo, su justicia es « a lo divino» y no como la nuestra, preñada de infidelidades; una justicia sin misericordia, una justicia poco decente. «Pensad, sentid que el Señor es BONDADOSO»; sentid bien de Él. Tales son las primeras palabras del admirable Libro de la Sabiduría. « Y buscadlo con un corazón sencillo», esto es, humilde. « Y se manifiesta a aquellos QUE EN EL CONFÍAN.» Si «piensas bien de Él», tendrás confianza en Él; porque es infinitamente BUENO, porque es infinitamente FIEL. Y si tienes confianza en Él, nada te costará decir: «HÁGASE TU VOLUNTAD», pues sabes que, siendo tan BUENO, tan CUMPLIDOR, tan FIEL, nada hará, nada dispondrá, sino lo que para ti sea mejor y así tu oración será eficaz. Y si quieres un último ejemplo de esta confianza, vuelve los ojos a tu gran amigo el «Almighty Dollar» (TODOPODEROSO DÓLAR), y sigue su ejemplo, poniendo en práctica el lema que en él se encuentra grabado: «In God we trust: Confiamos en Dios.» Confía en Dios y nunca padecerás penuria. Espera confiadamente en Él, y no serás confundido para siempre.

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